Tiempos de precariedad
María José Guerra Palmero es filósofa, escritora y teórica feminista. Catedrática de Filosofía Moral de la Universidad de La Laguna y directora del Centro de Estudios Ecosociañes de la ULL. Ha sido presidenta de la Red española de Filosofía y Consejera de Educación, Universidades, Cultura y Deporte del Gobierno de Canarias. También ha dirigido Cuadernos del Ateneo. Es autora de varios libros sobre Habermas, la teoría feminista, la ética ecológica, etc.; ha editado volúmenes colectivos y monográficos de revista (Dilemata, Enrahonar y Daimon) y ha publicado numerosos artículos sobre feminismo, migraciones, globalización, ciudadanía, etc.
El significado general del ser y estar precario, como adjetivo, es «estar falto de medios o recursos suficientes». La carencia de estos «medios o recursos» amenaza la subsistencia y la supervivencia. Lo precario es, en suma, lo contrario a estable y suficiente, y sinónimos de precario son otros adjetivos como frágil, inseguro, inestable e incluso apurado.
Si analizamos los usos actuales de la palabra precariedad, y no dejan de salir libros que atienden al tema, nos aparece, sobre todo, como el término que describe una mutación en el ámbito laboral. Son innumerables las referencias al trabajo precario, esto es, inestable, temporal y mal pagado, que, finalmente, tiene como resultado la amenaza de la falta de recursos suficientes para la subsistencia y la perspectiva de una vida angustiada y miserable. Brevemente, voy a referir cómo la precariedad pone en cuestión y amenaza los legados más valiosos de la ética y la filosofía política.
La ética moderna, ilustrada, ha sido bastante reacia a hablar de precariedad y vulnerabilidad, porque santificó la autonomía -uno de cuyos sentidos es la independencia y la autosuficiencia, y también, cómo no, la dirección de la propia vida. La autolegislación kantiana se armonizaba con un orden de deberes, pero la centralidad del sujeto era incuestionable como origen normativo: «la ley moral que hay en mí». En su inflexión romántica, la autorrealización se consolida como horizonte de sentido e implica lo que podemos denominar el florecimiento de nuestras capacidades. Ambas dimensiones, la de la autonomía y la de la autorrealización, se ven fuertemente amenazadas por la precarización de la vida.
De hecho, la autonomía ha sido devaluada a una supuesta «libre elección», constreñida a optar entre alternativas igualmente indeseables, y la autorrealización queda, en gran parte, sin efecto, cuando las carreras laborales y profesionales son cada vez más desarticuladas. No hay, sobre todo para las jóvenes generaciones, pero también para los desempleados de larga duración, sino una sucesión de ocupaciones y/o proyectos y la exigencia de no cejar, de ser «resiliente», término al que volveremos.
Sin embargo, no sólo las biografías quedan fragmentadas y las expectativas frustradas, sino que en la vida cotidiana es difícil articular un sentido cuando uno se ve sometido a presiones de disponibilidad absoluta por el nuevo dios tiránico del trabajo precario. Los precarios, o «no tienen tiempo» o languidecen en esperas desesperantes llamadas «búsquedas activas de empleo».
Una película que nos habla de lo que esto significa para las personas acostumbradas a otras culturas del trabajo, ya periclitadas, cuando han sido desbancadas en el mercado laboral, es Yo, Daniel Blake, en la que Ken Loach describe con maestría el calvario de los que se quedan atrás. Desgraciadamente, esta situación comienza a afectar a mayorías sociales en países como España en un momento en que la pandemia de la Covid-19 intensifica el desempleo y la precariedad.
Las narrativas laborales y profesionales que se nos ofrecen son fuertemente individualizadas y, por lo tanto, el vínculo social con los otros, como adelantaba Zygmunt Bauman, se «licúa». La movilidad, exigencia de los nuevos mercados laborales, lastra cualquier sueño de estabilidad y futuro familiar. La inseguridad convierte en irresponsable la opción de la maternidad y la de formar una familia. El individuo precario se siente más sólo que nunca, pero también se le infantiliza, pues muchas veces no puede abandonar el hogar familiar, que ha quedado, si se tiene y no está depauperado, como el último refugio. La autoconfianza, la autoestima y el autorrespeto, conceptos vinculados al reconocimiento social, quedan lesionados.
La ética antigua se hacía la pregunta, contestada de varias maneras por las distintas escuelas filosóficas, de «cómo vivir»; y era consciente, al menos, de lo que Martha Nussbaum llamó La fragilidad del bien. Pensar «cómo vivir» requiere tiempo, calma y reflexión, pero el tiempo, un indicador claro de la precarización, es también raptado por la aceleración sin sentido de la vida cotidiana, como han señalado Hartmut Rosa y Judy Wajcman. El ensamblaje de las nuevas tecnologías de la comunicación y la hiperpresencia, en empresas y ámbitos laborales exigentes, hacen que toda noción de límite haya desaparecido.
El capitalismo inclusivo en Europa, domesticado en parte tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, ha trocado en capitalismo excluyente y expulsivo, y una de sus características es derogar todas las garantías y protecciones de los trabajadores e incidir en abandonarlos a la inseguridad, la insuficiencia y la inestabilidad. La precariedad no es un simple resultado inevitable y mecánico de un proceso global inocente y sin agentes. Las exigencias de competitividad son desmoralizadoras: hay que pelear para no ser arrojado del bote salvavidas del empleo precario y, si hace falta, empujar a otros por la borda para garantizar el propio espacio. La ruptura de los vínculos sociales y de la solidaridad es palpable en la nueva era.
El caso es que, en el presente, en el día a día y en un mar de incertidumbres, ni la misma pregunta de cómo vivir se puede formular, porque simplemente se va viviendo como se puede, como vienen dadas las cosas; y en las vidas precarizadas de tantas personas se van «capeando los temporales», simplemente se intenta sobrevivir. Quizás, la condición precaria solo deje resquicio para un estoicismo radical que se atrinchere en la insensibilidad, en la apatheia, o incluso que nos remita al ideario cínico de la desposesión de todo.
No obstante, la maquinaria mediática de la imposición del consumo señala con el dedo al precario, a la precaria como puro fracaso vital. El darwinismo social se ha hecho más fuerte que nunca. El trabajador, la trabajadora, debe ser, como decíamos, «resiliente». Esto es, se asume como premisa que el mundo del trabajo es puro trauma que hay que superar diariamente con dosis de resiliencia. Este es un término que de la física y la sociología ha saltado al estrellato, y es aplicado a comunidades abatidas por las catástrofes, a instituciones que sufren más y más recortes, y a sociedades a las que se les pide que normalicen y banalicen la injusticia. Los costes en salud física y mental son elevados, pero nadie cuenta las bajas en este estado de guerra económica sin tregua, en la que se reproducen las crueldades «de baja intensidad» que llevan al acoso moral al trabajador y al despido.
Estos son los «daños colaterales» de un régimen neoliberal que hace aguas por todos lados, pero para el que no encontramos alternativas suficientemente creíbles. Nos espera un escenario de decrecimiento y de escasez de empleos, debido a la aceleración digital, y de grandes tensiones ecosociales. La tarea, una vez identificado el mal de la precariedad, es idear propuestas para contrarrestar las tendencias «necropolíticas» que nos ha traído la superposición de crisis y emergencias. Esa es la nueva urgencia.