Francisco Colom González es Profesor de Investigación del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (IF-CSIC). Con anterioridad ha sido Profesor Titular de Sociología en la Universidad Pública de Navarra. Su trabajo durante los últimos años se ha centrado en la teoría política de la ciudad y el estudio espacial de las relaciones sociales. Sobre este tema ha editado los libros Narrar las ciudades (2020), Forma y política de lo urbano (2017) y, junto con Ángel Rivero, El espacio político (2015). En la actualidad codirige con Ana María López Sala el proyecto de investigación La ciudad justa. Exclusión, Pertenencia y Bienes Comunes.
La habitabilidad de las ciudades tras la pandemia
Una de las imágenes más impresionantes de la pandemia fue la de los animales silvestres adentrándose por las calles vacías de las grandes ciudades. Parecía como si la naturaleza tan sólo necesitase una breve interrupción de la presencia humana para reclamar su espacio. El proceso global de urbanización, todavía no culminado en todos los continentes, nos ha llevado a olvidar que las ciudades son sólo un artefacto surgido en una fase muy tardía y minúscula de la historia humana. El homo sapiens, en sus inicios poco más que una pequeña especie de cazadores y recolectores errante por las sabanas africanas, ha pasado en unos pocos milenios a convertirse en un auténtico homo urbanus.
Las ciudades cambiaron la condición de la especie, permitieron la división del trabajo y la complementación colectiva de las necesidades, pero también incrementaron la morbilidad y la mortalidad de la población. Hasta finales del siglo XIX los grandes núcleos urbanos fueron incapaces de sostenerse demográficamente. Necesitaron para ello un insumo constante de nuevos habitantes. Su exponencial crecimiento a raíz de la Revolución Industrial aumentó aún más el grado de hacinamiento y las epidemias. De hecho, los grandes movimientos urbanísticos, desde las ciudades-jardín hasta el racionalismo lecorbusiano, pretendieron ofrecer una respuesta a la alarmante insalubridad de las ciudades modernas. Las reformas del barón Haussmann en París suelen traer a la memoria su carácter estratégico frente a las sublevaciones urbanas, pero se olvida mencionar los propósitos higienistas que las motivaron en igual medida. Esos mismos intereses estuvieron presentes en las reformas de Londres, Barcelona y Viena.
Los descubrimientos médicos y las infraestructuras sanitarias permitieron en última instancia invertir la ecuación y hacer que la vida urbana fuese más cómoda y longeva que la rural. Sin embargo, cuando estalló la pandemia de la COVID-19, la ausencia de vacunas obligó a reaccionar con métodos medievales: clausurando las ciudades y limitando el movimiento de las personas. Esto ha acelerado una transición tecnológica -la “virtualización” de buena parte de los procesos productivos- y quebrado las cadenas de suministro sobre las que se asentaba la globalización ‘neoliberal’ de las décadas anteriores. También quedó en evidencia, por si lo habíamos olvidado, la fragilidad de la subjetividad humana ante el aislamiento. El ‘robinsonismo’ forzado por la epidemia ha dejado tras de sí una oleada no menos preocupante de alteraciones mentales y emocionales, como demuestra el consumo disparado de ansiolíticos.
Hubo quien se atrevió a pronosticar un aprendizaje moral de todo esto. La epidemia nos recordaría nuestra propia debilidad y, con ello, el valor de la cooperación humana, impulsando estilos de vida más austeros y razonables. Es difícil respaldar este tipo de aseveraciones. Los comportamientos colectivos no responden directa ni sencillamente a imperativos morales. La memoria social tampoco suele remontarse más allá de unas pocas décadas, como ilustra la reiteración de las crisis ligadas a la especulación y el consumo. Los cambios infraestructurales son procesos de larga duración. Lo que sí resulta posible es augurar nuevas formas de interacción con el entorno urbano. La implantación del trabajo a distancia, aunque no sea en la misma escala que durante la pandemia, puede terminar por alterar la estructura y los precios de los espacios urbanos. Para el teletrabajador de las grandes ciudades, la jornada laboral arroja un par de horas de asueto adicionales. Con ello, el papel tradicional de los centros y las periferias, así como la zonificación de las actividades, tiende a relativizarse. El comercio electrónico, disparado por los nuevos hábitos de consumo, puede suponer el ocaso de los pequeños negocios, pero también de las grandes superficies comerciales, como ya está ocurriendo en los Estados Unidos. Sin necesidad de salir de casa para trabajar, comprar o estudiar, las formas de sociabilidad han migrado en buena medida hacia las redes virtuales. Encontrar pareja o contactar con las amistades está cada vez más mediado por una pantalla y un teclado. La soledad y el riesgo de comportamientos anómicos o depresivos han aumentan en igual medida.
Sin embargo, este horizonte distópico no está en absoluto predeterminado. Todas las transformaciones sociales y económicas generan nuevos comportamientos y oportunidades. Las redes han permitido nuevas formas de economía colaborativa que trascienden la división tradicional entre lo rural y lo urbano. En todo caso, la dinámica de las ciudades no se limita al consumo y la producción. Su atractivo estriba en la diversidad, el dinamismo, la libertad y la creatividad que caracterizan a la vida urbana. La vida en las ciudades posee una dimensión comunal que no se reduce a la mera agregación de necesidades individuales. Algunos de los problemas generados por el urbanismo contemporáneo se derivan del olvido de la habitabilidad y la pérdida de control sobre el espacio vivido. La pandemia nos ha venido a recordar la necesidad de prestar atención prioritaria a los bienes urbanos que son constitutivamente comunales: aquellos que fomentan el desarrollo de las capacidades humanas, fomentan la inclusión social y transforman el entorno construido en un verdadero hábitat.