Carlos Javier González Serrano: «Contaminamos a niños y jóvenes con los criterios adultos de utilidad y rentabilidad. Entrenarlos desde pequeños para ser productivos y eficientes olvida la meta principal de la educación: transmitir libertad»
Carlos Javier González Serrano
Entrevista a Carlos Javier González Serrano con motivo de la publicación de la segunda edición del libro de relatos infantiles El mundo según Lea. Cuentos para pensar (Beascoa, Penguin Random House).
¿Es tan importante que nuestros hijos no dejen de cuestionarse el mundo y nos hagan preguntas?
Es fundamental invitar a nuestros niños y niñas a tener una actitud de asombro ante el mundo que nos rodea. No consiste en enseñar filosofía, sino en fomentar la actitud filosófica. Son dos aspectos distintos. Mientras que la historia de la filosofía aporta herramientas conceptuales, eruditas e intelectuales para reflexionar sobre nosotros y nuestro entorno, la actitud filosófica no requiere conocimientos específicos, sino más bien aprender a desarrollar una manera de situarse ante la realidad: interrogadora, cuestionadora, asombrada. Los ojos de Lea son un símbolo de esta curiosidad innata de niños y niñas. Cuando crecemos, perdemos esta capacidad porque nos acostumbramos a cuanto nos rodea, nos adocenamos, caemos rendidos ante el ritmo vertiginoso de nuestras vidas. Una vida que no es pensada es una biografía que pierde su capacidad de ejercer la libertad responsablemente. Además, me gustaría resaltar, con contundencia, que estamos enfermando a nuestros niños y niñas y a los adolescentes y jóvenes al transmitirles cánones adultos de productividad y rentabilidad. Numerosos trastornos emocionales y conductuales que se padecen como adultos se deben a una infancia sujeta a cánones tiránicos que no permiten el juego, la libre interrogación o el diálogo abierto.
A veces sus ‘por qué’ nos resultan molestos y no sabemos cómo responder, ¿qué podemos hacer en esos casos?
Cuando somos pequeños preguntamos sin miedo a ser censurados por el porqué; después, como adultos, olvidamos deliberadamente esa capacidad. La filosofía fomenta una cultura de la pausa, la reflexión y el asombro. Deberíamos preguntarnos por qué no se nos enseña, desde pequeños, a encaminar nuestro pensamiento hacia una libertad y autonomía que perdemos de forma voluntaria cuando llegamos a la adultez. Haría mucho bien introducir más esta actitud filosófica, y en general las humanidades, en las aulas desde edad temprana. Contaminamos a nuestros niños y jóvenes con los criterios adultos de utilidad y rentabilidad. Entrenarlos desde pequeños para ser productivos y eficientes y convertir los colegios en expendedoras de empleados olvida la meta principal de la enseñanza y la educación: transmitir libertad.
Lo prioritario es alimentar la curiosidad natural de niños y niñas a través no tanto de respuestas definitivas como de nuevas preguntas. Por ejemplo, cuando nos preguntan por qué sale el sol todos los días o por qué la Tierra gira en torno al sol, podemos preguntarles por qué les interesa eso, qué les llama la atención, qué tienen de interesante esos hechos para ellos. Lo central es no coartar su capacidad innata para preguntar por cuanto les rodea, y por eso debemos eludir las respuestas típicamente adultas como “porque sí” o “porque lo digo yo”. Estas afirmaciones cierran cualquier tipo de posibilidad de intercambio de pareceres. Para niños y niñas, el diálogo es una herramienta prioritaria en su desarrollo cognitivo y emocional: si se les invita a hablar y a expresarse, mejorarán su capacidad lingüística y, por tanto, también sus herramientas emocionales, ya que contarán con más léxico para explicar su mundo y cómo lo ven y sienten a los demás.
¿Les estamos cortando e inhibiendo a nuestros hijos la capacidad de hacerse preguntas y de desarrollar un pensamiento crítico?
Y ello también desde la educación reglada. Introducir en colegios e institutos la tan mencionada “gestión emocional” sin antes dotar a los jóvenes de una conciencia crítica sobre la realidad que viven creará generaciones de adultos obsesionadas por adaptarse a condiciones vitales que, en muchas ocasiones, resultan invivibles. Las librerías están repletas de volúmenes que enseñan cómo desarrollar “resistencia psíquica” ante el malestar. Sin embargo, asociar la resistencia a una mera capacidad de adaptación, a un parachoques psicológico ante lo que nos venden como «inevitable», impide crear estrategias individuales y comunitarias de oposición a las estructuras que fomentan nuestro malestar.
No me gusta demasiado hablar de la expresión “pensamiento crítico”, y prefiero referirme a la mirada comprometida. Lo que debemos evitar es que niños y niñas piensen que existe una respuesta unívoca y definitiva para todos los asuntos de la vida. Es prioritario hacerles comprender que la vida no tiene un manual de instrucciones único, y que, a pesar de que como adultos debemos guiarlos, ponerles límites y enseñarles, eso no quiere decir que esté dicha la última palabra sobre cualquier tema. La filosofía, de hecho, es una continua aspiración a explicar, dilucidar y quizá alcanzar máximos que a lo largo de la historia de la humanidad nunca nos han abandonado, como la verdad, la justicia, el bien o la belleza. No se trata de aportar respuestas definitivas, sino de brindar apoyo intelectual y emocional para que se sientan con la confianza suficiente para preguntar. Escuchar la voz y las inquietudes de niños y niñas es muy importante para conocer cómo perciben el mundo y qué puede estar fallando en nuestra unilateral visión de adultos.
Con el paso de los años perdemos esa capacidad de asombro, de curiosidad y en definitiva ese alma de niños. ¿Hay solución?
No es que la filosofía sea una panacea para afrontar nuestros problemas, porque, para empezar, si la filosofía puede jactarse de algo es por saber elegir la pregunta adecuada ante cada hecho del mundo. El punto central de la filosofía es que no teme preguntar. Explicó Arthur Schopenhauer que “la filosofía es el valor de no guardarse ninguna pregunta en el corazón”, una visión que comparto enteramente. Ahora bien, para que esas preguntas surjan necesitamos un horizonte de confianza en el que niños y niñas no tengan miedo para interrogar y cuestionar. Además, compartir nuestras inquietudes enriquece nuestro mundo, nuestra manera de ver, sentir y pensar la realidad. La filosofía no es tanto una respuesta como una forma de vida comprometida con pensar y ahondar en los retos de nuestro entorno. A este respecto me preocupa mucho la hiperestimulación de nuestro entorno y, de su mano, la pérdida de ciertas habilidades cognitivas. No sólo niños y niñas, sino también adolescentes, jóvenes y numerosos adultos aseguran tener cada vez más dificultades para concentrarse en el ejercicio continuado de la lectura. Una forma muy efectiva y enriquecedora de recuperar este hábito es leer en voz alta y acompañados: somos seres narrativos, nos gusta compartir historias. Lo prioritario es readueñarnos de nuestra atención. Resuenan aquí algunas palabras de Michael Ende en Momo, que siempre recuerdo: «cada ser humano tiene su propio tiempo y sólo mientras siga siendo suyo se mantiene vivo».
¿Nuestros hijos son grandes filósofos y no lo sabemos? ¿Hemos de aprender de ellos? ¿Cómo pensar la realidad, como defiende en su exitoso libro para adultos, el ensayo Una filosofía de la resistencia (Destino, 2024)?
Son numerosos los pensadores y poetas que han ensalzado y casi divinizado la infancia como periodo dorado de nuestra vida. Sin embargo, esto tiene sus riesgos. Salir de la minoría de edad, en términos kantianos, es fundamental, es decir, necesitamos llegar a alcanzar nuestras propias convicciones y madurar intelectual y emocionalmente. Ahora bien, lo que nos aporta la mirada filosófica es a no dar por definitivas ninguna de esas convicciones. En esto soy más de Heráclito que de Parménides: toda biografía se da en una permanente tensión de contrastes que rara vez alcanza un equilibrio. Este equilibrio podemos llegar a alcanzarlo, pero entonces un nuevo varapalo afecta nuestra vida y de nuevo nos coloca a la intemperie, es decir, en la necesidad de pensar quiénes somos, qué deseamos, hacia dónde nos encaminamos. Por eso, el pensar filosófico también aporta herramientas emocionales con las que enfrentarnos al mundo, porque nos enseña que nada es fijo, que todo está sujeto al cambio y que, en cualquier momento, lo que llamamos seguridad puede convertirse en incertidumbre o inseguridad. No consiste en volver a ser niños, sino en no olvidar el asombro, la curiosidad y, sobre todo, el ahínco irreprimible por preguntar por el porqué de cuanto nos rodea. Hay un poema de Gloria Fuertes, a quien tanto leí yo en mi infancia, que dice: «La gente corre tanto / porque no sabe dónde va, / el que sabe dónde va, / va despacio / para saborear / el ‘ir llegando’».
¿Con nuestros hijos podemos hablar de absolutamente todo? ¿Qué tenemos que tener claro para hacerlo y qué errores debemos evitar?
Es un asunto en el que psicólogos y psicopedagogos no acaban de ponerse de acuerdo. En primer lugar, porque cada niño o niña sigue su propio desarrollo madurativo: no todos somos iguales en aptitudes y habilidades, y por eso es tan importante enseñar (y educar) en la diversidad siempre que haya recursos efectivos para ello. En segundo lugar, hay preguntas que surgen antes o después que otras dependiendo de los acontecimientos que cada niño vive. Por ejemplo, si fallece uno de los abuelos, aunque el niño no haya nunca pensado en ello, puede que nazca en él naturalmente la pregunta de qué significa la muerte, qué significa que alguien ya no está. En este caso, lo mejor es, sobre todo, no eludir la pregunta. Aunque contestemos con una metáfora, debemos dar respuesta a su inquietud, siquiera escuchando sus dudas y zozobras. Generalmente, a partir de los cinco o seis años surge definitivamente el interrogante por la muerte como hecho ineludible, aunque haya estado antes en su cabeza, y a partir de los ocho o nueve ya comprenden que se trata de un hecho consustancial a la vida.
Lo importante es no tener miedo a enfrentar las preguntas que nos lanzan. Niños y niñas deben poder pensar y preguntar en un entorno de seguridad afectiva y emocional. La tarea de la enseñanza (en centros educativos) y de la educación en cada unidad familiar no debería centrarse exclusivamente en preparar para aprobar exámenes y en crear una masa acrítica de graduados bien dispuestos para el mercado laboral, sino en transmitir una insoslayable pasión por conocer que desemboque en un pensamiento independiente.
Deberíamos pensarnos también como adultos, qué hacemos en nuestro día a día. Debemos tener en cuenta que la primera pauta de aprendizaje por parte de niños y niñas es la imitación. La violencia y hostigamiento que se respira, por parte de adultos, en redes sociales debe hacernos reflexionar sobre qué pautas de conducta estamos tipificando, normalizando y transmitiendo. Si se impone la violencia y la agresividad, el pensar será visto muy pronto como algo accesorio, prescindible e incluso risible.