Ultrasaturados. El malestar en la cultura de las pantallas es de esos textos que, si lo lees con un subrayador en la mano, acabaría con escasos espacios en blanco. El libro de Juan Carlos Pérez Jiménez contiene tantas ideas que resulta imposible retener todas. Se trata de un ensayo sobre el exceso de pantallas con el que convivimos en la actualidad que bebe de la filosofía, la comunicación y el psicoanálisis. Hablamos con este escritor y profesor, máster en Filosofía, doctor en Ciencias de la Información, licenciado en Ciencias Políticas y Sociología y con formación en psicoanálisis lacaniano.
Por Itziar Bernaola
Bajo la lupa de estas tres perspectivas, la filosofía, la comunicación y el psicoanálisis, Juan Carlos Pérez Jiménez observa atentamente la realidad que nos rodea desde que en 2002 publicara Síndromes modernos: tendencias de la sociedad actual. Su último libro, Ultrasaturados (Plaza y Valdés, 2020), pone el foco en el exceso de pantallas con el que convivimos en la actualidad y que nos convierte en seres dependientes, sumisos, receptores de una auténtica avalancha de imágenes, mensajes, información y ruido difícil de digerir.
No deja de ser
paradójico que la entrevista tenga que mantenerse a distancia, a través
—precisamente— de una pantalla, debido a la pandemia. ¿Cómo influyó la
irrupción del Covid-19 en su libro?
Es un texto en el que he
trabajado durante los últimos años y en marzo de 2020 lo tenía bastante
avanzado. Enseguida resultó evidente que la pandemia demandaba un
protagonismo en el texto y una reescritura. Para mi sorpresa, lo que
tenía escrito se adaptaba perfectamente al nuevo escenario, aunque lo
magnificaba. Tuve que cambiar algunas cosas y quise añadir un epílogo
que titulé Pandemónium, pero creo que lo que ha hecho el covid
ha sido exacerbar tendencias que ya estaban presentes y activar resortes
hacia los que teníamos propensión. Y en particular, en lo que respecta
al uso y abuso de las pantallas, que han sido y son las grandes
protagonistas de este nuevo modo de vivir.
¿Son las pantallas el último «síndrome moderno», al que hacía referencia una de sus primeras obras hace ya dos décadas?
Sin
duda lo son. Y como cualquier síndrome, se trata de un conjunto de
fenómenos complejos que se manifiestan con síntomas variados y, en este
caso, con los rasgos definitorios de una época. Las pantallas son el alter ego
del sujeto contemporáneo, un sujeto multiplicado por una tecnología que
despliega su omnipotencia hasta convertirnos en los «dioses con
prótesis» que decía Freud. Y a la vez, nos ponen en riesgo de adicción,
disparan la ansiedad e incluso abren nuevos conflictos entre los
usuarios más jóvenes.
«Los sujetos contemporáneos somos sujetos multiplicados por una tecnología que despliega su omnipotencia hasta convertirnos en los ‘dioses con prótesis’ que decía Freud. Y a la vez, nos ponen en riesgo de adicción, disparan la ansiedad»
En el prólogo a su
libro, el periodista Iñaki Gabilondo opina que, tras la pandemia, «en
poco tiempo recuperaremos los viejos tics, aunque algo sí habrá
ocurrido». ¿Qué seguirá igual y qué cambiará?
Prefiero no
adelantar previsiones porque tiendo a ser pesimista en el diagnóstico y
optimista en el pronóstico, y a hablar más de mi deseo. Pero no cabe
duda de que una conmoción del calibre de lo que estamos viviendo desde
hace más de un año dejará secuelas y tendrá efectos en nuestro modo de
vivir, como reacción, por traumatismo o por aprendizaje. Y ciertos modos
de relación y trabajo a distancia, por ejemplo, ocuparán mucho más
lugar que antes. Ojalá ayude a enfocar las grandes cuestiones y las
prioridades que realmente merecen nuestra atención y nos aleje de esas
derivas totalitarias y de ese extrañamiento con el otro que han ido
ganado un protagonismo tan peligroso.
En el texto refleja
cómo estamos saturados de imágenes, mensajes, información, estímulos de
todo tipo… ¿El paréntesis pandémico ha mitigado algo esa saturación? ¿O
más bien lo contrario?
La reclusión forzada nos ha obligado a
mirar el mundo a través de la ventana de los dispositivos.
Afortunadamente, teníamos esa vía de conexión y evasión, pero ha sumado
más horas de uso a unos hábitos ya hipertrofiados, hasta el punto de
invadir casi todo nuestro tiempo de vigilia. Un famoso tuit de la cuenta
de Netflix ya señalaba hace unos años, con ironía o sin ella, que el
sueño es su mayor enemigo. Somos capaces de saltar de un dispositivo a
otro durante todo el día, por trabajo o por ocio, sin mirar de cara lo
que nos rodea. El poder de estar con todos, en todas partes y mirarlo
todo, aunque sea a distancia, compite demasiado bien con nuestro entorno
inmediato, que resulta descuidado.
Toda esa avalancha de información que recibimos, ¿nos hace estar más y mejor informados que las generaciones anteriores?
La
carta del menú informativo ha crecido tanto como los comensales
sentados a la mesa de las noticias. Nuestro móvil nos convierte en un
medio de comunicación a todos y cada uno de nosotros. Y la calidad de la
información se resiente con tantos informadores no preparados para
hacer periodismo. A eso se suma la posibilidad de distorsionar
voluntariamente la información que facilitan las nuevas tecnologías y
las redes sociales. Las fake news o la calumnia no son algo
nuevo, pero sí lo es el altavoz que les permite tener alcance. Creo que
es posible estar mejor informados que nunca, pero eso requiere una
cierta dedicación, aprendizaje y voluntad crítica para identificar el
periodismo honesto y las fuentes contrastadas.
«El pensamiento utópico que alimenta la esperanza contiene el reverso de ayudarnos a soportar lo insoportable. Y llega un momento en el que lo que hay que hacer es cambiarlo. Las pantallas son el campo de juego en el que se libra nuestra contienda contemporánea, y que hagamos un buen uso de ellas no es solo una decisión personal, porque un individuo aislado no puede contener el tsunami de los medios»
¿Actualmente estamos más informados o más entretenidos?
El cóctel del infotainment
ha triunfado, mezclando peligrosamente dos géneros con una intención
más comercial que didáctica. Resulta más arduo leer una resolución
judicial, que estaría a nuestro alcance, que seguir un agresivo debate
televisado con posturas enfrentadas de los que se la han leído. Queremos
que todo nos divierta, que nos llegue el mensaje sin esfuerzo, desde la
educación en las aulas hasta el periodismo. Y se puede conseguir sin
perder calidad, pero no es lo mismo interesar que entretener. Para
interesar hay que hacer un esfuerzo mayor.
¿Deberíamos recuperar algo de la era analógica?
No
soy nostálgico y no cambio esta época por ninguna otra, quizá solo lo
haría por experimentar algo del futuro. Lo que sí creo es que ahora
tenemos una mayor responsabilidad por tener más medios que nunca para
mejorar las cosas. Cuando vivíamos de modo analógico era porque no
teníamos otra opción. A casi nadie se le ocurre prescindir del móvil
voluntariamente. Pero para lo que los estoicos o Foucault describen como
el «cuidado de sí», epimeleia heautou, en lo verdaderamente
relevante a la hora de hacernos cargo de nosotros, los otros y el mundo,
no hace falta ninguna herramienta digital. El diálogo, la escucha, la
lectura o la meditación pueden hacerse a través de una pantalla, pero la
experiencia gana si no la hay.
En su obra recurre a la
filosofía, el psicoanálisis, la comunicación y el arte para abordar la
cultura de las pantallas que nos domina. Desde todas estas perspectivas,
¿hay motivos para caer en el desaliento o hay hueco para la esperanza?
El
pensamiento utópico que alimenta la esperanza contiene el reverso de
ayudarnos a soportar lo insoportable. Y llega un momento en el que lo
que hay que hacer es cambiarlo. Las pantallas son el campo de juego en
el que se libra nuestra contienda contemporánea, y que hagamos un buen
uso de ellas no es solo una decisión personal, porque un individuo
aislado no puede contener el tsunami de los medios, como dice Beigbeder.
Pero sí podemos aspirar a librarnos de las servidumbres voluntarias, en el sentido en que lo enunció De la Boetie en el siglo XVI. El sujeto consumiso,
consumidor y sumiso, puede hacer un ejercicio de emancipación del
mandato de goce, del régimen que le coloca en la posición de «empresario
de sí mismo», y aspirar a pasar de la consumisión a la manumisión, el acto mediante el que un esclavo consigue su libertad.
Dice en Ultrasaturados que las pantallas son la interfaz perfecta para ese sujeto «consumiso». ¿Por qué?
En
la pantalla se mezcla a la perfección el estímulo del deseo y la
fantasía de colmar la falta que nos provoca no tener ese objeto, ese
cuerpo, esa vida. Y se nos sugiere que, para conseguirlo, no hay más que
un camino, que se resume en la fórmula «work, buy, consume, die».
Las imágenes tienen un poder de seducción mayor que las palabras, eso
lo descubrieron los católicos en la Contrarreforma: Lutero tenía el
libro, pero el papa tenía a Miguel Ángel. Tenemos menos filtro crítico
para protegernos de sus efectos, y por esa vía regia de acceso a nuestro
inconsciente que son los ojos, nos conquista el mensaje publicitario.
«Ya en los años cuarenta, Heidegger afirmaba que la distancia y la cercanía se habían plegado a una uniformidad en la que nada estaba ni lejos ni cerca. Estar en todas partes es no estar en ninguna y acabamos en un ‘no lugar’, solos e hiperconectados»
¿La
hiperconexión actual nos aleja o nos acerca a la soledad y el
aislamiento? ¿Cómo puede afectar esto a los nativos digitales, a los
adultos del futuro?
Confío en que los jóvenes que están
creciendo entre pantallas desde bebés aprendan a hacer un uso menos
compulsivo del que hacemos muchos adultos. Para eso, los padres y
educadores también tienen que poner de su parte y no es fácil competir
con el poder magnético del despliegue audiovisual. Pero muchos jóvenes
sorprenden con un manejo más relajado de los dispositivos, eso que Amber
Case denomina la «tecnología calmada», decantándose por un «minimalismo
digital», como lo llama también Cal Newport. Son propuestas que nos
invitan a sacar partido a la tecnología, sin que nos aliene más de lo
necesario. Ya en los años cuarenta, Heidegger afirmaba que la distancia y
la cercanía se habían plegado a una uniformidad en la que nada estaba
ni lejos ni cerca. Estar en todas partes es no estar en ninguna y
acabamos en un «no lugar», solos e hiperconectados.
Las
redes sociales son vanidad, adicción y fuente de frustración. Usted las
relaciona con Eros, pero también con Tánatos. ¿En qué sentido?
El
ideal de belleza que promocionan las redes sociales es tan ficticio
como inalcanzable. Y en todos los casos supone una condena de la vejez y
una negación de la muerte. El canon establecido que demanda juventud
eterna no es más que otro dispositivo para la venta de moda, cosmética e
intervenciones quirúrgicas. La realidad es que, como mucho,
conseguiremos sintetizar el elixir de la eterna senectud, pero la
frustración está garantizada. No mirar a los ojos a la finitud del ser
humano y querer maquillarla con postproducción y cirugía no van a
librarnos de lo inevitable.
¿Cómo afecta esta presencia
constante de las pantallas en nuestras vidas al concepto de
«aburrimiento» al que se refirió Kierkegaard?
Nos espanta la
idea de aburrirnos y nos aferramos a las pantallas buscando esa
distracción incesante que nos aleja del encuentro a solas con nosotros
mismos. Pero Kierkegaard nos recomienda cultivar lo que él llama la
«inventiva solitaria». En tiempos de confinamiento, dejándome llevar por
esa idea, he recalado inesperadamente en el dibujo. Y ahora puedo decir
que encuentro tanta o más distracción en un lápiz y una hoja de papel
que en una plataforma de vídeo.
«Nos espanta la idea de aburrirnos y nos aferramos a las pantallas buscando esa distracción incesante que nos aleja del encuentro a solas con nosotros mismos. Pero Kierkegaard nos recomienda cultivar lo que él llama la ‘inventiva solitaria’»
El término
«narcisismo» aparece de manera recurrente a lo largo de su libro. ¿Nos
hacen las pantallas más narcisistas? ¿O acaso son nuestras tendencias
narcisistas las que nos arrojan al multipantallismo?
De la
llamada «epidemia de narcisismo» ya se hablaba en Estados Unidos en los
setenta. Esa propensión al individualismo egocentrado se ha ido
cultivando de un modo creciente a través del espejo de vanidad que son
algunas redes sociales. Con un alto precio para los y, especialmente,
las adolescentes. Las tasas de autolesiones y suicidio se han duplicado
en las chicas de diez a diecinueve años desde que se popularizaron las
redes, según datos de 2020 del CDC (Center for Disease Control and
Prevention) de Estados Unidos. No creo que se trate de una coincidencia.
No podemos apartar la mirada del fascinante feed de los influencers
de Instagram, que exhiben sus cuerpos perfectos y sus vidas falsamente
ideales. Creo que se ha creado una alianza altamente explosiva entre
nuestra necesidad de ser reconocidos por el otro y la facilidad para
exhibir nuestra imagen y contemplar la ajena que proporcionan las redes.
Por último, parece evidente que no hay marcha atrás, no volveremos a un mundo sin pantallas. ¿O quizá sí? ¿Cómo intuye el futuro? ¿Podríamos aprender a convivir con ellas de una forma más saludable?
Siempre he pensado que el futuro debería parecerse a una democratización de las vidas que tienen los más privilegiados en el presente. Igual que con la comida son aquellos que tienen menos formación y recursos los que padecen obesidad por exceso o malnutrición por defecto, con las pantallas puede suceder lo mismo. Ni queremos ni podemos prescindir de las pantallas, pero no pueden seguir incrementando su presencia en nuestras vidas al ritmo en que lo vienen haciendo porque lo siguiente es no dormir. Uno de los detonantes para escribir este libro fue pensar si iba a tener el móvil en la mano desde hoy hasta el día que me muera. Es posible que sí, pero me gustaría hacer otras cosas entretanto.
Fuente:
no ha dicho nada, lo que sabemos nada. lo que no sabemos nada, y lo que dicen los demás no es de él.
como la nada es todo, pues lo ha dicho todo, pero no es de él. lo siento pero no ha dicho.