Nietzsche en Turín y el noble equino

Oscar Sánchez

Hace diez años el director hungaro Bela Tarr estrenó una de las películas más espantosas de la historia del cine, El caballo de Turín. No es que sea mala hasta la vergüenza ajena o algo parecido (estilo, no sé, El mapa de los sentidos de Tokio), es que ni es. No-es como no-es una pieza musical de John Cage, o sea, eso mismo, no-es. Con el agravante de que dura dos horas y media de no-ser (to me on, en griego, lo digo porque soy un tonto y siempre me ha hecho gracia), en vez de los casi cinco minutos de la tomadura de pelo cageiana. Rehuso contaros nada de ella, por si hay algún ocioso amante de abismarse en las películas coñazo mientras pela patatas (muy protagonistas, en esta peli, las patatas, por cierto, tanto o más que los humanos) o se pinta las uñas de negro, y aún así ni a ese frikonazo se la recomendaría. Bien, de acuerdo, se la recomendaría, pero bajo la estricta condición de que la vea en la siguiente página, y así puede pasar rápido cuando se aburra y ahorrarse el ominoso bucle musical que le sirve de fondo. Frente al vicio de castigar al espectador, la virtud de las elipsis forzadas… Pero una cosa buena tiene la cinta que hay que reconocerle, y son los primeros planos y a veces primerísimos planos del la faz del noble equino que da nombre al infierno cinematográfico correspondiente. Warren Ellis no, el avatar manco de Warren Ellis no da ni pena, siempre con la vista fija en la desolación y el vendaval, y su hija, la pobreza rubia, más le hubiera valido que se la hubieran llevado los gitanos… Es el jamelgo el que resume en su semblante genérico el fin de todo lo vivo, la consunción total del mundo, el triunfo de la oscuridad absoluta. Tarr se pasó de profundo, fue tan profundo que más bien devino hundido, y encima se hizo el interesante declarándola la última película de su carrera, a ver si así nos convencía de que fuese también la última película de la historia del cine y la primera y única a proyectar y reponer eternamente en el Tártaro insaciable de muerte…. (Sigue vivo, nuestro querido director… También Cioran pasó de los ochenta… ¿¿¿Por qué???)

Pero Tarr iba intelectualmente muy mal encaminado, que es lo que me importa ahora. El caballo de Turín pretende ser el caballo que, según una de las leyendas urbanas pioneras del siglo XX, Nietzsche habría abrazado en enero de 1889 en Turín un instante antes de que la sífilis y los dioses le volvieran completamente loco. No sé si recordáis la anécdota, que es tan cierta como la de la manzana de Newton, pero mucho mejor trovata. Lo cuenta como nadie Curt Paul Janz, el músico suizo que se atrevió en los sesenta a escribir la biografía monumental del filósofo, casi al inicio de su cuarto volumen:

El 7 de enero (eso le dice Overbeck a Kóselitz el 15 de enero) Nietzsche «se cayó en la calle y fue levantado [y] estuvo a punto de ir a parar acto seguido a un manicomio privado y de rodearse así de esos aventureros que, en Italia más que en ninguna otra parte, concurren en tales ocasiones». Elisabeth Fórster cree poder informar de que fue el patrono de Nietzsche, Fino, quien lo recogió de la calle y lo llevó a casa, poniéndolo así a seguro. También el 8 de enero «el asunto se convirtió en un escándolo público, el patrono… acababa de estar… en la policía y con el cónsul alemán; una hora todavía… la policía no sabía nada» (Overbeck.) Sobre este incidente, que Overbeck sólo menciona como «escándalo público» y, por desgracia, sin citar fuentes, así como localizándolo falsamente, con seguridad, cuatro días al menos demasiado pronto, el 3 de enero, Erich Podach narra (en 1930) la conmovedora historia de cómo Nietzsche, en la parada de coches de punto, cree que un viejo caballo es maltratado por su cochero y, entre sollozos y lágrimas, se echa al cuello del animal abrazándolo. Aunque Podach testimonió aquí una trasmisión oral de la tradición local de Turín, y que él recordó después de años, siempre queda la pregunta de si en realidad se produjo un mal trato realmente llamativo de un animal, o si Nietzsche se lo figuró simplemente con su mirada ya turbia. Hay que considerar además otra cosa: Nietzsche nunca mostró especial afinidad para con los animales, sólo usa de «el animal» abstractamente, como el ser vivo cobijado en la seguridad de su instinto, frente al hombre, inseguro a causa de sus prejuicios morales y extraño de sus fundamentos naturales, al que designa como el «animal imperfecto». Con el caballo únicamente entró en contacto directo en su época de servicio militar como «artillero a caballo». De ello sólo se encuentran recuerdos muy aislados, así por ejemplo cuando informa a Malwida v. Meysenbug, el 13 de mayo de 1877, respecto a una pintura de un caballero del Palazzo Brignole de Génova, y le dice que él encuentra que «en el ojo de ese potente corcel está todo el orgullo de esa familia», o cuando el 13 de mayo de 1888, en carta al Sr. v. Seydlitz, incluye la penosa escena de cómo en un duro paisaje invernal el cochero niega el agua al animal maltratado. Nietzsche califica entonces aquello como una «moralité larmoyante», nombrando a Diderot como fuente de la cita. Ultimamente Anacleto Varrecchia ha llamado la atención sobre otra posibilidad: la escena de Crimen y castigo (1.* parte, cap. 5) de Dostoiewski, donde Raskolnikov sueña cómo campesinos borrachos dan palos a un caballo hasta que muere, y él, dominado por la compasión, se abraza al cuello del animal muerto y lo besa.

Nietzsche no atestigua en ninguna parte (así que habrían de aparecer aún pruebas de ello) que hubiera leído esta obra de Dostoiewski o, al menos, de que hubiera conocido este episodio sacado de ella. Pero el relacionar con él el incidente de Turín presupone tal conocimiento; o bien la deducción contraria: a partir del incidente de Turín podría suponerse ese conocimiento, no atestiguado en parte alguna; ello sería interesante. Pero de un modo u otro, la cadena causal resulta débilmente unida sin otras pruebas de ello.

Como se ve, Janz no se toma el episodio en serio, y enseguida pasa a referir lo que sucedió de verdad, el modo en que, en el lapso de unos pocos días, se produjo el desmoronamiento y Nietzsche cayó primero en garras de una clínica psiquiátrica y después en las de su madre y su hermana, los seres que más detestaba de la Historia Universal. Fue, desde luego, un incidente mucho más prosaico, y hasta más ridículo y divertido1. Pero, ya digo, lo del noble equino era bien bonito. Hay quien añade al injerto novelesco la guinda que dice que Nietzsche antes de desplomarse susurró al oído del caballo un “Mutter, ich bin dumm”, o sea, “Mamá, soy un idiota (o bobo, o gilipollas)”, a modo de despedida del mundo y de conclusión final de su filosofía. Naturalmente, Nietzsche era un imbécil integral, eso es seguro, aunque sólo fuese por la mala vida que se dió, pero eso no significa que cualquier imbécil por serlo vaya a ser o podamos llegar a ser un Nietzsche. Existe una aristocracia también de la imbecilidad, como reconocería el propio Nietzsche. El caso es que Bela Tarr hace su película partiendo de esto y lo que le sale más bien es Arthur Schopenhauer. Un Schopenhauer más negro y pesimista que el propio Schopenhauer que Nietzsche primero admiró y luego combatió, puesto que Bela Tarr escenifica la extinción de todo, hasta de la Voluntad de Vivir, que queda reducida a la pesadilla de dos seres atornillados a una habitación oscura fingiendo querer sobrevivir. Yo creo que Schopenhauer no quería eso, aunque pregonase que sí. Lo que es seguro es que el pensamiento maduro de Nietzsche era lo contrario de eso, su antítesis absoluta. Si los franceses nos han hecho creer que Nietzsche fue la antítesis de Hegel es porque no entienden nada de Hegel, ya que Nietzsche de quien realmente quiere desmarcarse máximamente es de Schopenhauer, o, si se quiere, de Alemania, de la décadence, de Bismarck, del Reich y de la Santidad Cultural -Nietzsche siempre mencionaba su “miedo terrible a que un día me hagan santo”-, en resumen: de Richard Wagner. Sin embargo, así es como como lo enfocó Bela Tarr en su película, yo creo que como pretexto culto para dar al espectador un baño pavoroso de nihilismo…

Y, sin duda, Nietzsche podía ser muy nihilista, como en los Ditirambos de Dionisos, compuesto el año anterior, 1888, al derrumbamiento psíquico y a su muerte a todos los efectos, cuando escribía:

El desierto crece: ¡ay de aquel que en sí cobija desiertos!

Rechina piedra contra piedra, el desierto engulle y estrangula,

La monstruosa muerte mira ferviente parpadeando y masticando -su vida es la trituración…

No olvides, hombre, que has tomado prestada la voluptuosidad: tú -eres la piedra, el desierto, eres la muerte…

Pero eso es el hombre, ese hombre para que el que Zaratustra pide una y otra vez el crepúsculo que haga posible el amanecer del superhombre. Porque desde la perspectiva del superhombre -y eso es el Übermensch: no un individuo concreto, y menos una nación elegida, sino una perspectiva posible de valoración de lo inmanente-, las cosas se ven de modo muy distinto, y sin relación alguna con Schopenhauer, ni con Hegel, ni con Wagner, ni con el Reich ni con Bela Tarr2; se ven tal que así:

Vosotros hombres superiores, ¿qué os parece? ¿Soy yo un adivino? ¿Un soñador? ¿Un borracho? ¿Un intérprete de sueños? ¿Una campana de medianoche?

¿Una gota de rocío? ¿Un vapor y perfume de la eternidad? ¿No lo oís? ¿No lo oléis? En este instante se ha vuelto perfecto mi mundo, la medianoche es también mediodía, – el dolor es también placer, la maldición es también bendición, la noche es también sol, -idos o aprenderéis: un sabio es también un necio.

¿Habéis dicho sí alguna vez a un solo placer? Oh amigos míos, entonces dijisteis sí también a todo dolor. Todas las cosas están encadenadas, trabadas, enamoradas,- -¿habéis querido en alguna ocasión dos veces una sola vez, habéis dicho en alguna ocasión «¡tú me agradas, felicidad! ¡párate! ¡instante!»? ¡Entonces quisisteis que todo vuelva!

-Todo de nuevo, todo eterno, todo encadenado, trabado, enamorado… oh, entonces amasteis el mundo,-

-Vosotros eternos, amadlo eternamente y para siempre: y también al dolor decidle: ¡pasa, pero vuelve!

Pues todo gozo quiere -¡eternidad!

Todo gozo quiere la eternidad de todas las cosas, quiere miel, quiere heces, quiere medianoche ebria, quiere sepulcros, quiere consuelo de lágrimas sobre los sepulcros, quiere dorada luz de atardecer-

¡Qué no quiere el gozo!, es más sediento, más cordial, más hambriento, más terrible, más misterioso que todo sufrimiento, se quiere a sí mismo, muerde el cebo de sí mismo, la voluntad de anillo lucha en él,-

-Quiere amor, quiere odio, es sumamente rico, regala, disipa, mendiga que uno solo lo tome, da gracias al que lo toma, quisiera incluso ser odiado,-

-Es tan rico el gozo, que tiene sed de dolor, de infierno, de odio, de oprobio, de lo lisiado, de mundo, – pues este mundo, ¡oh, vosotros lo conocéis bien!

Vosotros hombres superiores, de vosotros siente anhelo el gozo, el indómito, bienaventurado, -¡de vuestro dolor, oh fracasados! De lo fracasado siente anhelo todo gozo eterno.

Pues todo gozo se quiere a sí mismo, ¡por eso quiere también sufrimiento! ¡Oh felicidad, oh dolor! ¡Oh, rómpete, corazón! Vosotros hombres superiores, aprendedlo: el gozo quiere eternidad,

-el gozo quiere eternidad de todas las cosas, ¡quiere profunda, profunda eternidad!3

Ya me diréis qué demonios tiene que ver nada de esto con las angustias infinitas que se han inventado los existencialistas después apelando a Nietzsche o con el tostón de película em blanco y negro del pobre caballo que encima de azotado termina en el establo más ceniciento y muermazo del cine mundial. Pese a ser el más solitario y mortificado de los filósofos, o precisamente por serlo (“sabía que nunca llegaría hasta mi una palabra humana”, escribe en confidencia a un amigo en sus últimos tiempos4), Nietzsche es precisamente el hombre que se ha cargado filosóficamente hablando a todos los plastas que van de nigromantes como Ingmar Bergman, Emil Cioran, Bela Tarr, Giorgo Agamben y la recontramadre que los parió, sin excepción más cristianos retorcidos y más paulinos caídos del caballo -otro caballo…- que el propio Nazareno, para el que por cierto Nietzsche jamás tuvo una palabra mala. Si no fuese por el redomado empeño que tuvo en afirmar a machamartillo la justicia intrínseca a la desigualdad entre los hombres -uno de los leit motivs más recurrentes de las dos primeras partes del Zaratustra-, y por su odio visceral a la gente corriente5, ya por entonces a punto de ser convertida en masa, casi podría decir que, para mi, con lo que Friedrich Nietzsche más tiene en común es con esto:

Clara y tierna es mi alma.

Y claro y tierno es mi cuerpo:

todo lo que no es mi alma también.

Si falta uno, faltan los dos.

Y lo invisible se prueba por lo visible,

hasta que lo visible se haga invisible y sea probado a su vez.

En todas las edades el mundo ha dispuesto sobre lo bueno y lo malo.

Pero yo que conozco la correspondencia exacta

y la imparcialidad absoluta de las cosas,

no discuto,

me callo y me voy a bañar al río para admirar mi cuerpo.

Hermoso es cada uno de mis órganos y mis atributos,

y los de otro hombre cualquiera sano y limpio.

No hay en mi cuerpo ni una pulgada vil;

nobles son todos los átomos de mi se

r y ninguno me es más conocido que los otros.

(…)

Curt Stoevin. Retrato de Friedrich Nietzsche

Nunca hubo mayor inicio que ahora,
Ni mayor juventud o vejez que ahora,
Y nunca habrá mayor perfección que ahora,
Ni más cielo ni más infierno que ahora.

Impulso, impulso, impulso,
Siempre el impulso procreador del mundo.

De la penumbra surgen los iguales antagónicos, siempre
la sustancia y el incremento, siempre el sexo,
Siempre un tejido de identidad, siempre la distinción,
siempre la creación de la vida.

De nada sirve elaborar; sabios e ignorantes lo saben.

Seguros como los más seguros, íntegros e inconmovibles,
bien cimentados, afianzados y a plomo,
Fuertes como caballos, afectuosos, altivos, eléctricos,
Yo y este misterio estamos aquí

(…)

Sé que soy augusto,
No inquieto a mi espíritu para que se me justifique o se
me comprenda,
Veo que las leyes elementales no piden disculpas,
(Creo, después de todo, que no me muestro más
orgulloso que el nivel según el cual construyo mi casa).

Existo como soy, eso basta,
Si pasa inadvertido en el mundo, estoy satisfecho,
Si todos y cada uno lo advierten, estoy satisfecho.

Un mundo lo advierte y para mí el mayor, y ese soy yo,
Y si llego a poseer lo mío ahora o en diez mil o en diez
millones de años,
Puedo aceptarlo jubilosamente hoy, o con igual júbilo
esperar.

Mi apoyo se apuntala y se ensambla con granito,
Me río ante lo que llaman disolución,
Y conozco la amplitud del tiempo.

Canto a mí mismo, Walt Whitman, 1885.

1 También es divertida la anécdota que cuenta que en varias de sus casas alquiladas Nietzsche se embriagaba de sí mismo y bailaba y cantaba en pelotas por todo el apartamento, y yo esta sí me la creo, pero lo cierto es que sus arrendatarios, en cualquier caso, pensaban de él que era “un gentil e intachable catedrático”, y de eso sí tenemos pruebas.

2 Hay un aspecto en el que a mi juicio sí acierta la película, y es al situar la (no)acción en una cabaña en mitad de ningún sitio.

3 Así habló Zaratustra, V, La canción del noctámbulo, Alianza, Madrid 1981, 9ª. ed. p.428-429, ligeramente retraducido por mi.

4 Thomas Mann dice muy bien algo terrible, en Schopenhauer, Nietzsche, Freud (Alianza, LB H 4421, pg. 21): “Ecce Homo, esa obra tardía horrorosamente serena, que fosforece en una última sobreirritación de la soledad…”

5 Por el mismo motivo, supongo, por el que no tragaba a su familia: por vivir enfangados en banalidades en vez de en cumbres y abismos arrebatados, por insistir en que vistas bien, por ejemplo, en vez de preocuparse por Sócrates, etc.

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