El Mar Menor y los derechos de la Naturaleza

Antonio Campillo es filósofo, sociólogo y escritor. Catedrático de Filosofía y miembro de la Cátedra de Derechos Humanos y Derechos de la Naturaleza de la Universidad de Murcia. Ha sido promotor y primer presidente de la Red española de Filosofía (REF), y promotor de la Red Iberoamericana de Filosofía (RIF). Actualmente es coordinador del equipo editorial de El Laboratorio. Entre sus muchas publicaciones, mencionaremos sólo dos de sus últimos libros, relacionados con el tema de la justicia ecológica: Tierra de nadie. Cómo pensar (en) la sociedad global (2015) y Un lugar en el mundo. La justicia espacial y el derecho a la ciudad (2019).

El colapso ecológico del Mar Menor

El Mar Menor es la laguna salada permanente más grande de Europa y está situada en la Región de Murcia (España). La separa del Mediterráneo una estrecha franja de arena llamada La Manga. En su interior hay cinco islas de origen volcánico y al norte de La Manga se extienden las Salinas y Arenales de San Pedro del Pinatar.

La laguna y sus humedales periféricos cuentan con numerosas figuras de protección. La ONU los catalogó como Zona Especialmente Protegida de Importancia para el Mediterráneo y como humedal número 706 en el Convenio RAMSAR. En ellos habitan las más diversas formas de vida, incluidas las poblaciones humanas ribereñas.

Sin embargo, la protección efectiva del Mar Menor ha brillado por su ausencia. En 1987, el gobierno regional del PSOE aprobó una ley para la protección integral de la laguna, pero no llegó a desarrollarse. Desde 1995, la región ha sido gobernada por el PP y hoy PP, Cs y Vox suman más del 60% del voto y sostienen a un gobierno de coalición PP-Cs.

En 2001 el PP murciano anuló la ley de 1987 y ese mismo año aprobó una ley regional del suelo que dio barra libre a la especulación inmobiliaria. Paralelamente, alentó la proliferación de pozos, regadíos y vertidos ilegales, bajo el lema “Agua para todos”, con la connivencia de la Confederación Hidrográfica del Segura, el Sindicato Central de Regantes del Acueducto Tajo-Segura (SCRATS) y la patronal murciana CROEM.

Esta estrategia dio origen a lo que el Foro Ciudadano de la Región de Murcia denunció en 2005 como el “nacionalismo hidráulico”: sus efectos ecológicos y sociales fueron muy negativos, pero tuvo un gran éxito político, pues permitió al PP murciano instaurar durante más de dos décadas un régimen de partido cuasi-único en la Región de Murcia.

Entre los muchos atropellos que han conducido al colapso ecológico del Mar Menor, destacan los vertidos de nitratos de la agroindustria del Campo de Cartagena, que han provocado la eutrofización progresiva de la laguna, la formación de una turbia “sopa verde” y la pérdida de su rica biodiversidad terrestre, acuática y aérea.

Las respuestas sociales, judiciales y políticas

El 12 de octubre de 2019, un mes después de las lluvias torrenciales que cayeron en el sureste español, el Mar Menor apareció cubierto por un manto de peces, anguilas y crustáceos muertos. Las imágenes se difundieron rápidamente por todo el mundo y con ellas la indignación de la ciudadanía. El 30 de octubre, unas 55.000 personas nos manifestamos por las calles de Cartagena bajo el lema “SOS Mar Menor”.

La manifestación fue convocada por el Pacto por el Mar Menor, una amplia plataforma social que agrupa a muy diversos colectivos de la región: vecinos, pescadores, ecologistas, sindicalistas, científicos, etc. Paralelamente, la Fiscalía de Medio Ambiente de la región abrió el proceso judicial conocido como “caso Topillo”, en el que están imputados cargos políticos, funcionarios públicos y empresarios de la agroindustria.

El 19 de febrero de 2020, representantes del Pacto por el Mar Menor y de las organizaciones ANSE y Ecologistas en Acción presentaron una denuncia ante la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo, que decidió solicitar informes tanto a la Comisión Europea como a las administraciones murciana y española, y proponer al Comité de Medio Ambiente el envío de una misión al Mar Menor. 

La situación es tan grave que la Asamblea Regional de Murcia aprobó el 22 de julio de 2020, con los votos de PP, Cs y PSOE, una nueva ley de protección del Mar Menor. A pesar de las quejas de Proexport y la Fundación Ingenio, que agrupan a la patronal agraria del Campo de Cartagena, el Pacto por el Menor considera que la ley está diseñada no tanto para acabar con los vertidos sino para “blanquear” a la agroindustria.

Por su parte, el grupo parlamentario de Unidas Podemos presentó el 23 de julio en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley en la que reclama “una moratoria indefinida sin excepciones al uso de fertilizantes en la franja de 1.500 metros alrededor del Mar Menor” y propone la declaración de la laguna como Parque Regional.

Pero sin duda la propuesta más novedosa y de más largo alcance es la que hemos promovido un grupo de personas y colectivos vinculados al Pacto por el Mar Menor. El 23 de julio, el pleno del ayuntamiento de Los Alcázares aprobó una Iniciativa Legislativa Popular para dotar de personalidad jurídica al Mar Menor.

Es la primera iniciativa de este tipo en toda Europa, aunque hay varios precedentes en países de otros continentes: Colombia, que reconoció como sujeto de derechos al río Atrato y a la Amazonía colombiana; Nueva Zelanda, que dio personalidad jurídica al río Whanganui; y Estados Unidos, en donde el ayuntamiento de Toledo (Ohio) reconoció derechos al lago Erie, limítrofe con Canadá, aunque un juez anuló la decisión.

Todos estos casos han sido iniciativas promovidas por movimientos populares que vienen luchando desde hace muchos años, que defienden formas de relación con la naturaleza practicadas tradicionalmente por las comunidades indígenas de sus respectivos países, y que suponen un cambio de paradigma en la tradición jurídica del Occidente moderno.

La ILP aprobada por el ayuntamiento de Los Alcázares fue presentada el 29 de julio en la Asamblea Regional de Murcia por el alcalde Mario Cervera, y en el Congreso de los Diputados por la jurista Teresa Vicente y otras personas del grupo promotor. Por cierto, Teresa Ribera, vicepresidenta del gobierno y ministra de Transición Ecológica, acompañó y dio su apoyo público al grupo murciano que presentó la ILP en el Congreso.

El alcalde de Los Alcázares contó con el asesoramiento de un grupo de trabajo compuesto por la jurista Teresa Vicente (redactora de la propuesta), la bióloga Francisca Baraza (que fue jefa de la Demarcación de Costas de la región y ahora preside la Mancomunidad de Canales del Taibilla) y yo mismo, como representante de la Cátedra de Derechos Humanos y Derechos de la Naturaleza.

Esta Cátedra fue aprobada por la Universidad de Murcia el 24 de julio, un día después de aprobarse la ILP en Los Alcázares, y es también la primera que se crea en Europa. Es el resultado de un convenio de colaboración entre la UMU, la Asamblea Regional de Murcia, Amnistía Internacional España y Ecologistas en Acción de la Región Murciana.

El Mar Menor como sujeto de derechos

La ILP y la Cátedra van en la misma dirección: en la era del Antropoceno, el cambio climático, la degradación de los ecosistemas, el agotamiento de los recursos, la extinción de especies, la contaminación de la biosfera y la multiplicación de pandemias como la Covid-19, ya no es posible disociar la justicia social y la justicia ecológica, los derechos humanos y la protección de los demás seres vivos y de nuestra común morada terrestre.

La novedad de la ILP sobre el Mar Menor consiste en tratar a un ecosistema natural no como una «cosa» apropiable, consumible y desechable por los humanos, sino como una “persona” jurídica, como un «sujeto de derechos» que debe ser reconocido y respetado como tal, como sucede ahora con los seres humanos (o, más bien, con algunos de ellos, los que gozan de los derechos de ciudadanía), las empresas (sobre todo las multinacionales, cuyos derechos de propiedad se imponen por encima de los derechos de las personas físicas e incluso de la soberanía de los estados) y los estados (en particular los más poderosos, las grandes potencias mundiales que imponen su supremacía geopolítica a todas las demás). De este modo, los derechos del Mar Menor podrían ser defendidos ante los tribunales de justicia frente a los atropellos de personas incívicas, empresas depredadoras y administraciones públicas corruptas.

La tradición jurídica, política y filosófica de Occidente se ha construido sobre tres pilares: la filosofía griega, el derecho romano y la teología cristiana. La filosofía griega rompió con el pensamiento mítico y fundó la contraposición ontológica entre naturaleza y sociedad, fysis y polis, a partir de la cual se desarrollaron las ciencias naturales y sociales. En esta misma línea, el derecho romano dividió el mundo entre “cosas” apropiables (tierras, edificios, plantas, animales y humanos esclavizados) y “personas” con derecho a adueñarse de todas esas cosas, fuesen personas físicas (los ciudadanos varones, libres y propietarios) o personas jurídicas (como las ciudades y el imperio).

Así nacieron las dos grandes formas de apropiación y dominio del territorio: la soberanía estatal y la propiedad mercantil. Además, a la filosofía griega y al derecho romano se añadió la religión cristiana, según la cual los seres humanos somos hijos de Dios y como tales estamos destinados a poblar la Tierra e imponer nuestro señorío a todas las otras criaturas, como si el mundo hubiera sido creado para someterse a nuestros deseos.

La Europa moderna heredó esas tres tradiciones y las llevó a sus últimas consecuencias. Basta recordar la gran dicotomía cartesiana entre la res extensa y la res cogitans. Sobre esta dicotomía se construyó el mito eurocéntrico del progreso, según el cual la humanidad iría domesticando a la naturaleza y emancipándose de ella cada vez más, por medio de los saberes tecno-científicos y los poderes económico-políticos. Esta es la religión tecnológica que sirve de sustento al delirio capitalista del crecimiento ilimitado.

El capitalismo globalizado y en particular la industria agropecuaria se ha lanzado a una estrategia acelerada de apropiación y expolio de toda la Tierra. Es una estrategia ecocida y humanicida, pues está destruyendo las bases naturales de sustentación de la especie humana y de las demás especies vivientes. La llamada economía neoliberal se ha vuelto cada vez más antieconómica, pues está poniendo en riesgo no solo el sustento material de la humanidad actualmente viviente, sino también el de las generaciones venideras.

Si queremos garantizar el porvenir de la humanidad, hemos de cuestionar las dos formas de posesión de la tierra hasta ahora hegemónicas, la soberanía estatal y la propiedad mercantil, y pensar de otro modo nuestra relación con los otros y con la Tierra. Hemos de cuestionar el vínculo de soberanía que une a un pueblo con un territorio y lo hace más sagrado que la hospitalidad hacia los otros pueblos. Y hemos de cuestionar también el vínculo de propiedad que une a un individuo o a una empresa con sus propiedades capitalizadas y lo hace más sagrado que la vida de los seres humanos y de los demás seres vivientes. Por encima de la soberanía de los estados y la propiedad mercantil de las empresas, hemos de afirmar nuestra responsabilidad ineludible hacia los otros seres humanos y hacia el conjunto de la biosfera terrestre. Como defiende el pensamiento ecofeminista, hemos de pasar del derecho de posesión al deber de cuidado.

En 1854 el jefe indio Seattle le dijo al presidente de Estados Unidos: “La Tierra no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la Tierra”. Los europeos modernos se burlaron del “animismo” de los llamados pueblos “salvajes” a los que querían dominar y civilizar. Hoy, las ciencias de la vida y del sistema Tierra nos enseñan lo mismo que el indio Seattle. Por eso, pensadores como Jacques Derrida, Roberto Esposito, Philippe Descola y Bruno Latour se han dedicado a cuestionar la vieja dicotomía jurídica, política y filosófica entre cosas y personas. Como dice Latour, la capacidad de “agencia” no es exclusiva de los humanos, pues la ejercen también los demás seres vivos y los fenómenos naturales.

En Tierra de nadie (2015) y en Un lugar en el mundo (2019), he defendido la necesidad de transitar de la posesión exclusiva al usufructo compartido. Como dice Elinor Olstrom, hemos de aprender a gobernar de manera cooperativa y cuidadosa los bienes comunes. Porque los humanos no somos dueños de la Tierra, sino sólo sus usufructuarios y residentes temporales. Es la Tierra la que nos acoge a nosotros y a los demás seres vivos, y por tanto no podemos disponer de ella y de sus habitantes a nuestro antojo.

El cambio climático, la pandemia de Covid-19 y la sopa verde del Mar Menor nos revelan que la Tierra está reaccionando contra nuestras pretensiones de expoliarla y contaminarla ilimitadamente, más aún, que esas reacciones pueden hacerla inhabitable y poner en riesgo nuestra propia supervivencia. Por eso, ya no es posible defender los derechos humanos sin defender al mismo tiempo los derechos de la naturaleza.

Este artículo fue publicado originalmente el 14/08/2020 en eldiario.es, en el blog Interferencias. Agradecemos al diario, a los coordinadores del blog y al autor que nos hayan permitido su reproducción.