Contra la dictadura de la felicidad: el dañino pensamiento positivo

Carlos Javier González Serrano

En las últimas décadas, la literatura dedicada a la autoayuda, la psicología positiva y las llamadas “nuevas espiritualidades”, como en el caso del mindfulness, ha crecido exponencialmente y ocupa gran parte de las estanterías destinadas al ensayo en numerosas librerías. Estas “luminosas” corrientes suelen venderse como un producto aparentemente inofensivo presentado bajo capa de crecimiento personal. Un producto que, sin embargo, oculta contraproducentes dictaduras afectivas asociadas al más despiadado neoliberalismo, que se apropia emocionalmente de los individuos y los transforma en sujetos del rendimiento en total connivencia con las grandes corporaciones mundiales.

En primer lugar, fomentan lo que algunos autores han denominado “privatización del estrés”: no sólo es que el estrés se haya patologizado y hecho extensivo a grandes capas de la sociedad, sino que se culpabiliza a quien lo sufre por no saber gestionarlo, por no contar con las herramientas necesarias para neutralizarlo. Como si, en efecto, fuéramos máquinas que hay que rentabilizar. Más aún: que se tienen que rentabilizar a sí mismas. Este tipo de libros silencian el hecho de que el estrés responde, casi siempre, a causas sistémicas, y se obvian las formas de hacerle frente desde un punto de vista social. Por supuesto, no sólo el estrés, sino también otros trastornos como la ansiedad, la depresión o los déficits de atención.

Gran parte de la literatura de autoayuda fomenta –con una violencia silenciosa y hasta complaciente– el establecimiento y continuidad de un statu quo que perpetúa las desigualdades sociales. La felicidad, con la que se comercializa como si fuera un producto que puede adquirirse en forma de recetas mágicas o productos milagrosos, se ha convertido en toda una industria que ha conseguido despolitizar el estrés, convirtiéndolo en un asunto estrictamente privado y particular: es el individuo quien ha de enfrentarlo en soledad, lo que da como resultado, a su vez, una religión del yo que, falsamente endiosado, y tras comprobar que también está sujeto al fracaso, cae fácilmente en el abatimiento y la zozobra emocional.

Muchas de estas fórmulas (“Cree en ti mismo”, “No hay nada imposible”, “Con esfuerzo lo lograrás”, «Querer es poder», etc.) no son más que prescripciones soterradas para mantener el poder. Si es el individuo quien tiene el problema, quien ha de aprender a gestionar sus emociones y sentimientos, se exime de culpa a las empresas, al Estado o a cualquier otro organismo que pueda estar ejerciendo aquella silenciosa opresión. No en vano se ha dicho que la máxima de nuestros tiempos es la de “adaptarse o morir”: adaptarse a unas condiciones sociales, laborales, psicológicas… de cuya introducción el individuo no tiene culpa más que como sujeto paciente, pero es una culpa que, sin embargo, tiene que ser expiada y aliviada por el sujeto mismo. En este sentido, la autoayuda y el pensamiento positivo provocan un autocontrol que roza lo obsesivo y, lo más preocupante, causan una miopía social que nos aleja de la colectividad y de los auténticos responsables de las desigualdades sociales. Si no gestionas tus emociones, serás tú el responsable de no encajar en la sociedad: así opera la lógica de la autoayuda y del pensamiento positivo.

Por eso, es indudable la relación que existe entre estrés (y ansiedad, y depresión, etc.) y opresión social. La nueva servidumbre no es física o material, aunque también, sino eminentemente emocional, pues el individuo ha de aparentar sin descanso una cordura mental en un escenario en el que resulta muy difícil mantenerla. Por ello, en paralelo, se ha patologizado el pensamiento disidente o crítico: quien protesta tiene un problema, ya sea emocional o de inadaptación social. Bajo la apariencia de un lenguaje transformador (“Llega a ser quien eres”, “Puedes alcanzar lo que te propongas”, etc.), el pensamiento positivo y sus esbirros apoyan el sostenimiento del statu quo y, mientras se centra en el yo y en crear seres obsesionados con su situación personal, descuidan las vulnerabilidades sociales, el cuidado por lo común, por las estructuras colectivas y la interdependencia. Los individuos acaban aferrándose a tales fantasías de felicidad al no encontrar proyectos de crecimiento comunes: la retórica de la autoayuda camufla la posibilidad de la lucha política porque debilita la solidaridad y la búsqueda común de la justicia social. El problema eres tú: aprende a gestionarte.

Quizá sea útil recordar en este punto, y para terminar, uno de los libros más comprometidos que se escribieron a lo largo del siglo XX, redactado por la apasionada pluma de Simone Weil: las Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social (1934). En esta obra, Weil apunta con extremada finura que “los miembros de una sociedad opresiva no se distinguen sólo por el lugar más elevado o más bajo en el que se encuentran enganchados al mecanismo social, sino también por el carácter más consciente o más pasivo de sus relaciones con dicho mecanismo”. Por eso, defiende Simone Weil, más que nunca es tiempo de ejercer la dignidad del pensamiento, en particular del filosófico, que si bien no nos libera de las cadenas, sí nos hace conscientes de ellas. Y es que, predijo Weil, “Nunca se vio el individuo tan a merced de una colectividad ciega, y nunca se vieron los hombres más incapaces no sólo de someter sus acciones a sus pensamientos, sino hasta de pensar”.

Conviene hacer un esfuerzo por pensar y pensarnos en medio de esta tiranía emocional a la que, con tanta complacencia, nos entregan las nuevas “espiritualidades”, y afirmar, con Simone Weil, que “todo lo demás se puede imponer desde afuera por la fuerza, movimientos del cuerpo incluidos, pero nada en el mundo puede obligar a un hombre a ejercer el poder de su pensamiento ni sustraerle el control de su propio pensamiento”, porque, en lo que se refiere al pensamiento, el individuo es superior a la colectividad. Las colectividades no piensan; por eso es tan necesario que haya individuos que lo hagan y nos inviten a despertar: colectivamente.

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