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La melancolía como fuente de creación

PorJulieta Lomelí

El 27 de julio de 1890, Vincent Van Gogh se pega un tiro en el corazón. No muere de manera fulminante, sino dos días después, el 29. Recordé su historia al leer un libro que nuevamente pone sobre la mesa la discusión sobre la relación entre locura y genio artístico, los problemas de salud mental y la creación: La melancolía creativa, del neuropsiquiatra y escritor mexicano Jesús Ramírez Bermúdez.

El declive del genio

Las hojas caían de los árboles en Arlés, Francia. Entraba el otoño en la pequeña provincia francesa casi al mismo tiempo que Paul Gauguin entraba en la morada del frenético Vincent Van Gogh. Ambos pintaban juntos durante largas horas a la par de compartir también los excesos placenteros del alcohol y las mujeres, convirtiéndose en visitantes cotidianos de burdeles.

Vincent lo pasaba mal. Era pobre y dependía de su compasivo hermano Théo. El pintor expresionista y bohemio prefería las terrazas y la cafeína al alimento, mientras que por las noches tenía episodios de sonambulismo e insomnio, de impulsos extravagantes y alucinaciones.

Una de las leyendas más conocidas sobre Vincent es la del incidente de la oreja. El mito cuenta que, tras una de sus frecuentes peleas con Gauguin, este decidió abandonarlo de una vez por todas, tomando sus cosas en vísperas de Navidad para hospedarse en un hotel de Arlés, antes de emprender a la mañana siguiente su viaje hacia Bretaña.

Solo bastó un día de soledad para que Vincent manifestara al mundo su locura, haciendo un berrinche y tomando la navaja con la que antes había amenazado a su amigo. Entonces procedió a cortarse su propia oreja para ir a ofrecérsela de regalo navideño a una prostituta conocida como Gaby, la misma que días anteriores «amaba» y jugueteaba con su ahora mutilado miembro.

Después de ofrecer tan original presente, el genio holandés volvía a su cama para dormir «apaciblemente». Al siguiente día, Gauguin retornaba a la morada del «loco» artista a despedirse y, al verlo en tan grave estado, decidió dejarlo en manos de la policía. Como la locura antes de volvernos populares tiende a aislar socialmente a quien la padece, Gauguin, aterrorizado, se alejó para siempre de Vincent, sin volver a cruzar palabra alguna con él nunca más. Pasado el escándalo, Van Gogh fue internado un par de semanas, pero, repentinamente, a inicios de enero de 1889, fue dado de alta.

El pintor estrafalario tuvo que dejar Arlés para pasar unas semanas junto a su hermano Théo en París y posteriormente mudarse a una nueva pensión en Auvers-sur-Oise, donde poder comenzar de nuevo lejos del escrutinio negativo de los vecinos. En su nuevo hogar, fue adoptado por un médico que afortunadamente era amante del arte. Este médico era Paul Gachet, de quien el holandés haría un famoso autorretrato.

Gachet cuidó del artista durante su estancia. Pero los impulsos maníacos visitaban recurrentemente la vida de Vincent, volviéndolo un asesino en potencia. Por aquel entonces, el pintor amenazó con un revolver a su nuevo anfitrión, lo cual automáticamente lo volvió un huésped no deseado. 

Es julio de 1890. Théo escribe a Vincent anunciándole que se ha casado y ha engendrado un hijo enfermo a quien deberá cuidar, por lo que le resulta imposible seguir manteniendo sus caprichos artísticos. Van Gogh, sintiéndose una carga para su hermano e incapaz de seguir cuidando de sí mismo, sale a su acostumbrada caminata solitaria que da por los jardines cercanos. Su último paseo.

El 27 de julio de 1890, el genio holandés se pega un tiro en el corazón. Sin embargo, su tino no es suficiente para matarse de manera fulminante, ya que la bala se alojaría en su tórax dejándolo semivivo. Después del intento de suicidio, Vincent todavía logra caminar unos pasos hacia la pensión donde habitaba y es atendido de modo inmediato por Gachet, quien da aviso al hermano Théo de la irrecuperable salud del artista.

Théo, conmocionado por el delirio de su hermano, corre a visitarlo para ver sus ojos claros con vida por última vez. Tras preguntar la causa de su acción suicida, Vincent contesta: «Es asunto mío, es lo mejor para todos». La noche estrellada ve morir su mejor astro un 29 de julio de 1890.

El arte, flor de la melancolía

La melancolía como fuente de creación
La melancolía creativa, de Jesús Ramírez Bermúdez (Debate).

Sé que la telenovela personal de Vincent Van Gogh es una historia ya muy contada —y que su vulnerabilidad emocional no justifica su monstruosidad estética ni su talento artístico innegable—, pero quise recordarla como pretexto de un libro que nuevamente pone sobre la mesa la discusión sobre la relación entre locura y genio artístico: La melancolía creativa (Debate, 2022), del neuropsiquiatra y escritor mexicano Jesús Ramírez Bermúdez.

Una obra que no pretende romantizar las enfermedades mentales ni ser tampoco una apología del aluvión psíquico en aras de crear un excepcional producto artístico, literario o intelectual. Al contrario, la motivación de Ramírez Bermúdez es reflexionar sobre el sufrimiento emocional —que él sigue bajo el hilo conductor de la «melancolía»— y cómo la sublimación artística podría ayudar a sobrellevar una existencia atormentada, e incluso volverse un medio de expresión para que el otro, el espectador, logre adentrarse en la psique de un artista o literato. Al mismo tiempo, la obra del artista puede volverse una inspiración común para conocerse a sí mismo.

Pero ¿qué entiende el autor por «melancolía»? La melancolía es un concepto rizomático que ha brotado desde múltiples raíces a lo largo de la historia, creciendo indefinidamente a partir de la descripción de una variedad de síntomas que incluso en la actualidad no se explican con total claridad o unicidad.

Ramírez Bermúdez traza una bella genealogía —coloreada por el arte, la medicina, la literatura y la filosofía— de la melancolía, desde la Antigüedad griega hasta su significado actual, tratando de encontrar un epicentro común que la identifique como una categoría fundamental de la cultura occidental. El autor piensa la melancolía como el Zeitgeist de toda época, como…

«… el símbolo de la desilusión y el sufrimiento; un signo crítico que indica el desenlace de los disturbios colectivos y las limitaciones de todo esfuerzo civilizatorio. Pero también es un punto de partida de la travesía artística».

El autor no solo piensa en el melancólico que se recluye en su solipsismo, en ese que hace de la patria de la creatividad un exilio interior, sino que también considera la melancolía provocada por la efervescencia del «dolor social». Un dolor que brota en el centro de las relaciones verticales, de los vínculos destructivos entre unos y otros. Unos vínculos que provocan que tanto individuos, comunidades y grupos vulnerables sean sometidos a una lógica de abuso y de violencia sistémica, legitimada por instancias de poder, lógicas del privilegio y de la exclusión difíciles de erradicar.

En este sentido, es interesante pensar hasta qué punto los ciudadanos de un país como México, ahogado por el crimen organizado, los feminicidios, homicidios y la notable impunidad ante dichos crímenes —como sucede en el contexto mexicano— están abatidos y dominados por un —y me atrevo a citar a HeideggerGrundstimmung melancólico, por un «estado de ánimo fundamental» expresado en sufrimiento y dolor social.

La pregunta sería aún más radical si pensamos en cómo este sentimiento comunitario de un país en llamas contribuye a volver al depresivo más depresivo, y al posible suicida, un suicida resuelto. Pero, como escribe Jesús Ramírez, «la génesis del dolor social rebasa cualquier intento de este ensayo por abarcarla». Mejor pensemos en una alternativa que dé el salto más allá de la tragedia que un dolor social comunitario provoca, ideando una forma diferente de operar ante el nihilismo acarreado por la melancolía social, reconociendo que también la melancolía puede volverse la inspiración de una labor estética y «creativa capaz de reconocer y respetar la finitud, sin perder el amor por el juego vital».

Para demostrarlo —y sobran ejemplos— basta recordar la literatura y el pensamiento filosófico y psiquiátrico que afloró de las lúcidas mentes exiliadas, y de tradición judía, tras la caída del aberrante nacionalsocialismo alemán. Vale recordar, con mucho amor, el concepto de «resiliencia» ideado por Boris Cyrulnik, que consiste en el ejercicio psicológico, terapéutico y neuronal para liberar la memoria doliente —la memoria coagulada—, a partir de la narrativa compartida con los otros. O la concepción del «rostro» levinasiano como ese «Otro infinito», ese prójimo puesto como categoría universal que fundamenta cualquier comprensión propia del mundo. Jesús Ramírez, por su parte, nos recuerda a Pedro Páramo:

«La novela mexicana fundacional en la que Juan Rulfo capturó el delirio posmelancólico de las comunidades que padecen la deserción de los patriarcas: se trata de una suerte de delirio poético acerca de las voces y las reminiscencias de los muertos, en una comunidad empobrecida durante décadas por el abandono y la violencia de un patriarca. Se trata de Comala, pero podría ser cualquier otro espacio rural del México posrevolucionario».

Sí, Pedro Páramo podría ser cualquier «otro espacio» rural y urbano, incluso, cualquiera del contexto actual mexicano. Pero volvamos al tema de la melancolía creativa ejercida desde el microcosmos privado del escritor o artista, esa melancolía que Jesús Ramírez pinta con un estilo bello y erudito. Nuestro autor retoma varias veces el hipotético vínculo entre genio artístico o intelectual, o mejor dicho, entre el «talento excepcional» y la melancolía.

«La relación puede plantearse de muchas maneras: la depresión mayor obsequia una visión trágica y menos superficial de la vida a personas con talento, y sus obras adquieren profundidad psicológica».

O, por otro lado, también podría ser que esa vulnerabilidad emocional pueda desencadenar conductas aditivas y autodestructivas y entonces terminar también con el proceso de creación. Jesús Ramírez advierte los sentimientos ambivalentes que la depresión mayor —que alguna vez fue pensada como parte de lo que se entendía por «melancolía»— podría provocar en una misma persona. Pero eso no significa que no exista una larga tradición —nacida desde Hipócrates y retomada por Aristóteles, hasta nuestros días— que acepte de manera explicita la íntima relación entre un talento monstruoso y el desarrollo de la melancolía —o expresado mejor desde términos contemporáneos, el desarrollo de padecimientos psiquiátricos—. Jesús Ramírez considera que una sensibilidad o una lucidez extraordinaria podría tener su…

«… nexo con otros trastornos mentales en los cuales hay estados depresivos, pero también estados de manía, dentro de eso que ayer fue llamado psicosis maníaco-depresiva, y hoy llamamos trastorno bipolar. En los episodios de manía o hipomanía, las personas con talento podrían tener más actividad artística, científica o política. No se puede descartar de antemano una relación con la esquizofrenia: las alucinaciones y los delirios insólitos y extraños quizá tendrían un papel en la generación de una obra artística».

La genealogía que Ramírez elabora del concepto de melancolía deja claro lo difícil y absurdo que es sostener explicaciones absolutas y universales de los padecimientos mentales

Uno de los capítulos que más he valorado del libro es el dedicado a la compleja naturaleza de la esquizofrenia, la cual significaba en el siglo XIX el «nuevo paradigma de la medicina psiquiátrica».

Para ilustrar mejor la relación entre el padecimiento y el ejercicio creativo, Ramírez piensa en la analogía entre la caótica pero «insoportable lucidez» del discurso de Joyce en su Ulises y la esquizofrenia de Lucia, la hija del escritor. El autor medita una comparación interesante:

«Al igual que el lenguaje creativo de James Joyce, la producción verbal en la esquizofrenia se aparta de las construcciones semánticas se aparta de las construcciones convencionales y entra en el capítulo psicológico del pensamiento divergente».

La diferencia radical entre la divergencia esquizofrénica y la de la creatividad es que la última está construida desde la intencionalidad del escritor, la desorganización conceptual y la ruptura sintáctica o lógica del discurso. Está dada desde la consciencia de una mente creativa, mientras que, en el paciente con esquizofrenia, la desorganización conceptual no deriva del artificio literario, sino que es la manera en que cotidianamente piensa.

Actualmente la esquizofrenia, escribe Ramírez Bermúdez, «se asocia de manera consistente a deficiencias en el volumen cerebral, en regiones necesarias para la operación del lenguaje, la memoria y el procesamiento emocional». El autor nos remite a las investigaciones de la neuropsiquiatra estadounidense Nancy Andreansen, quien estudió casos celebres de mentes brillantes, pero con familiares que padecían de esquizofrenia, como el caso de Einstein y su hija, o el ya mencionado Joyce y Lucia Joyce, encontrando «una posible relación genética entre las habilidades creativas dependientes de procesos lógicos-secuenciales (como la literatura y las matemáticas) y la psicopatologúa esquizofrénica».

Esto significa que la genética de la creatividad requiere procesos biológicos y culturales que dan origen a aprendizajes lingüísticos, conceptuales y complejos, que, en su estado óptimo, llevan al desarrollo de habilidades creativas eficaces e incluso excepcionales, que habrán de estar ancladas en el sentido de la realidad.

En esta misma hipótesis, esa misma genética, pero con variaciones o modificada por el neurodesarrollo, también puede conducir a una «forma frustrada o fallida», de la creatividad y del principio de realidad, desembocando en un diagnóstico de esquizofrenia.

Por ello Andreasen escribe que la esquizofrenia algunas veces es «el precio que la humanidad paga por tener lenguaje». Es el precio que algunas mentes sometidas al azar de una naturaleza que gusta poner a prueba el ensayo y error —el perfeccionamiento, o el desarrollo de anomalías en el área de Broca— tiene que pagar por tener el privilegio de poder expresar en conceptos e imágenes complejas, en mensajes profundos o banales, en narrativas deplorables o excepcionales obras de arte, sus alegrías y sufrimientos, sus ideas y pensamientos: su inteligencia.

Sin embargo, ningún hombre o mujer ha pronunciado la última palabra al respecto, mucho menos en los asuntos que tienen que ver con la mente humana. Y la genealogía que Jesús Ramírez elabora del concepto de melancolía entendido desde la Antigüedad como «bilis negra», atravesando por la modernidad que la explicaba a partir de diversos síntomas que oscilaban entre la manía, la depresión y abruptos cambios de ánimo, hasta la actual asimilación de la melancolí como «depresión mayor», nos deja claro lo difícil y absurdo que es sostener explicaciones absolutas y universales de los padecimientos mentales.

Esta imposibilidad es más clara con la consideración contemporánea de la descripción clínica de la esquizofrenia, consideración que ha sido tan importante como el diagnóstico e investigación de la melancolía a lo largo de los siglos. Jesús Ramírez enfatiza que el concepto de esquizofrenia sigue teniendo un sentido impreciso que se usa «para aglutinar problemas de salud mental muy diversos». La complejidad de dicho padecimiento goza de una heterogeneidad clínica que no ha logrado resolverse ni unificarse en síntomas claros e innamovibles que nos hagan establecer de manera tajante qué sí es, o no, esquizofrenia.

Para seguir investigando sobre los asuntos del cerebro, la mente y sus tormentos clínicos, es necesario entender que toda respuesta se transforma con el tiempo y varía dependiendo de los anteojos desde los cuales se mire cada época

Igualmente a como ha sucedido a lo largo de las centurias esto que podríamos llamar, de manera muy general, la historia de la locura, el estudio de cualquier condición o psicopatología mental es un reto que habrá de afrontarse de manera interdisciplinaria desde la honestidad epistémica y con la furia y violencia que merece cualquier dogmatismo científico.

Una práctica ética de la psiquiatría también implica reconocer que es imposible tener una respuesta definitiva sobre cualquier condición de la naturaleza humana, y que incluso pensar en la idea de que hay «una naturaleza» nos podría poner en el riesgo de volvernos deterministas y no asumir la complejidad de dicha condición.

En el profundo mar de autores, obras artísticas, fragmentos poéticos, estudios médicos y sociales en el que Jesús Ramírez —plácidamente— nos invita a navegar a lo largo de su genealogía sobre la melancolía, subyace esta bella idea de humildad epistémica. Una humildad que reconoce que para seguir investigando sobre los asuntos del cerebro, la mente y sus tormentos clínicos, es necesario entender que toda respuesta se transforma con el tiempo y varía dependiendo de los anteojos desde los cuales se mire cada época. No es lo mismo apreciar desde el faro los monstruos marinos que experimentarlos estando al frente del timón. Por ello, escribe el autor:

«Las disciplinas médicas y psicológicas no deberían olvidar la dimensión social donde se gestan los problemas de la salud mental: la psiquiatría y la psicoterapia deben enriquecerse con los avances de las síntesis, cuando ignoramos la subjetividad del otro y lo reducimos a una cosa. Parafraseando al erudito de Cambridge Germán Berrios, reificar significa ver las relaciones humanas como si fueran objetos o cosas inanimadas, restándoles todo dinamismo, sentido o valor personal. Cosificar el dolor emocional dispone al médico a olvidar la trama dinámica de las interacciones humanas […] El estudio de la causalidad física, objetiva, tal y como lo buscan las ciencias médicas y las neurociencias, no se opone al ejercicio de la comprensión interpersonal, que atiende los significados personales de una historia».

Entre la disfuncionalidad y la creación

Me gustaría terminar con una última reflexión. El libro de Jesús Ramírez me ha devuelto la confianza en la transparencia que expresan y significan las emociones propias y ajenas. Me ha quitado el pudor de manifestar lo que siento más allá del miedo que esto pueda provocar en los demás y de valorar a quien sí tiene la capacidad de sentir demasiado, sobre todo en una sociedad que tiende hacia la practicidad y el calculo de los afectos.

En una sociedad de individuos que se autocensuran afectivamente, quizá sí hace falta darnos cuenta de que algunos hombres y mujeres necesitan vivir las experiencias de una forma distinta y con una intensidad que a veces podría acercarlos a la frontera de la disfuncionalidad, pero también a la patria de la creación literaria y artística.

Quizá, como me ha escrito un amigo en noches pasadas, «sentir mucho también es conocer; sentir mucho quizá es ser artista». El hecho de sentir todo «demasiado intenso» no es algo que deba aterrorizarnos, ni despreciar a quien sacrifica su serenidad mental en aras de exprimir sus emociones, y así desarrollar una creatividad o talento extraordinario.

En una bella epístola que Vincent escribió a su hermano Theo desde el noscomio psiquíatrico, le cuenta: «El sufrimiento por este lado, en el hospital, ha sido atroz y sin embargo aun en los estados de mayor desvanecimiento, puedo decirte como curiosidad, que he seguido pensando en Degas».

Fuente: https://filco.es/la-melancolia-como-fuente-de-creacion/

Kant

¿Hay una naturaleza humana? Kant responde

La noción de naturaleza humana es parte central de la cuestión filosófica desde el propio nacimiento de la filosofía. ¿Hay una naturaleza humana? ¿Qué es el hombre? ¿Por qué el hombre? ¿Por qué este y no otro? ¿Qué lo distingue de los otros seres vivos? ¿Cuál es su papel? ¿Son válidas estas preguntas? Desde una cierta perspectiva, estas preguntas son más o, por decir, otra cosa que una psicología o una antropología y pasan a ser el centro de la cuestión filosófica. Para Kant, la esencia humana es inseparable de la metafísica de las costumbres, que es otro nombre para la moral y la ética.

Por Miguel Aponte

Naturaleza humana y «reino de los fines»

Ya los griegos antiguos detectaron el asunto y se esforzaron por revisarlo repasando el abanico de posibilidades. Para ellos no había división objeto–sujeto, sino cosmos y alma, y el hombre no se pensaba como sujeto, sino como alma establecida en un cuerpo. Para Kant, por muchas razones, se puede decir que el tema fue acuciante; el paso de nuestro filósofo de la reflexión desde el objeto, como centro de atención, al sujeto, como productor esencial de ese objeto y, por tanto, de ese mundo que estudia, ya lo dice todo.

La filosofía moderna venía presuponiendo que es el sujeto quien refleja, bien o mal, las cosas, por vía empírica o racional, pero siempre como sujeto pasivo, y es el objeto lo que importa. Kant invierte esto y, en cambio, es un sujeto activo quien vertebra la realidad al estructurarla categorialmente, esquemáticamente, conforme a las intuiciones puras del espacio y el tiempo. Sus preocupaciones principian y terminan1 en las preocupaciones morales que, como se sabe, atañen exclusivamente al ser humano y así siempre se trata de aquello último o primero que articula todo: la libertad.

Este ejercicio intenta revisar la categoría de naturaleza humana a partir de la noción de «reino de los fines» que el filósofo plantea en su primera Fundamentación de la metafísica de las costumbres, publicada en 1785. ¿Dónde se encuentra ese reino de los fines? Para Kant, en ninguna parte: es ideal, pues es concepto de una totalidad que no se da en la experiencia y es construido por la razón, algo pensado nada más. No es real, y no importa.

Tiene que ser así porque es la única manera de librarlo de las determinaciones de la naturaleza física. Además, ¿cómo articular un reino de los fines que es ideal y libre con un reino de la naturaleza que actúa por necesidad y, por tanto, no es libre y que, de paso, contiene a aquel? ¿Acaso entonces lo libre está contenido en lo no-libre? Volveremos sobre esto. Recordemos: la articulación es indispensable porque Kant quiere una filosofía completa y sistemática y porque un ser humano a la vez sujeto a las leyes de la naturaleza y libre es una antinomia que debe ser resuelta.

La libertad es la condición de posibilidad de lo humano

Kant menciona la categoría naturaleza humana en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres once veces2, y lo hace como «naturaleza humana», «naturaleza del hombre» y «naturaleza del sujeto»: una vez en el Prólogo; ninguna en el capítulo I, ‘Tránsito del conocimiento moral vulgar de la razón al conocimiento filosófico’; ocho veces en el capítulo II, ‘Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres’; y apenas dos veces en el capítulo III, ‘Último paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica’.

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Por su parte, la expresión «reino de los fines» es mencionada diecinueve veces, todas en el capítulo II; así pues, este capítulo II, podríamos decir, es el capítulo del reino de los fines y es este el concepto que da lugar al análisis de la noción de la libertad como clave del paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón pura práctica que dilucidará en el capítulo III. ¿Por qué? Porque, como dice el propio Kant, «el concepto de libertad es la clave para explicar la autonomía de la voluntad».

Vinculamos, pues, en este ejercicio ambas nociones, naturaleza humana y reino de los fines, para validar la hipótesis de que la libertad, que no existe en la realidad material, que es ideal, extranatural, es, sin embargo y precisamente por eso, la condición de posibilidad de lo humano, solo ella y nada más, lo que no significa que no se apuntale en la naturaleza física; y sin ignorar que, en el fondo, este reino no es más que otra de manera de referirnos a la categoría esencial de esta obra: el imperativo categórico, que se abre paso no solo a la libertad del individuo, sino a la posibilidad de la política3. No encontraremos para Kant lo humano, como naturaleza o materia, en la naturaleza ni sus leyes generales y cuando se refiere a naturaleza humana siempre la separa precisamente de toda condición natural y más allá: antropología (psicología), teología, física, hiperfísica e hipofísica4, como explica Jesús Sarmiento:

1º La antropología, el estudio empírico de las diferentes costumbres.  
2º La teología, pues de ser así dependería de un ejemplo, esto es, de un ente de cuya estructura dependería la ley moral. El hombre actuaría moralmente por interés, evitando las consecuencias de no cumplir la ley.  
3º La física, pues en este caso la ley moral se derivaría de la estructura de la naturaleza.  
4º Una hiperfísica (hyperphysik). Kant probablemente tiene en mientes a la corriente que suponía que había un alma sobrepuesta al mundo, la cual lo animaba en su totalidad. Henry More y el platonismo de Cambridge suscribieron este punto de vista, que influyó sobre Newton. Leibniz lo criticó firmemente desde la filosofía, vgr., en su correspondencia con Samuel Clarke.
5º Cualidades ocultas (verborgenen qualitäten).

«Lo que Kant quiere acentuar con estas expresiones es que la metafísica de las costumbres tiene que ser completamente a priori y por lo tanto no puede depender ni tener mezcla de:  

La filosofía moderna, sobre todo de la mano de Descartes y después Leibniz, criticó duramente la noción de las cualidades de la física tradicional aristotélico-escolástica. Esta física trataba de explicar al ente natural a partir de los conceptos de formas sustanciales y cualidades (p. ej., los colores, la dureza, etc.), que suponían existían en las sustancias en tanto subyacentes de dichas formas y cualidades. Para los modernos, tales cualidades son inexistentes, no aclaran nada y más bien ellas mismas requieren de explicación a partir de la extensión y el movimiento de la materia de acuerdo con las leyes de la naturaleza, por lo que había que expulsarlas de la filosofía natural. Las llamaron cualidades ocultas. Kant tiene en mientes esto cuando dice que uno las puede llamar hipofísicas (hypophysisch)».

La articulación es indispensable porque Kant quiere una filosofía completa y sistemática y porque un ser humano, a la vez sujeto a las leyes de la naturaleza y libre, es una antinomia que debe ser resuelta

¿Cuándo es humano el ser humano?

Que la moral sea un reino libre, sin embargo, no la excluye del reino de la naturaleza en el cual se expresa para Kant una teleología que es indispensable para garantizar que la creación no es caos, que hay armonía y sentido5. Tal y como afirma Kant en Fundamentación de la metafísica de las costumbres, hay una teleología inmanente en la naturaleza y allí actúan «leyes de causas eficientes exteriormente forzadas» que son objeto de estudio de la razón pura6. En este sentido, dentro de ese reino de la naturaleza en algún lugar, para Kant, están los seres racionales —hombres y cualquier otro ser racional— en tanto tales y por tanto figuran como «fines (o propósitos) de la naturaleza»; y de hecho es esto lo que hace Kant cuando reclama que con la legislación moral «puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal». Pero esta figuración no se asemeja para nada con la pertenencia correspondiente de cualquier otro elemento de la naturaleza.

El hombre, a la vez, pertenece como fenómeno y no pertenece como noúmeno7. El asunto es adicionalmente complejo porque no es que se requiere la cooperación de la naturaleza para que el bien actúe en el mundo (aunque sí para que alcance sus fines o no8; y, mucho menos, la idea burda de que el bien o la virtud sean el premio que la naturaleza o Dios otorgan en términos de felicidad. Nada de esto funciona para Kant. Con ninguna de las dos —cooperación o premio— se puede contar para Kant y el valor moral de una acción no está vinculado a estas condiciones como quiera que se enuncien.

El bien que una conducta moral recta puede poner en el mundo no está condicionado por la naturaleza natural ni divina y, en realidad, estas no interesan. El valor de la conducta moral como ley universal no depende para nada de la naturaleza. Y, sin embargo, con todo, repetimos, para Kant, que la moral sea un reino libre no la excluye del reino de la naturaleza pues los seres racionales son, tiene que ser, figuran como «fines (o propósitos) de la naturaleza»9; y tiene que ser así para que, por analogía, ambas funcionen reforzándose mientras a la vez nada las vincule.

El hecho es que ese sujeto es humano justo cuando no obedece a su naturaleza —a su condición natural—, sino porque precisamente es capaz de colocarse «por deber» por encima de sus inclinaciones, instintos y leyes, no solo naturales, sino divinas y mundanas, esto es, religiosas, históricas y sociales; y esto, sin excepción. Así, la libertad es la condición de posibilidad de lo humano y nada más. Una consecuencia directa de esto, es que el ser humano no habría sido creado para un propósito específico ninguno; por ejemplo, ser feliz ni para ningún otro propósito natural, práctico o teórico, religioso, científico o filosófico cualquiera. Tampoco para expresar algo que se encuentre en la materia, su cuerpo o lo que se quiera. Entonces, tenemos a un ser humano, cosa-en-sí, fuera del ámbito sensible, desvinculado por definición de toda constitución natural, ser extraño a más no poder, tal y como afirma en Crítica a la razón pura.

Siendo así, cabe la pregunta: ¿para o por qué existe algo así, por qué existe el hombre, entonces? ¿Tiene sentido esta pregunta? ¿Es válido preguntar por qué existen las montañas, el cielo, los animales? Ningún ser no racional se lo pregunta, simplemente es, cumple su telos. Esta forma de preguntar remite a Leibniz. Leibniz preguntaba, recordemos: ¿por qué es así y no de otra manera? Para Kant la pregunta ¿por qué el hombre?, tiene sentido solamente si se hace para la especie «al mismo nivel que otras especies animales»10 como un todo e imposible si se considera al hombre individualmente o como ser moral, porque como tal no es válido preguntar por qué existe, puesto que es un fin en sí mismo: es libre y no determinado.

Para Kant, ser humano es ser moral y esto equivale a ser racional. El enlace se produce a través de la tríada voluntad – libertad – racionalidad y todo se articula a partir de la idea de autonomía de la voluntad, esto es, la libertad moral. El filósofo ya había formulado su cuestionario fundamental acerca del hombre, se trata de la triple formulación de Kant: ¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué cabe esperar?, que terminaba con una cuarta: ¿qué es el hombre? Aunque la segunda remite aparentemente a la experiencia, ¿qué debo hacer?, no se trata del hacer, sino del deber lo que aquí se cuestiona. Es pura racionalidad, pura idealidad. No hay empiria aquí para Kant.

Tampoco de manera garantizada, sino como mera posibilidad de ser. Por eso, el reino de los fines es estrictamente ideal. Sin embargo, ¿inexiste? Solo si pretendemos con esta palabra hablar únicamente de corporeidad; si no, es claro que existe precisamente en su idealidad, que para nada limita sus efectos sobre la realidad, mientras a la vez crea ese reino de los fines como mundo humano, estrictamente humano y abierto. Así, el imperativo categórico sale de la burbuja individualista, para reintegrar la moral individual con el interés colectivo de seres libres y fines-de-sí que entonces se abren a la política como creación común, como ámbito de ejercicio pleno de la libertad, pues ese reino de los fines es público y compartido por todos11.

El bien que una conducta moral recta puede poner en el mundo no está condicionado por la naturaleza natural ni divina y, en realidad, estas no interesan. El valor de la conducta moral como ley universal no depende para nada de la naturaleza

El imperativo categórico

Ahora bien, ¿qué deber es ese que coloca al hombre por encima de toda ley heterónoma natural, divina y humana y que no tiene propósito específico (tampoco hacerlo feliz, salvarlo, justificar su vida, conquistar el cielo o hundirse en el infierno); un deber que, además, no puede eludir aunque nunca cumpla y sin el cual pierde su condición humana? Para Kant ese deber consiste solamente en su propio principio de deber, para lo cual de paso no es necesaria ni ciencia ni filosofía ni religión alguna: es una capacidad propia de todo hombre, incluso el «más vulgar».

Para Kant, el campo de la ética, el ámbito del juicio práctico, es la facultad superior; superior incluso a todo juicio teórico, pues no solamente lo antecede, sino que lo supera. De hecho, incluso Kant ni ningún filósofo dispone de otro principio que este. Esto porque para ser honrado, bueno, sabio o virtuoso no hace falta ciencia ni filosofía, tampoco religión12; y este es el principio kantiano. Obedecer a tu propio principio y nada más. Pero esta ventaja del juicio práctico no deriva tampoco, ¡atención!, de los impulsos sensibles del hombre ordinario no teórico; estos impulsos o inclinaciones, todos, por el contrario, deben ser excluidos radicalmente.

Volvamos al reino de los fines. Ocurre que la razón humana es igualmente capaz de actuar en favor del reino de los fines, como de trabajar y servir de la manera más incondicional a favor de inclinaciones a las que también debe atender un sujeto finito; no siempre para degradarse, sino en muchos casos de forma más que justificada. Aún en el caso de que el deber que anime al hombre se corresponda con el más puro fundamento moral, no hay forma de demostrar con certeza que su máxima se corresponda con la ley moral13, y así llegamos a la paradoja de que aún aquel hombre que durante toda su vida y siempre haya actuado de acuerdo con la ley moral, si no ha atendido a una razón basada en la autonomía de la voluntad, por propio deber, no habrá acumulado ni siquiera el más pequeño de los méritos éticos, no fue libre nunca y no podría considerarse como perteneciente a aquel reino de los fines y esto independientemente de que haya logrado o no sus propósitos en la vida.

Y, atención, insistimos, ni la ciencia, y menos aún la religión14, si fuesen guías morales jamás garantizarán nada en términos morales. Es decir, aun en el caso de que el conocimiento científico o el religioso mejorasen las condiciones de posibilidad de la conducta moral, esto no significa que la determinarán. La moral se determina en otro ámbito, y es en la razón pura práctica. Así, actuar bien o mal, en sentido ético o moral, no depende de lo que sé, sino de lo que soy, que es otra cosa; y puede darse o no, y por eso ni ciencia ni religión tendrán nunca todas las respuestas a los problemas humanos más allá que ofrecer vida después de la vida o algún tipo de ilusión inmortal, es decir, consolación15.

Entonces, quien cifra la vida solo en cumplir con leyes heterónomas, religiosas, científicas o sociales, y no por deber no solamente se equivocará en muchas circunstancias, sino que no tendrá una vida ética puesto que esta sólo es válida gracias al imperativo de la ley moral. Entonces, tal y como afirma Kant Fundamentación de la metafísica de las costumbres, tenemos a un supuesto hombre moral, esto es, que no actúa conforme al deber, sino por deber. ¿Por qué? «… porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios que no se ven». Estamos así ya frente a la definición del imperativo categórico, que Kant formula tres veces, con dos variantes:

Fórmula 1 o Fórmula universal:
Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal […]
Fórmula 1a o Fórmula de la ley de la naturaleza:
Obra como si la máxima de tu acción debiera tornarse, por tu voluntad, ley universal de la naturaleza […]
Fórmula 2 o Fórmula del fin en sí mismo:
Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca simplemente como medio […]
Fórmula 3 o Fórmula de autonomía:
Obra como si  tu voluntad, por su máxima, pudiera considerarse a sí misma al mismo tiempo como universalmente legisladora […]
Fórmula 3ª o Fórmula del reino de los fines:
Obra por máximas de un miembro legislador universal en un posible reino de los fines.

Actuar bien o mal, en sentido ético o moral, no depende de lo que sé, sino de lo que soy; y puede darse o no, por eso ni ciencia ni religión tendrán nunca todas las respuestas a los problemas humanos más allá que ofrecer vida después de la vida o algún tipo de ilusión inmortal, es decir, consolación

La moral no es fantasía y sí expresión de libertad

Ahora bien, frente a la compleja red de exigencias que el propio Kant teje en torno a la fórmula del imperativo, cabe la pregunta que él mismo cuestiona: ¿es la moral pura fantasía irrealizable? ¿Dónde hay virtud? ¿Cómo esta ley moral puede mandar si jamás es sino ideal? ¿Tiene que existir la moral como realidad en la naturaleza del mundo o del hombre para que tenga sentido y existencia? ¿Se origina en la experiencia? ¿La dicta la experiencia? La respuesta de Kant a todas estas interrogantes es «no». No se trata de que haya habido o habrá alguna vez actos buenos y morales; no es del «ejemplo» que se construye la validez del principio moral absoluto para Kant; por tanto, que nunca los haya habido simplemente no importa.

Desde la perspectiva moral, el hombre, si es miembro del reino de los fines, no hace nada porque se haya hecho, sino porque debe ser así; y esa convicción vacía es su soporte, su único soporte: la razón dicta —no puede ser de otra manera— y el hombre falla, incluso eternamente, eso no importa, el imperativo categórico es, con todo, la ley absoluta universal única de la moral. No interesan los ejemplos. No hacen falta. Lo cual tampoco implica que no tengan ningún valor: los ejemplos pueden tener eso, valor ejemplar; lo que ocurre es que de ninguna manera pueden constituir «modelos» ni fundar principio alguno.

De los pocos ejemplos que ofrece Kant, tomemos uno: la amistad. Ser leal en la amistad, aunque jamás nunca nadie lo haya sido, es un imperativo categórico; debe ser, no puede no ser exigible, si queremos sostener la idea de amistad16. Fin del imperativo. Es así, ¿por qué? Porque solo esta máxima es universalizable sin contradicción y es muy fácil ver que, si se pretende validez para su opuesto, ser desleal, la amistad sería imposible y ese falso imperativo se autodestruiría a sí mismo. No soporta la ley de la universalidad.

En lenguaje kantiano: la lealtad, como la ley moral, es un juicio sintético a priori, por eso determina la voluntad como principio universalizable cuyo opuesto, «ser desleal», es una condición que se autoliquida al ejercerse haciendo imposible la amistad, y entonces, preguntemos: ¿acaso es posible una vida humana sin la idea de amistad como fin en sí misma? Este es el punto. Ahora bien, sobre la realidad simultánea del carácter ideal de la ley moral en la forma del imperativo categórico, Kant intentó otro argumento apelando «al hecho de la razón» o das Faktum der Vernunft, que vendría siendo no la ley moral propiamente, sino «la conciencia que tenemos de ella». Este argumento, aparentemente inofensivo, implica a la vez al deber y la libertad requerida para actuar o no por «ese deber»17.

Implica que un ser racional, para Kant, necesariamente tiene conciencia latente (inconsciente) de que es libre de deber: si puedo, es porque puedo-no. Garrido, en el ensayo citado antes, recuerda la frase de Kant: «Debes, luego puedes»; acá de nuevo se siente la fuerza de las convicciones teleológicas de Kant y la libertad al igual que esa conciencia latente, aunque no puedan ser probados, están allí en tanto hechos internos de la razón pura práctica, por sí mismos, como hechos no experienciales sintéticos a priori. No los puede probar, pero ¿cómo entender la libertad si no existieran? Así pues, son ideales y a la vez existen: deben existir. Es apercepción pura originaria18.

La moral no puede derivar de la experiencia, porque esta es siempre contingente y aquella no. La razón pura práctica origina la moral como juicio a priori y es este carácter el que le da valor intrínseco, dignidad, valor apodíctico. Así pues, «la imitación no tiene lugar alguno en lo moral, y los ejemplos solo sirven de aliento». Quien actúa moralmente por imitación no tiene en realidad actuación moral ninguna, pues el único original válido para el acto moral reside en la razón. Por lo tanto, jamás debemos actuar por ejemplos, sino por la razón19, si queremos hacerlo bajo el imperativo categórico, si queremos ser personas y miembros del reino de los fines. No estamos obligados ni lo haremos por necesidad, será una decisión libre o no será, pero aun no siendo es un imperativo, es ley y determina nuestra humanidad. Lo que ocurre es que, como seres libres, también podemos elegir no elegir20, elegir la esclavitud, la heteronomía y una vida sometida a la ley de otro.

En este caso, incluso actuando conforme a la ley de Dios, somos los mismos hombres, sí, pero no miembros del reino de los fines; nuestra actuación no tiene valor ético o moral y estrictamente hablando no somos personas sino copias sin dignidad; un hombre bueno para Kant no es ni siquiera uno que nunca haga el mal y siempre haga el bien e incluso lo logre, esto no basta y no importa, si es que fuera posible ese logro, sino aquel que orienta su conducta desde el deber ser de una voluntad libre y autónoma, porque solo así se coloca por encima de la naturaleza y de todo mandato heterónomo. Solo ese imperativo prevalece. Solo así es libre y, por tanto, humano y miembro del reino de los fines. Un reino que aun ideal e inhabitado existe, es real, insustituible y el único sustento plausible e irreductible de la metafísica de las costumbres.

Notas:

1 La Fundamentación como proyecto, estaba en Kant veinte años antes de su publicación en 1785 y los dos volúmenes de la Metafísica de las costumbres de 1797, fue su última publicación. Kant muere en 1804 (Kant, 2005:21, Nota 4).

 2 Kant, Immanuel (2005), Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, pp. 64, 88, 92, 112, 126, 134, 137, 141, 143.

3 Ibid, p. 208.

4 Ibid, p. 92.

5 Kant, Immanuel (2011), Crítica de la razón práctica, FCE, México, XXVII, estudio preliminar.

6 El párrafo completo en la edición de Tecnos utilizada para este ejercicio, Kant, 2005:129, reza así: «Un reino de los fines solo es posible, pues, por analogía con un reino de la naturaleza: aquel, según máximas, esto es, según leyes de causas eficientes exteriormente forzadas.» Traducción confusa. José Mardomingo, en su traducción, Editorial Ariel, presenta el párrafo de Kant así: «Un reino de los fines, así pues, sólo es posible según la analogía con un reino de la naturaleza, pero aquel solo según máximas, esto es, reglas impuestas a sí mismo; y este solo según leyes de causas eficientes constreñidas exteriormente.»
Por su parte, Roberto Aramayo presenta su traducción, Alianza Editorial, p. 154, así: «Un reino de los fines sólo es posible por analogía con un reino de la naturaleza, si bien en el primero todo se rige según máximas o leyes autoimpuestas y en el segundo según leyes de causas eficientes cuyo apremio es externo.» Las diferencias de estas dos traducciones frente a la de Tecnos, son claras por sí mismas.

7 Kant, Immanuel (2011), op. cit., p. 6.

8 Kant, Immanuel (2005), op. cit., p. 130 (nota 60).

9 Ibid, p. 129 (nota 59).

10 Arendt, Hannah (2012), Conferencias sobre la filosofía política de Kant, Paidós, España, p. 55.

11 Sobre las nociones de lo «público» y lo «privado» en Kant y algunas de sus implicaciones, (Zifeng: 2022). Los desprendimientos posibles para una filosofía política a partir de estas nociones en Conferencias sobre la filosofía política de Kant (Arendt: 2012).

12 Kant, Immanuel (2005), op. cit., pp. 83-4.

13 Ibid, p.88.

14 «…, el concepto ontológico de la perfección es mejor que el concepto teológico, que deriva la moralidad de una voluntad divina perfectísima». (Ibid, p.135).

15 No hay necesariamente contradicción en afirmar la inmortalidad de la especie (o la del pueblo de Israel) y simultáneamente negar la inmortalidad de cada hombre; la segunda no se sigue de la primera. Jorge Luis Borges, por ejemplo, afirmó su posición, así: «En el Antiguo Testamento se ve que los judíos no creían en la inmortalidad personal; creían en la inmortalidad de Israel pero no en la inmortalidad de cada individuo;». Esto a pesar del libro de Job. Véase: Borges entrevistado por Liliana Heker. Ver también: Argumentos católicos a favor del aborto: el catecismo.
Por otra parte, el asunto no sería extraño a Kant, que distinguía entre fenómeno y noúmeno, hombre y especie; el asunto se encuentra en la idea de cosa-en-sí. Esta es incognoscible y las leyes que aplican para el fenómeno no aplican para ella y viceversa.

16 Ibid, p.89.

17 Ibid, pp. 205, 206, 207.

18 Kant, Immnauel (2009), Crítica de la razón pura, FCE, México, pp. 163,164.

19 Kant, Immanuel (2005), op. cit., pp. 90, 92.

20 ¿Qué ocurre para quien sin elegir se heteronomizó? Respuesta: no perteneció al reino de los fines. ¿Qué ocurre para quien sin elegir actuó por deber? Respuesta: perteneció. ¿Cuál sería la hipótesis del malvado, entendido como aquel que hace excepción consigo mismo? Obviamente, no pertenece. ¿Qué ocurre para quien actúa como egoísta racional? No pertenece. ¿El liberal? No pertenece. ¿El marxista? No pertenece.
Así, las ideologías, como discursos normalizados que introyectan una única perspectiva y hacen ver al mundo y la realidad de una determinada manera y, por tanto, secuestran la interioridad del sujeto, impedirían su pertenencia al reino de los fines; lo que, por supuesto, no impediría que un marxista o un liberal cualquiera pudiera pertenecer, aunque, eso sí, para eso debe desapegarse de su ideología. ¿El ateo y el creyente? Eso no los limitaría, siempre que actúen por deber y nunca por su condición. Finalmente, siempre que se actúe por un «interés desinteresado», se pertenece al reino de los fines.

Bibliografía:

Sarmiento, Jesús (2022), Universidad Simón Bolívar (USB), Caracas, Venezuela, Departamento de Filosofía, máster en Filosofía, curso junio–agosto, 2022: Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres V.

Referencias electrónicas:

Borges, Jorge Luis (2014), entrevista de Liliana Heker.

Valentin, Riely (2022), Volcando el catecismo: un argumento católico para el aborto. 

Zifeng (2022), Dialéctica de los usos público y privado de la razón: Kant y Lacan. 

Fuente: https://filco.es/hay-una-naturaleza-humana-kant-responde/

Bob Dylan

Bob Dylan: La filosofía de la canción moderna. Anagrama, 2022

Mi compañero de fatigas en esta página digital, mi querido Malcolm, dylaniano de pro, me había regalado el último libro de Bob Dylan aparecido en Estados Unidos, “La filosofía de la canción moderna”. En español lo publica Anagrama a partir de este noviembre. Se trata de más de sesenta ensayos breves sobre canciones de la música popular. Se puede pensar que la concesión del Premio Nobel de Literatura, que se le otorgó en 2016, le ha espoleado a escribir, pero llevaba escribiéndolo desde el 2010.

Curioso  escritor Dylan, visto desde la distancia en algunos conciertos y giras, una figura algo estática que desgranada sus canciones con su característica voz nasal. Un Dios musical en la tierra que dio la vuelta al sentido de la música popular hacia nuevos horizontes. De eso hace tiempo aunque sigue siendo el único compositor y cantante capaz de tener álbum en el Top 40 de Billboard todas las década desde los años 60. (El último es Rough and Rowdy Ways en 2020.)

Ahora tenemos este libro que le sirve para hablar de otros muchos asuntos, sin repartir credenciales de nada. El anterior fueron sus Crónicas y aparecieron en el 2004. Al final de estos ensayos hay unos párrafos en cursiva, mas cortos aún, que han denominado “riffs”. Junto a los textos, 150 fotografías de diversos cantantes, conciertos y demás.

Dylan habla de los Who, Elvis Costello, Hank Williams, Nina Simone, Frank Sinatra, Domenico Modugno o los Rolling Stones, por poner unos cuantos ejemplos, pero desde un lado angulado. Porque el protagonismo absoluto de estos ensayos son las canciones que cantaron los anteriores y muchos más. Lo cual le convierte también en un hit parade bastante particular. Dylan nos cuenta la historia de la canción, quien la compuso, como se creó y por supuesto quien la cantó en un intento de captar su espíritu.

Porque mas que filosofía, es un intento de desentrañar el misterio de por qué hay canciones capaces de trascender el tiempo. Dylan intenta explicarlo.  Incluso desde un punto de vista compositivo. Entonces nos cuenta como una palabra mal puesta o una sílaba de menos puede estropear la letra de una canción. No le importa meter el dedo en la llaga de los pareados fáciles, todo ello contado de una forma que para quienes nos gusta la música lo hace interesante.

Se aprenden muchas cosas que un simple aficionado desconoce, aparte de hacer curiosas asociaciones: el bluegrass como origen del heavy metal, por ejemplo. Casi nos atrevemos a decir que es más bien un libro de crítica musical, pero escrito con la ventaja de quien pisa el escenario. Una crítica libre que a veces dispara con bala y otras nos hace sonreír cuando dice, por ejemplo, que Little Richard era un artista “gigantesco” y que por eso se puso el nombre artístico de Little Richard para no asustar.

Nos gusta cuando habla de Strangers in the Night  y la define la canción “del lobo solitario, el forastero, el extranjero y el noctámbulo que anda de un lado para otro, poniendo todo en venta y renunciando a su propio interés. Se mueve sin rumbo por la penumbra, cortando el pastel de los sentimientos, dividiéndolo en trozos todo el tiempo, intercambiando miradas penetrantes con alguien que apenas conoce”.

Nos cuenta los problemas que tuvo el hombre que la escribió, Avo Uvezian, al que no reconocieron su autoría. Nos explica las distintas versiones de una letra que Sinatra dijo que era una mierda de canción. Pero logró hacerse un sitio en el verano de 1966 entre los éxitos de los Beatles y los Rolling Stones. Hoy día sería imposible un éxito semejante porque todo está sectorializado y especializado, y cada uno lucha por mantenerse en su propio territorio.

Leemos sobre My Generation de los Who, un himno generacional de los jóvenes  y que canta a su generación, engreída y altiva como todas. No se trata de agitar banderas o arrojar bombas, basta con mirar por encima del hombro  al resto de la sociedad.

“Esperas morir antes de que llegue la senilidad. No quieres ser viejo y decrépito, no gracias. Voy a estirar la pata antes de que eso ocurra. Miras al mundo mortificado por la desesperanza de todo ello… En realidad, eres un hombre de ochenta años, al que llevan en silla de ruedas a una residencia de ancianos, y las enfermeras te ponen de los nervios. Dices que por qué no se desvanecen. Estás en tu segunda infancia, no puedes decir una palabra sin tropezar y babear. No tienes ninguna aspiración de vivir en el paraíso de los tontos, no te hace ilusión, y tienes los dedos cruzados para que no sea así. Toca madera”.

Cualquier generación aprende que en la vida todo es cuestión de tiempo. Bob Dylan tiene 81 años. La semana pasada actuó en el Palladium de Londres y a comienzos de octubre se ha publicado este libro. Disfrutemos de su música y de este gran libro.

Fuente: https://librosnocturnidadyalevosia.com/bob-dylan-la-filosofia-de-la-cancion-moderna-anagrama-2022/

El poder del aforismo filosófico: Nicolas de Chamfort

Juan Ignacio Espel

Nicolas de Chamfort fue el seudónimo que eligió Sébastien-Roch Nicolas (1741-1794) para firmar sus argucias durante el Ancien Régime. Fiel a su nación y a su época, se acopló a una ilustre línea de moralistas, pero destacando siempre por su estilo lúcido, irónico y escéptico.

Nunca supo quién fue su padre, y conoció a la mujer que al menos decía ser su madre. Cursó sus primeros estudios, como becario, en el colegio de los Grassins, en París, donde destacó por su inteligencia y obtuvo varios premios. Aunque sobresaliente, su temperamento fantasioso lo llevó a cometer algunas locuras, o casi. Una vez, por ejemplo, estuvo a punto de embarcarse rumbo a América. El plan no se concretó, fue perdonado y pudo completar sus estudios. 

Para 1781 su trayectoria le valió un sillón en la Academia Francesa. El príncipe de Conde, atraído por la polémica figura de Chamfort, le nombró su secretario, siendo el encargado de redactar sus discursos y órdenes. En 1789, a las puertas de la Revolución, actuaba como lector de Madame Élisabeth, hermana del rey. Para ella compuso un interesante Commentaire sur les fables de La Fontaine; dejó también varias piezas para teatro. Antes del estallido de julio fue uno de los intelectuales más codiciados en los salones por su temperamento brillante y espiritual.

Durante su juventud contrajo una enfermedad venérea que lo condenó a un constante estado de melancolía. Este pesimismo corrosivo y la desilusión permanente se vieron reflejados especialmente en sus últimos escritos.

Aunque en un primer momento celebró el advenimiento de la Revolución francesa, muy pronto condenó sus excesos, promovidos por Robespierre. Por aquellos días, como parte de su denuncia, acuñó una frase que se haría famosa: «Sois mon frère ou je te tue» («Sé mi hermano o te mato»). De 1790 a 1791 ocupó el cargo de secretario del club de los Jacobinos. Amigo del conde de Mirabeau, célebre orador público, redactó varios de sus discursos e informes; también colaboró en la redacción de varios periódicos, entre ellos el Mercure. En 1792 fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. Sin embargo, en esos tiempos de agitación social y fanatismo político, el Comité de seguridad general lo persiguió por su oposición al Terror (nunca dejó de condenar los fallos y las violencias del ala más radicalizada). 

Fue detenido y encarcelado en Madelonnettes. Poco después fue liberado, y juró que no volvería vivo. Cuando se presentaron en su casa, un mes después, con la intención de detenerlo nuevamente, se retiró un momento a su despacho. Se dio un pistoletazo en la cabeza, pero no murió y sólo logró destrozarse la cara. Desesperado, se cortó la garganta, el pecho y las piernas con un abrecartas. Fue intervenido quirúrgicamente y sobrevivió. Abandonó su puesto en la Biblioteca Nacional y se recluyó en su sótano para seguir trabajando. Ahí lo sorprendió la muerte el 13 de abril de 1794.

Su obra más célebre, y casi la única leída hoy en día, fue publicada en 1795 por su amigo Pierre Louis Guinguené, bajo el título de Máximes, caractères et anecdotes, a partir de las notas manuscritas que Chamfort había dejado seleccionadas en Maximes et Pensées y Caractères et Anecdotes.

Dentro de ese compendio encontramos diversos ángulos de su pensamiento. Entre ellos, un ojo agudo en lo concerniente a la psicología humana, la realidad social de su tiempo, la naturaleza de sus contemporáneos y la manera en que llevaban sus vidas. Todo regado, por supuesto, de astucia, ingenio y enseñanzas.

Denuncia la poca fe que le inspiran sus semejantes, especialmente cuando actúan colectivamente, en sociedad o en puestos de poder. Deja en evidencia todo el matiz del alma humana. Nos dice:

La sociedad, lo que se llama el mundo, no es más que la lucha de mil intereses mezquinos contrapuestos, una guerra eterna de todas las vanidades, que, a su vez, heridas y humilladas unas por otras, se entrecruzan, chocan, y por la mañana expían el triunfo de la víspera en la amargura de la derrota. Vivir solo, permanecer imperturbable en esta lucha miserable, donde por un momento uno atrae la mirada de los espectadores, para ser aplastado un momento después, eso es lo que se llama ser una nada, no tener existencia. ¡Pobre humanidad!

Y argumenta, desilusionado: «La sociedad sería una cosa hermosa si se interesaran los unos por los otros”. Y al respecto agrega: «Conocí a un misántropo que en sus momentos de buen humor decía: ‘No me extrañaría que hubiera algún hombre honrado oculto en algún rincón, sin que nadie lo notara’».

El intelectual lúcido y sarcástico que descollaba en los salones del Ancien Régime, y que luego formaría junto a los jacobinos, no duda en cargar contra las élites: 

  • Un amigo me dijo a propósito de unos disparates ministeriales: «Si no fuera por el gobierno, no tendríamos nada de lo que reírnos en Francia».
  • Si eres sospechoso de una falta que tus jueces hayan podido cometer, tú eres un hombre perdido.
  • El gobierno despótico es un orden de cosas donde el superior es vil y el inferior está envilecido.
  • Es más fácil legalizar ciertas cosas que legitimarlas.

Arremete contra los academicistas y los gobernantes: «La mayoría de nuestras instituciones parecen tener por objeto mantener al hombre en una mediocridad de ideas y emociones, que lo hace más apto para gobernar o ser gobernado».

Y deja en claro que la opinión de la mayoría nunca podrá traer ningún bien común: 

Sobre cómo enfrentar esa cotidianidad chata y mediocre, a fin de no sucumbir junto al resto, recomienda a sus lectores

  • En el mundo, todo tiende a hacerme descender; en la soledad todo tiende a elevarme.
  • Todos los días aumento la lista de las cosas que no hablo nunca. El mayor filósofo es aquel cuya lista es más larga.
  • La mejor actitud filosófica a adoptar frente al mundo es la unión de un sarcasmo alegre con un desprecio indulgente.

Y no sin cierta resignación, admite: «A dos cosas hay que acostumbrarse, so pena de hallar intolerable la vida: a las injurias del tiempo y a las injusticias de los hombres».

  • Hay que decir que para vivir feliz en este mundo hay partes del alma que debemos paralizar totalmente.
  • Vivir y ver a los hombres hace que el corazón se rompa o se endurezca.

Chamfort dejó a la posteridad varias sentencias, consejos y máximas que descienden hasta las profundidades del alma humana y que, por lo mismo, no pierden validez. A continuación se transcriben algunas de ellas: 

  • El árbol del conocimiento del bien y del mal mencionado en la Biblia es una hermosa alegoría. ¿No quiere decir que cuando se ha penetrado en el fondo de las cosas, la consiguiente pérdida de la ilusión provoca la muerte del alma, es decir, un completo desapego de todo lo que mueve e interesa a los hombres?
  • Es voluntad de la naturaleza que los sabios tengan sus ilusiones lo mismo que los necios, para que su propia sabiduría no los haga demasiado infelices.
  • Lo que aprendí, ya lo olvidé; lo que todavía sé, lo he adivinado.
  • Un hombre sin principios es también, por regla general, un hombre sin carácter, porque si hubiera nacido con carácter, habría sentido la necesidad de tener principios.
  • En las grandes cosas los hombres se muestran tal y como les conviene mostrarse. En las pequeñas, tal y como son.
  • Existen tres clases de amigos: los amigos que nos aman, los amigos que no piensan en nosotros y los amigos que nos odian.
  • «La diferencia entre tú y yo», me dijo un amigo, «es que tú le has dicho a todos los enmascarados: ‘Yo te conozco’, mientras que yo les he dejado creer que me están engañando. Por eso el mundo me favorece más que a ti. Es un baile de máscaras, cuyo interés has estropeado para los demás y para ti la diversión».
  • M. me dijo, a propósito de sus constantes problemas digestivos, y de los placeres a que se entregaba, únicos obstáculos para que recobrara la salud: «Estaría perfectamente si no fuera por mí».
  • Le pregunté a M. N. por qué había dejado de vivir en sociedad. «Porque», respondió, «ya ​​no amo a las mujeres y conozco a los hombres».
  • El mariscal de Biron tenía una enfermedad muy peligrosa; quiso confesarse, y dijo ante varios de sus amigos: «Lo que le debo a Dios, lo que le debo al rey, lo que le debo al Estado…» «Calla, calla’, lo interrumpió uno, ‘o morirás insolvente».
  • Cuanto más se enjuicia, menos se ama.
  • La generosidad no es más que la piedad de los espíritus nobles.
  • Todas las pasiones son exageradas, de lo contrario no serían pasiones.
  • El filósofo que querría extinguir sus pasiones se parece al químico que quisiera apagar su horno.
  • El amor, tal como existe en la sociedad, no es más que el intercambio de dos fantasías y el contacto de dos epidermis.
  • Un hombre enamorado es una persona que quiere ser más amable de lo que puede; he aquí por qué casi todos los enamorados son ridículos.
  • La mente es consuelo y remedio de todo. Si a veces te hace mal, pídele el remedio y te lo dará.
  • Nuestra razón nos hace algunas veces tan desgraciados como nuestras pasiones.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/11/16/el-poder-del-aforismo-filosofico-nicolas-de-chamfort/

Concepción Arenal

La búsqueda del bien de Concepción Arenal

A pesar de que se ocupó de una multitud de temas, el interés de Concepción Arenal, escritora e intelectual española, se centró principalmente en el campo moral. De sus descubrimientos éticos derivan sus propuestas para la educación, las prisiones o sus ideas feministas. Repasamos su búsqueda del bien y uno de los pensamientos morales más relevantes del siglo XIX.

Por Javier Correa Román

¿Quién es Concepción Arenal?

Concepción Arenal nació en Ferrol en 1820 y murió en Vigo en 1893, ambas en Galicia, España. Fue una de las filósofas más notables del siglo XIX español y sus letras corrieron por múltiples formatos: conferencias, prensa, poesía, ensayo, teatro… Además, Arenal fue una de las primeras mujeres en asistir a la universidad en España. De hecho, se cuenta que los primeros años tuvo que asistir de oyente disfrazada de hombre hasta que pudo realizar el examen de acceso y entrar a la universidad.

Esta anécdota ilustra a la perfección la elevada masculinización del espacio intelectual en el que tuvo que hacerse un hueco Arenal. Su pensamiento se desarrolló, pues, en un terreno hostil para una mujer, siempre puesta en duda y siempre desafiada y obligada a demostrar constantemente su valía.

A pesar de estas dificultades, o quizá precisamente por estas dificultades, la escritura y el pensamiento de Concepción Arenal produjeron ideas originales y multitud de escritos. Al principio su escritura comenzó de una forma más literaria y con unos interés más artísticos hasta arribar más tarde a preocupaciones puramente filosóficas y con un estilo más ensayístico. Aunque, como argumenta Anna Caballé en su introducción a Concepción Arenal, la pasión por el bien. Antología de su pensamiento, siempre hubo una preocupación moral en sus escritos:

«Lo importante es que tanto las Fábulas en verso como antes sus novelas, teatro y versos juveniles dan fe de la temprana inquietud de Arenal por la filosofía ética, el motor de su vida. Desde el comienzo encontramos el grandioso tema kantiano que siempre la inspirará: ser lo que se debe ser y hacer lo que debe hacerse».

A pesar de la multiplicidad de formas literarias y de su escritura prolífica, Concepción Arenal no fue una mujer únicamente de teoría, sino también —y especialmente— una mujer que aunó pensamiento y praxis. A lo largo de su vida participó en multitud de organizaciones sociales y espacios de beneficencia con el fin de incidir en la realidad social de su tiempo.

Es igualmente importante a la hora de examinar su pensamiento tener en cuenta el horizonte cristiano que recorre sus escritos. Concepción Arenal fue una mujer cristiana, una persona creyente que pensó desde estas coordenadas. Pero no por esto fue menos ilustrada o con un pensamiento más atado a los dogmas que sus coetáneos ateos o agnósticos. El suyo fue un cristianismo social (lo que más tarde se llamó «catolicismo social»), un pensamiento que recoge la preocupación cristiana por el otro y su dolor.

Por este motivo, la filosofía práctica tuvo un espacio privilegiado dentro de todas las preocupaciones filosóficas de Concepción Arenal. Más que preguntarse por el ser o por el conocimiento, la primera y principal preocupación de esta pensadora fue el bien, el dolor del que sufre y cómo es (y cómo llegar a) una sociedad justa. Vamos a repasar algunos de los puntos fundamentales de esta original filosofía práctica, tanto moral como política.

A pesar de sus múltiples intereses, la filosofía de Concepción Arenal es una filosofía principalmente moral, una filosofía que se preocupa por el bien y la justicia

Sobre el bien y el ser humano

En primer lugar, la filosofía moral de Arenal se caracterizó por un optimismo antropológico, es decir, por la idea de que, a pesar de las dificultades sociales o psicológicos de los individuos malos, estos pueden realizar el bien. El ser humano tiene siempre la posibilidad del bien y esto es fuente de esperanza para cualquier persona que busque cambiar la sociedad. En La Beneficencia, la filantropía y la caridad, leemos: «La cuestión, pues, se reduce a organizar la Beneficencia de modo que vaya a buscar ese algo bueno que tienen hasta los más malos».

Además del optimismo antropológico, la filosofía moral de Arenal sostiene que realizar el bien o el mal es asunto de la voluntad (voluntarismo moral). En Dios y Libertad escribió la autora: «En la sociedad, como en el individuo, la voluntad precede a la acción». Esto tiene fuertes implicaciones para la concepción moral del ser humano. Entre ellas, la idea de que el bien o el mal que realizamos en el mundo es, al fin y al cabo y de forma irremediable, asunto nuestro («Tengamos por cosa cierta que todo el que quiere hacer el bien puede contribuir a él»).

Como consecuencia de los dos puntos anteriores (del optimismo antropológico y del voluntarismo moral), Arenal postuló una ética del deber: si todos los seres humanos tienen la posibilidad de hacer el bien y la posibilidad de realizarlo reside en su voluntad, entonces esta posibilidad del bien implica el deber moral de hacerlo. Si podemos hacer el bien y hacerlo es asunto de la voluntad propia, entonces sería inmoral no hacerlo.

Además, y esto es algo que tiene una fuerte resonancia actual, el dolor juega un papel fundamental en la ética de Arenal. Según la filósofa española, el dolor es la condición de posibilidad de la moral, es decir, el ser humano es un ser moral porque sufre y percibe el sufrimiento de sus semejantes. En su artículo La Beneficencia, la filantropía y la caridad, Concepción Arenal escribió: «No se concibe sin dolor el mundo moral».

Esta sentencia es de una importancia crucial porque sitúa al bien no como una idea etérea cuya mera existencia nos obligue a realizar ciertas acciones, sino que el bien consiste en reducir el dolor y el sufrimiento de los seres humanos aquí y ahora. Si no hubiera dolor, no tendríamos que preocuparnos de la moral. No habría acciones buenas ni malas, de hecho. Es el dolor y el sufrimiento por lo que podemos decir que hay acciones y acciones malas.

Pero el dolor no es únicamente condición de posibilidad de la moral, sino que, además —y aquí asoma su cristianismo—, es parte de las acciones virtuosas. Cuando hacemos el bien, sufrimos, porque hacer el bien no es tarea sencilla. En el mismo artículo, leemos: «Buscad el origen de todas las virtudes, de todas las sublimes acciones que ennoblecen la naturaleza humana, y le hallaréis en el dolor».

Hacer el bien conlleva necesariamente sufrimiento. Cumplir con nuestro deber, procurar una vida mejor para todos los que nos rodean, no es tarea fácil. ¡Ni mucho menos! Conlleva esfuerzo, sufrimiento, dolor. En sus palabras:

«¿Qué es el amor maternal sin sus penalidades y sus sacrificios? Un instinto grosero. ¿Qué es el amor sin sus inquietudes, sus recelos, sus melancolías y sus tormentos? Un deleite que envilece. ¿Qué es la amistad sin días de prueba? Una ilusión. ¿Qué es la virtud sin combate, la abnegación sin sacrificio, la compasión sin penas, el perdón sin ofensas, el arrepentimiento sin amarguras? Otros tantos imposibles».

El bien consiste en reducir el dolor y el sufrimiento de los seres humanos aquí y ahora. Si no hubiera dolor, no tendríamos que preocuparnos de la moral. No habría acciones buenas ni malas, de hecho

Del idealismo cristiano a la práctica moral

Esta filosofía moral, de profunda raigambre cristiana, no se queda en las nubes de la teorización. A diferencia de muchos filósofos, Concepción Arenal tuvo siempre en mente que bajar las ideas a la tierra es un paso crucial para cualquier concepción sobre el bien y el mal. Uno no teoriza sobre el bien en abstracto, sino sobre el bien que se puede aplicar al abuelo, al vecino, al enfermo. ¿Por qué si no hablaríamos del bien si no es para llevarlo cabo?

Así todo, para la filosofía moral de Arenal, lo importante del Bien no es conocerlo, sino hacerlo. Es cierto que el bien es más valorado si se sabe que se hace, es decir, si se hace con conciencia de hacerlo, pero eso da igual para sus efectos (que son los mismos se sepa que se está haciendo el bien o no). En La Beneficencia, la filantropía y la caridad leemos:

«Se hace el bien por noble instinto, por la necesidad de buscar consuelo al dolor que causa ver sufrir a un desdichado, por amor de Dios, por un sentimiento de justicia, por espíritu de orden, por hábito, por vanidad, porque se sepa que se ha hecho, por debilidad, porque no se sepa que ha dejado de hacerse, por imitación. Pero el bien, cualquiera que le haga, es siempre bueno; utilizadle».

La filosofía moral de Arenal es, pues, una filosofía realmente práctica, una filosofía moral pensada desde los efectos. No se busca la mejor teoría, se busca promover el bien y desterrar el mal y sus consecuencias. Como dice Anna Caballé, «la caridad, insistiría siempre Arenal, debe aplicarse con sensatez y sentido común. Decirle al enfermo que tenga paciencia porque Dios así lo quiere, como si fuera una llamada papal, no sirve de nada. Lo que necesita el enfermo es que se le coloque bien la almohada».

Esta primacía de la práctica cristaliza en el deber cristiano de la caridad. La caridad es, según esta filósofa, la praxis del bien, el ejercicio del deber moral. A diferencia de otros grandes filósofos, la presencia del mal y del sufrimiento como elemento vital no la lleva, como ocurre por ejemplo en Schopenhauer, al pesimismo, sino que, cristianismo mediante, culmina en la acción virtuosa para intentar sofocarlo.

A diferencia de muchos filósofos, Concepción Arenal tuvo siempre en mente que bajar las ideas a la tierra es un paso crucial para cualquier concepción sobre el bien y el mal. Uno no teoriza sobre el bien en abstracto, sino sobre el bien que se puede aplicar al abuelo, al vecino, al enfermo

De la moral a la política

La filosofía práctica se compone tradicionalmente de dos aristas: la moral y la política. ¿Cuál es el pensamiento político de Concepción Arenal? ¿Cómo se conjuga con la moral hasta aquí descrita? En el pensamiento de Arenal, la política se piensa desde la moral, es decir, los principios morales sirven para comprender la realidad política y proponer sus soluciones.

Hay, por tanto, un reduccionismo moral de la política, que deriva en Concepción Arenal en un individualismo político («No desdeñemos emplear los medios más insignificantes, los grandes ríos se componen de leves gotas que vemos caer una a una sobre las montañas que tocan el cielo»). En otras palabras, la sociedad será justa si sus individuos son buenos. Por tanto, se tratará de lograr esto último, se tratará de promover la ética entre los ciudadanos. En El pauperismo, escribió: «El objeto principal de la sociedad, su verdadero fin, es la mayor perfección de los que la componen». Así todo, de igual forma que los individuos deben aspirar a las buenas relaciones sociales, las naciones deben aspirar a la paz.  

Dado este reduccionismo, los anteriores conceptos morales tienen una aplicación política. Así, el optimismo antropológico que llevaba a Arenal a formular la posibilidad humana del bien (todos los seres humanos tienen la posibilidad de hacer el bien) deriva en el campo de la política en un optimismo social: no estamos condenados a una distopía, en la sociedad ya es posible la justicia.

¿Por qué no hay justicia, entonces? Porque, a pesar de que se dé la justicia como posibilidad, no se dan las condiciones objetivas que la podrían realizar. Para ello, el deber moral se transforma aquí en deber político. Un deber político que consiste, principalmente, en organizar los elementos dispersos, en formar las condiciones para que de estos elementos (que ya están dados) florezca la justicia.

Por último, en El pauperismo, en su discusión en torno a la miseria (según su definición: falta de las condiciones básicas para la vida), Concepción Arenal llegó a conclusiones tremendamente actuales. El mandato moral de eliminar la miseria de los seres humanos le hizo preguntarse a Arenal por qué estudiar las galaxias y no los problemas del hombre enfermo en las fábricas, es decir, porque emplear dinero en la investigación básica (células, galaxias, materiales) si cada día mueren miles de personas: «Se estudia con más medios la astronomía que la miseria».

Visitadora de prisiones

Entrando ya en temas más específicos, uno de los asuntos en los que Concepción Arenal más destacó como intelectual fue en el de las prisiones. De hecho, en octubre de 1863 fue nombrada visitadora de prisiones, puesto en el que estuvo dos años. A este tema dedicó algunos de sus mejores escritos.

En sus Cartas a los delincuentes, Concepción Arenal apostó por un intelectualismo moral: los delincuentes necesitan conocer la ley para no incurrir en ella porque conocer el bien es condición necesaria para no hacer el mal. Se necesita, por tanto, una política educativa dentro de las prisiones que haga que estos tengan conciencia de sus actos y, así, puedan evitar las indeseadas consecuencias (como la cárcel).

Pero fue su libro Estudios penitenciarios el que le daría cierta proyección internacional. Como hemos dicho, para Concepción Arenal la posibilidad del bien implica el deber moral de llevarlo a cabo. Esta máxima moral se traduce en el tema de las prisiones en que los delincuentes tienen posibilidades de mejora (como todos los seres humanos, optimismo antropológico) y, por esta razón, es un deber llevar a cabo esa mejora de la persona (mandato moral). En sus palabras:

«La tendencia de nuestro siglo es convertir la pena en medio de educación, y ver en el delincuente un ser caído que puede levantarse, y darle la mano para que se levante. Lejos de ser un objeto de desprecio, lo es de meditación».

Por último, una idea políticamente potente que se encuentra en los escritos de Arenal es la idea según la cual el delincuente es el centro de los problemas políticos de un país. No porque los delincuentes sean algún tipo de desgracia o quebradero de cabeza para el Estado, no; los delincuentes son el centro de los problemas políticos porque toda la sociedad está interpelada cuando se comete un crimen. Del hecho de la infracción emanan todos los problemas sociales y morales que afectan a una nación. Es estudiando los delitos y las faltas desde donde podemos comprender las fallas de un país, sus quiebres, sus fugas, sus mayores problemas.

El mandato moral de eliminar la miseria de los seres humanos le hizo preguntarse a Arenal por qué estudiar las galaxias y no los problemas del hombre enfermo en las fábricas, es decir, porque emplear dinero en la investigación básica (células, galaxias, materiales) si cada día mueren miles de personas

Feminismo

Aunque no se reivindicó como tal, los escritos de Arenal son claramente feministas. El feminismo de Concepción Arenal, en comparación con feminismos más contemporáneos, es un feminismo muy ligado a sus preocupaciones morales. De hecho, Concepción Arenal creía en la superioridad moral de la mujer frente al varón.

De sus escritos sobre la mujer, La mujer del porvenir, de 1869, fue el que más éxito tuvo (de hecho, es su obra con más ediciones). La importancia de La mujer del porvenir es altísima porque, como dice Anna Caballé, «nunca en la cultura española se había abordado el pensamiento feminista (aunque ella no se definía como tal) con tal rigor de planteamiento».

En este libro se constata todo el atraso que sufrían las mujeres de su época y las diversas injusticias que sufrían en casi todos los ámbitos. Sin embargo, probablemente lo más importante del libro sea que la vindicación de los derechos de la mujer se plantea como tema universal, es decir, como un tema que compete a toda la sociedad. Concepción Arenal universaliza el problema y lo saca de lo minoritario. Así, una sociedad que lucha por los derechos de las mujeres es una sociedad mejor.

Menos éxito editorial tuvo La mujer de su casa, de 1882. En este libro, Concepción Arenal elimina todo valor a las tareas del hogar. Según ella, ser la mujer de la casa es una tarea sin ningún prestigio, una tarea que nadie quiere hacer y precisamente por eso el hombre encierra a la mujer ahí. Además de este análisis, La mujer de su casa es un libro con aspiraciones más políticas, donde se apuesta, por ejemplo, por el sufragio universal.

Aunque no se reivindicó como tal, los escritos de Arenal son claramente feministas. El feminismo de Concepción Arenal, en comparación con feminismos más contemporáneos, es un feminismo muy ligado a sus preocupaciones morales

Educación

Junto con el tema de las prisiones y el tema de la mujer, la educación conforma el tridente de preocupaciones morales de la filosofía práctica de Concepción Arenal. El ser humano, cree Arenal, no es un ser únicamente material, sino también un ser espiritual. En La Beneficencia, la filantropía y la caridad leemos:

«El niño abandonado por su madre a la puerta de la Inclusa ¿no necesita más que vestido y alimento? ¿No ha menester el alimento del alma, que se llama educación? ¿Es educarle acostumbrar sus manos a ciertos movimientos, enseñarle un oficio? ¿El enfermo, el anciano no deben recibir consuelos y lecciones al mismo tiempo que cuidados materiales?». 

Una concepción antropológica que tuvo mucha influencia en las décadas siguientes en España y que encontramos, medio siglo después, en el poeta español Federico García Lorca. En un célebre discurso, dijo el poeta:

«No solo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos».

Así todo, la importancia de la educación en la filosofía de Concepción Arenal deriva de su intelectualismo moral, es decir, si las personas hacen el mal por desconocimiento, la educación será la clave para un mundo más justo. La educación no es, desde esta perspectiva, un saber accesorio o algo erudito, ni mucho menos un lujo. La educación en esta filosofía es la llave para abrir las conciencias al bien y, a partir de ahí, sentar las bases de un mundo más justo.

«El niño abandonado por su madre a la puerta de la Inclusa ¿no necesita más que vestido y alimento? ¿No ha menester el alimento del alma, que se llama educación?»

Fuente: https://filco.es/busqueda-del-bien-concepcion-arenal/

La necesidad de pensar(se) desde y con el cuerpo

Carlos Javier González Serrano

El cuerpo es uno de los elementos esenciales de nuestro existir. La vida (orgánica y anímica, material y espiritual) se da desde un cuerpo. Mabel Moraña (Washington University) ha publicado un volumen extenso e imprescindible en el que escudriña todas las vertientes corporales: espacio, raza y nación, saber y verdad, género y sexualidad, capitalismo, enfermedad, dolor o violencia, entre otros muchos aspectos. Pensar el cuerpo significa pensar qué somos desde donde somos: desde nuestro propio cuerpo.

El sociólogo y antropólogo David Le Breton escribió que «Hablar del cuerpo es hablar del mundo». Más certeramente, quizá, habría que decir que hablar del cuerpo es hablar desde nuestro mundo: el mundo que constituimos en y desde nuestra peculiar circunstancia corporal. A lo largo de innumerables siglos, el cuerpo fue vilipendiado y desprestigiado –en una línea metafísico-platónica– en la historia del pensamiento, hasta que fue recuperado definitivamente como elemento insoslayable y fundamental de nuestro vivir y, sobre todo, de nuestro pensar. No puede darse el pensamiento si no es a través de la mediatización y participación activa (o pasiva) de un cuerpo.

Un pensar, y también un actuar, que se erige desde el cuerpo propio. El nuestro. El de cada cual. Si bien hay que tener en cuenta, como apunta Mabel Moraña en su fundamental libro Pensar el cuerpo. Historia, materialidad y símbolo (Herder Editorial), que «el cuerpo es, por naturaleza, problemático», ya que, «por su extrema permeabilidad, absorbe y emite significaciones que apuntan tanto a su materialidad como a sus proliferantes tratos simbólicos». La corporalidad se presta incesantemente a «tensiones y superposiciones entre aparentes polaridades, que fluyen en dinámicas vitales, líquidas».

Por eso se hace necesario, cuando hablamos de pensamiento, pensar el propio cuerpo desde el que pensamos y analizar sus múltiples y multifacéticas perspectivas. Es imposible no contar con el cuerpo, de igual manera que es imposible no contarlo, pues todo lo que contamos lo hacemos desde él. En cualquier caso, y a la vez, como señala muy acertadamente Mabel Moraña en términos paradójicos, solemos hacernos la ilusión «de que hablar del cuerpo es hablar de nosotros y sabemos, sin embargo, que una distancia inaprensible nos separa de su extraña y variable fisicalidad». Inventamos una relación con él que creemos unívoca. Pero lo cierto es que nuestro cuerpo también nos engaña, cambia, muta y se (y nos) modifica una y otra vez. A pesar de todo, también sabemos que referirnos al cuerpo como diferente del yo carece de sentido: no somos solamente cuerpo, pero somos desde el cuerpo, desde una fisicalidad concreta y patentizada.

Con rigor y profundidad, la autora de Pensar el cuerpo desmenuza a lo largo de más de 360 páginas (que se hacen cortas, por amenas y apasionantes), paso a paso y faceta a faceta, todas las aristas desde las que nuestra corporalidad puede pensarse: históricamente, en términos de espacio, raza y nación, diferencia, deporte, tecnología, biopolítica, enfermedad, afecto, violencia, frontera, dolor y cadáver o poshumanidad. Y es que el cuerpo, escribe Moraña,

… es el rompecabezas que se descompone en fisicalidad y pensamiento; la corporalidad y su fantasma; humores, esqueleto y carne perecedera […]. Se siente, a veces, que el cuerpo es todo lo que uno tiene para dar, y sin embargo se sabe que, aun al darlo, el resto que se puede retener es más que él.

Por tanto, el cuerpo se supera a sí mismo en su propia materialidad: el cuerpo es más que carne, más que objeto y más que lo que presentifica. Pues es, también, lo que representa: un resto, un elemento postfísico que escapa a su propia fisicalidad, se hace símbolo y se inscribe en diversos escenarios. Entre ellos, el social. En este sentido, explica Moraña en términos que recuerdan a Foucault, que la ilusión de que tenemos un cuerpo nos hace olvidar en ocasiones…

… el hecho de que nuestro organismo está inscrito en lo social, le pertenece. La sociedad y la cultura lo regulan desde la concepción, e incluso antes, al definir las normas de la sexualidad y la reproducción; lo adiestran y lo educan; lo controlan y lo reprimen; lo administran y lo desechan cuando se lo considera un surplus que no vale el espacio que ocupa.

La polivalencia simbólica del cuerpo es inacabable. En su permanente darse esconde innumerables e irreductibles formas de presentarse y, con ello, infinitas maneras de pensar y pensarse desde él. «El cuerpo nos trasciende y lo trascendemos. Algo, mucho, al hablar de él, se escapa: es intraducible, incomunicable, un vacío, una presencia sin peso ni medida, un abismo, una totalidad oscura que no admite ni ecos ni retornos», defiende Moraña, y añade: «La historia de sus narrativas es la de los intentos de saltar ese vacío, de tender un puente precario de palabras e imágenes que simule llegar al otro lado».

Este libro, imprescindible en los estudios sobre el cuerpo, es uno de esos intentos. Uno de los más logrados en las últimas dos décadas. Un volumen accesible para quienes comienzan a estudiar el cuerpo en términos filosóficos, sociales y antropológicos, pero también y a la vez un estudio relevante y de mucha altura para quienes estén familiarizados con el asunto. Justamente porque en el cuerpo nada es fijo ni definitivo, todo es cambiante y temporal, es necesario hacerlo objeto de pensamiento para conocer a qué tipo de dinámicas está sujeto su uso, tanto propio como ajeno. Porque el cuerpo es también un lugar político, un sitio regulado por y en la comunidad que esconde «relaciones de poder» que «condicionan y relativizan el lugar del sujeto, su asentamiento corporal, el espacio que ocupa sobre los planos convencionalizados de la casa, la ciudad, el territorio, la nación, el planeta».

Aunque nuestra condición no es sólo corporal, mientras permanecemos en la existencia viva (en términos biológicos), somos presencialidad, fisicalidad: patentización de un objeto al que llamamos cuerpo y que, simultáneamente, es más que objeto. Al fin y al cabo, «el cuerpo aloja diversas formas de verdad, verdades múltiples, contradictorias o complementarias, alternativas o antagónicas, relativas, contingentes o provisionales, que afirman en la corporalidad su derecho a existir». En definitiva, uno de los mejores y más recientes textos para estudiar la plurifacética dimensión del cuerpo, siempre inaprensible y fascinante y en el que se abre un continuo haz de significaciones que se pliegan, despliegan y repliegan, «revelando contenidos ocultos y disipando otros, según las épocas y las culturas». Un libro que guía en el proceso de revelación y desencubrimiento progresivo que el cuerpo ha seguido a lo largo de la historia y que nos pone sobre la pista de la importancia de estudiarlo como fenómeno filosófico.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/08/26/la-necesidad-de-pensarse-desde-y-con-el-cuerpo/

Andrea Soto Calderón

Andrea Soto Calderón: «Me parece un error valorar la cultura de la imagen desde una crítica a su narcisismo»

«Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», escribió Fredric Jameson. Su frase, ya célebre, parece ser la que mejor resume las imposibilidades de nuestra época. El capitalismo no solo ha colonizado toda nuestra vida material, sino también toda nuestra vida mental: ya no podemos siquiera pensar en otros mundos posibles. ¿Cómo activar nuestra práctica imaginativa? ¿Cómo disparar el potencial creativo del pensamiento para soñar con otros mundos posibles? La filósofa Andrea Soto Calderón plantea en su nuevo libro, Imaginación material, respuestas originales a estas preguntas. En esta entrevista nos explica algunas de las líneas que abre.

Por Javier Correa Román

En la teoría marxista, clásicamente se ha dividido la realidad en dos elementos: la infraestructura y la superestructura. La infraestructura de una sociedad vendrían a ser, de forma sucinta y harto simplificada, las relaciones económicas, es decir, el desarrollo de los medios de producción y la relación de la sociedad con estos medios (con la propiedad como la relación fundamental). La superestructura sería, según la ortodoxia del marxismo, el resto de elementos de una sociedad: las ideas, la religión, el arte, la filosofía… La tesis de algunos marxistas es que es la infraestructura la que levanta, influye y modela la superestructura, o en otras palabras, son las relaciones económicas las que producen la sociedad.

Por eso, desde la tradición crítica, abordar ciertos elementos «supraestructurales» como el arte o la imaginación se consideraban una pérdida de tiempo, un planteamiento erróneo. De lo que se trataba, pensaban, era de cambiar las relaciones económicas de la sociedad. Sin embargo, la forma actual del capitalismo dista enormemente de ser el capitalismo de la revolución industrial. Ahora, casi todos los ámbitos de nuestra vida han sido mercantilizados. Como consecuencia, la cultura de nuestra sociedad ya no está producida por polos dispersos y múltiples, sino por un único centro de gravedad: la industria cultural.

Como consecuencia, nuestro panorama cultural está producido desde unos intereses (de clase) concretos y nuestra isla de utopía se ha secado completamente. Bombardeados por miles de imágenes —imágenes sin ninguna potencia simbólica, sin ninguna utopía que construir—, nuestra imaginación se ha secado o, al menos, tiene serias dificultades para plantear nuevas salidas. ¿Cómo vamos a cambiar las formas de producción si ni siquiera podemos imaginar otros mundos?

Este es el punto de partida del nuevo libro de la profesora Andrea Soto Calderón, Imaginación material. Soto Calderón es doctora en Filosofía y ha desarrollado sus investigaciones en Chile (en Valparaíso), España (Barcelona), Portugal (Lisboa) y Francia (París). Sus líneas de investigación se centran en las transformaciones de la experiencia estética en la cultura contemporánea, la crítica, la investigación artística, el estudio de la imagen y los medios, así como en la relación entre la estética y la política. Sus libros más recientes son Le travail des images, junto a Jacques Rancière, Les presses du réel y La performatividad de las imágenes, este último de 2020.

La tesis de Imaginación material (y solución a la encrucijada en la que nos encontramos) es la siguiente: para (re)activar la imaginación es necesario pensar y encontrar las prácticas que disparan la capacidad imaginativa. No todas las prácticas tienen el mismo potencial imaginativo (compárese trabajar ocho horas frente a un ordenador con una fiesta), así que una posible solución a este encallamiento de la imaginación es centrarnos en su componente material, en las prácticas que la disparan, en sus condiciones materiales de posibilidad. Sobre esta teoría novedosa, y sobre otros asuntos derivados, charlamos con ella en esta entrevista.

El título de su libro, Imaginación material, recoge un concepto homónimo de Bachelard, pero con nuevos matices. En su concepción, el término refiere a las prácticas materiales que disparan la imaginación (entendida siempre en un sentido crítico, como imaginación crítica de nuevas formas de vida). ¿Cómo influye los procesos materiales, lo que hacemos y cómo lo hacemos, en las prácticas imaginativas?

En realidad, Gaston Bachelard no es una referencia demasiado decisiva para el desarrollo de este ensayo, aunque suene paradójico dado que tomo una de sus formulaciones conceptuales para dar título al libro. Su investigación está orientada hacia la imaginación literaria y a mí lo que me interesa es cómo se forma una situación.

Me parece que Bachelard articula un nudo problemático que, por una parte, señala un desvío de la imaginación entendida como un lugar donde proyectar un significado previo; y, por otra parte, altera una comprensión —que es bastante habitual en lo que se entiende por «material»—, lo que me permitía pensar desde un campo diferente del plano desarrollado por los nuevos materialismos. Por lo tanto, diría que lo que motiva esta escritura, precisamente, tiene que ver con esto que señalas, con atender a los modos de hacer, a las prácticas que pueden abrir un acontecimiento. Lo que comporta una suerte de contraintuición, porque se supone que un acontecimiento no se puede trabajar, adviene. En efecto; pero que no se pueda anticipar no quiere decir que no se pueda preparar el terreno para los cambios.

Por ello, me interesa someter a consideración crítica la comprensión según la cual la imaginación sucede en un plano ideal y argumentar que la apertura de una imaginación crítica requiere un movimiento infraestructural, no solamente discursivo. De ahí la cuidada atención a los procesos, porque son los procesos los que hacen posibles los acontecimientos. No porque ellos nos permitan caminar en una dirección específica, en un orden de causas y efectos; al contrario, porque exigen estar atentos a lo que se está haciendo. Lo primero, pensar en un orden de causas y efectos supone un tipo de racionalidad que concibe un tiempo después de otro. Una racionalidad que está muy arraigada en nosotros, en nuestros gestos cotidianos, como, por ejemplo, recibir la paga después del trabajo o la jubilación después de años de vida laboral.

Como sostiene J. Rancière, «el discurso crítico parece haberse adaptado bien a ese tiempo y plegarse a sus exigencias, ya sea interiorizando pasivamente sus valores de libertad de consumo y personalidad flexible u oponiéndole valores libertarios que limiten el libre mercado»[1]. Es en este sentido que considero que existe un vínculo íntimo entre imaginación y maneras de hacer, entre gesta y gesto. Si el movimiento crítico no se conforma con denunciar, entonces ha de generar las consistencias imaginarias e infraestructurales para sus procesos de transformación.

«A mí lo que me interesa es cómo se forma una situación […], atender a los modos de hacer, a las prácticas que pueden abrir un acontecimiento. Lo que comporta una suerte de contraintuición, porque se supone que un acontecimiento no se puede trabajar, adviene»

Como bien dice en su libro, parece que se hubiera proclamado el fin de la imaginación, el fin de sus posibilidades; pareciera que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. En esta línea, muchos de los movimientos sociales caracterizan sus prácticas desde la pura negatividad: como movimientos anticapitalistas, movimientos antirrepresivos etc. ¿Cómo limita esta negatividad la potencialidad de los movimientos sociales?


Entiendo que el antagonismo es un lugar necesario de desidentificación, de disputa y, en muchos casos, una forma eficaz para abrir espacios de interrupción de un engranaje opresivo. Sin embargo, considero que muestra sus límites y puede tornarse paralizante si solo se queda en un movimiento reactivo.

No sabría decir si es el caso de los movimientos anticapitalistas o antirrepresivos. Diría que el problema surge, principalmente, cuando el «anti» se transforma en un lugar de identidad estable y no se encuentra manera de salir de ahí, no permite transitar o explorar otras formas, cuando falta inventiva a la hora de considerar lo «otro». Incluso me parece insuficiente pensar el capitalismo como un campo dado. «Lo otro» necesita ser construido y la narrativa dada impugnada, y en ese espacio de indeterminación es donde se pueden abrir los posibles. No tanto en reafirmar una posición, sino en poder alterar el orden que se impone como único.

Al mismo tiempo, considero que un imaginario político no tiene como desafío principal trazar un programa aglutinante. Los litigios que somos capaces de configurar están atravesados por batallas afectivas y sensibles, por relaciones económicas, no solo en términos monetarios, sino de una negociación ininterrumpida de miradas, ruidos, palabras, cuerpos y de disposiciones que ellas organizan. De ahí que considere necesario explorar una creación social, artística y conceptual que trabaje desde una imaginación material, que es siempre un trabajo desde los bordes, los restos, los fragmentos, lo accidental que se produce en las nuevas formas de contacto.


La imaginación, como capacidad humana que trasciende la realidad y crea mundos posibles, es fundamental en cualquier devenir revolucionario. Sin embargo, personalmente me inquieta que el turbocapitalismo actual también apele a ella y pugne por dominarla mediante exhaustas lógicas culturales: con sus llamadas a reinventarnos, a buscar novedades, a emprender… ¿Cómo podemos potenciar la imaginación sin caer en las lógicas mercantiles que todo lo devoran?


Precisamente por esto indicaba la importancia de la transformación infraestructural y no solamente discursiva. De hecho, si nos fijamos, las infraestructuras del capitalismo no disponen de metodologías donde la imaginación germine. Al contrario, si bien sus discursos son los de la innovación, los modos en que se articula su producción —y no solo el pensamiento— son los de una cultura enlatada, en donde todo nos viene hecho o prehecho, reduciendo nuestro margen de acción y de indeterminación al mínimo, intentando reducir al máximo la capacidad de lo accidental.

De ahí que sea tan importante crear mecanismos de predictibilidad no solo de nuestras conductas, también de nuestros deseos, de nuestros afectos, modos de organización y goce, tanto individual como colectivo. Esto ha sido analizado de modo muy fecundo por el pensamiento crítico del capitalismo de plataformas. Afortunadamente, los cuerpos siempre exceden a su normatividad, no se ajustan a su mandato, de ahí las sofisticadas tecnologías de control. Si fuera tan fácil fagocitar todo espacio de creación, no serían tan complejas sus infraestructuras y mecanismos de control.

Considero que en esto es fundamental alterar esa creencia de que existe un único mundo y que el capitalismo todo lo devora, lo que Mark Fisher nombraba como el realismo capitalista [la creencia de que no existe alternativa al capitalismo]. Hay muchísimas prácticas que el capitalismo no puede capturar. La mayoría de ellas tienen que ver con lo incontable, lo inconmensurable, lo que no se deja predecir. Por eso, la importancia crucial de generar otras formas de conocimiento, de reunión y de prácticas que no se reduzcan a una unidad de sentido. Así como la caverna de Platón es una construcción política que instituye una jerarquía entre los que piensan y los que ignoran, la creencia de que el capitalismo todo lo puede y todo lo asimila es una creación política de una fuerza impresionante.

Pero si atendemos a la vida, esta nos muestra lo contrario. Aprendemos que pequeños desvíos pueden abrir un mundo y que nuestra fuerza puede horadar ese flujo, pero debemos poder imaginarlo. Por eso, no basta con crear buenas políticas, es necesario crear las condiciones para que acontezcan nuevos procesos de subjetivación donde la gente se reconozca. Crear un imaginario es crear las condiciones para que se articule otro tipo de deseo en donde una comunidad vea esas políticas como deseable.

«El antagonismo es un lugar necesario de desidentificación, de disputa y, en muchos casos, una forma eficaz para abrir espacios de interrupción de un engranaje opresivo. el problema surge, principalmente, cuando el ‘anti’ se transforma en un lugar de identidad estable y no se encuentra manera de salir de ahí»

En su ontología de la imagen, si la he leído correctamente, el deseo juega un papel central y se coloca como un componente activo de las imágenes, el motor que nos impulsa a ellas. Casi podríamos decir que es la frontera entre la imagen y lo real. Me gustaría que desarrollase, si pudiese, un poco más todo esto: ¿qué papel tiene el deseo en el poder de la imaginación?


Uno de los intentos principales de mi investigación ha sido el de generar un desplazamiento de la ontología de la imagen a una atención por su performatividad, que es lo que desarrollé en un ensayo anterior que titulaba La performatividad de las imágenes. Ahí me preguntaba no tanto por lo que las imágenes son, sino por lo que hacen, los mundos que configuran y los procesos formativos a los que contribuyen.

En esa configuración de las imágenes, tal como dices, el deseo juega un lugar preponderante, de ahí que en este libro dedique un capítulo a lo que denomino una erótica de las imágenes. Desde la Antigüedad, antes que Eros se estabilizara en el amor ágape [el amor fraternal], Eros era concebido como lo que empuja a darse forma, como una fuerza que desborda y que insiste.

Ya en el Malestar en la cultura, Freud se preguntaba por qué la cultura se comporta de manera tan hostil con nuestro deseo, con las exigencias enmarañadas que tanto malestar nos generan. Al mismo tiempo se preguntaba cómo es que los extraordinarios progresos en las ciencias y su aplicación técnica no han contribuido de modo significativo en nuestra economía de la felicidad. De hecho, al contrario: han formado un tejido más complejo al margen del cual no podemos regular nuestros vínculos.

Así, para adecuarnos a las nuevas exigencias de la cultura, hemos de desplazar las condiciones de satisfacción de nuestro deseo, dirigirlo por otros caminos de los que ya ahí (fundamentalmente, como dirá más adelante Theodor Adorno, por aparatos de consuelo que derivan en formas de consumo). De hecho, Freud llegará a decir que «la cultura se edifica sobre su renuncia a lo pulsional»[2]. De esta forma, se supone que somos compensados económicamente por esta renuncia. La gran fuerza que preserva la vida, ya formulada por Nietzsche, y que vincula libidinalmente a los individuos, desvía su objeto de satisfacción para dirigirse a fines socialmente útiles. Así todo, considero que cualquier esfuerzo de poiesis no se articula sin deseo. De ahí provienen nuestras formas de resistencia y la potencia de nuestros afectos, para configurar otro campo de la experiencia a partir de lo que hay.

Hablemos de la mirada. Me interesa especialmente profundizar en las distintas modalidades de inervación que unos determinados medios imponen a nuestra mirada. Pienso, por ejemplo, en el modelo perceptivo que Benjamin otorga a la arquitectura como un modelo perceptivo que configura siempre una mirada distraída, perdida, sin capacidad para focalizar en un punto determinado. Le quería preguntar si cree que las tecnologías visuales de hoy en día tienen este mismo modelo perceptivo o en qué se diferencia nuestra mirada distraída de la que pudo ver Benjamin en la arquitectura.


Gracias a una invitación de Amador Fernández-Savater y Oier Etxeberria, que vienen desde hace tiempo pensando en torno a la problemática de la atención, pude pensar un poco en torno a esto que me preguntas, desarrollando una reflexión en torno a la necesidad de generar una atención dispersa.

Dentro de los diversos diagnósticos críticos de las imágenes, existe un amplio análisis sobre la complicidad de las imágenes con las crisis de la atención de las sociedades contemporáneas, ya sea en sus formas de multitasking, el zapping, la intolerancia al aburrimiento o lo que se ha denominado distracción crónica. En estos análisis, se señala la responsabilidad que las imágenes tienen en este empobrecimiento sensible.

En el contexto de un análisis de diversos procesos de transformación, tanto de las distintas relaciones de la mirada como de cambio profundo de las formas de percepción y de los modos en que se configura la experiencia, Walter Benjamin, en su conocido ensayo La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica(1936), no solo realiza un agudo análisis sobre la atrofia de las capacidades perceptivas y de las formaciones dominantes del espacio colectivo, sino que, además, lo hace por medio de ellos, introduciendo hábitos, ideas y costumbres, de ahí su profunda ambivalencia. Sus análisis operan en la captura y empobrecimiento de la experiencia, pero, al mismo tiempo, lo hacen sobre su capacidad de inventiva.

Para adecuarnos a las nuevas exigencias de la cultura hemos de desplazar las condiciones de satisfacción de nuestro deseo, dirigirlo por otros caminos de los que ya ahí (fundamentalmente, como dirá más adelante Theodor Adorno, por aparatos de consuelo que derivan en formas de consumo)

Esa misma inestabilidad está presente en el análisis que hace Benjamin en torno a las masas, de ahí sus esfuerzos en desfigurar la idea de masa burguesa como una masa compacta. Pero, al mismo tiempo, sostiene Benjamin que «el público es un examinador, es un examinador que se dispersa»[3]. Desde luego que hay otros textos en donde Benjamin adopta otras posiciones. En algunos incluso vincula la distracción [perceptiva] a los procesos de autoalienación destructivos del capitalismo, introduciendo la posibilidad de pensar en otras formas de experiencia descentrada, de acoger rigurosamente al movimiento que introducen los nuevos medios en las formas de organización e infraestructuras de lo cotidiano, modificando el modo y la manera en que operan.

Jonathan Crary, en Suspensiones de la percepción. Atención, espectáculo y cultura moderna (1999), sostiene que la atención tiene una naturaleza paradójica. Por una parte, las diversas crisis de atención de la sociedad contemporánea afectan a la creatividad y la experiencia; pero, por otra parte, «nuestra manera de contemplar y escuchar es el resultado de un cambio crucial que se produjo en la naturaleza de la percepción en la segunda mitad del siglo diecinueve»[4]. Esta transformación está íntimamente vinculada a la formación subjetiva necesaria para poder focalizarse en los requerimientos y exigencias de las nuevas formas de producción.

Es más, la capacidad de prestar atención, tal y como se formula en el imaginario colectivo, esto es, poder concentrarnos en algo, es «la capacidad para poder desconectarse de un amplio campo de atracción, con el fin de centrarse en un número reducido de estímulos»[5]. Formar la habilidad de poder desarrollar retazos y estados inconexos implica una profunda y compleja rearticulación subjetiva que se hace necesaria en un momento histórico en que la percepción debe adaptarse a la fragmentación y la parcialización de la experiencia. Quizás la cuestión sea cómo nuestras prácticas imagéticas puedan desarrollar diversos tipos de atención, de escucha al contexto, en la dispersión.

Siguiendo con la mirada, en otra parte del libro escribe: «Se trata de cómo desvincular la mirada de una determinada tecnología de dominio». Está claro que cualquier petición de recetas es una mala lectura del libro, pues las recetas tienen que imaginarse desde unas coordenadas y geografías particulares. Sin embargo, y perdone el pesimismo, me preocupan los efectos devastadores de este nuevo régimen de mirada (ahora con aplicaciones como TikTok, BeReal), porque generan, además de un dominio y un recorte de la mirada, una anestesia general sobre las imágenes. ¿Cómo recuperar la capacidad de ser afectados por las imágenes, para poder imbuirnos así de nuevos imaginarios, sin caer en la saturación de las imágenes del capitalismo y sus tecnologías?


Sí, comparto contigo la preocupación por la reducción imaginaria que generan este tipo de plataformas y su escaso margen de indeterminación, pero creo que el problema tiene una densidad tal que no tenemos categorías críticas para comprender. Me parece un error valorar esta cultura de la imagen desde una crítica a su narcisismo, pues no logramos entender la profundidad estructural de las imágenes. Se ha insistido mucho en afirmar que no hay cuerpo sin inscripción que lo narre, pero no se ha prestado tanta atención a la función que han ocupado las imágenes en esa configuración. En esto me parece que es crucial la afirmación de Marie-José Mondzain, según la cual «no hay sujeto sin imagen»[6].

De ahí la necesidad de explorar el potencial que tienen las apariencias en la construcción de nuevos imaginarios y en la creación de otras formas de sentido de lo común. En particular, es necesario levantar imágenes que puedan componer un vínculo con aquellos que solo tienen una imagen de sí mismos a través de los objetos, es decir, «que no tiene forma de hacerse reconocer en un campo social que consumiendo objetos que le dan una identidad. En donde el consumo de marcas se convierte en un marcador de  identidad»[7]. Nos hacemos objeto, como forma de obtener la mirada de los demás y un proceso de reconocimiento. Esta es una de las tantas formas de violencia del capitalismo. Por ello la urgencia de crear una crítica que no sea contra las imágenes, sino que pueda generar imágenes que tengan una función curativa, que articulen miradas que no pasen por el consumo de objetos o por nuestra empatía con las mercancías.

Pasemos ahora al diagnóstico de nuestra capacidad imaginativa actual: la miseria simbólica. Pienso mucho en la contradicción que habitamos: padecemos de una miseria simbólica, a pesar de vivir en el momento histórico en el que más imágenes producimos (aunque un porcentaje relativamente bajo comparado con las que consumimos). A raíz de esta contradicción, me pregunto si es viable crear nuevos imaginarios con los medios existentes o la exploración requiere también de una búsqueda material nueva, de nuevos medios, de otras tecnologías. ¿Qué cree usted?


Me siento muy próxima a aquellos pensadores y pensadoras que se han interesado por cómo pensar en la clausura, esto es, a partir de lo que existe y no en la espera de una utopía por venir. Desde luego es simplificar mucho los términos, pero creo mucho en la potencia de los pequeños gestos.

Michel Foucault afirmaba que la disciplina se implementa no por abstracciones generales, sino desde una anatomía del detalle, y tiendo a pensar que es precisamente desde intervenciones menores pero persistentes y múltiples desde donde se puede fisurar no solo un imaginario, sino los modos de organización de lo común.

Por ello, creo que establecer una relación nueva con algo conocido es quizás lo más difícil, pero también en esos pliegues se anida la posibilidad de encuentro con la memoria, los afectos y se articulan los vínculos por construir. Desde luego, la historia de las creaciones nos muestra que toda revuelta sensible siempre ha transformado sus medios y sus tecnologías, los materiales y los conceptos. Con todo, pienso que en una búsqueda por un hacer desestereotipado, muchas veces inútil, en un estar intenso y tenso, puede formarse lo imprevisto, lo que nunca fue visto.

«Nos hacemos objeto, como forma de obtener la mirada de los demás y un proceso de reconocimiento. Esta es una de las tantas formas de violencia del capitalismo. Por ello la urgencia de crear una crítica que no sea contra las imágenes, sino que pueda generar imágenes que tengan una función curativa»

Volvamos a la performatividad de las imágenes y a su propia historia. Históricamente, en la tradición occidental, el poder de la imaginación ha sido minusvalorado, viéndose reducida a mera yuxtaposición de imágenes y percepciones (pienso en Hume, por ejemplo). El ejemplo clásico es el del unicornio que se forma, imaginación mediante, al sumar un cuerno al caballo. Sin embargo, la imaginación tiene un potencial mucho mayor, un potencial verdaderamente creativo, que encuentra nuevas conexiones y genera nuevas imágenes, antes incluso de que estas tengan sentido. Me gustaría preguntarle por algunas de las manifestaciones de este chorro imaginativo, algunas de las cuales han sido históricamente denostadas, como por ejemplo: el delirio, la mentira o incluso la ficción. ¿En qué fenómenos cotidianos encontramos, en su fondo, el potencial creativo de la imaginación?


Precisamente por esto que señalas es que me parecía tan importante volver sobre los desarrollos conceptuales que realiza Cornelius Castoriadis, por esta dimensión de hacer-ser que instituye la imaginación, no solo como un añadido de percepciones anteriores.

En este sentido, yo creo que tenemos un potencial creativo escasamente explorado. En parte, porque la mayoría de nuestras epistemologías castigan el error y anticipan los efectos. Por otra, porque tenemos muy pocos espacios para la experimentación. Como decía Godard, solo acierta en ocasiones quien se arriesga. Pienso que, sin lugar a dudas, la necesidad y el deseo activan la imaginación, pero también poner el cuerpo allí donde no se nos espera, ni donde nosotras mismas lo esperamos: en el trabajo por mantener un vínculo afectivo con nuestra memoria (que cada vez delegamos más a nuestros aparatos desde los que se articula también la imaginación —o tecnoimaginación como gustaba llamarlo Vilém Flusser—), en la capacidad de visualizar nuestros recuerdos, de poner juntas cosas que nunca se habrían encontrado y de probar movimientos entre las cosas. Pero, sobre todas estas cosas, en el contacto intenso con nuestros materiales.

Recuerdo que en un diálogo que tuvimos con Pedro G. Romero nos preguntó cuál era nuestra manera-de-hacer básica, aquello que estábamos haciendo siempre, pero que no tiene que ver necesariamente con nuestro oficio o práctica artística o de pensamiento, aquello que desencadena el trabajo de una manera profunda. Era una invitación a atender cómo operamos con nuestros saberes, pero allí donde se suspende la intencionalidad, para lo que a veces hay que someter al cuerpo a ejercicios, una suerte de saber paralelo que nos va llevando, que es también lo que nos permite retomar caminos desde otros lugares y articular desde ahí economías subalternas de las imágenes. Pero, sobre todo, creo que hay un inmenso potencial creativo en poder jugar, diría que no sabemos lo que es jugar hoy.

«La mayoría de nuestras epistemologías castigan el error y anticipan los efectos»

Para acabar, me gustaría preguntarle por el componente colectivo de la imaginación. En esta situación, el término «colectivo» no puede significar únicamente yuxtaposición de gentes, pues hay procesos colectivos que nos individualizan y que impiden que aparezca una comunidad imaginativa (pienso, por ejemplo en algunas dinámicas de las redes sociales). ¿Cómo diferenciar lo colectivo de la mera suma de gentes? ¿Por qué elementos se caracteriza esa colectividad emancipadora?


Pienso que la imaginación siempre es colectiva, son los vínculos colectivos los que nos liberan. Considero que lo que define las posibilidades de una comunidad es su capacidad de tejer lazos que los articulen, no sin conflicto. Lazos que articulen percepciones, afectos, ideas, pero que no sea una unidad consensual, como sostenía Platón.

Como afirma Christian Ruby, «[…] lo común se hace en el movimiento mismo donde es puesto en cuestión el seno del conflicto»[8]. Por eso no hay algo propio de una comunidad. No existe lo propio, sino poéticas de comprensión y anudamiento. Por lo tanto, no sé si se puede hablar de comunidad en el caso de colectivos que se reúnen en las redes sociales, pero tampoco creo que sea posible afirmar que ahí no se pueda producir un encuentro que genere una comunidad.

Diría que una comunidad es más que estar juntos o compartir un lugar donde vivimos y nos movemos. Al mismo tiempo, lo que es una comunidad no puede ser definido con anterioridad a su configuración, porque se forja en su aparecer. Como ha desarrollado de maneras diversas Rancière, el sensorium común no es solo lo que une a una comunidad, es también su poder de la separación, de desindentificación para crear otra comunidad de sentido. De ahí que la adherencia a una red social por sí misma no constituye para mí una comunidad.

Lo que abre una comunidad germina en los pliegues de lo existente. Siguiendo a Jean-Louis Déotte, podemos decir que «los sin-parte no acceden a una escena pública ya existente: el sitio sobre el cual van a aparecer deben ellos mismos hacerlo surgir»[9]. El conflicto se expone creando la escena de esa exposición. Por ello, es también una alteración, una interrupción en el orden de la cultura entendida como formación por medio de la imaginación.


Notas bibliográficas

[1]    Jacques Rancière, En quel temps vivons-nous? Conversation avec Eric Hazan, Paris, La Fabrique, 2017, p. 31.
[2]    Sigmund Freud, El malestar en la cultura, Amorrortu, Buenos Aires, 1992, p. 96.
[3]    Walter Benjamin, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, Discursos interrumpidos I, Taurus, Buenos Aires, 1989, p. 55.
[4]    Jonathan Crary, Suspensiones de la percepción. Atención, espectáculo y cultura moderna, Akal, Madrid, 2008, p. 11.
[5]    Ibidem.
[6]    Michaela Fiserova, Marie-José Mondzain,  Image, sujet, pouvoir. Entretien avec Marie-José Mondzain. 2008. Sens public. Disponible aquí.
[7]    Ibidem.
[8]     Christian Ruby, L´interruption. Jacques Rancière et la politique, La Fabrique, París, 2009, p. 38.
[9]     Jean-Louis Déotte, Qu’est-ce qu’un appareil? Walter Benjamin, Jean-François Lyotard, Rancière, L’Harmattan, París, 2007, p. 105.

Fuente: https://www.filco.es/andrea-soto-calderon-imaginario/

Pere Lluís Font

Pere Lluís Font: «Me deslumbró la potencia intelectual y creadora de Pascal»

Pere Lluís Font ha editado recientemente los Pensamientos de Pascal en catalán para la editorial Adesiara. Es uno de los principales expertos de nuestro país en este autor. En esta entrevista nos habla de Pascal y de la influencia que este tiene en la filosofía contemporánea.

Por Miguel Seguró

Pere Lluís Font (1934) es profesor en la UAB, la Universitat Autònoma de Barcelona, y vicepresidente del Patronato de la Fundación Joan Maragall. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Toulouse (Francia), ha dedicado gran parte de su vida como profesor al estudio de autores modernos como Pascal, Montaigne, Spinoza, Kant y Descartes, y ha realizado diversas traducciones de sus obras al catalán. Ha sido miembro del Colegio de Filosofía y de la sección de Filosofía y Ciencias Sociales del Instituto de Estudios Catalanes. En 2003 recibió la Cruz de San Jordi y en 2005 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Lleida.

Pere Lluís Font es uno de los principales expertos en Pascal y recientemente ha editado sus Pensamientos en catalán en la editorial Adesiara.

Para el gran público, es mucho más conocido Descartes o Spinoza que Pascal. ¿A qué cree que se debe esta situación?
Puede que al gran público le suenen más Descartes o Spinoza que Pascal en la medida que una parte de la población ha pasado por alguna clase de filosofía en la enseñanza media, en la que es más probable que haya oído hablar más de los primeros. El nombre de Pascal, en ese grado de la enseñanza, ha quedado asociado, a lo sumo, al conocido principio de la hidrostática.

En otros tiempos, saber que Pascal era autor de los Pensamientos y de las Provinciales formaba parte de la «cultura general» (concepto ahora venido a menos), como lo era saber que Descartes es el autor del Discurso del método y de las Meditaciones metafísicas, o Spinoza lo es de la Ética y del Tratado teológico-político.

Para el reducido público filosófico, Descartes y Spinoza son indiscutiblemente filósofos de primerísimo orden, mientras que a Pascal algunos le regatean esa condición porque es un pensador inclasificable, que rompe todos los esquemas. La crisis de la cultura general y el carácter atípico de Pascal como filósofo podrían explicar la supuesta situación actual.

La figura de Pascal, sin embargo, parece muy contemporánea. Por ejemplo, en su obra se escribe en forma de aforismos o flashes, en la que se destila una racionalidad muy emotiva. ¿Estaría de acuerdo con que se trata de una figura que podría sernos más próxima?
Pascal puede parecer a algunos un contemporáneo por esas razones, que no estoy seguro de que sean las buenas. El Pascal de los Pensamientos no es un autor de aforismos a la manera de algunos coetáneos suyos, como por ejemplo François de La Rochefoucauld, sino de textos fragmentarios y de notas que iba escribiendo mientras meditaba la que había de ser su gran obra en defensa de la religión cristiana (aunque esas notas tengan a veces apariencia aforística). 

En cuanto a la «racionalidad emotiva», la expresión podría aceptarse si con ello se quiere decir que conocemos no solo con la razón, sino también con el corazón, como escribe Pascal. Pero es verdad que esos fragmentos funcionan a veces como flashes, y algunos críticos consideran que como tales son incluso superiores a lo que imaginan que habría sido la obra acabada, que creen que habría perdido viveza. En este sentido, tiene un aire literario que puede sernos muy próximo.

A mi parecer, lo que hace de Pascal un contemporáneo es, tanto o más que la forma expresiva o la supuesta emotividad, el fondo de su pensamiento filosófico. La obra de Pascal se mueve críticamente dentro del espacio mental abierto por Descartes y anticipa ideas importantes de Kant, que es el filósofo que abrió el espacio mental en el cual todavía nos movemos nosotros. No en vano la crítica le ha considerado a menudo como un existencialista avant la lettre.

Por otro lado, el tiempo lo ha consagrado como un clásico, y los clásicos, si bien escriben para los lectores de su tiempo, parece como si hubiesen escrito para nosotros.

«Pascal no es un autor de aforismos, como algunos coetáneos suyos, sino de textos fragmentarios, escritos a medida que meditaba»

¿Cree usted que el hecho de que un autor escriba en forma de pensamientos o aforismos (a pesar de que esta no fuese la intención última de Pascal) lo hace más enigmático e interesante?
Depende de la calidad de esos pensamientos o aforismos,porque creo que un aforismo, como un poema, solo es bueno si es muy bueno. Un tuit no es un aforismo.

La edición catalana de los Pensamientos de Pascal preparada e introducida por usted que acaba de publicarse es un trabajo de muchos días y muchas noches. ¿Qué relación ha tenido a lo largo de su vida con los Pensamientos de Pascal?
Descubrí en mi época de estudiante de Filosofía en Francia la maravillosa tríada de pensadores-escritores formada por Montaigne, Descartes y Pascal, que me ha acompañado toda la vida. Son autores que he leído, releído, estudiado y explicado en la universidad y cuyas obras me llevaría a una isla desierta.

Centrándome en Pascal, puedo decir que quedé deslumbrado por su formidable potencia intelectual y creadora y por la abundancia de ideas luminosas sobre casi todo: sobre Dios y el hombre, el universo y el terruño, la naturaleza y la cultura, el individuo y la sociedad, el pensamiento y el lenguaje, la sabiduría y la locura, la estética y la política, la ciencia y la religión…

Luego fui descubriendo que era la primera figura europea del momento especialista en cuatro campos: en la ciencia, en la filosofía, en la literatura y en el pensamiento religioso, caso único en la historia universal de la cultura. En particular, me impresionó la originalidad de su filosofía, y me sorprendió (y sigue sorprendiéndome) que tantos supuestos filósofos no se lo reconozcan. Por eso, en esta edición lo reivindico como un filósofo de primera magnitud.

Últimamente está dándose un mayor interés por la filosofía. ¿Cree usted que la filosofía está de moda?
Eso parece, en parte porque se ha aguado el sentido del vocablo. Por ejemplo, se habla de la filosofía de una empresa o de un partido, y en los estantes de filosofía de algunas librerías se encuentran hasta los libros de autoayuda.

Pero hay la filosofía «dura», que siempre será minoritaria, y la filosofía como entrenamiento en el pensamiento crítico (con recurso a las grandes figuras históricas), que siempre habrá que reivindicar para todo ciudadano y que periódicamente los gobiernos parecen interesados en reducir al mínimo.

«Lo que hace de Pascal un contemporáneo es el fondo de su pensamiento filosófico: anticipa ideas importantes de Kant, que es el filósofo que abrió el espacio mental en el que todavía nos movemos nosotros»

En este sentido, hay también un creciente interés, también académico, por la filosofía desarrollada en los tiempos del Barroco. ¿Comparte usted la idea de que nuestros tiempos son un poco barrocos también, por su emotividad o sensación de crisis, por ejemplo?
¿Tiempos barrocos, los nuestros? Depende de qué entendamos por «barroco», que es un concepto complejo y escurridizo. Definirlo a partir de la emotividad lo acercaría al Romanticismo. En cambio, la idea de crisis sí que parece convenirle a la época del Barroco y a la nuestra.

Es indiscutible que hay un gran potencial filosófico en la época del Barroco. Y, si las tendencias filosóficas del siglo XX pueden parecernos escurriduras de las del XIX, no estaría mal que las del XXI mirasen más hacia el XVII, que es un saeculum mirabile de la filosofía.

¿En qué nos puede interpelar directamente hoy la lectura de la filosofía de Pascal?
En el libro que da pie a esta entrevista presento a Pascal filósofo como uno de los grandes poscartesianos, por los que supuestamente hay ahora entre nosotros un renovado interés.

Creo que Pascal es digno de figurar al lado de los racionalistas continentales (Spinoza, Malebranche y Leibniz) y de les empiristas británicos (Locke, Berkeley y Hume), y que, además, como ya he apuntado, anticipa muchas de las ideas de la filosofía crítica de Kant, en cuya estela todavía nos encontramos.

Creo que poner a Pascal en esa nómina aportaría al estudio del conjunto una coloración crítica avanzada. En todo caso, se puede aprender mucho de su filosofía de la ciencia, de su filosofía de la religión, de su axiología y de su antropología filosófica, sin olvidar su filosofía política y su estética.

Por otra parte, puede que haya algo de verdad en la afirmación de Bergson según la cual Descartes y Pascal originan dos estilos de filosofía que perduran hasta la actualidad. Hay en Pascal una dimensión de frescura y de conciencia de los factores no intelectuales que intervienen en el pensamiento, capaz de ablandar y de poner en un aprieto cualquier sistema cerrado.

Además de la de Pascal, usted es un gran conocedor de la filosofía de Descartes y de Kant, que son las dos referencias en el tiempo de lo que se ha considerado que es la filosofía moderna. Hoy en día, ¿es la filosofía moderna una filosofía válida para entender nuestro mundo?
Tradicionalmente se distingue entre Edad Moderna y Contemporánea, poniendo el punto de separación en la Revolución francesa. Esa idea restringida de «Edad Moderna» lleva a considerar que la filosofía moderna acaba con Kant y que la filosofía contemporánea comienza con los poskantianos.

Pienso que toda gran filosofía, leída desde la actualidad, nos puede hacer entender aspectos importantes de nuestro mundo. Y que, por otra parte, ninguna filosofía basta por sí sola para ese objetivo. En todo caso, la filosofía moderna (en el sentido restringido del término), obviamente, ha de ser completada con la contemporánea. Aunque, con permiso de Hegel, pienso que las filosofías se suceden, pero que difícilmente se puede decir que son superadas.

«Hay en Pascal una dimensión de frescura y de conciencia de los factores no intelectuales que intervienen en el pensamiento, capaz de ablandar y de poner en un aprieto cualquier sistema cerrado»

Fuente: https://www.filco.es/pere-lluis-font-pascal/

El mito de la Inteligencia Artificial

El mito de la Inteligencia Artificial: por qué las máquinas no pueden pensar como nosotros lo hacemos.

Un libro contracorriente que desmonta los mitos que envuelven a la Inteligencia Artificial, unos mitos que anuncian logros excepcionales con los que superará en breve a la inteligencia humana.

Los mesías del futuro insisten en afirmar que la Inteligencia Artificial pronto eclipsará las capacidades de las mentes humanas con más talento. Según ellos, no queda ninguna esperanza, pues el avance de las máquinas superinteligentes es imparable. Pero la realidad es que ni estamos en el camino hacia el desarrollo de máquinas inteligentes ni sabemos siquiera dónde podría hallarse ese camino.

Erik J. Larson es un científico e investigador pionero en el procesamiento del lenguaje natural, además de empresario tecnológico que trabaja a la vanguardia de la IA. En este libro nos acompaña en un recorrido por el panorama actual de este ámbito para demostrar lo lejos que estamos realmente de la superinteligencia y qué sería necesario para llegar a ella.

Desde Alan Turing, los entusiastas de la inteligencia artificial han caído en el profundo error de equipararla con la inteligencia humana. Pero la IA trabaja con el razonamiento inductivo, procesando conjuntos de datos para predecir resultados, mientras que los humanos no correlacionamos conjuntos de datos: hacemos conjeturas a partir de la información del contexto y de la experiencia. No tenemos ni idea de cómo programar este tipo de razonamiento basado en la intuición, conocido como razonamiento abductivo.

El verdadero problema es que la exageración alrededor de la IA no solo es mala ciencia, sino que también es mala para la ciencia. La cultura de la innovación florece cuando explora lo desconocido, no cuando exagera las virtudes de las tecnologías existentes. La IA inductiva seguirá mejorando en la realización de tareas específicas, pero si queremos lograr un progreso real, debemos comenzar por apreciar plenamente la única inteligencia verdadera que conocemos: la nuestra.

Según Carlos Guardían….

Un investigador de vanguardia en el campo de la IA y empresario tecnológico desmiente la fantasía de que la superinteligencia está a unos pocos clics de distancia, y argumenta que este mito no sólo es erróneo, sino que está bloqueando activamente la innovación y distorsionando nuestra capacidad para dar el siguiente salto crucial.

Los futuristas insisten en que la IA pronto eclipsará las capacidades de la mente humana más dotada. ¿Qué esperanza tenemos contra las máquinas superinteligentes? Pero en realidad no estamos en el camino de desarrollar máquinas inteligentes. De hecho, ni siquiera sabemos dónde puede estar ese camino.

Erik Larson, empresario tecnológico e investigador científico pionero que trabaja en la vanguardia del procesamiento del lenguaje natural, nos lleva a recorrer el panorama de la IA para mostrar lo lejos que estamos de la superinteligencia y lo que haría falta para llegar a ella. Desde Alan Turing, los entusiastas de la IA han equiparado la inteligencia artificial con la humana. Esto es un profundo error. La IA trabaja con un razonamiento inductivo, calculando conjuntos de datos para predecir resultados. Pero los humanos no correlacionamos conjuntos de datos: hacemos conjeturas informadas por el contexto y la experiencia. La inteligencia humana es una red de conjeturas, teniendo en cuenta lo que sabemos del mundo. No tenemos ni idea de cómo programar este tipo de razonamiento intuitivo, conocido como abducción. Sin embargo, es el corazón del sentido común. Por eso Alexa no puede entender lo que le preguntas, y por eso la IA sólo puede llevarnos hasta cierto punto.

Fuentes:

-https://www.alibri.es/libro/861039/el-mito-de-la-inteligencia-artificial-por-que-las-maquinas-no-pueden-pensar-como-nosotros-lo-hacemos

-https://carlosguadian.net/2022/02/23/the-myth-of-artificial-intelligence-why-computers-cant-think-the-way-we-do/

Isidore Ducase

El enigmático Isidore Ducase, conde de Lautréamont, y «Los cantos de Maldoror»

Juan Ignacio Espel

La obra de Isidore Ducase, también conocido como conde de Lautréamont, es breve y oscura, como su vida. Esa vida que, al decir de Rubén Darío, parecería ser la «pesadilla de algún triste ángel». Pero su obra iluminaría el horizonte poético, como una estrella fugaz que surca la noche en silencio. Ducasse llevó al extremo el culto romántico del mal, y a pesar de su prematura muerte, Los cantos de Maldoror Poesías (extremos de tensión artística y ontológica) lo catapultaron como un mito de la lírica francesa moderna. En su obra latía solapadamente el movimiento surrealista que marcaría el arte europeo de posguerra. André Breton llegó a decir que en Los cantos vio «la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas».

Isidore-Lucien Ducasse nació en Montevideo, Uruguay, el 4 de abril de 1846. Hijo de François Ducasse, diplomático francés destinado en el consulado, y de Celestine Jaquette Davezac, también francesa. Su madre murió cuando Isidore tenía pocos menos de dos años.​ Según algunos estudiosos, ciertas experiencias de su niñez, durante la Guerra Grande (1839-1851), habrían influido fuertemente en su carácter.

En octubre de 1859 fue enviado al Liceo de Tarbes y después, en 1863, al Louis Barthou, en Pau, donde cursó retórica y filosofía. Paul Lespés, uno de sus compañeros de curso, lo recordaba años después: «Lo veo todavía como un muchacho delgado, alto, con la espalda un poco curvada, la tez pálida, los cabellos largos que le caían sobre la frente, la voz algo fría. Su fisonomía no tenía nada de atractiva… Era de ordinario triste y silencioso y como replegado sobre sí mismo… A menudo, en la sala de estudio, se pasaba horas enteras con los codos apoyados en su pupitre, las manos en la frente y los ojos sobre un libro clásico que no leía; se veía que se hallaba sumergido en un sueño». Más adelante menciona: «En 1864, hacia el final del curso, Hinstin (el profesor), que con frecuencia reprochaba a Ducasse lo que él llamaba sus exageraciones de pensamiento y de estilo, leyó una composición de mi condiscípulo. Las primeras frases, muy solemnes, excitaron enseguida su hilaridad, pero pronto se sintió molesto. Ducasse no sólo había cambiado de maneras, sino que singularmente las había exagerado. Jamás hasta entonces había dado tanta rienda suelta a su imaginación desenfrenada. No había una frase en la que el pensamiento, formado en cualquier caso de imágenes acumuladas, de metáforas incomprensibles, no estuviera oscurecido por invenciones verbales y formas de estilo que no respetaban siquiera la sintaxis». Y termina confesando: «… su actitud distante, si puedo emplear esta expresión, una especie de gravedad desdeñosa y una tendencia a considerarse como un ser aparte, las oscuras preguntas que nos hacía a quemarropa y a las cuales teníamos dificultad en responder, sus ideas, las formas de su estilo, en fin, la irritación que a veces manifestaba sin ningún motivo serio, todas esas extravagancias hacía que nos inclináramos a creer que su cerebro carecía de equilibrio».

Tras una visita al Uruguay en 1867 regresó a París y se instaló en la calle de Notre-Dame-des-Victoires. Su padre, que moriría en Montevideo en 1889, le ayudaba enviándole algún dinero. Su obra clave fue, sin duda, Los cantos de Maldoror, un libro «diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso» donde se oyen a un tiempo los «gemidos del dolor» y los «siniestros cascabeles de la locura, al decir de Darío.  

Los primeros fragmentos aparecieron en 1868 (la obra completa sería publicada un año más tarde en Bélgica). Temiendo ser acusado de blasfemia u obscenidad, el editor Albert Lacroix hizo poco o nada por difundir el libro. Desesperado, Ducasse escribió a Auguste Poulet-Malassis, el editor de Las flores del mal, pidiéndole que enviara copias de su libro a los críticos. 

La genealogía de Los Cantos puede rastrearse hasta el Manfred de Lord Byron, el Konrad de Adam Mickiewicz o el Fausto de Goethe. Ducasse heredó el arquetipo del antihéroe, en lucha abierta con Dios; el estilo tiene reminiscencias épicas. Cada uno de los cantos está dividido en estrofas, con excepción del sexto y último, que componen una nouvelle que cambia abruptamente la estructura empleada hasta entonces.

La atmósfera es grotesca: se ensalza el homicidio, la crueldad, la violencia, la perversión, la corrupción. Dios es un viejo sádico que asesina desde un burdel; los objetos y los animales hablan; se multiplican las metamorfosis; los personajes se agigantan. Leemos en el Canto II:

Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura».

Una voz crítica sobrevuela la obra constantemente, acompañando al lector. Lo invita al espectáculo de hacer y deshacer la obra. A partir del cuarto canto la voz se impone: su narrativa se apodera de la sustancia del poema. 

El «héroe» ducassiano es un enemigo acérrimo de Dios y de la humanidad. Dice del primero:

… levanté mis párpados asustados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, sobre el cual se pavoneaba, con idiota orgullo, el cuerpo, envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar de hospital, de aquel que se denominaba a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto, y lo llevaba, alternativamente, de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, se adivina qué hacía con él. Sus pies se hundían en un vasto charco de sangre en ebullición, en cuya superficie se alzaban bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres tímidas cabezas que volvían a sumergirse en seguida con la rapidez de una flecha: un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la conocida recompensa por incumplir el reglamento, dada la necesidad de respirar otro ambiente, pues, en modo alguno, esos hombres no eran peces.

De sus congéneres no espera mucho más:

¡Que sea yo tan generoso como para amar a mis semejantes! ¡No, no! Lo he resuelto desde el día de mi nacimiento. ¡Ellos no me aman! Se verá a los mundos destruirse, y al granito deslizarse, como un cormorán, sobre la superficie del oleaje, antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano.

Declara la guerra a cuchillo a la humanidad:

Y lo mismo si alcanzo una victoria desastrosa como si sucumbo, el combate será hermoso: yo solo contra la humanidad… Esta guerra terrible arrojará el dolor sobre las dos partes: dos amigos que intentan obstinadamente destruirse, ¡qué drama!

Maldoror es un amoral que «cuando besaba a un niño pequeño de rostro rosado hubiese querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría hecho con frecuencia si Justicia, con su largo cortejo de castigos, no se lo hubiera impedido cada vez». Capaz de coserle los ojos a una niña, para «privarla del espectáculo del universo». No lo oculta, e incluso es parte de su orgullo: «No era mentiroso, confesaba la verdad y decía que era cruel». «La hipocresía será expulsada sin titubeos de mi morada. En mis cantos existirá una imponente prueba de fortaleza, al despreciar de esa manera las opiniones aceptadas. Él canta para él solo, y no para sus semejantes. El no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, ha venido a encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. ¡No teme a nada, sino a sí mismo! En sus combates sobrenaturales, atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su estoque en el vientre de la ballena». ¿Qué más podía ser, si eso le indicaba su naturaleza? «¿Querrá la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible».  

Maldoror simboliza la rebelión adolescente y la victoria de lo ideal sobre lo terrenal: rechazar la realidad (que llama «El Gran Objeto Exterior») lo aleja de sus semejantes, y por eso sufre. Sólo un orgullo miltoniano, luciférico, lo hace más poderoso y le permite sobreponerse al entorno prosaico que pretende aplastarlo.

El escritor argentino Mario Satz recordaba la lectura de Los cantos en su adolescencia en un fragmento que merece la pena reproducir: 

Podía  ver  solamente  su  rostro,  del  cuello para abajo era puro océano, caos y lágrimas. Sin embargo, el verle los ojos era ya demasiado para mí. Eran los ojos del poeta, del demiurgo, del hierofante, del sacrificador, del verdugo y de la pobre víctima humana que engendra todos esos oficios. Nunca sufrí tanto, gemí tanto como ese primer día, sentado en  el banco de una plaza, a la misma edad – casi – de ese adolescente que se ahoga en el Sena. Bebía de golpe toda la opresión de nuestra civilización, sus fulgores y vergüenzas, en la cristalina copa que me tendía Lautréamont, héroe mitológico en un mundo desprovisto de  mitos. Sus frases se curvan bajo mis párpados como cables de alta tensión.

Entonces yo tenía los bolsillos llenos de pólvora y contemplaba el mundo con la avidez de  un samama hindú. Mi vicio era la iluminación, el horadar, como un rayo de sol cada una de las formas que me rodeaban.

Lautréamont guiaba mis apetitos, patrocinaba mis delirios, lanzaba contra mí su poderosa mirada didáctica, seductora, como indicándome el valor dionisíaco de la embriaguez a la que hay que llegar, ese amor por todo, ese éxtasis que subleva la sangre a la altura de la piel.

Lautréamont es Hércules, Prometeo, es el verbo que narra el descuartizamiento divino, la inmersión en los instintos, en la abominación de la muerte. Aún hoy, después de algunos  años, ese adolescente que yo era, me mira con los mismos ojos de Lautréamont: impávidos en mi memoria, impávidos bajo esta noche azul y fría, frente a un espejo que jamás traicionará lo ilusorio de nuestra condición, por más que ladremos al infinito. 

La novela que cierra la obra es rocambolesca, casi folletinesca; por eso mismo inundó los periódicos de la época. En ella se desenvuelve una intriga sugerida en la primera parte de la obra. A través de violentas escenas, donde brillan la desdicha y el mal, Ducasse ajusta el tono, combinando la amplitud del ritmo y el desengaño, creando así una suerte de principio de antigravedad, implacable e ineludible.

Como para Max Stirner en la filosofía, la clave poética de Ducasse es la irreverencia: todo puede y debe ser desacreditado; tenemos que reírnos de todo. La existencia es la prueba que nos impone el universo para saber si podemos aprender a reír. Hay una especie de (a)moralidad fisiológica en su obra, al estilo nietzscheano. Ética y estética por igual son arrastradas por el barro. Nada queda en pie. Se burla, o más bien yuxtapone, conceptos perennes como la belleza: «El búho de Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva que describe un perro al correr tras su dueño, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila… El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo, desapareció en el horizonte». «Bello como el suicidio», dice en otra parte. Y, sobre todo, bello «como el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas». Esta frase sería la punta de lanza de los surrealistas, herederos directos del oscuro Ducasse.

El poeta relativiza la moral: «¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí… es mejor que sean una misma cosa… pues, si no, ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final?». Poco después confiesa: «Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden de las familias».

En Los cantos no sólo encontramos el germen del surrealismo; hay fuertes destellos existencialistas:

Al claro de la luna, cerca del mar, en los aislados lugares de la campiña, se ve, cuando uno está sumido en amargas reflexiones, que todas las cosas revisten formas amarillas, indecisas, fantásticas… Entonces, los perros, enfurecidos, rompen sus cadenas, se escapan de las lejanas granjas, corren por la campiña, aquí y allá, presas de la locura. De pronto, se detienen, miran a todos lados con hosca inquietud y los ojos encendidos, levantan la cabeza, hinchan el terrible cuello y rompen a ladrar, unas veces, como un niño que grita de hambre; otras, como un gato herido en el vientre sobre un tejado; otras, como una mujer que va a dar a luz; otras, como un moribundo apestado en el hospital; otras, como una muchacha que canta una sublime melodía contra las estrellas; contra la luna; contra las montañas; contra el aire frío que aspiran y que vuelve rojo y ardiente el interior de su nariz… Comienzan de nuevo a correr por la campiña, saltando con sus patas ensangrentadas por encima de los fosos, los caminos, los campos, las hierbas y las escarpadas piedras. Diríase que sufren de la rabia, que buscan un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos aterrorizan a la naturaleza. ¡Ay, del viajero rezagado! Los amigos de los cementerios se arrojarán sobre él, le desgarrarán, le devorarán con su boca de la que chorrea sangre; pues sus colmillos no están dañados. Los animales salvajes, sin atreverse a acercarse para participar en aquel banquete de carne, huyen, temblorosos, hasta perderse de vista. Pasadas algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua afuera, se precipitan unos sobre otros, sin saber lo que hacen, y se desgarran en mil pedazos con una rapidez increíble. No obran así por crueldad. Un día me dijo mi madre con ojos vidriosos: «Cuando estés en tu lecho y escuches los ladridos de los perros en la campiña, ocúltate bajo tus mantas, no te burles de lo que hacen: tienen una sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como el resto de los mortales de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que te coloques delante de la ventana para contemplar ese espectáculo, que es sublime». Desde entonces respeto el deseo de la muerte. Yo, como los perros, siento la necesidad del infinito… ¡Y no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Soy hijo del hombre y de la mujer, según me han dicho. Me extraña… ¡creía ser más!

Al final de la trayectoria literaria (y de la vida) del poeta tuvo lugar una metamorfosis, un giro copernicano. Mientras esperaba que Los cantos fueran distribuidos, empezó a trabajar en un nuevo escrito: Poesías, publicadas tras su muerte en 1870 y comentadas en la Revue populaire de París. 

El estilo cambia radicalmente: máximas y aforismos, como los Pensamientos de Pascal o los «dardos» de Nietzsche. El libro está principalmente compuesto por apreciaciones estéticas sobre la poesía y la literatura, desde las tragedias griegas, pasando por Poe y deteniéndose en Baudelaire, Dumas y Victor Hugo. En síntesis: crítica literaria. Pero también sirve como una continuación de su «descripción fenomenológica del mal», en la que planeaba cantar al bien. «Quiero proclamar lo bello con una lira de oro». Quizá de ambas obras surgiera la unidad: la dicotomía entre el bien y el mal. En otras palabras, el ser humano como un todo. Neruda opinó al respecto: «Fue más allá del mal para llegar al bien».

He renegado de mi pasado –confesaba el poeta–. Ya no canto más que a la esperanza; pero, para ello, es preciso primero atacar la duda de este siglo (melancolías, tristezas, dolores, desesperos, lúgubres relinchos, maldades artificiales, orgullos pueriles, cómicas maldiciones, etc.). En una obra que llevaré a Lacroix a primeros de marzo, tomo en consideración las más bellas poesías de Lamartine, de Victor Hugo, de Alfred de Musset, de Byron y de Baudelaire, y las corrijo en el sentido de la esperanza; señalo qué habría hecho falta hacer. Al mismo tiempo corrijo seis piezas de las peores de mi santo libro. 

Experto conocedor de la senda satánica que había recorrido, el poeta advierte a sus lectores: «La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda, el comienzo de la desesperación; la desesperación, el comienzo cruel de los diversos grados de la maldad… La pendiente es fatal, una vez que alguien se empeña en ella. Llegar a la maldad es seguro. Desconfía de la pendiente. Extirpa el mal de raíz». Y agrega: «No acepto el mal. El hombre es perfecto. El alma no cae. El progreso existe. El bien es irreductible. Los anticristos, los ángeles acusadores, las penas eternas, las religiones, son producto de la duda».

En Poesías el autor expone con más detalle el mecanismo que lo llevó a variar de perspectiva y de método:

Me dije, que habiendo llegado la poesía de la duda a un punto tal de perversidad teórica, resulta, en consecuencia, radicalmente falsa; porque se discuten en ella principios y no hay que discutirlos, es más que injusta. Los lamentos poéticos de este siglo no son más que horribles sofismas. Cantar al hastío, los dolores, las tristezas, lo sombrío, etc., es no querer mirar, a toda fuerza, sino el pueril reverso de las cosas. Lamartine, Hugo, Musset se han metamorfoseado en mujercitas. Son las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Siempre gimoteando. Esta es la razón por la que he cambiado totalmente de método. 

Ducasse, que consideraba el «plagio» necesario para el progreso, fue más allá: intervino los Pensamientos de Pascal, las Máximas de La Rochefoucauld, la obra de La Bruyère, Luc de Clapiers, Dante, Kant y La Fontaine. Incluso, como menciona en la carta ya citada, corrigió parte de Los cantos. «Reemplacé melancolía por coraje, duda por certeza, desesperanza por esperanza, malicia por bondad, queja por deber, escepticismo por fe, sofismas por tranquila ecuanimidad y orgullo por modestia».  

En Poesías el autor declara: «No dejaré Memorias«, contribuyendo así a la leyenda en torno a su persona, a la ambigüedad que rodeó y aún rodea su propia existencia. La identidad del poeta –quizá intencionadamente– fue siempre un misterio: Isidore Ducasse –o el conde de Lautréamont– existía sólo parcialmente o no existía en absoluto. El intelectual argentino Miguel Ángel Virasoro señaló que el poeta «no dejó siquiera el testimonio del confidente más convencional, como si hubiera sido un visitante de otro mundo, confundido entre los humanos con la apariencia de un cuerpo, que desapareció en el espacio vacío sin dejar huellas». La edición parcial de su libro no llevaba nombre y la edición completa sólo un pseudónimo, una tirada más escasa que la otra; datos biográficos escasos y contradictorios; y, durante mucho tiempo, incluso faltó un retrato del poeta. Esto avivó la imaginación de críticos y colegas, que durante décadas intentaron esculpir esa curiosa fantasmagoría. León Bloy, por ejemplo, define a Lautréamont como el autor de un libro monstruoso, «lava líquida, insensato, oscuro y abismal»; agrega que el poeta murió encerrado en un manicomio. Sin embargo, sabemos que Ducasse murió en su domicilio, y, en honor a la verdad, su locura consistía en leer con avidez, dar largos paseos bordeando el Sena, tomar mucho café y tocar el piano, para enojo de los vecinos.

Ducasse, esa ilusión llamada conde de Lautréamont, desapareció finalmente el 24 de noviembre de 1870 en una París sitiada por los ejércitos prusianos, en pleno derrumbe del Imperio. Quizá en sus últimos días volvieran a él escenas y emociones hace tiempo sepultadas, de su infancia en plena guerra, mirando la luna desde otra ciudad sitiada: su Montevideo natal. El escenario que lo recibió fue el mismo que lo despidió.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/09/02/el-enigmatico-isidore-ducase-conde-de-lautreamont-y-los-cantos-de-maldoror/