Archivo de la categoría: Artículos

Artículos y demás publicaciones en los diversos foros.

Hermenéutica del sentido

Luis Garagalza, profesor de la Universidad del País Vasco, publica en Editorial Anthropos su libro “El sentido de la Hermenéutica”, cuyo subtítulo reza “La articulación simbólica del mundo”. En esta rica obra filosófica se estudia la Hermenéutica contemporánea, fundada por H.G. Gadamer, como una filosofía de la comprensión e interpretación del sentido, a través de su simbólica, es decir, del lenguaje simbólico.

En la primera parte, se descubre el lenguaje como el hilo conductor del pensamiento contemporáneo a partir del humanismo. En la segunda parte, se analiza el lenguaje en la tradición filosófica y cultural, especialmente en el romanticismo y el simbolismo. En la tercera parte, se proyecta la relación entre el sentido y el sinsentido, caracterizando a este último liminarmente como la negatividad y el mal.

Si en el Preámbulo del libro el autor plantea la Hermenéutica como una filosofía existencial abierta al sentido simbólico, en la Conclusión se replantea la Hermenéutica como una filosofía existencial abierta a un sentido que limita con el sinsentido. Finalmente se trata de afirmar el sentido, así como de asumir el sinsentido críticamente, hasta abrirlo a una trascendencia cultural y simbólica, en la línea de G. Durand y H. Corbin.

Pero el profesor Garagalza aporta a una tal Hermenéutica simbólica una impronta personal inconfundible, la cual consiste en proponer una versión radical del sentido en correlación conflictiva con el sinsentido, una visión dialéctica inspirada por E. Cassirer, pero corrigiendo su idealismo. En efecto, mientras que la Hermenéutica simbólica moderna funciona imaginalmente de arriba abajo, la Hermenéutica garagalziana funciona radicalmente de abajo arriba, desde la periferia del sentido y su frontera con el sinsentido.

El sentido de la Hermenéutica consiste precisamente en mantener abierta la pregunta por el sentido de la existencia. Pero al preguntar por el sentido de la existencia se alude ya al sinsentido: no habría pregunta por el sentido sin la sospecha o la impresión de un cierto sinsentido y absurdo. Sentido y sinsentido resultarían, pues, correlativos. Quizás podría decirse que la interpretación pretende precisamente dar sentido a lo que se ofrece de entrada como sinsentido, articularlo, asumirlo o integrarlo. Interpretar el sinsentido puede ofrecer ya una cierta apertura, un esbozo de sentido, el inicio de una búsqueda, aunque sea una búsqueda inacabable. La necesidad de búsqueda puede servir para comprender que la interpretación humana consiste en asumir, sobrellevar y aceptar el sinsentido efectivo, patente, literal, intentando abrirlo a un sentido interior, latente, afectivo, que si se presenta no lo hace de un modo directo, sino simbólico.

Lo que interesa en el libro que comentamos es la pregunta por el sentido humano, existencial, concreto, más que la razón pura, esencial y abstracta que ha imperado en nuestra filosofía metafísica y en nuestra cultura occidental. El sentido de la hermenéutica se inserta, pues, en la línea de la crítica de la metafísica, pues resulta ser un sentido implicado con el sinsentido, un sentido que no es inmutable, estático, sino que va aconteciendo, cuando acontece, a través de la apertura de la interpretación . Podríamos comparar la razón de la metafísica con la luz del sol que expulsa a la oscuridad como el héroe expulsa al dragón en las mitologías patriarcales, una luz presuntamente pura y sin sombras. El sentido de la hermenéutica se parecería a la luz más débil de la luna, que coexiste con la oscuridad, que la penetra sin eliminarla, posibilitando otro modo de visión en la que lo preponderante no es ya la mera visión sino la audiovisión mixta.

Se trataría entonces de tomar conciencia de que nuestras interpretaciones son interpretaciones, nuestros símbolos, símbolos, nuestras teorías y modelos teorías y modelos, para no confundirlas con la realidad misma dogmatizándolos. Esa toma de conciencia crítica y autocrítica no es una aniquilación total, aunque sí propicia una transgresión del sentido literal, ideológico o dogmático, para entenderlas ahora como propuestas humanas o antropológicas y liberar su sentido simbólico.

Por todo ello, y por su claridad expositiva de las grandes corrientes hermenéuticas de nuestra cultura, esta es una gran obra aportativa de filosofía hermenéutica. Su propuesta es una Hermenéutica radical de carácter emergentista, ya que se concibe el sentido emergiendo desde el sinsentido demergente. Esta radicalidad emergentista estaría en línea con el emergentismo, propiciado tanto por la física como por la biología contemporánea.
La Hermenéutica emergentista de Luis Garagalza se reclama del trasfondo socrático, cuando piensa el sentido radical como un eros daimónico: el cual es una potencia de sentido que emerge de la impotencia o sinsentido (la pena o penuria, el deseo radical). De este modo, el emergentismo tanto filosófico como científico obtendría un auténtico eco socrático-platónico: esta es una de las pistas más fructíferas procedentes de la riqueza de esta obra hermenéutica. La cual precisa de una lectura más concienzuda para aquilatar todas sus virtualidades.

Y es que en efecto, como dice nuestro autor, detrás de la Hermenéutica se agazapa una hermética, simbolizada por Hermes, “el dios que procede del inframundo mítico-vivencial pero accede al Olimpo (conciencia solar) sin desprenderse de su proveniencia: surge conjuntamente con el mito (en la vivencia, en el mundo de la vida), pero hace posible el despliegue del logos, la ciencia-conciencia y la crítica”. Diríamos entonces que Hermes es eros revertido en logos, lo sentido revertido en el sentido, consignificando así la “erotología” de la existencia humana.

(Bibliografía)
—Luis Garagalza, El sentido de la Hermenéutica. La articulación simbólica del mundo. Editorial Anthropos, Barcelona y México, 2014.

Artículo de Andrés Ortiz-Osés, publicado en www.blogs.periodistadigital.com

La rebeldía de la cultura

Hace lo suyo que leí un reportaje en Newsweek que hablaba sobre las preferencias de padres de todo el mundo en cuanto a lo que querían que estudiasen sus hijos. Había una clara tendencia, instalada sobre todo en China y EE UU: los padres, celosos del futuro de sus proles, manifestaban una absoluta preferencia hacia conocimientos prácticos y técnicos. Entre ellos la economía y el comercio eran las reinas. Las humanidades, por el contrario, caían en el abismo de la inutilidad.

Aquí en España hemos visto cómo sistemáticamente se han reducido en los institutos materias como filosofía, lengua, literatura, historia, etc. queriendo hacerlas pasar por superfluas. Y lo que es más grave: la gente ha asumido que es así. Un amigo profesor me ha dicho infinidad de veces: “Se quiere formar mecánicos, no ciudadanos críticos que se hagan preguntas o se cuestionen las cosas”.

Hace años recuerdo haber leído en una revista inglesa que, en una universidad, el departamento de Filosofía iba a ser reemplazado por uno nuevo de marketing.

Otra anécdota: hace no mucho, una estudiante francesa de filología me comentó que hoy en día se estudiaba idiomas para después hacer un máster de comercio internacional, que es donde está ‘la pasta’, y por tanto la supervivencia.

¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico?

Evidentemente, uno no tiene nada en contra del comercio y la economía así en abstracto (más allá de las brutales injusticias y desigualdades que se crean en nombre de estas palabras). Tampoco de que el mundo se llene de profesionales prácticos y precisos. De técnicos sobresalientes que hagan que todo funcione como un reloj.

Pero… ¿funciona todo como un reloj?

No. Lo que me alarma es que este proceso venga acompañado de una creciente desvalorización y olvido de la cultura y las humanidades. De las ciencias suaves que nos convierten en algo más que bestias. ¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico? Guerras, colonialismo, explotación, deforestación, hambre, apoyo a dictaduras.

“En mi trabajo no entran en juego consideraciones morales”, decía hace no mucho en un reportaje sobre bancos de inversión uno de estos estupendos técnicos.

¿Entonces hay aspectos de la vida en los que la moral entra y otros en los que no? Eso, en mi ingenuidad, no lo comprendo. Porque la crisis financiera provocada por las malas prácticas de estos bancos ha generado pobreza y sufrimientos humanamente incalculables. ¿Y no entran en juego consideraciones morales?

Durante dos años sucedió que traté con personas del ámbito del comercio, del marketing, etc. Profesionales estupendos, de una seguridad y precisión irreprochables en su trabajo. Sin embargo, en lo general, sus cálculos siempre fallaban. ¿Por qué? Porque reducen el mundo a números, a estudios de mercado, a planes de optimización del beneficio, a ofertas y demandas. Y esa es una visión paupérrima, incompleta, de la realidad. Ésta no puede comprenderse sin la historia, sin la filosofía, sin la literatura, sin la antropología, sin un conocimiento verdadero del ser humano.

Los seres humanos somos mucho más que consumidores. Las sociedades no son mercados. No todo lo que hay en el universo puede reducirse a marcas. No todo está obligado a ser económicamente rentable.

La cultura es el único antídoto contra estas peligrosísimas idioteces. Porque a mí me parece que tras este convertirnos a todos en robots hay algo verdaderamente siniestro e intencionado. Un salvaje ataque contra la democracia y la libertad verdadera, que es muy distinta de la de “los mercados”.

Por eso la cultura no puede limitarse a ser un adorno que uno se cuelga para lucir en las cenas, como se pretende, sino un instrumento que nos permita manejarnos en la vida. Tomar las decisiones correctas y justas. Si uno quiere ser justo, claro.

Artículo de José Miguel Vilar-Bou, publicado en: www.eldiario.es

La necesidad que la vida tiene de la filosofía

Pobre Filosofía… La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, la conocida como Ley Wert, le ha propinado su último empellón, y después de suprimir su obligatoriedad en el Bachillerato y dejar a la Ética también como optativa en la ESO, parece condenada a vagar por el sistema educativo como simple maría. En España, cualquiera puede alcanzar su titulación universitaria sin haber tenido el más mínimo contacto con esta disciplina, que, a los ojos de quienes gestionan nuestra sociedad, parece ubicarse en la categoría de aprendizajes superfluos o lujosos, inútiles a la hora de enfrentarse a las exigencias del mercado laboral y de la vida en general. Y sin embargo, todos los sabios que, hasta esta última hora, ha aportado al mundo la filosofía, estuvieron empeñados en considerar que esta disciplina era la matriz de la que salían los demás saberes, los cuales se debían de remitir a ella en primer lugar para descubrir su razón de ser, y antes de poder echar a volar con cierta autonomía. ¡Qué ingenuos esos filósofos, vistos desde estas alturas de la posmodernidad!

Pero en ese camino que nos ha traído hasta aquí hemos ido perdiendo algo más que un saber meramente dirigido a diletantes y desocupados; y lo podemos comprobar si, tal y como suelen hacer los filósofos (y también los historiadores), indagamos en el sentido de ese recorrido, intentamos responder a la pregunta de por qué la filosofía ha pasado a ser tan prescindible. Para llevar a cabo esta pesquisa, no hace falta, pues, salirse de los caminos previstos por la propia filosofía, acostumbrada a preguntarse por qué las cosas son como son (o dicho según la fórmula habitual, preguntarse por el ser de las cosas), que no es sino el paso previo para, con ayuda de ese auxiliar de la filosofía que es la ética, descubrir después lo que las cosas deberían ser. No tendremos, pues, que recurrir a otros métodos que los de la propia filosofía para intentar averiguar las razones de su decadencia.

Nos referiremos solamente a la última etapa de la historia de Occidente (la civilización que, por lo demás, vio nacer a la filosofía), en la cual se han alcanzado los logros más espectaculares y los avances más decisivos de la historia de la humanidad. Esta parte de nuestra historia tuvo su origen en el Renacimiento, aunque de modo más o menos soterrado la revolución que entonces hizo eclosión había echado sus raíces en el siglo XIV, a la altura del tiempo en que Guillermo de Ockham puso patas arriba la escolástica al afirmar que en el mundo no existían las realidades globales, los conceptos o ideas, solo existían los individuos; no existía, pues, el bosque, que era un mero invento de la mente, un “flatus vocis”, un soplo de voz, solo existían los árboles individuales. La fe debía de ir por otros derroteros, pero la razón debía de atenerse a aquella verdad y aplicar los correspondientes recortes, los de su célebre navaja, a cualquier intento de explicación de las cosas que no se atuviese a ese punto de partida, el que exigía desprenderse de todos los aditamentos, inferencias, prejuicios o abstracciones que impidiesen reconocer la desnuda realidad de los hechos concretos e individuales.

Aquello fue la bomba; una bomba de efectos retardados que, efectivamente, hizo explosión un par de siglos más tarde, en el Renacimiento, la edad en la que precisamente, dejándose impulsar por las emanaciones de tales pensamientos, irrumpieron los individuos rompiendo los moldes sociales que durante toda la Edad Media les habían tenido encasillados e incluso anulados. Surgió también la atracción por el estudio de los hechos concretos, por el experimentalismo y su derivación todavía filosófica: el empirismo. Galileo, mientras tanto, formalizaba por vez primera el método científico. Los descubrimientos que llegaron de la mano de aquel emergente deseo de descubrir el mundo y sus cosas fueron innumerables y abarcaron todos los ámbitos del conocimiento. La revolución científica y los consiguientes avances tecnológicos se pusieron a andar… mejor será decir que echaron a correr.

La historia de Occidente, especialmente desde el Renacimiento, está marcada, pues, por el objetivo de acceder al conocimiento del mundo, de la realidad objetiva. Y resulta evidente que ha triunfado en ese objetivo. Pero a estas alturas es cuando toca preguntarse: ¿para qué sirve conocer? ¿Tiene algún sentido esa realidad a estas alturas tan bien desentrañada por la ciencia? De dar respuesta a esas preguntas es de lo que, precisamente, está encargada la filosofía. ¿Y cuál es la última respuesta sobre ello a la que ha accedido Occidente? La última respuesta es… ninguna. La realidad ha quedado maravillosamente explicada por la ciencia. Pero en paralelo, la filosofía ha desembocado en el nihilismo, es decir, en la conclusión de que ella, la filosofía misma ya no es necesaria; lo que se necesita, según esta perspectiva, es conocer las cosas y conformarse con ese conocimiento, porque el sentido que puedan tener es, de nuevo, un “flatus vocis”, un añadido que nosotros hacemos a las cosas, pero que estas no tienen ni precisan para ser lo que son, y a las que procede aplicar, por tanto, los remedios de la navaja de Ockham. No hay nada más. O dicho a la inversa: lo que hay, además de ese ser material y concreto de las cosas que ha logrado en gran parte desvelar la ciencia, es… nada. La filosofía, por tanto, no es necesaria. Suprimir la asignatura de filosofía de los planes de enseñanza es la lógica consecuencia de haber accedido a una sociedad bañada en el nihilismo. Solo interesa el conocimiento de lo real, no si esa realidad tiene algún sentido (se da por hecho que no). El Gran Hermano que rige los destinos de esta sociedad posmoderna ha comprendido que la función del sistema de enseñanza es formar científicos, sistemáticos observadores de objetos, de los datos de la realidad, y, consiguientemente, nihilistas.

Ahora bien, decía Ortega que “el ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (…). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Por eso, el simple conocimiento de lo dado no evita la sensación de que algo nos falta, así como la de extravío con que, para empezar, nos situamos en el mundo. “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía precisamente Ortega. El mero conocimiento objetivo de las cosas, aquel que, sin embargo, nos ha procurado los enormes avances científicos a los que ha accedido nuestra civilización, no es suficiente para contrarrestar esa sensación de extravío que nos es inherente a la vez que insoportable. Necesitamos encontrar un sentido a la realidad para así hacerla soportable. En suma, nos ayuda a concluir Ortega, “el hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”. Y para encontrar ese sentido necesitamos, seguimos necesitando a la filosofía. “La filosofía –es la forma de decirlo que tiene Hegel– (…) es algo que purifica lo real, algo que remedia la injusticia aparente y lo reconcilia con lo racional”. Sin filosofía, nos quedamos inermes y vulnerables ante el absurdo, que es la manera primordial que tiene el mundo de presentarse ante nosotros, eso que nos hace sentirnos perdidos. A falta de filosofía, hemos aceptado como premisa cultural la visión instrumental de la vida que no aspira a que esta tenga un sentido, sino solo a que nos diluyamos entre las cosas, entre la multiplicidad de los entes, a dejar desasistidos los hechos objetivos del sentido que nuestra razón está obligada a descubrir en ellos. Todo eso no nos hace, precisamente, más felices. Aunque nuestra cultura pretende hacernos coexistir pacíficamente con el absurdo, nuestras tripas no nos dejan aceptarlo. Así que o damos respuesta a nuestra necesidad de sentido o la industria de los psicofármacos seguirá haciendo el agosto (total, para nada: no son las alteraciones neurológicas la causa última de nuestra infelicidad, ni la bioquímica lo que la resolverá). O rehabilitamos a la filosofía y la restituimos en sus funciones de exploración de la posibilidad de que la vida tenga sentido y de lucha contra el absurdo, o será éste el que rija nuestros destinos.

El cogollo de la filosofía lo constituye la metafísica, que, a costa incluso del revolucionario Guillermo de Ockham, o más bien complementando sus vertiginosos presupuestos y todo lo que de fructífero aportaron a la historia del Occidente, es la rama de la filosofía encargada de buscar acomodo al ente individual, particular, cambiante, fragmentario y finito en el marco del ser sustancial, estable, imperecedero. Necesitamos de algo que nos permita trascender nuestra voluble individualidad, que, sin embargo, era para Ockham (y es para la cultura occidental que siguió sus pasos) lo único constatable; necesitamos encontrar para nuestra vida particular, efímera, insustancial y extraviada un sentido que nos redima de tales insuficiencias, algo que nos permita ponernos en la estela de un destino que, cuando nuestro insignificante ser individual haya desaparecido, siga sirviendo de soporte esencial y dando sentido a lo que fuimos. Porque aunque sus formas de decirlo hayan quedado superadas, aquellos escolásticos anteriores a Ockham también (solo “también”) tenían razón cuando decían que lo que tiene existencia auténtica no son los individuos, sino lo que ellos llamaban “universales”, es decir, lo que sirve de referencia ideal y modélica a nuestro ser individual.

¿Y cómo llegaremos a encontrar eso que ha de dar sentido a nuestra vida si nos quitan la filosofía?

Artículo de Javier Martínez Gracia, publicado en su blog «No es tarde todavía».

La (in)justicia de la ley

Son tiempos convulsos. Periódicos y boletines de noticias alertan sin tregua sobre los peligros de la debacle financiera. Los ciudadanos, preocupados además por el creciente desempleo, se ven abocados a elaborar planes de ahorro cada vez más ajustados que conducen al descenso del gasto y a la prudencia excesiva. En este contexto –plagado de desahucios, subidas fiscales, corrupción insultante, y movilización social–, se acude al Estado para defender las libertades y derechos adquiridos en las últimas décadas. Sin embargo, los ciudadanos no siempre encuentran el respaldo esperado en las leyes, y denuncian que la Justicia, con mayúscula, ha pasado a estar de parte de los más poderosos; así hacen suyo uno de los pensamientos fundamentales que Aristóteles expuso en el Libro I de la Política: “Algunos convierten todas las facultades en crematísticas, como si ese fuera su fin, y fuera necesario que todo respondiera a ese fin”.

Ciudadanía es participación
También fue Aristóteles quien se refirió a la ciudadanía como aquella condición que daba la oportunidad de “participar en la función deliberativa o judicial”. Es decir, los individuos que componen una polis no reciben el título de ciudadano por habitar un mismo lugar, ni por estar sujetos a los mismos deberes o disfrutar de los mismos derechos, sino por participar en el poder. De esta forma, la “vida buena” y las acciones virtuosas –conceptos que tan en profundidad estudió el estagirita– no consisten en la conservación de una mera estructura o en el respeto formal a una serie de reglas, sino en la apuesta por un modo de vida enfrentado con los planes que los diferentes grupos sociales, por separado, intentan imponer a la ciudad como fin supremo. Y es que en aquella Grecia de Aristóteles también rastreamos ciertos abusos que tan familiares resultan: “A causa de las ventajas que se obtienen de los cargos públicos y del poder –aseguraba–, los hombres quieren mandar continuamente, como si el poder procurase siempre la salud a los gobernantes”.
Debido a este último peligro, es necesario que exista un órgano que juzgue sobre lo conveniente y justo entre unos y otros. Pero avisa Aristóteles, “la mayoría son malos jueces acerca de las cosas propias”, pues juzgan mal lo que se refiere a sí mismos. En cualquier caso, la ciudad no debe ser una comunidad destinada exclusivamente a impedir las injusticias entre individuos o para facilitar el intercambio económico –si bien son aspectos necesarios–, sino para “vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica”. En definitiva, una ciudad deja de serlo cuando pierde una misma creencia en lo que es bueno para todos, no solo para una parte de sus habitantes.

¿Moralizar desde el tribunal?
Una de las cuestiones más debatidas a lo largo de la historia del Derecho, la Filosofía y la Sociología, es la de si el Estado debe encargarse no solo de impartir justicia, sino también de infundir moralidad. Hace algunos siglos se consideraba que la mayor parte de los delitos tenían por causa los excesos de las pasiones, pero el paradigma cambia progresivamente y, en la actualidad, en las sociedades occidentales los crímenes se comenten sobre todo en nombre de la necesidad.
El Derecho, como se entiende hoy día, es un sistema normativo cuya función fundamental es la de organizar la sociedad de acuerdo con determinadas normas de convivencia. Por ello, los tribunales no deberían funcionar como púlpitos (al menos, no conscientemente), sino como dispensadores objetivos de justicia. Sin embargo, las normas jurídicas no son las únicas a las que nos vemos sometidos: también podemos distinguir las del trato social (a las que Kant englobó bajo el nombre de “pragmática”) y, más allá, la moral. En la Introducción a la Filosofía del Derecho de Gregorio Peces-Barba, se lee: “La distinción entre Derecho y Moral no debe dificultar el esfuerzo por constatar las conexiones entre ambas normatividades en la cultura moderna, ni la lucha por la incorporación de criterios razonables de moralidad en el Derecho, ni tampoco la crítica desde criterios de moralidad al Derecho válido”.
A pesar de que una buena teoría es importante, esta no siempre se traduce en una buena práctica. Así, podemos preguntarnos qué sucede cuando determinados formaciones no judiciales (plataformas sociales, sindicatos, asociaciones benéficas, etc.) denuncian la injusticia de alguna ley o su dudosa o incorrecta aplicación. Además, hay que tener en cuenta que el Derecho cuenta con una ventaja fáctica sobre el resto de las normas: tiene de su lado el poder de la coacción, aprobado, hay que recordarlo, por los ciudadanos.
Es interesante plantear que, para Kant, el Derecho queda cumplido de manera satisfactoria por la legalidad misma, solo con la obediencia externa a la norma, por mucho que en nuestro fuero interno estemos en desacuerdo. Por otro lado, damos con el orden moral, que sí exigiría una adhesión interna al propio deber, aunque para alguien como Elías Díaz, profesor y filósofo del Derecho, también en este “lo deseable es lograr esa adhesión interior a la norma, disminuyéndose así las posibilidades de incumplimiento”.

La justicia como necesidad

En su Invitación a la filosofía, el filósofo francés André Comte-Sponville se pregunta si es posible que alguien no considere (absolutamente convencido) que la justicia es preferible a la injusticia. Para este pensador, moral y política no se oponen, “pero que la moral no basta para lograr la justicia, es una evidencia que demuestra que moral y política tampoco pueden confundirse”. Así, la pregunta es: ¿cómo elaborar, a través de un ejercicio ciudadano y político prudente y responsable, un catálogo justo de leyes?
El propio Kant, en el apéndice a Sobre la paz perpetua, no duda en afirmar que la auténtica política no debería dar un paso sin haber rendido antes pleitesía a la moral, “y aunque la política es por sí misma un arte difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política con la moral”. Se muestra más tajante unas líneas después: “El derecho de los hombres debe mantenerse como cosa sagrada”, por muchos que fueran los sacrificios que tuviera que hacer el poder dominante para mantener tal sacralidad. En última instancia, la política debe obedecer al Derecho… siempre que este, como deseaba Kant, estuviera basado en la moralidad, y por tanto, en el deber.
Estas concepciones más o menos puristas chocan contra aquellas que parecen imponerse, o que nos imponen, en la actualidad. Desde partidos políticos y organismos europeos y mundiales se apela a la “solidaridad” de los ciudadanos para respetar leyes que perjudican notoriamente a las capas menos favorecidas de la sociedad. El poder económico, al que Aristóteles tantos reparos puso –en el Libro I de la Política– cuando se convierte en un puro afán de enriquecimiento material, parece haber tomado las riendas de los códigos legales. Los tribunales de justicia, proclamados independientes de cualquier facción política, financiera o social, se ven de este modo contaminados por la aplicación de leyes injustas, hasta el punto de que los propios jueces no pueden más que justificarse, paradójicamente, explicando que tan solo “aplican la ley”.

Derecho a desobedecer
Pero también encontramos voces críticas, como la del fallecido filósofo del Derecho Felipe González Vicén, quien no dudó en afirmar que “mientras que no hay un fundamento ético para obedecer al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia”. En una línea que se puede denominar kantiana radical, González Vicén aseguraba que no hay razón ética para seguir una ley que no es constitutivamente moral. En la misma senda, Luther King aseguraba que “quien infringe una ley porque su conciencia la considera injusta, y acepta voluntariamente una pena de prisión, a fin de que se levante la conciencia social contra esa injusticia, hace gala de un respeto superior por el derecho”.
Tal vez hubiera que comenzar por hacer un ejercicio socrático y preguntarse qué es una ley, qué es la justicia y qué la moral, y tras haber obtenido respuestas, reabrir el debate sobre la-justicia-de-la-ley. Un debate que, por su importancia, siempre ha de estar abierto y en que debe ocupar un papel predominante la filosofía, en su faceta de reflexión crítica sobre el presente.

Reportaje publicado en: www.filosofiahoy.es

Autor: Carlos J. González Serrano

Más dóciles y más cobardes

El filósofo italiano Giorgio Agamben, en su inquietante ensayo titulado ¿Qué es un dispositivo?, llega a la conclusión de que hoy tenemos “el cuerpo social más dócil y cobarde que se haya dado jamás en la historia de la humanidad”. Esa docilidad y esa cobardía que Agamben percibe esta relacionada con los teléfonos móviles y con las tabletas a las que vive conectado un habitante común del siglo XXI.

Pero estos aparatos electrónicos, que son el punto en el que termina el ensayo, no son más que la evolución de los dispositivos que han modelado el comportamiento y los destinos de la humanidad desde hace siglos. ¿Qué es un dispositivo? Agamben echa mano de las ideas de Michel Foucault, de Jean Hyppolite y de Hegel para establecer que el dispositivo es eso que tiene “la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”, y esto incluye no solo las instituciones como la escuela, las fábricas, la religión, la constitución y el manicomio. También son dispositivos “la pluma, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, los ordenadores, los teléfonos móviles y —por qué no— el lenguaje mismo, que quizás es el más antiguo de los dispositivos”. En suma, Agamben divide al mundo en dos grandes clases: los seres vivientes y los dispositivos, que forman una intricada red que, inevitablemente, nos condiciona, nos hace pensar, reaccionar y conducirnos de una manera determinada, aun cuando nosotros estemos muy convencidos de nuestra originalidad.

e542ffad66

Pero el filósofo italiano termina su ensayo precisamente en cuanto aparecen el smartphone y la tableta, que han venido a revolucionar, y a multiplicar de manera masiva, esos dispositivos que nos han acompañado desde el principio de los tiempos, pues ninguno de estos, ni las fábricas ni los manicomios ni el cigarrillo ni la agricultura, han sido tan invasivos, ni han gozado de tanta impunidad como las tabletas y los teléfonos móviles, que son también, a su vez, dispositivos, y que invaden absolutamente todas las esferas que conforman la vida cotidiana de un individuo. Además, invaden, a diferencia de aquellos dispositivos altamente invasivos como la religión, o las dictaduras, o el capitalismo rampante, de manera rigurosamente personal, más bien de forma personalizada, en un permanente y muy íntimo tête à tête con el usuario de la tableta o el teléfono. Y no hay que dejar de lado otra diferencia con los dispositivos invasivos, la de que el usuario tiene en alta estima a su aparato electrónico, lo lleva a todos lados, no puede vivir sin él, lo ama y le preocupa que su aparato envejezca y caiga en desuso, le preocupa no estar al día, le agobia que su dispositivo no sea ventana suficiente para mirar, y empaparse, de todos esos millones de dispositivos que son las páginas web, las redes sociales, las aplicaciones que sistematizan y propagan los millones y millones de dispositivos que están ahí palpitando, a un solo clic de distancia, listos para que el usuario voraz los consuma, los digiera y, a la postre, se deje conformar por estos. Antes de los teléfonos móviles, y de los ordenadores, el individuo gobernaba mejor su relación con los dispositivos, tenía espacio para reflexionar, la información se administraba con una velocidad de escala humana; hoy la escala es la velocidad de la luz y en ese batiburrillo de pronto el planeta entero, como sucedió hace unos días, debate si el vestido que llevaba una señora a una boda era blanco y dorado, o azul y negro. ¿La discusión sobre el color del vestido era importante?, seguramente no, pero era la que con más fuerza entraba por los aparatos electrónicos y esto nos da una idea de la nueva jerarquía que establece el siglo XXI.

Tiene razón Giorgio Agamben cuando dice que nunca en la historia de la humanidad la sociedad ha sido tan dócil y tan cobarde, quizá porque nunca habíamos consumido tantos dispositivos, estamos permanente distraídos, con la atención puesta en demasiadas cosas simultáneamente y eso nos hace vulnerables, hemos abierto demasiadas puertas y la atención que requiere atenderlas a todas nos va condenando poco a poco a la individualidad, nos va convirtiendo en individuos que se bastan a sí mismos, que pueden prescindir, cada vez con más confort, de la vida en comunidad.

Los teléfonos y las tabletas, además de sus múltiples virtudes, también han conseguido atomizar a la sociedad y quizá por esto, porque estamos cada vez más solos somos hoy más dóciles y más cobardes. Y en esa rotunda soledad a la que nos invita la tableta, estamos expuestos permanentemente al discurso oficial de este milenio, que es el de la preocupación de los Estados por la salud de sus ciudadanos, y la preocupación de las familias por la salud de sus individuos; vivimos bombardeados por millones de dispositivos que nos hacen ver, con una insistencia francamente sospechosa, lo perjudicial que puede ser fumar, beber alcohol, consumir grasas saturadas, no hacer ejercicio; una batería de dispositivos del miedo al envenenamiento corporal, a la decadencia física, al peligro, que atemorizan al individuo y que, seguramente, tiene que ver con eso de que somos el grupo humano más dócil y más cobarde que ha producido la humanidad.

Observemos, desde nuestra individualidad atómica, lo que ya ha pasado, en este siglo que apenas comienza, con el acto de sentarse a mirar la televisión, que en el siglo XX sustituyó al acto colectivo de sentarse alrededor del fuego; el televisor estaba en el salón y la casa gravitaba entorno a él, como también pasaba con el tocadiscos: la tele y la música eran dos grandes pretextos para convivir con el otro. Hoy este paisaje doméstico ha sido erradicado, se ha atomizado, cada individuo mira lo que quiere en su tableta, en su habitación y en solitario y, el aparato de televisión, que se parece cada vez más a un monitor de ordenador, o a una pantalla de cine, subsiste gracias a las películas y a los partidos de fútbol, los dos espectáculos que son capaces, todavía, de congregar a un grupo de personas que atiende a una sola propuesta. Desde luego que la tableta tiene enormes ventajas sobre la televisión, no está sujeta a un horario, se puede hacer una pausa o repetir una escena, se pueden ver producciones de todo el mundo y puede evitarse la publicidad; pero estas contundentes ventajas solo lo serán de verdad si somos conscientes de lo que esa misma tableta nos ha arrebatado.

La imagen que ilustra de verdad la atomización que producen estos aparatos electrónicos, es la del individuo que escucha música enchufado a unos cascos. La calle está llena de gente que lleva cascos, cada vez más ostentosos, y que con frecuencia van cantando la canción que solo ellos oyen; van atendiendo parcialmente los accidentes del camino y transmitiendo a los que se topan con ellos, el mensaje que pretendo atrapar desde que comenzaron estas líneas: aquí voy, en medio de la multitud, completamente solo.

Pensemos en lo que era escuchar música en el siglo XX, era el acto colectivo por excelencia, se ponía un disco que oían los demás y la obra musical generaba una conversación, un intercambio de ideas, una convivencia, cosa que todavía puede hacerse hoy pero que ya ha caído en desuso, porque lo de hoy es lo atómico, el individuo solo con sus cascos. Y como complemento de esta nueva tendencia, también la música se ha atomizado, ya nadie escucha un disco completo, la música se vende por canciones, a pedazos. Pensando desde la paranoia, parece que alguien se ha puesto a aplicar aquella máxima de divide y vencerás, o mejor: atomiza y tendrás una multitud de individuos solitarios, dóciles y cobardes.

Jordi Soler es escritor, y ha publicado este artículo en el diario El País el día 28-3-2015.

No hay progreso sin filosofía

A partir de una dicotomía más ficticia que real, se presenta la filosofía (y otras disciplinas propias de las humanidades y las ciencias sociales) en contraposición a disciplinas técnicas cuyo rendimiento (económico, social, tecnológico, etc.) se pretende inmediato. Con base en esa valoración, tiende a considerarse la filosofía como una disciplina prescindible. La decisión del Ministerio de Educación de considerarla asignatura optativa en la enseñanza secundaria y reducir el número de horas docentes obedece a este punto de partida. Lamentablemente, en este particular el caso español no difiere tanto del europeo, donde en la enseñanza secundaria se observa que la formación por competencias técnico-profesionales viene imponiéndose, firme, a la formación como seres humanos. Este artículo pretende negar la mayor defendiendo que los estudios en Filosofía otorgan unas competencias tan básicas como las matemáticas, la física o la biología, entre otras.

Para ilustrar en qué consiste la profesión de filósofo, podríamos empezar por una anécdota de la irreverente serie norteamericana South Park. En uno de sus brillantes capítulos, la serie muestra a James Cameron (director de Titanic y Avatar, entre otras, y famoso por su espíritu aventurero), descender en un batiscafo a las profundidades abisales con el objetivo de “elevar la barra de lo aceptable” en EEUU. A raíz de unos episodios televisivos de dudoso gusto que bien podríamos equiparar a los Gran Hermano, Mujeres y Hombres…, etc. de estos lares, los protagonistas del cartoon deciden que la barra ha descendido en exceso y se fijan el objetivo de volver a elevarla. Volviendo a la filosofía, podría afirmarse que el objetivo de esta disciplina se asemejaría a la de la pintoresca cuadrilla animada de Cartman y compañía: la filosofía se encarga de detectar, revisar críticamente y proponer trasfondos alternativos que posibiliten una comprensión del mundo que permita el progreso. Es decir, elevar la barra. En ese sentido, podría afirmarse que el objeto de la filosofía es transversal: pocas disciplinas del saber – teóricas y prácticas – son independientes de valores, conceptos e ideologías que condicionen su desarrollo.

En la época de la especialización esto resulta problemático, pero la historia nos sirve para observar que (1) no siempre fue así y (2) el trasfondo filosófico ha condicionado la mayoría de transformaciones que hoy pretenden considerarse autónomas. Respecto a lo primero, es innegable que las matemáticas (desde Tales y Pitágoras hasta Descartes o Hume), la física-química (desde Demócrito y Galileo hasta Newton y Hawking), la biología (desde Heráclito y Aristóteles hasta Darwin y Dawkins), la arquitectura (desde Vitrubio y Miguel Ángel hasta Le Corbusier o Koolhaas), la economía (desde Aristóteles y John Stuart Mill hasta Marx o Amartya Sen) o la política-derecho (desde Platón y Maquiavelo hasta Dworkin y Sunstein), por citar unos pocos ejemplos, han visto su desarrollo marcado por reflexiones filosóficas. Desde que los humanos comenzaran a hacer uso de razón, la reflexión filosófica ha permitido cuestionarse la realidad con rigor analítico para que los especialistas abrieran nuevas vías de progreso en sus disciplinas. El descubrimiento del teorema de Euclides, la composición atómica de la materia o la propia idea de universo tal y como lo concebimos, el libre mercado y la igualdad entre hombres y mujeres o la obligación de preservar el medioambiente para las futuras generaciones son progresos que no hubieran sido posibles sin una reflexión previa en torno a conceptos, valores e ideales. Es innegable que cuanto más se ha avanzado en el conocimiento técnico, más separación personal ha habido entre quienes reflexionan sobre el fondo de esas materias y quienes desarrollan propuestas específicas en base a esos fundamentos. Con todo, tal y como muestran algunos de los contemporáneos citados, continúa habiendo expertos que reflexionan sobre las cuestiones de fondo, es decir, que ejercen en cierto sentido de filósofos.

Ahora bien, dando paso a la segunda pregunta, ¿quién ha de estudiar filosofía? O, mejor dicho, ¿por qué ha de ser una materia obligatoria en la enseñanza secundaria? Si asumimos que la filosofía es la disciplina que se dedica a cuestionar con rigor analítico y visión crítica los fundamentos de nuestros saberes y prácticas, entendemos que todos los ciudadanos deben tener una mínima formación en ese sentido. Desde una óptica neoliberal se considera que el progreso tecno-científico propiciado por el capitalismo ha llevado al fin de las ideologías y a una progresión lineal de los saberes. Es decir, ya no hay nada que cuestionar porque no hay alternativas más allá de la funcionalidad científica y la competencia técnica. Este planteamiento fue perfectamente ilustrado por Francis Fukuyama en El Fin de la Historia y el Último Hombre, donde situaba en la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética ese abandono del conflicto, del pluralismo. La historia, tan testaruda, se ha encargado de mostrar que aquello no era más que una quimera: las guerras, crisis económicas, desigualdades globales, cambio climático, diversas formas de intolerancia e integrismo, etc. persisten y ha quedado claro que no son resultado de dinámicas autónomas, neutras e ineludibles. Todas esas circunstancias, así como las positivas, no suceden cual fenómenos naturales. Que la juventud adquiera las herramientas mínimas para poder abordar los motivos de fondo de esa realidad cambiante con sentido crítico y rigor analítico resulta indispensable para garantizar su autonomía y evitar el progreso decadente. Asimismo, del mismo modo que los estudios en matemáticas, física o química son considerados necesarios para que parte de la juventud decida dedicarse a esas disciplinas, la formación básica en filosofía resulta un requisito indispensable para que haya estudiantes que la escojan como profesión futura. Nadie opta por una carrera académica y profesional que desconoce. En primaria nos enseñan a leer, escribir y tener mínimas nociones de cultura. En secundaria adquirimos competencias que nos formen como personas-profesionales. En el caso de la filosofía cuenta además con el valor añadido de fomentar y abastecer de unas habilidades que tienen perfecta aplicación en otras disciplinas. Nadie aceptaría que un físico no supiera nada de matemáticas, un economista de estadística o un químico de biología. Entendemos que una formación completa debería partir de que tampoco podrán ejercerse debidamente sin tener ninguna noción de filosofía. O, al menos, sin haberla conocido para poder descartarla.

Finalmente, respecto al objetivo, es evidente que la propia filosofía, en ese tránsito a la especialización, ha abandonado demasiado a menudo su función. La oscuridad y la endogamia han reinado durante décadas el desarrollo de la disciplina, y todavía hay sectores en los que sigue habiendo una cerrazón impropia de la profesión. Podría afirmarse que en algunos casos ha perdido el sentido de responsabilidad que debería estar en su mismo fundamento. Sin embargo, más allá de derivas inadecuadas – que, por otra parte, se han dado en todas las disciplinas de saber: economía, por citar una al azar – ha llegado el momento de reivindicar su valor en la actualidad. No obstante, un economista que no reflexiona sobre la justicia y la equidad, un biólogo que no cuestiona la existencia de la materia y el ser de las cosas, un médico que no tiene en consideración los límites de la autonomía del paciente o la ética en la investigación, un arquitecto que no contempla el impacto socio-político de su obra, un matemático que ignora los fundamentos de la lógica, un jurista que no cuestiona la universalidad de los derechos humanos o un político que asume como un a priori su concepción particular de la identidad nacional podrán conseguir un desarrollo técnico continuista en su disciplina o campo de trabajo. Sin embargo difícilmente conseguirán generar transformaciones y cambios de paradigma que permitan progresar en el bienestar de los ciudadanos. En un mundo sujeto a cambios tan vertiginosos resulta más necesaria que nunca la reflexión sosegada que permita interpretar esas transformaciones. Al mismo tiempo, una ciudadanía acrítica e irreflexiva, que no sea consciente de que todos esos saberes que tanto marcan nuestras vidas están sujetos a condicionantes que no son absolutos, jamás podrá exigir que esos saberes eleven el listón que posibilita el progreso. Ello exige que todos seamos un poco filósofos, así como que haya profesionales que, en contacto directo con cada una de esas disciplinas – salvo que se filosofe sobre la propia filosofía -, se dediquen exclusivamente al análisis crítico, la reflexión independiente y la deliberación. En unas sociedades ancladas en la inmediatez material, puede parecer irrelevante e incluso un lujo prescindible. Pero si observamos nuestro pasado para saber de dónde venimos y el entorno que tomemos como referente para saber a dónde queremos ir, veremos que no hay progreso sin filosofía. Es nuestra obligación como sociedad exigir su práctica actual y garantizar el derecho a ejercerlo a los ciudadanos que están por venir. Por mucho que les pese a algunos, se lo debemos a las futuras generaciones.

Artículo escogido de: www.noticiasdegipuzkoa.com

Por Ander Errasti López

Tiempo de arte y filosofía

Quizá sea que nos hemos acostumbrado a ver la vida con banda sonora, como en las películas, por lo que ahora la realidad tal cual nos resulta sosa. Quizá sea también que el ritmo nos lo pongan desde fuera y nosotros sólo nos adaptemos a la música que va sonando.

Quizá sea que ya soy de otro siglo, que nací tarde o que de vez en cuando padezco algún ataque de melancolía. Pero a veces este ritmo me desborda, freno mientras veo cómo los sucesos me adelantan y tengo morriña de un pasar más pausado, de volverme a sentar para escuchar música en lugar de moverme a la marcha que va sonando.

Quizá sea verdad que la economía marca el ritmo. Los productos se “reproducen” más rápido, se desfasan antes y cada vez transcurre menos tiempo para que sean viejos. Cada vez la satisfacción dura menos y la insatisfacción es más fuerte y profunda, la información –o mejor los datos- se multiplican exponencialmente y la total dedicación de mis capacidades no son suficientes para procesarlos.

Es tiempo de más en menos, de grandes desmanes concentrados en momentos. De “ya”, de “hoy”, de “todo”. Si me lo prometes para la semana que viene no lo quiero.

Quizá sea por eso que ya es preocupante el número de jóvenes que recurre a la prostitución porque ya no compensa el tiempo invertido en el galanteo. La comida rápida, los viajes relámpago, todo en uno, sólo los titulares.

La comunicación hay que limitarla a ciento cuarenta caracteres, las páginas web no deben ocupar más de pantalla y media, y prácticamente nadie pasa de la segunda pantalla que ofrece el buscador. Los mensajes, la política, la publicidad, las relaciones humanas hay que condensarlas en un lema, una frase, un logo, un emoticón.

En este contexto nunca hay tiempo. Lanzados en caída libre a la máxima velocidad posible para conseguirlo todo. Siempre deseando mas que disfrutando y siempre contando lo que no tenemos.

Aquí el arte distrae, la filosofía molesta. Esto no sirve, por tanto al estado no le interesa.

La ingeniería aniquila a la poesía, la matemática aplicada suprime la comprensión del mundo, el ritmo de la robótica calla la música, el ordenador pretende sustituir a la creatividad.

Exactitud, precisión y rigor pretenden encerrar la indefinición, las vaguedades y las perspectivas consustanciales a estar vivo.

Somos algo más que peso, altura, latitud y longitud. Más que poder adquisitivo, franja de edad y esperanza de vida. Podrán decirnos con datos estrictamente rigurosos y técnicamente precisos en dónde estoy, mis hábitos de consumo o mi porcentaje de grasa corporal; pero esa información no me acercará un ápice a algo que dé sentido a mi vida o a ese tipo de comprensión del mundo que yo necesito.

Pretenden marcarme el ritmo, etiquetarme, convertirme en uno más uniformado con el resto. Pero tengo derechos. Derecho a ser diferente, a definirme, a elegir. Derecho a cambiar de opinión, a equivocarme, a que no me guste. A decir que me voy porque estoy triste o a “hacer una locura” para sentirme bien. Tengo derecho a inventar y a pensar. A divertirme de otra manera y a ser “políticamente incorrecto”. Tengo derecho a que me de igual no estar en el porcentaje adecuado e incluso derecho a ser considerado raro.

Quizá sea porque el arte es libre, porque ve el mundo desde otra perspectiva, porque escapa al control de las ideologías. Quizá sea que el pensamiento, la actitud crítica o la observación atenta, acaban poniendo sobre la mesa nuestro perfil malo, el que no queremos ver, el que queremos ocultar. Quizá sea que sirven para tanto, que a los que sólo ven encima de sus narices les parezca que no sirven para nada.

Quizá sea por eso que no es tiempo, ni del arte ni de la filosofía.

Artículo de José M. Marco Ojer en www.infolibre.es

Un genio vagabundo amante de la lógica, el padre incomprendido de la cibernética

Walter Pitts, un genio atormentado, huyó de su hogar cuando era adolescente para cumplir su sueño: aprender lógica. En los años 40, el neurocientífico Warren McCulloch, al que Turing consideraba un charlatán, le acogió en su casa y juntos desarrollaron la primera teoría matemática del cerebro. La historia de estos dos científicos revolucionarios no tuvo un final feliz y su investigación siempre se asoció con la inteligencia artificial pese a que sus ideas iban mucho más allá.

«¿Tú qué quieres hacer en la vida?», pregunta el maestro. «Yo quiero saber lo que es un número que una persona puede conocer, y saber lo que es una persona, un cerebro, que puede conocer un número. Saber la relación entre el conocimiento abstracto y la persona y el cerebro«, responde el alumno. Esta fue la conversación que mantuvieron Warren McCulloch y su profesor de filosofía en una clase de bachillerato a principios del siglo XX. El maestro le advirtió que estaría ocupado toda su vida. Y así fue.

El joven de Nueva Jersey estudió teología, matemáticas, medicina y psiquiatría para alcanzar ese propósito. Roberto Moreno, catedrático emérito de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, discípulo e íntimo amigo de McCulloch durante su estancia como investigador en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) en los años 60, desvela estas anécdotas a HojaDeRouter.com. «Warren quería desarrollar un modelo de funcionamiento del cerebro», explica este investigador.

Casi con la misma edad que aquel Warren que sorprendió a un maestro con su ingenio, aunque unos cuantos años después, Walter Pitts huía de su hogar en Detroit. Su padre no aceptaba que su hijo adolescente tuviera el firme propósito de dedicar su vida al estudio de la lógica. No comprendía que era un genio autodidacta. Pitts nunca estudió el bachiller ni ninguna carrera, pero aprendió lógica y matemática por su cuenta, además de varios idiomas, incluyendo el griego y el latín.

Con tan solo 12 años, Pitts ya se había ventilado ‘Principia Mathematica’ de Bertrand Russell en solo tres días e incluso llegó a escribir una carta al filósofo y matemático detallándole algunos errores de su obra. Russell le contestó con una invitación para estudiar en Inglaterra.

Precisamente en una clase de este autor, ya en la Universidad de Chicago, Pitts conocería posteriormente al que sería profesor de ingeniería eléctrica y biomédica en el MIT, Jerome Lettvin, según el ya fallecido  Lettvin desveló hace algunos años. En poco tiempo se hicieron inseparables. «Lettvin era un buen estudiante de medicina, aunque un poco bohemio, y le cogió simpatía a aquel chiflado al que le gustaba la lógica matemática«, nos cuenta Moreno.

DOS VAGABUNDOS DE BIBLIOTECA Y UN PSIQUIATRA QUE QUERÍA ENTENDER EL CEREBRO

Ambos eran vagabundos de biblioteca hasta que conocieron a Warren McCulloch. En 1942, Warren invitó a aquellos pobres diablos a vivir con su familia. Este genio de larga barba, penetrantes ojos grises e inmensa capacidad creativa encontraría en un jovencísimo Walter Pitts el mejor complemento para su propósito de realizar una teoría del cerebro.

Por aquel entonces, Alan Turing ya había descrito su máquina automática, la famosa máquina de Turing, un diseño abstracto de una computadora con una memoria infinita. «Turing se reunió con McCulloch en una ocasión y pensó que era un charlatán, pero creo que simplemente estaba subestimando a McCulloch», señaló en cierta ocasión Jack Cowan, profesor de matemáticas y neurología, que trabajó como investigador en el MIT con el psiquiatra. « Alan Turing pecaba de extremos: era demasiado riguroso, no tenía imaginación, y Warren tenía mucha imaginación», añade Moreno.

La imaginación de McCulloch y sus conocimientos de fisiología, medicina y psiquiatría se fundieron con la cultura lógico-matemática de Pitts. Juntos desarrollaron la primera explicación lógico-matemática del cerebro de la historia, un modelo neuronal formal para explicar su funcionamiento que recogieron en ‘Un cálculo lógico de las ideas inmanentes en la actividad nerviosa ‘. Este artículo, publicado en 1943, está considerado uno de los estudios fundadores de la inteligencia artificial, aunque este concepto no se desarrollaría hasta años después.

Moreno defiende que la inteligencia artificial solo se ha aprovechado de las ideas de estos dos pioneros, que no buscaban una teoría de la inteligencia artificial sino del cerebro. «Yo creo que la gente los utiliza de disculpa. La inteligencia artificial son artefactos ‘ad hoc’, sistemas basados en el desarrollo tecnológico para resolver problemas concretos que se parecen a los intelectuales, pero no era lo que ellos pretendían «, señala este investigador, que cree que pocos científicos han entendido el sentido del artículo general.

«Ellos crearon un modelo teórico de cómo funciona el cerebro, el primero modelo, erróneo pero el primero», detalla Moreno. «Es una primera teoría formal de cómo unidades básicas, sencillas, conectadas, pueden computar por lo menos lo que por entonces era la máquina de computación más compleja, la máquina de Turing». McCulloch y Pitts no querían simplemente conocer cómo funcionaba una máquina; deseaban descubrir cómo trabaja un sistema mucho más potente: nuestro cerebro.

EL GRUPO DE GENIOS DE LA CIBERNÉTICA QUE SE SEPARÓ POR UN LÍO DE FALDAS

En 1943, Pitts conoció al que después consideró su verdadero padre: Norbert Wiener, precursor también de la cibernética y defensor de que los seres biológicos pueden ser en gran parte expresados de forma matemática. Lettvin le dijo a Wiener que había descubierto a alguien extraordinario que debía conocer. Efectivamente, quedó fascinado por Walter.  

«Él era en cierto sentido el genio del grupo. Era absolutamente incomparable en química, física o todo lo que pudieras hablar sobre historia, botánica, etc. Cuando tú le preguntabas una cuestión, te contestaba con todo un libro de texto. Te sentabas y le escuchabas durante dos o tres horas porque él seguía y seguía. Para él, el mundo estaba conectado de un modo complejo y maravilloso», escribió después Lettvin sobre su colega Pitts.

Norbert Wiener consiguió que Pitts y McCulloch trabajaran juntos en el Laboratorio de Investigación Electrónica del MIT, en 1952, junto con Jerome Lettvin o Humberto Maturana. En 1959, los cuatro publicaron ‘Lo que el ojo de la rana dice al cerebro de la rana’,  descubriendo que el ojo proporciona al cerebro información que es en cierta forma organizada e interpretada.

Para entonces, este grupo de investigadores revolucionarios ya se había fracturado, una situación que enloquecería a Walter Pitts . Estos genios no discutieron por sus teorías ni por sus visiones, sino por un lío de faldas.

McCulloch era un hombre muy atractivo («se las llevaba a todas de calle», nos cuenta Roberto Moreno) y liberal (el investigador canario recuerda cómo todos se bañaban desnudos en su rancho en Connecticut), mientras que la familia de Wiener era muy puritana. «Norbert era un genio pero también era un calzonazos, y tenía un terrible miedo a su mujer«. La estricta esposa de Wiener obligó a su familia a separarse de todo el grupo después de que su hija asegurara que McCulloch le había seducido. Pitts jamás lo superó.

EL SUICIDIO COGNITIVO DE WALTER PITTS

Este genio de la lógica matemática quemó todos sus manuscritos, incluyendo su trabajo sobre redes tridimensionales, una investigación única, y se aisló por completo. «Verle destrozándose a sí mismo fue una experiencia terrible para todos lo que le conocíamos bien», detalló Lettvin.

Moreno se incorporó a la plantilla del Laboratory of Electronics y al Charles Stark Draper Laboratory del MIT en 1965. Nunca conoció a Pitts, aunque era supuestamente su compañero de laboratorio. Pese a la afinidad que le unía con el  chileno Humberto Maturana, este biólogo nunca le habló de él. «Lo que me dijeron fue que se había suicidado, pero no era verdad que se hubiera muerto, solo se había suicidado socialmente, cognitivamente».

Pitts se dio a la bebida y dedicó sus últimos años a la lectura. Moreno nos cuenta que Lettvin le dejó un manuscrito inédito, en el que afirmaba que Walter Pitts vivía entonces «como el que se va a morir mañana, leyendo por leer». Falleció en 1969 sin que su cariñoso amigo Lettvin se enterara. Ese mismo año murió también Warren McCulloch, su gran aliado.

El enigmático y fascinante científico McCulloch se convirtió en el primer presidente de la Asociación Americana de Cibernética, fundada en 1964. «Estuve con Warren hasta una fecha muy próxima a su muerte y siguió persiguiendo sus ideas. Buscaba otra lógica. Nos puso a algunos de sus pupilos a pensar en ello, pero no se ha podido llegar muy lejos por ahora», explica Moreno.

McCulloch nunca logró su propósito ni tampoco ningún otro científico posterior. «Ahora solo se presta atención a resolver problemas puntuales, parroquiales y concretos que se pueden vender«, explica este científico canario que, después de su labor en el MIT, regresó a España y fundó un grupo de investigación en redes neuronales en la Universidad de Zaragoza y el Instituto Universitario de Ciencias y Tecnologías Cibernéticas en La Universidad de Las Palmas, el primero de nuestro país.

En 1995, Moreno reunió en una conferencia en Las Palmas a todos los supervivientes de la época gloriosa de la cibernética, desde Heinz von Foerster a Jerome Lettvin. Este investigador rememora aquella reunión con nostalgia, ya que, en su opinión, los filósofos y científicos con base sólida han tendido a desaparecer. Ahora los científicos no tienen tiempo para filosofías, solo para buscar financiación.

«El gran efecto que tuvo el trabajo pionero de Pitts, McCulloch o Wiener fue poner a la gente a pensar en teorías que explicaran cómo funcionan los seres vivos, y marginalmente, en la “mecanización de los procesos mentales», nos cuenta Moreno. «Sus teorías tuvieron un éxito pequeño, relativo, pero dispararon un montón de actividad, dispararon la curiosidad de investigar fenómenos cognitivos y mecanizarlos por procedimientos computacionales», concluye este científico, que ha realizado 130 trabajos de investigación sobre neurocibernética, teoría retinal y visión natural y artificial.

En la actualidad, queremos saber qué hace nuestro cerebro solo para lograr que la tecnología continúe su camino y mecanice nuestros pasos. Estos pensadores, sin embargo, perseguían una cuestión mucho más importante y más profunda: descubrir cómo está unida nuestra mente a la materia, al cerebro, y poder expresarlo de manera científica. Un interrogante que, hoy en día, sigue sin tener solución.

Artículo de Cristina Sánchez en eldiario.es

La trivialidad del absoluto

Cuando José María Ridao empezó a escribir en este periódico (EL PAÍS) con regularidad, en torno a 2001, había comenzado ya a publicar algunos libros, y cuando dejó de escribir en él, hace ahora algo más de dos años, siguió publicándolos con la misma cadencia pacífica pero indócil. Su valiosa obra quizá ha quedado eclipsada o desatendida por el periodismo y el análisis político, y sin embargo encarna una de las trayectorias más beligerantes y jugosas: no ha callado su inquietud ante la fabulación interesada sobre el retorno al pasado, dispuesto a desmentirla sin apaños, como hizo al menos en Contra la historia (de 2000, revisado en 2009), pero ha sido también narrador genuino a partir de su biografía como diplomático en diversos destinos, entre ellos Angola, la Unesco o, como ahora, París, por ejemplo en El pasajero de Montauban.

Ha sido sobre todo original intérprete de algunos de los avatares contemporáneos de un humanismo a menudo de estirpe erasmian y heredero del mejor legado de la razón ilustrada, desde La paz sin excusa y Weimar entre nosotros, ambos en 2004, hasta La estrategia del malestar (2014). De ahí que algunos de sus mejores libros no tengan atadura a razón política alguna, como su Elogio de la imperfección (2006) —que era una reflexión sobre las poéticas de la modernidad antes de la modernidad— o incluso los retratos poderosos de Radicales libres (2011) o el que dirimió el diferente papel que Ortega y Azaña escogieron para discutir la estructura del Estado a partir del Estatuto catalán en 1932, Dos visiones de España. Quizá su inequívoca y justificada proximidad a Manuel Azaña explica adicionalmente la tirria justificadísima por el Ortega de España invertebrada, tal como la ha expuesto en varios lugares y en algún artículo en este periódico definitivamente contundente. Para quien haya seguido sus libros, por tanto, este último contiene un giro filosófico que escapa a la ruta histórica y hasta geográfica y viajera que había escogido en los anteriores. Y aun más, este se emplaza fuera de la tensión de la actualidad y la política. José María Ridao ha elegido el ensimismamiento reflexivo que lo acerca, paradójicamente, a la intención de sus novelas y lo aleja de sus mejores ensayos de crítica cultural e histórica porque en el fondo articula y condensa el sustrato del que nacen unos y otros. ¿Sorpresa o perplejidad? En absoluto: madurez y plenitud ensayística de alguien que ofrece hoy, con una muy intencionada rotulación, una defensa luminosa de la filosofía accidental, el subsuelo filosófico y moral que explica un modo de abordar no sólo la crítica de la cultura y su condena irrefutable del relato oficial, católico, nacional-católico y neocatólico del pasado español, sino la defensa abierta de los fundamentos conceptuales y morales que explican su mejor razón secreta: una impecable inteligencia laica, analítica, competente y, ay, paradójicamente orteguiana.

Pero no orteguiana por la vía de la interpretación de la historia española, sino por la vía propiamente filosófica del escritor, aquella que cuaja en La idea de Leibniz, hacia 1947, y aquella que asoma sin desarrollar desde 1914 y sus Meditaciones del Quijote. Para sorpresa incluso mía, no sé si del propio José María Ridao, en Ortega laten algunas de las virtudes mayores que iluminan este ensayo de filosofía contra lo Absoluto, contra la nostalgia de lo Absoluto y, aun mejor, contra la tentación consoladora y falseadora de aspirar o fabular Absoluto alguno. Y lo hace Ridao en dos fases complementarias: una conceptual y teórica, y otra histórica, de discusión con otros, y entre ellos están Sócrates o Rousseau, pero también Marx o Freud, que es el último, aunque ese papel muy bien hubiese podido hacerlo la madurez filosófica de Ortega.

Mi mayor reparo al libro, por tanto, es una nimiedad y está en lugar tan tonto como el subtítulo. Este volumen no reúne diversos “ensayos sobre el hombre y el Absoluto”, sino que despliega un solo “Ensayo”. Su tema es la condición ilustrada, empírica y racionalista del hombre, alérgico a la mentira o el delirio de un Absoluto que absuelve de la responsabilidad viscosa y frágil de entenderse como sujeto humano: “Las coartadas que proporciona el Absoluto son siempre inseguras y provisionales”, y, precisamente porque lo son, “no justifican actos irreparables, actos a los que el hombre se encadena comprometiendo su libertad”.

Filosofía accidental. Ensayos sobre el hombre y el Absoluto. José María Ridao. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2015. 268 páginas.

Noticia tomada del diario: www.elpais.com (Cultura)

Fecha: 23 de marzo, 2015

Luis Camacho Naranjo, filósofo y divulgador de la ciencia (Premios Áncora)

Se otorga el Premio Áncora en Ensayo a Luis Ángel Camacho Naranjo por su libro La ciencia en su historia (2014, Editorial UNED). El autor es profesor ad honorem en el Programa de Posgrado en Filosofía de la Universidad de Costa Rica, y es presidente de la Asociación Costarricense de Filosofía y cofundador de la International Development Ethics Association.

Esta obra responde a una larga trayectoria que tiene el autor en los estudios sobre filosofía e historia de la ciencia.

Su perspectiva filosófica es analítica, y esto marca un estilo de escritura y de argumentación vinculado con los aspectos históricos del desarrollo de la ciencia.

El libro confirma que la reflexión sobre la ciencia se vuelve un elemento indispensable de estudio del pensamiento humanista, y se centra en un tema de sumo interés para nuestra época de crisis ambiental.

La ciencia en su historia presenta una línea argumentativa que explica cómo se produce el cambio científico. Este análisis se hace a partir de exponer problemas y aportar las soluciones históricas. Asimismo, se explicita cómo es el quehacer científico. También se confrontan maneras de hacer ciencia (o no ciencia) a partir del cotejo de casos de dos científicos cuyas teorías estuvieron enfrentadas.

El texto está muy bien escrito, es accesible a todo el público y aporta amenidad pues atrae la atención con anécdotas en las soluciones de los problemas científicos. Luis Camacho también expone un dilatado dominio de la bibliografía sobre historia y la filosofía de la ciencia.

El título del libro no anuncia un texto puramente histórico: La ciencia en su historia más bien es una revisión de cómo se produce el cambio científico.

Los elementos pedagógicos del libro son un ejemplo de la relación que hay entre la profundidad de la reflexión filosófica y el acceso a una gran población no especializada en filosofía ni en temas científicos en nuestro país.

Luis Camacho Naranjo es doctor en Filosofía por la Catholic University of America (Washington) y es autor de otros libros, como Ensayo sobre la mediocridad, Introducción a la lógica, Ciencia y tecnología en el subdesarrollo y Tecnología para el desarrollo humano.

Autor del fallo: Álvaro Carvajal Villaplana.

Noticia tomada del diario: www.nacion.com

Fecha: 22 de marzo, 2015