UN MUNDO SIN FILOSOFÍA

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Rafael Narbona.  Escritor y crítico literario.

La desaparición de la filosofía de las aulas no provocará daños materiales, pero es indudable que empobrecerá la mente de las jóvenes generaciones y debilitará nuestra salud democrática. Aunque parezca increíble, la filosofía no es una asignatura obligatoria en Alemania. No se trata de una medida reciente. A principios de los noventa, hablé con un estudiante alemán que acababa de iniciar sus estudios universitarios. No puede evitar la tentación de mencionar a Kant, Leibniz, Heidegger. No conocía a ninguno de los tres. Pensé que mi lamentable pronunciación le impedía reconocer a tres grandes filósofos de su nacionalidad. Opté por escribir sus nombres en un papel, pero sólo logré que se agudizara su expresión de perplejidad. Me temo que los españoles avanzamos hacia el mismo futuro. Presumo que dentro de pocos años, casi ningún joven habrá oído hablar de Ortega y Gasset. Saber que millones de personas viven hipnotizadas por las modernas pantallas digitales, sólo agrava mi desolación. ¿Se han cumplido las profecías de Ray Bradbury en Fahrenheit 451? Durante mis años como profesor de filosofía, solía incluir la novela entre las lecturas obligatorias. Los alumnos más inteligentes señalaban que el mundo actual se parecía bastante a la distopía de Bradbury. Desde entonces, ha transcurrido más de dos décadas. Los grandes historiadores sostienen que los cambios sociales suelen producirse progresiva e inadvertidamente. ¿Vivimos en la época de la noche del pensamiento?

El “eclipse de Dios” comenzó a mediados del XIX y alcanzó su plenitud en 1945, después de la Segunda Guerra Mundial. Auschwitz e Hiroshima parecían la prueba definitiva de la muerte de Dios. Desde entonces, Europa Occidental y Estados Unidos han disfrutado de una paz alterada tan sólo por los estragos del terrorismo. En cambio, el resto del planeta ha soportado guerras, hambrunas y desastres naturales. Para gran parte de los europeos, Dios es un vestigio arqueológico, una columna de piedra en un viejo anfiteatro, que sólo despierta el interés de los turistas. Muchos celebran este ocaso y entienden que la filosofía debería correr la misma suerte. Opinan que la ciencia y la tecnología representan el triunfo del progreso. Liberales y socialdemócratas suscriben este planteamiento con el mismo fervor. Y cada vez parece más improbable que la filosofía regrese a las aulas. No parece casual que se arrojen al vertedero dos mil años de asombro, reflexión y aventura en un tiempo donde la política se ha rebajado a un lamentable intercambio de insultos y banalidades.

El poder totalitario nunca disimuló su hostilidad hacia la filosofía. Nazis y bolcheviques mostraron el mismo encarnizamiento con el pensamiento, quemando libros y asesinando, exiliando o silenciando a los pensadores que se atrevieron a desafiarlos. Pienso en Karl Jaspers, Gadamer, Hannah Arendt, Walter Benjamin. Benjamin se suicidó en Portbou, cuando las autoridades franquistas se mostraron dispuestas a entregarlo a la Gestapo. Stalin no se mostró menos implacable, pero gracias a la hegemonía del marxismo como línea de pensamiento apenas tuvo que litigar con los filósofos. Las peores represalias cayeron sobre los escritores que no claudicaron ante las exigencias del realismo socialista. Isaak Babel, autor de Caballería Roja y Cuentos de Odessa, fue detenido, torturado y ejecutado sumariamente en 1940. Dos años antes, había muerto Ósip Mandelshtam en un Gulag por el horrible delito de escribir un poema que aludía críticamente a Stalin.

Mientras escribo este artículo, hojeo mi ejemplar de El giro hermenéutico, de Hans-Georg Gadamer (1995). Discípulo de Heidegger, Gadamer se opuso al nazismo desde su aparición. En ese sentido, se distanció de su maestro, que simpatizó con Hitler y se afilió al Partido, aceptando durante un breve período cargos y honores. Gadamer renovó la tradición hermenéutica con Verdad y método (1960), uno de los grandes clásicos de la filosofía del siglo XX, señalando que “habitamos la palabra” y, en consecuencia, ser hombre significa “dialogar”. Con los otros y con el mundo. Leer no es un mero entretenimiento, sino una experiencia que nos transforma y nos reinventa. Algo semejante sucede cuando aceptamos confrontar nuestras ideas. El papel de la filosofía es abrirnos los ojos y recordarnos que la palabra es el lugar de encuentro con el otro. El diálogo no es una opción, sino la condición de posibilidad de una vida plena, humana, racional, responsable. Gadamer apunta que el fin de la filosofía es mantener vivas las preguntas. Interrogarnos sobre las cosas nos permite traspasar nuestra subjetividad y adentrarnos en el punto de vista ajeno, con voluntad de comprensión y conciliación. “Allí donde se logra realmente una conversación, los interlocutores ya no son exactamente los mismos cuando se separan. Están más cerca el uno del otro”.

En nuestro país, vivimos un escenario de crispación política que ha olvidado los buenos modales democráticos. La filosofía enseña a debatir, a respetar al adversario, a ser autocrítico. Gadamer recuerda que Aristóteles destacó la importancia de la phrónesis (prudencia, sabiduría práctica) en la vida de la polis, cuya permanente invitación a la moderación frena y contiene a la hybris (desmesura, ira, apasionamiento ciego). Aristóteles sigue “representando para nosotros el ideal de la razón, el ideal de un mundo razonablemente ordenado y comprensible”. Suprimir la filosofía (o minimizarla) en los planes de estudio, sólo contribuirá a fomentar la demagogia y los mesianismos. “Si un día se acaba el preguntar, se habrá acabado también el pensamiento”, escribe Gadamer. Si un día desaparece la filosofía, la democracia probablemente sobreviva, pero indudablemente dañada. Desconocer el origen y el sentido de una forma política, sólo puede beneficiar a los que añoran el totalitarismo, con sus masas hipnotizadas y sus falsos ídolos. Quizás Ortega no se equivocaba y nuestro país sigue cautivado por “la trágica emoción del fracaso”.

Fuente: http://www.elimparcial.es/noticia/164867/opinion/

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