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ANTONIO MUÑOZ MOLINA

La hermandad del sentido común

Escritores como Raffaele La Capria animan a mirar con ojos propios, no con los anteojos prestados de las ideas de otros

El escritor italiano Raffaele La Capria, en 1980.
El escritor italiano Raffaele La Capria, en 1980. MARCELLO MENCARINI (LEEMAGE)

 

Casi hasta ayer mismo no sabía nada de Raffaele La Capria y hoy lo leo como si escuchara una voz familiar y reconociera en ella la cordialidad de un amigo. La Capria, que cumplirá pronto 100 años, ha escrito novelas, autobiografías, ensayos, incluso guiones de algunas películas italianas memorables de Francesco Rosi, pero yo solo conozco de él un libro breve y luminoso, La mosca en la botella. Elogio del sentido común, traducido y anotado cuidadosamente por Salvador Cobo. Empecé a leerlo hace solo unos días, y como tiene poco más de 100 páginas y está escrito como a rachas, en fragmentos, en anotaciones sucesivas de diario, me gusta unas veces abrirlo al azar y otras volver al principio y seguir leyendo en un orden que nunca es rígido ni lineal, ni mucho menos argumentativo. En algún momento La Capria cita el último libro de Rousseau, Divagaciones del paseante solitario. Hay mucho de esa libertad reflexiva en cada una de estas páginas, una elección de estilo que se corresponde con una actitud moral, la de dejar que las cosas, las ideas, vayan sucediendo a su aire en lugar de imponerles una dirección autoritaria, y también la de observar la realidad con una especie de cortesía, de cautela, procurando apreciarla con la mayor claridad posible, sin imponerle los moldes del prejuicio ni someterla a la niebla de las abstracciones intelectuales, de las temibles generalizaciones de la filosofía o de la ideología, o de esos saberes o pseudosaberes académicos que consisten sobre todo en el manejo de una jerga impenetrable.

Leo a La Capria con la alegría y la gratitud del descubrimiento. Cada nueva admiración ensancha el espíritu. Lo leo y, aunque él no los citara, reconozco muy pronto la huella de otros escritores que pertenecen a la hermandad antigua y dispersa del sentido común: Montaigne, Stendhal, Chéjov, Orwell. Lo que distingue a cada uno de ellos es la obstinada decisión de no dejarse arrastrar por ningún delirio; de enfrentarse, en palabras de Orwell, a la tarea tan difícil de mirar aquello que está delante de los ojos: “No las grandes verdades cuyos secretos solo se revelan a unos pocos”, dice La Capria, “sino las múltiples, pequeñas y obvias verdades que tienen lugar ante nuestra mirada, a la vista de todos, y que en cambio se pretenden negar”. El sentido común sería un ángel de la guarda que debe acompañarnos siempre y advertirnos de los espejismos cada vez más perfeccionados que nos impiden ver las cosas como son, las coacciones exteriores y muchas veces íntimas que nos empujan a aceptar lo inaceptable y a no saber distinguir entre la palabrería y la sabiduría. La Capria escribe en la Italia de los años noventa, cuando todavía eran recientes las tremendas borrascas ideológicas y las secuelas del 68, con toda la fantasía palabrera y sanguinaria de las Brigadas Rojas, con toda la impostura intelectual que venía de París, y que envolvía cualquier experiencia, pública o privada, cualquier sensación, cualquier proyecto político, cualquier libro o película o pieza de arte en un guiso verbal de marxismo, estructuralismo, psicoanálisis, nihilismo, etcétera. Escribe La Capria: “La conceptualización convencional de todo lo cognoscible y hasta de la vida misma en fórmulas, preceptos y simplificaciones (a veces atroces) camina de la mano del autoritarismo. Es siempre una élite dominante culturalmente la que promulga fórmulas, preceptos y simplificaciones donde se compendia todo aquello que se debe pensar y hacer para ser normales, o para ser transgresivos dentro de la normalidad”.

El sentido común no es la aceptación aburrida de lo que se da por supuesto, sino la interrogación atenta y con frecuencia irónica de muchas cosas que parecen evidentes y resultan no ser más que embustes aceptados

El ángel de la guarda del sentido común lo anima a uno a mirar a las personas y las cosas con sus propios ojos, no con los anteojos prestados de las ideas o los conceptos de otros, de los que mandan, de los que gritan más, de los que dictan la moda; y también a esforzarse a decir lo que tiene que decir con sus propias palabras, no con los términos infecciosos que de pronto repite todo el mundo. El ejercicio del sentido común es una tarea solitaria y una rebeldía privada, pero en vez de aislarlo a uno en la extravagancia del malditismo o de la soberbia resulta que lo acerca a la comunidad extensa de los otros, los que no sienten la necesidad de fingir sus gustos ni impostar sus opiniones: “Referirse al sentido común significa esforzarse por restablecer el equilibrio entre las cosas y los sentidos que las perciben, con el fin de no sentirse separado de ella, separado de esa sensibilidad que básicamente nos pertenece a todos, y que, si bien está distribuida en dosis distintas, todos compartimos”.

El pseudoexperto que vigila con celo el campo mínimo de su especialidad nos asegura que solo él dispone de los elementos de juicio necesarios para apreciar una obra de arte, un libro, una situación política. El ideólogo quiere imponer no solo los mandamientos de su dogma macizo, sino también las palabras con las que han de nombrarse las cosas. El dirigente o el charlista político busca marearnos y abrumarnos con su palabrería, y está dispuesto a afirmar bajo juramento que lo blanco es negro, que la corrupción es honradez, que la opresión es libertad. La Capria habla de Italia en los noventa, pero lo que dice suena como si estuviera escrito para nosotros y ahora mismo: “La impecable, irreductible, diabólica presunción conceptual de tantísimos intelectuales italianos custodia la mentira política e ideológica con más solvencia que la caja fuerte de un banco”.

El sentido común nos hace escépticos, pero no cínicos, porque si nos enseña los límites inevitables de la inteligencia y de las capacidades humanas también nos hace conscientes de la diferencia entre la verdad y la mentira y de la valiosa singularidad de cada persona y de cada experiencia concreta. El sentido común no es la aceptación aburrida de lo que se da por supuesto, sino la interrogación atenta y con frecuencia irónica de muchas cosas que parecen evidentes y resultan no ser más que embustes aceptados. Como nos enseña a no saberlo todo de antemano, el sentido común nos sume con frecuencia en la incertidumbre, y también en el asombro. Nos hace templados y nos radicaliza. Nos puede volver pragmáticos y a la vez subversivos. Nos hace sensibles y respetuosos hacia las diferencias y sin embargo nos anima a ponernos de acuerdo en cosas esenciales, en mejoras concretas para la mayoría. Leyendo a Raffaele La Capria uno comprende con alarma que la falta de sentido común que se ha adueñado en estos últimos meses de la vida pública española es tan desoladora y ya tan amenazante como la que él denunciaba en la Italia de 1996.

La mosca en la botella. Elogio del sentido común. Raffaele La Capria. Traducción de Salvador Cobo. Ediciones del Salmón, 2019. 147 páginas. 13 euros.

Jose Barrientos

Entrevista radiofonica a Jose Barrientos.

Antonio Guerrero

 

El profesor J. Barrientos fue entrevistado por el programa de radio Talentos del proyecto Filosofía en la Calle, en torno a la filosofía aplicada.

Biografia:

José Barrientos Rastrojo es profesor en la Universidad de Sevilla y director de la Revista Internacional de Filosofía Aplicada HASER, Director Adjunto de la Revista Argumentos de Razón Técnica y codirector de la Cátedra de Hermenéutica Analógica y de la Revista Hermes Analógica. Escribió el primer libro sobre historia de la Filosofía Aplicada u Orientación Filosófica en lengua española, fundó y es uno de los actuales presidentes de la Red Iberoamericana de Investigación en Filosofía Aplicada.1​ Asimismo, dirigió el International Conference on Philosophical Practice, máximo evento de la profesión.

Ha realizado estancias en Princeton University con Peter Singer, en Harvard University, en la University of Cambridge, en [[The University of Chicago Press|The University of Chicago]], en la University of Tokyo, en la Universidade de Sao Pauloy en la UNAM con Mauricio Beuchot entre otras instituciones de educación superior. Por otro lado, ha dirigido más de una docena de investigaciones entre tesis doctorales, de Master y de Grado.

Es autor de más de doscientas publicaciones y de más de cien conferencias y ponencias expuestas en América, Asia, África y Europa.

Sus temas de investigación son la Filosofía Aplicada y la Experiencialidad. Este último tema lo ha desplegado en los últimos años en varios formatos académicos incluyendo un grupo de investigación, el primer proyecto experimental internacional, con sedes en Noruega, México y Croacia, y varios congresos y eventos académicos en varios países. Actualmente, vincula Filosofía Aplicada y Cooperación al Desarrollo con un proyecto internacional en cárceles y Casas Hogar.

 

Entrevista en el programa Talentos de Filosofía en la Calle.

Talentos

 

http://candilradio.com/index.php?option=com_commedia&task=popup&commpid=45259504&commsid=553480&tmpl=component

 

Más información sobre el programa de radio Talentos:

 

http://candilradio.com/index.php?option=com_k2&view=item&id=754:talentos&Itemid=348

 

Más información sobre el proyecto Filosofía en la Calle

 

https://filosofialacalle.wixsite.com/fcalle

https://filosofialacalle.wixsite.com/fcalle

La filosofía más allá de las aulas

Presentación de Filosofía en la calle | MuVIM, 6 junio 2019, 20.30 h. #Avivament2019 #Streaming

 

Filosofía en la calle

 

 

 

 

Futurama

 

Pienso, luego… ‘Futurama’

JAIME RUBIO HANCOCK

A Fry nunca se le dieron bien los libros, pero le sirvieron para vencer a los cerebros voladores

Un libro repasa debates filosóficos clásicos aprovechando las tramas y los personajes de la serie de Matt Groening.

Los seguidores de la serie la siguen echando de menos seis años después de su (segunda) cancelación, por lo que no es de extrañar que se acabe de publicar en España Futurama y la filosofía (Blackie Books), un libro de 23 ensayos editados por Courtland Lewis en el que sus tramas y personajes se aprovechan para hablar de asuntos éticos, existenciales y políticos. El texto sigue la estela de Los Simpson y la filosofía (y de otro centenar de títulos similares de la editorial estadounidense Open Court).

temas que recoge este volumen:

1. ¿Puedo comerme la bandera de España?

El doctor Zoidberg celebra el Día de la Libertad comiéndose la bandera de la Tierra, un acto con el que este alienígena quiere agradecer la libertad de la que disfruta. Sin embargo, la reacción de muchos terrícolas es la ira. Incluso la cabeza de Nixon (presidente del planeta) grita: “¡Muerte al traidor!”, antes de llevar a Zoidberg a juicio.

Este episodio está inspirado por la sentencia del caso Texas contra Johnson (1989), en la que el Tribunal Supremo consideró que Gregory Lee Johnson había ejercido su libertad de expresión al quemar una bandera estadounidense. Es decir, los jueces se mostraron cercanos al llamado “principio del daño”: según el filósofo John Stuart Mill, cualquier forma de expresión pública debe permitirse siempre que no cause un daño lo suficientemente grande. Y que algo ofenda no lo es. Para Mill, el debate público de ideas es indispensable. Y eso incluye quemar banderas, comérselas o, qué se yo, simular que uno se suena con ellas.

2. Sé tú mismo (si puedes)

Según relata Plutarco, durante sus años de servicio se fueron reemplazando todas las piezas dañadas del barco de Teseo, hasta el punto de que ya no quedaba ni un solo tablón del barco original. ¿Este barco seguía siendo el mismo barco?

Algo así (más o menos) se pregunta Fry en Parásitos perdidos. En este episodio, unas lombrices se cuelan en su cerebro y hacen sorprendentes mejoras en su inteligencia. Gracias a ellas está a punto de conquistar, finalmente, a Leela. Pero Fry se da cuenta de que todo es culpa de los parásitos y decide eliminarlos: quiere que su amiga se enamore de él y no de la persona que han moldeado las lombrices.

En realidad, todos cambiamos a lo largo de nuestras vidas. En el caso de Fry, la diferencia viene de que él es consciente de este proceso, de modo que afronta “la paradoja existente entre nuestra idea de ser un cuerpo permanente y la de ser un cuerpo que, en realidad, está constantemente cambiando”. ¿Y si Fry no se hubiera enterado de la existencia de las lombrices? ¿Seguiría siendo Fry?

La serie fue cancelada (por segunda vez) en 2013
La serie fue cancelada (por segunda vez) en 2013

3. ¿Los viajes en el tiempo son lógicamente posibles?

En Bien está lo que Roswell, la nave de Planet Express viaja al año 1947, lo que sirve para presentar la paradoja del abuelo: Fry no le debe hacer ningún daño al suyo porque podría dejar de existir.

¿Sería lógicamente posible que Fry matara a su abuelo? Si lo hiciera, Fry no llegaría a nacer, por lo que nunca viajaría en el tiempo, por lo que nunca habría matado a su abuelo, pero entonces sí nacería porque su abuelo seguiría vivo… Etcétera. Quizás no podría matar a su abuelo por mucho que se esforzara: por ejemplo, la pistola se encasquillaría o no acertaría ni un solo disparo. Es decir, sería lógicamente imposible y fracasaría siempre, del mismo modo que no podría dibujar un cuadrado de tres lados por mucho que lo intentara.

Pero Fry mata a su abuelo (sin querer). Y luego se acuesta con su abuela (queriendo). Y se da cuenta de que en realidad él es su propio abuelo. ¿Esto es lógicamente posible? Pues sí: es un ejemplo de “bucle causal”. Fry es la causa de su padre y su padre es la causa de Fry. Los bucles causales son raros, pero “no son lógicamente imposibles y, por tanto, no representan un problema al hecho de viajar al pasado”, explica el libro.

4. ¿Está mal comer popplers?

Leela descubre en otro planeta lo que parecen gambas rebozadas. Están tan ricas que se las lleva a la Tierra, donde se convierten en una moda gastronómica. Pero en realidad son crías de omicronianos, unos extraterrestres que en cuanto se enteran de la masacre acuden a la Tierra a buscar venganza: quieren comerse a Leela.

El capítulo se convierte en un disparatado debate sobre si está bien comer animales. Si nos parece bien criar a una vaca para asarla, ¿por qué nos parece regular que los omicronianos se coman a Leela? Como recoge el libro, la serie “incita a los espectadores a considerar la perspectiva de las especies inferiores (o, al menos más débiles)”. Todo cambia cuando tú eres el menú.

Leela descubre que los popplers en realidad son animales racionales
Leela descubre que los popplers en realidad son animales racionales

5. ¿Bender siente de verdad o solo está programado para sentir?

Como es el año 3000, en Futurama hay robots inteligentes. Casi todos, como Bender, tienen su propia personalidad. En este caso se trata de una personalidad egoísta y aficionada al robo, entre otras malas (e hilarantes) costumbres.

¿Pero Bender es así solo porque le han programado? ¿Entonces no es responsable de sus actos? ¿Eso no nos ocurre a todos? ¿Nuestros actos no son a fin de cuentas consecuencia de nuestra predisposición genética y del ambiente en el que hemos vivido?

Igual que los humanos, los robots de Futurama “pueden superar sus funciones” y “perseguir otros fines si así lo desean”. Nuestros impulsos y necesidades no determinan nuestro comportamiento y, por eso, igual que Bender, somos agentes morales responsables de nuestras acciones.

Al menos, que sepamos. Quizás todo esto no sea más que otra serie de Matt Groening y nosotros solo seamos dibujos que siguen un guion.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2019/05/28/actualidad/1559046049_905790.html

Julio Llamazares

Solsticio

Pese a los muchos siglos de religiones modernas, en el fondo de nuestras conciencias alienta un animismo primitivo que tiene que ver con lo natural más que con la filosofía y la ciencia

Hoguera en la playa de Riazor (A Coruña) durante la noche de San Juan.
Hoguera en la playa de Riazor (A Coruña) durante la noche de San Juan. ÓSCAR CORRAL

A coger el trébole (el trébol de cuatro hojas, ese que da buena suerte), encender y saltar hogueras o bañarse en los ríos o en el mar bajo la Luna: millones de personas en el mundo saldrán un año más de sus casas la noche de este domingo, cumpliendo con un rito pagano para unos y cristiano para otros. La noche de San Juan, aunque no coincide exactamente con el solsticio de verano (el de invierno en el hemisferio sur) tiene su origen en él y como tal es tomado por muchísimas personas, que consideran la fiesta una celebración panteísta. Pese a los muchos siglos de religiones modernas, en el fondo de nuestras conciencias alienta un animismo primitivo que tiene que ver con lo natural más que con la filosofía y la ciencia.

A la vez que el mundo avanza hacia la tecnificación robótica, que la informática y la astronomía conectan el conocimiento humano y el universo, cada vez menos ignoto, la humanidad sigue teniendo necesidad de misterio, de algo que la haga sentir viva por encima de la tecnología. Enganchados a móviles y a ordenadores, necesitamos a la vez sentir que estos no lo solucionan todo y que hay algo que se les escapa, algo que nos pertenece y que ya estaba dentro de nuestros espíritus antes de que aparecieran ellos. Algo que tampoco tiene que ver con la religión como nos la presentan, en todo caso con sus antecedentes mágicos. En el fondo de todos nosotros, lo queramos o no, hay un eco de la historia de ese tiempo en el que las preguntas aún no tenían respuestas, o por lo menos no todas ellas.

La noche de San Juan en Occidente va unida a la superstición, una rémora para quienes consideran que todo tiene una explicación científica. Posiblemente estén en lo cierto, pero eso no les faculta para descalificar a quien necesita creer en algo diferente de lo que la tecnología y la ciencia nos presentan como único real. Sin entrar en creencias milenaristas o en fantasías heterodoxas, de esas que las televisiones también nos venden como si fuera una publicidad más, hay gente que necesita seguir pensando para vivir que no todo tiene explicación y que cabe aún el misterio en este mundo, llámese poesía o representación sin más. Por eso, en noches como estas, la de San Juan o la de Navidad, la más corta y la más larga dependiendo de los hemisferios terrestres, todos sentimos un estremecimiento y un desasosiego que tratamos de convertir en fiesta, para no reconocer que nos asusta el misterio del tiempo y nuestro desvalimiento como especie, en medio del gran enigma del universo y de la eternidad que intuimos detrás de él. “El mayor de los soles en un lado / y del otro luna nueva / lejos de la memoria como aquellos pechos / Y en medio el abismo de la noche estrellada, / el cataclismo de la vida”, escribió el poeta griego Yorgos Seferis mirando el cielo de Atenas un solsticio de verano, sin saber que esa noche quedaría para siempre prendida de su poema como de tantos poemas escritos por tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia, la mayoría de ellos perdidos para siempre con las luces de la noche, con las hogueras y las ilusiones brotadas al calor de su fantasía, tan fugaz. Otro poeta, este de la pintura, lo escribió con sus pinceles en un lienzo cuyo título, Nocheestrellada, resume todos esos poemas, los conocidos y los por escribir. “Las piedras de molino muelen todo / y todo en astros se convierte / En vísperas del día más extenso”, dejó escrito Seferis.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/06/21/opinion/1561119666_964299.html

Omar Khayyam

Omar Khayyam: el hombre que cambio la forma de medir el tiempo

Gran matemático persa, astrónomo, filósofo y poeta, nos dejó la actualización del calendario zoroástrico y los rubaiyat o cuartetos

Alberto López

Omar Khayyam
Imagen del erudito persa Omar Khayyam GETTY IMAGES

Si en algunos países de Oriente preguntáramos quién es Omar Khayyam nos encontraríamos con una respuesta que no coincidiría con lo que en Occidente conocemos de él y es su contribución al mundo de las ciencias, en concreto a las matemáticas (las ecuaciones y el quinto postulado de Euclídes), a la astronomía (participo en el nuevo calendario persa conocido como jalaliana o seliuk que se sigue utilizando hoy en día en Irán y Afganistán), y a la filosofía (fue seguidor de Avicena).

Gracias a la traducción del Rubaiyat que hizo Edward Fitzgerald a mediados del siglo XIX comenzó a ser conocido como poeta en Europa y América.

De su vida conocemos que nació en la ciudad de Nishapur (Irán) el 18 de mayo del año 1048 y que falleció en el mismo sitio el 4 de diciembre de 1131. Su nombre fue Omar ibn Ibrahimal-Khayyami y pasó a utilizar Khayyam al dar a conocer sus poemas (en árabe significa fabricante de tiendas).

La provincia donde vivió Omar Khayyam era un lugar próspero (con tierras fértiles) y que estaba situado en la ruta de comercio entre China y el Mediterráneo lo que permitió vivir en un lugar que estaba abierto al mundo, al que llegaban comerciantes que provenían de muchas partes de la tierra y que además de traer mercancías intercambiaban ideas, formas de ver la vida y compartían su cultura, eso le permitió a Khayyam tener una mente abierta y un conocimiento muy amplio de muchas materias.

Monumento que homenajea a Omar Khayyam en la provincia iraní de Gilan
Monumento que homenajea a Omar Khayyam en la provincia iraní de Gilan

Antes de dedicarse a la literatura su vida se centraba en la astronomía y las matemáticas y durante muchos años investigo y realizó numerosos descubrimientos. Es en éstas disciplinas donde más nos sorprende. Por ejemplo en matemáticas hay un término que utilizamos para despejar ecuaciones que es la x, pues él la llamó shay (cosa, algo), al pasarse a castellano se pronunciaría xay, y de ese sonido a la inicial x. Otro ejemplo de destreza en matemáticas es que aunque no se demostraría hasta más tarde Omar Khayyamdefendía que no se podían realizar ecuaciones de tercer grado con regla y compás y habría que esperar a Descartes en el siglo XVII que demostraría la teoría de las ecuaciones de tercer grado. Fue también pionero en el tema de las fracciones y de los binomios y nos dejó numerosos tratados y estudios.

MÁS INFORMACIÓN

Respecto a la astronomía, ya hemos citado anteriormente su participación en la modificación del calendario persa que se basaba en el calendario lunar y en la investigación que llevó a cabo y que le permitió calcular la duración de un año exacto sin errores, desmintiendo la teoría de que el año tenía 365 días, lo cual no era correcto, su cálculo era mucho más preciso que él del calendario gregoriano. También le encargaron dirigir en la ciudad de Isfahán un observatorio astronómico y lo hizo durante muchos años pero a la muerte de su mentor sufrió ataques de los musulmanes ortodoxos.

Otro aspecto que conocemos es que peregrino una vez en su vida a la Meca, y que entre otros trabajos fue profesor de matemáticas, historia, medicina, filosofía y juez en su ciudad natal.

Decís que correrán ríos de vino, ¿Es el paraíso una taberna? Decís que todo fiel tendrá dos huríes(vírgenes), ¿Es el paraíso un burdel?

OMAR KHAYYAM

En cuanto a la poesía se le atribuyen muchas obras (entre quinientas y mil) pero lo más seguro es que unas doscientas sean realmente suyas. Sus poemas hablan de las cosas buenas de la vida, del amor, de los placeres terrenales, del vino, pero si uno ahonda un poco más, se encuentra con una profunda reflexión sobre la existencia humana, sobre la religión, el universo y la naturaleza y detrás de todo ello una visión pesimista del mundo. Aprovechaba en sus escritos para hacer una crítica a la sociedad del momento, a la religión y la educación. Utilizaba estrofas formadas por cuatro versos dodecasílabos con un esquema de rima A-A-B-A escritos en lengua farsí. Sus versos empleaban siempre un vocabulario ingenioso, divertido y un tono sarcástico.

La manera en la que llegó a Europa la obra de Khayyam, es muy curiosa, Cowell un inglés que hablaba persa descubrió uno de los manuscritos de Omar en una biblioteca (Bodleian) y Fitzgerald comenzó a trabajar en ella y darla a conocer. Y tal ha sido su difusión que podemos decir que hay un cráter lunar que se llama Omar Khayyam, y que escritores de la talla de Borges, Wilde, Juan Ramón Jiménez hacen referencia en sus obras al autor persa.

Sin duda alguna Khayyam se adelantó al Renacimiento, fue un hombre completo en todos los sentidos, con una amplia formación, pero sobre todo con un gran interés por desvelar los misterios del mundo, por dar respuestas. Lo que había dentro de él era un deseo de conocer el porqué de las cosas, pero sobre todo una búsqueda del sentido de la vida. Sus palabras y sus versos nos hablan del ser humano en todas sus dimensiones y desde lo más profundo de sus ser. Lo conocemos como poeta, pero su legado es tan inmenso que desde que somos pequeños y cuando comenzamos nuestros estudios sus descubrimientos forman parte de nuestro aprendizaje y nos acompañarán a lo largo de toda nuestra vida.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/05/18/ciencia/1558158560_459881.html

MARÍA JOSÉ GUERRA y ANTONIO CAMPILLO

No hay democracia sin pensamiento libre

En los últimos años proliferan partidos y gobiernos de ultraderecha que amenazan la democracia

Estudiantes durante la manifestación contra las políticas de Bolsonaro en São Paulo.
Estudiantes durante la manifestación contra las políticas de Bolsonaro en São Paulo. CAMILA SVENSON

Las revoluciones modernas trataron de crear sociedades libres y justas. Y para ello construyeron las instituciones democráticas y un sistema educativo público. Porque no puede haber democracia sin una ciudadanía bien formada. Desde la escuela hasta la universidad, comenzó a enseñarse todo tipo de conocimientos: humanidades, artes, ciencias sociales y saberes técnicos y profesionales. Si estos últimos son útiles para la mejora de las condiciones materiales de vida, los primeros son imprescindibles para la comprensión de las sociedades y la formación integral de las personas.

Hoy, sin embargo, está ocurriendo lo que hace unos años parecía imposible. Están proliferando gobiernos de ultraderecha que son una amenaza para la democracia y el pensamiento libre. El caso de Brasil es paradigmático. El presidente Bolsonaro y su ministro de Educación pretenden recortar las carreras de filosofía, sociología y humanidades, porque son un lujo para «personas muy ricas» (el argumento populista) y no «generan un retorno inmediato» (el argumento economicista). Apelan al precedente de Japón, cuyo ministro de Educación envió en 2015 una orden a las universidades exigiéndoles «abolir los estudios de ciencias sociales y humanas». Esa orden provocó una oleada de críticas, incluso por parte del empresariado, y enseguida fue anulada. Esperemos que ocurra lo mismo en Brasil. La Red Iberoamericana de Filosofía ya ha exigido una rectificacióny la movilización nacional e internacional no deja de crecer.

Para entender lo que ocurre en Brasil, recordemos la historia europea. Cuando surgieron los regímenes totalitarios del siglo XX, uno de sus objetivos fue la destrucción de la cultura, la quema de libros, la persecución de profesores, artistas y pensadores. El conocimiento se redujo a los saberes técnicos necesarios para mover la maquinaria económica y militar. Se trataba de convertir a la ciudadanía en una masa ignorante y manipulable. Es lo que Ortega y Gasset llamó «la barbarie del especialismo».

El 12 de octubre de 1936, en la Universidad de Salamanca, el general sublevado Millán-Astray, fundador de la Legión, le gritó al rector Miguel de Unamuno, escritor y filósofo: «¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Unamuno le respondió: «Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis». Con el apoyo de Hitler y Mussolini, Franco destruyó las instituciones democráticas de la II República y trató de matar la inteligencia de todo un pueblo. No lo logró, pero la represión de los maestros y profesores fue brutal, y muchos intelectuales se exiliaron a países como México. La sociedad española tiene una deuda con todos ellos que todavía no ha sido saldada.

La derrota de Hitler y Mussolini abrió un nuevo ciclo histórico en Europa, durante el cual se construyeron los Estados de bienestar. No fue solo una época de desarrollo económico, sino también de justicia social, democratización de las instituciones, conquista de derechos civiles y generalización de la educación y la cultura. Pero, tras la llegada al poder de Thatcher en Reino Unido y Reagan en Estados Unidos, se inició una nueva etapa dominada por el neoliberalismo. Su objetivo: desmontar todas las conquistas democráticas, sociales y culturales de los Estados de bienestar. Es decir, someter la vida de las personas a una nueva servidumbre: la dictadura del mercado capitalista. Las políticas neoliberales comenzaron a socavar de nuevo el sistema público de educación, ciencia y cultura, y a reorientarlo hacia los saberes técnicos patentables y mercantilizables. Una vez más, se trataba de convertir a la ciudadanía en una masa de productores y consumidores fácilmente manipulable.

Tras la crisis de 2008, las políticas de recortes sociales y la precarización generalizada, hemos entrado en un nuevo ciclo en el que proliferan los partidos neofascistas, eufemísticamente llamados populistas. Este fenómeno recorre Europa y América, de Hungría a Reino Unido, de Suecia a España y de Estados Unidos a Brasil. El neofascismo retoma algunos elementos del pasado (autoritarismo, machismo, xenofobia, etcétera) y los combina con otros del ideario neoliberal (privatización de servicios públicos, precarización del empleo, bajada de impuestos, etcétera). Ambos tienen en común el socavamiento de la democracia y de la educación pública.

Ante los grandes retos sociales, tecnológicos y ecológicos a los que se enfrenta hoy la humanidad, necesitamos renovar y fortalecer nuestra democracia, pero también nuestro sistema educativo, para que la ciudadanía pueda adquirir una formación lo más amplia e integral posible. No podemos permitir que las humanidades y las ciencias sociales sean eliminadas de las escuelas y las universidades. La barbarie se abre camino con medidas como esta. Tenemos que oponernos a los enemigos de la educación y la cultura. Prescindir de la filosofía y de la sociología es una mayúscula aberración.

Fuente:

https://elpais.com/sociedad/2019/05/12/actualidad/1557684038_016957.html

María José Guerra es presidenta de la Red Española de Filosofía (REF) y catedrática de Filosofía Moral de la Universidad de La Laguna.
Antonio Campillo ha sido presidente de la REF y es catedrático de Filosofía de la Universidad de Murcia.

Filosofía feminista

¿Qué es la filosofía feminista?

   
“No podemos hablar de una ‘filosofía femenina’ en la medida en que lo femenino no es una esencia que atraviese todas las épocas históricas. Lo femenino es simplemente una atribución y una construcción social, económica, política de un determinado momento
“No podemos hablar de una ‘filosofía femenina’ en la medida en que lo femenino no es una esencia que atraviese todas las épocas históricas. Lo femenino es simplemente una atribución y una construcción social, económica, política de un determinado momento», dice Anna Pagès.

Hay una tradición masculina en la filosofía. Pero no hay una tradición de las autoras que recupere otros puntos de vista y otras perspectivas. La filosofía feminista se encarga de hacerlo y de dar visibilidad a las mujeres que tuvieron mucho que aportar a la historia de la filosofía y el pensamiento.

Por Amalia Mosquera

En Cenar con Diotima, publicado por Herder, Anna Pagès, su autora, reivindica el papel de la filosofía feminista. Esta, como ella misma explica, es un movimiento de autoras que reconstruyen el canon filosófico incluyendo en él las obras de mujeres que en diferentes épocas han hecho aportaciones a la filosofía, pero estas no han sido incorporadas al contenido clásico que se enseña y se transmite en el ámbito filosófico. “En este sentido, no podemos hablar de una ‘filosofía femenina’ en la medida en que lo femenino no es una esencia que atraviese todas las épocas históricas. Lo femenino es simplemente una atribución y una construcción social, económica, política de un determinado momento. Hablar de filosofía femenina sería una manera de tergiversar la propia inteligencia y sabiduría de las mujeres en diálogo con los autores”.

La feminidad, lo femenino y el feminismo

Recorremos el significado de cada uno de estos conceptos de la mano de Anna Pagès, que imparte Filosofía de la Educación en la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación-Blanquerna, de la Universidad Ramon Llull, de Barcelona.

  • La feminidad, nos explica Pagès, es una pregunta abierta que tiene que ver con las historias en singular a propósito de qué significa ser mujer en un momento determinado.
  • Lo femenino, por su parte, es una representación histórica de lo que se considera como tal. La filósofa estadounidense Judith Butler lo llamaría lo “performativo” de cada época, y, por tanto, históricamente variable y cambiante.
  • El feminismo tiene que ver con la militancia, con la defensa de la justicia y de la equidad entre hombres y mujeres; “el feminismo es una forma de movilización colectiva, lo que hace que salgamos a la calle”, dice Pagès.

“La filosofía feminista es un movimiento de autoras que reconstruyen el canon filosófico incluyendo la obra de mujeres que han hecho aportaciones a la filosofía pero no han sido incorporadas al contenido que se enseña en el ámbito filosófico”

Los tres conceptos están presentes en su libro Cenar con Diotima. De El banquetede Platón, a Pagès le gustó desde la primera vez que lo leyó, hace ya muchos años, que trataba el tema del amor, pero sobre todo, su dimensión teatral, la supuesta ‘juerga filosófica’ de estos hombres que se encuentran para cenar: su grandilocuencia y vanidad. Lo que más le impactó, dice, fue cómo Sócrates introducía a su amiga Diotima atribuyéndole un saber a propósito del mito del nacimiento del amor. Y le sorprendió el hecho de que la figura de Diotima fuera tan importante, pero al mismo tiempo se dijera tan poco sobre ella en el texto. La idea de Diotima estaba presente en aquella cena, sobrevolaba constantemente…, pero ella, Diotima, no estaba.

Filósofas invisibles

"Cenar con Diotima. Filosofía y feminidad", de Anna Pagès, publicado por Herder.
“Cenar con Diotima. Filosofía y feminidad”, de Anna Pagès (Herder).

 

 

 

 

 

 

 

“El libro surgió porque, en el año 2005, el Instituto catalán de la Mujer financió una investigación que se llamaba precisamente ‘Proyecto Diotima’ –nos cuenta Anna Pagès–. Para esta investigación hicimos un trabajo de campo que consistió en preguntar a hombres y mujeres filósofos y filósofas, profesores titulares y catedráticos de las principales universidades catalanas, qué pasaba con la mujeres y la filosofía: por qué había pocas autoras, por qué estaban tan poco presentes, cuál creían que era el motivo de la invisibilidad de las autoras filósofas en los programas y planes de estudios del grado de filosofía en las universidades. La mayoría de los hombres contestaron que no se sabía, que era un enigma, un misterio, que a lo mejor había una razón histórica…, pero les resultaba muy difícil formular una pregunta en los términos en que la filosofía formula otras preguntas, como qué es la belleza, que es el bien, qué es la justicia, qué es el amor…. Qué es la feminidad o qué es una mujer era una pregunta que no se atrevían a plantear. En muchos de los discursos de los académicos filósofos descubrimos una especia de ‘escondite’; se escondían de esta pregunta. Y así surgió la idea del libro Cenar con Diotima. A partir de Diotima, esa primera historia que nos sirve de acompañante y ‘cómplice’, quería poder contar otras historias”.

“Qué es la feminidad o qué es una mujer era una pregunta que los académicos filósofos no se atrevían a plantear”

Con Diotima en la cabeza y como hilo conductor principal del libro, la idea era analizar una serie de relatos afines a la conversación con Sócrates y a la cuestión de la filosofía y la feminidad. ¿Qué diferencia hay entre filosofía y feminidad y una filosofía feminista? “Hay que distinguir entre feminismo y feminidad, pero son dos aspectos relacionados. El feminismo es un movimiento colectivo político-social de reivindicación de los derechos de las mujeres en pro de la igualdad de derechos y una mayor justicia social para ellas –explica Pagès–. El momento actual no puede entenderse sin los feminismos ni sin la militancia de los feminismos en nuestro tiempo”. Sí, los feminismos, en plural, porque, aclara, “no es lo mismo el feminismo de Martha Nussbaum que la teoría de género de Judith Butler; el punto de vista de Linda Zerilli o la perspectiva de Julia Kristeva, por ejemplo”.

La feminidad no es una respuesta, es una pregunta

“No hay una esencia de la feminidad sino como pregunta, y tiene que ver con las singularidades en primera persona de cada una de las mujeres que, a partir de su propia historia y de su propio recorrido biográfico, se preguntan sobre la feminidad. A todas nosotras, por la educación que hemos recibido, por el lugar en el que hemos nacido, por la relación que hemos tenido con nuestras madres, nuestras abuelas, nuestras hermanas, nuestras primas, nuestras profesoras, las autoras que hemos leído…., hemos heredado lo que Judith Butler llamaría una ‘performatividad de la feminidad’, que vendría a ser una manera de estar en el mundo”, dice Anna Pagès. “La interrogación sobre esto tiene que ver con la feminidad. La pregunta sobre la feminidad es una pregunta abierta formulada en primera persona, por eso no se puede contestar con una respuesta universal; la respuesta es contar una serie de relatos. En la filosofía, cuando nos hacemos esta pregunta: ¿qué es la feminidad?, la respuesta es: lo que transcurre en múltiples narrativas”. Por eso en Cenar con Diotima Anna Pagès recorre distintas historias de diferentes mujer, en distintas situaciones y distintas épocas, que han, no tanto respondido a la pregunta, sino formulado la pregunta en sus propios términos.

“La pregunta sobre la feminidad es una pregunta abierta formulada en primera persona, por eso no se puede contestar con una respuesta universal; la respuesta es contar una serie de relatos”

El feminismo es hoy un movimiento fundamental; lo femenino está porque tiene que ver con las circunstancias históricas, “pero tal vez hemos abordado poco y no siempre desde la filosofía la pregunta sobre la feminidad”, reflexiona Anna Pagès. La filosofía feminista plantea algo que tiene que ver con el concepto de la tradición, la transmisión y la memoria en femenino. “Esto significa que incorporamos obras de autoras que han sido olvidadas o escondidas, que no han sido visibles. Y eso implica reconstruir la tradición filosófica a partir de huecos o vacíos que no habían sido cubiertos. El trabajo de restitución de la memoria histórica de las mujeres filósofas contribuye también a cuestionar el concepto mismo de tradición, cómo se expresa la tradición, en qué términos, y las modalidades de transmisión académica, escolar, universitaria… de una tradición que se modifica. Esta doble dimensión de transmisión por un lado y reconstrucción por otra es muy característico de la filosofía feminista”.

Fuente:

F+ ¿Qué es la filosofía feminista?

Esto no estaba

Esto no estaba en mi libro de filosofía

   
Sócrates a punto de beberse su...¿ cubo de Rubik? Las sorpresas de este libro empiezan en su misma portada.
Sócrates a punto de beberse su… ¿cubo de Rubik? Las sorpresas de este libro empiezan en su misma portada.

El filósofo, profesor, escritor y articulista Santiago Navajas nos trae uno de los libros más originales y agradables de lo que llevamos de año: Esto no estaba en mi libro de historia de la filosofía(Almuzara), un acercamiento a esas realidades filosóficas que, por una u otra razón, la historia ha preferido ocultar u obviar.

Por Jaime Fdez-Blanco Inclán

Navajas nos presenta historias que han sido olvidadas en mayor o menor medida en los libros de texto de filosofía, mientras nos explica las figuras protagonistas, los contextos sociales, las relaciones socioculturales y los cambios políticos que están detrás, en la mayoría de los casos, de ese aislamiento.

Así, nos encontramos con un estudio en profundidad que nos explica, por ejemplo, la responsabilidad de la religión cristiana a la hora de tumbar la filosofía griega; un análisis detallado de por qué hay que considerar a Santa Teresa de Jesús (y a Hildegarda von Bingen) como una de las primeras feministas de la historia, las incoherencias de Marx y Engels entre su pensamiento y sus propias vidas, el papel de la fe religiosa en la sociedad actual o las razones que hicieron que, pese a su nazismo confeso, Heidegger enamorara a las masas mucho más que los grandes logros en epistemología y filosofía científica e histórica de Ernst Cassirer.

Historia y filosofía, de la mano

Todas estas afirmaciones de Navajas se realizan bajo una óptica racional y lógica, haciendo referencia a hechos históricos reales, constatables, que enlazan con las ideas filosóficas que fueron, en última instancia, la principal causa de esos hechos, cambios y revoluciones que la historia ha contemplado.

Se agradece en el libro el lenguaje usado, que huye de farragosas explicaciones y reflexiones poco menos que encriptadas (que haberlas, haylas), que permiten al lector, ya sea novato u académico, adentrarse en el texto, sorprenderse y aprender, que es, a fin de cuentas, de lo que se trata.

No es solo un texto de anécdotas; es un libro profundo, capaz de conquistar tanto al novel como al amante de la filosofía pura y dura, muy bien escrito, que une cercanía con academicismo a partes iguales

Desde el principio, el autor incide poderosamente en la importancia por recuperar para la filosofía el papel que le es propio y que tanto peso ha tenido en la historia. Si hay quien dice que la búsqueda de la sabiduría es algo poco práctico y descartable en los planes de estudio, Navajas se encarga de demostrar que no es así, que somos seres racionales y libres que no queremos renunciar a dichos atributos, lo que no haría más que aportarnos miseria y oportunidades perdidas.

Buena parte del encanto del libro de Navajas está en la capacidad del autor para hilvanar las ideas descritas con los sucesos históricos en los que se forjaron y las consecuencias en las que desembocaron. Más allá de la coherencia que eso transmite a las tesis –demostradas por hechos–, lo que de verdad atrapa al lector es el peso que la filosofía, el pensamiento, las ideas han tenido en el devenir de la historia.

Comprender que ideas bajo las que hoy vivimos estaban ya en el pensamiento protoliberal de Juan de Mariana, entre otros, u observar los regímenes totalitarios del siglo XX con el telón de fondo de las ideas políticas de Platón, Hobbes, Marx o Nietzsche, anima al lector a continuar leyendo para, en esencia, comprender hasta qué punto su existencia, la forma en que vive y se desarrolla, son consecuencia directa del auge o decadencia de determinadas tesis filosóficas. El pensamiento establece el rumbo, y los hechos históricos provocadas por esas ideas nos permiten atisbar el fin.

Incluso quien jamás ha prestado especial atención a la filosofía deberá aceptar, tras la lectura de este libro, lo condicionada que está su vida respecto a las ideas que postularon esos principios. Un logro notable, amén de –como el autor explica– un impulso por despertar el ansia de aprender del lector. Y es que, generalmente, la visión que tenemos de los filósofos, como bien indica el libro, es “como si vivieran poco menos que en el aire”. Tan centrados en sus teorías y reflexiones que nos da la impresión de que sus vidas se desarrollaron alejadas de la realidad que a los demás nos toca transitar. Obviamente, esto no es así. Todos ellos fueron personas normales y corrientes fuera de su excelencia intelectual, con sus problemas, sus dudas y sus experiencias al margen de sus elucubraciones teóricas. Algunos se jugaron la vida por sus ideas, otros decidieron abiertamente tomar partido por los sucesos de su tiempo, y no pocos se enfrentaron con aquellos que no compartían sus tesis. La filosofía, y los filósofos con ella, se desarrollaron en la historia como ocurre con la vida de cada uno de nosotros, y eso es uno de los grandes reclamos de este libro: el traer a los pensadores, pero sobre todo a su pensamiento, a la tierra.

“Eliminar asignaturas filosóficas supondría por parte de los ministros la aceptación implícita de que la filosofía supone oposición al sistema democrático, lo que es absurdo, o a la ideología del gobierno, lo que sería revelador”. Santiago Navajas

En defensa de la filosofía en las aulas

Mención aparte merece la introducción del libro, en la que el autor hace una defensa a ultranza de la filosofía como materia necesaria, en estos tiempos en los que el pragmatismo –necesario, sin duda– termina pecando por exageración.

Nos advierte Navajas algo que quizás los políticos no se han parado a pensar con detenimiento y es la faceta que muestran al devaluar esta materia: “Eliminar asignaturas filosóficas supondría por parte de los ministros la aceptación implícita de que la filosofía supone oposición al sistema democrático, lo que es absurdo, o a la ideología del gobierno, lo que sería revelador”.

Si algo ha demostrado la filosofía es que es “la materia que mejor combina el pensamiento crítico con las herramientas para procesarlo”. No es, por tanto, una enseñanza caduca que debe ceder necesariamente el paso a otros conocimientos con mayores posibilidades mercantiles. Es, por el contrario, terriblemente necesaria, tanto para nuestra vida personal como a un nivel colectivo y social. Sin ella no es posible la creencia justificada o la acción razonada, como tampoco lo es la diferenciación entre aquellas que lo son y las que no. No hay ninguna disciplina capaz de abrir mentes como esta que nos ocupa. Hacemos un flaco favor a las nuevas generaciones privándoles o reduciendo su papel en la formación, pues es lo que desarrolla la principal facultad que nos permite enfrentarnos al mundo y habitar en él: la razón instrumental.

A pesar de que, por su título, uno pudiera pensar que el contenido del libro es un mero anecdotario, la realidad de Eso no estaba en mi libro de filosofía es mucho más.El de Navajas es un libro profundo, capaz de conquistar tanto al novel como al amante de la filosofía pura y dura. A su perfecto equilibrio entre filosofía e historia le añade otra virtud remarcable: la legibilidad. Y es que, más allá de su contenido filosófico, se trata de un libro muy bien escrito, que une cercanía con academicismo a partes iguales, lo cual siempre es de agradecer dentro del mundo del pensamiento.

 

Jaime Rubio

¿Discutir en Internet es una pérdida de tiempo?

Cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio

¿Discutir en Internet es una pérdida de
tiempo?
GETTY IMAGES

Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.

O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.

Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.

Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.

Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.

¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.

No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.

Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?

Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?

Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.

De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.

En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.

Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.

Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.

Quizás discutir en redes sociales con desconocidos no sea el mejor escenario para el intercambio pausado y sensato de ideas. Solemos tomarnos por personas muy racionales que examinan argumentos de forma concienzuda y que después toman una decisión lo más objetiva posible. Pero no es así: nuestras opciones son intuitivas, emocionales y sesgadas. No se trata de que las emociones empañen nuestro juicio, sino que forman parte de él. Sin ellas, no podríamos tomar decisiones morales, como prueban los estudios de António Damásio con personas lesionadas en la corteza prefrontal, la zona del cerebro que interpreta y analiza las emociones. Es decir, necesitamos las emociones para tomar decisiones morales. No tiene sentido valorar los pros y los contras de matar a nuestra abuela, por ejemplo. Simplemente, rechazamos la idea. Podemos encontrar razones para no hacerlo, claro, pero eso viene después.

O, como decía Hume hace doscientos cincuenta años, “la razón nos instruye acerca de las varias tendencias de las acciones, y el sentimiento humanitario hace una distinción a favor de aquellas que son útiles y beneficiosas”, ya que “la razón, al ser fría y desapasionada, no motiva la acción y solo dirige el impulso recibido del apetito o inclinación, mostrándonos los medios de alcanzar la felicidad o de evitar el sufrimiento”.

Tampoco evaluamos cuestión por cuestión, sino que adoptamos patrones o, como dice Jonathan Haidt, matrices morales con las que interpretamos todas las cuestiones sociales y políticas. Por ejemplo, si nos consideramos de izquierdas, es muy probable que estemos a favor de la separación entre Iglesia y Estado, de una ley del aborto más abierta que la actual, de una educación y sanidad públicas, de que los catalanes puedan votar en un referéndum y que tanto los toros como las declaraciones de Aznar nos revuelvan el estómago. En cambio, una persona de derechas muy posiblemente defienda la labor social de la iglesia, considere que el aborto es un crimen, crea que las empresas deberían tener más flexibilidad para contratar y despedir a sus trabajadores, y opine que Zapatero ha sido el peor presidente de la democracia.

Estas matrices reúnen las ideas acerca del mundo y de la sociedad que hemos aprendido en familia y con nuestros amigos, y las usamos para examinar de modo intuitivo los hechos posteriores. Es como si hubiéramos comprado un lote de opiniones al que vamos añadiendo complementos que encajan. Por supuesto, hay excepciones y diferencias personales, pero menos de las que cabría esperar si fuéramos tan racionales como creemos.

Esto significa que en el instante en el que se nos presenta una opinión contraria a la nuestra, la rechazamos de plano porque no encaja en nuestra visión del mundo. Es un rechazo instintivo y emotivo, que solo racionalizamos y justificamos a posteriori, convirtiéndonos en víctimas del sesgo de confirmación: los datos que apoyan nuestras ideas nos parecen relevantes y convincentes, pero somos escépticos con aquellos que las contradicen. Es más, según Haidt la razón no habría evolucionado para hacernos más hábiles a la hora de buscar la verdad, sino para justificarnos. Algunas de sus funciones se entienden en el contexto de nuestra relación con los demás, “como salvaguardar nuestra reputación y convencer a los demás de que nos apoyen”.

¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

Basta asomarse a Twitter para ver toda esta maquinaria en funcionamiento. ¿Que una encuesta dice que nuestro partido predilecto va a perder las elecciones? Cuidado, probablemente esté manipulada. Si esa misma encuesta nos da la razón, damos la vuelta al argumento sin pestañear: “Incluso las encuestas que publica este medio, que suelen estar manipuladas, me dan la razón”.

No solo ocurre en Twitter, claro. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre economistas: ¿el empleo crece cuando sube la inversión pública o cuando se recortan los impuestos? Bueno, pues depende de a quién preguntes y de los datos que escoja para probar la teoría en la que ya creía antes de ponerse a trabajar.

Esto no significa que nadie cambie de opinión nunca, economistas incluidos. Pero si echamos un vistazo a nuestras propias creencias, podemos ver que lo hacemos muy pocas veces a lo largo de la vida. ¿Cuándo fue la última vez que cambiaste de opinión sobre algo importante? ¿Cuántas veces lo has hecho? Y, cuando ha ocurrido, ¿lo has hecho en público y tras una discusión acalorada o ha sido más bien un proceso gradual y discreto?

De hecho, solemos mirar con suspicacia a quien cambia de opinión. Y eso que, por poco que lo pensemos, es absurdo mantener las mismas ideas que cuando teníamos veinte años. ¿Cómo es posible que acertáramos con las creencias correctas cuando aún no sabíamos casi nada del mundo? ¿Tan listos éramos que optamos por las ideas más racionales y sensatas ya en nuestra juventud?

Y cuando hemos entrado en una discusión, ¿lo hemos hecho para intercambiar ideas o para defender nuestra postura, rechazando de forma automática cualquier planteamiento de nuestro adversario y buscando razones que justifiquen este rechazo?

Esta última pregunta no es solo una exageración: según sostienen los neurocientíficos Hugo Mercier y Dan Sperber en The Enigma of Reason, la razón evolucionó en gran parte en un contexto social y para ayudarnos a sostener discusiones, persuadir y manipular. La conversación y el debate son las formas en las que evaluamos la fortaleza de nuestras opiniones. Por eso en redes sociales, un espacio público, queremos defender estas opiniones ante lo que a veces interpretamos como un asedio. No vemos muchas conversaciones tranquilas y educadas, sino más bien frasecitas supuestamente ingeniosas con el objetivo principal de que nuestros seguidores vean que somos listos y que estamos en el lado de los buenos. No es un intercambio de opiniones, es un espectáculo. No es extraño, pues, que las discusiones políticas en redes acaben polarizando aún más nuestras ideas.

De entrada, tendemos a unirnos a “equipos políticos que comparten narrativas morales”, escribe Haidt. Y, como recoge un estudio del instituto de análisis estadounidense Pew Research refiriéndose a las discusiones en redes, se acaban formando “dos grupos de debate diferentes que por lo general no interactúan el uno con el otro” y que entre sí están “muy interconectados”.

En esto influye el hecho de que los debates en redes a menudo se articulan en torno a unos pocos «superparticipantes», una minoría muy polarizada, muy activa y muy visible. Estos grupos separados forman lo que Eli Pariser definió en 2011 como “burbuja de filtros”: tendemos a seguir a personas que piensan como nosotros y, además, los algoritmos acaban configurando lo que vemos según nuestras preferencias (y nuestros “me gusta”), encerrándonos en una burbuja en la que cada vez estamos menos expuestos a ideas ajenas. A menudo solo nos llegan opiniones diferentes cuando alguien las comparte para hacer escarnio: “Mirad lo que dice este. Pero qué tonto”.

Esto no significa que crea que las discusiones sean siempre inútiles. Al contrario, el propio Haidt explica que hablar con otras personas es una de las formas más adecuadas para cambiar de opinión. Lo mismo dicen Mercier y Sperber: queremos que nuestras ideas “nos justifiquen en los ojos de los demás”. Y a veces “esto significa revisar las conclusiones que apoyan nuestras razones: cambiar de opinión o de curso de acción para que podamos justificarnos mejor”.

Pero la exposición a las buenas ideas que nos hagan cambiar de opinión ha de tener otro tono: cambiamos de idea no solo cuando esta idea es buena, sino también cuando el ambiente es propicio. Es decir, o bien cuando estamos entre amigos o bien cuando nos lleva la contraria alguien de quien nos fiamos. Vamos, lo contrario de lo que suele ocurrir en una discusión política habitual, y no solo en redes.

Fuente:

https://elpais.com/elpais/2019/04/05/ideas/1554480626_453093.html

Jean Starobinski

Jean Starobinski, el intelectual que armonizó la historia cultural y las ciencias

Jean Starobinski, filósolfo y escritor, en Madrid en marzo de 2009.rn

El pasado lunes 4 de marzo murió Jean Starobinski, importante historiador de la literatura, las ideas y la medicina. Era ya casi centenario —nació en Ginebra en 1920—, y su vida se desarrolló en torno a su ciudad. En ella dirigió durante 30 años los importantísimos Encuentros de Ginebra, creados en 1946 y abiertos al público, donde fueron confluyendo los más diferentes especialistas e intelectuales. Con ese nuevo enciclopedismo de posguerra, Starobinski se caracterizó por practicar, y enseñar, una historia cultural en la que al fin se armonizaban las ciencias y las humanidades.

Como toda interpretación histórica requiere también la «máxima especificidad individual» —lo reconocía en La relación crítica (1970)—, conviene recordar que su familia fue aniquilada en Polonia y que, como resistente, escribió crónicas precoces en defensa de Europa y de la sensatez política: están recopiladas, desde 1999, en La poésie et la guerre, 1942-1944.

En 70 años de trabajo, la energía de su obra logra fundir crítica literaria y psiquiatría (mayormente analítica), con un explícito escepticismo frente a todo dogma metodológico; si bien reafirma sin desmedirse la función poética del lenguaje y la fecundidad de la inmersión en detalles singulares que puedan suponer, en última instancia, un corte revelador de cierto aspecto histórico.

La Ilustración y su crisis constituyeron el hecho sociocultural más frecuentado por Starobinski. En su primer y magnético Jean-Jacques Rousseau: la transparencia y el obstáculo (1957) —título que define ya la expresividad de su propio estilo—, Starobinski desvelaba las contradicciones insalvables del idealismo rousseauniano. Fue un tema recurrente en él, que culminó en 2012 con Accuser et séduire. Essais sur Rousseau. Y esa misma indagación reiterada se halla en sus catas diderotianas aparecidas ese mismo año, en un volumen sutil e impresionante. Pues, al fin, Starobinski publicó un gran libro, que venía anunciando a lo largo de su vida —Diderot, un diable de ramage—, y que es una obra mayor de entre las dedicadas al gran genio del siglo XVIII.

Su atracción por la civilización de las Luces brilla en dos trabajos complementarios entre sí, La invención de la libertad (1964) y 1789, los emblemas de la razón (1973), o en los estimulantes y civilizadores capítulos de su paradójico El remedio en el mal (1989). Pero su ámbito de pensamiento fue más amplio, y nunca olvidó el clasicismo francés ni los hitos de la literatura contemporánea, desde Baudelaire. Tampoco dejó de lado su mirada médica como lo muestra un gran recorrido, Acción y reacción: vida y aventuras de una pareja (1999), donde se integran política, ciencias modernas y formas literarias.

En otro ensayo central, que seguía nuevos derroteros, El ojo vivo (1961-1999), confesó: «Me atraía una investigación sobre las máscaras, en el sentido propio y en sentido figurado. Y me interesaba muy especialmente por quienes se declaraban sus enemigos: moralistas, denunciadores de la hipocresía y del engaño». El tema lo trató en Retrato del artista como saltimbanqui (1970) o incluso en La tinta de la melancolía(2012) —un libro fundador que se remonta a 1960-2004—, pues la historia de la tristeza que fundó implica desenmascaramiento personal y colectivo.

Sorprende que haya libros suyos sin traducir, como Interrogatoire du masque (2014); o un monumento como Montaigne en mouvement (1982), más aún por cuanto Starobinski es el gran heredero hoy de Montaigne. En fin, las mil páginas de La beauté du monde. La littérature et les arts de 2016 darían la medida de su gracia y su talento por afrontar con viveza nuestra cultura desde Virgilio o Dante hasta Kafka o su amigo Bonnefoy, que desapareció en ese mismo año.

Fuente:

https://elpais.com/cultura/2019/03/21/actualidad/1553168224_853991.html