Fray Servando

Combates por la historia

Fray Servando, ¿independentista?

Por Benjamín Palacios Hernández

Quizá la más extendida entre las asunciones falsas de fray Servando Teresa de Mier sea aquella que lo instaura como independentista y antimonárquico a partir de su célebre sermón de 1794. Es asombrosa la cuasi–unanimidad a este respecto, no sólo entre historiadores, reputados o no, sino también entre literatos y todos aquellos que estudian los textos al parecer únicamente para descubrir en ellos lo que en ellos no se encuentra.

Fray Servando.
Hay que tener horror de lo pequeño, de lo mezquino, de lo pobre, de lo atrasado. En una palabra: hay que saber pensar.
—Lucien Febvre

La unicidad de la historia

A poco de pensarlo, adquiere un carácter casi axiomático la convicción de que la historia constituye —dentro del amplio y diversificado campo del conocimiento humano— un corpus singular. No sólo por sus dificultades intrínsecas sino también por algunas circunstancias poco menos que paradojales a que ella da lugar, incluso en su desenvolvimiento y caminos internos.

La primera dificultad, y también la de menor alcance y la más elemental, es la que deriva del propio significado del término “historia”, señalado por Pierre Vilar en su doble contenido: un término que designa a la vez el conocimiento de una materia y la materia de ese conocimiento.1 Dicho más llanamente: es tanto la exposición de sucesos como los sucesos mismos. Puede imaginarse además una historia de la historia pero no, por ejemplo, una física de la física ni una química de la química.

Ninguna otra disciplina se ha movido, y se mueve, entre dos extremos contrarios, entre una presunción y una realidad que se miran a la cara desde posiciones encontradas: por un lado la exigencia —arrogante sólo en apariencia— de Lucien Febvre, quien pedía que en el frontispicio de los institutos y escuelas de historia se inscribiese la leyenda: “Nadie entre aquí si no es muy inteligente”, y por el otro una realidad presente en la historia y los historiadores no ideales que años después suscitó la queja de Vilar, a la vez amarga e irónica: “El comercio de la historia tiene en común con el comercio de los detergentes el empeño en hacer pasar la novedad por la innovación. La diferencia estriba en que sus marcas están muy mal protegidas. Todo el mundo puede llamarse historiador”.2

La elegancia de la prosa no mermaba el filo del sarcasmo. Febvre se refería a los demasiados historiadores que “hacen historia de la misma manera que tapizaban sus abuelas. Al puntillo. Son aplicados. Pero si se les pregunta el porqué de todo ese trabajo, lo mejor que saben responder, con una sonrisa infantil, es la cándida frase del viejo Ranke: ‘Para saber exactamente cómo pasó’. Con todo detalle, naturalmente”.

El relato sin comprensión, la crónica de acontecimientos sin la red que los entrelaza y puede ayudar a explicarlos. El mismo Febvre añadió su parte a este canon de lamento–burla–denuncia. En el Manifiesto de los nuevos Annales, ya que por la historia era que se combatía, se preguntaba: “Pero ¿qué historia? ¿La que ‘cuenta’ la vida de María Estuardo? ¿La que proyecta ‘toda la luz’ sobre el caballero de Eon y sus faldas?” La elegancia de la prosa no mermaba el filo del sarcasmo. Febvre se refería a los demasiados historiadores que “hacen historia de la misma manera que tapizaban sus abuelas. Al puntillo. Son aplicados. Pero si se les pregunta el porqué de todo ese trabajo, lo mejor que saben responder, con una sonrisa infantil, es la cándida frase del viejo Ranke: ‘Para saber exactamente cómo pasó’. Con todo detalle, naturalmente”.3

El documento derribado por “la interpretación”

Sin embargo, la historia es tan bondadosamente compleja que, por si lo anterior no bastare, da también para posibilidades adicionales de signo diverso pero también deletéreo. Lo mismo puede albergar bajo su manto a las crónicas —en ocasiones particularísimas— inconexas pero saturadas de detalles, fechas y nombres, que al extremo contrario encarnado en la interpretación libérrima. Si aquella menesterosa tradición hace “del documento” un icono sagrado, ésta otra relativamente nueva —igualmente paupérrima pero adornada de todos los oropeles posibles, desde los psicológicos hasta los intertextuales— no se detiene ni ante el más comprobado y nítido documento en su empeño de construir una “interpretación”. Y si los documentos contradicen a la interpretación, peor para los documentos.

Es sabido que las biografías, pero también los ensayos e incluso los sesudos tratados, son un instrumento de dos usos. Como los cuchillos, que igual pueden utilizarse para cortar pan que para asesinar. En ellos el personaje histórico se encuentra inerme y a merced de su intérprete, el cual posee la libertad impune para convertirlo en santo, héroe o genio —según el caso lo requiera— o para defenestrarlo.

La historia, al fin y al cabo, es una materia dúctil, moldeable al gusto y a la ocasión: el biógrafo, como el ensayista y el reseñador, siempre pueden representar a Procusto, sus textos cumplir la función del lecho y tanto la historia como el personaje hacer el papel de víctimas. Al contrario de aquellos historiadores que hacen labor de ganchillo, los célebres documentos —antaño tan anhelados y sacros— han dejado de ser un obstáculo para esta carnicería: si no se los encuentra se echa mano de “la imaginación”; si están ahí pero nos contradicen se les omite o, en el más desconcertante de los casos, se citan pero se deduce o “interpreta” lo contrario de lo que ellos dicen. Y que el mundo ruede.

Permítaseme echar mano de un ejemplo ilustre e ilustrativo. Lo uno por la entidad del personaje, lo otro por el maltrato al que se le ha sometido; me refiero a fray José Servando de Santa Teresa de Mier Noriega y Guerra Buentello e Iglesias (si a detalles vamos…). Por comodidad me basaré parcialmente en lo ya dicho en mi edición de sus Memorias publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo León en 2009.

Quizá la más extendida entre las asunciones falsas del padre Mier sea aquella que lo instaura como independentista y antimonárquico a partir de su célebre sermón de 1794. Es asombrosa la cuasi–unanimidad a este respecto, no sólo entre historiadores, reputados o no, sino también entre literatos y todos aquellos que estudian los textos al parecer únicamente para descubrir en ellos lo que en ellos no se encuentra. En todos los casos se trata, precisamente, de interpretaciones que se sustentan, algunas, en el simple desconocimiento, y las más en la prevalencia de la “deducción interpretativa” por encima de los documentos. En un caso la ignorancia de los textos no impide la fácil conclusión. En el otro, lo que los textos dicen tiene menos valor que lo que el intérprete quiere que digan.

En todos los casos se trata, precisamente, de interpretaciones que se sustentan, algunas, en el simple desconocimiento, y las más en la prevalencia de la “deducción interpretativa” por encima de los documentos. En un caso la ignorancia de los textos no impide la fácil conclusión.

Y más asombra que estas elucubraciones y aquellas gruesas catalogaciones sigan dándose no solamente contra el texto del sermón, que es un documento largamente conocido y que nada tiene de antimonárquico ni de antiguadalupano, sino incluso sobre y en contra del documentado y prolijo estudio emprendido por Edmundo O’Gorman, disponible desde 1981.

Justamente el propósito fundamental de O’Gorman en El heterodoxo guadalupano era detectar y seguir la ruta del desarrollo de las ideas de fray Servando, lo que en mi opinión constituye en sí mismo su novedad y aportación más valiosas. Ahí donde la mayoría de los exégetas han visto a un Mier republicano, antimonárquico y descreído del milagro guadalupano a partir del sermón del 12 de diciembre de 1794, los documentos esgrimidos por O’Gorman demuestran algo que debiera ser asumido como gnoseológicamente natural: que ningún cuerpo de ideas nace completo y armado, como Minerva de la cabeza de Júpiter, sino que transita siempre a través de un proceso más o menos largo en cuyos meandros se va construyendo, decantando, corrigiendo, precisando. Veamos si no.

Existen tres eventos previos al sermón de la Colegiata: el primero de enero de 1792 fray Servando predica en la iglesia conventual de Santo Domingo para impugnar la Declaración sobre los derechos del hombre y del ciudadano, recientemente proclamada por la Asamblea Nacional francesa. El 19 de mayo de 1793 Mier discursea en la catedral condenando la decapitación de Luis XVI, amparado en la antigua y venerable norma que reputaba como esencialmente cristiana la obediencia a los reyes. Y en vísperas del célebre sermón, el 8 de noviembre de 1794, pronuncia la oración fúnebre de Hernán Cortés en la iglesia del Hospital de Jesús; una oración que fue, en propias palabras de Mier, “un panegírico de los reyes de España, especialmente los reinantes, con ocasión de la fidelidad de don Hernando”.

Esto último, por ejemplo, no le impidió a una tal Margarita Peña decir —en un artículo publicado en la Revista de la Universidad de México, 27 años después de que O’Gorman recogiese aquel texto de fray Servando y obviamente sin tener ni idea del documento original ni de la recuperación hecha por O’Gorman— a propósito de la oración fúnebre, que “podemos suponer que el radicalismo antimonárquico de fray Servando debe haber hecho de tal oración, más que un elogio fúnebre, una diatriba”. Lo más que probaría esto y lo menos que se puede decir de ello es que las suposiciones son recursos muy riesgosos, sobre todo para el prestigio del que supone y en particular si esas suposiciones se vierten cuando existen documentos y estudios que no sólo las convierten en ridículas sino que las contradicen.

El sermón de la Colegiata se aleja de aquellos tres discursos sólo en el tema de la aparición, y aun en ello fray Servando se apega en general a la ortodoxia de la parafernalia guadalupana tal como existía ya entonces: el numen servandiano no rebasa más límite que el de la tilma de Juan Diego transformada en la capa del apóstol Santo Tomás, con la consiguiente remisión de la predicación cristiana en el llamado nuevo mundo mucho más atrás de la llegada de los españoles, hasta el mismísimo siglo I. En ello, como se verá más adelante, el padre Mier ni siquiera era original.

Justo en este punto, como señala O’Gorman, es que la tesis de Mier entronca con la tradición aceptada: en el sermón fray Servando no cuestiona las apariciones en el Tepeyac sino únicamente “el error” de haber creído que la imagen se había estampado en 1531 en la humilde tilma de un indio neófito, cuando según él estaba impresa en la capa de un apóstol desde hacía mil quinientos años.

En el transcurso de los años que corren del sermón de 1794 a la Apología, parte primera de las Memorias escritas en 1819, esta sumisión de Mier a la tradición guadalupana —cuya única salvedad y modificación, ciertamente importante pero no definitiva pues fray Servando sólo la “aventuraba a la corrección de los sabios”, le valió la inmediata persecución del arzobispo Haro y su exilio a España— se transformaría hasta concluir en una negación absoluta.

Las dudas sobre aquella ortodoxia guadalupana germinan en Mier al conocer las deliberaciones de la Real Academia de la Historia, llevadas a cabo entre octubre de 1799 y marzo de 1800, a la cual el Consejo de Indias solicitó estudio y dictamen atendiendo la apelación que fray Servando había presentado en mayo del primer año contra la condena de Haro. Es entonces cuando Mier entra en contacto con las posiciones ilustradas y escépticas del milagro guadalupano, señaladamente las de uno de los dictaminadores, Joaquín Traggia Urribari.

De este modo, meses antes de que Mier sellara su suerte escandalizando a las autoridades eclesiásticas mexicanas con una simple modificación de la tradición guadalupana, en España un académico la demolía.

Es probable que en esas mismas fechas Mier haya conocido también la “Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México, leída en la Real Academia de la Historia por su individuo supernumerario Don Juan Bautista Muñoz”, que el también Cosmógrafo Mayor de Indias había publicado en Madrid el 18 de abril de 1794, ocho meses antes de que Mier pronunciara el sermón en la Colegiata. Es esta una devastadora y puntual crítica de la tradición, que suscitó una cascada de airadas reacciones cuando años más tarde fue publicada en México. De este modo, meses antes de que Mier sellara su suerte escandalizando a las autoridades eclesiásticas mexicanas con una simple modificación de la tradición guadalupana, en España un académico la demolía.

Entre aquel explícito “no niego las apariciones ni la pintura milagrosa” de la Virgen de Guadalupe manifestado en el sermón de 1794 y el descreimiento y la negación totales tanto de la epifanía guadalupana como del carácter sobrenatural de la imagen estampada existe un largo y sinuoso camino.

El fin de esta ruta se encuentra en dos textos: la Apología y las seis cartas apócrifas a Juan Bautista Muñoz, ambos redactados por Mier en las cárceles de la Inquisición después del fracaso de la expedición de Mina. En ellos fray Servando ha llegado ya a varias conclusiones: que la historia de las apariciones no es más que una fábula nacida de una comedia escrita por el indio Valeriano, sólo después transformada en historia a partir de la aparición del libro fundador del padre Miguel Sánchez publicado en 1648; que, por tanto, no hubo tales apariciones ni existió Juan Diego.

En cuanto al carácter divino o humano de la imagen, Mier arriba a la conclusión (cartas II y V y la Apología) de que tanto la de la Virgen de los Remedios como la de Guadalupe

fueron hechas en la escuela de pintura que puso para los indios a espaldas de San Francisco el leguito flamenco fray Pedro de Gante (…) pues así como la de Guadalupe tiene los defectos anexos al pincel de los indios, la de los Remedios es tan parecida a las de mala talla que ellos tienen en sus santo–callis, que se conoce ser del mismo cincel.

Convertido ya, ahora sí, no sólo en heterodoxo guadalupano sino también en un pensador político independentista aunque todavía no decididamente antimonárquico ni republicano —como atestiguan desde 1811–1812 las dos Cartas escritas en polémica con José María Blanco White, y con mayor fuerza y difusión su Historia de la Revolución de Nueva España de 1813—, Mier enlaza en esta época ambos caracteres: el religioso y el político. En la Relación (parte segunda de las Memorias) denuncia la hipocresía guadalupana de españoles y europeos: “No hay, ni sueña haber devoción en ninguna parte de España ni de Europa con nuestra Virgen de Guadalupe ni con ninguna otra cosa de América, sino los pesos duros”.

De cómo “la historia” se utiliza para deshistorizar

Es a este Mier posterior, construido a sí mismo en el exilio y que incluso entonces no era todavía el Mier diputado en el Congreso mexicano, al que una troupé de entusiastas de la etiqueta y de la novedad pretende ubicar ya en la época del sermón.

Esta peculiar pieza oratoria, con la cual fray Servando no pretendía disminuir sino glorificar aún más el tema de las apariciones, ha dado pie también a otra de esas estridentes extemporaneidades tan comunes cuando se intenta hacer historia en retrospectiva.

La mayoría de los comentaristas de fray Servando han creído ver, siempre descubriendo en el sermón más de lo que en él se encuentra, una supuesta intención del fraile regiomontano de socavar la legitimidad de la conquista. Esta atribución de intenciones elaboradas en el presente y remitidas con carácter de retroactividad al pasado, tan frecuente al historiar, ha demostrado no ser exclusiva de los historiadores al extenderse a toda clase de opinantes, ensayistas e intérpretes.

Aquí remito tan sólo a una de ellos, pues resume lo que el resto ha dicho. Para Linda Egan, de la Universidad de California (en “Servando Teresa de Mier y su sátira general de las cosas de la Vieja España”, en Literatura Mexicana, vol. XV, núm. 2, UNAM/Instituto de Investigaciones Filológicas, 2004, pp. 7–22), el argumento servandiano de la predicación apostólica

anuló en minutos tres siglos de legitimación española en América, cancelando la justificación providencialista para la conquista, evangelización y colonización, y fortaleció el sentimiento criollista para cortar los lazos con la metrópoli (…) a mediados de los noventa, arma una escaramuza simbólica en vísperas de la guerra de independencia (…).

Esto es decir poco e implicar demasiado. Quizá pueda discutirse que si se prolongara la secuencia lógica de los asertos de Mier en el sermón, ellos podrían conducir al descrédito de aquella justificación de la conquista al anular —según una lógica lineal, insisto— sus bases evangelizadoras. Pero una cosa son la lógica y las posibilidades latentes de unas tesis y otra muy diferente sus consecuencias efectivas, de las cuales por lo demás a menudo sus autores no son conscientes.

Para finales de 1794, cuando Mier y el licenciado Borunda —que fue quien le sopló al oído a fray Servando lo de la capa de Santo Tomás— se ocuparon del tema, la especie de la predicación apostólica era ya vieja de más de doscientos años. Y no bajo la forma de una “proposición” deslizada en un simple sermón, sino expuesta en numerosos libros de autores importantes y respetados que contenían largos capítulos dedicados a sustentarla.

Nadie observó en esos textos derivaciones negativas que vulnerasen los títulos ni la primicia evangelizadora de los conquistadores; ninguno estuvo bajo sospecha y a ninguno se le incluyó por ello en el Índice de la Inquisición. Todo lo contrario: se trata de libros impresos con todas las bendiciones del caso, esto es, las entonces obligadas licencias y aprobaciones eclesiásticas y del poder regio. Tan no fueron motivo de escándalo —y ha de tenerse en cuenta que tales libros aparecieron desde el último tramo del siglo XVI hasta la propia época de fray Servando, varios de ellos tan sólo unos pocos años antes de su sermón— ni suspectos de impiedad teológica ni de subversión política, que la predicación apostólica en el Nuevo Mundo se convirtió en una tradición más.

Ni siquiera el dictamen oficial que condenó a Mier al destierro, elaborado por José Patricio Fernández de Uribe, se sustenta en la temprana predicación del apóstol Tomás —a la que Uribe califica de “poco probable” pero no de falsa— sino en la modificación de la tradición guadalupana. Y en cuanto a la numerosa y acreditada cohorte que durante más de dos siglos había mantenido la realidad de aquella predicación, sea suficiente con señalar entre ellos a Luis Becerra Tanco —para desgracia de estos “historiadores” de los que hablamos, uno de los autores venerados en el México antiguo como evangelistas guadalupanos— e incluso a un rey español, Carlos V, de quien habría que suponer, entonces, que era de la estirpe de los que suelen apuñalarse por la espalda y se deslegitimaba a sí mismo.4

¿Dónde queda entonces el carácter políticamente subversivo del sermón? ¿Dónde está el sustento de esa pretendida vocación anticolonial de fray Servando ya en 1794? ¿En qué realidad histórica se ampara esa veta de la “deslegitimación” como motivo de Mier y a la vez causa de su caída en desgracia? ¿Qué se ficieron los documentos, los testimonios que avalen esta interpretación, de esas que suelen atribuir desde el presente a los personajes históricos las motivaciones y las intenciones que se cree, por mera excogitación, que aquellos debieron tener aunque algunos, como es el caso de fray Servando, lo nieguen explícitamente? Yo no lo sé, y ellos tampoco.

¿Dónde queda entonces el carácter políticamente subversivo del sermón? ¿Dónde está el sustento de esa pretendida vocación anticolonial de fray Servando ya en 1794? ¿En qué realidad histórica se ampara esa veta de la “deslegitimación” como motivo de Mier y a la vez causa de su caída en desgracia?

Es el propio Mier, como acabo de decir, quien se defiende de estos infundados elogios a su reconocida vanidad, y no deja de ser una ironía póstuma el que fray Servando se queje en sus Memorias de que algunos lo acusaban precisamente de aquello por lo que sus intérpretes actuales lo alaban:

Digo esto porque algunos me acusaban de que había intentado quitar a los españoles la gloria de haber traído el Evangelio. ¿Cómo pude haber pensado en quitarles una gloria que es muy nuestra, pues fue de nuestros padres los conquistadores, o los primeros misioneros, cuya sucesión apostólica está entre nosotros? Gloria filiorum patres eorum. La gloria de los Apóstoles tampoco perjudica a la de sus sucesores; y tan glorioso es haber introducido el Evangelio al principio como restablecerlo después que se había olvidado o trastornado.
Yo pienso aun que es cosa más gloriosa para los españoles la predicación antigua de Santo Tomé, que el no haber precedido; porque constando de sus propias historias que debieron la posesión de la América, menos a su espada que a las profecías antiguas sobre su venida y dominio, creídas generalmente en toda la América como de Santo Tomé, es más glorioso, sin duda, haber debido este favor a un apóstol de Jesucristo que no al diablo, o a cosa suya como profetas idólatras.

La fábula del fray Servando deslegitimador fue inaugurada por José María Luis Mora en la primera mitad del siglo XIX, y si aún ahora en el XXI continúa repitiéndose en libros, ensayos y artículos académicos no puede deberse más que a lo ya señalado: a una exégesis tan entusiasta como irresponsable y a la deficiente y apresurada, por decir lo menos, labor de investigación que se apoya en lo conocido y sabido, en las verdades establecidas y en el lugar común. Qué importa que el propio fray Servando diga exactamente lo contrario de eso que se enuncia con la satisfacción y la seguridad de quien profetiza la salida del sol el día de mañana, y que los propios autores, libros y documentos más citados contradigan tanto las circunstancias como los razonamientos que avalarían aquella interpretación.

Con la ventaja adicional de que aquí no se profetiza el futuro sino que se profetiza el pasado, nos encontramos en síntesis ante uno de los más perniciosos vicios en la labor historiográfica; un vicio muy tentador puesto que su única bondad es la extrema simplificación de la complejidad de los vericuetos históricos.

Mientras la marca de la historia no esté tan protegida al menos como la de los detergentes, seguirá siendo moneda corriente —como en este caso ilustrativo— la manía tan insustentada como intelectualmente caquéctica que imagina que sostener aquella predicación apostólica significa eo ipso vulnerar los títulos de legitimación de la Conquista. Y también, en general, la elucubración elaborada no a partir de una exhaustiva investigación sino de lecturas a trozos o de lecturas ahorradas por lo que “ya otros han dicho”, rasgos todos que degradan la interpretación al rango de simple ocurrencia.

Merecerían entonces, estos fans de la novedad, la violenta crítica lanzada por Albornoz desde el siglo XVI:

[…] porque toman la Decisión desnuda, sin entender los medios por do lo prueban, y comiençan por donde tienen de acabar, y quieren ser primero Maestros que discipulos, siguiendo su propio juizio y fantasia, que es una pestilencia perniciosissima en los mui letrados, quanto mas en los idiotas y faltos de principios, aunque entiendan la lengua de el libro que leen […].5 ®
Notas
1. Pierre Vilar, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, Crítica–Grijalbo, 1980, p. 17.
2. Pierre Vilar, Historia marxista, historia en construcción, Barcelona, Anagrama, 1975, p. 7.
3. Lucien Febvre, Combates por la historia, Barcelona, Ariel, 1975, p. 68.
4. Para quien pudiese interesarse, de todo ello me he ocupado por extenso en la segunda de las cuatro partes de El universo intelectual en el entorno de las Memorias de fray Servando Teresa de Mier editado por la UANL en noviembre de 2018, pp. 171–346. Una versión parcial y muy sintetizada puede encontrarse también en “Discurso contra la leyenda de Mier como deslegitimador de la Conquista española”, publicado posteriormente como el primero de los Cuadernos del Centro de Estudios Parlamentarios de la misma universidad.
5. Arte de los contractos compuesto por Bartolome de Albornoz estudiante de Talavera, Valencia, 1573, folio 176 vta.

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