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David Hume

David Hume: la cumbre del empirismo

Nacido en plena Ilustración, la filosofía de Hume tuvo en su núcleo la lucha contra el dogmatismo y las supersticiones. Su crítica a la noción de causa, a la noción del yo y a los milagros, entre otras muchas, devolvieron a la filosofía al suelo firme de la experiencia después de siglos especulativos de alto vuelo dogmático. Repasamos las diez claves fundamentales para entender el pensamiento de este autor.

Por Javier Correa Román

David Hume nació el 26 de abril de 1711 en Edimburgo, la capital de Escocia (Reino Unido). Hijo de una familia escocesa de terratenientes, las preguntas filosóficas insuflaron a su alma una curiosidad desmedida desde que era apenas un niño. Las lecturas de los clásicos (como Cicerón o Virgilio) le mordieron siendo ya joven y le llevaron a abandonar su carrera en el derecho para dedicarse únicamente al pensamiento.

Con 23 años, recién tomada la decisión de dedicarse a la filosofía, Hume abandonó su país natal y se trasladó a La Fléche, Anjou (Francia), donde, con una vida austera y dedicada al estudio, completó su primera gran obra y que hoy en día se considera su libro más importante: el Tratado de la naturaleza humana. Este tratado, cuyos aciertos filosóficos se ven empañados por su tosquedad literaria y su desorden expositivo, no levantó siquiera el «murmuro de los fanáticos», como escribió Hume en su autobiografía.

Decepcionado por el poco éxito de su Tratado, y convencido de la valía de sus descubrimientos, Hume escribió varias obras (Investigación sobre los principio de la moral o Investigación sobre el conocimiento humano, por ejemplo) para divulgar el contenido de su primer libro. Lamentablemente, estos escritos tampoco generaron la resonancia deseada. Su ambición se estrelló una vez más cuando, tras publicar los Ensayos sobre moral y política en 1742, solicitó una cátedra en la Universidad de Edimburgo que no le fue concedida.

Con cierta desilusión por la poca acogida de sus trabajos filosóficos, en los años siguientes Hume se dedicó a la tarea historiográfica, publicando la Historia de Inglaterra, de seis volúmenes, entre 1754 y 1762. Con esta obra, Hume alcanzó un éxito relativo que no obtuvo con sus anteriores trabajos y gozó medianamente de la fama literaria con la que soñó desde el principio.

El sosegado éxito que alcanzó en su país natal contrastó con la resonancia y la acogida que su obra tuvo en Francia. Allí, en pleno auge de los philosophes, sus textos encajaron a la perfección con las peculiaridades de la Ilustración francesa. Después de vivir unos años en el país galo, Hume vuelve a Edimburgo en 1768 y muere allí en 1776. En su epitafio, dejó escrito lo siguiente: «Nacido en 1711, muerto en 1776. Dejo a la posteridad que añada el resto». Fue Kant, sin duda, el que avivó el interés por su obra al declarar que leer a Hume le «despertó de su sueño dogmático». Veamos 10 claves para que nos despierte también a nosotros.

1 Filosofía de Hume y la Ilustración

Para comprender la filosofía humeana, es necesario tener en cuenta, en primer lugar, que la vida de Hume corre paralela al movimiento ilustrado. El siglo de Hume es el siglo es el siglo de las luces, el siglo de la lucha contra las supersticiones, el dogmatismo y la apuesta por una ciencia secular y racional.

A pesar de que a su muerte Hume fue leído como un escéptico radical, como un filósofo que desechó todo conocimiento seguro, la duda que Hume presenta en sus escritos no es una duda total, sino la duda propia de la Ilustración. Hablamos, entonces, de una duda renovadora, necesaria para arrancar siglos de escolástica dogmática de una filosofía que empezaba a perder frescura y ligereza. La duda de Hume es una duda sana, llena de vida y deseo, con el férreo objetivo de desechar todo lo que sean supersticiones infundadas (incluidas las supersticiones filosóficas).

Por estos motivos, la lucha contra las supersticiones que llevó a cabo la Ilustración bajo la bandera del método científico y el racionalismo tuvo en Hume su mejor exponente. La crítica humeana a los milagros y a las nociones filosóficas no fundadas en la experiencia, que veremos en los siguientes puntos, dan buena muestra de ello. A su vez, la aspiración liberal de los ilustrados, que buscaban acabar con la imposición absolutista, encuentra en los escritos de Hume un liberalismo renovador.

Así todo, exclamar que Hume supuso la cumbre de la Ilustración escocesa está fuera de toda hipérbole. De hecho, con sus textos, mostró la profundidad y el alcance del movimiento ilustrado más allá de Francia, región que siempre se considera epicentro de las luces de la razón. En fin, en su filosofía, Hume supo aunar el espíritu emancipador de su siglo con la corriente filosófica anglosajona de su tiempo: el empirismo.

Hume es, sin ápice de exgeración, el máximo exponente de la Ilustración escocesa. Su lucha contra el dogmatismo y su apuesta por el liberalismo son claros signos de que Hume era un escritor de su tiempo, el siglo de las luces

2 Empirismo

El empirismo fue una corriente filosófica que se desarrolló en la época moderna y que tuvo como primera figura fundamental a John Locke. El empirismo colocó a la experiencia como fuente de todo conocimiento, en creciente oposición con el racionalismo —dogmático según los empiristas— que triunfaba a comienzos de la Modernidad (y que incluía a autores como Descartes o Leibniz, aunque también a otros como Spinoza).

Así todo, los empiristas se caracterizaron por defender que las ideas de nuestra mente son, en realidad, copias de las impresiones de los sentidos y que, por tanto, la experiencia es fuente de todo conocimiento. Esta postura choca frontalmente con el espíritu racionalista que, según los empiristas, buscaba el conocimiento verdadero en las ideas innatas, en razonamientos abigarrados o en demostraciones barrocas llenas de conceptos abstractos. Este giro empirista respecto al racionalismo continental, liderado por los filósofos ingleses, encajaba perfectamente con la naciente revolución científica y dio solidez filosófica al método científico.

Sin embargo, entre el empirismo y el racionalismo moderno no solo hubo diferencias. Por ejemplo, los filósofos empiristas heredan de Descartes la primacía de la epistemología frente a la ontología, es decir, los empiristas también creen que primero tenemos que preguntarnos qué podemos conocer para, una vez contestada esta pregunta, preguntarnos por la realidad y el mundo. Rechazaron de Descartes, en cambio, la búsqueda de la verdad en los movimientos de la razón y en las ideas innatas. Respecto a estas últimas, se preguntarán los empiristas: ¿cómo puede una persona ciega tener en su mente la idea de rojo? Todas las ideas, creen los empiristas, derivan de los sentidos.

Además, y esto lo heredará el método científico hasta nuestros días, la filosofía empirista rechaza la deducción (partir de principios generales para llegar a casos particulares) como método de conocimiento. El conocimiento del mundo, dicen estos autores, debe realizarse desde la inducción (aunque presente también ciertos problemas). Es decir, el conocimiento del mundo debe partir del estudio de la realidad particular y, de ahí, se pueden extraer ciertas sentencias generales.

3 Impresiones e ideas

«Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas». Así empieza el libro primero del Tratado de la naturaleza humana, la primera obra de Hume. Según el filósofo escocés, las impresiones son las percepciones de los sentidos (como cuando miramos un vestido rojo) y las ideas son copias de las impresiones (como cuando cerramos los ojos y pensamos en ese vestido rojo).

Esta distinción entre impresiones e ideas abarca, escribe Hume, la totalidad de los fenómenos de la mente. De esto se deriva, como buen empirista, que no hay idea alguna en nuestra cabeza que no haya sido previamente una impresión captada por los sentidos internos (por ejemplo: hambre, frío o deseo) o externos (por ejemplo: vista, gusto u olfato). Todas las ideas nacen de una impresión previa y, por tanto, sin experiencia, no hay conocimiento.

¿Qué ocurre entonces cuando pensamos en un unicornio? ¿No es acaso una idea que no deriva de una impresión procedente de los sentidos? Para explicar la formación de las ideas que no son reales, es decir, ideas de objetos o seres que no hemos visto en la realidad, Hume recurre al libre juego de la imaginación. La facultad humana de la imaginación mezcla ideas de nuestra mente (cuerno y caballo, en este caso) para crear ficciones, ideas que no derivan totalmente de la experiencia. Pero la imaginación nunca inventa algo radicalmente nuevo, sino que mezcla impresiones. En otras palabras, la imaginación se caracteriza por juguetear, mezclar, hacer collages, pero no trasciende totalmente el campo de la experiencia.

En fin, la distinción entre impresiones e ideas articula toda la filosofía humeana y es la base de todas sus críticas y propuestas. Considerada esta distinción por Hume como un hecho evidente e indudable, recurrió a ella cada vez que pretendió articular nuevas concepciones o desmontar concepciones clásicas de la filosofía. Con la distinción entre impresiones e ideas, Hume se propuso examinar todas las nociones de la filosofía tradicional para ver si derivan de la experiencia o, en caso negativo, examinar cuál es su origen. Una de las nociones que sometió a este examen empirista es la idea de causalidad.

4 Causa

Antes de examinar críticamente desde el empirismo la noción de causa, Hume necesita esclarecer primero qué es la causa, es decir, qué queremos decir cuando hablamos de causalidad. Después de un riguroso análisis en el Tratado, Hume llega a la conclusión de que afirmamos que un elemento es causa de otro cuando observamos dos fenómenos (causa y efecto) contiguos en el que uno precede a otro temporalmente. Cuando esta observación se repite en el tiempo, y vemos repetidamente que un fenómeno sigue al otro, establecemos una conexión necesaria entre ellos, de tal forma que —pensamos— si volviéramos a percibir la causa esperaríamos percibir el efecto.

Veámoslo mejor con un ejemplo. Cuando toco el fuego (percepción 1), después siento dolor en el dedo (percepción 2). Creemos que una percepción es causa de la otra (es decir, que me duele el dedo porque he tocado el fuego) cuando creemos que son dos percepciones que necesariamente tienen que ir juntas. Sería absurdo pensar que quizá toquemos un día el fuego y no nos quememos, ¿verdad? Esta es la noción de casualidad: dos fenómenos contiguos en el que el efecto sigue necesariamente a la causa.

El núcleo del empirismo humeano se encuentra resumido en el comienzo de su Tratado: «Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas»

Hume no problematiza ninguno de los dos fenómenos, pues ambos cumplen la regla empirista: de ambos (tanto del fuego como del dolor) tenemos experiencia, hallamos impresiones. Sin embargo, dice Hume, ¿podemos percibir la necesidad que une a ambos fenómenos? Captamos las dos percepciones (fuego y dolor) y su contigüidad (su estrecha relación temporal), pero ¿cómo podemos estar seguros de que mañana nos quemaremos? Si todo conocimiento parte de la experiencia, ¿no es la noción de necesidad una idea que no deriva de la experiencia? ¿Es que acaso se puede percibir la necesidad? Si limitamos el conocimiento a la experiencia debemos, entonces, rechazar esa noción de necesidad, pues nunca hemos tenido impresión de ella. Tan sólo percibimos el fuego y el dolor, nada más.

Para Hume, la causalidad es un fenómeno psicológico, es decir, a medida que vemos que dos fenómenos van relacionados uno detrás de otro, nuestra mente, y por hábito, empieza a establecer que uno es causa del otro. Así, nuestra mente empieza a pensar que es probable que si pasa uno, entonces pase el otro. Esta probabilidad que augura nuestra mente continúa en nuestro entendimiento hasta que, después de varias sucesiones, nuestra mente da el paso a la necesidad: sin uno no hay otro, si toco el fuego, siempre me quemaré.

Pero sobre la necesidad en el mundo real no podemos pronunciarnos, dice Hume, porque no podemos percibir la necesidad que adscribimos a los fenómenos. Es muy probable que nos queme le fuego mañana, pero podría no hacerlo, argumenta Hume, porque no tenemos experiencia del lazo que une ambas percepciones. Hay que evitar dar peso a las ideas que no se fundamentan en la experiencia y la necesidad, base de la causalidad, es una de ellas.

5 El yo

Otra de las nociones que examina Hume bajo la lupa empirista es la noción del yo. Clásicamente, el yo, la identidad de cada uno, se ha concebido como la sustancia que permanece tras los cambios. Es decir, esté enfadado o esté alegre, clásicamente se ha creído que hay una substancia (Javier) que permanece, aunque algunos estados cambien.

La crítica que hace Hume a la idea del yo es similar a la que realiza a la noción de causa. ¿Tiene la noción de yo una impresión correspondiente? Es decir, si todo conocimiento parte de la experiencia ¿tenemos experiencia de nuestro yo? Cuando buceo en mí, ¿percibo a Javier? ¿Percibo esa sustancia?

La respuesta de Hume es negativa. Podemos tener, dice el filósofo escocés, a lo sumo impresiones particulares: percibo el Javier hambriento o el Javier enfadado, pero no la percepción de la sustancia de mi identidad. Es decir, y en palabras de Hume, tenemos un haz o manojo [bundle] de impresiones, pero nunca tenemos una impresión que trasciende esa particularidad. En román paladino: nunca percibimos nuestra identidad, sino, y a lo sumo, cómo nos sentimos en un momento determinado.

6 El problema de la inducción

En lógica clásica hay dos formas principales de razonamiento que nos pueden aportar nuevo conocimiento: la deducción y la inducción. La deducción consiste en extraer una conclusión particular («Sócrates es mortal») a partir de premisas generales («Todos los hombres son mortales»). La inducción, en cambio, se caracteriza por el camino inverso: extrae conclusiones generales («La madera es inflamable») a partir de premisas particulares («Hemos quemado muchas maderas y hemos visto que todas prenden»). Como es sabido, el razonamiento inductivo es el razonamiento usado por el método científico, que realiza múltiples experimentos particulares para extraer conclusiones de alcance general.

Según todo lo dicho hasta aquí del empirismo humeano, es fácil advertir los problemas de la inducción que Hume va a denunciar. Al igual que ocurre con la noción de causa (que añadía la necesidad a las percepciones de la mente), la inducción es un paso que va allende la experiencia, un paso que trasciende lo que experimentamos.

Con ejemplos lo podemos ver de forma más clara. Aunque todas las maderas que hemos probado hayan prendido, no podemos estar totalmente seguros de que todas las maderas del universo sean así. O viéndolo de otra forma, el problema de la inducción consiste en observar una serie de pájaros verdes (por ejemplo, cien o mil) y extraer de ahí la conclusión de que todos los pájaros del mundo son verdes.

Es cierto que un número alto de casos, por ejemplo, un millón de pájaros, podría darnos un suelo epistémico relativamente estable para hacer tal afirmación general, pero ¿no es un salto demasiado grande afirmar algo así de todos los pájaros? El límite del conocimiento, no se cansará de repetir Hume, es la experiencia. Trascender este límite nos lleva a dogmatismos y fanatismos. Lo sumo que podemos decir es que cien pájaros (o el número que hayamos visto) son verdes y, quizá, y tan solo quizá, los demás lo sean, aunque no es algo que sepamos con certeza.

Para Hume no tenemos impresión alguna de nuestra identidad, únicamente percibimos manojos de impresiones particulares

7 Sentimentalismo

El empirismo epistemológico de David Hume tiene, como no podía ser de otra forma, profundas y marcadas consecuencias en otros ámbitos filosóficos. Dos de ellos de fundamental importancia son la moral y la estética. Ambas disciplinas presentan, después de la crítica empirista, el problema de su fundamentación: ¿cómo hablar de la moral si no tenemos impresión alguna del bien? O, en el caso de la estética, de todo lo que vemos en el cuadro, ¿cuál de esos elementos de la representación corresponde a la belleza? En fin, ¿cómo hacer una moral y una estética empiristas que no abracen conceptos vacíos, conceptos no basados en la experiencia?

La solución de Hume consiste en colocar a los sentimientos (que sí pueden vivirse y de los cuales tenemos experiencia) como fuente epistemológica en relación a la moral y a las artes. Así, el bien para Hume no es otra cosa que el sentimiento de aprobación que sentimos hacia las acciones de los demás. En otras palabras, decir que algo es bueno equivaldría a decir que esa acción nos agrada. ¿Podemos hacer ahora una moral empirista? Por supuesto, se tratará de examinar cuándo y en qué situación emerge este sentimiento (del que sí tenemos experiencia).

Lo mismo ocurre respecto a la belleza. Esta no es una cualidad de los objetos, no consiste en aquella línea o en aquella combinación de colores, sino que, para Hume, la belleza es una sensación de agrado que nos recorre cuando observamos los objetos. Dice Hume a este respecto en el Tratado:

«Euclides ha explicado completamente todas las cualidades del círculo; pero no ha dicho, en ninguna proposición, una palabra de su belleza. La razón es evidente. La belleza no es una cualidad del círculo. Es solo el efecto que esa figura produce sobre la mente».

Con esta solución sentimentalista, Hume roza peligrosamente el sendero del relativismo. ¿Cómo debatir con alguien que siente que lo que hace está bien o que asegura que un bello cuadro impresionista le desagrada? Hume nunca andará este camino relativista, que, sin embargo, es obvio que se deriva de sus escritos, y tratará de buscar una solución intermedia en textos como Sobre la norma del gusto.

Es problemático trascender la experiencia con la inducción. Aunque todos los pájaros que hayamos visto vuelen, nunca podemos dar el paso epistemológico para afirmar que «todos los pájaros vuelan». Siempre puede haber un pájaro desconocido por nosotros que no vuele

8 La razón debe ser esclava de las pasiones

Muy en relación con su sentimentalismo estético y moral, hay una sentencia de Hume que ha hecho historia: «la razón es y solo debe ser esclava de las pasiones». ¿Qué quiere decir esta célebre frase tantas veces manida y malinterpretada?

Hume es un crítico de la razón instrumental avant la lettre. El filósofo escocés muestra en el Tratado que la razón únicamente puede dirimir distintos medios para determinados fines, pero que no puede escoger entre diversos fines. Dicho de otra forma: la razón actúa cuando pensamos cómo ir al cine, si en bicicleta o andando, si por un camino o por este otro, pero la decisión de ir al cine, en vez de estudiar, no es una decisión racional, sino meramente pasional, de nuestras emociones.

En los escritos de Hume, la razón discierne entre los medios y sus cálculos, pero no entre los fines de la voluntad. De esto se deriva que los fines (estudiar o ir al cine) tan solo pueden considerarse irracionales como medios respecto a otro fin mayor (sacarme la carrera de medicina), pero que, en sí mismos, no son ni racionales ni irracionales. De ahí otro célebre y polémico pasaje humeano:

«No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a rascarme el dedo. No es contrario a la razón que yo elija mi ruina total, para prevenir el menor desasosiego de un indio o persona enteramente desconocida para mí. Es igualmente poco contrario a la razón preferir incluso mi propio bien menor reconocido a mi mayor, y tener un afecto más ardiente por el primero que por el segundo».

9 La falacia naturalista

Si seguimos explorando la riqueza filosófica del Tratado, nos encontramos con un pequeño pasaje que ha desencadenado en la historia de la filosofía ríos de tinta, especialmente en la filosofía analítica del último siglo, y que creemos que merece un puesto en la lista de diez claves para entender el pensamiento de este autor. El pasaje es el siguiente:

«No puedo dejar de añadir a estos razonamientos una observación que, tal vez, pueda tener alguna importancia. En todos los sistemas de moralidad con los que me he encontrado hasta ahora, siempre he observado que el autor procede durante algún tiempo de la manera ordinaria de razonar, y establece la existencia de un Dios, o hace observaciones sobre los asuntos humanos; cuando de repente me sorprendo al encontrar que, en lugar de las cópulas usuales de las proposiciones, es y no es, no encuentro ninguna proposición que no esté conectada con un deber o un no deber. Este cambio es imperceptible; pero es, sin embargo, de última consecuencia».

Moore, en su libro Principia Ethica de 1903, llamó falacia naturalista a esta trampa intelectual denunciada por Hume. La falacia naturalista consiste en pasar del ser al deber ser. Este paso en los razonamientos, que puede parecer legítimo, no está justificado en sí mismo, como denunció Hume. Es decir, no se puede deducir la moral de la realidad.

Lo vemos en un ejemplo. Del hecho de que los hoteles estén llenos (juicio de la realidad, juicio sobre el ser) no se deriva que haya que construir más hoteles (juicio moral, juicio sobre el deber ser). Una vez señalado parece evidente la trampa, pero darnos cuenta de esto abre nuevos problemas: ¿de dónde derivan entonces los juicios morales?

«No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a rascarme el dedo. No es contrario a la razón que yo elija mi ruina total, para prevenir el menor desasosiego de un indio o persona enteramente desconocida para mí. Es igualmente poco contrario a la razón preferir incluso mi propio bien menor reconocido a mi mayor, y tener un afecto más ardiente por el primero que por el segundo». Hume

10 La crítica a la religión

Aunque la vehemencia de la prosa debía ser comedida por la censura religiosa, la filosofía de Hume es claramente anticlerical y atea. El empirismo de Hume no permite afirmar que exista Dios, pues si todo conocimiento deriva de la experiencia, entonces ¿cómo fundamentar la fe en un ser del cual no tenemos impresión alguna?

Podría objetarse que la experiencia de Dios en la Tierra se halla en la experiencia de los milagros, verdadero rastro de la esencia divina. Sin embargo, cree Hume, los milagros son fruto de la mente humana y su facilidad para ver allí donde no hay nada. Cuando observamos un suceso que creemos increíble, ¿cómo podemos estar seguros de que no es un suceso propio de la naturaleza humana que, sin embargo, y por ser poco frecuente, desconocemos sus causas o es simplemente novedoso para nosotros?

Pensemos en los eclipses, por ejemplo. Es fácil ver su carácter único y la facilidad que podría tener la mente humana que no ha visto ninguno para pensar que se debe a un milagro y a una anomalía, pero lo que ocurre en realidad no corre fuera del curso de las leyes de la naturaleza.

Y aunque pasará algo realmente extraordinario, algo que realmente no supiéramos explicar, ¿por qué le damos a un caso (el milagroso, el extraordinario) mayor peso epistemológico que al resto de miles de observaciones que hemos realizado en nuestra vida cotidiana? ¿Por qué dudar de todo lo visto hasta ahora por un simple fenómeno que no se ha repetido más? Además, ¿no es curioso que los milagros se hayan dado con mayor frecuencia en regiones analfabetas o en épocas de menor acceso a la cultura? Esta cita de Hume sigue presente:

«Las ventajas de empezar una impostura entre gentes ignorantes son tan grandes que, aunque el engaño sea demasiado burdo como para imponerse a la mayoría de ellos (lo cual ocurre, aunque no con mucha frecuencia), tiene muchas mayores posibilidades de tener éxito en países remotos que si hubiera comenzado en una ciudad famosa por sus artes».

Fuente: https://filco.es/filosofia-de-hume-10-claves/

Javier Sádaba

¿Cómo debería ser una ética universal?

Se juega en la liga de las decisiones y ahí juega un papel decisivo la opción entre un hedonismo autosuficiente o una vida felizmente solidaria

Javier Sádaba

La ética se está haciendo y rehaciendo siempre. Una ética hecha para siempre no es posible. Los que tenemos las raíces en lo más natural y las ramas en la cultura estamos en un continuum que no se puede cortar. Podemos señalar tramos e idear futuros. Desde ahí voy a mostrar brevemente que entiendo por ética universal para todos.

Se suele distinguir entre ética y moral diciendo que mientras la moral es relativa a una determinada cultura la ética es transversal a todos los códigos culturales. Pero, antes de ver cómo se pasa de lo que relativo a lo que valdría universalmente, es necesario aclarar quién es el sujeto de esas acciones que consideramos buenas o malas. Y ahí tropezamos con la definición de quién es un ser humano. La primera respuesta que hay que dar es que esa definición solo es válida respecto a lo que ahora sabemos sobre nosotros mismos. En caso contrario caemos o en error esencialista que habla anacrónicamente de una esencia humana inmutable o en la ingenuidad de los que creen que la ciencia nos revelará algún día lo que somos. Lo primero peca de viejo y lo segundo de pueril.

Nuestros conocimientos siempre son modificables, probabilísticos y sujetos a los datos que se aporten. Intersubjetivamente. Y ahí el humano aparece con características que varían respecto a describir lo que somos hoy. Tales características las vamos depurando en función de la experiencia histórica y los hechos que descubre la ciencia. Y en una parte del mundo que llamamos occidental pensamos que hay un núcleo de simetría entre los que poseemos lenguaje articulado e intercurso sexual reproductivo. Y que tal simetría posibilita la libertad que nos hace responsables de nuestros actos. El núcleo está rodeado de fronteras desdibujadas. Y eso nos hará dudar muchas veces de lo que pertenece al conjunto de los humanos y de los que sufren. Es desde ahí desde donde nace el primer y fundamental impulso ético-moral.

Somos duales como los hemisferios cerebrales. Nos movemos entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Todas nuestras acciones consisten en elegir algo rechazando otra u otras posibilidades. En nuestro más profundo yo y de manera más o menos explícita elegimos ser uno mismo por encima de los demás o ser uno con los otros. Elegimos el hedonismo autosuficiente o la vida felizmente solidaria. Esta segunda elección nos lleva a la posibilidad de una ética universal. Yo la deseo y es donde se construye una ética en cuanto tal. Lo veo tan difícil que tal vez no se consiga nunca. Sobre todo porque no todos querrían poner lo mismo en el núcleo que todos aceptemos. Pero se trata de una meta sensatamente utópica, de un deseo, de una orientación, de un paso hacia la consumación de la mentada simetría.

Desde lo dicho añado algo más sobre cómo se configuraría mi ética del presente con la mirada en ese futuro más feliz. Creo que esa ética ha de apoyarse en la gran política, en una institución también universal y que tenga la fuerza suficiente para ser la muleta de la vida ético-moral. Y más concretamente que respete el deber de no dañar y anime a que más allá de tales deberes se genere el mayor bien posible. Así se construiría una vida buena. Pueden poner muchos reparos. Por ejemplo que la debería completar más. Por supuesto, solo se trata de un esbozo. O que no acaba de darnos la clave para actuar así. Por supuesto no es una receta. Y les recomendaría que se acordaran de Gilgamesh, ese rey de Uruk que después de constatar que no era posible la inmortalidad se conformó con su mortalidad. Y si no que lean, estudien y hagan otras propuestas.

Fuente: https://blogs.elconfidencial.com/cultura/tribuna/2023-10-25/como-deberia-ser-una-etica-universal_3755284/

Ralph Waldo Emerson: naturaleza trascendente y resistencia existencial

Gonzalo Pernas

De unos años a esta parte, el interés por Naturaleza (Nature, 1836) texto de Ralph Waldo Emerson (1803-1882) ha experimentado un significativo auge. Señas inequívocas de insostenibilidad medioambiental, e incluso la posibilidad de colapso del modelo desarrollista de nuestras sociedades, han revitalizado igualmente a Henry-David Thoreau, con su clásico Walden (1854), integrado en la nueva Nature Writing –a pesar de las diferencias de talante y sensibilidad respecto a los autores y autoras actuales. Thoreau desarrolló su obra bajo el influjo y la atmósfera del trascendentalismo norteamericano, que no fue exactamente una escuela, sino una efervescencia intelectual que se aglutinó en torno a la figura de Emerson y que se vertebró en la revista The Dial. Rompemos el hielo con el creador moderno del diario de cabaña, ya un cliché libresco, por haber sido la vía de acceso de muchos lectores bisoños a Nature: el manifiesto de Emerson que nunca terminó de llegar al gran público, quizá por su gravedad, quizá por la rebeldía que su discípulo sí supo insuflar al naturalismo norteamericano.

Si hubiese que explicar con sencillez en qué consiste el planteamiento emersoniano, podríamos decir que concibe la Naturaleza como una materialización espiritual, como el cuerpo multiforme y fenoménico de una realidad preexistente y digamos– posexistente. Por supuesto, bebe de muchas y muy dispares fuentes, que van desde el mundo clásico o los profetas de las grandes religiones hasta los idealistas alemanes, y todo ello sin olvidarnos de Swedenborg, por quien Emerson profesó una admiración tan singular como los escritos del propio místico sueco. El clima puritano de Concord, Massachusetts, también imprime un carácter muy concreto a la literatura trascendentalista, especialmente la vertiente unitaria de la que el propio autor participó como pastor antes de una renuncia acaso inevitable. Este sincretismo por otra parte, tan protocontemporáneo es uno de los rasgos más importantes tanto de Nature en particular como del estilo trascendentalista, caracterizado por un tono asermonado y socorrido por referencias libres y a veces licenciosas. No es una exageración otorgar a Emerson y colegas la invención de un género ensayístico totalmente nuevo, así como el arquetipo del intelectual que habría de escribirlo: The American Scholar, aludiendo a la conferencia homónima que dio en Harvard en 1837.

Ante el que es uno de los grandes problemas filosóficos universales, el de la oposición entre trascendencia e inmanencia, el pensador de Nueva Inglaterra se posiciona en la primera. A diferencia de posteriores escritores de Naturaleza tan materialistas como Edward Abbey (1927-1989), que aseguró que la roca era simplemente roca el expastor acuñó una versión bastante particular del idealismo alemán. El hecho de no haber construido un sistema de pensamiento abstruso y sistemático, a priori una debilidad como filósofo, supone a posteriori su gran aportación al estado de la cuestión. La rigidez kantiana nunca hubiese permitido a nuestro protagonista llegar a los recovecos existenciales a los que llegó: su ingenuidad es su fuerza, su confianza casi ciega en el pensamiento analógico su principal virtud, y en su escritura –clara y fluida– reside su perennidad; la misma que cautivo a Borges, que gustaba de hablar de Emerson siempre que tenía ocasión. Con todo esto se relaciona, además, otra diferencia importante respecto al pensamiento que el trascendentalista importó del Viejo Continente: él no fue tan científico.

En la introducción a una de las ediciones españolas de Nature (Naturaleza. José J. de Olañeta, 2007), Antonio Antón Pacheco incide en que “en la obra de Emerson no hay ni rastro de Naturphilosophie“. Va más allá de esa falta de interés específico por las ciencias “fundamentalmente medicina y geología» para subrayar que, en el bostoniano, de hecho, “encontramos una crítica a la ciencia y a la técnica como instrumentos de alienación del ser humano y de alejamiento de este de la Naturaleza». Esta faceta nos da pie para señalar otro rasgo muy suyo: el del intento casi heroico por hacer encajar las contradicciones de su propio pensar, que acabó siendo a la vez institucional y subversivo, nacionalista y universalista, ruralista y cosmopolita. Tales elementos fueron los que produjeron la dolorosa ruptura con Thoreau, aunque ya senil y demente, en sus últimos momentos, el gurú de Concord no dejase de preguntar por su amigo Henry, de rogar que le recordaran su nombre una vez más, antes de que su vida se apagase por completo veinte años después que la de su discípulo, que falleció a la edad de cuarenta y cinco años a causa de la tuberculosis.

El globo ocular transparente

De pie en la tierra desnuda, bañada mi cabeza por el aire alegre, y elevado en el espacio infinito, todo lo que implica egoísmo se diluye. Me convierto en un globo ocular transparente, no soy nada, veo todo, las corrientes del Ser Universal circulan a través de mi cuerpo, soy una parte o partícula de Dios. El nombre del amigo más cercano suena entonces extraño y accidental: ser hermanos o conocidos, ser amo o ser criado, es entonces nadería y trastorno.

Expuesta en el primer capítulo de Nature, la del Transparent Eyeball quizá sea la imagen más conocida de entre todas las que se despliegan en el manifiesto. De alguna forma, con esta cita se nos invita a ver para dejar de ver, a mirar a través de la roca que simplemente es roca, a dudar metafísicamente de su existencia cerrada. Los ecos de orientalismo son evidentes, lo que no ha de hacérsenos extraño teniendo en cuenta que Emerson fue un buen conocedor de clásicos como el Bhagavad Gita o los Upanishads, entre otras lecturas misceláneas y ajenas a su tradición cultural. La Naturaleza sustituiría a las religiones institucionalizadas –reducidas con el paso de los siglos a sistemas escleróticos de dogmas– y permitirían a cada individuo tener la suya, aunque sobre un denominador común moral. Como sentencia en el capítulo que dedica al idealismo:

… todo ser humano es capaz de ser elevado por la piedad o la pasión, a su ámbito propio, y ningún hombre se relaciona con esas naturalezas divinas sin volverse él mismo, en alguna medida, divino.

A la revelación no le falta una implícita advertencia hölderliniana, porque el extrañamiento del nombre del amigo o la disolución del sentido de pertenencia –por ejemplo– a la familia, remiten sin ninguna duda a una dimensión abisal. De hecho, un poco antes del pasaje, Emerson escribe sobre un paseo crepuscular y dice haber “disfrutado de una alegría perfecta; una satisfacción lindante con el temor». Sería el aspecto de tangibilidad de esa naturaleza trascendente la que acotaría la posibilidad de disolución del Uno. Precisamente, la metáfora de la escoria divina viene a decirnos que la roca no es sólo roca, pero no se identifica exactamente con la divinidad, sino que se entiende como una secreción de la anterior. Ahora bien, si los idealistas convendrían que sería buena idea tomar el cincel de geólogo, Emerson se debe a un temperamento mucho más teológico. Unos y otro creyeron que por lo manifestado podía uno remontarse hacia lo que se manifiesta, pero –como el globo ocular transparente demuestra– en el segundo, la intuición desempeña un papel mucho más importante.

Emerson hoy. Un esbozo rápido

Como quiera que sea, es en el encuentro de las pulsiones unitarias del protestantismo con la naturaleza salvaje donde nace la sensorialidad emersoniana, y en lo contradictorio de ese milagro donde se constata tanto la inteligencia como la profundidad de este legado. Emerson debió de entregarse a un esfuerzo intelectual titánico para hacer que todo cuadrara de la mejor manera posible. Por otra parte, puede considerársele una pieza fundamental en el trasvase del naturalismo decimonónico a la contemporaneidad, lo que deja abierta la puerta a un redescubrimiento futuro más allá de los círculos académicos y de la faceta monumental de este autor. No debemos concluir sin citar el estudio de referencia sobre su vida y obra, que es a la vez una exhaustiva investigación sobre el fenómeno trascendentalista: Emerson entre los excéntricos (Carlos Baker. Ariel, 2008 [Emerson among the eccentrics, 1996]). Allí, Baker –ya fallecido– nos ayuda a comprender más y mejor la figura a partir de sus relaciones con Thoreau, pero también con literatos y literatas tan influyentes como Margaret Fuller, William Ellery Channing (la amistad mejor documentada de Thoreau), Hawthorne o Whitman, entre otros.

Ahora, en plena sociedad posindustrial, alienados hasta extremos que hasta al propio Marx le hubiera costado concebir, la visión del escritor se antoja mucho más moderna que la de los Naturphilosophen, teniendo en cuenta que lo que hay de estrictamente técnico y mercenario en la ciencia se ha impuesto sobre el carácter trascendental que los alemanes proyectaron en ella; esa posibilidad idealista de armonía entre hombre y Naturaleza a partir de la investigación científica, y cuya encarnación más notable fue la de Alexander von Humboldt con su Cosmos (1845) bajo el brazo; con un pie en la historia natural y otro en el Romanticismo.

Emerson también ejerce de bisagra en este sentido, porque su época exacta y contexto, su momento y su lugar, supusieron el escenario en el que una naturaleza retráctil, aún salvaje, cedía ante cruentos movimientos expansionistas y civilizatorios: la ciencia empezaba a perder su inocencia, mostrando su cara menos humana y más lúgubre. Sin duda, Ralph Waldo Emerson secundaría a Novalis cuando éste dijo aquello de romantizar el mundo, pero, habiendo pasado exactamente lo contrario, Nature se ha vuelto un manual de resistencia existencial y hasta un libro posreligioso en el que se ofrece una fe alternativa, una religión sin iglesia ni pasado y un punto de fuga optimista: si hay algo detrás de la roca nada estará realmente perdido. Valgámonos del remate del libro para cerrar con una imagen final, que bien puede valer como síntesis de todo lo que se ha venido exponiendo:

El reinado del hombre sobre la naturaleza, que no procede del examen detallado y que sobrepasa su propio sueño de Dios, se instaurará con el mismo asombro que el del ciego al que gradualmente se le ha devuelto la visión perfecta.

Mientras esta teleología siga avanzando hacia un clímax lejano y en gran medida inconcebible, todo lo que tenemos para mitigar la desazón, el malestar inherente a la civilización tecnocientífica, son libros y compañías como la de los trascendentalistas, con su gurú en la vanguardia y una promesa en el horizonte. Suficiente por ahora.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2023/08/27/ralph-waldo-emerson-naturaleza-trascendente-y-resistencia-existencial/

Susan Sontag: cómo visibilizar el sufrimiento

Conocida como la «dama negra» de las letras estadounidenses (Nelson, 2018, pág. 178), Susan Sontag (1933-2004) es una de las autoras más sugerentes del siglo pasado. Con un estilo ecléctico difícilmente clasificable, Sontag abordó temas muy dispares. Gracias al libro que publicó su hijo, el reportero de guerra David Rieff, hoy sabemos que la obra de Sontag es diversa porque toma en consideración los eventos que se abren paso y forman parte de su vida. La revolución sexual, la enfermedad, su oposición a la guerra de Vietnam y su pasión por la literatura aparecen como telón de fondo de toda su obra.

Conocemos lo esencial de su pensamiento a través de 10 ideas clave.

1 Escritura y ficción

La ficción se alimenta de los recuerdos. Escribe Sontag: «Cada detalle de una obra narrativa fue alguna vez una observación o un recuerdo o un deseo, o es el sincero homenaje a una realidad independiente de la identidad» (Cuestión de énfasis, pág. 47). La ficción es un homenaje a una realidad que no ha sido o, mejor, que todavía no es. En este sentido, la recuperación de la memoria es entendida como una obligación ética: «La obligación de persistir en el esfuerzo de percatarse de la verdad» (pág. 94).

Sin embargo, Sontag reconoce una cierta autonomía de la literatura y distingue entre «la ‘yo’ que escribe» y «la ‘yo’ que vive», y hace de la primera una versión diferente a través de la especialización y la mejora según «determinadas metas y lealtades literarias» (pág. 294). Sontag no era, según ella misma escribió, más que una sirvienta de la literatura.

2 Interpretación

Sontag defiende que hay una agresividad inherente al ejercicio de interpretación de un texto. Esta posición va en contra de la idea de que la interpretación vuelve un texto inteligible, que descifra un significado oculto que ya se encontraba en una novela, una película, una obra de teatro… Para Sontag, la búsqueda del «contenido latente» de un objeto cultural intenta «domesticarlo».

La pretensión de la interpretación es reducir la obra de arte a su contenido, que, en función de la época histórica, puede ser interpretado y, consecuentemente, se le puede hacer decir otra cosa que no está en el objeto. Así, en su lugar, Sontag propone una atención a los sentidos para examinar la obra de arte.

«Cada detalle de una obra narrativa fue alguna vez una observación o un recuerdo o un deseo, o es el sincero homenaje a una realidad independiente de la identidad». Cuestión de énfasis, Susan Sontag

3 Pedagogía estética

La crítica de arte ha olvidado la capacidad sensorial del individuo, ha dejado de lado «las experiencias sensuales del arte» (del latín sensualitas, que señala la «cualidad relativa a los sentidos»). Este olvido ha sido posible en un contexto muy particular: el de la sobreestimulación propia del capitalismo tardío, que satura nuestros sentidos.

La capacidad sensorial de los seres humanos no sabe cómo dirigirse hacia la abundancia de los objetos que se producen en un contexto socioeconómico del exceso. Frente a este embotamiento en el que se encuentra la capacidad sensorial, Sontag nos anima a volver a «erotizar el arte» (Contra la interpretación, pág. 25). Esta erotización no tiene que ver con volver a tener sentimientos, pues más bien tenemos un exceso de ellos, sino con recuperar el sentir de las sensaciones.

4 La imaginación pornográfica

En el debate entre defensores de la liberación y adalides de la censura, Sontag se autoexcluye de la discusión. La fuerza del deseo sexual —de los sentimientos sexuales— tiene un potencial incontrolable y puede tener consecuencias nefastas para la sociedad. Sontag incide en la «preparación psicológica sutil y de gran magnitud» (Estilos radicales, pág. 15) para que «expansión de la experiencia y la conciencia» sexual no sea destructiva para la mayoría de la gente. Así como es necesaria una pedagogía estética para poder incluir las fotografías del sufrimiento en su contexto apropiado, es necesaria también una educación sexual que permita acabar con los sentimientos aniquiladores del deseo sexual.

5 La enfermedad y los sentimientos sexuales

En La enfermedad y sus metáforas, Sontag dedica varias páginas a arremeter contra la teoría psicológica del cáncer desarrollada, principalmente, por el «infausto Wilhelm Reich» (y que cuando ella escribe ya estaba más que desacreditada, pues Reich había fallecido en 1957 en la cárcel mientras cumplía condena por fraude en la distribución del «acumulador de orgón» para curar el cáncer).

Sin embargo, Sontag ataca a Riech no solo por la vinculación que este establece entre emociones y enfermedad (las primeras serían las responsables de producir las segundas), sino, sobre todo, porque Reich articula la curación en torno al orgasmo, lo que hace que aparezca entre los autores de la revolución sexual. Para Sontag, a diferencia de Riech, la sexualidad libre no inocula salud al individuo, sino que conlleva riesgos que deben ser examinados para el cuerpo social.

La fuerza del deseo sexual —de los sentimientos sexuales— tiene un potencial incontrolable y puede tener consecuencias nefastas para la sociedad. Sontag incide en la «preparación psicológica sutil y de gran magnitud» para que «expansión de la experiencia y la conciencia» sexual no sea destructiva para la mayoría de la gente

6 El cáncer y la guerra

El cáncer y Vietnam se entrelazan en la obra de Sontag como un nudo imposible de deshacer. En La enfermedad y sus metáforas, de 1978, denuncia las metáforas bélicas con las que la medicina se ha narrado a sí misma. La descripción de la enfermedad como «una invasora de la sociedad», o los esfuerzos por reducir la mortalidad contados como «pelea, lucha, guerra», dan cuenta de la forma en la que la medicina habla de su labor.

El médico es, como fue en una época, quien libra la bellum contra morbum (la guerra contra la muerte). A su vez, la metáfora de la enfermedad en política ha establecido una dicotomía entre enfermedad y salud y ha situado a la primera fuera del cuerpo social como un peligro que amenaza la salubridad de las propias instituciones (que deben librar una guerra).

7 El sida y sus metáforas

Once años después de la publicación de La enfermedad y sus metáforas, Sontag añade una segunda parte titulada El sida y sus metáforas (1989). Los relatos sobre las enfermedades de transmisión sexual, defiende, «siempre inspiran miedo al contagio fácil y provocan curiosas fantasías de transmisión por vías no venéreas en lugares públicos» (pág. 74).

El tratamiento que recibió esta enfermedad a principios de los años ochenta del siglo pasado produjo una fuerte estigmatización de los «portadores de la enfermedad», los «sucios» que ponían en riesgo a «la población en general», a los «inocentes» (pág. 74). La producción discursiva sobre el VIH se centró en reivindicar «un juicio moral» a una sociedad que no respeta las reglas de Dios y en promover el miedo y el desprecio hacia una enfermedad que provenía del exterior —de países más pobres— y que quería confirmar sus prejuicios contra la población homosexual (pág. 95).

8 El dolor de los demás

La exhibición del sufrimiento puro en la fotografía, en la literatura o en las noticias, si no va acompañada de un intento de movilizar la conciencia, se transforma en un tipo de anestésico. Escribe Sontag: «Cuando sentimos simpatía, sentimos que no somos cómplices de la causa del sufrimiento. Nuestra simpatía proclama nuestra inocencia así como nuestra impotencia» (2014, pág. 88). La compasión precisa de una dirección hacia la acción, que tiene que comprender que nuestros privilegios se encuentran «en el mismo mapa» que el sufrimiento de los otros.

No es suficiente con visibilizar el horror para crear conciencia, sino que es necesario que esta se ponga en su contexto y consiga explicar el papel que desempeñan los privilegios del que observa. Así, Sontag subraya que el dolor de los otros no ocurre en abstracto, sino que responde a unas dinámicas de poder que deben ser visibilizadas y deben acompañar a los artefactos artísticos que las quieren narrar.

La compasión precisa de una dirección hacia la acción, que tiene que comprender que nuestros privilegios se encuentran «en el mismo mapa» que el sufrimiento de los otros

9 La fotografía normaliza la miseria

La exposición fotográfica en el MoMa (Museo de Arte Moderno) de la obra de Diane Arbus tuvo una amplia recepción (alrededor de 250 000 espectadores fueron a visitarla). Sontag valora ese dato desde la asunción de «un mundo unido por el dolor» (Nelson, 2018, pág. 187) que, sin embargo, es inherentemente anestético.

A pesar de que la exposición recogía imágenes sobrecogedoras, entre las que se encontraba La niña del napalm, que ganó el premio Pulitzer, el exceso de representación del dolor privaba al espectador de su potencial transformador. Las fotografías no consiguieron dar forma a un movimiento antibélico articulado, sino que pasaron a sobresaturar el imaginario social y normalizaron la miseria de la guerra.

10 Ecología de las imágenes

La fotografía que se concentra en las víctimas, en los desafortunados, en última instancia, en plasmar el retrato del horror, se enfrenta a varios problemas. En primer lugar, corre el riesgo de estetizar la realidad que quiere denunciar, se arriesga a volver «hermosa la miseria humana» (Nelson, 2018, pág. 201). Además, la sobresaturación de imágenes cumple un efecto anestésico que desactiva su potencial movilizador.

En otras palabras, la fotografía del sufrimiento no produce una respuesta política porque «el contenido ético de las fotografías es frágil. (…) La mayor parte de las fotografías pierde su peso emocional» (2008, pág. 39). Precisamente por esto, concluye Sontag, es recomendable reducir el número de imágenes que anestesian sobre el dolor en el mundo; es necesaria una ecología «no solo de las cosas reales, sino también de las imágenes» (pág. 251).

Bibliografía

  • Sontag, S., Sobre la fotografía, Penguin Random House. Barcelona, 2008.
  • Sontag, S., Contra la interpretación y otros ensayos, Penguin Random House. Barcelona, 2007.
  • Sontag, S., Cuestión de énfasis, Penguin Random House. Barcelona, 2010.
  • Sontag, S., La enfermedad y sus metáforas, Penguin Random House. Barcelona, 2008.
  • Sontag, S., Ante el dolor de los demás, Penguin Random House. Barcelona, 2014.
  • Nelson, D., Las implicables. Arbur, Arendt, Didion, Mcarthy, Sontag, Weil, Montehermoso. Buenos Aires, 2018.
  • Rieff, D., Un mar de muerte. Recuerdos de un hijo, Penguin Random House. Barcelona, 2008.

Fuentes: https://filco.es/susan-sontag-10-claves/

Francesc Orella

El actor catalán Francesc Orella fue durante tres temporadas el profesor de Filosofía más famoso gracias a la serie «Merlí». Su interés por esta disciplina le viene de antes de que ese personaje llegara a su vida, pero interpretarlo le sirvió para recuperarla.

1 ¿Por qué se acercó usted a la filosofía?

Por cuestionar las verdades que nos venden, dudar, e intentar tener distintas perspectivas sobre las cosas.

2 ¿Ese interés repercute en su profesión o forma de ser?

Me ha hecho más tolerante, pero más exigente y crítico. Asumir y gestionar las propias contradicciones ya es en sí el trabajo filosófico de tu vida.

3 ¿Qué libro filosófico le ha marcado y por qué?

Los ensayos de Montaigne. Guía humanística, una biblia para el conocimiento del ser humano.

4 ¿Qué idea suya debería materializarse?

Actuar con coraje y decisión para intentar salvar nuestro planeta de la destrucción a la que está siendo sometido. Y recuperar y reforzar el aprendizaje de filosofía y materias humanísticas en la educación pública desde la enseñanza primaria.

5 ¿Qué idea establecida en la sociedad debería desaparecer?

La indiferencia hacia los asuntos públicos que afectan a todos, y la insolidaridad hacia los más débiles y vulnerables.

6 ¿Un pensador actual?

Zygmunt Bauman, por su concepción del mundo, la naturaleza líquida del ser humano y la sociedad. Su compromiso ético y capacidad analítica son referenciales.

7 ¿Frase que le represente?

La duda es el principio de la sabiduría (Aristóteles).

Fuente: https://filco.es/7-preguntas-filosoficas-a-francesc-orella/

El fin del mundo

REFLEXIONES SOBRE EL FINAL

¿Cómo se imaginaron el fin del mundo los filósofos antiguos? Las teorías de Platón o Aristóteles

La pregunta por el fin de todo lleva con nosotros desde el inicio de la historia. ¿Cómo se imaginaban Platón o Aristóteles el último día? ¿Tenían realmente esperanza?

Foto: Escuela de Atenas. (iStock)
Escuela de Atenas. (iStock)

Por E. Zamorano

Los malos augurios están viviendo un boom, sobre todo desde la pandemia. No son pocas las series, las películas y los libros publicados en los últimos años que ofrecen su propia receta del apocalipsis, generalmente protagonizado por epidemias (el escenario más realista, sin duda, a raíz de lo sucedido), fallos en las telecomunicaciones y crisis energéticas (como El Colapso), desastres climáticos (otra de las causas más plausibles) y hasta invasiones extraterrestres. Y, de alguna forma, la ficción de nuestro tiempo siempre refleja los conflictos más acuciantes a los que se enfrenta la humanidad en el momento presente, conflictos que plantean preguntas, pues siempre hay algo que se avecina y para lo que tenemos que estar preparados si queremos sobrevivir.

Y estas preguntas, evidentemente, las hace la filosofía. En un mundo cada vez más secularizado, la filosofía puede formularlas desde un punto de vista objetivo que varía de lo más profano a lo más catedrático, de los autores más elevados a los más propios del género de la autoayuda, casi a modo de ‘coach’. Y, en este sentido, cabe dirigir la mirada hacia los pensadores clásicos para saber cómo ha cambiado esa visión del apocalipsis, no solo para descubrir si dista mucho de la de ahora, sino para conocer de primera mano cómo veían y qué opinaban los padres del pensamiento occidental sobre la hora postrera.

«A diferencia de la tradición bíblica, los antiguos filósofos griegos y romanos veían el final como proceso natural que formaba parte del cosmos»

Apocalipsis ha habido muchos a lo largo de la historia. El final de la Antigua Grecia o del Imperio Romano, sin ir más lejos; si no, no habríamos dado grandes pasos en la historia. A un final siempre le sigue un inicio, e incluso aunque nos extinguiésemos de repente de la faz de la Tierra, el mundo seguiría sin nosotros. Tal vez este sea uno de los mayores errores de nuestro tiempo, que no descartan los pensadores de la corriente del realismo especulativo: el extremo antropocentrismo que rige nuestra cosmovisión y nos hace situarnos en el centro de la creación, una naturaleza (natural y artificial) que es muy diversa y podría tener distintos niveles de conciencia opuestos a la nuestra. En definitiva, no le importamos al universo tanto como creemos. Esta sin duda es una posición muy atractiva y poderosa, pero a la vez puede pecar de negativa o nihilista en comparación con otras. Ello no quiere decir que esta corriente pueda usarse en un sentido positivo, pero lógicamente pocas esperanzas quedan para nosotros si estamos seguros de que nuestros avances científicos y tecnológicos no sirven para parar el fin del mundo o, en su defecto, podrían jugar en nuestra contra.

Los Cuatro Jinetes (y alguno más)

¿Qué opinaban los antiguos sobre esto? Podríamos intuir que muchos de los riesgos existenciales que ahora amenazan con llevarse todo por delante no existían, ya que no había tantos avances médicos, científicos o tecnológicos. La propia palabra «apocalipsis» tiene una connotación cristiana que nos lleva, precisamente, a la Biblia. Cuando pensamos en los Cuatro Jinetes, ninguna es una pandemia (aunque sí que se suele asociar uno de ellos a la peste), ya que por aquel entonces no se conocían las causas de que tantas personas en tan poco tiempo enfermaran hasta la muerte. Pero sí que está el de la Guerra, el Hambre y la Muerte. Estos bien podrían ser los grandes temores que se cernían sobre la humanidad cuando la fe cristiana comenzó a extenderse por el mundo, pero antes de ellos había muchos más, sobre los que incidieron especialmente los griegos.

Para Platón y Aristóteles, «el mundo persiste indefinidamente», pero «no explican qué causa estos ciclos de creación y destrucción»

A filósofos como Anaximandro o Jenófanes les preocupaba el agua, por ejemplo. Como materia esencial para la vida, les inquietaba que en algún momento una gran sequía secase los mares y ríos, dejando el mundo entero yermo y estéril. Algo llamativo, ya que se contrapone con el mito bíblico del diluvio universal, el cual es justamente lo opuesto: basándose en un principio moral de que los seres humanos se corrompieron, Dios inunda todo lo habido y por haber. No había principio moral en los griegos, ya que pensaban que si un final había de llegar, era debido al puro antojo de las fuerzas cósmicas, como relata Christopher Star, profesor de Cultura Clásica en el Middlebury College de Vermont, en un artículo reciente de Aeon que explora esta temática.

«A diferencia de la tradición bíblica, que comprende el fin del mundo como un día de ira y juicio divino en el que los elegidos se salvan y el resto muere condenado, los antiguos filósofos griegos y romanos veían el final como un proceso natural que formaba parte del funcionamiento regular del cosmos», asegura. «En su mayoría, postularon que el desarrollo humano es limitado y que la humanidad y la catástrofe están inexorablemente unidas, como si la naturaleza pusiera unos límites fijos al crecimiento y desarrollo humano». Una idea bastante actual, para nada demodé, ya que muchos de los fenómenos atmosféricos adversos vienen agravándose por culpa del calentamiento global impulsado por los humanos, como no dudan en recordar los científicos de nuestra época, y que también conecta con la creencia pagana en Gaia, aquel ente sagrado que precisamente proviene de la mitología griega y que viene a recordarnos que si osamos ofender o estropear el orden natural, ella nos los devolverá con creces.

Como decíamos anteriormente, la idea de que no hay un final definitivo, sino que el tiempo es cíclico, no es nada nueva, y ya está presente en Platón y su discípulo, Aristóteles. Como repasa Star, para estos dos filósofos, «el mundo nunca se destruye y persiste indefinidamente», pero «no explican qué causa estos ciclos». Sobre esto también meditaban los estoicos, quienes abogaron por el eterno retorno (que más tarde recuperarían filósofos contemporáneos como Nietzsche). Al parecer, estaban del lado de Platón y Aristóteles porque pensaban que los períodos de destrucción se sucedían en el tiempo, provocados y avivados por el fuego (a diferencia de lo que pensaban los ya citados Anaximandro y Jerófanes) en un proceso al que se referían por el término «ekpyrosis«.

En el caso de Demócrito, «pensaba que la destrucción total llegaba como fruto del choque de un mundo contra otro»

En contraposición, otros como Demócrito y Epicuro, pensaban que sí que había un solo final, y obviamente era definitivo. «Si bien ambos argumentaron que hay múltiples mundos formados por átomos», repasa Star, algo que congratularía a los físicos cuánticos defensores de los multiversos, «todos los mundos se dirigen hacia un final definitivo». En el caso de Demócrito, pensaba que la destrucción total llegaba como fruto del choque de «un mundo contra otro». Imposible no acordarse del final de los dinosaurios, y de lo a merced que nos encontramos de meteoritos y demás cuerpos celestes que viajan allí arriba, en el espacio estelar.

Un mundo contra otro bien puede ser un mundo cargado de vida (la Tierra) contra un mundo inanimado (un meteorito). Y, si fuéramos más allá, recuperando la teoría de la panspermia, a veces el choque de dos mundos puede dar lugar a un principio y no un final. Sea como sea, la pregunta por el fin del mundo sigue siendo una incógnita. La propia física más avanzada está dividida en torno a distintas posiciones sobre si realmente el Universo se volviera a contraer después de tanto expandirse, o poco a poco las estrellas se apagarán como fruto de la erosión de la gravedad y del tiempo. Nosotros no estaremos allí para verlo (ni este propio artículo para ser leído). Es lo que sucede con las grandes preguntas, las cuales suscitan dudas universales que ni los mejores filósofos, de ahora o del pasado, pueden resolver.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2023-03-29/historia-filosofia-fin-del-mundo-filosofos-antiguos_3600414/

Javier Sábada

El mal (cada vez más extendido e intratable) del ‘porquerismo’

El filósofo Javier Sádaba reflexiona sobre los ‘porqueleros’, esas personas que esquivan los hechos, que tienen justificación para todo y que nunca asumen su responsabilidad

l porquerismo es una muestra de ignorancia que se esta convirtiendo en una enfermedad intratable. El porquelero esquiva los hechos y rapidamente huye hacia lo que considera las causas de tales hechos. Si miente dira que se debe a que la situacion le obligaba a mentir. Si pone los cuernos dira que tuvo un arrebato de testosterona. Si se enamoró de un idiota dirá que es el patrón paterno el que está detrás. La particula causal «porqué» hace milagros. Los hechos desaparecen ante la avalanchas de porqués que usa el porquelero.Todo se justifica, no hay responsabilidad y el yo queda salvado.

Al porquelero habría que contestarle que, cobardemente, quiere salvarse, haya hecho lo que haya hecho. Al final lo que le importa es su pobre yo. Y eso es hipocresía.

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Javier Sádaba, catadrático emérito de Ética de la Universidad Complutense de Madrid.

Habría que añadir que comete un conjunto de falacias. Ante datos que son reales contrapone unas supuestas causas. Pone la carreta delante de los bueyes. Confunde interpretar con explicar. Y se defiende con el escudo de una interesada justificación para ocultar lo que,en realidad,es.

Al porquelero le suele ayudar una psicología barata y la complicidad de quienes le doran la píldora. Y es que hay porqueleros de oficio. Son los que van mirando siempre debajo de las alfombras. A los que fácilmente les ciega la luz.

Mas que una plaga, son unos pesados. Y, por supuesto,abunda la ignorancia respecto a uno mismo y la falta de capacidad para razonar correctamente. Si un porquelero lee lo que he escrito ya encontrará una cuasidivina causa que me ponga en mi lugar. Me doy por vencido.

Fuente: https://redfilosofia.es/atheneblog/wp-admin/post.php?post=358025&action=edit

Platón

‘El Banquete’ de Platón: un legado que sigue vivo en el siglo XXI

Hace más de dos mil años, Platón escribió sobre el amor en ‘El Banquete’, con Sócrates como uno de los protagonistas. Hoy, sigue inspirando libros y obras teatrales fascinantes

Roberto Ruiz Anderson

Platón escribió El Banquete en el siglo IV a. C. para representar una cena entre un grupo de comensales entre los que estaba Sócrates, en la que se debatía sobre la cuestión del amor en un ambiente de alcohol, música y bailes. Está considerada una de las obras clásicas más importantes de la Antigua Atenas, y fue la más fundamental para establecer el concepto de amor platónico. Aunque se escribió hace más de dos mil años, en una época en la que no disponían de los medios actuales para transmitir y conservar la obra, su influencia fue tan crucial en el mundo de la filosofía, la literatura y el teatro que nunca ha perdido vigencia a lo largo de todos estos siglos.

El anfitrión del banquete es el poeta trágico Agatón, que celebraba su victoria en un importante concurso literario ateniense. Con algunos de los participantes ebrios, sus lenguas estaban más sueltas para reflexionar y dialogar sobre la profundidad de los vínculos amorosos y elogiar a Eros, el dios griego del amor. La obra está narrada desde el punto de vista de Apolodoro, una especie de «groupie» y admirador apasionado de Sócrates, aunque él no estuvo presente en la cena y cuenta lo que ha escuchado sobre la misma, asegurando que conoce todos los detalles.

Foto: Escuela de Atenas. (iStock)

El aristócrata Fedro y el estadista y militar Alcibíades son otros de los comensales de esta intensa velada, en la que como no podía ser de otra forma Sócrates acapara la mayor atención con un discurso que es el motivo central de la obra. En formato de diálogo platónico, el legendario filósofo explica cómo Eros conduce el amor al servir de puente entre lo mortal y lo inmortal, cómo la belleza sirve de canalizador del amor, o cómo ama personalmente a sus discípulos pero poniendo el foco en sus almas y no en sus cuerpos (de ahí surge la idea de amor platónico), para frustración de Alcibíades, que anhela fuertemente la unión carnal con el maestro Sócrates.

Ernesto Castro se inspira en ‘El Banquete’

Los conceptos y reflexiones que fijó El Banquete de Platón siguen siendo ampliamente analizados y representados a día de hoy, y en nuestro propio país son varias las iniciativas culturales y académicas que llevan la obra a las nuevas generaciones y la insuflan de nueva vida, en un ciclo que ha mantenido vigente este clásico diálogo platónico en todo el mundo a lo largo de los siglos. Ernesto Castro, joven filósofo y profesor de 32 años en la Universidad Autónoma de Madrid, es un experto de la obra de Platón que, además de impartir clases a sus alumnos, publica con frecuencia vídeos en su canal de YouTube para acercar estas cuestiones a un público mucho más amplio. Y es que, aunque pueda parecer que la filosofía es un mundo minoritario en los tiempos que corren, lo cierto es que Castro suma cerca de 150.000 suscriptores en YouTube gracias a sus reflexiones, divulgaciones y análisis.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/cultura/2023-05-15/banquete-platon-legado-vivo-siglo-xxi_3628463/

Unamuno

Unamuno, una filosofía para sacudir el alma

Miguel de Unamuno, uno de los grandes escritores de la Generación del 98, fue parte de un punto de inflexión en la filosofía española. En una época dividida entre las antiguas tradiciones escolásticas y las nuevas tendencias europeas, su pensamiento se constituye como un hito que abraza una nueva manera de hacer filosofía, de forma original, sin plegarse al afán cientificista que permea el pensamiento en Europa.

Por Irene Gómez-Olano

«El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado.»
Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida

Nacía el 29 de septiembre de 1864 Miguel de Unamuno, uno de los filósofos españoles más influyentes del siglo XX. En un momento convulso para el país, con la derrota y pérdida de las colonias de 1898 y posterior crisis económica, Unamuno llega al rectorado de la mayor universidad del Estado. El carro de la modernización al que se trata de subir todo el país será leído por el filósofo como una oportunidad para practicar una regeneración filosófica en clave literaria, que se alejó de otras visiones «modernizadoras» positivistas.

La Generación del 98 trasladó a la filosofía, la literatura y el arte la conciencia de que España había sido un país de corrupción, caciquismo y degeneración. Ramón del Valle-Inclán lo definió como un «esperpento»; una imagen distorsionada de sí misma. El retorno de un espejo cóncavo que devuelve una realidad monstruosa. Unamuno refleja este espíritu en su obra presentándonos una imaginación creativa que lucha con todo tipo de monstruos, en una defensa de los límites de la razón.

Como contrapartida a esta crisis de época que no era solo económica e imperial, sino también cultural y artística, gobiernos de diferentes signos impulsaron una serie de reformas políticas que hacían hincapié en la necesidad de transformar radicalmente la educación y las ciencias. En el año 1900, con el gobierno de Francisco Silvela se crea el Ministerio de Instrucción Pública, que impulsó una reforma de la universidad española. En octubre de este año, Miguel de Unamuno fue nombrado rector de la Universidad de Salamanca.

La reforma, inspirada en el auge del positivismo de la Europa del momento, introdujo nuevas especialidades en la sección de Filosofía. Las cátedras de Metafísica, según señala el historiador de la filosofía Víctor Méndez Baiges en su libro La tradición de la intradición: historias de la filosofía española entre 1843 y 1973, se convirtieron, de un año para otro, en cátedras de Lógica, siguiendo este afán modernizador y positivista.

El periodo de Unamuno como rector atendió a su voluntad modernizadora. Sus estudios en la Universidad Central (actual Complutense de Madrid) le habían hecho rechazar el enfoque neoescolástico de muchos de sus profesores, que creía carente de interés y pasión. Trató, durante toda su vida, de alejarse del ideal tradicional de sabio y se consideró, más bien, un escritor.

En este artículo queremos repasar diez claves fundamentales para entender su pensamiento: desde los objetivos que guiaron toda su actividad filosófica y literaria hasta su defensa de la espiritualidad y la fe religiosa en un tiempo de secularización y modernidad.

1 Un filósofo contra la erudición

Su formación universitaria hizo que Unamuno se encontrara a menudo con que la filosofía española era una disciplina de eruditos y sabios que nada tenían ya que decirle al mundo real. Una recopilación de interpretaciones repetitivas de un puñado de textos en latín y griego que nunca salían de la lógica escolástica. Las preocupaciones de Unamuno no cabían en los estrechos límites escolásticos de la universidad decimonónica española.

Apostó por un pensamiento que pudiera pasar el filtro de la propia conciencia y que resultara de utilidad para la vida real de la gente, por lo que se trató de dirigir al gran público y no solo a quienes ya eran expertos en filosofía. Este fue también el punto de partida de otro de los filósofos más relevantes del momento: José Ortega y Gasset, y fue una de las claves para que el pensamiento de ambos cobrara gran relevancia en los debates culturales del momento, saliendo de las paredes universitarias. Unamuno y Ortega contribuían así, además, a modernizar la filosofía del momento.

Unamuno se consideraba a sí mismo un «intelectual», una nueva figura que estaba surgiendo en toda Europa que acercaba los debates universitarios y políticos a los medios de comunicación de masas y la opinión pública. Sus referencias eran, por tanto, las de algunos de los filósofos europeos que se mantenían alejados de la constricción académica como Kierkegaard o Nietzsche.

Por este motivo, tomó partido en numerosos debates que se daban en el seno de la cultura y la política, publicando a favor o en contra las tendencias intelectuales del momento, como el positivismo, el socialismo o el evolucionismo. Para él, la filosofía española ya se ha encargado lo suficiente de asuntos escolásticos y ahora toca dedicarse a aquello que conmueve y afecta a las personas: los problemas sociales, la relación con la religión y la fe y los problemas del espíritu.

2 Contra todo dogmatismo: defensa de la libertad y la democracia

Su rechazo a la escolástica forma parte de un rechazo más general hacia todo tipo de dogmatismo, intelectual y político. Para Unamuno, el pensamiento filosófico académico español del momento adolece de una total falta de espíritu autocrítico y cae una y otra vez en los mismos errores, en una «infilosofía» contaminada por la incapacidad de apertura.

En su libro de 1897 En torno al casticismo, Unamuno se introduce en un debate muy típico del siglo XIX español en torno a la tradición heredada. En un momento cultural y político tan convulso como el que atravesaba el país, Unamuno se pregunta —como también hicieron muchos otros— sobre el origen de tal decadencia. La conclusión a la que llega es que esta decadencia se basa en un dogmatismo donde la unidad de la fe es incontestable. Este dogmatismo (que se instala tras la Contrarreforma católica) ha generado una indiferencia hacia todo pensamiento racional.

La literatura y el pensamiento, defiende, no pueden mantenerse estancos, quietos, eternos. El futuro no se halla contenido en la tradición pasada. Apuesta por abrirse al futuro, a la modernidad y a las influencias extranjeras, no aceptando sin más cualquiera de ellas, sino analizándolas críticamente y extrayendo de ellas lo mejor y más útil para pensar los problemas nacionales.

Su profunda crítica al dogmatismo que domina en la universidad española se relaciona así con la necesidad que ve el intelectual de hacer servir la literatura y la filosofía para resolver problemas sociales y políticos. Unamuno está convencido de que la filosofía puede ayudar a defender valores como la democracia y la libertad, si se hace combinando una apuesta por el pensamiento racional con una vocación emocional que incorpore lo afectivo y sentimental a la reflexión.

Gran parte de la obra de Unamuno es un pensamiento en primera persona, donde el profesor deja una parte de sí en la reflexión: de sus angustias, sus anhelos y sus inquietudes. Y también de sus contradicciones. Porque si algo supone aceptar que el único pensamiento posible es el pensamiento emotivo y anclado a la realidad, ello impone un acercamiento a la condición contradictoria del ser humano

3 El rechazo al positivismo y la defensa de la subjetividad y la contradicción

El positivismo lógico o neopositivismo es la doctrina filosófica de moda en la Europa del momento. Se trata de una escuela que apuesta por aplicar los métodos propios de la ciencia a todas las ramas de conocimiento y privilegiar la lógica como forma de razonamiento y conocimiento. Unamuno señalará en En torno al casticismo que sus obras probablemente horroricen a quien espere de su filosofía una adhesión a esta corriente de pensamiento e indica que los positivistas ignoran que el silogismo es, en realidad, una forma más de hablar, no la vía fundamental de obtención de conocimiento.

Por este motivo, gran parte de su obra es un pensamiento en primera persona, donde el profesor deja una parte de sí en la reflexión: de sus angustias, sus anhelos y sus inquietudes. Y también de sus contradicciones. Porque si algo supone aceptar que el único pensamiento posible es el pensamiento emotivo y anclado a la realidad, ello impone un acercamiento a la condición contradictoria del ser humano. Por eso, el hilo de pensamiento de sus protagonistas no siempre es lineal, tiene momentos de ruptura e inconsistencia. Lejos de ser un descuido de Unamuno, se trata de un compromiso que el filósofo establece entre la forma y el contenido de su obra.

La subjetividad es, pues, el único modo de acceso válido al conocimiento para Unamuno. Porque el conocimiento y la filosofía siempre son en relación a alguien. Porque lo que estudiamos, pensamos y nos interesa tiene que ver con nuestros anhelos más profundos. El amor, la relación con Dios y la pregunta por la muerte son temas filosóficos porque es aquello que nos conmueve hasta el punto de que todo lo demás queda en suspenso.

4 Miguel de Unamuno: del decir al hacer

El tono de las obras de Unamuno nunca se alejó demasiado de la arenga: se trata de textos que tratan de conmover al lector, de sacudir sus hombros e introducirlo en la praxis, hablando desde el espíritu. El decir, para Unamuno, solo tenía sentido si en ese escribir, en la escritura, también se hallaba contenido un hacer, una praxis. Se opone así a la tendencia en filosofía de considerar que las abstracciones filosóficas deben elevarse por encima de la acción. Este es, para Unamuno, uno de los grandes defectos de la filosofía escolástica tradicional.

Su filosofía no teme inmiscuirse en el terreno de otras disciplinas, como la literatura o la poesía, porque considera que las desviaciones son completamente normales cuando el pensamiento se pone en marcha. Ponerse en marcha implica un desplazamiento, ir hacia alguna parte. Para Unamuno, es un coste asumible que la filosofía salga de sus formatos tradicionales y se adentre en el terreno del arte y la literatura. Son lenguajes, además, que apelan a la dimensión trágica de la existencia, a lo que nos conmueve y nos impulsa hacia la acción. Lenguajes que nos permiten dar cuenta de la dimensión de subjetividad humana, tan esencial cuando hablamos del pensamiento unamuniano.

Es ampliamente conocido también el suceso que tuvo lugar en la universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936, en la inauguración del curso académico, que sirve de ejemplo del talante del filósofo. Ante las palabras del general franquista Millán Astray («¡Viva la muerte!»), el entonces rector de la Universidad respondió:

«¡Este es el templo de la inteligencia, y yo soy su supremo sacerdote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha

Por eso, no debe entenderse la defensa de la subjetividad y la emoción de Unamuno como un abandono de la razón. Sus críticas a sendos bandos de la guerra civil española fueron motivadas, precisamente, por lo que él consideraba sinrazones propias de quien busca la victoria por encima de la verdad. Esto, no obstante, ha provocado que sea duramente criticado por su diletantismo político y contradictorio, un elemento que, como vemos, el propio filósofo utilizaba como recurso para la psicología de sus personajes.

5 El problema de España

Si hay un tema que haya sido ineludible para los filósofos españoles de los siglos XIX y XX es el problema nacional. España es en este momento una potencia imperial venida a menos que atraviesa una profunda crisis política, económica y cultural. Si bien la Generación del 98 se estaba dedicando a denunciar los elementos de decadencia del país, existía todo un movimiento filosófico en dirección contraria: basado en engrandecer no solo a la nación en abstracto, sino también su filosofía. Este había sido el caso, por ejemplo, de la obra de Menéndez Pelayo, que consistía en engrandecer a España y a su filosofía de manera hiperbólica.

El problema de si existía o no una filosofía propiamente española pasó a ser un asunto de primer orden. Unamuno forma parte de los muchos filósofos que hubieron de posicionarse en este debate. En Vida de Don Quijote y Sancho se pregunta por esta cuestión y dice que la filosofía española sí que existe, pero que no puede encontrarse en las universidades, ni en las cátedras. Y mucho menos en abigarrados tomos de escolástica.

La filosofía española, dice, es una filosofía viva, la de Don Quijote. Una filosofía crítica con la razón de la ciencia y que se ha expresado a través de la literatura y el arte. Un pensamiento volcado al hacer, a la praxis. Es por este motivo que Unamuno se considera a sí mismo un continuador de esta tradición: renovando los géneros literarios y atreviéndose a hacer filosofía desde la novela y la poesía no está introduciendo ninguna revolución filosófica, sino que está siendo, según él, un digno hijo de la filosofía quijotesca.

Toda filosofía debe responder, para Unamuno, a las necesidades más íntimas del ser humano. No debe ser una disertación abstracta, sino dar respuesta a la condición del ser humano como ser que siente y sufre. La filosofía académica ha cometido el error de pensar que a la profunda crisis nacional se podía responder desde una razón descarnada y violenta con el espíritu. Unamuno propone una filosofía que «surge del corazón» como el pensamiento que le hace falta al país. Y este pensamiento, opina, no está por inaugurar: se encuentra en la literatura y espera letra a letra a ser rescatado y puesto en valor.

La filosofía española, dice, es una filosofía viva, la de Don Quijote. Una filosofía crítica con la razón de la ciencia y que se ha expresado a través de la literatura y el arte. Un pensamiento volcado al hacer, a la praxis

6 Crítica a la sociedad de masas

La relación entre el yo y los otros será también un tema filosófico de primer orden en la filosofía europea del siglo XX. Unamuno no fue ignorante de esta cuestión y se pregunta, en sus obras repletas de subjetividad, qué papel juega la sociedad en el individuo. Considera que lo social en el siglo XX pasa por una sociedad de masas que no es otra cosa que la imposición de uniformar al ser humano. La extrema racionalidad de la filosofía europea tiene un correlato social y político: los seres humanos pasan a ser peones intercambiables en el ajedrez que son las sociedades capitalistas, ocultando la verdadera naturaleza humana.

Por eso, su defensa de la individualidad y la subjetividad es también un posicionamiento político contra una uniformidad impuesta. Su resistencia a adoptar determinadas corrientes de pensamiento europeas en el contexto español —tema que le llevará a un profundo enfrentamiento con José Ortega y Gasset— se debe precisamente, al riesgo que ve de que se conviertan en la excusa con la que hacer desaparecer al «yo». No es en el consumo donde se pueden expresar las angustias humanas. Ni tampoco en una Ciencia con mayúsculas que se dedique a hacer abstracciones alejadas de la experiencia. En la relación entre el yo y el otro el elemento privilegiado en la filosofía unamuniana siempre será el primer término.

Hay en Unamuno una cierta reivindicación de la autenticidad y una concepción de la naturaleza humana como algo previo al contexto en que esta surge. Los personajes de Unamuno se hacen las preguntas clásicas de la filosofía: la relación con la espiritualidad, el miedo a la muerte o la reflexión sobre el sentido de la existencia. Este ser auténticamente humano no puede expresarse en una sociedad donde la individualidad cada vez cuenta y se expresa menos.

7 La relación con Dios y la valoración de una fe personal

La obra más conocida del autor es El sentimiento trágico de la vida, un libro en el que trata el inacabable tema de la inmortalidad del alma y el sentido de la vida. En él, Unamuno reivindica la dimensión espiritual del hombre y su relación con la religión. Pero no esa religión dogmática que ha gobernado durante siglos el país, sino una religiosidad casi herética basada en una fe personal.

El libro no es, por tanto, una exhortación religiosa, sino una invitación a dudar de las certezas espirituales de las que se jacta la intelectualidad académica de principios de siglo sin regalarle la dimensión espiritual del hombre a la religión cristiana.

Para Unamuno, la invitación a la fe es, además, una invitación a la filosofía como reflexión en torno al sentido de la vida. Escribe Unamuno en este libro que «nos morimos de frío y no de oscuridad», es decir, que lo que necesitamos son esas hogueras que nos mantengan calientes en un mundo donde la angustia y el miedo parecen tener dominio absoluto.

8 Sed de eternidad

La religiosidad y espiritualidad humanas no surgen, para el filósofo, de otra cosa que no sea una irrefrenable sed de eternidad y un rechazo absoluto a la muerte. Estos y no otros son los elementos que nos hacen humanos. Somos presa de un deseo de vida eterna que genera la creencia en la inmortalidad del alma de la que beben las religiones.

Para Unamuno, uno de los grandes problemas del cristianismo es que, frente a esta sed de vida, ha planteado un amor al prójimo que está por encima del amor propio. Lo que propone es que para que la relación con los otros pueda tener lugar, el punto de partida debe ser el amor a uno mismo, de forma que el otro viva en mí, que sea como yo.

Este es un tema que encontramos en obras como las mencionadas, pero también en el libro El espejo de la muerte. En estos libros, el autor plantea que la sed de eternidad muestra que somos seres irracionales en el fondo porque somos un cuerpo que se resiste a morir. Siguiendo el pensamiento de Spinoza, diríamos que para Unamuno el ser humano está afectado por el conatus o potencia de autoafirmación constante.

Para Unamuno, un gran problema del cristianismo es que, frente a la sed de vida, plantea un amor al prójimo que está por encima del amor propio. Pero para que la relación con los otros pueda tener lugar, el punto de partida debe ser el amor a uno mismo, de forma que el otro viva en mí, que sea como yo

9 El «yo» como una ficción

El género literario de moda a finales del siglo XIX es la novela realista, representada por escritores como Benito Pérez Galdós o Leopoldo Arias «Clarín». La propuesta narrativa de Unamuno rompe con esta tendencia e introduce un nuevo género literario con un trasfondo profundamente filosófico. Sus novelas serán «nivolas»: una vuelta de tuerca al género tradicional donde pretende alejarse de la narración objetiva y en tercera persona.

En su obra Niebla es donde aparece por primera vez referido el término y donde explora uno de los temas más interesantes de su pensamiento: la posibilidad de ficcionar al yo. En esta narración, un joven llamado Augusto decide visitar a Unamuno para discutir con él sus preguntas en torno al amor y el sentido de la vida. Unamuno le cuenta que él es su creador y desvela a Augusto como ente de ficción.

La conversación entre Augusto y Unamuno, donde uno y otro se acusan de no existir más que como ficción de otro es uno de los ejercicios más rocambolescos de la literatura española de principios de siglo. Se trata de una ejemplificación llevada hasta el absurdo de la naturaleza ficcional del ser humano. Augusto es una manera de decirse a sí mismo que encuentra Unamuno y es sobre quien vuelca algunos de sus miedos: que la vida acabe repentina e inesperadamente, ser producto de un otro de cuya voluntad dependa toda la existencia y la posibilidad de convertir la vida en una narración.

10 Un antes y un después en la filosofía española

La actualidad de la obra de Miguel de Unamuno va mucho más allá de su corpus filosófico estrictamente hablando. Se trató de un renovador educativo y filosófico, así como el inaugurador de una nueva forma de entender la literatura en relación con el pensamiento filosófico. Sus debates públicos, en especial los mantenidos con Ortega por el papel que debía tener el pensamiento europeo en España, fueron enormemente influyentes.

La creación de un género literario (la nivola) que murió con él dejó, no obstante, un impulso renovador cuyas consecuencias no terminarían de verse hasta muchos años más tarde. Hoy podemos ver la influencia de Unamuno en la emergencia de géneros como la autoficción, que recuerdan a ese Unamuno de Niebla obsesionado con la posibilidad de ser el personaje escrito de otro novelista.

Lo interesante de su relación con la filosofía del momento es que, pese a no adscribir a una corriente de pensamiento concreta, Miguel de Unamuno nunca dejó de leer y servirse del pensamiento de autores como Spinoza, Nietzsche, Kant o Kierkegaard. Podríamos decir que hizo más filosofía con ellos que quien simplemente siguió al pie de la letra sus teorías filosóficas. En su afán por construir una filosofía del hacer nunca desdeñó la importancia del conocimiento y la lectura sosegada y detenida de sus contemporáneos.

Su pensamiento carece de superficialidad y, pese a ello, es accesible a todo aquel que quiera aproximarse por primera vez a su obra, que se encontrará no solo con un pensador de principios del siglo XX brillante, sino con una filosofía capaz de dar cuenta de problemas que en gran medida todavía son los nuestros.

Fuente: https://filco.es/miguel-de-unamuno-10-claves/

Aristóteles

Cómo elegir bien a tus amigos, según el filósofo Aristóteles

Por E. Zamorano

En un tiempo como el que estamos viviendo, si algo ha adquirido especial relevancia son los vínculos que nos unen a otras personas. Ahora, más que nunca, hemos caído en la cuenta de lo importante que es cuidarnos los unos a los otros. Y esto es aplicable no solo a nuestro círculo más íntimo, como bien pueden ser la pareja, los familiares o los amigos más cercanos, sino también a aquellas personas que todavía no son tan especiales para nosotros y nos hacen sentir bien.

De hecho, una de las mejores sensaciones que hay es cuando conectas con una persona, compruebas que tenéis muchas cosas en común y os encanta compartir momentos juntos. «Majo» puede ser la palabra comodín más utilizada que usamos con esa gente a la que no conocemos tanto y a la que queremos descubrir. Uno de los rasgos de toda buena amistad es que no viene impuesta, sino que la elegimos. A diferencia de otros lazos que mantenemos y que ya nos vienen dados como pueden ser los familiares, los amigos se eligen. Podemos divertirnos, descubrir partes de nosotros mismos o aconsejarnos en los momentos difíciles.

Debemos saber cómo fortalecer unos lazos más que otros de acuerdo a la reflexión personal que hagamos sobre lo que nos une a ciertas personas en la actualidad

Ahora bien, no todo el tipo de relaciones amistosas que establecemos con otras personas son provechosas; en algunas puede que nos equivoquemos en nuestra elección. Las traiciones son más frecuentes de lo que parece, y no todas las amistades son un camino de rosas. Las redes que tejemos con los demás se configuran a partir de formas y motivos muy diferentes. Esta es una de las grandes preocupaciones de la filosofía desde tiempos inmemoriales, pues ninguno somos islas, y debemos aliarnos con otras personas a las que reconocemos como iguales, pero también como diferentes, para implementar cambios en el mundo real o llegar a acuerdos que nos permitan subsistir y crecer material y espiritualmente.

Uno de los mayores filósofos clásicos que intentó aproximarse teóricamente a los mecanismos de socialización que dan paso a ese espíritu de camaradería previo a la amistad fue el griego Aristóteles. El estagirita disertó muchísimo sobre conceptos tan elevados como la «esencia» o la «sustancia», pero también sobre asuntos tan mundanos como es la forma en la que surge y los motivos por los que se afianza una amistad.

Así, distinguió entre tres tipos de amistad: por interés (cuando ambos comparten una razón instrumental que les hace extraer un beneficio recíproco, lo que viene a ser una relación de conveniencia), por placer (amigos con los que simplemente te lo pasas bien, pero que no existe entre ellos esa intimidad compartida) y, en último lugar, lo que el filósofo denominó como la «amistad perfecta»: la más permanente en el tiempo que nace del valor que otorgamos a las virtudes del otro y que nos hacen querer estar cerca. Esta clase de amigos, que podríamos englobar en la categoría de «para siempre», acaban forjando una especie de mundo común y compartido de signos, mitos y recuerdos, a partir de un curioso sentimiento de unión y complicidad que les hace querer vivir en proximidad.

Los tipos de felicidad aristotélicos aplicados a la psicología

Ahora bien, ¿cómo podemos concretar aún más los tres tipos de amistad de Aristóteles y llevarlos a nuestra vida cotidiana del siglo XXI? Muchos de los aspectos y las preguntas que cubría la filosofía en los tiempos clásicos tenían que ver con las relaciones humanas, como es el caso del erudito griego, un ámbito que ahora se estudia bajo la lupa de las ciencias sociales o de la psicología. Por ello, recientemente un equipo de psicólogos alemanes intentó extrapolar las teorías de Aristóteles sobre la amistad a la psicología de nuestros días y probarlas científicamente en un estudio, del que se ha hecho eco ‘Life Hacker’.

Así, Martina Miche, Oliver Huxhold y Nan L. Stevens analizaron las relaciones de casi 2.000 adultos con edades comprendidas entre los 40 y los 85 años, encontrando que en vez de tres como decía el filósofo, eran cuatro los tipos que existen de amistad:

  • La amistad exigente: los más cercanos. Este tipo de uniones «no eran reemplazables y se distinguían muy fácilmente de las de meros conocidos». Por lo general, «estas personas no hicieron nuevos amigos al final de la edad adulta, pero mantenían a los que ya tenían durante toda su vida».
  • La amistad independiente: referida a esa clase de gente que «se contenta con tener algunas personas solo para interacciones de carácter amistoso». En este sentido, «tendían a evitar establecer amistades cercanas o duraderas y dejar que las circunstancias vitales pusieran el fin a sus relaciones de compañerismo».
  • La amistad ‘selectivamente adquisitiva’: aquellas personas «comprometidas y que se esfuerzan continuamente por hacer nuevos amigos a lo largo de su vida», de tal modo que «sus amigos pueden ser confidentes de larga duración y también lejanos conocidos». A juzgar por la descripción, es un vínculo que está en un punto medio del primero y del segundo.
  • La amistad ‘incondicionalmente adquisitiva’: en contraste con las anteriores, este tipo de amistades carecen de tantos lazos emocionales. «En general, este grupo de personas busca más socializar que profundizar a un nivel emocional». Y esta es, precisamente, las que los investigadores identificaron como la más común y que más abarca, pues amigos de verdad o exigentes se tienen pocos, y al final todo acaba siendo un conglomerado de gente con la que nos llevamos bien sin pretensiones de forjar una relación excesivamente profunda.

Al conocer bien y tener en mente esta clasificación de las amistades, podemos actuar en consecuencia y saber fortalecer unos lazos más que otros de acuerdo a la reflexión personal que hagamos sobre lo que nos une a esas personas en la actualidad. Como dicen los autores, «puedes aprender a comunicarte mejor con ellos y también a poner coto a las altas expectativas».

En definitiva, lo más maravilloso de la amistad o de las relaciones de compañerismo que surgen de forma intencionada o fortuita es que en ningún momento se mantienen estáticas, sino que maduran, se adaptan y se reconfiguran a diario a partir de las elecciones que tomamos, pues no podemos caer bien a todo el mundo ni estar con varias personas a la vez. Siempre hay un momento en el que tienes que decidir con quién quieres estar y a quién dedicar más o menos tiempo. Y aunque sea difícil decantarse por una u otra opción, al final siempre prevalecen aquellos amigos con los que de verdad tenemos una conexión profunda e íntima, una manera similar de ver el mundo y responder ante él; pues hay muchas personas divertidas con las que pasamos buenos momentos, pero al final lo que todos necesitamos y buscamos es alguien con quien crecer a nivel personal y superar las dificultades de la vida.

Fuente: https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2023-07-22/elegir-amigos-diselo-aristoteles-tomar-nota_3176352/