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La defensa humanista del existencialismo

Luis López Galán

Una tarde de octubre de 1945, los alrededores del parisino club Maintenant hervían con un público impaciente a la espera de la apertura de puertas del local; la Segunda Guerra Mundial había terminado y la fila de gente aguardaba con temple para asistir al discurso de un Jean-Paul Sartre que, cuando llegó el momento, necesitó abrirse paso entre la multitud a empujones y con alguna que otra silla rota a su alrededor. Ya sea mito o realidad lo que ocurrió entre el gentío aquella tarde, lo cierto es que ese discurso de Sartre en París se acogió con expectación y se entendió como un propósito: el de buscar una reflexión independiente, una nueva meta moral que se diferenciara de la metafísica tradicional y de las dos grandes corrientes de su tiempo, comunismo y cristianismo. Su discurso surgió desde una base concebida previamente, que se creó para simplificar de alguna manera lo que él ya había expuesto en El ser y la nada (1943).

¿Quién puede decidir sobre el valor de enseñanza de un viaje, sobre la sinceridad de un juramento de amor, sobre la pureza de una intención pasada, etc.? Yo, siempre yo, según los fines por los cuales los ilumino.

En El existencialismo es humanismo, como se tituló a esta conferencia, Sartre comienza apuntando a las críticas realizadas en contra del existencialismo, corriente planteada en aquellos momentos por él mismo junto a otros pensadores, como Simone de Beauvoir o Albert Camus. Dice que, en el devenir del desarrollo de su planteamiento existencialista, se han venido dando una serie de análisis erróneos a los que pretende dar respuesta, razón principal para el evento filosófico de aquella tarde en París. Estas críticas al existencialismo, enumeradas en el discurso, son: que se empeña en el lado negativo de la vida, en su «lado malo»; que no lleva a actuar y quiere que el individuo se quede «quieto»; que no da pie al desarrollo del espíritu comunitario de la humanidad; que, al negar la existencia de valores a priori, conduce a una especie de anarquía. Sartre llegó al Maintenant dispuesto a dar respuesta a todas a ellas.

El existencialismo, basado en el «yo pienso» de Descartes, es definido por él como la filosofía que entiende que la existencia precede a la esencia. Ahora bien, ¿qué quiere decir con esto? Podemos explicarlo negativamente: la naturaleza humana (o su esencia) no existe antes que el humano, así como no existe una idea de Dios creador o demiurgo-artesano que haya construido el mundo con sus manos, ni tampoco una lista de valores naturales que debamos cumplir siguiendo una ley moral-natural. El individuo se da cuenta de que piensa, se da cuenta de sí mismo, y de esa nada comienza a construir y definir su vida: «empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo y después se define» (El existencialismo es un humanismo). Con ello se apunta a que el individuo va a llegar a ser lo que elija para sí mismo que ha de ser, que su «proyecto de vida» depende de él. Al darse cuenta de sí mismo, al pensarse, el individuo también se percata de su soledad (ausencia de un dios padre, de un ente preexistente) e incluso de su abandono. Soledad y abandono, sin embargo, se transforman en Sartre en la libertad del individuo para conseguir una interpretación de lo que le rodea y tomar decisiones propias. Una libertad que, por otro lado, no deja de ser condenatoria: estamos obligados a ejercerla, a elegir entre la tesitura del bien y del mal. Queramos o no, incluso si nos desentendemos, estamos tomando una elección. Dice Sartre:

La vida no tiene sentido a priori. Antes de que ustedes vivan, la vida no es nada; les corresponde a ustedes darle un sentido, y el valor no es otra cosa que ese sentido que ustedes eligen.

Con lo anterior, dos de las críticas han sido ya negadas: el existencialismo no invita a la quietud, sino que estima que se deben tomar acciones precisamente porque nadie más las puede tomar por nosotros, y no está empeñado en el lado negativo de la vida, sino que se percata de que somos nosotros quienes debemos construírnosla y asumir las consecuencias de lo construido. Pero ¿dónde queda el carácter comunitario del ser humano y cómo explica que el existencialismo no lleve a la anarquía? Sartre defiende que el individuo toma sus decisiones de manera responsable con respecto al resto de individuos; cuando elegimos el tipo de persona que queremos ser, el resultado no sólo nos afectará individualmente: lo hará a toda la humanidad. De ahí que hayamos de hacerlo preguntándonos siempre qué pasaría si todos eligiésemos tal camino; entonces estamos haciéndolo con carácter comunitario y, todos juntos, estamos construyendo una escala de valores, algo que se aleja de lo anárquico.

Un último planteamiento se vislumbraba para Sartre a la hora de realizar su discurso en París: ¿por qué vincular el existencialismo con el humanismo? Quedaba claro que el suyo no era un pensamiento como el del discurso de Pico della Mirandola (vid. Carlos Goñi, Pico della Mirandola. Discurso sobre la dignidad del hombre), que posiciona al individuo como centro del universo, o el de Kant, donde la humanidad se determina desde la moral, desde la «buena voluntad» (vid. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres), pero no dejó la oportunidad de llamarlo también así porque en el existencialismo el mayor proyecto es el que hace el ser humano, es el ser humano en sí mismo:

Humanismo porque recordamos al individuo que no hay otro legislador que él mismo y que es en el desamparo donde decidirá de sí mismo.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2021/12/24/la-defensa-humanista-del-existencialismo/?fbclid=IwAR3g36q2V0VKWMl_dAn4J77j5gNdWNVpNzcsAZgt4m7W6Paa06UHmKNk-gc

¿Debe tomar partido el intelectual?

La discusión pública está vacía de pensamientos profundos. Algunos filósofos piden más compromiso con la actualidad y otros escritores exigen que se lea más: para elegir (y votar) hay que leer.

Juan Carlos Laviana

«¿Qué está sucediendo con el pensamiento humanístico para que se le desprecie de esta manera?», se plantea Irene Vallejo en conversación con Eduardo Madina (Ethic). Hablan sobre la marginación de las «maltrechas humanidades» en nuestro sistema educativo. «¿Por qué se pregunta tan poco a los filósofos?», insiste la escritora, que cree que las humanidades son esenciales para evitar el deterioro de nuestro sistema democrático. Lo explica con un ejemplo muy gráfico. «Me gusta mucho una etimología que dice que el elector, el que elige en unas elecciones, lleva dentro el concepto de lector. El elector es alguien que lee la realidad, lee los conceptos, los interpreta y así sabe cómo elegir. Solo crearemos una comunidad de electores si somos buenos lectores de la realidad».

Diego Garrocho es de los que cree «urgente» que la ética y la filosofía
estén más presentes en la discusión pública. Se lo trasmite a David Mejía (The Objective). «La participación en la esfera pública no debería ser una opción. Es legítimo que haya gente que no quiera tomar partido […], pero sí creo que de alguna manera debemos estar presentes y debemos transferir el conocimiento que se genera en la academia y llevarlo a un público más amplio».

«El feminismo funciona mejor cuando es divertido». Caitlin Moran

«Muchas veces –continúa Garrocho– desde la academia se piensa que opinar sobre cuestiones de actualidad es un descenso desde esas grandes preguntas aladas, alambicadas y barrocas. Pero yo no creo que haya un descendimiento, lo que hay es un compromiso con la actualidad, un compromiso con la circunstancia en el sentido más propiamente orteguiano. La obligación de un pensador, con toda la modestia que entraña la palabra pensador, es pensar lo que pasa y por qué pasa en esta circunstancia concreta». El profesor sugiere que la columna periodística puede ser un buen vehículo.

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Manuel Jabois no es filósofo y tal vez por eso tiene un concepto distinto de la columna, según le cuenta a César Suárez (Telva). «Yo creo que la gracia de las columnas de opinión es que no opines. Para mí contar una historia es dejar una pregunta en el aire, aportar un punto de vista pero sin demasiada contundencia. Mi verdadera cultura es la de la calle, la de la gente que he conocido. No te puedo citar a Cicerón, pero sí al chico que vive debajo de mi casa, y en general es más interesante que Cicerón».

«La gracia de las columnas de opinión es que no opines». Manuel Jabois

El productor de cine Enrique Lavigne considera «un error politizar la cultura». Así se lo deja dicho a Mirian San Martín (Vozpópuli). «Se ha usado como moneda de cambio y se ha empleado mal. Somos prisioneros de esa etiqueta y hemos sacrificado parte de nuestra identidad y de nuestra independencia con este tipo de manipulaciones políticas. Hay que saber separarlo totalmente. Es un enorme error del que nos arrepentiremos».

Quien sí participa mucho en la vida pública es Luis García Montero. En Esquire responde así a la pregunta ¿qué le ha enseñado la poesía? «Que la verdad es un punto de llegada, no de partida, que hay en el ambiente muchas corrientes de opinión, muchos prejuicios, muchas modas y quien se dedica a subirse a una moda, acaba repitiendo como un loro lo que flota en el ambiente. Por eso la verdad hay que buscarla y es un punto de llegada, hay que hacerse dueño de las opiniones propias, de los sentimientos propios y de las propias palabras».

P.S. La escritora Caitlin Moran entra en un debate candente con Leticia Blanco (El Mundo): «Creo que el feminismo funciona mejor cuando es divertido y puedes hacer bromas, como yo. Y esa idea de que algún día podrías ser una mala feminista y hacerlo mal y ser eliminada del feminismo para siempre no nos está haciendo ningún favor. […] Pero no me gusta esta narrativa de que las mujeres tienen que ser increíbles, que tenemos que ser el doble de inteligentes que un hombre y trabajar el doble de duro. El futuro que quiero es que las mujeres puedan ser tan estúpidas y perezosas y tontas y simples como los hombres. […] Realmente espero que las mujeres de la próxima generación puedan ser un poco más promedio, que puedan ir caminando por la calle sin pensar en nada, como un hombre».

Fuente: https://www.elespanol.com/el-cultural/opinion/jardines-colgantes/20220711/debe-tomar-partido-intelectual/685551447_12.html

Jorge Freire: «Solo es libre quien sabe gobernarse»

Jorge Freire, filósofo y escritor, publica Hazte quien eres. Y advierte: no es un libro de autoayuda, a la que califica como «una ideología neoliberal envuelta en un discurso bobalón y complaciente, que ofrece soluciones fáciles apoyándose en el mito del individuo libérrimo y decisionista». Muy al contrario, su obra es «una requisitoria contra el narcisismo individualista», dice.

Por Gonzalo Muñoz Barallobre

La obra del filósofo y escritor Jorge Freire (Madrid, 1985) comienza con dos ensayos, uno sobre Edith Wharton y otro sobre Arthur Koestler. Pero es su obra Agitación. Sobre el mal de la impaciencia (Páginas de espuma, 2020) la que le lleva al gran público (fue uno de los libros más vendidos durante la cuarentena) y al reconocimiento de la crítica (El Confidencial y El Cultural lo incluyeron entre los mejores libros de 2020). Ahora publica Hazte quien eres. Un código de costumbres (Deusto, 2021), un libro lleno de sabiduría que recomendamos de manera activa a nuestros lectores.

En la portada leemos: Hazte quien eres. Un código de costumbres. Lo primero de todo, ¿qué diferencia a un libro de filosofía de uno de autoayuda? 
La autoayuda no es más que ideología neoliberal envuelta en un discurso bobalón y complaciente. Ofrece soluciones fáciles apoyándose en el mito del individuo libérrimo y decisionista. Aunque su título llame a engaño, Hazte quien eres es una requisitoria contra el narcisismo individualista. Sobra decir que no hay en él respuestas mágicas. La filosofía, si se inscribe en la vieja tradición de las consolatione, como es el caso, ora te pone una mano en el hombro y te infunde ánimo, ora te agarra de la pechera y te zarandea. Quiero que este código de costumbres sea un aldabonazo para el lector.

¿Quién es el hartosopas y por qué lo considera el símbolo de nuestro tiempo?
La democratización del señoritismo corre pareja al empobrecimiento de la clase media. Nos damos «lujos» como cenar unas salchichas premium o una hamburguesa gourmet, y después de comernos un menú de nueve euros en Casa Emilio, ponemos en TripAdvisorque el servicio era mediocre. ¿Cómo no va a ser el hartosopas el santo patrón de nuestra época? Este castizo personaje, en tiempos idos, nunca salía de casa sin llenarse el jubón de migas y engrasarlo con tocino, aun cuando no tuviera dos reales. Era su forma de patentizar que no era pobre, puesto que iba harto de sopas. Hoy se pringaría el blusón de salpicaduras y lo enseñaría en Instagram.

«La democratización del señoritismo corre pareja al empobrecimiento de la clase media. Nos damos ‘lujos’ como cenar unas salchichas premium o una hamburguesa gourmet»

Menciona que hoy la gente practica una sinceridad a discreción… ¿Qué opinas de aquellos que se autodenominan «sincericidas»? 
No puedo con ellos. Cuando alguien pretexta que es muy sincero, es que va a soltar alguna grosería. Ya decía Ortega, con razón, que lo espontáneo del hombre es el mono. ¡Qué manía tienen algunos de hablar «sin pelos en la lengua» y decir «las cosas claras»! ¿Sinceridad a discreción? Mejor practicar la discreción a secas y que la sinceridad se la guarde uno donde le quepa.

Heráclito escribió que «el carácter es destino». ¿Cree que la gente sabe distinguir entre temperamento y carácter? 
El carácter no cambia. Cosa bien distinta es el temperamento, cuyas aristas conviene limar. Por supuesto, muchos no se atreven a hacerlo, y por eso lucen pétreos, uniformes y desgastados, como cantos rodaos. Si no lo haces tú, ya lo hace la vida por ti. El otro día, viendo un vídeo de Jero García en el que reconvenía a un chaval con un genio terrible, me preguntaba por qué no se enseña a nuestros adolescentes a controlar la impulsividad. Cuando es incapaz de empuñar las riendas del caballo díscolo, el auriga se expone a un castañazo.

En el capítulo Despierta del letargo dice: «Le encantaría plantar un árbol, pintar un cuadro, montar una maqueta del Titanic o escribir un libro, o al menos eso dice, pero, mira tú por dónde, se pasa el día mirando el WhatsApp». ¿No decía Spinoza que la impotencia era una forma de tristeza? 
Quien renuncia a cultivar los dones que le han sido otorgados es como el campesino que lanza semillas fuera de surco, haciendo que se agosten; pero el campo, en este caso, es uno mismo. Cultura es cultivo. Por eso quien renuncia a cultivarse rápidamente se llena de yerbajos y se enmaleza. Nada hay tan malo, a este respecto, como la pereza. Acertaron los Padres del Desierto cuando la declararon pecado mortal. El perezoso es una caricatura de sí mismo.

En otro capítulo, Domínate, habla de la importancia de postergar la gratificación. ¿Por qué es tan importante? 
Porque solo es libre quien sabe gobernarse. Como decía hace unos días Juan Arnau, si la libertad se redujese a satisfacer deseos, un bebé satisfecho sería libre. Sócrates llamaba enkrateia al dominio de uno sobre sí mismo. Quien carece de ello sufre de akrasia y es, en consecuencia, un incontinente, como ese bebé que se hace pis encima. Que la sociedad consumista no nos engañe: cumplir voliciones no nos hace ser quienes somos. La liebre siempre corre más que los lebreles.

Habla del thymos, del coraje, y su importancia en el día a día de todos nosotros. ¿No le parece que la educación de hoy crece de espaldas a esta noción?
El thymos era, según Platón, la tercera parte del alma. Puede traducirse como honor, como arrojo, como coraje… Palabras, todas ellas, que hoy no están bien vistas. Por eso el sujeto contemporáneo, compuesto de razón y deseo, no es más que un zampabollos consumista. El homo economicus no da para más. ¿Por qué tantos docentes renuncian a educar a sus catecúmenos en la fortaleza de carácter, en la valentía, en la nobleza? Porque son hijos de su tiempo. Ante eso solo queda seguir el consejo de Schiller: vive con tu siglo, pero no seas obra suya. Seamos, pues, extemporáneos.

«Sócrates llamaba enkrateia al dominio de uno sobre sí mismo. Quien carece de ello sufre de akrasia y es, en consecuencia, un incontinente. Cumplir voliciones no nos hace ser quienes somos»

En el capítulo 3 del libro señala que la naturaleza humana es mimética. ¿Qué importancia tiene para usted la capacidad de admirar? 
Es bueno tener un superior ante el que velar armas. Hasta Julio Cesar derramó lágrimas en Cádiz ante la estatua de Alejandro. Poner la proa hacia el ideal no basta para llegar a puerto, pero al menos avanzas un buen trecho.

Escribe: «[…]el pobre viejo no era más que un ejemplar típico, y su vergüenza resultaba insignificante: no tenía siquiera el ingenio de inventar un vicio nuevo.» ¿Cuál es el vicio principal de nuestra sociedad?
Cuando la virtud mengua, el vicio se desdibuja. Y el vicio de nuestra sociedad es, precisamente, su falta de sustancia. Quienes son ajenos a la voluptuosidad, el azar y la ebriedad tienen que contentarse con el porno, las tragaperras y el botellón. En sus pecadillos, que son veniales, llevan la penitencia.

En el libro habla sobre la necesaria búsqueda del placer y al hacerlo menciona el placer inútil. ¿No estamos ante un oxímoron? 
La vida es un juego, y por ello la observancia de sus reglas resulta preceptiva. De igual manera, hay placeres que son inútiles, y ello no les resta importancia; son, de hecho, los mejores. ¿Cómo disfrutar de ellos? Educando el gusto. Para los ilustrados, tan importante era consultar la Enciclopedia como ejercitar la conversación en los salones. Convendrás conmigo en que es bueno que algunas cosas se sustraigan de lo instrumental. 

Me gusta mucho el concepto que aparece en el capítulo Desconfía de los expertos: tecnodicea. ¿Puede explicarlo?
Es uno de los mitos de nuestro tiempo. Con ese concepto —que antes habían usado Patxi Lanceros y Manuel Luna, cosa que entonces yo desconocía— aludo a la creencia según la cual la tecnología solucionará todos nuestros problemas. De esta superstición se sirven los expertos cuando proyectan un futuro ineluctable en que, al calor de la Cuarta Revolución Industrial, nuestras condiciones laborales se verán seriamente alteradas. Ocioso es añadir que, por mucha jerga con que disfracen su cháchara, media poco trecho entre dichos expertos y el arúspice romano que escrutaba las entrañas de una oca. 

A propósito de la tecnodicea, ¿qué opinión le merece el transhumanismo? 
Chatarra averiada del capitalismo avanzado. Se afianza en un mito, cuando menos discutible, según el cual la naturaleza humana es infinitamente dúctil. Y cuenta con un elemento escatológico, también harto cuestionable, que establece la superación de la humanidad por sí misma. Qué quieres que te diga… Me encantaría que, como al final de 2001, pasásemos de ser el atribulado David Bowman a ser ese bebé cósmico tan rozagante y tan luminoso. Pero me cuesta tomar en serio toda esta mitología redentorista. Conque a otro perro con ese hueso.

«Pensar que uno se basta y sobra, que a nadie debe nada, es como marcar gol y pensar que no precisas del concurso de los otros diez jugadores. Desconozco si la ingratitud está de moda, pero goza de muy buena salud»

¿Qué es la turbonormalidad? 
La realidad hormonada y tumefacta que muestran las redes sociales. Nada hay más turbonormal que meterle filtros a la vida hasta que pegue el cantazo. El turbogusto, que es la deformación del gusto por adecuación a la turbonormalidad, establece un canon de belleza formado por los ojos de anime, las pestañas magnéticas y el bronceado artificial. Por eso el españolito medio ya no es Alfredo Landa, sino un tronista de Mujeres, hombres y viceversa

Los futbolistas se dedican a sí mismos los goles; los músicos, los premios… ¿Está de moda la ingratitud? 
Pensar que uno se basta y sobra, que a nadie debe nada, que es el único artífice de su ventura, es como marcar gol y pensar que no precisas del concurso de los otros diez jugadores. Desconozco si la ingratitud está de moda, pero goza de muy buena salud.

La Academia se fundó sobre el gimnasio de Academo. Nietzsche escribió: «El cuerpo es una gran razón». ¿Por qué el cuidado del cuerpo no aparece en este código de costumbres?  
El «culto al cuerpo» es una gran mentira. Lo que hoy cunde es el odio al cuerpo. ¿Qué tiene que ver el deporte con el olimpismo? Ya no se trata de un ideal de perfección, interior y exterior, sino una mera competición reducible a números. Y no me refiero a los atletas profesionales. Uno sale más o menos satisfecho del gimnasio en función del número de calorías quemadas, de kilómetros recorridos y de litros de líquido cefalorraquídeo exhudados. Competir, competir, competir… El deporte limitado a lo cuantitativo no es más que otra cadena con la que nos aherrojamos.

Fuente: https://www.filco.es/jorge-freire-hazte-quien-eres/

El valor de (atreverse a) pensar

Carlos Javier González Serrano

«El camino de la belleza conduce a la libertad.»
Schiller, Cartas sobre la educación estética de la humanidad

Con el dominio de la tecnocracia y la omnipresencia de las pantallas, cada vez estamos más sujetos emocionalmente a un sinfín de estímulos superfluos que luchan por acaparar nuestra atención y, por tanto, nuestro tiempo. Los grandes imperios económicos procuran mantenernos permanentemente ocupados a través de numerosos incentivos y alicientes que parecen interpelarnos personalmente. Hay una clase de ruido (causante de un existir acelerado, anestesiado y sin sentido de la autonomía) que sólo puede interrumpirse lejos de una pantalla. Hoy la auténtica lucha es por nuestra atención: sobre a quién permitimos que se adueñe de ella. Hay que educar la atención.

Esta preocupante y nociva circunstancia conecta de modo directo con la manera en que buena parte de la sociedad está siendo empujada a vivir. Me refiero a la hiperproducción del sujeto contemporáneo, tan bien caracterizada por el pensador surcoreano Byung-Chul Han en todas sus obras. En uno de sus libros más contundentes y recomendables (Psicopolítica), Han asegura que «hoy creemos que no somos un sujeto sometido, sino un proyecto libre que constantemente se replantea y se reinventa», postura ilusoria que el autor destapa de esta forma: «Pues bien, el propio proyecto se muestra como una figura de coacción, incluso como una forma […] de sometimiento«.

No sólo la juventud (como suele denunciarse bajo prejuicios edadistas), sino la sociedad tomada como un todo ha caído en una coacción mediante la cual los dispositivos móviles se han convertido en instrumentos de sometimiento y regulación de nuestro tiempo. En este sentido, se nos ha hecho esclavos voluntarios de una autoinducida hiperproductividad en la que el amo y el esclavo son el mismo usuario: es el sujeto del rendimiento el que se obliga a trabajar en sí mismo, a lo que Han llama «el sujeto neoliberal». La aparente libertad nos convierte en esclavos, pues –en expresión de Han– «el neoliberalismo es un sistema muy eficiente, incluso inteligente, para explotar la libertad. Se explota todo aquello que pertenece a prácticas y formas de libertad, como la emoción, el juego y la comunicación».

La filosofía, como ejercicio en el que se pone en juego la palabra activa y donde se lleva a cabo un libre intercambio de pareceres argumentados, fundados en un conocimiento o aparataje intelectual (el propio de la historia de la filosofía), ha de propiciar –y de hecho propicia, si no se presenta de una manera dogmática– la toma de conciencia de esta peligrosa deriva antropológica contemporánea mediante la cual el sujeto queda transformado en una suerte de órgano sexual de reproducción del capital. La filosofía como revolución intelectual. Como rebelión de la inteligencia.

Mediante un sucedáneo de libertad, se nos insta a participar de continuo en un plural y entretenido juego de mercadeo en el que se ponen en venta nuestros intereses, gustos, relaciones y apetencias. Nuestra intimidad. Resulta casi imposible hacer una pausa entre tanto ruido, y cuando esa pausa se lleva finalmente a cabo es señalada y causante –en no pocas ocasiones– de una particular culpa: la de sentirse aislados o apartados del sistema. Byung-Chul Han también apunta en este sentido:

Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema. En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal. No deja que surja resistencia alguna contra el sistema.

A través de las herramientas que proporciona la filosofía en su vertiente de aprender a filosofar (es decir, a pensar consciente, libre y responsablemente), quien se inicia en el proceder filosófico es capaz –o al menos se pone en condiciones– de percatarse de que mediante tales dinámicas tecnocráticas ha acabado por ser un explotador voluntario de sí mismo. A ello podemos añadir estas palabras de Emilio Lledó (Sobre la educación):

Enseñar a pensar quiere decir, fundamentalmente, dejar que la inteligencia, con el cultivo de las preguntas elementales, de las informaciones elementales alejadas de los intereses con que la autoridad entremezcla sus instituciones educativas, alcance su libertad y, con ella, su autarquía.

Es a esto y no a otra cosa a lo que se refirió Kant en sus escritos sobre la Ilustración cuando aludió a la minoría o mayoría de edad de la población. Quien se atreve a pensar por sí mismo es quien, con ello y a la vez, se atreve a caer en la cuenta de que uno se encuentra en un mundo, y lo habita, pensándolo desde una configuración previa que le viene dada. En nuestro caso, el imperio de la tecnología. La filosofía, pero sobre todo el ejercicio del filosofar, invita a cuestionar esa configuración previa, preestablecida o masticada para reflexionar activamente sobre el escenario que habitamos. No por el hecho vacuo o diletante de pensar por pensar, sino por el compromiso de pensar para actuar.

Otro punto importante, sugiere Kant, es que cuando este movimiento de ilustración personal se ha iniciado, no puede detenerse, es imparable, porque la razón se percata de la importancia de encontrar evidencias objetivas y autónomas de cuanto se piensa y se hace. Tal es la exigencia que la propia razón se impone a sí misma, como Kant sugiere en el primero de los prólogos de la Crítica de la razón pura:

La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón…

Pero si queremos elegir un fragmento que culmine estas ideas, acaso el más certero sea este:

Lo primero de todo es hacer madurar el entendimiento y acelerar su desarrollo, ejercitándolo en juicios de experiencia y llamando la atención [del estudiante] sobre todo aquello que le puedan aportar las contrastadas impresiones de sus sentidos. […] En una palabra: [el profesor]No debe enseñar pensamientos, sino enseñar a pensar. Al alumno no hay que transportarle sino dirigirle, si es que tenemos la intención de que en el futuro sea capaz de caminar por sí mismo (Kant, “Nachricht von der Einrichtung seiner Vorlesugnen in dem Winterhalbenjahre, 1765-1766”).

O quizá, como hacemos habitualmente en El vuelo de la lechuza, debamos volver a María Zambrano (Hacia un saber sobre el alma, «La vida en crisis»):

Lo grave es resbalar sobre la propia vida sin adentrarse en ella, y puede ocurrir con suma facilidad.

La continua sobreestimulación a la que la vida contemporánea se encuentra expuesta nos impide, en muchas ocasiones, hacer un alto en el camino para pensar en la nociva dinámica que la hiperaceleración de numerosos procesos ha impuesto –y hemos permitido que nos impongan– en nuestras vidas.

Detenerse es hoy sinónimo de pasividad; frenar supone quedar relegados, atrasados: a veces, incluso, ninguneados. Des-aparecer es sinónimo de no-ser. Esto ha conducido a un cambio, morboso y muy perjudicial, de nuestra percepción del tiempo, que se nos antoja insuficiente para, precisamente, poder estar presentes en todos lados y en cualquier momento. La permanente disponibilidad es otro de los valores contemporáneos en alza, y junto con ella, la hiperproducción del sujeto, en quien se ha delegado el ejercicio de una mediatizada libertad que ha hecho de él un producto que se consume a sí mismo. De mano de estas circunstancias, se ha incrementado la sensación de cansancio y hastío: bajo una engañosa apariencia de cambio, llevamos a cabo las mismas tareas una y otra vez al amparo del imperativo del scrolling, en busca de lo nuevo que, sin embargo, no es más que una continua repetición de lo mismo. Como reza el dictum latino: eadem, sed aliter. Es decir: lo mismo, pero de distinta manera.

Arthur Schopenhauer hizo uso de este lema para referirse a la eterna dinámica de la naturaleza, que, a su juicio, transcurre de manera circular: las escenas siempre son las mismas; sólo cambian los personajes y los decorados. Dejando ahora a un lado el pesimismo del autor alemán, y sin ahondar en la pesadilla nietzscheana del eterno retorno (en su versión más terrorífica o lovecraftiana), su diagnóstico sobre la tiranía de lo aparentemente novedoso resulta más actual y espantosa que nunca. Es cierto que Schopenhauer se refería a la dinámica de la historia, que, a su juicio, no hace más que repetirse sin descanso en un proceso sin fin del que todo lo existente es víctima propiciatoria. Pero fue también el filósofo de Danzig quien, por primera vez en la Modernidad, puso sobre la mesa la naturaleza incandescente de nuestro deseo, la esencia insaciable de nuestra voluntad, siempre expuesta al ilusorio ejercicio de continuas satisfacciones que nunca llegan a colmarnos.

Cuando dejamos de desear, llega entonces –sostenía Schopenhauer– el aburrimiento, y por eso «uno será suficientemente afortunado si queda todavía algo por desear y anhelar, para que se mantenga el juego del perpetuo tránsito del deseo a la satisfacción, y de ésta a un nuevo deseo», escribía el filósofo: todo, a fin de cuentas, para no topar con «esa parálisis que petrifica la vida y se muestra como temible aburrimiento». Un análisis que, sin duda, podría haber sido escrito hoy mismo.

Frente a estas instigadoras apetencias y frente a estos insidiosos empeños que se ven acompañados, por otro lado, por la continua fuga de las cosas, por el carácter pasajero de nuestra vida y de los avatares mundanos, hace aparición una disciplina, tan denostada en ocasiones en nuestros sistemas públicos de educación, que ensalza nuestra condición intelectual sin desmerecer, por ello, nuestra condición sensitiva. Más aún: premisa para saborear en toda su amplitud las mieles corporales (como fueron llamadas por el poeta latino Lucrecio) es la de desarrollar, y fomentar el desarrollo, de nuestras potencias intelectuales.

Ya escribió una de nuestras poetas más universales, la gallega Rosalía de Castro, que, como la sed del beodo, que nunca se sacia, así también es la sed del alma, que jamás encuentra definitivo consuelo o rotunda consumación. O la apasionada pensadora Simone Weil, para quien, tan comprometida con asuntos sociales y políticos, siempre queda un resto que no puede ser saldado por las fuerzas físicas, y que debe ser escrutado por lo que el mismísimo Goethe llamó geistige Kräfte: potencias o fuerzas espirituales. O la mencionada malagueña María Zambrano, cuando reivindicó el conocimiento poético-musical de la realidad como entrada privilegiada a un universo, el universo intelectual humano, que no puede prescindir del poder de lo mítico, de lo melódico (frente a lo armónico, lo ordenado): en definitiva, de cuanto resuena más en el corazón que en la cabeza.

Esa disciplina a la que me refiero, ya se habrá adivinado, es la filosofía. Una filosofía que no tiene que ver en exclusiva con las aulas universitarias ni con sesudos tratados teóricos; tampoco con pomposos despachos o cátedras intocables, ni mucho menos con un reducto académico circunscrito al ejercicio de mentes conspicuas. La Academia, como atalaya en la que se salvaguarda el conocimiento, es del todo necesaria; pero eso no significa que aquello que sucede entre sus paredes haya de permanecer oculto o aislado.

La filosofía, y más que nunca en tiempos de crisis antropológica, debe pertenecer al acervo cultural común. Sobre todo, en su vertiente más social. La filosofía se convierte en rebelión intelectual frente a los yugos de nuestro tiempo: redes sociales, exceso de información, polarización política, ghosting, adicción a un entretenimiento superfluo, difuminación de la frontera entre trabajo y ocio… En su vertiente práctica, la filosofía encierra y promueve la valentía para detenerse y detener el tiempo y poder convertir su dimensión cronológica en dimensión kairológica: es decir, en sentido.

Inmersos en un curso del mundo que no deja espacio para la desposesión de ese mismo mundo, en el que nos vemos abocados a una opresiva e insistente demanda de participación (que no es activa, sino crudamente pasiva y paciente), la filosofía invita, primero, a reflexionar sobre ese costoso dinamismo –en términos personales y sociales– y, después, a actuar sobre él para entorpecerlo y crear un ineludible paréntesis. La filosofía es esa terra incognita, siempre por explorar, que media entre nuestro deseo y su satisfacción; entre el presente y un futuro que nos presentan como lo distinto en medio de una atroz homogeneidad. La filosofía, en definitiva, es la disciplina que nos ayuda a esgrimir argumentos para llevar a cabo una defensa de todo aquello que ha quedado soterrado, cuando no olvidado, en virtud de los requerimientos de una contemporaneidad que nos aleja cada vez más de nosotros mismos. Claro síntoma de esta desposesión de nuestra mismidad es el terrible miedo que se cierne, en nuestros días, sobre todo lo tocante a la soledad: somos aguijoneados, de continuo, por la imposición de compartir, de estar en persistente contacto con los otros. Un otro desdibujado que, en realidad, es un cualquiera. Las relaciones se han convertido en conexiones. Y esto sí es el infierno sartreano del Otro.

La filosofía, al fin, como herramienta intelectual milenaria que sobrevive a los embates de quienes desean que sólo miremos hacia delante sin reparar, nunca, en lo que ocurre: aquí y ahora. Para hablar sobre ello. Para pensarlo. Y, llegado el momento, para transformarlo.  

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/07/01/el-valor-de-atreverse-a-pensar-la-urgencia-de-la-filosofia-y-del-pensamiento-comprometido/

Hacer presente lo ausente: «El jardín de los Finzi-Contini», de Giorgio Bassani

David Galcerá

El historiador Herodoto escribió su obra para que los grandes hechos de la humanidad no pasaran desapercibidos. Siglos más tarde, Alessandro Manzoni decía en el prólogo a Los novios que la historia es una lucha contra el tiempo, y que él escribía para que las vidas de los personajes humildes no quedaran enterradas bajo el peso abrumador de aquella. También Giorgio Bassani siguió la estela del gran maestro de la literatura italiana.

Giorgio Bassani (1916-2000) nació en Bolonia, pero el novelista lo considera casi como un accidente. Es en Ferrara donde vivió antes de trasladarse a Roma. Bassani, como Primo Levi y tantos otros, era un judío asimilado plenamente a la cultura italiana. De joven fue testigo de las leyes raciales de la Italia de Mussolini contra los judíos. Aunque declaró en numerosas ocasiones que su despertar respecto al mundo burgués se produjo antes, sin duda las leyes de discriminación racial, especialmente a partir de 1938, marcaron un punto de inflexión en su vida y en la de sus conciudadanos. Se adhirió al Partido de la Acción, grupo que aglutinó intelectuales y numerosos judíos en la Resistencia contra el fascismo.

Los judíos de Ferrara vivieron un momento especialmente brillante en el siglo XVI bajo la protección de los duques de la Casa de Este, prototipos del príncipe renacentista. A Ferrara llegaron numerosos judíos que habían sido expulsados de España y de Alemania. De hecho, entre 1540 y 1570 Venecia y Ferrara se convirtieron en los centros más importantes de asentamiento de los sefardíes en su camino hacia el imperio otomano. Pero, tras la muerte del duque Alfonso II en 1597, Ferrara fue incorporada a los Estados Pontificios y los judíos fueron recluidos desde 1627 en un gueto del que saldrán brevemente en época napoleónica y, de manera definitiva, con el Risorgimento. Una placa en el edificio de las sinagogas en Via Mazzini conmemora hoy la recepción de los judíos sefarditas, expulsados de España en 1492; en dicha placa se les agradece la aportación cultural que trajeron a la ciudad.

La formación del Estado nacional con el Risorgimento y la emancipación de los judíos fueron paralelas. Éstos estuvieron en la vanguardia de la alfabetización, de la reducción de las tasas de natalidad y de mortalidad, en el feminismo y en la presencia en la vida política. Podríamos decir que la irrupción de los judíos en la vida pública produjo un efecto de asimilación de la sociedad a algunos de los valores de las comunidades judías.

Pero todo cambió con el fascismo. Italia siempre había estado luchando por una identidad nacional, incluso tras el Risorgimento. De hecho, la entrada en la Gran Guerra en 1915 era un medio de buscar su lugar como nación. Tras la guerra, el fascismo se erigió como heredero de quienes habían estado en las trincheras, y siguió con esa labor de formación nacional, de determinar qué significa ser italiano. Aunque no era tanto una posición biológica como de identidad, Mussolini exigía que los judíos clarificaran su adhesión al pueblo italiano. En un principio quedó en eso. Pero el contacto con las colonias hizo aumentar la necesidad de definir la raza italiana. A pesar de la presión alemana una vez que Mussolini se alió con Hitler, el antisemitismo no podía explicarse sólo como una imitación del aliado teutón, como sostuvo el historiador Renzo De Felice.  Michele Sarfatti (Gli eberei nell’Italia fascista), que contradice esa tesis, sostiene que se puede establecer una continuidad del antisemitismo italiano en varias etapas, todas ellas etiquetadas bajo el rótulo de «persecución»: en primer lugar, la persecución de la paridad respecto a los italianos (1922-1936), en el sentido de no ver a los judíos como iguales respecto a los italianos; en una segunda etapa, esta deriva toma cuerpo en la supresión de los derechos de los judíos (1936-1943), siendo un momento clave el Manifiesto de la raza del 15 de julio de 1938 que define, aunque de modo confuso, lo que es la «raza italiana», pero en el que queda claro que los hebreos no pertenecen a ella; finamente, llegamos al trágico momento de la persecución de la vida que culmina en la política de la República de Saló (1943-1945).

La Ferrara de Bassani es la Ferrara de aquel tiempo, de los años del fascismo y de la entrada en la Segunda Guerra Mundial, de la desaparición de muchos de sus ciudadanos, especialmente de judíos. De ello dan testimonio sus obras. Las novelas del escritor italiano tienen algo de autobiográfico, pero son también rememoraciones de una ciudad y de un tiempo en un recorrido que más que invitar al lector a transitarlo es el lector el que se siente visitado por la calles, las plazas y los ambientes en que reviven personajes pretéritos. Eso es mucho más de lo que puede decirnos la cultura memorial, necesaria por otra parte, y muy presente en Italia en las numerosas placas que recuerdan encarcelados, represaliados o desaparecidos. Las novelas de Ferrara son realistas, pero en un sentido muy distinto al uso habitual, porque muestra que de la realidad también forma parte la ausencia.

Bassani escribió y reescribió su gran obra, compuesta por diversas novelas: Intramuros, El círculo de Ferrara. Destaca El jardín de los Finzi-Contini (1962). Su impacto hizo que la novela del escritor italiano fuera llevada al cine por De Sica; y se puede decir que es el primer film italiano que menciona las leyes raciales del 38, el estallido de la guerra, las primeras derrotas de Italia y la deportación de judíos de Ferrara. De hecho, se extiende bastantes minutos en el tema de la deportación que en la novela sólo ocupa el epílogo. Aunque para Bassani la película era una traición a su idea original, al menos fue fiel en mostrar el antisemitismo en Italia, y mostrar por primera vez  la deportación de los judíos por la policía italiana.

El relato de la novela empieza con un prefacio del autor donde explica lo que originó la historia que va a contar. Todo empieza durante una excursión, en una visita con unos amigos a unas  tumbas etruscas en el cementerio  de Cerveteri, cerca de Roma. Giannina, la niña, pregunta por qué dan menos tristeza las tumbas antiguas que las recientes. El padre responde que eso es debido a la lejanía en el tiempo. Sigue así el razonamiento de Aristóteles (Retórica, II), uno de los primeros teóricos de la compasión, quien decía que dicha virtud se ejerce más con los cercanos en el tiempo y el espacio, y disminuye conforme nos distanciamos en ambas coordenadas. La niña rompe esa lógica: aquellos lejanos antepasados de Roma habían vivido el presente en su tiempo, habían vivido su «hoy».

Giorgio Bassani

Los vivos de aquel tiempo podían, como los que lo están haciendo ahora, pasear por el cementerio y ver sus antepasados y ser así conscientes del recorrido vital, de las etapas de la vida de un ser humano que llega a su plenitud, en que la muerte es una de ellas, como sostuvo Séneca. Como si de otra ciudad se tratara, todos allí tenían preparado un lecho para pasar la eternidad junto con sus antepasados cuando les llegara el momento. Allí le vino a la memoria del escritor la tumba de los Finzi-Contini, apartada, imponente, pero sin belleza en el cementerio judío de vía Montebello, en Ferrara. De aquella familia que él conoció, sólo reposa en su tumba Alberto, porque falleció de enfermedad antes de que el resto fuera deportado. Todos los demás no regresaron de los campos de la muerte: Micòl, hermana de Alberto, a la que amaba el protagonista, su padre, el profesor Ermanno, la señora Olga y la anciana señora Regina. Todos ellos fueron deportados a Alemania en el otoño de 1943 después de la estancia en el campo de internamiento transitorio de Fossoli. No pudieron prepararse para la muerte.

La novela se desarrolla especialmente en esa etapa intermedia de persecución. Aunque muchos judíos se habían afiliado al partido fascista, lo cual no era ningún secreto, ahora se veían apartados de la vida pública. Las medidas del Manifiesto de la Raza de 1938 provocaron que los protagonistas no pudieran acudir a los sitios públicos, como espacios deportivos o bibliotecas, por lo cual el protagonista y otros judíos van a practicar el tenis en la casa de los Finzi-Contini, familia judía de muy buena posición, como muchas otras familias judías de Ferrara.

No faltan las discrepancias familiares por lo que está sucediendo, y por esa posición ventajista de muchos judíos respecto al fascismo. Giorgio acusa a su padre, afiliado también al partido fascista, de pasividad. Éste considera que Mussolini no es como Hitler, sosteniendo lo que luego sería la tesis de De Felice. En cambio, para Malnate, comunista, amigo de la familia y del protagonista, en realidad el advenimiento del fascismo es culpa de quienes no dejaron avanzar a la clase obrera, ya desde el mismo Risorgimento, pasando por los gobiernos del liberal Giolitti y la visión de la historia del idealista Benedetto Croce que, a ojos de Malnate, era una forma de celebrar el Estado liberal y burgués en su interpretación de la historia europea. El fascismo, más que un accidente, es un resultado. Prueba de ello es la naturalidad con que Italia asumió el asesinato del socialista y firme opositor del fascismo Giacomo Matteotti en 1924.

Además del exilio que el protagonista sufre como judío, hay otro exilio que hilvana la obra: la expulsión del paraíso que para el protagonista supone el jardín donde siempre ve a Micòl, la hija del profesor propietario de la casa y sus terrenos. El jardín de los Finzi-Contini es una historia de amor no correspondido. El despertar al amor por parte de Giorgio se produce cuando, debido a la lluvia, él y Micòl se refugian en una vieja carroza. Días después, Giorgio se arrepiente de no haberla besado. Pero de ello se da cuenta más tarde, cuando no puede verla durante largos días por las continuas lluvias. Entonces se da cuenta de que estaba enamorado. Después tuvieron pequeños encuentros inocentes, con palabras y besos. Pero cuando tiempo después Giorgio intenta madurar la relación, y en un arrebato intenta hacer el amor con ella, la joven, tornadiza y caprichosa, le rechaza. Y le pide que distancie sus visitas. Para Micòl, ella y Alberto eran demasiado parecidos: para ambos contaba más el pasado que el presente. Ambos vivían en la tradición de una forma de vida heredada, y no mirando hacia el futuro. Como dice gráficamente Micòl, avanzaban siempre con la cabeza vuelta hacia atrás. Giorgio admite que esa actitud lleva a una vida contemplativa en que se ama más el recuerdo que la vivencia presente.

El epílogo que cierra el libro es un pequeño tratado sobre el corazón. El autor se pregunta: «¿Qué sabe el corazón?». Manzoni, en su famosa novela Los novios, usa esa frase cuando el padre Cristóforo pide ayuda a Dios para proteger a la pareja que ve amenazada su felicidad por un tirano que desea a la joven, y les ayuda a desaparecer durante un tiempo y refugiarse bajo el amparo de religiosos de su confianza. Expresa entonces Cristóforo que el corazón le dice que volverán a verse pronto. El narrador dice:

Cierto, el corazón, a quien lo escucha, tiene siempre algo que decir sobre lo que pasará. Pero ¿qué sabe el corazón? Apenas algo de lo que ya ha sucedido.

La frase de la novela Los novios enmarca el recuerdo de Malnate y de Micòl. Parecería que Micòl podría entenderse con Malnate, más activo y vital, que sueña con el futuro paraíso comunista y no con el pasado, como Giorgio. El primero anhelaba el comunismo. Pero «¿qué sabe el corazón?»… Malnate, irónicamente, partió al frente ruso, de donde no volvió. Allí murió y sus sueños se desvanecieron con él. Micòl se reía de sus anhelos políticos. El comunismo que representa Malnate para Bassani no es un comunismo que sueña realmente con el futuro. Aquí parece verterse una crítica contra el anquilosamiento del comunismo, por su incapacidad de ir más allá de la rigidez del partido. Ese desdén lo encarna Micòl. «¿Qué hubo, pues, entre ellos dos? ¿Nada? Quién sabe».

Micól quiere vivir, y se rebela tanto contra el pasado que significa Giorgio como contra el tipo de futuro que anhela Malnate. Pero ello hay que adivinarlo tras sus palabras; pues en realidad dice que no le importa el futuro, sino el pasado. Como nos aclara en repetidas ocasiones el autor y en la narración Giorgio, en realidad Micòl miente, con la mentira que nace precisamente de las ganas de vivir. Eso le servía de excusa para rechazar por similitud a Giorgio, y ahora para distanciarse por disimilitud con el otro. Micòl choca contra lo que representan uno y otro. Es la única que quiere un futuro distinto, tal vez porque presagia su destino. Y Giorgio sabe ahora que ella mentía, con ese saber que los años traen a destiempo. Es en el recuerdo que nace la certeza; de ahí saca su saber el corazón. Y un nuevo eco de Manzoni permite cerrar el libro:

Y, como aquéllas no eran -lo sé- sino palabras, las habituales palabras engañosas y desesperadas que sólo un beso verdadero podría haberle impedido proferir, sean ellas, precisamente, y no otras, las que sellen aquí lo poco que el corazón ha sabido recordar.

Micòl y casi toda la familia desaparecieron en los crematorios de los campos de exterminio. No hay  ninguna señal en su tierra natal que indique esa ausencia, ni siquiera, a diferencia de los antiguos etruscos, queda marca de ella. Si hacemos caso a una posible etimología de «recordar», sólo al hacerlo el corazón graba sobre sí mismo aquello que ya vivió. En su escaso e incierto saber, el corazón hace presente lo ausente. Como los personajes de Manzoni, quienes realmente escriben la historia desde abajo sólo encuentran su «hoy» en las palabras de quienes hacen real el vacío que dejaron.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/06/23/hacer-presente-lo-ausente-el-jardin-de-los-finzi-contini-de-giorgio-bassani/

El hijo de Gustave Flaubert y George Sand

Óscar Sánchez Vadillo

En Francia andan conmemorando con mucho regocijo el bicentenario del nacimiento de Gustave Flaubert , y verdaderamente da gusto verlos, al fin y al cabo Francia es el único país que yo conozca en el que hay una conciencia lectora sincera y sólida, es decir, donde al gran público o bien le gusta de verdad leer (“de verdad” significa no leer al último concursante de un reality a quien le han redactado un bodrio, sino a, pongamos por caso, Valery Larbaud, que murió en 1957), o cuanto menos envidia y venera a quien lo hace. Así, nuestra querida Francia es el país que descubrió y entronizó a Borges, pero mucho antes a William Faulkner (“Faulkner es aquí Dios”, decía Sartre, cuando en su nación de origen Bill aún no era nadie…), y el lugar también en que la parte gráfica del cómic se elevó más tempranamente a arte. Los irreductibles galos tienen las más cuidadas editoriales, los mejores programas de televisión sobre literatura y, si no fuese porque Estados Unidos es inmensamente más poderoso, multitudinario y rico, tendrían también a las firmas más vanguardistas e influyentes. La única objeción posible que me viene a la cabeza a esta apoteosis francesa de la cultura libresca es que son tan devotos de le plaisir du texte que hasta son capaces de dar por buena cualquier ocurrencia filosófica que venga servida por una escritura que sepa ser tan sugestiva, hechicera e insinuante de quién sabe qué inciertas y recónditas oscuridades libidinales que persuadan el lector de que va a terminar copulando frenética y delicuescentemente con ellas y cuanto más extrañas mejor (el Otro, hay que ver lo que les pone allí arriba el Otro o la Otredad, ya desde tiempos de Paul Gauguin…), siempre que con ello consiga a la vez enemistarse para siempre con el poder imperante. Un amigo mío que ya murió decía que el defecto de los filósofos franceses posteriores o coetáneos a Mayo del 68 es que comienzan una frase, y les está quedando tan bien, ¡tan rematadamente bien! -de eso no cabe duda alguna-, que no les queda otro remedio que concluirla de un modo igualmente bello, por preferencia a verdadero. Si a eso le sumas la cualidad de que esa frase y las subsiguientes ensartadas con más o menos sentido a ella puedan estar de algún modo proclamando la revolución más radical pero desde el lecho de la coyunda, como en el film Hiroshima Mon Amour de Alain Resnais, entonces ya tienes subyugada a toda la Galia y a gran parte del extranjero diletante también… 

No es el caso exacto de Flaubert, Flaubert fue un escritor como una casa al que le gustaba el efectismo como al que más, pero que aprendió a reprimirse desde aquel día en que dos amigos suyos le echaron al barro la primera versión de La tentación de San Antonio. Después de aquello, algo que nunca suele decirse, quizá porque nadie lo piensa así más que yo, Flaubert se decidió a ser todo menos majo[1]. Naturalmente, Flaubert no fue un político, ni un bufón, ni un comercial de móviles, no tenía por qué ser simpático ni agradable, pero no deja de ser curioso. Guy de Maupassant, Vladimir Nabokov, Vargas Llosa o Julian Barnes, que le rindieron y le rinden eterna y justificada pleitesía, jamás mencionan que yo recuerde esa peculiar dimensión de Flaubert, consistente en que Flaubert era un coloso, en persona y como autor, pero nunca conseguirás que te caiga bien, por mucho que lo admires. Más todavía: también es difícil, dificilísimo, que te caiga bien ningún personaje de Flaubert, todos son necios, fatuos, vanos o ridículos. Para que un lector sea entusiasta de la obra de Flaubert tiene que hacerse cómplice del sadismo de Flaubert, algo que ni el propio y morbosillo Sartre quiso asumir al final de su vida. Una novela de Flaubert siempre implica algo -mucho- del rollito “tú y yo somos genios, nos percatamos perfectamente de la estupidez de la gentuza que nos rodea, y vamos a pasarlo bien riéndonos de manera exquisita de ellos”. Todos caen, incluso Charles Bovary. Dicho con otras palabras: Flaubert fue el anti-Dickens poco antes de Dickens, o a la inversa, Dickens fue el anti-Flaubert poco después de Flaubert, y mi corazón será siempre más del inglés que del francés. Dickens era el portavoz del pueblo, Mr. Sentir Común, en tanto que Flaubert era un misántropo absoluto al que gustaba más la imagen de la realidad que la realidad misma -esto ya lo dijo también en ontológico u ontologiqués Sartre[2]. Flaubert eligió a una de sus amantes para convertir la práctica de la literatura en teoría de la literatura, y en esto fue como el joven Heidegger, que tostaba a la pobre Hannah Arendt con cartas de amor escritas también en ontologiqués; mucho “ser” por aquí y mucho “pensar” por allá, pero del tema que nos traía aquí juntos poquito… 

George Sand y Gustave Flaubert

Hacer teoría de la literatura al tiempo que se hace literatura era algo inevitable, si no lo hubiera hecho Flaubert lo hubiera hecho cualquier otro, y poniéndonos finos Edgar Allan Poe ya lo había hecho décadas antes en un sentido no muy distinto al de Flaubert. En realidad, y en mi opinión, mejor y más honestamente que Flaubert, puesto que Poe reconocía que el culto a la Belleza de la Forma tan sólo puede tener lugar bajo las condiciones del onirismo, las drogas y la fantasía, mientras que Flaubert nos hizo un gran lío con aquello de que sólo se puede construir gran belleza allí donde trabajas con un cañamazo realista cuanto más cutre y anodino mejor. No obstante, luego Flaubert te salía con Salambó o La tentación de San Antonio, el reboot, que ya eran más de coherencia/Poe, o sea, de “el arte por el arte” y por tanto admitir que el arte en su máxima expresión y pureza requiere de un mundo paralelo independiente y en cierta medida superior, y sin embargo y con todo a la desdichada Louise Colet (Julian Barnes la pone voz en un monólogo estupendo de El loro de Flaubert, casi lo mejor de esa novela posmoderna por no decir de esa no-novela…) la seguía friendo con aquello de “Madame Bovary soy yo”… ¿En qué quedamos, Gustave, en que tú eres Madame Bovary, o en la desaparición elocutoria completa del autor en su obra? Porque Flaubert sostenía que el narrador está y no está, como Dios en su Creación, sin perjuicio de no dejar de aseverar al mismo tiempo que el buen autor de la novela del futuro es aquel que se busca a sí mismo en los personajes, y no aquel que los atrae hacia sí, sutil distingo o Giro Copernicano de Kant a la inversa -es decir, ptolemaico- que no hay quien lo entienda, o por lo menos os juro que yo no[3]. A reglón seguido, Flaubert vuelve a marear a Louise Colet en otro enredo paradójico sumamente intelectual, que es aquel que se cifra ahora en que aquellos que no aman son asquerosos burgueses sin sesos ni corazón que sólo flipan con el beneficio material, pero a la vez, y para que te fastidies, Louise, que sepas que el amor es imposible y un fracaso seguro, como el propio arte minucioso, neurasténico y perfeccionista[4] al que estoy dedicando mi tiempo, mis desvelos y mi propia vida. Gustave Flaubert es uno de los grandes maestros de la literatura universal, eso no alberga resquicio alguno de duda, pero también, y siempre bajo mi tonto y despreciable criterio, uno de los grandes maestros del despiste especulativo. Ocurre lo mismo con todos los grandes estetas de la historia, la mayoría posteriores y epígonos de Flaubert, que con una mano nos ofrecen el gozo de la belleza y con la otra el jolgorio de la irresponsabilidad. A Nabokov, por ejemplo, le admira sobremanera la facultad de observación de Flaubert, pero por otra parte no cesa de insistir en que en cuestiones literarias todo reside en la irrealidad de la belleza, con lo cual lo mismo hubiese dado describir con prodigiosa exactitud la vida provinciana de Emma Bovary, a la que te piensas cargar pase lo que pase, que imaginarse comarcas de quimera fastuosa e impersonal como las soñadas tiempo después por Lord Dunsany. El resultado es que es más fácil, para mí, llegar a la página cincuenta del Finnegans wake de Joyce, sin entender ni la mitad de lo que has leído, que llegar a la página cincuenta de Bouvard y Pecuchet, entendiéndolo todo. Y hasta es bueno que sea así, porque Flaubert destiló tanta bilis y tanto pesimismo en Bouvard y Pecuchet o en La educación sentimental que casi me quedo -casi no: seguro…- con la alegría ininteligible de James Joyce[5].   

Propriété de Croisset, imaginada por Thomsen, 1937

Por eso, al margen de su inmortal obra, a mi la parte que más me gusta de la vida de Flaubert fue la de su amistad epistolar con George Sand. Me gusta mucho Sand, que como sabéis era una mujer, y también le gustaba a Heinrich Heine, que es mi ídolo[6]. Flaubert, claro, tuvo que meter la pata dejando para la posteridad aquel comentario de que Sand era “un gran hombre”, y que para ser una mujer menudo pedazo de genio masculino encerraba entre sus carnes pecadoras (para cuando Flaubert la conoció, ella tenía 17 años más que él y una figura que el misógino de Nietzsche calificó de “vaca fecunda”, en referencia también a lo mucho que escribía). Sand, Aurore Dupin, era una mujer demasiado experimentada y demasiado inteligente para tragarse las fanfarronadas de Flaubert con la facilidad con que las ingería Louise Colet, así que le dio guerra. Lo cierto es que no se parecían en nada: ella era la perfecta romántica, creyente de buena fe en el progreso humano y en la fuerza de la fraternidad entre los hombres, mientras que Flaubert… bueno, ya dijo también Nietzsche que Gustave era un nihilista sedentario[7]. Flaubert no quiso saber nada de la Comuna de París, por ejemplo, eso era basura, todo era basura, a él únicamente le importaba el estilo (pero subrayar tu estilo personal desde mi punto de vista es lo opuesto de diluirte en tu historia como un dios panteísta: un lío, ya digo); George Sand no se preocupaba del estilo, escribía como quien habla, pero remató su autobiografía deseando lo mejor para el porvenir de la humanidad. Cuando Flaubert le escribió “siento una repulsión invencible a poner sobre el papel cualquier asunto de mi corazón”, Sand le contestó “no lo entiendo en absoluto, pero en absoluto. A mí me parece que no se puede poner otra cosa.” George Sand declara por escrito amar todo, y amar demasiado todo, “los bosques y los campos, todas las cosas, todos los seres que conozco un poco...”, y le dice a Flaubert que “si no tuviera un gran conocimiento de la especie, no te habría comprendido tan rápidamente, conocido tan rápidamente, amado tan rápidamente”… Flaubert, en cambio, confiesa que “soy insociable, todo el mundo me parece idiota”, y, en cuanto a la totalidad cósmica, no tiene para él más valor que lo que de ella pueda ser transfigurado en arte. “Tú –le escribe Sand, casi al final de su vida– con toda seguridad, vas a continuar en tu desolación, y yo en mi consolación”, pero concluye, como corolario de toda una vida de intercambio de impresiones literarias y de las otras: “habría que encontrar el hilo entre tus verdades de razón y mis verdades de sentimiento…[8] Una madraza, Aurore, sí señor. 

Flaubert salió tan gratamente impresionado de las misivas de aquella a la que denominaba su “maestro” que trató de escribir un cuento a la manera de Sand. No imitando su estilo de escritura, sino su manera de sentir. Un corazón sencillo, que es el fruto del injerto sandiano en el duro cactus flaubertiano, es un relato de la vida de una mujer analfabeta, desde su mocedad hasta su muerte, y en el que realmente Flaubert hace el esfuerzo de ver las cosas a la manera de George Sand. Lo intenta de veras, trata a su personaje con cariño, va colocando en columna todos los amores de su vida para sumarlos al final, y, claro, lo que le sale se parece mucho más al padre que a la madre. Porque la cuenta de una mujer humilde que perdió la oportunidad de tener un hombre pasa para Flaubert por perder también a un sobrino, a unos hijos postizos, a su dueña, y, finalmente, a un simple loro que encima de borde, como el propio Gustave, termina disecado. Flaubert lo intentó, ya digo, quiso tener un hijo con George Sand, y el saldo fue este, esta burla del saldo de la vida de la tonta Félicité:  

Un vapor de azur ascendió en el cuarto de Felicidad. Adelantó la nariz aspirándolo con una sensualidad mística; luego cerró los ojos. Sus labios sonreían. Los latidos de su corazón se fueron amortiguando uno a uno, más tenues cada vez, más espaciados, como un manantial que se va agotando, como un eco que se va extinguiendo; y cuando exhaló el último suspiro, creyó ver en el cielo entreabierto un loro gigantesco planeando sobre su cabeza.  

Gustave Flaubert, escritor, doscientos años de su nacimiento: genio y figura hasta la sepultura…  


[1] Bueno, descubro que también lo pensó Jean Paul Sartre, a quien me referiré poco después, y espero que esta coincidencia no nos sirva a los dos de precedente: https://calledelorco.com/2013/12/12/flaubert-sartre/  

[2] El idiota de la familia: “… Lo que quiere profundamente Flaubert, sin tener de ello una conciencia muy nítida no es producir ser, sino, por el contrario, reducir el ser a un inmenso espejismo que se aniquila al totalizarse. Dar el ser al no-ser con la intención de manifestar el no-ser del ser. El sostén de la obra, por cierto, es material; son las palabras impresas; pero el empleo que hace de ellas las irrealiza y el libro impreso llega a ser un centro permanente de desrealización”.

[3] Hay una pintura de René Magritte, La condición humana, que suele ser relacionada con el Tractatus de Wittgenstein; de manera semejante, Magritte tiene otra tela totalmente flaubertiana, conforme a su teoría, que es La llave de los campos… 

[4] Flaubert escribía como los griegos antiguos, para que el texto “sonase” leído en alto, algo que suele ser propio de la poesía, pero desde luego no de la prosa. De ahí sus famosos cuatro días para colocar una coma, algo que se pierde completamente con la traducción. De hecho, creo que en castellano la prosodia en prosa sólo la ha cultivado Valle-Inclán.  

[5] Flaubert aspiró toda su vida a escribir una novela sobre nada, tal cual, y hay que decir que fue aventajado en esto por Samuel Beckett, secretario personal de Joyce en su juventud y autor de la trilogía de Malone muere. Pero buen intento… 

[6] Entre otros, aunque

[7] Otra relación literaria y epistolar imposible pero fructífera

[8] El poeta argentino Juan Gelman lo contaba hace unos años de excelente manera

Fuente: https://hyperbole.es/2021/10/el-hijo-de-gustave-flaubert-y-george-sand/

La bendición del mundo

Francisco J. Fernández

Acerca de El beso de la finitud de Óscar Sánchez Vadillo

La asociación Filosofía en la Calle tuvo hace poco la feliz idea de montar un sello editorial. Fruto de la misma es Kiros Ediciones, donde se acaba de publicar El beso de la finitud de Óscar Sánchez Vadillo1. Cincuentón y madrileño es, como tantos, profesor de filosofía en un Instituto. Pertenece a esa generación intermedia (y hasta cierto punto perdida) que no encontró acomodo académico en su momento, debido, entre otras cosas, a que la generación precedente alcanzó su cénit demasiado pronto (fue aquel tiempo en que la idoneidad se impuso al mérito, pues había que sustituir a toda prisa los viejos cuadros del régimen), provocando sin buscarlo un tapón en la inmediatamente posterior, condenados al nadir.

Sigmund Freud cuenta una anécdota de cuando estuvo en América. Se trataba del anuncio de una empresa de pompas fúnebres que le llamó la atención. Decía algo así: ¿Para qué seguir viviendo si le podemos enterrar por cinco dólares? Esta generación sepultada se niega sin embargo a enterrarse del todo. Lo que ha pasado es que ha esperado gentilmente a que se empezaran a morir los maestros para poder descerrajar su propio ataúd. El beso de la finitud es una de esas apariciones de ultratumba: una selección de artículos en principio casuales (publicados la mayoría en revistas digitales), pero que demuestran una notable coherencia por parte de su autor respecto de unos asuntos sólo aparentemente sencillos porque los trata adrede de una manera antiacadémica e ingeniosa, incluso desfachatada.

Algunos autores sirven para estos propósitos: Platón, Aristóteles, Leibniz, Nietzsche o Heidegger, pero también (aunque en relación más problemática) Spinoza o Fichte o Hegel o Marx, entre otros. Curioso este caso a los grandes de la filosofía cuando al mismo tiempo no se pretende ni mucho menos hacer papirología, que es lo habitual en otros ámbitos respecto de los mismos. En efecto, Sánchez Vadillo acude con total naturalidad a ellos una y otra vez para sostener sus tesis. Son como sus baluartes; los que le sirven para interpretar el mundo, pero también para ahormarlo. Y, sin embargo, por cima de todos destaca Kant (para lo bueno y para lo menos bueno). Leyendo este volumen no he podido menos que acordarme del epitafio que este dejó escrito: «el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí» (se menciona explícitamente en el artículo significativamente titulado «Querido mundo tonto»). Estas dos cosas se encuentran aquí casi del mismo modo: reflexiones en torno a la física y el conocimiento empírico del mundo, por un lado, y reflexiones de tipo moral o práctico. El rigorismo moral de Sánchez Vadillo no se queda a la zaga del de Kant. Es más, yo diría que hasta lo supera, aunque superarlo signifique para mí decidirse definitivamente por cómo entender el nosotros kantiano, pues cabe hacerlo, como vio Foucault, insistiendo en la humanidad de lo humano o en la humanidad entendida como conjunto. La empatía humanitaria de nuestro autor llega a hacer suyo «un molesto picor vaginal» (p. 146), pero no me queda claro si tal comezón es propia de la naturaleza humana o de un nosotras al que puede uno incorporarse.

En cuanto al subtítulo con que el libro se presenta; a saber: Ensayos de filosofancia en defensa del mundo, diremos que aprovecha un hallazgo de Agustín García Calvo (filosofancia y filosofantes) para sus propios intereses. La verdad es que si hay algo que aquí se odia es la impostura intelectual de los filósofos, sus abstracciones masturbatorias e inanes, la insignificancia de todas esas ocurrencias que desarrollan con el culo caliente. Lo de menos, a mi juicio, son los abusos que el autor comete en ocasiones llevado por su pasión justiciera, sobre todo porque no se realiza desde la pedantería sino desde sitios menos apedestalados. Es el clamor de un profesor de Instituto que ha de bregar con adolescentes a los que no sólo oye, sino que escucha (esa tarea docente aparece más de una vez y de dos en el libro).

No he podido sentir sino una íntima afinidad con sus posiciones, hasta en pormenores que no deberían sorprenderme tanto si caigo en la cuenta de que pertenecemos a la misma generación y nos dedicamos al mismo oficio en parecidas circunstancias. Y, así, sus autores son también en buena medida los míos o sus canciones (Lou Reed) o sus poetas (Leopoldo María Panero). Es cierto que él está mucho más atento que yo a otro tipo de manifestaciones culturales (como la subliteratura del cómic o ese género menor del arte que es el cine), pero las coincidencias abundan y no puedo experimentar más que una geminación anímica.

Hace muchos años pergeñé una distinción que traigo a colación: la que distingue a las posiciones de las doctrinas. Me sirvió entonces para entender ciertos efectos discursivos: las denegaciones que los pensadores ejercen unos sobre otros. Parecían ir más allá de los desacuerdos concretos sobre tales o cuales cuestiones. Me las explicaba diciéndome que uno se pone a pensar desde un lugar determinado (y hallaba cuatro lugares fundamentales). Sánchez Vadillo me ha hecho recordar aquello porque sólo así entiendo las denegaciones presentes. Es un filósofo porque se pliega antes los gigantes (los sabios), porque se enfurece con los sofistas (que en su caso es el estructuralismo y sobre todo el postestructuralismo francés), porque desprecia el ensimismamiento de los gymnosofistas, dado que no entiende que seamos pura intimidad ni que haya nada que salvar ahí adentro, sino, en todo caso, ahí afuera2. Así han de entenderse las filias y las fobias que recorren las páginas, los argumentos ad hominem (o ad personam, como seguramente me corregiría él) con que se despacha o las opiniones intempestivas que jalonan los textos. Quizá no tan extrañamente estos exabruptos dotan de cierto dinamismo a su estilo y hacen que lo chusco sea un arma formidable contra el espíritu de seriedad, que siempre demora la cosa.

En cuanto al formato elegido, se da una notable uniformidad, no atentando demasiado contra la caja vacía (Ferlosio dixit) del género del artículo no académico. Sólo he encontrado unas cuantas excepciones, una de ellas felicísima por cierto, la titulada «¿Por qué no Platón en el siglo XXI?», pues se atreve a hacer al propio Platón sujeto de la enunciación de un relato tan ucrónico como divertido, lo que significa que abandona por un momento la común estrategia expositiva y pasa a narrar directamente.

Pero las antologías son muy traicioneras. Como el conjunto no comparte un mismo tiempo narrativo, es difícil por no decir imposible dotar al volumen de una unidad orgánica. Eso va de suyo y no hay por qué lamentarse en exceso. Más importancia tienen a mi juicio ciertos sesgos que se repiten. Para empezar su escritura es paratáctica, es decir, prefiere en general la coordinación a la subordinación. Ahora bien, la agilidad paratáctica choca inevitablemente con la lentitud de la hipotaxis. Con la parataxis se llega antes a todas partes, pero el precio es que se dejan muchas cosas en el camino. Además, la parataxis precisa de mucho combustible. Quiero decir que para que el discurso siga adelante y no se detenga necesita incorporar a todas horas contenidos nuevos. El discurso avanza porque en cada momento una nueva representación aparece. Sánchez Vadillo maneja muy bien este estilo de exposición, pero exige tal caudal de información pertinente que no puede sostenerse durante muchas páginas, tanto más cuanto que se renuncia conscientemente a la narración. Es más, creo que el propio autor es de alguna forma consciente de ello. Sólo así me explico la cantidad de veces que remata sus artículos con un poema o una cita exageradamente larga. Lo que se persigue con ello es un colofón que cierre el texto. La culpa no es de lo evocado, interesante por sí mismo, sino del papel que juega en la economía de la estrategia discursiva. A mi juicio, el resultado no es bueno siempre. El lector no quiere leer eso. Quiere seguir leyéndolo a él. Pero no. Óscar Sánchez Vadillo se quita de en medio y trunca los textos porque, al temer que toda peroratio no sea al cabo sino perorata, presta a otros el espacio de la caja vacía (en este sentido el desapego respecto de su propia escritura es para mí incomprensible). El procedimiento me recuerda a los cuadros del aragonés Pepe Cerdá, allá por los noventa. Tras pintar sus cuadros, más o menos convencionales, les colocaba delante un cristal esmerilado que dificultaba la contemplación. El efecto era sorprendente. Provocaba que el espectador plantara sus narices sobre el mismo cuadro. Era una forma de decir: no te lo puedo dar todo; busca por ti mismo.

Por otro lado, no puedo estar más alejado de algunas tesis que Sánchez Vadillo defiende. Entiendo que se debe a algo que nos determinó desde el principio. Él tuvo como maestro a Quintín Racionero (excelente su edición de la Retórica de Aristóteles); yo, por entonces, a Víctor Gómez Pin. La primera vez que hablé con Racionero fue en un Congreso de Jóvenes Filósofos, todavía en mitad de la carrera. Dio una conferencia espléndida. Yo no estaba acostumbrado a ese nivel de exquisitez (creo que todavía no conocía a Francisco Jarauta). Me acerqué para interesarme por algunos detalles y acabó preguntándome de dónde venía, etc. En seguida salió el nombre de Gómez Pin. Hizo un gesto displicente, que no supe cómo interpretar, y dijo algo así como: «¡Víctor es pura lógica!», lo que tampoco me aclaró mucho. Cuando hice la tesis, algunos artículos de Racionero sobre Leibniz me parecieron magníficos y me ayudaron como pocos entonces lo hicieron.

Pero al margen de estas influencias, en mi caso, en vez de Kant, Hegel, no el infinito en potencia, sino en acto, no tanto la parataxis como la hipotaxis, no la velocidad, sino la profundización, no surfear los problemas, sino sumergirse en ellos. Sánchez Vadillo teme más hundirse que tropezar. A mí me pasa lo contrario. Pero, bueno, no exageremos. Ni nuestro autor es tan veloz ni este ignorante tan profundo. Somos unos simples profesores de Instituto (desengañados, pero no exactamente hartos) que aprovechan sus clases para hacer algo de filosofía mientras el mundo mira hacia otro lado.

El libro tiene más de trescientas páginas y es imposible dar cuenta de todos los asuntos tratados. Tengo una docena de objeciones concretas, lo que después de todo tampoco es mucho, pero con ganas me quedo de discutir con él acerca de su visión de los mundos posibles y recordarle que existir en Leibniz significa ser armónico, por lo que en consecuencia el mundo no puede existir (no tanto en cambio su lectura de la place d’autruy, que me parece excelente), o de señalarle cómo el último Althusser, que él no aprecia demasiado, se ocupa del Es gibt y del Il y a, del Hay, con una perspectiva muy parecida a la suya de lo real inmediato, o de relacionar la Wirklichkeit con la Actualitas escolástica o de preguntarle por el concepto de plexo, que me malicio que es de Heidegger… Así las cosas, me concentraré solamente en un par de asuntos que, no obstante, creo que son nucleares.

Todo tiene que ver con la denegación que se realiza sobre el psicoanálisis de Freud (del de Lacan por supuesto no quiere cuentas, por lo que no mencionaré el «Kant con Sade» de este). Se justifica en ocasiones atendiendo a argumentos de tipo metodológico (la imposibilidad de falsar nada, en plan Popper), pero a mi juicio la inquina viene de otro sitio. En otras palabras: es algo posicional más que doctrinal. Seguro que si le digo que todo neurótico cree saber lo que significan sus sueños, se descojonaría, así que no lo diré más que por litotes. El caso es que Sánchez Vadillo niega la pertinencia de la distinción freudiana entre contenido manifiesto y contenido latente del sueño. Como se recordará, a partir del contenido manifiesto (el simple relato del sueño, pues el sueño no es más que su relato) hay que remontarse hasta el contenido latente. Se descubrirá entonces que en el sueño se ha realizado un deseo reprimido. Hasta aquí Freud. Ahora bien, si negamos tal distinción, nada sobrevive de lo anterior: es una feroz enmienda a la totalidad. En conclusión, no puede haber ciencia positiva del sueño. Pero, ¿qué es lo que molesta exactamente? ¿Que haya un intérprete privilegiado (cfr. p. 226)? ¿Que una intimidad se imponga a otra? De hecho, no creo que sea eso lo que el psicoanálisis predica, pero lo que nos importa es más bien que Sánchez Vadillo crea que sí3. Y es que para él se trata en general de que no haya un mundo detrás del mundo, no haya una latencia respaldando una manifestación. Sánchez Vadillo bendice este mundo, el que hay, y no puede soportar que se lo dupliquen: el sentido del mundo, si lo tiene, ha de ser inmanente. Toda transcendencia es una ficción. Creo que Nietzsche apoyaría esta diatriba. Lo curioso es que, cuando el texto se proyecta sobre la epistemología kantiana, hay una vindicación muy acusada y hasta cierto punto sorprendente. En efecto, se disculpa a Kant, frente a Hegel por ejemplo, de haber apostado por la conveniencia de la cosa en sí (Das Ding an sich). El noúmeno es de alguna manera el garante de la finitud. Estoy de acuerdo con esa interpretación y me parece brillante (pues a menudo se pone en el fenómeno esa garantía), pero no puede dejar de reconocerse que aceptamos una duplicidad, exactamente la misma que podemos encontrar en Freud cuando hablaba de la roca a propósito de si un análisis tenía término o no (y parece que no, pues de darse disolvería al sujeto). Tal roca dichosa era Das Ding, lo inanalizable, lo que no puede hacerse nunca presente, pero que resulta que está ahí.

En fin, el texto de Sánchez Vadillo es tan rico, toca tantos palos, que a cada paso tiene el lector la tentación de meter las narices donde no le mandan. Mérito indudable de unos artículos que se defienden defendiendo.

1 Óscar Sánchez Vadillo, El beso de la finitud (Ensayos de filosofancia en defensa del mundo), Almería, Kiros Ediciones, 2022, 354 pp. La bisoñez de la editorial explica algunos feos errores ortotipográficos (erratas, notas a pie de página incorporadas al texto, etc.).

2 La cuestión medioambiental es otro de sus caballos de batalla. Es una versión contemporánea de la ternura común por las cosas de que hablaba Hegel.

3 Problemática es asimismo su interpretación del Wo Es war, soll Ich werden, de difícil traducción desde luego («donde está el Ello, allí debe llegar a estar el Yo», se lee en la página 227), pero no hace falta saber demasiado alemán para darse cuenta de que Freud no está diciendo Das Es o Das Ich, como en otras ocasiones, lo que no puede sino significar que tales pronombres no estaban siendo marcados teóricamente, es decir, no remitían a ninguna instancia. Desgraciadamente, no creo que se pueda decir lo mismo de la famosa frase que Bobby Fischer soltó con satisfacción sádica en el Show de Dick Cavett en el verano de 1971: «I like the moment when I break a man’s ego», pues no en vano estuvo en contacto estrecho con el psicoanalista americano Reuben Fine (y talentoso ajedrecista, por cierto), el cual probablemente le metió en la cabeza lo que era habitual en el psicoanálisis prelacaniano: que de lo que se trataba era de fortalecer el ego.

Fuente: https://urdimbre-revista.es/la-bendicion-del-mundo

El mono ansioso: una biografía (crítica) de la melancolía, la angustia y la depresión

Carlos Javier Gonzélez Serrano

Xavier Roca-Ferrer (Barcelona, 1949), escritor, editor y traductor, publica en la editorial Arpa uno de los libros más completos que se han escrito en castellano sobre la angustia, la melancolía, el hastío y la depresión bajo un atractivo título: El mono ansioso.

Escribió el poeta inglés decimonónico Hartley Coleridge, quizá en un tono algo irónico, que «sólo existe una musa: Melancolía». Y decimos «irónico» porque dividía a los melancólicos en tres clases según sufrieran su mal, catalogándolos entonces como filósofos o teólogos, poetas, enamorados, conquistadores, avaros o especuladores y, finalmente, los cómicos, bufones, misóginos y misántropos o los epicúreos y vividores. La melancolía, acaso, como una pose.

Lejos de este enfoque que, desde luego, ha sido uno de los más sostenidos a lo largo de la historia, la melancolía —«esa nada que duele» (como la definió Fernando Pessoa)— es estudiada en El mono ansioso por Xavier Roca-Ferrer con seriedad, detenimiento y —lo más estimable— a través de un enfoque crítico que no duda en posar la mirada sobre nuestro presente. Y es que, como recuerda George Minois (autor de la importante Histoire du mal de vivre: de la mélancolie à la dépression), está claro que «los responsables culturales, morales, políticos y económicos del mundo occidental prefieren no hablar de la melancolía, la depresión, la angustia, el pesimismo, porque su repetición mina la moral de los hogares cuando el lema de la civilización occidental de los últimos cincuenta años era el derecho de todos sus ciudadanos a ser felices».

Tras el éxito de la Revolución francesa, la sociedad europea comenzó a vivir una euforia por la que se convenció de que la libertad, tal y como se defendía, traería forzosamente consigo la felicidad general. A ello hay que añadir, explica Roca-Ferrer, «las esperanzas puestas en el Estado de bienestar«. Todo ello ha chocado, defiende, con una «crisis generalizada de la socialdemocracia, una ideología en su día se tuvo por panacea universal, el retroceso sufrido por las políticas y los planes de educación, el renovado conflicto con el mundo islámico […] y la explosión descontrolada de la informática tanto en la esfera de los servicios como en la de la comunicación», lo cual ha dado como resultado a la «enloquecida y funesta cultura del tuit, el blog y el Facebook».

Habitantes de un mundo en el que, al parecer, se nos obliga a ser felices a fuerza de olvidar que la tristeza no sólo constituye uno de los polos emocionales de nuestra naturaleza, sino que precisamos de ella para poner distancia entre lo que se nos dice y lo que podemos llegar a creer (de eso que se nos dice). No sólo acontece una banalización de la depresión y la melancolía, sino que se produce una absoluta condena. Pero, se preguntaba Minois en la obra mencionada, «¿Qué sería de la cultura occidental si se eliminaran todas las obras que la melancolía ha inspirado?».

El amplio y ameno estudio de Roca-Ferrer nos ayuda a comprender la genealogía del sentimiento melancólico a lo largo de la historia y lo pone en contexto, partiendo de la distinción entre miedo y angustia. Pues, desde que el ser humano «ha tenido conciencia de sí mismo ha conocido la angustia. Cosa distinta es que fuera capaz de entenderla o de darle un nombre y, aún menos, interpretarla».

Pero lo que sin duda hace este libro tan recomendable es la visión crítica del autor, que no se ciñe a presentar los antecedentes históricos de la melancolía, sino a entablarlos en conversación actual con nuestros días. Pues, asegura, «nuestro contexto cultural cada vez más dominado por la todopoderosa web se ha convertido en productor de depresivos, unos depresivos que, cual juguetes rotos, sistemáticamente excluye o amortiza». Por lo general, el depresivo es incomprendido, e incluso éste es incapaz de reconocer el motivo de su tristeza: «Este elemento de autoinfravaloración nos muestra hasta qué punto la sociedad de ‘ganadores’ se muestra implacable con los losers«, con los que son considerados perdedores o detritus de la sociedad del imperativo de la felicidad. Y apunta, con criterio atinado: «los depresivos son la mala consciencia de una sociedad hedonista. Pero hay algo que los hace especialmente odiosos: su lucidez, el hecho de que hayan visto el mundo con excesiva claridad y hayan renunciado a la ventaja ‘selectiva’ de la ceguera».

Una autoinfligida dictadura de la felicidad que, como vemos, Roca-Ferrer identifica con una suerte de cerrazón a ver la realidad tal y como es. Desde todas sus aristas. En toda su pluralidad. Pues, en los últimos cincuenta años, «a las tensiones de la sociedad del narcisismo se han unido las frustraciones propias de la sociedad de consumo que acompañan forzosamente el ideal indiscutido e indiscutible de autonomía y permisividad, un ideal que sigue seduciendo a una parte importante de la población». Predomina un clima de enfermizo hedonismo neoliberal («eres lo que produces», «produce y serás feliz», «consume y serás feliz»), por el que se nos anima a «satisfacer inmediatamente las necesidades (con frecuencia creadas artificialmente) y a rechazar las prohibiciones». Y concluye con una reflexión que recuerda a la que ya trazara el Nobel de Literatura Rudolf Ch. Eucken: «Cada vez importan menos los valores trascendentales religiosos, laicos o estéticos y cualquier noción del sentido de la existencia».

Porque, defiende el autor de El mono ansioso, la existencia transita en una absoluta superficialidad de consumo rápido y de satisfacción perentoria de las necesidades que nos son inyectadas por la sociedad de la publicidad y de la constante comunicación. La sociedad de la insaciabilidad y la no-espera. Como explica la pensadora Victoria Camps, a la que Roca-Ferrer cita:

Hoy la retórica de la felicidad es inseparable del discurso publicitario que trata de vender coches, perfumes, electrodomésticos o viajes. Buscar la felicidad en la sociedad de consumo equivale a consumir. En lenguaje utilitarista, el consumo es el máximo placer capaz de compensar cualquier tipo de dolor.

Un libro muy recomendable por su vertiente crítica, que no se ciñe, en sus más de 400 enjundiosas páginas, a presentarnos el surgimiento de la melancolía, la angustia y la depresión a lo largo de la historia, sino que, a cada paso, examina cuáles son los males de nuestro tiempo.

Hoy todo parece posible. No hay reglas. Nos movemos en un mundo de indiferencia y del «¿por qué no?», en el que las supersticiones más absurdas se consideran tan respetables como las posiciones científicas más rigurosas. En lo intelectual la democracia y la web igualan al sabio y al imbécil.

Una obra ácida, necesaria, actual y rigurosa, que nos acerca al ennui de nuestros días, propiciada por la necesidad de consumo y un dulzón optimismo que nos hace permanecer ciegos frente a lo que, a todas luces, constituye un problema. Un libro enciclopédico que no olvida trazar un juicio sobre nuestro presente. «Paradójicamente son las sociedades más libres las que engendran más depresiones porque sustituyen el sentimiento de culpabilidad por el desprecio de uno mismo. Nada resulta más traumatizante que pensar que uno es incapaz de ser feliz en una sociedad donde la felicidad se ha convertido en un deber y parece al alcance de todos». Es el imperio del mono ansioso…

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/03/24/el-mono-ansioso-una-biografia-critica-de-la-melancolia-la-angustia-y-la-depresion/

Rescatando la voz en la filosofía

A través de diversos autores como Aristóteles, Hélène Cixous, Nietzsche o Jacques Lacan, Anna Pagés construye Queda una voz, un valioso ensayo acerca del paso del silencio a la palabra. ¿Qué es la voz? ¿Cómo construimos la nuestra? La autora congrega a muchos pensadores a lo largo de la historia, poniendo en valor la esencial relevancia de reconocer la propia voz.

Por Cristina Arufe

«La voz es el pistoletazo de salida del auténtico pensar, la forma que tenemos de hacer escuchar qué pensamos verdaderamente». Anna Pagés define su último ensayo, Queda una voz. Del silencio a la palabra, como una operación de rescate del concepto de la voz de las garras del logos filosófico. Nos cuenta que se produce un diálogo con la literatura y el psicoanálisis, «llevo a la Filosofía de excursión, en excursus de sí misma».

La filosofía ha defendido el logos en detrimento de la voz. El logos, ese principio organizador del discurso, es el elemento por el cual la filosofía se ha establecido como disciplina. Pero, con la introducción del logos, la filosofía perdió la voz, estableciéndose una compleja relación entre ambos elementos. La voz es ese elemento que nos permite dar vida a aquello que pensamos, manifestarlo, expresarlo y hacerlo así de algún modo existente.

Cómo construimos nuestra voz

Gracias a este tesoro llamado voz, los humanos somos capaces de dar vida a nuestros pensamientos. Pero ¿cómo construimos nuestra voz? ¿Cómo da comienzo el proceso que lleva del silencio a la palabra? Todo se remonta a nuestra infancia, a ese momento cuando, en la clase, el profesor pide al alumno que lea algo. Así, Pagés afirma que «leer en voz alta es una de las primeras conquistas de la civilización, pero todavía no lees con tu propia voz. Tu voz todavía no suena bien». Esta cotidiana pero importante acción supone el primer paso en el que el individuo comienza a construir su propia voz.

A través de la educación comienza a desplegarse ante nosotros un abanico de voces, tras lo que poco a poco, y teniendo todas estas voces en cuenta, somos capaces de crear la nuestra. «El estudiante que aprende verdaderamente quiere irradiar el saber del que se apropia, incorporándolo a su voz original para escuchar la sonoridad de otras voces con las que discutió y a las que interpeló». Y es que, «el saber está vivo en cuanto se dice en voz alta».

Con la introducción del logos, ese principio organizador del discurso, la filosofía perdió la voz, estableciéndose una compleja relación entre ambos elementos

Aquellas figuras filosóficas que han trascendido su tiempo, y a las que seguimos leyendo y sobre las que seguimos discutiendo, han logrado sobrevivir a lo largo de la historia por la relevancia de su voz, que traspasa las fronteras de su tiempo: «Los grandes autores de la filosofía han permanecido en el tiempo por su propia voz. […] Siguen hablando para el presente, en conversación perenne». Aun ante esta afirmación Pagés es capaz de reflexionar acerca de cómo estas voces han sido elegidas como importantes: «La filosofía ha considerado la posibilidad de construir su propia historia con las voces de los autores del canon. Otras voces quedaron excluidas y se perdieron. En particular las de las mujeres».

A través de pensadores como Aristóteles, Sócrates, Hélène Cixous, Friedrich Nietzsche, Roland Barthes, Anne Carson o Jacques Lacan, se construye este valioso ensayo acerca del paso del silencio a la voz. ¿Quién habla? ¿Dónde ubicamos la voz? Mediante este crisol de autores se permite al lector reflexionar entorno al concepto de la voz. Pagés habla de Sócrates y la voz oracular del Daimon, una voz interior que le habla de manera anticipatoria; de Aristóteles y la función de la voz, distinguiendo la voz de la palabra de la del discurso; o del francés George Perec, cuyo deseo era ser capaz de reconstruir su pasado a través de todas las voces que le acompañaron.

Pero en esta obra Pagés no solo da cabida a diversos autores, concediéndoles espacio y voz, sino que a la vez nos deleita con su propia voz, ofreciendo al lector una interesantísima reinterpretación de las teorías de la voz por parte de la filosofía, la literatura y el psicoanálisis.

Escritura de voces

En el capítulo dedicado a Anne Carson, que lleva por título La letra-voz, se reflexiona acerca de la construcción de una escritura de voces. Carson se pregunta por la información que la voz transporta. Una de sus reflexiones tiene que ver con aquello que se pierde mediante la escritura de la voz, así como en el proceso de traducción, herramienta que concibe como «el pequeño canal entre las dos lenguas donde existe el lenguaje perfecto». El paso de la cultura oral a la alfabetización supone la aparición del límite entre las palabras.

El texto escrito separa los vocablos del entorno, los engancha a la página y produce en el lector una especie de aislamiento respecto de su propia voz, respecto de las voces del poeta, del narrador y sus personajes. ¿Se pierde el mensaje en las palabras? ¿Se pierden matices de la voz en el proceso de dejarlo por escrito? Nos dice Pagés que «Carson es una escritora que pone en el papel lo que escucha. No piensa en qué va a escribir, o en qué palabra elegir, sino que traduce las voces que la alcanzan».

Aquellas figuras filosóficas que han trascendido su tiempo, y a las que seguimos leyendo, han logrado sobrevivir a lo largo de la historia por la relevancia de su voz, que traspasa las fronteras de su tiempo

En la obra se afirma que, para Carson, «la voz es el frasco que contiene la palabra». Carson busca ubicarse en los huecos, buscar voces escondidas, dando voz también a los silencios. De algún modo, la canadiense se sitúa en el medio entre la voz y el silencio, y es desde ese lugar que escribe. «Empieza entonces a escuchar atentamente las voces en plural de los autores muertos, de los antiguos antiquísimos». La investigación de Carson sobre la voz «incluye ese túnel de lenguaje que comunica distintas lenguas, distintos autores, distintas épocas y contextos de significación».

Algo parecido se narra en el episodio dedicado a Cixous y Lacan, El grito. Para la francesa, el escritor debe esperar a que aparezca una voz que lo llame, una voz que le haga sentarse a escribir. Señala Pagés que, a causa de esto, Cixous cuenta con dificultades a la hora de firmar un texto, ya que, de algún modo, ella simplemente plasma lo que la voz le indica. Sin esa voz no es posible el acto de escritura, carece de sentido. Pagés narra el proceso de escritura para Cixous de la siguiente forma:

«Escribir es como deslizarse por un tobogán o en trineo por la nieve: es el libro quien escribe, mientras ella copia el libro, transcribe la voz del libro a través de las múltiples voces que resuenan por él. La escritura así concebida es muy rara. Ella dice que se parece a la filosofía, en el sentido que produce incertidumbre. Cixous compara escribir con tocar un instrumento (violín, piano, viola). La ejercitación en el papel resulta fundamental: el papel sirve de lugar para un viaje, es una dirección: ‘No puedo cruzar el desierto en bote, por eso mi texto debe convertirse en un camello‘».

En el momento en que esta voz aparece, el escritor la escucha mientras transcribe lo que le cuenta. «La tarea de Cixous, con su voz pequeña, consistirá en transformar la Nada (en francés: Néant) en otra cosa: ‘Nacido en’ (Né en)». A través de esta voz, Cixous no da cabida solo a su propia voz, sino que escribe también con voces de otros, acerca de estos. La escritura es la manera de apelar a la ausencia: «La literatura puede rehacer la vida de las cenizas». Así lo hace Cixous, por ejemplo, con su padre. Muy acertadamente, la autora del ensayo la compara a un guía turístico.

Tanto en las reflexiones de Anne Carson como en la de Hélène Cixous, las voces se entrecruzan. Nos dice Pagés que «Carson es una escritora que pone en el papel lo que escucha. No piensa en qué va a escribir, o en qué palabra elegir, sino que traduce las voces que la alcanzan»

Pagés es capaz de establecer una cierta cronología no solo acerca del nacimiento natural de la voz, sino de la concepción de esta acerca de los filósofos a lo largo de la historia. Este ensayo constituye una interesantísimo y bello relato que pone en valor no solo el paso del silencio a la voz, sino la esencial relevancia de reconocer la propia voz, la subjetividad con la que contamos. «La voz es lo que empuja en el tiempo, vertebrándolos, los ideales, las divinidades, la dimensión trascendente por dentro mismo de la contingencia mortal del humano».

Fuente: https://www.filco.es/anna-pages-queda-una-voz/

Nicolás Salmerón exhumado por Antonio Guerrero

«La tradición no es la adoración de las cenizas sino la preservación del fuego», Gustav Mahler

Óscar Sánchez Vadillo


Resulta que hay una especie de Benedetto Croce español, hombre polifacético que como el italiano  se consagró a todo tipo de actividades públicas pero que reservaba un rincón en su azacaneada vida para la filosofía, y ese hombre fue el almeriense Nicolás Salmerón, presidente durante unas pocas semanas de la Primera República. La diferencia entre ambos, al margen de que Croce fue más joven, es que también escribió inmensamente más que Salmerón, mejor conocido por artículos cortos y por la transcripción de su oratoria política. Por lo demás, ambos fueron idealistas, en el doble sentido de filántropos y de cultivadores del espíritu -nunca mejor dicho- del Idealismo Alemán, del que bebieron más del lado de la izquierda hegeliana que de la otra, la cual tal vez apenas alentó hasta que la rehabilitó Francis Fukuyama (lo que estos meses estamos viviendo en el plano internacional no es, por cierto, más que “el fin del fin de la Historia”, en mi opinión). En concreto, Salmerón había abrevado el krausismo directamente de los labios de Sanz del Río, y como escribió Quintín Racionero –La Filosofía en la España de hoy, inédito-.

 (…) filosofía de Krause era sometida a una crítica histórica en la que se intentaban fijar las peculiaridades del acceso de España a la modernidad. Pero, en todos ellos también, se valoraba el peso de sus proyectos y realizaciones prácticas, así como, sobre todo, el talante pacífico y razonador de sus conductas, lo que, trasladado a la situación del presente (y este es un punto, creemos, sobre el que se ha llamado poco la atención), terminaba postulándose como una suerte de imperativo moral, capaz de instituir una atmósfera de sensatez y cordura para las nuevas tareas que se esperaban de la filosofía.

Antonio Guerrero se inspira en Racionero entre otros para elaborar su tesis, que no es otra que la de que Salmerón, en efecto, representa un jalón ineludible de la filosofía ibérica, pero prácticamente desconocido como tal. Lo que se pretende, pues, en La obra no escrita (editado en Edual Arte y Humanidades) es nada menos que reconstruir el texto virtual de ese pensamiento salmeroniano que no llegó a obrar negro sobre blanco, pero que sin duda guiaba y justificaba las acciones del prohombre del Sexenio Democrático. Fue una buena etapa de nuestra historia, aquella, una de esas de la que casi no cabe avergonzarse, hasta el punto de que el propio Ortega y Gasset se sentía décadas después en comunión con ella promulgándolo en los siguientes términos (en Gumersindo Azcárate ha muerto, El Sol en 1917): 

Así hemos habitado el mismo girón del tiempo los hombres de la República, los hombres de la Restauración y los que aún tenemos blanco y sin armas el escudo. Pues bien, nada acaso indica mejor cuál será el futuro español, como notar el hecho de que los hombres con el escudo blanco sentíamos mayor afinidad con los hombres de 1869 que con los restauradores. Y no era, ciertamente, su República lo que nos atraía, eran su sentido moral de la vida, su anhelo de saber y de meditar. Frente a ellos, los hombres educados en la Restauración parecían desmoralizados y frívolos, exentos de curiosidad y de estudio. Aquéllos fueron profesores, escritores, amigos del libro y la idea. Estos eran, y son, abogados, negociantes, aficionados a mínimas intrigas. 

El krausismo fue la importación de un Hegel aguado hacia España, un Hegel más místico y sublime aún que el Hegel original y en cierto modo moralizado, como si Kant hubiese tenido la oportunidad de apostillar a su formidable sucesor. Pero supuso para España una cierta Ilustración, una Ilustración tardía, vicaria y casi espectral en su duración, pero lo suficientemente fructífera como para retoñar en la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes, el primer PSOE de Pablo Iglesias y, según Gustavo Bueno, alcanzando incluso el “pensamiento/Alicia” (yo es que soy muy pensamiento/Alicia, qué le voy a hacer….) del zapaterismo. No obstante, el krausismo tuvo sus detractores, como Marcelino Menéndez Pelayo, el reaccionario más genial de la cultura hispánica. Menéndez Pelayo había sido alumno directo en la actual Universidad Complutense de Salmerón, y siempre opinó que el maestro no decía más que paparruchas y que el krausismo era -carta de juventud a un amigo- “una especie de masonería en la que los unos se protegen a los otros, y el que una vez entra, tarde o nunca sale. No creas que esto son tonterías ni extravagancias; esto es cosa sabida por todo el mundo”. Pese a ello, Don Marcelino, en Los orígenes de la novela, tomo 4, y ya curado de los furores de la insolente juventud, escribe que Salmerón era “persona de noble corazón y de purísimas intenciones”…  
De lo que se trataba, al fin y al cabo, en el krausismo español, era de la heroica empresa de sacudirse de encima el que ha sido el gran baldón de la historia de España, es decir, la Iglesia Católica. Hemos sido más fervorosos que nadie, y por ello mismo más atrasados que nadie en Europa, digan lo que digan los buenistas. Ortega y Gasset, en su España invertebrada, cuyo centenario se cumple este año, no mencionó este factor, para que se vea hasta qué punto la santa institución ha sido siempre intocable por estas tierras. Sin embargo, Castelar, Salmerón, Pi y Margall y unos cuantos más se atrevieron con ella, trataron de “aplastar a la infame”, como rugía un siglo antes Voltaire. Guerrero refiere todo esto con sumo respeto y afán didáctico, además de situar a Salmerón en tanto antecedente de Antonio Gramsci (Salmerón, con gran anchura de miras, se propuso conceder validez a la Primera Internacional), como defensor de la libertad de expresión y de la libertad de cátedra, y como el hombre que osó predicar la moralización de las instituciones españolas en el marco de una “ética civil” -dicho con otras palabras: kantianizar un tanto a Hegel, como digo, anticipándose con ello a nuestro actual Estado de Derecho, me temo que ya en trance de derribo. Guerrero cuenta como la Institución Libre de Enseñanza fue el embrión del programa educativo de la Segunda República, y uno entiende al leerlo que algo como eso en la muy católica España no podía durar. Y eso que la otra pata del krausismo consistía en renegar también de la Revolución marxista, por tanto ni Iglesia ni Revolución, ni Cielo ultramundano ni Cielo cismundano, tan sólo armonía construida paciente, diligentemente, en el Espíritu Objetivo de Hegel, o sea, en el estado jurídico y moral (en el sentido de costumbre cívica, de “eticidad”) real de las cosas político-sociales de un tiempo. Salmerón llevó a cabo así un intervencionismo moderado, como expone Guerrero, una ética del compromiso con la realidad de su entorno y una suerte de filosofía práctica que no dejó apenas tiempo, ni lugar, para convertirse en escritura y publicaciones, como en el caso de Croce, pero que halló un espacio de inscripción sumamente fecundo en la praxis pública de su época. 
Nicolás Salmerón fue, en fin, un hombre recto, alciónico y grave (tan recto que dimitió de la jefatura de gobierno en gran parte por negarse a firmar sentencias de muerte) que quiso realizar “la idea superior de la vida, que hace del hombre su propio Dios” -1902. Naturalmente que este propósito es de una ingenuidad superlativa, como diría Ortega, o de una santidad laica, casi naïveté, amén de totalmente blasfema desde el punto de vista clerical, pero Salmerón era completamente consciente de ello, y, según parece, se justificaba a sí mismo valiéndose de las palabras de su maestro Julián Sanz del Río, el primer krausista hispánico, cuando dijo que “el filósofo es un loco pacífico, en paz consigo y con todos; mas su locura de hoy para el mundo es la razón de este mundo mañana” (1874: 71). O enunciado a la manera hegeliana, contra todos los sedicentemente “realistas” y pesimistas que en el mundo han sido, incluido el sin par Gustavo Bueno: la filosofía, vista desde fuera,  parece en efecto el mundo puesto del revés, pero tal vez sólo poniendo el mundo bajo una perspectiva inusual, casi contra-natura, como hiciera Galileo Galilei con la Física, se halle la manera de ir poniéndolo al derecho… El estupendo libro de Antonio Guerrero, explorando y exhumando esa “senda perdida” de la tradición española que es tan nuestra, que forma parte de nuestra raíz tanto como las fuerzas restauracionistas que están resurgiendo ahora, contribuye espléndidamente, a mi parecer, a una tal noble tarea, como lo hubieran expresado a la sazón.  

Fuente: https://comunaslitoral.com.ar/nota/7498/nicolas-salmeron-exhumado-por-antonio-guerrero