¿Hablamos de filosofía o son solo libros de autoayuda?

Un alud de obras rebajan la Filosofía a meros argumentos motivacionales. Charles Senard nos devuelve el auténtico pensamiento de los epicúreos

David Hernández de la Fuente

¿Qué tienen en común los millonarios de Wall Street, los gurús de Silicon Valley, nuestro ex-seleccionador nacional de fútbol, Clinton y Schwarzenegger? Pese a su disparidad, todos han sucumbido al encanto irresistible de una antigua escuela filosófica grecorromana: el estoicismo. Buscando serenidad ante las decisiones cruciales en la política global, pero también éxito empresarial y deportivo y, sobre todo, una vida feliz, nuestra postmodernidad ha leído con devoción los textos de Séneca, Marco Aurelio o Epicteto.

Nos atrae acaso la cercanía del mundo helenístico-romano tan parecido al nuestro, cosmopolita e interconectado, pero también en continuas crisis migratorias, pandémicas, climáticas y bélicas. Se diría que este “neoestoicismo” fuera la panacea para las diversas emergencias que nos azacanean. Magnates como Bezos, Gates o Elon Musk (“per aspera ad astra”, tuiteaba hace poco este), entre otras “celebridades”, “YouTubers” e “Influencers” se dedican a soltar, en pequeñas píldoras, algunas frases selectas de los filósofos favoritos de los romanos. Pero, ¿se adopta con ello filosofía clásica o más bien una cómoda muletilla para hacer “a la romana” puro pragmatismo? Lo apuntaba recientemente la popular latinista Mary Beard, sorprendida ante el éxito global y sin asimilar del antiguo fatalismo de un Marco Aurelio devenido hoy casi un manual moderno con clichés de autoayuda. Y es que, si no se profundiza en la ética del día a día, ni las “Meditaciones” ni las “Diatribas” servirán. Aunque mejor son, sin duda, estas adaptaciones neoestoicas que un telepredicador, una teletienda o el ocio embrutecido del “smartphone”.

Entonces ¿cómo desandar el camino desde la autoayuda simplista a la filosofía para la buena vida? Soy de los que creen que nuestros queridos viejos maestros, los filósofos clásicos, tienen mucho que decir en el mundo de hoy. Pero lejos de sus mensajes simplificados, hemos de acudir primero a sus textos, bien traducidos hoy, y a los mejores comentaristas que los actualizan. Acudamos con preferencia a las “Meditaciones”, por ejemplo en la espléndida versión de Jorge Cano (Edaf, pronto Trotta) o al “Manual” de Epicteto, que acaba de ser traducido brillantemente por Ignacio Pajón como “El arte de vivir en tiempos difíciles” (Alianza). Pero si, dentro del auge de la filosofía helenística en nuestros tiempos, llama especialmente la atención, el estoicismo romano, que copa las librerías, también hay que romper una lanza por la escuela rival y a su modo complementaria: el epicureísmo. Todo en la justa medida, decían los clásicos.

Y es que, en el camino a la serenidad, “Ser estoico no basta”, como reza el título del estupendo ensayo que publica ahora el latinista francés Charles Senard, publicado por Rosamerón. El autor, que se autodefine como padre, profesor y escritor, da, a mi ver, con las claves del camino que va de la filosofía a la vida práctica: son las más claras y a la vez inefables. Quizá el gran secreto resida precisamente en la literatura, es decir, en la altura literaria de los textos. No solo se trata de seguir esa antigua sabiduría, sino de emocionarse con sus testimonios sobre el bien vivir bajo la guía de la mejor literatura.

Se diría que, para el día a día, los mejores filósofos son siempre los grandes escritores, como pone de manifiesto el libro de Senard en el caso de los dos grandes poetas romanos que centran su atención, Horacio y Lucrecio, dos epicúreos leídos con veneración a lo largo de las edades. No en vano, en una manera muy francesa de abordar el ensayo sobre el oficio de vivir, este libro forma casi un díptico con otro texto singular que atina de nuevo en las claves, “Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne”, también publicado por Rosamerón. Un dueto epicúreo como antídoto a la rigidez de nuestros días (y pienso no solo en los neoestoicos, sino también en el dolor de cuello de los que andan todo el día encorvados mirando el móvil).

Memoria colectiva

Hay algo más allá de la filosofía que convierte los pensamientos en música, rebasando cualquier buen consejo de ética o especulación metafísica. Los enraizan en nuestra conciencia casi como el ritmo de la poesía. Ahí están los versos de acento filosófico, desde los griegos a esta parte. No en vano recomendaba Arquíloco a su “corazón, de irremediables penas agitado” atender al “ritmo de la existencia” y Homero –como Semónides o Machado– cantaba la vanidad efímera de los hombres que caen “como la generación de las hojas”. Queda esto tan impreso en nuestra memoria colectiva como una partitura eterna. Primero está Lucrecio, el poeta investigador de la naturaleza de las cosas, epicúreo, atomista, condenado por la iglesia durante el medievo por su materialismo y su supuesto ateísmo, aunque dedica su obra a la potencia de la “Venus genetrix”, diosa del impulso esencial que mueve el mundo. Lucrecio, vivificado por su rescate manuscrito de un monasterio centroeuropeo por el humanista Bracciolini en el Quattrocento –como muestra el “best-seller” filosófico de S. Greenblatt– precipitó el Renacimiento europeo al ser leído con devoción. La manera en la que esta literatura aborda la existencia, y sobre todo cómo nos libra del miedo a la muerte, entendida como disolución de los átomos, es estupendamente recordada en este libro en sus versos emblemáticos y en su amplia recepción posterior, en Valla, Petrarca o Rousseau.

Otro tanto ocurre con el inolvidable Horacio, con quien sin duda se alcanza el culmen de la fusión entre literatura y filosofía. Es heredero del viejo Arquíloco y de Alceo, pero también de otros poetas líricos griegos –Safo, a quien Senard evoca también– y acólito de la “piara” del gran Epicuro. Vino, verdad, amor, serenidad: palabras clave de la poesía del mejor lírico romano que se presentan en un florilegio de maravillas del autor que condensó y acuñó grandes lemas poéticos para la vida. La glosa del “Carpe diem” ocupa gran parte del libro y nos enseña cómo ser felices actualmente, solo con esta fácil filosofía trufada de amor, poesía, música, artes plásticas y sensibilidad. Esta es la buena mesa con la que Horacio quiere deleitarnos entre el consuelo del vino –real y del espíritu, como en Jayam– y la amistad en esa “vida oculta”, como quería Epicuro (“lathe biosas”) de la “aurea mediocritas”.

A través de un hilo sublime de literatura epicúrea, en suma, hay que reivindicar el legado actual de esta escuela, pese al desprestigio que sufrió durante tanto tiempo. Paradójicamente, Epicuro rechazaba el cultivo de la poesía por parte del sabio –como el de la política– pero acaso no hubiera visto nada mal que la usaran sus seguidores más populares, los poetas, para divulgar su hermosa doctrina desde un Jardín amical. Pensamos en Filodemo desde su villa de Herculano o en Horacio desde su villa sabina. O en Montaigne retirado del mundo en su torre campestre: él es la simbiosis perfecta entre epicúreo y estoico, como muestra bellamente el escritor mexicano Pablo Sol Mora en “Nada hago sin alegría”, llevándonos de la mano a pasear, con una prosa envidiable, por los ensayos del “señor de la Montaña”, como lo llamaba Quevedo. Su obra es un hermoso compendio destilado de las claves del buen “ethos”.

“Beatus ille”, feliz aquel que, en su jardín interior, vive alejado de toda turbación: lejos de la ciudad, de la política y la empresa, claro. Tras leer a Senard y a Sol me reafirmo en la certeza de que existe el paraíso y que este ha de ser un “locus amoenus”, un jardín deleitable junto a la persona amada, leyendo, por toda la eternidad, entre vino, queso, higos, dátiles o frutos secos, este tipo de lírica grecolatina, persa o árabe. Tal es el verdadero espíritu de la filosofía antigua, el “cómo vivir”, y no la autoayuda de millonarios y aspirantes, con sus consignas rápidas, para ocio y negocios, mal sacadas de los filósofos antiguos. Más allá de su “neoestoicismo”, sigamos los consejos de los poetas clásicos, de los renacentistas, del bueno de Montaigne, para ser felices en nuestro paso por el mundo. Afrontaremos así cualquier apocalipsis que venga con la sabia e inolvidable felicidad que proporciona la palabra alada.

Fuente: https://www.larazon.es/cultura/hablamos-filosofia-son-solo-libros-autoayuda_202304226442b5b67adfa80001c59e32.html

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