Cuatro filósofas contra el mundo

Cuatro filósofas contra el mundo: cuando ellas dijeron «no»

Iris Murdoch, Philippa Foot, Elizabeth Anscombe y Mary Midgley se conocieron en el Oxford de la Segunda Guerra Mundial y volvieron a las grandes preguntas.

Pilar Gómez Rodríguez

«Cuando digo que escoger matar inocentes para alcanzar nuestros fines es asesinato, estoy diciendo algo que generalmente se acepta como correcto». En 1956 Elizabeth Anscombe alucinaba con el hecho de que su universidad, Oxford, le fuera a conceder el doctorado honoris causa a Harry Truman, el expresidente de Estados Unidos, el que autorizó el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, y que no pasara nada. Y que la unanimidad fuera la tónica. Tendría que ser ella la que la rompiera. Ella, que había trazado la línea mental que va desde la firma de un papel hasta la destrucción masiva, que sabía de causas y efectos y que aquella decisión había significado muerte y destrucción atómicas cuando podía no haberse tomado, escribió un panfleto donde esgrimió sus razones. Porque esa decisión se tomó y ahí donde ella veía responsabilidad y asesinato, el resto disculpaba a un hombre en una posición difícil que había actuado por deber, evitando así mucho mal… No era cuestión de opinión ni de verdad, era cuestión de saber qué había que hacer y lanzarse a ello.

Aquello no había manera de encajarlo en los criterios de la Guerra Justa «que exigía el uso exclusivo de medios justos en el desarrollo de un conflicto. La matanza deliberada de civiles», escribía Anscombe, «es una matanza deliberada de inocentes: esto es, un asesinato«.

El pasaje, de gran trascendencia, tiene su justo protagonismo en el libro que el profesor de filosofía Benjamin J.B. Lipscomb ha dedicado al cuarteto de Oxford, ese es su título. Shackleton books no ha sido la única editorial en fijarse en la hazaña de las cuatro filósofas: Anagrama acaba de publicar Animales metafísicos de Clare Mac Cumhaill y Rachel Wiseman, dos «profesoras de filosofía y amigas», como se lee en la solapa, codirectoras de un proyecto académico online sobre las cuatro de Oxford: https://www.womeninparenthesis.co.uk El episodio que protagoniza Anscombe contra el reconocimiento a Truman, primero; contra la comunidad de Oxford y su filosofía, después; y, finalmente, contra todo el mundo que afirmaba que nada era malo ni bueno porque ya cada cual se lo monta en su interior, abre el libro y lo cierra, en el epílogo. Es importante.

Un «herbicida» para el pensamiento

Es el momento donde cristaliza la impugnación a la filosofía moral premoderna que venía haciendo Alfred Jules Ayer, divulgador en Oxford de las ideas del Círculo de Viena. Ayer sostenía que solo eran significantes las proposiciones que se pudieran confirmar o rebatir mediante la observación y aquellas sobre la lógica del lenguaje. Abundando en estas ideas, Richard Hare sometió el lenguaje moral al lenguaje, simplemente, aunque luego abrazó el utilitarismo. Al infierno la metafísica. Al carajo las ideas de bien, mal, dios y sus eternas disquisiciones. «Ayer fue en esencia destructivo», se lee en el libro de Shackleton. Un «herbicida», en el de Anagrama.

Eso les pareció también a las jóvenes idealistas que eran Iris Murdoch, Philippa Foot, Elizabeth Anscombe y Mary Midgley. Su estupor genuinamente filosófico, las cuestiones que se planteaban y que planteaban en un medio adverso y las ganas de pensar y de intervenir en el mundo las transformaron en una especie de Sócrates reencarnado. Ellas eran el tábano molesto porque «si la filosofía consistía en ‘lo que hacía Ayer’ ¿qué iba a poder decir sobre Franco y sobre Hitler?», escribe Lipscomb en El cuarteto de Oxford. Y ellas querían y tenían mucho que decir.

Ambos libros se detienen generosamente en las biografías de cada una de ellas. Procedentes de contextos muy distintos, coincidieron en un Oxford atípico donde los hombres habían sido llamados a filas y la educación la impartían «hombres mayores, refugiados, mujeres y objetores de conciencia», escriben Wiseman y Mac Cumhaill. De entre estos últimos, Donald MacKinnon causó una honda impresión en todas ellas: era el «polo puesto de Ayer […]. A él le preocupaba todo y veía sentido en todo». Recogía ejemplos de la actualidad, recortes de prensa y sostenía que la filosofía tenía que ver con aquello y debía ofrecer respuestas. De alguna manera las acompañó siempre, especialmente a Philippa Foot, quién llegó a afirmar «el me creó», y a Iris Murdoch, que, según confesó a un amigo por carta, creía que siempre estaría «un poco enamorada de Donald, digamos, al estilo de María Magdalena-Jesucristo«.

Filosofía y letras, tranvías y fontanería

Ese afán filosófico tan viejo, y tan nuevo siempre, por comprender el mundo cada una lo llevo a su terreno. Es posible que el nombre de Philippa Foot no diga demasiado a muchos lectores, pero seguro que la mayoría de ellos han oído formular el famoso dilema del tranvía, ese en el que te pone en el brete de dejar morir a cinco personas arrolladas por un tranvía que llega y no hacer nada o accionar la palanca y mandarlo a otro sitio donde morirá una. ¿Qué es lo bueno? ¿Qué es lo justo? Y finalmente, ¿tocarías el mando? El dilema es una crítica audaz y feroz al omnipresente utilitarismo y su defensa, tan lógica pero indefendible en ocasiones, del mal menor. Se olvida que el mal menor siempre es mal.

También desde la filosofía Elizabeth Anscombe, además de firmar la traducción canónica de las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, acuñó el término de consecuencialismo en su ensayo Filosofía moral moderna de 1958. Enseñó que algo no podía ser bueno si sus consecuencias eran nefastas y el mencionado caso de Truman y las bombas nucleares eran buen ejemplo de aquello.

Iris Murdoch se convirtió en una peculiar novelista, cuyas tramas y personajes se enredan a menudo en dilemas morales. Simone Weil fue crucial en este decantamiento: cuando en 1951 Murdoch dio unas charlas radiofónicas afirmando cosas como que «el único órgano de contacto con la realidad es la aceptación, el amor» o que «belleza y realidad son idénticas» no solo hablaba sobre ella, sino que unía su voz e intención a las de la pensadora francesa. Crítica literaria y de su tiempo, Murdoch fue la introductora «oficial» del existencialismo en Inglaterra y, de alguna manera, lo desmitificó. De la tan traída y llevada angustia dijo que era un «esnobismo contemporáneo» y vio ecos de las doctrinas que había rechazado, junto a sus compañeras de Oxford, en el planteamiento de un yo «libre y solitario» que avanza a golpe de decisión en un páramo sin «valores objetivos».

Mary Midgley, tras su paso por Oxford, también se dedicó durante muchos años a la crítica cultural. Leía y escribía sobre absolutamente todo, lo cual no hacía sino disparar sus vastos intereses. Al final regresó a la filosofía con un propósito que tenía que ver con todo aquello: quería encontrar las «continuidades entre los seres humanos y el resto del mundo». Su visón era global, integradora y la filosofía siempre estaba al fondo, como una especie de fontanería dedicada a «encontrar el origen de los atascos y bloqueos en las casas mentales de la gente», se lee en El cuartero de Oxford. Se convirtió en una conocida etóloga y convirtió su producción tardía en el origen de la ética animal y medioambiental contemporánea. Fue la única a la que los autores de los libros de Shackleton y Anagrama trataron personalmente. A ella le dedican las líneas más personales.

Mujeres piensan sobre mujeres

También fue Mary Midgley la única que planteo abierta y sistemáticamente la cuestión del género. Un guion para una charla en la BBC comenzaba con la afirmación contundente: «Casi todos los grandes filósofos europeos han sido solteros». Fue cancelado. Pero no la inquietud de su autora, que estaba convencida de que las características ambientales modelaban, de alguna manera, la forma y el contenido del pensamiento. Y tenía una teoría sobre ella misma que hacía extensible a sus colegas: «si había encontrado su voz como filósofa, fue solo porque había poquísimos hombres en Oxford en el momento en que empezó a estudiar filosofía», escribe Lipscomb, que prosigue: «Y sospechaba que lo mismo podía decir de sus amigas Foot y Murdoch. Recibieron una atención mayor por parte de mentores de la que podrían haber recibido una década después».

Tuvieron grandes diferencias en cuestiones importantes. En materia de religión, por ejemplo, Anscombe, siete hijos, ultracatólica se enfrentó a Philippa Foot, que tenía cargos de relevancia en Oxfam, cuando se enteró de que su organización promovía campañas de anticoncepción como parte de su trabajo de cooperación al desarrollo. En lo afectivo, Foot e Iris Murdoch, que se habían intercambiado amantes en la época en que compartían piso en Londres, acabaron intimando, lo que enrareció sus relaciones, pero los hilos fuertes que tejieron en Oxford no llegaron a cortarse. Murdoch le mostró su afecto cuando el marido de Philippa la abandonó porque quería tener hijos y ella no podía. Foot se repartió el trabajo (los alumnos) en la universidad con Anscombe, llevándose esta la mayor parte del dinero y sin que ni ella ni nadie se enterara.

Hicieron algo importante juntas: filosofía. Volvieron a pensar el mundo, cuando su mundo, el de la comunidad de Oxford, andaba ensimismado en los excesos del positivismo lógico y afuera hacía frío, o sea, guerra. Iris Murdoch, Philippa Foot, Elizabeth Anscombe y Mary Midgley señalaron, reflexionaron, escribieron y crearon. Si somos animales biológicos y de lenguaje, las filósofas de Oxford nos enseñaron que somos también —y quizá sobre todo— animales metafísicos.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2024-02-17/cuatro-filosofas-contra-mundo-cuando-ellas-dijeron-no_3826796/

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