El valor de (atreverse a) pensar

Carlos Javier González Serrano

«El camino de la belleza conduce a la libertad.»
Schiller, Cartas sobre la educación estética de la humanidad

Con el dominio de la tecnocracia y la omnipresencia de las pantallas, cada vez estamos más sujetos emocionalmente a un sinfín de estímulos superfluos que luchan por acaparar nuestra atención y, por tanto, nuestro tiempo. Los grandes imperios económicos procuran mantenernos permanentemente ocupados a través de numerosos incentivos y alicientes que parecen interpelarnos personalmente. Hay una clase de ruido (causante de un existir acelerado, anestesiado y sin sentido de la autonomía) que sólo puede interrumpirse lejos de una pantalla. Hoy la auténtica lucha es por nuestra atención: sobre a quién permitimos que se adueñe de ella. Hay que educar la atención.

Esta preocupante y nociva circunstancia conecta de modo directo con la manera en que buena parte de la sociedad está siendo empujada a vivir. Me refiero a la hiperproducción del sujeto contemporáneo, tan bien caracterizada por el pensador surcoreano Byung-Chul Han en todas sus obras. En uno de sus libros más contundentes y recomendables (Psicopolítica), Han asegura que «hoy creemos que no somos un sujeto sometido, sino un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa», postura ilusoria que el autor destapa de esta forma: «Pues bien, el propio proyecto se muestra como una figura de coacción, incluso como una forma […] de sometimiento«.

No sólo la juventud (como suele denunciarse bajo prejuicios edadistas), sino la sociedad tomada como un todo ha caído en una coacción mediante la cual los dispositivos móviles se han convertido en instrumentos de sometimiento y regulación de nuestro tiempo. En este sentido, se nos ha hecho esclavos voluntarios de una autoinducida hiperproductividad en la que el amo y el esclavo son el mismo usuario: es el sujeto del rendimiento el que se obliga a trabajar en sí mismo, a lo que Han llama «el sujeto neoliberal». La aparente libertad nos convierte en esclavos, pues –en expresión de Han– «el neoliberalismo es un sistema muy eficiente, incluso inteligente, para explotar la libertad. Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación».

La filosofía, como ejercicio en el que se pone en juego la palabra activa y donde se lleva a cabo un libre intercambio de pareceres argumentados, fundados en un conocimiento o aparataje intelectual (el propio de la historia de la filosofía), ha de propiciar –y de hecho propicia, si no se presenta de una manera dogmática– la toma de conciencia de esta peligrosa deriva antropológica contemporánea mediante la cual el sujeto queda transformado en una suerte de órgano sexual de reproducción del capital. La filosofía como revolución intelectual. Como rebelión de la inteligencia.

Mediante un sucedáneo de libertad, se nos insta a participar de continuo en un plural y entretenido juego de mercadeo en el que se ponen en venta nuestros intereses, gustos, relaciones y apetencias. Nuestra intimidad. Resulta casi imposible hacer una pausa entre tanto ruido, y cuando esa pausa se lleva finalmente a cabo es señalada y causante –en no pocas ocasiones– de una particular culpa: la de sentirse aislados o apartados del sistema. Byung-Chul Han también apunta en este sentido:

Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal. No deja que surja resistencia alguna contra el sistema.

A través de las herramientas que proporciona la filosofía en su vertiente de aprender a filosofar (es decir, a pensar consciente, libre y responsablemente), quien se inicia en el proceder filosófico es capaz –o al menos se pone en condiciones– de percatarse de que mediante tales dinámicas tecnocráticas ha acabado por ser un explotador voluntario de sí mismo. A ello podemos añadir estas palabras de Emilio Lledó (Sobre la educación):

Enseñar a pensar quiere decir, fundamentalmente, dejar que la inteligencia, con el cultivo de las preguntas elementales, de las informaciones elementales alejadas de los intereses con que la autoridad entremezcla sus instituciones educativas, alcance su libertad y, con ella, su autarquía.

Es a esto y no a otra cosa a lo que se refirió Kant en sus escritos sobre la Ilustración cuando aludió a la minoría o mayoría de edad de la población. Quien se atreve a pensar por sí mismo es quien, con ello y a la vez, se atreve a caer en la cuenta de que uno se encuentra en un mundo, y lo habita, pensándolo desde una configuración previa que le viene dada. En nuestro caso, el imperio de la tecnología. La filosofía, pero sobre todo el ejercicio del filosofar, invita a cuestionar esa configuración previa, preestablecida o masticada para reflexionar activamente sobre el escenario que habitamos. No por el hecho vacuo o diletante de pensar por pensar, sino por el compromiso de pensar para actuar.

Otro punto importante, sugiere Kant, es que cuando este movimiento de ilustración personal se ha iniciado, no puede detenerse, es imparable, porque la razón se percata de la importancia de encontrar evidencias objetivas y autónomas de cuanto se piensa y se hace. Tal es la exigencia que la propia razón se impone a sí misma, como Kant sugiere en el primero de los prólogos de la Crítica de la razón pura:

La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón…

Pero si queremos elegir un fragmento que culmine estas ideas, acaso el más certero sea este:

Lo primero de todo es hacer madurar el entendimiento y acelerar su desarrollo, ejercitándolo en juicios de experiencia y llamando la atención [del estudiante] sobre todo aquello que le puedan aportar las contrastadas impresiones de sus sentidos. […] En una palabra: [el profesor]No debe enseñar pensamientos, sino enseñar a pensar. Al alumno no hay que transportarle sino dirigirle, si es que tenemos la intención de que en el futuro sea capaz de caminar por sí mismo (Kant, “Nachricht von der Einrichtung seiner Vorlesugnen in dem Winterhalbenjahre, 1765-1766”).

O quizá, como hacemos habitualmente en El vuelo de la lechuza, debamos volver a María Zambrano (Hacia un saber sobre el alma, «La vida en crisis»):

Lo grave es resbalar sobre la propia vida sin adentrarse en ella, y puede ocurrir con suma facilidad.

La continua sobreestimulación a la que la vida contemporánea se encuentra expuesta nos impide, en muchas ocasiones, hacer un alto en el camino para pensar en la nociva dinámica que la hiperaceleración de numerosos procesos ha impuesto –y hemos permitido que nos impongan– en nuestras vidas.

Detenerse es hoy sinónimo de pasividad; frenar supone quedar relegados, atrasados: a veces, incluso, ninguneados. Des-aparecer es sinónimo de no-ser. Esto ha conducido a un cambio, morboso y muy perjudicial, de nuestra percepción del tiempo, que se nos antoja insuficiente para, precisamente, poder estar presentes en todos lados y en cualquier momento. La permanente disponibilidad es otro de los valores contemporáneos en alza, y junto con ella, la hiperproducción del sujeto, en quien se ha delegado el ejercicio de una mediatizada libertad que ha hecho de él un producto que se consume a sí mismo. De mano de estas circunstancias, se ha incrementado la sensación de cansancio y hastío: bajo una engañosa apariencia de cambio, llevamos a cabo las mismas tareas una y otra vez al amparo del imperativo del scrolling, en busca de lo nuevo que, sin embargo, no es más que una continua repetición de lo mismo. Como reza el dictum latino: eadem, sed aliter. Es decir: lo mismo, pero de distinta manera.

Arthur Schopenhauer hizo uso de este lema para referirse a la eterna dinámica de la naturaleza, que, a su juicio, transcurre de manera circular: las escenas siempre son las mismas; sólo cambian los personajes y los decorados. Dejando ahora a un lado el pesimismo del autor alemán, y sin ahondar en la pesadilla nietzscheana del eterno retorno (en su versión más terrorífica o lovecraftiana), su diagnóstico sobre la tiranía de lo aparentemente novedoso resulta más actual y espantosa que nunca. Es cierto que Schopenhauer se refería a la dinámica de la historia, que, a su juicio, no hace más que repetirse sin descanso en un proceso sin fin del que todo lo existente es víctima propiciatoria. Pero fue también el filósofo de Danzig quien, por primera vez en la Modernidad, puso sobre la mesa la naturaleza incandescente de nuestro deseo, la esencia insaciable de nuestra voluntad, siempre expuesta al ilusorio ejercicio de continuas satisfacciones que nunca llegan a colmarnos.

Cuando dejamos de desear, llega entonces –sostenía Schopenhauer– el aburrimiento, y por eso «uno será suficientemente afortunado si queda todavía algo por desear y anhelar, para que se mantenga el juego del perpetuo tránsito del deseo a la satisfacción, y de ésta a un nuevo deseo», escribía el filósofo: todo, a fin de cuentas, para no topar con «esa parálisis que petrifica la vida y se muestra como temible aburrimiento». Un análisis que, sin duda, podría haber sido escrito hoy mismo.

Frente a estas instigadoras apetencias y frente a estos insidiosos empeños que se ven acompañados, por otro lado, por la continua fuga de las cosas, por el carácter pasajero de nuestra vida y de los avatares mundanos, hace aparición una disciplina, tan denostada en ocasiones en nuestros sistemas públicos de educación, que ensalza nuestra condición intelectual sin desmerecer, por ello, nuestra condición sensitiva. Más aún: premisa para saborear en toda su amplitud las mieles corporales (como fueron llamadas por el poeta latino Lucrecio) es la de desarrollar, y fomentar el desarrollo, de nuestras potencias intelectuales.

Ya escribió una de nuestras poetas más universales, la gallega Rosalía de Castro, que, como la sed del beodo, que nunca se sacia, así también es la sed del alma, que jamás encuentra definitivo consuelo o rotunda consumación. O la apasionada pensadora Simone Weil, para quien, tan comprometida con asuntos sociales y políticos, siempre queda un resto que no puede ser saldado por las fuerzas físicas, y que debe ser escrutado por lo que el mismísimo Goethe llamó geistige Kräfte: potencias o fuerzas espirituales. O la mencionada malagueña María Zambrano, cuando reivindicó el conocimiento poético-musical de la realidad como entrada privilegiada a un universo, el universo intelectual humano, que no puede prescindir del poder de lo mítico, de lo melódico (frente a lo armónico, lo ordenado): en definitiva, de cuanto resuena más en el corazón que en la cabeza.

Esa disciplina a la que me refiero, ya se habrá adivinado, es la filosofía. Una filosofía que no tiene que ver en exclusiva con las aulas universitarias ni con sesudos tratados teóricos; tampoco con pomposos despachos o cátedras intocables, ni mucho menos con un reducto académico circunscrito al ejercicio de mentes conspicuas. La Academia, como atalaya en la que se salvaguarda el conocimiento, es del todo necesaria; pero eso no significa que aquello que sucede entre sus paredes haya de permanecer oculto o aislado.

La filosofía, y más que nunca en tiempos de crisis antropológica, debe pertenecer al acervo cultural común. Sobre todo, en su vertiente más social. La filosofía se convierte en rebelión intelectual frente a los yugos de nuestro tiempo: redes sociales, exceso de información, polarización política, ghosting, adicción a un entretenimiento superfluo, difuminación de la frontera entre trabajo y ocio… En su vertiente práctica, la filosofía encierra y promueve la valentía para detenerse y detener el tiempo y poder convertir su dimensión cronológica en dimensión kairológica: es decir, en sentido.

Inmersos en un curso del mundo que no deja espacio para la desposesión de ese mismo mundo, en el que nos vemos abocados a una opresiva e insistente demanda de participación (que no es activa, sino crudamente pasiva y paciente), la filosofía invita, primero, a reflexionar sobre ese costoso dinamismo –en términos personales y sociales– y, después, a actuar sobre él para entorpecerlo y crear un ineludible paréntesis. La filosofía es esa terra incognita, siempre por explorar, que media entre nuestro deseo y su satisfacción; entre el presente y un futuro que nos presentan como lo distinto en medio de una atroz homogeneidad. La filosofía, en definitiva, es la disciplina que nos ayuda a esgrimir argumentos para llevar a cabo una defensa de todo aquello que ha quedado soterrado, cuando no olvidado, en virtud de los requerimientos de una contemporaneidad que nos aleja cada vez más de nosotros mismos. Claro síntoma de esta desposesión de nuestra mismidad es el terrible miedo que se cierne, en nuestros días, sobre todo lo tocante a la soledad: somos aguijoneados, de continuo, por la imposición de compartir, de estar en persistente contacto con los otros. Un otro desdibujado que, en realidad, es un cualquiera. Las relaciones se han convertido en conexiones. Y esto sí es el infierno sartreano del Otro.

La filosofía, al fin, como herramienta intelectual milenaria que sobrevive a los embates de quienes desean que sólo miremos hacia delante sin reparar, nunca, en lo que ocurre: aquí y ahora. Para hablar sobre ello. Para pensarlo. Y, llegado el momento, para transformarlo.  

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/07/01/el-valor-de-atreverse-a-pensar-la-urgencia-de-la-filosofia-y-del-pensamiento-comprometido/

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