Pensar desde un precipicio: Ludwig Wittgenstein

Aniversario

Se cumplen 70 años sin Ludwig Wittgenstein, uno de los mayores filósofos del siglo XX. Continúan apareciendo escritos desconocidos.

Wittgenstein (1889-1951) legó dos escritos esenciales, «Tractatus logico-philosophicus» e «Investigaciones filosóficas».

Sostenía que los jardineros no recibían los honores que merecían. Y hablaba con conocimiento de causa, porque había desempeñado ese oficio en un monasterio de su Austria natal durante unos meses, cuando todavía boyaba de una profesión a otra –ingeniero aeronáutico, arquitecto, soldado– mientras se buscaba a sí mismo, sin clemencia, acaso intentando esquivar el destino suicida que le tocó a tres de sus cuatro hermanos.

A Ludwig Wittgenstein lo atraían los invernaderos, especialmente el de un jardín botánico como el de Dublín, donde se sentaba a escribir. Es evidente que la compañía de naturaleza y silencio le resultaba propicia a quien también los buscó en paisajes prácticamente deshabitados del norte de Irlanda y en Skjolden, un fiordo noruego. Quizá esos entornos le permitían ejercer un rol más prepronderante a la autosugestión que se vislumbraba indivisible de sus apasionadas obsesiones: “Dite a ti mismo una y otra vez (al filosofar): es una seducción la que te hace que concibas el pensamiento como un proceso misterioso”. En esos parajes remotos ponía literalmente en escena la pregunta que tarde o temprano se hace todo filósofo: dónde está uno cuando piensa. Todavía hoy, en ese precipicio escandinavo, se ven los restos de la cabaña que él mismo construyó, equivalentes a lo que dejó en su obra: fragmentos y ruinas.

En esa radiante soledad de acantilado practicaba a sus anchas su método de cabecera: hablar solo, en voz alta. (Cierto es que también perfeccionaba ese vicio en sus habitaciones del Trinity College de Cambridge, antes y después de clases en las que a su vez monologaba casi ininterrumpidamente). Este método de composición, no obstante, no dejaba de descolocarlo, y acaso fuera ese desconcierto lo que volvía fecundo el mecanismo: “Nos han enseñado a hablar pero, ¿nos han enseñado a hablar con nosotros mismos? Hablar con uno mismo lo hacen todos, pero Dios sabe de qué se trata”.

Como en sus diarios más íntimos, ese careo consigo, en el que actuaba de inquisidor e imputado a la vez, lo trasladaba a su trato con alumnos. De tono y modo riguroso y afable, la suya era una voz vital, presente, tanto en los apuntes transcriptos de sus clases como en sus divagaciones seriales a solas. A veces es como si sus anotaciones es supusieran implícitamente la pregunta imaginaria de un oyente.

El soliloquio maquinal a lo Hamlet no cejaba pero solo podía operar por párrafos, fracciones, astillas. Para quien la utiliza, la estructura atomizada es muy frágil y muy promisoria a la vez, y en el caso de Wittgenstein significó –excepto en el Tractatus, lo único que publicó en vida– la imposibilidad en él de encontrar el libro, un formato. En una ocasión anotó: “Es curioso ver cómo cierto material se resiste a una forma”. A cambio, le fueron concedidas miles de oraciones brillantes, huérfanas, en tránsito, migrantes sans-papiers.

Proceder por unidades mudables era ideal para quien desea llegar hasta las discriminaciones y distinciones más ínfimas. De allí que montara una auténtica comedia de cuadernos. Pasajes que se trasplantan de unos a otros, retrabajados, resecuenciados, la publicación dilatada indefinidamente. Un día la matemática, para la que tenía un genio precoz, vino a socorrerlo; no es improbable que parte de la autoridad del Tractatus se deba a su desovillarse por medio de una enumeración y sus subdivisiones.

Este melómano estricto no carecía de sentido del humor pero era un hombre de milímetros, sea para reenmarcar una fotografía o para bajar el cielorraso de un cuarto dos pulgadas. Era de otra pieza de Shakespeare que quería tomar prestado su dogma: “Te enseñaré las diferencias”, amagaba el rey Lear. Remero aficionado, peatón presuroso, Wittgenstein pasaba días y noches en su mesa de montaje y jugaba a armar versiones diversas, nuevas, demencialmente nuevas, con casi los mismos contenidos. (Lo hacía con la ubicación de fotos que se tentaba con pegar en libros contables).

Lo que le estaba proponiendo al lector era un vértigo provisoriamente definitivo, el de tener entre manos una obra inestable, de estatuto vacilante, suspendida en su propia prehistoria: Los cuadernos azul y marrón, Aforismos, Ocasiones filosóficas, Lecciones y conversaciones, Observaciones sobre los colores. Son títulos póstumos, ajenos, invitantes. Por algo se habría anticipado: “Excepto en casos extraños, ‘esto parece ser un libro’ no tiene sentido”. Legar una potente obra desarmada es otra manera de garantizarse que discípulos y lectores siempre encontrarían en ella refugio y campo fértil, como si su credo hubiera sido: “Yo me encargo de las instantáneas, ustedes encárguense del montaje final”.

Lo que ahora se conoce como Escrito a máquina, bisagra y puente entre el Tractatus y las Investigaciones filosóficas, es menos epigramático y opaco que el primero y empezaba a trazar un radio más abierto y extenso para cada cavilación; esa deriva desembocaría en el segundo. Escrito a máquina fue redactado en 1933 y mecanografiado en las vacaciones navideñas de ese año en Viena, durante su visita familiar anual. (Ya que estamos: Wittgenstein sabía de memoria Un cuento de Navidad de Dickens).

Queda claro que la semilla autobiográfica de no pocas de sus líneas fue imprescindible para la suerte de su apuesta: “La manera de escribir es una especie de máscara detrás de la cual el corazón hace caras a gusto”. Príncipe de lo impredecible, su procedimiento era el de una especie de psicologización técnica del pensamiento, que elevó el autoanálisis al nivel de una ciencia. En parte, Wittgenstein era capaz de pensar como pensaba porque se estaba examinando continuamente, de una manera extrema y aun riesgosamente extremista. Acaso estuviera enseñando un subterfugio para que luego nadie lo necesitara, ni a él ni a nadie. Se puede estar poco con él (de a ratos, dosis, ráfagas, igual que como ordenaba sus meditaciones), tal es la intensidad de su prosa, y así debe haber sido, según todos los testigos, con su persona.

Su grafomanía era indisociable de su filosofar sin fin, de su tanteo y avance por repetición y diferencia. En esa fuga de matices, las variaciones lo dominaban (como otro ilustre matemático, John Nash, era un gran silbador de piezas clásicas) porque lo que le quitaba el sueño era el enunciado, la lógica y la lírica del lenguaje y sus mil noches en vela. Es uno de los motivos por los que se pasó la vida dando ejemplos. Creía que casi todos los que se le ocurrían eran válidos para averiguar cosas. Una y otra vez, lo salvó una imagen. Esa compulsión comparativa tenía socios fieles, los colores y las piezas de ajedrez: “Es posible que alguien olvide el significado de la palabra ‘azul’. ¿Qué es lo que olvidó?”.

Este auspiciante de lectores solícitos, atareados, simultáneamente noctámbulos y madrugadores, halló una definición elemental, elástica, modular, de la relación simbiótica entre una página impresa y quien la recorre: “Leer este libro es un juego que debe ser aprendido”. Maniático de la puntualidad que se fue antes de tiempo, encontró un rato perdido para sembrar un acertijo zen, una clave traviesa del acto de la lectura: “¿Quién lee hace que lo que lee dependa de lo que está escrito?”. De inmediato, este simulacro de duda ocasiona otro interrogante que, setenta años después de su muerte, sigue respondiéndose solo: ¿para qué salir de Wittgenstein?

Escrito a máquina, Ludwig Wittgenstein. Trad. J. Padilla Gálvez. Editorial Trotta, 694 págs.

Fuente: https://www.clarin.com/revista-enie/literatura/pensar-precipicio-ludwig-wittgenstein_0_uBUsNmv6c.html

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