La filósofa argentina Mariana Castillo asegura que disfruta leyendo a los griegos, pero que no los quiere como objeto de museo, sino para pensar los problemas que tenemos y nos afectan hoy. «A mí me interesa poder contribuir con algo y que no signifique solo una alimentación del ego académico, de pensarnos y leernos únicamente entre quienes formamos parte de este ámbito». De los problemas actuales de nuestra sociedad y de la labor de la filosofía hablamos con ella.
Por Luciana Wisky
Mariana Castillo Merlo es doctora en Filosofía, directora del departamento de Filosofía de la Universidad Nacional del Comahue (Patagonia, Argentina) e integrante de la Red Argentina de Colectivas Feministas de Filosofía (RACFF). Asume la filosofía desde una perspectiva práctica y cree que debe ayudarnos a pensar nuestras problemáticas actuales.
Hablamos con ella sobre los análisis de la pandemia, el trabajo de la filosofía y el lugar de las emociones en nuestra sociedad, en especial en el derecho. Ella sostiene que «pensar el derecho como un ámbito puramente ‘racional’ es una ficción imposible. Somos emociones también y es inevitable que estén presentes en todo lo que hacemos».
Me gustaría comenzar por la pregunta sobre si cree que hay
una diferencia en cómo se hace filosofía en la capital de Argentina
respecto del sur del país, donde usted está.
Sí, es muy diferente. A nosotres,
desde acá, todo nos cuesta más. Yo estudié el profesorado y la
licenciatura en Filosofía en la Universidad de Comahue e hice mi
doctorado en la Universidad Nacional de La Plata. Lo que más se percibe
tiene que ver con las opciones: acá todavía —en la Universidad de
Comahue— no tenemos un doctorado en Filosofía, por ejemplo. Es un
proyecto que tratamos de sacar adelante, pero todavía no sale. En la
capital y alrededores tienen opciones que acá nos cuestan un montón.
Ahora es muy diferente con el tema de la virtualidad. Eso abrió un poco más el juego y ahora quizás es más fácil. Por ejemplo, tenemos becaries que están haciendo seminarios desde la comodidad de su hogar. De hecho, nosotres les decimos que aprovechen a hacerlos todos porque no es tan fácil de otro modo. No tiene que ver con los modos de filosofar, pero sí con el acceso y con las posibilidades que, en otras universidades, no tenemos. La agenda que existe en Buenos Aires es mucho más prolífica en actividades, porque además somos pocos quienes nos dedicamos a la filosofía acá. Sigue existiendo, lamentablemente, una lógica de centro-periferia en ese sentido. Con la distribución de recursos humanos y de fondos para la investigación eso se hace más evidente.
«Es algo propio de la filosofía tomar un poco de distancia para poder pensar y analizar. Es necesaria una distancia estética de los problemas para poder analizarlos mejor»
Además de dedicarse a la filosofía, es docente en la carrera
de enfermería. Me pregunto si en este contexto ha cambiado la
perspectiva filosófica respecto de los dilemas y desafíos que se
presentan.
Sí. Sobre todo se notó el año pasado, cuando les
docentes cumplíamos un rol de acompañamiento a los estudiantes. Ahora
es otro ritmo, porque parece que ya nos habituamos un poco a la
pandemia. Una nueva normalidad… En nuestro caso, además de dictar la
materia, el trabajo era acompañar a les estudiantes que se encontraban con mucha angustia porque muches
ya están trabajando en el sistema de salud. Justo ayer recordaba, con
el curso de bioética para la carrera de Filosofía, una pregunta que me
hacían y que aparece recurrentemente en la escena actual y que es ¿quién
cuida a los que cuidan? Porque hay un sentimiento de desamparo en estas
personas que se encuentran velando por la salud del resto desde el
primer momento. Elles siguen siendo los más expuestos.
Volviendo un poco a la pregunta… Hay tanto por hacer en ese cruce entre filosofía y pandemia… Pero también es cierto que está tan saturado el tema que creo que la gente prefiere despegarse un poco. Lo mismo pasa en mis clases de bioética. Armé una suerte de repositorio de temas relacionados al covid, pero les estudiantes buscan en el espacio del aula más bien un refugio; aunque inevitablemente surgen preguntas y, sobre todo, cuando tocamos temas que ahora con la pandemia se han vuelto más mediáticos…
En lo personal, considero que es un buen ejercicio tomar cierta distancia de las cosas cuando están demasiado cerca y nos atraviesan para tratar de entender desde otro lugar. Creo que es algo propio de la filosofía esto de tomar un poco de distancia para poder pensar y analizar. Es decir, se puede pensar en esos problemas, que es algo que hacemos desde la filosofía práctica, pero creo que es necesaria una distancia estética para poder analizarlos mejor.
Justamente pensaba que ahora con esto de la «crisis producto
de la pandemia» parece que aparecieron ciertos problemas ineludibles
cuando en realidad, para las personas que vienen pensando en la salud
desde una perspectiva integral, son cosas que se vienen pensando y
analizando desde hace rato.
Claro, es cierto que han tomado otra dimensión, pero muchos estaban ahí. Justo ayer di la clase sobre ética del cuidado,
que son temas que siempre trabajamos, pero hablar de cuidado hoy no es
lo mismo que hablar de cuidado en la prepandemia. No suena con la misma
intensidad. Tomó otra densidad el problema sobre quién se ocupa de las
tareas del cuidado, quién cuida, quién cuida a los cuidadores, cómo se
reparten los cuidados, etc., preguntas que ya habían aparecido con las
críticas del feminismo pero que se vieron agravados con la pandemia y
que obligan a que se piensen otro tipo de políticas y otro tipo de
abordajes, especialmente cuando hablamos de políticas públicas. Antes,
quizás para muches pensar en eso era necesario, pero no era urgente, como se ha vuelto ahora.
Me parece interesante esa distinción que hace de necesidades
lejanas y necesidades urgentes, porque me pregunto qué se esconde detrás
de esa urgencia cuando son problemas que venimos arrastrando hace un
montón, pero que no importaban o eran para ser tratados más adelante. Lo
pensaba también en relación a un tema que usted también trabaja, que es
la gerontología, que suele ser ignorada.
Es cierto… Hace
rato que vengo trabajando con el programa para adultos mayores de
nuestra universidad, pero hay problemas que tomaron un impacto público
que antes no tenían. Les viejes la vienen pasando mal
hace mucho tiempo y ahora quizás nos damos cuenta de eso, desde una
lógica que nos atraviesa, que es la del adultocentrismo. Por ejemplo,
discusiones sobre el triaje, es decir, discusiones acerca de a quién le
va el respirador y a quién no. Esto te lleva a pensar en la juventud, la
valoración que tiene en nuestra sociedad y el lugar que le damos a la vejez.
Yo estoy muy metida en el trabajo de la Universidad y siempre estamos pensando en qué hacemos desde ahí para generar espacios para otro tipo de educación, para acercarlos e incorporarlos en los espacios que transitamos. Es una preocupación que traía de antes y que tampoco encuentra mucho eco ahora, porque también aparecen otros problemas que tienen que ver con la exclusión que genera la virtualidad, por ejemplo. La gente mayor todavía la pasa muy mal.
En estos días pensaba en la vacunación y en cómo hacen les viejes. Aquí, para anotarte para la vacunación lo tenés que hacer a través de una app o por la web. Mucha gente no tiene acceso a esos medios, o no manejan bien un celular, o no tienen señal. Eso te obliga a pensar en otros recursos… No podés pensar siempre desde el modelo de alguien joven que maneja internet. Es demasiado excluyente.
«Qué sentido tienen las iniciativas que buscan derechos para un grupo identitario determinado en una realidad que no se modifica y sigue promoviendo las desigualdades sociales. Esos derechos son necesarios, pero son un parche para un problema que sigue sin resolverse»
Durante la pandemia dictó un seminario destinado a repensar
la vulnerabilidad desde la filosofía práctica. ¿Por qué creía que era
necesario trabajar sobre ese término?
El curso surgió como
una necesidad personal de re-pensar el concepto de vulnerabilidad. Si
bien desde la filosofía se viene pensando desde hace mucho tiempo, con
la pandemia de golpe y sin aviso descubrimos que «todes somos
vulnerables». Antes parecía que sólo si pertenecías a ciertos grupos lo
eras. Mi idea con este seminario fue trabajar sobre este concepto porque
resonaba en muchos discursos políticos y mediáticos con una dispersión
semántica importante. Me pareció que un aporte de la filosofía podía
ser, precisamente, aclarar qué sentido y qué consecuencias tiene el
término cuando lo usamos. Dicto bioética, pero, además, dicto filosofía
del derecho. Desde ese cruce me interesa pensar en cierta lógica de
reparación. Es decir, cómo el sistema jurídico garantiza derechos para
ciertos grupos, pero eso no resuelve los problemas. La pregunta que les
hago a mis estudiantes es qué sentido tienen las iniciativas que buscan
derechos para un grupo identitario determinado en una realidad que no se
modifica y sigue promoviendo las desigualdades sociales. No discuto que
esos derechos sean necesarios para dar visibilidad y reconocer a grupos
que históricamente fueron excluidos, pero creo que no dejan de ser un
parche para un problema que sigue estando ahí sin resolver. Porque en
definitiva se pone el acento en las personas y no en las condiciones.
Yo no diseño políticas públicas. No es lo que hago. Pero lo que puedo hacer desde mi lugar es pensar qué ocultamos detrás de estos términos que se utilizan para pensar ciertas problemáticas. Eso es algo de lo que podemos hacer desde la filosofía: problematizar conceptos.
Justamente porque se habla de sujetos vulnerables y no de
relaciones que hacen que ciertas personas, por el lugar que ocupan en la
sociedad, estén más expuestas a la violencia y opresión…
Sí,
me interesa subrayar justamente esa distinción. Hay una vulnerabilidad
intrínseca, compartida, ético-antropológica, en la que estamos todes,
pero hay otras vulnerabilidades que son impuestas. Hay condiciones
estructurales que hacen que ciertas personas o grupos de personas sean
expuestas a mayores niveles de violencia. Justamente por eso me interesa
pensar qué decimos cuando decimos «vulnerabilidad» o cuando decimos
«personas vulnerables».
La idea en este curso era hacer un poco la genealogía del término, ver cuándo se comienza a usar, ya que está muy ligado al discurso neoliberal de los 90, cuando se busca una asepsia en el lenguaje… Decir vulnerables queda mejor que decir pobres. Hay una cuestión retórica, discursiva, que oculta mucho. Y el otro punto era analizar ciertas emociones que acompañan a estos discursos. Vengo estudiando el rol de las emociones trágicas y ahora estoy más ocupada en analizar la compasión como emoción política. Y es todo un problema, porque suena bien ser compasivo. Tiene una carga cultural muy fuerte, teñida de la tradición judeo-cristiana. La idea del buen samaritano es el mejor ejemplo. Nuestras sociedades están fundadas en el dolor y lo que hacemos es gestionar esos dolores y esos sufrimientos. Esto determina el modo en que se conforman y organizan las personas y las sociedades.
Lo que busco señalar es que hay ciertas emociones a las cuales se apela cuando se quiere despertar cierta «sensibilidad social» que pueden resultar peligrosas, además de que no aplican para todes igualmente. Con esto quiero decir que la compasión no se la damos a todes por igual. Nos compadecemos de algunos, nos compadecemos de una persona si se presenta de una cierta manera, si se adapta a los criterios de lo que acordamos que será objeto de compasión. Y ahí siempre surge la pregunta acerca de qué entra y qué no entra en la escena pública, qué dolores son aceptados y cuántos quedan ocultos. Hay ciertos pactos sociales que determinan qué sufrimientos podemos ver y cuáles no, por ejemplo.
Yo, además, estudio la Poética de Aristóteles, y aunque haya pasado tanto tiempo desde que la formuló, la cuestión de la identificación y la relación con las emociones sigue funcionando de la misma manera. Sólo de aquellos con los que nos identificamos como iguales podemos compadecernos (y eso ocurre bajo ciertas condiciones). Además, tiene que ser un sufrimiento que no sea voluntario o consecuencia directa de nuestras acciones. Esto es fundamental, porque si la persona es responsable directa de su sufrimiento, no nos compadecemos de ella.
«Nuestras sociedades están fundadas en el dolor y lo que hacemos es gestionar esos dolores y esos sufrimientos. Esto determina el modo en que se conforman y organizan las personas y las sociedades»
Aristóteles escribe la Poética durante la crisis política ateniense, y ahora que menciona que sus reflexiones todavía resuenan, ¿qué nos dice la Poética hoy para interpretar la crisis política actual?
En mi tesis de licenciatura y de doctorado trabajé sobre la Poética, y siempre estoy volviendo a ella. Mi trabajo se inserta dentro de una línea de revisión de la Poética
que tiene unos treinta años y que hace una lectura ético-política de la
obra. La pregunta que me motivaba era por qué él, en medio de un
contexto tan caótico, de crisis política, se puso a pensar en la
tragedia, en cómo hacer tragedias… ¿Qué pensaba? Y bueno, creo que, en
un momento de derrumbe total, apostar al arte y a la educación (porque
el teatro tenía una función educativa muy fuerte en la Grecia clásica)
es una apuesta para pensar no cómo sostener eso que se está
desmoronando, sino más bien cómo construir otra vez una comunidad. Me
parece que, a partir de la tragedia, existe la posibilidad de que
construyamos una comunidad de sentido y de sentimientos también, de
emociones que podrían eventualmente ofrecer una salida para pensar la
polis, la comunidad, nuestras sociedades democráticas. Eso es lo que
hace vigente un pensamiento como el de Aristóteles.
¿Esta tradición es la del giro afectivo?
No. La tradición que recupera la Poética
desde una perspectiva ético-política viene por otra vertiente que no es
la del giro afectivo, pero coinciden temporalmente, y eso es
interesante. A mí me gusta, a la hora de pensar los giros al interior de
la filosofía —que a veces parecen modas filosóficas—, ver cómo
convergen ciertos problemas y temas. Sobre el giro afectivo me resulta
interesante la propuesta del antropólogo francés Didier Fassin. Él dice
que nuestras sociedades contemporáneas están bajo la égida de un
gobierno humanitario, desde una óptica muy foucaultiana, en términos de
gobierno, dispositivos, prácticas y demás. Y señala cómo en este
contexto aparecen en escena los sentimientos morales en primer plano. Es
interesante pensar qué significa eso y cómo eso impacta en la
filosofía, pero también en el conjunto de las ciencias sociales y
humanas. Él analiza este gobierno humanitario desde una doble
temporalidad: una de larga duración, que de alguna manera recupera toda
la tradición filosófica respecto de los sentimientos morales y la
vinculación entre la afectividad y la moralidad; y luego hay otra
temporalidad, de más corta duración, que hace que de alguna manera esa
historia de larga duración se convierta en condición de posibilidad para
poner en primer plano esos sentimientos morales. Ese cruce definiría a
nuestro tiempo presente.
También es interesante la crítica al lugar de las ciencias sociales y humanas en este contexto y a un cambio de vocabulario, que parece haber teñido todo de afectividad. Muchos términos que eran propios de la teoría crítica, por ejemplo, ahora se pasan por el filtro de las emociones. Otra francesa, Revault D’Allones, se refiere a esto como «inflexión compasional» y advierte cómo la lógica de la compasión y el sufrimiento impregna nuestros discursos.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, ¿por qué dejamos de
hablar de justicia para referirnos a la compasión? Si hablamos de
compasión, ¿estamos hablando de justicia y derechos? ¿Qué ganamos o
perdemos en ese movimiento? Yo ahí veo un problema respecto no sólo de
los términos, sino también de las herramientas que utilizamos para el
análisis. Volviendo, por ejemplo, al tema de los grupos vulnerados,
nosotres (quienes nos dedicamos a las humanidades y las
ciencias sociales) les construimos como grupo, como objeto de estudio de
nuestro análisis, y después ¿qué hacemos con elles?
Me interesan estas reflexiones porque también nos obligan a una revisión de nuestras prácticas y de las responsabilidades que nos caben como practicantes de una disciplina. Responsabilidades que tienen que ver con repensar qué herramientas teóricas ofrecemos y cómo presentamos determinados problemas. Una pretende, con lo que hace, aportar algo al mundo. Yo asumo la filosofía desde una perspectiva práctica. Si bien disfruto mucho leyendo a los griegos, no los quiero como objeto de museo, sino para pensar nuestras problemáticas. Para mí tiene que haber una repercusión de eso que hacemos. A mí me interesa poder contribuir con algo y que no signifique solo una alimentación del ego académico, de pensarnos y leernos únicamente entre quienes formamos parte de este ámbito.
La filosofía siempre está pensando problemas y temas nuevos que, incluso, muchas veces no se incluyen en la formación de grado. Por eso me parece importante poner la lupa sobre ciertos términos y fenómenos, como el de las emociones. En lo personal, creo que se utiliza la compasión como resorte político que viene a resolver todo. Suena raro que sea posible, mejor sospechar… Eso también se puede ver en el campo de la bioética con la estrategia de cultivar la compasión para «humanizar las prácticas». ¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo y por qué se deshumanizaron? ¿Hay una participación y una reflexión crítica de los agentes implicados sobre esto? ¿Es necesaria una ley para humanizarnos, como las de parto humanizado o la de derechos de los pacientes?, por poner solo un ejemplo más…
«Hay ciertas emociones a las cuales se apela cuando se quiere despertar cierta ‘sensibilidad social’ que pueden resultar peligrosas. La compasión no la damos por igual. Nos compadecemos de una persona si adapta a los criterios de lo que acordamos que será objeto de compasión»
Es muy interesante pensar la relación íntima que existe entre el derecho y las emociones. ¿Podría desarrollarlo un poco más?
Recién
mencionaba lo de los giros de la filosofía y cómo convergen ciertos
problemas. La vinculación entre derecho y emociones es un buen ejemplo
de ello, porque algunas de las discusiones que parecen propias de la
filosofía se llevan a otros ámbitos y adquieren otros sentidos. Decir
que el ámbito jurídico es el ámbito de lo racional, exento de pasiones,
es un lugar común que asume cierta concepción de las emociones y eso es
lo que hay que discutir. Nussbaum, una autora que trabajamos bastante
con el grupo de investigación, tiene un texto en el que repara en cómo
se crean leyes y se toman decisiones judiciales basadas en las
emociones, aunque muchas veces no se problematicen lo suficiente.
Pensar al derecho como un ámbito puramente «racional» es una ficción imposible. Somos emociones también y es inevitable que estén presentes en todo lo que hacemos. Quizás ahora somos un poco más conscientes de ello. Por eso es importante revisar la propia historia de la filosofía. La Retórica de Aristóteles es un buen ejemplo de cómo las emociones inciden en las decisiones que tomamos, en general, y en el ámbito jurídico, en particular. Pensemos en la modificación, en nuestro código penal, de la idea de «crimen pasional» por la figura de «femicidio». La modificación no resuelve la violencia de género, y podemos cuestionar cuán eficaz es un sistema punitivo, pero ese pequeño cambio nominal le da visibilidad a un problema y aborda de manera diferente la cuestión de la responsabilidad del homicida y el papel que juegan las emociones en el derecho. Hay toda una vertiente que estudia la vinculación derecho y literatura, precisamente enfatizando en cómo la literatura aporta un ejercicio para el razonamiento moral y otra forma de pensar el papel de las emociones en nuestras vidas.
Fuente: https://www.filco.es/mariana-castillo-filosofia-perspectiva-practica/