VICTORIA CAMPS. Barcelona, 1941. Catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona, consejera permanente de Estado. En su nuevo ensayo, Tiempo de cuidados (Arpa), reivindica un cambio de paradigma basado en la ética del cuidado.
Los humanos somos seres vulnerables y dependientes, en algún momento de nuestra vida todos necesitamos ser cuidados. ¿Por qué, sin embargo, el cuidado ha estado tan ignorado?
Porque ha sido muy cómodo. El cuidado se realizaba en el ámbito familiar y las que cargaban con el cuidado eran las mujeres. Eso funcionaba y era una división del trabajo asumida como «natural». Y hasta hace poquísimo no se ha empezado a poner en cuestión ese reparto totalmente injusto e irresponsable.
Usted defiende una ética del cuidado. ¿En qué consiste?
El cuidado entró en el discurso ético desde hace unos 50 años, sobre todo a partir de un libro de Carol Gilligan, una psicóloga estadounidense que señaló la importancia del cuidado en el desarrollo de la conciencia moral de las personas y, además, la necesidad de un valor que decía que no se ha tenido en cuenta por lo que he dicho antes: porque ha estado oculto en la vida privada, en la vida doméstica, no ha sido un trabajo hasta hace poco e incluso ahora está muy mal retribuido. La ética, sobre todo la ética feminista, en un principio fue un poco reticente a aceptar ese valor del cuidado.
¿Y eso?
Fue un poco lo que ocurrió también con la maternidad, de la que el feminismo ha hablado poco hasta ahora, porque consideraba que el tener que ocuparse del cuidado, el tener hijos, era algo que más bien había perjudicado a las mujeres. Sin embargo, eso es algo absolutamente fundamental, y eso es lo que la ética del cuidado pone de relieve. Creo que la importancia del cuidado hoy se ha asumido por el feminismo en general, aunque hay algunas reticencias todavía. Pero en ética, y sobre todo en las éticas aplicadas y la ética del mundo sanitario, se ha desarrollado mucho la noción de ética del cuidado. Y luego ha pasado al campo de la política, de la administración. Porque si hay una necesidad de cuidados, la responsabilidad por los cuidados no puede ser sólo individual, tiene que ser también pública, política.
¿El cuidado es entonces un deber moral que nos concierne a todos?
Claro. Y a partir de ahí, a partir del reconocimiento del valor del cuidado como un valor no sólo privado sino público, se deriva una serie de deberes. ¿Quién tiene que hacerse responsable de esa necesidad de cuidados? Esa es una pregunta ética. Y la respuesta es todos: las instituciones públicas pero también los individuos, y no sólo las mujeres, sino todos. Tiene que haber un reparto de responsabilidad en la dación de cuidados, en la dispensa de cuidados.
¿El cuidado es por tanto un deber democrático?
Eso es lo que dice Joan Tronto, una autora que ha contribuido mucho a conectar cuidados y democracia, y que pone el acento precisamente en eso. Joan Tronto tiene un libro que se llama Caring Democracy (Democracia cuidadora) y sostiene que el cuidado no es sólo un deber ético, sino también un deber democrático. Precisamente porque insiste en esa necesidad de repartirlo, de que todos contribuyan.
Usted considera que la toma de conciencia sobre la importancia del cuidado que ha desencadenado la pandemia de coronavirus debería de conducirnos a un cambio de paradigma. ¿Cuál sería ese nuevo paradigma?
El paradigma que hemos heredado de la modernidad es el paradigma individualista, el de la lógica individualista de un individuo racional que se forja él solo su vida y su plan de vida y que, de alguna forma, no sólo no necesita a los demás sino que está en continuo conflicto con ellos, por eso necesita leyes, necesita un Estado que lo ponga en regla. Esa es por ejemplo la teoría del Estado de Hobbes, que ha marcado mucho y que pensaba que sin un poder que haga cumplir lo mínimo para que haya convivencia esto sería la guerra de todos contra todos. Eso yo creo que es falso, el ser humano no es así, no es un ser que vive en continua hostilidad con los demás, con ganas de destruir al otro. No, no es verdad. No es verdad porque el ser humano es un ser vulnerable, y eso la pandemia le ha puesto muy de manifiesto. El ser humano es un ser frágil que en momentos como el actual, de catástrofe mundial, se da cuenta de que necesita a los demás. Y al darse cuenta de que necesita a los demás, reconoce su fragilidad y reconoce sobre todo su interdependencia. Yo creo que la lógica individualista debería sustituirse por una relacional. No somos seres individualistas, somos seres relacionales, necesitamos a los demás en distintos momentos de nuestra vida, no podemos vivir sin los demás y, por lo tanto, nos debemos también a ellos. Y esa debería ser la base de un cambio de paradigma. Aunque los cambios de paradigma, cuando se producen, se producen muy lentamente. Pero creo que la pandemia al menos ha sido una ocasión para ponerlo de manifiesto.
¿Habría que hacer del cuidado un objetivo político?
Sí, y además yo diría que estamos en ello. En los programas, sobre todo de la izquierda, los cuidados están ya presentes. Estos días he estado leyendo en un periódico uno de los programas de Joe Biden e insiste mucho en los cuidados, en la importancia de revalorizar a la gente que se dedica a eso, gente que suele estar mal pagada, esencial pero poco reconocida. Y el cuidado también tiene que ser un objetivo político para introducir mayor bienestar para la sociedad, para hacer ver que una sociedad cuidadora, como se empieza a decir, es algo absolutamente fundamental en estos tiempos. La soledad, por ejemplo, es un fenómeno cada vez más amplio, que afecta a más gente, que se ha ignorado y que necesita una atención, una asistencia, un cuidado.
Carol Gilligan, a quien ha citado usted al principio de esta entrevista, ha llegado a decir que el cuidado es un valor tan importante como la justicia. ¿Lo es?
Sí, totalmente. La justicia y el cuidado no son conceptos opuestos. Ha habido un debate en filosofía por parte de los defensores y las defensoras de la justicia como algo que debía introducir equidad y combatir la desigualdad desde el punto de vista de las instituciones y los programas de redistribución de la riqueza, y en cambio rechazan o desprecian un poco el cuidado como algo que es más espontáneo, que depende de la buena voluntad de las personas… Si lo entendemos así, obviamente la justicia es la única que resuelve las desigualdades. Pero si no existe el complemento del cuidado, pienso yo, es difícil que se haga justicia de verdad, porque hay muchas cosas que no dependen de programas de redistribución de la riqueza. El cuidado no es sólo una política, algo que se proyecte en una serie de programas, de instituciones o de organizaciones que se potencien. Es también una manera de hacer las cosas. Hacer las cosas es hacerlas con amabilidad. Se puede ser un profesional del cuidado y ser muy poco cuidadoso. Es difícil, pero puede ocurrir. Y el ser cuidadoso debería acompañar a muchas profesiones, no sólo a la de cuidador o cuidadora.
En su libro pone como ejemplo a los maestros, de quienes dice que no deben de limitarse a impartir unas materias sino que también han de cuidar del niño…
El maestro debe ser cuidadoso. Y creo que en el debate que ha habido también en la pandemia sobre si las escuelas tenían que abrir en los momentos más duros estaba más en juego el cuidado que la enseñanza. Tiene que haber cuidado en la enseñanza, y por supuesto tiene que haberlo en la sanidad. Una crítica que por ejemplo se hace a la medicina actual es que es excesivamente tecnológica, especializada, y nos hace falta el antiguo médico de cabecera. Se ha dicho mucho durante la pandemia que se debería haber potenciado más la atención primaria, que es un poco el equivalente al médico de cabecera. Pero también la administración pública tiene que ser cuidadosa, diligente, tiene que intentar atender sobre todos a los que están más desorientados, más desvalidos. Esa actitud supone una serie de virtudes personales que hay que desarrollar, el cuidado no se reduce sólo a contratar más cuidadores o dar más medios a los centros que se dedican a cuidar.
La pandemia se ha cebado especialmente con las residencias de ancianos. En su libro he visto un dato que me ha parecido espeluznante: sólo un 4% de los mayores que viven en residencias está allí por voluntad propia…
Sí, es brutal. Pero también es bastante comprensible: todos tenemos gente cercana a la que ha habido que llevar a una residencia porque a veces es imposible mantenerla en su casa, o incluso en familia, porque sufre demencia senil o tiene otros problemas, y la resistencia de esas personas suele ser lo más habitual. Eso es lógico por una parte, pero por otra también lleva preguntar, ¿realmente el modelo de residencia que tenemos, si se puede hablar de modelo, es el adecuado? La forma de tratar a los mayores, encerrándoles en un internado para que alguien cuide de ellos, se ha visto que cuando hay problemas graves como los que ha habido no es la adecuada. Al principio de la pandemia hubo que improvisar muchas cosas porque nada estaba previsto. Y una de las cosas que menos previstas estaba era qué podía pasar con una pandemia en las residencias. Y se hicieron cosas muy mal.
En su libro dedica un capítulo a envejecer, «el único argumento» como lo llama tomando prestado un poema de Gil de Biedma. Si es el único argumento, ¿por qué no hablamos del envejecimiento, por qué lo escondemos debajo de la alfombra?
Simone de Beauvoir es la única persona dentro de la filosofía que se ha ocupado a fondo del envejecimiento, sin miedo y sin vergüenza, dedicándole un libro de más de 500 páginas. Al escribir ese libro decía que todos se le iban a echar encima porque el envejecimiento es una cuestión de la que no gusta hablar a nadie, una cuestión silenciada por todo el mundo y que se prefiere ignorar. Lo que ocurre con las personas cuando llegan a mayores es que sólo se las medicaliza, y esa no es la solución, porque no se tienen en cuenta muchos factores como la soledad o la inactividad. Yo creo en ese sentido que el sistema de jubilación que tenemos deja en la inactividad a muchas personas que seguirían siendo activas, no sólo viajando, yendo al teatro o asistiendo a cursos sino también trabajando, quizás de una forma más parcial. Y sobre todo eso se ha reflexionado muy un poco, aunque ahora se empieza a hacer. La pandemia ha puesto sobre la mesa una serie de problemas que hay que tratar, que no se pueden dejar de lado, y a los que hay que empezar a poner remedio.
¿Qué dice la ética de los cuidados sobre la antesala de muerte?
En los últimos momentos los cuidados son necesarios. Lo que ocurre es que la ética se ha centrado más en cuestiones con más morbo, diría yo, como es la eutanasia. Pero lo más frecuente no es eso, sino la persona que muere con un cierto final de sufrimiento, porque se da cuenta de que se acaba. Y eso, supongo que condena a una soledad que es muy difícil de remediar y a un sufrimiento psíquico, no sólo físico. Los cuidados paliativos han hecho mucho por remediar el sufrimiento físico, pero por el sufrimiento psíquico no se ha hecho mucho. Acompañar a morir, ayudar a morir en ese sentido, no en el de la eutanasia, también es una cuestión que merece mucha más atención en el libro. Yo agradezco en ese sentido lo que está haciendo la Fundación Memora, de la que soy patrona y que es la fundación de la empresa que gestiona la mayoría de los tanatorios en Barcelona, para que se tenga en cuenta esa última etapa de la vida y los cuidados necesarios. Creo que es un tema muy importante para la administración local, que es la que tiene más cerca este problema, y para todo el mundo. Porque todos nos encontramos con allegados o familiares que necesitan ese cuidado en la última etapa.
La ética del cuidado que plantea, además de preocuparse por acompañar y cuidar de los demás, también incluye el cuidado de uno mismo y del planeta, ¿verdad?
Cuidar el planeta es una extensión del cuidado de nosotros mismos, en la medida de que una relación con el planeta más saludable y menos depredadora nos ayudará a vivir mejor a todos. Pero la relación con la naturaleza está más presente en el discurso público, aunque no sea fácil porque se necesitan políticas muy difíciles de ejecutar. El autocuidado sin embargo es más complicado y tiene más variantes. El cuidado de uno mismo es necesario incluso para poder atender a los demás, es la famosa pregunta de ¿quién cuida al cuidador?, porque el cuidador acaba agotado. Pero además hay una dimensión que yo he encontrado en el pensamiento griego que es el cuidado como el examen de uno mismo. Esa reflexión estaba muy presente en el pensamiento por ejemplo de Sócrates, quien decía que una vida no examinada no merece ser vivida. Yo creo que esa reflexión sobre uno mismo puede ser llamada autocuidado.
¿Qué políticas en concreto deberían ponerse en marcha en nombre de la ética de los cuidados?
Hay una fundamental: las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar. A lo largo de la vida laboral de una persona, cada vez hay más necesidad de bajas para cuidar a familiares, y eso laboralmente se compensa muy mal y se reconoce poquísimo. Cuando una mujer necesita una baja por maternidad, eso hay que cuidarlo más, hay que compensarlo más. Sobre todo en un país como el nuestro, donde disminuye la natalidad y que se sabe cómo resolverlo. Damos mucha importancia al trabajo productivo y ninguna al trabajo reproductivo. A una persona que manda un currículum a una empresa ni siquiera se le ocurre poner experiencia en trabajo reproductivo, su experiencia en cuidar, porque parece que eso no tiene valor. Yo he pasado por ejemplo dos años cuidando de mi madre y oficialmente consta como que no he trabajado, pero claro que he trabajado, he trabajado en otra cosa y he contribuido al bienestar de la sociedad en general, he estado haciendo algo que si no alguien habría tenido que hacer por mí y seguramente peor, y eso hay que reconocerlo. No digo pagándolo, pero hay que reconocerlo de algún modo. Cuidar de alguien no se puede considerar como una falta, sino como un mérito.
Fuente:
https://www.elmundo.es/papel/lideres/2021/04/17/60787348fdddfff5b68b458c.html