Irene Gómez-Olano

Irene Gómez-Olano: «Es necesario tomar la filosofía por asalto»

¿De qué debe ocuparse la filosofía? En esta sección, diferentes filósofas y filósofos de distintos países del mundo nos aportan sus reflexiones. Partiendo de esa pregunta, unos plantearán el cometido de esta disciplina, otros nos hablarán de dónde han de estar sus límites, si es que los tiene, o de hasta dónde pueden llegar sus análisis, etc.

Por Irene Gómez-Olano

Pensamiento de Irene Gómez-Olano. Filósofa española

Graduada en Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) y estudiante del Máster en Crítica y Argumentación Filosófica en la misma universidad. Redactora en FILOSOFÍA&CO.

El principal objeto psicótico de la filosofía ha sido la propia filosofía. A lo largo de su historia, han proliferado tratados, conferencias y libros donde filósofos y filósofas reflexionan, precisamente, sobre su propia actividad. Esto apunta a una cuestión que a menudo trata de obviarse: la naturaleza y objetivos de la filosofía son, ante todo, un territorio en disputa.

Pero ¿por qué tanta obsesión de la filosofía por su propia actividad? Probablemente porque algo le ocurre a la filosofía para necesitar una labor permanentemente autojustificativa. Y dentro de la plétora de justificaciones y explicaciones que filósofos y filósofas han dado, encontramos, al menos, tres grandes grupos, que podríamos considerar los tres grandes «mitos» en torno a los objetivos de la filosofía.

Primer mito: la filosofía es inútil y lo inútil es bueno en sí mismo

El primer gran mito (que en realidad es una compilación de varios mitos) refiere a la inutilidad de la filosofía. Tal vez el exponente contemporáneo más conocido es el recientemente fallecido filósofo italiano Nuccio Ordine. Según este pensamiento, la filosofía no tendría una aplicación concreta a la vida ni una utilidad, porque la propia noción de «utilidad» contamina la filosofía y la subyuga.

La «utilidad», sostienen los defensores de esta tesis, ensucia la pura labor filosófica, que, incluso cuando es un saber de lo muerto, ha de ser reivindicado por su belleza o su labor arqueológica y explicativa de los orígenes de nuestras civilizaciones. Este argumento, a menudo, encuentra su contraparte en sí mismo, planteando que, en realidad, la filosofía sí «sirve» de algo (aunque sea para dar esta explicación arqueológica), pero siempre y cuando se aleje del intento de ser útil, porque toda utilidad es servil al poder y, por tanto, deshonesta. La clave de la filosofía se encontraría así más en su intencionalidad que en sus resultados.

El principal objeto psicótico de la filosofía ha sido la propia filosofía, porque la naturaleza y objetivos de la filosofía son, ante todo, un territorio en disputa

Este conjunto de mitos equipara a la filosofía con las «lenguas muertas», aquellas que, aunque no cuentan con comunidad de hablantes alguna ni tienen una aplicación directa en ningún conocimiento contemporáneo, servirían para una comprensión profunda de nuestras sociedades. Por tanto, la «utilidad» de la filosofía no quedaría desterrada, sino camuflada bajo otras intenciones estéticas.

El principal problema de este planteamiento es que abraza acríticamente una filosofía que no tiene ninguna responsabilidad en torno a la realidad. Pero nada más lejos de la realidad. La filosofía, como otros saberes, ha sido y es un dispositivo de reproducción ideológica de determinados valores sociales que en un momento histórico concreto se consideran importantes. Incluso cuando la filosofía ha sido edificada desde las grietas sociales entre una sociedad y otra o por sujetos subalternizados de algún modo, ha servido para justificar unos u otros planteamientos políticos, porque esto es parte de su naturaleza y no la excepción.

Plantear la filosofía como un saber inútil es declararla desde una imparcialidad imposible y negar su papel como reproductora de la ideología dominante. No existe la imparcialidad en el pensamiento y la mejor vacuna para plantear un conocimiento científico y filosófico lo más objetivo posible, lejos de pretender una imparcialidad imposible, es reconocer de forma explícita los intereses y prejuicios insertos en él. Esto es lo que primero el marxismo, y más tarde las autoras poshumanistas y la epistemología feminista pusieron de manifiesto durante los siglos XIX y XX.

Por tanto, la filosofía no es «una lengua muerta más». No podría serlo ni aunque quisiera. Incluso en el ejercicio más arqueológico y alejado de la realidad material y concreta posible existe un corpus de preconcepciones y un marco de recepción del pensamiento que impide el total alejamiento de la realidad. La filosofía no podría ser inútil ni a propósito y plantearlo en estos términos supone negar su papel como dispositivo ideológico.

No existe la imparcialidad en el pensamiento y la mejor vacuna para plantear un conocimiento científico y filosófico lo más objetivo posible, lejos de pretender una imparcialidad imposible, es reconocer de forma explícita los intereses y prejuicios insertos en él

Segundo mito: no hay vida buena sin filosofía

El segundo mito o familia de mitos va en dirección diametralmente opuesta al primero. Frente a una visión de la filosofía como aquello que no debe servir para nada, sino, a lo sumo, para conservar un conocimiento muerto, la visión más extendida entre quienes se dedican a la filosofía consiste en sostener que esta es imprescindible para la vida.

La filosofía, desde esta óptica, es una herramienta de gestión vital y existencial: un saber sin el cual la vida humana es irreflexiva o irracional. Se trataría así de un conocimiento que nos aleja de la «vida animal» y nos hace verdaderamente humanos.

A menudo este argumento se enarbola como forma de defender a la filosofía de sus detractores. Frente a gobiernos o planes de estudio que tratan de sacar de los centros educativos las disciplinas filosóficas y las humanidades, se plantea que la filosofía es el último garante de una ciudadanía crítica y consciente.

El problema de este enfoque es, en primer lugar, que a menudo la propia filosofía se ubica desde una torre de marfil inaccesible al común de los mortales, desde la cual juzga al resto de la especie humana como aptos o no aptos, lo cual no termina de encajar con su propia concepción como saber socialmente imprescindible. Si asumimos que bastante de esto hay en la filosofía, resulta difícil sostener que por sí misma sirva para garantizar la configuración de una ciudadanía crítica y consciente, porque la mayor parte de la gente no tiene acceso al saber filosófico.

Esto no es un problema exclusivo de los filósofos y filósofas: vivimos en sociedades donde la construcción del conocimiento resulta inasequible para las grandes mayorías y donde las universidades y centros de investigación son cada vez más elitistas. Pero si la filosofía pretende erigirse como dispositivo crítico (o uno de los muchos que puede haber), debe cuestionar la propia estructura desde la que habla y emite sus juicios, tratando de democratizar, no solo los resultados de su actividad, sino sobre todo los procesos de conformación de conocimiento y debate.

Si la filosofía pretende erigirse como dispositivo crítico, debe cuestionar la propia estructura desde la que habla y emite sus juicios, tratando de democratizar, no solo los resultados de su actividad, sino sobre todo los procesos de conformación de conocimiento y debate

En segundo lugar, la filosofía debe aprender que puede haber y hay vida buena fuera de sus fronteras. Toda separación disciplinar tiene algo de convencional y contingente, pero en el caso de la filosofía, su cesura respecto del resto tiene un marcado carácter de elitismo. Como veremos en el tercer mito, una parte de su actividad ha estado destinada a dirimir quienes eran dignos de formar parte de su familia y de ser bienvenidos a su mesa. En este contexto, es lógico que gran parte del pensamiento crítico se haya amalgamado tras las fronteras de la polis filosófica.

Si pensamos en el pensamiento filosófico contemporáneo, rápidamente veremos que algunas de las voces más relevantes no venían, precisamente, de sede filosófica. No hay más que pensar en el filólogo más célebre del siglo XIX, Friedrich Nietzsche, que pasó a la historia como uno de los filósofos contemporáneos más relevantes. Y Nietzsche criticaba duramente la deriva totalizadora de la metafísica y revolucionó el pensamiento en oposición a la historia de la filosofía.

Karl Marx, por su parte, provenía del pensamiento económico, pero era un economista que también se inmiscuía en problemas filosóficos y criticaba la deriva de esta disciplina. Con su frase «la filosofía no ha hecho más que contemplar el mundo, pero de lo que se trata ahora es de transformarlo» quedó desvelado el carácter ideológico de esta disciplina.

Si queremos que la filosofía juegue un papel en determinar y encontrar una buena vida para la especie humana, lo primero a considerar es que debe ser crítica consigo misma y asumir que, a menudo, sus principios y actividad no nos acercan a ese objetivo. Asumir que existe vida buena fuera de lo que tradicionalmente hemos entendido como filosofía, sobre todo porque la filosofía se ha edificado como un saber europeo, eurocéntrico, masculino y solo ha integrado nuevas voces cuando estas llegaron arrolladoramente a exigir su lugar en la historia del pensamiento.

Tercer mito: la filosofía práctica es un oxímoron

Tal vez tan frecuente como las doctrinas en torno a lo que es la filosofía son los posicionamientos en torno a lo que no es. El territorio en disputa de la filosofía como corpus teórico que ha de defender un territorio de pensamiento se entremezcla con los desafíos materiales a los que este se enfrenta. Y es que hoy no podemos negar que, tras los debates en torno a lo que es o no es filosofía válida, se esconde una pelea implícita o explícita por los exiguos recursos que las instituciones, los gobiernos, las universidades y el entramado empresarial ponen a disposición de la investigación.

La filosofía hoy nos habla de la precariedad. Tanto de la precariedad existencial a la que estamos arrojados por existir como de la precariedad material a la que condena el sistema económico a amplias mayorías sociales. Pero la filosofía también adolece de su propia precariedad material específica, una que le lleva a la competencia por reconocimiento social y recursos económicos. Desde esta precariedad, lejos de cuestionar el propio marco sociopolítico que lleva a los conocimientos teóricos a la necesidad de luchar entre sí, a menudo la filosofía entra en un juego competitivo.

Cualquiera que haya pasado algunos años por una facultad de Filosofía ha escuchado de boca de filósofos y filósofas que lo que los otros hacen no es filosofía. Algo que trae historia, pues el auge de las filosofías del lenguaje y las epistemologías en relación con la computación y la neurociencia que tuvo lugar en el siglo XX ya puso en jaque y conflicto a la filosofía en este sentido.

Por simplificar mucho: entre quienes consideraban que estos temas debían entrar en diálogo con las ciencias en auge (englobados bajo el título de «analíticos») y quienes apostaron porque el enfoque lingüístico estuviera atravesado por la filología y la literatura (tildados como «continentales») se abrió una grieta atravesada por esta misma competencia y acusaciones cruzadas de falta de legitimidad.

Cualquiera que haya pasado algunos años por una facultad de Filosofía ha escuchado de boca de filósofos y filósofas que lo que los otros hacen no es filosofía

Hoy seguimos viendo que muchos debates en el seno de la filosofía tienen que ver con la discusión en torno a su estatus. Se plantea que la autoayuda no es filosofía, pero también escuchamos en ocasiones que la literatura no puede serlo. Tras algunas de estas concepciones anidan justificadas sospechas en torno a la proliferación de modernas religiones alrededor de la positividad y el consumo, que vendrían a dar falsas soluciones a los problemas que el propio sistema que las engendra genera.

Pero, además de estas legítimas sospechas, encontramos una autojustificación de la filosofía como saber «inútil» como hablábamos en un inicio. Se plantea así lo útil como si fuera equiparable a lo «servil al poder y al sistema», como si no pudiera haber una filosofía de la praxis que se inmiscuyera en el mundo real y se dejara contaminar por él, como señalaba el filósofo Javier Correa Román en esta misma sección.

La filosofía práctica no solo no es un oxímoron o contrasentido, sino que es una apuesta intelectual a contracorriente que deberíamos reivindicar. Frente a quienes consideran que la filosofía solo cobra sentido en su apuesta por lo inútil o frente a quienes opinan que toda teoría es ya una praxis y que Marx se equivocaba al criticar el carácter contemplativo de la filosofía porque su capacidad de transformación se haya ya siempre inserta en sus potencialidades, hemos de recordarle permanentemente a los filósofos que su estatus más habitual es el de la irrelevancia social, precisamente para sacarla de ella.

La filosofía sale de la irrelevancia solo en diálogo con el resto de disciplinas, con las problemáticas sociales y con el mundo. Y es solo en la medida en que esta disciplina se ha preocupado por los grandes interrogantes sociales y políticos que la filosofía ha trascendido más allá de sus fronteras habituales.

Solo en diálogo con el resto de disciplinas, con las problemáticas sociales y con el mundo la filosofía puede salir de la irrelevancia, en la medida en que se ha preocupado por los grandes interrogantes sociales y políticos ha trascendido más allá de sus fronteras habituales

«La filosofía será nuestra o no existirá jamás»

Hablar hoy de una filosofía de la praxis supone hacerlo también de los sujetos concretos que hoy hacen filosofía. Y estos sujetos son más diversos que nunca. Frente a la idea del filósofo europeo, blanco y varón, hoy muchas voces reivindican su lugar, incluso como voces olvidadas clamando a gritos desde el pasado.

Pero no solo debemos apostar por pluralizar la filosofía apuntando a los sujetos, sino que también debemos poner de manifiesto los desplazamientos ilícitos que esta hizo y que contribuyeron a concebirla como un «saber de lo inútil» o un armatoste teórico sin relación con lo real.

Son ríos de tinta los que se han vertido en torno al desprecio que la filosofía hizo del cuerpo, idealizando en su lugar a la fría razón. Pero no tanto se ha escrito sobre el abandono de las problemáticas éticas y políticas, que hoy se piensan desde la teoría política, la sociología y otras disciplinas, pero que a menudo son poco valoradas por la filosofía. Esta —o parte de ella— necesita salir de su obsesiva autorreferencialidad y apelar al mundo, servir para destapar los dispositivos ideológicos que contribuyen a generar situaciones de injusticia.

Pero la filosofía también debe pensar creativamente una praxis más allá de la mera crítica. En manos de los intereses colectivos y no de los privados, puede servir para pensar soluciones imaginativas a los grandes problemas sociales, como la crisis climática. Imaginemos que todos los recursos de investigación se pudieran utilizar para pensar estos problemas y no para aumentar la productividad en las empresas, por poner un ejemplo.

Entendida así la batalla, deja de ser una disputa meramente intelectual o parcial para convertirse en un asunto de primer orden. Es necesario tomar la filosofía por asalto. Me vienen a la mente las palabras atribuidas a la anarquista Louise Michel en plena Comuna de París, el primer gobierno obrero de la historia: «París será nuestro, o no existirá jamás». Los filósofos y filósofas que entienden que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, deberían hacer suyas estas palabras. Debemos generar una filosofía al servicio de las grandes problemáticas sociales o desistir y abrazar una que no exista jamás.

Fuente: https://filco.es/irene-gomez-olano-objetivos-filosofia/

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