Rafael Guardiola Iranzo Presidente de la Asociación Andaluza de Filosofía
¡Qué tiempos aquellos en los que la realidad superaba a la ficción! Esta es la crónica de una gozosa serendipia en el Ateneo de Málaga. La escribo pocos días después de la celebración del Día Mundial de la Filosofía recibida por la ciudadanía sin fastos ni parabienes de postín. Me dispongo a desmentir este desdén gracias al diálogo con algunos de los artífices más cercanos del amor a la sabiduría y el gusto por la historia de la cultura, pues el tema de la verdad parece ser, parafraseando a Ortega y Gasset, “el tema de nuestro tiempo” y protagoniza los titulares de prensa y los artículos académicos. En la sesión “Pensando con Picasso” del pasado 10 de octubre de 2024 que pude compartir en la Sala Muñoz Degrain del Ateneo de Málaga, practiqué con el profesor, crítico de arte, escritor y poeta Sebastián Gámez Millán la sospecha filosófica de forma activa. Nos encontramos en el entramado de un puñado de actividades coordinadas por José Olivero Palomeque, Secretario de la institución, que combinan la filosofía para zombis y necrófilos con la filosofía practicada. En ellas queda también de manifiesto el entusiasmo de algunos miembros destacados de la Asociación Andaluza de Filosofía que me honro en presidir, como Antonio Sánchez Millán, poeta y filósofo práctico, y nuestro amigo, bioquímico y también filósofo práctico, Ramiro Ortega Subires. Me explico. Empleando el Guernica de Picasso como recurso, insistí en que las obras de arte no se disfrutan plenamente si omitimos la labor de los intérpretes, aunque muchas veces la interpretación, inspirada por ideologías alienantes y sesgos cognitivos, traiciona el significado de la obra en su empeño de mostrar lo universal en lo particular. Por eso hay que intentar proteger al Guernica, convertido en mito, de sus adoradores, como escribiera el pintor Antonio Saura: nada hay en el cuadro que remita a un hecho histórico, sino a cuestiones privadas, como el conflicto erótico del pintor con sus amantes del momento, Dora Maar y Marie-Thèrese Walter, o a la memoria familiar del propio Picasso. Los especialistas nos recuerdan que en la Estética y en la Teoría de las Artes late una tensión entre lo particular y lo universal. Pues individuales, personales y subjetivos son los gustos y las experiencias estéticas, aunque nuestra aspiración sea el logro de un conocimiento objetivo fruto del acuerdo universal. Este es, ente otros, el ideal filosófico hegeliano de la presencia de lo universal en las manifestaciones artísticas concretas. Por otra parte, como subrayara, entre otros, el filósofo norteamericano Nelson Goodman, el arte tiene la virtud de “crear mundos”, de generar ambientes, una especie de escenografía teatral que tenemos que reconstruir a través de sus diferentes versiones. Por ejemplo, los mundos que crea Veermer están presididos por la intimidad de lo privado y la armonía, de tal modo que al contemplar sus cuadros deseamos entrar. Pero no todas versiones son “correctas”. Dice Goodman: “Hacer versiones-del-mundo-correctas –o hacer mundos- es algo más difícil que hacer sillas o aviones, y es frecuente fracasar en ello, en su mayor parte, porque de lo que disponemos es de un escaso material reciclado, procedente de mundos antiguos e inquebrantables.” Umberto Eco señala también que algunas afirmaciones sobre los textos literarios son verdades absolutas: “Con respecto al mundo de los libros, proposiciones como Sherlock Homes era soltero, Caperucita Roja es devorada por el lobo pero luego es liberada por el cazador, Ana Karenina se mata, seguirán siendo verdaderas toda la eternidad y jamás podrán ser refutadas por nadie”. Por el contrario, “Hamlet se casó con Ofelia” o “Superman no es Clark Kent” son enunciados falsos, puesto que el mundo de la literatura nos inspira tal confianza, que no pueden ponerse en duda algunas proposiciones, son un “modelo de verdad”. Están registradas en un texto y el texto es “como una partitura musical”. Muy al contrario, resulta que “en nuestro tiempo”, la verdad que podemos cosechar en la ficción artística difícilmente puede encontrar acomodo en la realidad: estamos perdidos en el mundo de las interpretaciones, de los “relatos”, fruto de la sobredosis de información al que estamos expuestos. En esto no estoy siendo nada original. ¿Y si el mejor tratamiento para la enfermedad social de la posverdad y del egoísmo –que se sustenta en las patas del infantilismo y el victimismo contemporáneos- se encontrara en el mundo del arte? Esta es la propuesta del viejo Schopenhauer, y sobre la base de sus ideas edificaron Horkheimer y Adorno el pensamiento de la llamada “Escuela de Frankfurt” y emprendieron su pugna frente a la “razón instrumental” –el pensamiento que proclama el imperio de los medios para lograr fines- y el utilitarismo en sus versiones más groseras. Nietzsche y Goethe también confiaron en el poder cognitivo de la experiencia artística, consiguiendo que el cadáver de Platón se revolviera en su mausoleo invisible del Mundo de las Ideas. ¿Y si la lucha más eficaz frente al egoísmo y la posverdad se encontrase en la experiencia estética, desinteresada y plurisensorial? Como afirma la filósofa catalana Marta Tafalla: “Desde una concepción schopenhaueriana, la estética no es una mera actividad hedonista, ni mucho menos un capricho ni un lujo: es una vía para construir una relación más ética y pacífica con los otros seres humanos y con la naturaleza en la que vivimos”. Lo lógica hace que nos elevemos, a un tiempo, frente a la estupidez y el vano optimismo de la charlatanería, pero la estética –de algún modo- nos salva. El problema sea, tal vez, que muchos no quieren ser salvados, quieren permanecer en las profundidades de la caverna de Platón. Precisamente, frente a la amenaza de Platón, quien quería a poetas y artistas fuera de la Polis por ser unos miserables cazadores de sombras que nos alejan de la verdad, me atrevo a enarbolar aquí, con un pecho fuera si así lo exigiera el guion, la bandera de Aristóteles. Oponiéndose a su maestro, Aristóteles rehabilitó la poesía y el arte como parte de la vida buena, como nos recuerda el historiador de la literatura y crítico literario francés, Antoine Compagnon en un famoso discurso pronunciado en el Collège de France. El ser humano aprende gracias a la “mímesis”, a la imitación o representación, “por mediación de la literatura entendida como ficción” y esto nos proporciona placer. La catarsis, es decir, la purificación o depuración de las pasiones por medio de la representación tiene como resultado “una mejoría de la vida tanto privada como pública”. Pues la literatura (el cuento, la fábula, la ficción) tiene un fascinante poder moral –algo que se reconoce desde Horacio y Quintiliano, hasta el clasicismo francés. Por eso conviene reservar un lugar adecuado a la literatura y el arte en el espacio público y, en particular, en la escuela. Un lugar como el que se destina a las tecnociencias. Entre las conclusiones del reputado filósofo francés Gilles Lipovetsky en la conferencia sobre “El capitalismo artista” que pronunciara hace dos años en el Museo Pompidou de Málaga se encuentra la defensa del arte como promesa de felicidad, como hiciera Stendhal en su tiempo. No hay que demonizar el arte porque nos aporte “momentos” de felicidad y no la felicidad completa. No obstante, tampoco debemos sacralizarlo. El capitalismo industrial ha encontrado la clave para crear infinidad de objetos, procesos y sucesos que hacen más cómoda nuestra vida. Pero comparto con Lipovetsky, que el reto está en aumentar la calidad de los mismos y para ello, es imprescindible colaborar en la formación estética del público promoviendo la “educación artística”: hay que crear deseos bellos, cultivar la ironía, y desterrar el mal gusto. La verdad está en juego.
Para muchos, es de sobra conocido el famoso “Experimento de la cárcel de Stanford”. Este ejemplo de sadismo adormecido, que puede despertarse en ciertos contextos, se ha encontrado en numerosos estudios. Esta situación, que no solo provoca conflicto sino que también lo legitima, arde desde lo más profundo de nosotros. Una persona común que te encuentras por la calle, sin ningún trastorno de personalidad extremo aparente, de pronto se encuentra quemando contenedores, rompiendo escaparates y bloqueando aulas. Todo esto, justificado por una ideología apoyada desde las propias instituciones. Así, en un breve momento, surge una posición que marca un antes y un después en nuestra conducta.
Gustave Le Bon, considerado por muchos como el padre de la psicología de masas, nos dice que, en ciertas circunstancias, un grupo de personas puede desarrollar características que son diferentes de las de cada individuo por separado. La conciencia individual desaparece, y los sentimientos y pensamientos de todos se alinean en una misma dirección. Surge así una entidad colectiva, temporal pero bien definida, que actúa como una masa organizada o masa psicológica. Esta masa se comporta como un solo ser y se rige por la ley de la unidad mental de las masas. Le Bon advierte que una masa no se forma en todas las circunstancias, sino solo bajo «la influencia de determinados excitantes». Estos actúan como una droga que dirige nuestros “sentimientos y pensamientos” hacia una dirección. Un conjunto de personas, por estas mismas circunstancias, no tiene que formar una masa, sino que incluso se puede formar por una serie de individuos separados entre sí pero movidos en un «determinado momento, bajo la influencia de ciertas emociones violentas (un gran acontecimiento nacional, por ejemplo), adquiriendo las características de una masa psicológica». Es, pues, y así lo distingue el autor, que la razón de ser de esta se deja guiar por elementos inconscientes: “instintos, pasiones y sentimientos idénticos” que, de algún modo, anulan “las actitudes intelectuales de los hombres y, en consecuencia, su individualidad”.
El conocimiento de la psicología de las masas nos lleva a la creación de valores sociales que puedan servir como soporte para determinadas ideologías. Tomemos como ejemplo la investigación sobre la sincronización de la menstruación en mujeres que viven juntas. Durante el auge del feminismo, en 1971, surgió la publicación de McClintock, que daba pie a este hecho. Esto sirvió para plantear la cooperación de las mujeres frente a la dominación masculina, como medida de defensa. Sin embargo, a medida que avanzaban las investigaciones, surgieron nuevos descubrimientos que, si bien no evidenciaban del todo lo anterior, sí hallaban errores de fondo. Independientemente de que esto dependa del azar o no, hay un hecho que resalta aquí y es, en palabras de Le Bon, «que por neutra que se le suponga, la masa se encuentra generalmente en un estado de atención expectante favorable a la sugestión».
En relación a toda esta volubilidad de la masa, se ha dado un fuerte movimiento identitario en nuestros tiempos, que tiene su razón de ser en las luchas contra la discriminación que sufren ciertos grupos marginales de nuestra sociedad. Hoy en día, sin embargo, todo esto ha girado, como nos dice la ensayista Mary Eberstadt, en referencia a las cada vez más continuas agresiones en los campus universitarios por turbas de estudiantes inflamados por lo políticamente correcto: “Es una verdad visceral el hecho de que el identitarismo sea el corazón y el alma de la política para muchas personas, dentro y fuera de Estados Unidos; una verdad visceral como las imágenes de disturbios en los campus universitarios, que ahora se ven con frecuencia y que hubieran conmocionado a la mayoría hace un par de décadas. Lo más singular acerca de dicha política es precisamente su emotivismo profundo e inmediato, su aterradora volatilidad y su ignición instantánea en una violencia irracional”.
Hoy en día, vivimos en un mundo cada vez más polarizado, que oscila entre extremos, construyendo realidades ficticias o quedándose atrapado en los sentimientos. Esta volatilidad es un reflejo de las críticas de Gustavo Bueno al idealismo alemán, describiéndolo como una especie de novela que se aleja de la estructura operacional real. En este sentido, Judith Butler y otros pensadores contemporáneos beben de estas corrientes idealistas, perpetuando una narrativa que desconecta de las condiciones tangibles y operacionales de la realidad, tal como sostiene Jesús García Maestro.
Referencias:
[1] Como trata la psicología social. [2] Gustave Le Bon, Psicología de las masas (Último Reducto, 2012), http://upcndigital.org.[3] Charlotte McDonald, “¿Es cierto que la menstruación se sincroniza cuando las mujeres viven juntas?”, New Mundo, 2016, http://bbc.com.[4] Le Bon, Psicología de las masas. [5] Mary Eberstadt, Gritos primigenios (cómo la revolución sexual creó las políticas de identidad) (RIALP, 2020), 36.
Larson, científico norteamericano y experto en computación, ha escrito el libro «El mito de la inteligencia artificial» para salir al paso de las posturas que afirman que las máquinas llegarán a ser superinteligentes y a pensar como lo hacemos los seres humanos.
Larson denomina a quienes se aferran a la inevitabilidad de la llegada de dispositivos o máquinas superinteligentes «evolucionistas tecnológicos» y asegura que su visión se enmarca en una concepción de la inteligencia simplista e inadecuada, reducida solamente a la forma de la resolución de problemas. Escribe:
«La inteligencia general (no débil) del tipo que todos exhibimos a diario no se debe a ningún algoritmo que se esté ejecutando dentro de nuestras cabezas, sino que recurre a la totalidad del contexto cultural, histórico y social desde el que pensamos y actuamos en el mundo. La IA apenas habría avanzado si sus diseñadores hubieran abrazado un entendimiento de la inteligencia tan amplio y complejo. A la vez, a resultas de la simplificación realizada por Turing, hemos acabado usando aplicaciones débiles y no tenemos ningún motivo para esperar otras más generales si antes no se produce una reconceptualización radical de lo que queremos decir al hablar de IA».
El hecho de que el término «inteligencia artificial» contenga la palabra «inteligencia» ha convertido este campo en un objeto de fantasía y especulación sobre la posibilidad de que las máquinas lleguen a superar a los seres humanos. De esta manera, el barullo publicitario en torno a la inteligencia artificial y los supuestos sobre máquinas ultrainteligentes que llegarán a dominar a nuestra especie, ha desplazado la atención de la inteligencia humana a la inteligencia tecnológica.
Durante la primera década de nuestro siglo –nos informa Erik Larson– nuevas tecnologías de «contenido generado por los usuarios» (como los wikis y los blogs) fueron vistas como una explosión de potencial humano. Hacia 2005 emergió una escuela de pensamiento que veía la Red —y, en especial, las tecnologías de la web 2.0— como una «nueva imprenta» destinada a liberar la inteligencia y la creatividad de los seres humanos.
Larson denomina a quienes se aferran a la inevitabilidad de la llegada de máquinas superinteligentes «evolucionistas tecnológicos» y asegura que su visión se enmarca en una concepción de la inteligencia simplista e inadecuada, reducida solamente a la forma de la resolución de problemas
Pero hoy esas ideas se han disuelto y la profetizada revolución intelectual ha quedado en el olvido. Actualmente son las máquinas, los sistemas, los que están en el centro del foco, alimentando la mitología popular de su ascenso imparable. Los superordenadores se han convertido en «cerebros gigantes».
Esta revolución de las máquinas ignora al ser humano. Se levanta una visión del mundo que rebaja el potencial humano en beneficio del ascenso de las máquinas. Escribe Larson: «La ciencia, antaño un triunfo de la inteligencia humana, parece ahora encaminarse hacia una ciénaga retórica sobre el poder del big data y de los nuevos métodos informáticos, donde el científico ha pasado a desempeñar el papel de un técnico que en esencia se dedica a comprobar teorías ya existentes en los superordenadores Blue Gene de IBM».
El mito de la inteligencia artificial, nos indica Larson, predice una comprensión tal de los principios del pensamiento inteligente que estos se podrán reducir a una labor de ingeniería que se va a programar en la robótica y en los sistemas de inteligencia artificial. Con acceso a volúmenes de datos, a la integración de esos datos y a las plataformas de análisis, las máquinas nos permitirán descubrir nuevos principios y teorías sin que sean necesarias las investigaciones humanas.
Los científicos ya no perderán el tiempo investigando de la manera tradicional:
«En la era de la IA, al parecer, no podemos esperar a que la teoría surja del descubrimiento y la experimentación. Tenemos que depositar nuestra fe en la supremacía de la inteligencia informática sobre la humana –asombrosamente, haciendo frente al misterio teórico sin solucionar que es el imbuir a los ordenadores una inteligencia flexible».
Surge, pues, frente a este «paradigma informático» un reto ético formidable para la ciencia: ¿están desapareciendo los valores científicos con esta rebaja del rol del hombre de ciencia? ¿Cuál es el signo del actual trastorno de la cultura? ¿Asistimos al advenimiento del antiintelectualismo o, quizás más trágico, del antihumanismo con esta mitología de unas máquinas superinteligentes que vienen a reemplazar a los humanos? ¿Se está desprestigiando la mente humana frente a las especulaciones sobre su sustitución por los programas informáticos?
El mito de la inteligencia artificial, nos indica Larson, predice una comprensión tal de los principios del pensamiento inteligente que estos se podrán reducir a una labor de ingeniería que se va a programar en la robótica y en los sistemas de inteligencia artificial
Larson nos dice que hoy en día nadie tiene la menor idea sobre cómo construir una inteligencia artificial general; que desde una posición genuinamente científica hay motivos de sobra para rechazar la idea de una marcha inevitable y lineal hacia las máquinas superinteligentes. Sin embargo, agrega, se está corriendo el riesgo, en nuestras sociedades, al hacer que estas máquinas actuales —de inteligencia artificial estrecha, limitada, «potentes eruditos idiotas»— entren en servicio en áreas importantes de la vida humana por las utilidades empresariales, de consumo y gubernamentales:
«Los coches sin conductor son un buen ejemplo de ello. Está muy bien hablar sobre los avances en el reconocimiento visual de los objetos hasta que, en algún punto de la larga cola de consecuencias imprevistas y, por consiguiente, no incluidas en los datos de entrenamiento, tu vehículo embiste un autobús lleno de gente en su intento por esquivar una torre eléctrica (es algo que ha pasado).
Fijémonos también en los problemas con el sesgo y el reconocimiento de imágenes: Google Photos estampó la etiqueta de GORILA sobre la foto de dos afroamericanos. Tras esa bomba de neutrones de los desastres de relaciones públicas, Google solventó el problema… deshaciéndose de las imágenes con gorilas en el conjunto de entrenamiento que usaba su sistema de aprendizaje profundo».
La incertidumbre fue una constante en la historia de la humanidad que llevó a explorar, descubrir, cuestionar y buscar respuestas.En esa búsqueda perpetua hubo intentos de eliminarla, creando máquinas que puedan revelar verdades, disipar dudas, evitar desacuerdos o hasta prevenir conflictos.
Dispositivos como la zairja, un artefacto usado por los mahometanos en el medioevo que tenía una función sorprendente: según el momento temporal en el que se la hacía una pregunta, generaba una respuesta rimada, como explica el teórico David Link.
Ibn Jaldún, considerado como uno de los grandes científicos sociales de la época, habló de ella en su Muqaddima (del árabe: Introducción a la historia universal), escrita en 1377. “Muchas personas distinguidas demostraron gran interés en utilizarla para obtener información sobrenatural, con la ayuda de la conocida operación enigmática que la acompaña”, señaló el polímata tunecino-andaluz. Indicó, sin embargo, que más que ser sobrenatural, funcionaba “a partir de un acuerdo entre la formulación de la pregunta y la respuesta… con la ayuda de la técnica llamada de ‘descomposición’” (es decir, álgebra).
La zairja utilizaba un conjunto de reglas predefinidas para combinar letras, números y símbolos, y se usaba para impulsar el razonamiento filosófico mediante la generación de combinaciones de ideas. “Su objetivo principal no era aclarar el pensamiento sino confundirlo”, por lo que “algunos han caracterizado a la zairja como una especie de ‘computadora inversa’”, afirma el artículo “La zairja: un dispositivo, una metodología, un campo de fuerza” del sitio web Boundary Language de Penn University.
Varios estudiosos consideran que las zairjas inspiraron y le sirvieron como modelo al místico Ramon Llull (1232-1315) en la creación de su propia máquina de ideas.
Ars Magna
Ramon Llull (c 1232-1316) nació en Palma de Mallorca. Tras una carrera militar, en 1266 abandonó su vida como soldado para dedicarse a convertir a los musulmanes al catolicismo. (Ilustración de «Das Buch Der Grossen Chemiker, Band I», de Gunther Bugge, publicado en Berlín, c 1929-1930)Getty Images
Llull, quien nació en la isla de Mallorca en el 1232, estaba convencido de que, usando lógica pura, se podía demostrar que el Dios cristiano era el único verdadero. Su plan era convertir a los infieles al cristianismo presentándoles argumentos que no pudieran refutar. Alrededor de la década de 1270, comenzó a armar su “Ars Magna” o el “Gran Arte”, que se conoció como el Arte Lluliano. Pensaba que la verdad podía ser automatizada, así que desarrolló un esquema partiendo de unos pocos axiomas básicos sobre los que todo el mundo podía estar de acuerdo.
Combinándolos en diferentes permutaciones, creyó que podía derivar todas las demás afirmaciones verdaderas. Era parecido a lo que el antiguo matemático griego Euclides hizo para probar teoremas matemáticos usando la lógica y el cálculo, un enfoque que los matemáticos todavía usan hoy en día. Solo que los axiomas de Llull no eran cosas como “dos líneas paralelas nunca se cruzarán”, sino “Dios es uno” y “Dios es eterno”. Estos, razonó, eran principios con los que cristianos, musulmanes y judíos estarían de acuerdo.
El arte lluliano consistía en usar diagramas y manipulaciones mecánicas, incluidas ruedas giratorias concéntricas, para combinar estos axiomas de manera que se transformaran en declaraciones más complejas sobre el mundo, no solo el espiritual sino también el material que estudiaban los filósofos naturales. Y representaba los axiomas con una notación simbólica en la que a cada uno se le asignaba una letra, formando una especie de alfabeto del pensamiento humano.
El Gran Arte era una especie de “ciencia de todas las ciencias”, una clave para la forma en que todo el conocimiento estaba racionalmente ordenado. Y sea cual fuera tu fe, no serías capaz de refutar esas verdades lógicas de la misma manera que no podías refutar la geometría de Euclides, creía Llull. Sostenía que su creación podía utilizarse para “desterrar todas las opiniones erróneas” y llegar a “la verdadera certeza intelectual alejada de toda duda”.
Aunque la vida le demostró lo contrario, siglos después surgieron algunos admiradores de su obra en medio del racionalismo de la Revolución Científica, en particular, el matemático y filósofo alemán Gottfried Leibniz.
Arte Combinatoria
Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) fue uno de los grandes pensadores de los siglos XVII y XVIII y es conocido como el último “genio universal”Getty Images
Leibniz se inspiró en la idea de Llull de crear un alfabeto simbólico del pensamiento humano que pudiera combinarse de acuerdo con reglas lógicas para generar teoremas y proposiciones más complejos a partir de los más simples. El método que se propuso desarrollar permitiría a sus practicantes generar ideas e inventos novedosos, así como analizar y descomponer ideas complejas y difíciles en elementos más simples.
Explicó el concepto en un libro de 1666 llamado Disertación sobre el arte de las combinaciones. Describió el método como la “madre de todos los inventos” que conduciría al “descubrimiento de todas las cosas”, un arte que traería el progreso del esfuerzo humano en áreas tan diversas como el derecho y la lógica, la música y la medicina, la física y la política. Por si fuera poco, era una máquina que disolvería desacuerdos.
“La única manera de rectificar nuestros razonamientos es hacerlos tan tangibles como los de los matemáticos, de modo que podamos encontrar nuestro error a simple vista, y cuando haya disputas entre personas, podamos decir simplemente: calculemos, sin más, para ver quién tiene razón”, escribió. El interés de Leibniz en esa mecanización del conocimiento como una aritmética de combinaciones lo llevó a inventar uno de los primeros dispositivos de cálculo mecánico: un precursor de las calculadoras que, con el tiempo, condujeron a la computadora.
Pero, eso estaba lejos de ser lo que había soñado desde que tenía 20 años, algo que lamentó en una carta de 1714, la cual revela que nunca abandonó ese sueño. “Me atrevería a añadir que, si hubiera estado menos distraído, o si fuera más joven o si hubiera contado con la ayuda de jóvenes talentosos, aún albergaría la esperanza de crear una especie de spécieuse générale, en la que todas las verdades de la razón se reducirían a una especie de cálculo.
“Al mismo tiempo, ésta podría ser una especie de lenguaje o escritura universal, aunque infinitamente diferente de todos los lenguajes de ese tipo que se han propuesto hasta ahora, pues los caracteres y las palabras mismas darían instrucciones a la razón, y los errores (excepto los de hecho) serían sólo errores de cálculo”. Murió dos años más tarde, pero en el siglo XIX otro matemático y filósofo se obsesionaría como él y Llull con la idea de crear un sistema de lenguaje que pudiera poner fin a los desacuerdos y calcular la verdad mediante la certeza matemática.
Las leyes del pensamiento
El matemático George Boole (1815-1864) se convirtió en uno de los padres fundadores de la informática y la ingeniería modernas, a pesar de nunca terminar la escuelaGetty Images
“Mi marido me dijo que cuando era un muchacho de 17 años, de repente se le ocurrió una idea que se convirtió en la base de todos sus descubrimientos futuros”, escribió en 1901 la matemática y filósofa Mary Everest Boole (1832-1916). “Fue un destello de intuición psicológica sobre las condiciones en las que una mente acumula más fácilmente conocimientos”. Hablaba de su esposo, George Boole, un matemático autodidacta nacido en la pobreza que pasó su corta vida descifrando esa visión.
Su misión también lo llevaría a buscar proposiciones simples para usarlas como punto de partida. El resultado fue la invención de un sistema conocido como el álgebra de Boole, o álgebra booleana, una estructura que esquematiza las operaciones lógicas. Booles simplificó el mundo en enunciados básicos que tenían por respuesta Sí o No, utilizando para ello aritmética binaria.
“Las interpretaciones respectivas de los símbolos 0 y 1 en el sistema de lógica son Nada y Universo”, dijo. Y utilizó el concepto de puertas lógicas, o preguntas, que exploran un enunciado. Las puertas lógicas más básicas son, en el lenguaje original de Boole, AND, OR o NOT. Es decir, Y, O o No en español. Esas tres puertas se podían combinar para crear enunciados más complejos.
Introdujo el concepto por primera vez en 1847 y lo amplió en 1854 en su obra “Las leyes del pensamiento”. Según su esposa, cuando se enteró de las anticipaciones de Leibniz sobre su propia lógica, sintió “como si Leibnitz hubiera venido y le hubiera estrechado la mano a través de los siglos” (M. E. Boole 1905). Pero, para su decepción, su obra no fue apreciada fuera de los círculos matemáticos.
No obstante, como le dijo a un amigo en 1851, intuía que la lógica booleana podría ser “la contribución más valiosa, si no la única, que he hecho o que probablemente haga a la ciencia y el motivo por el que desearía que me recuerden, si es que me van a recordar, póstumamente”. Murió a los 49 años sin saber que no sólo sería recordado sino que su invento es clave para la programación de hoy en día. Está presente en todas partes: desde la programación detrás de los videojuegos, hasta el código de las aplicaciones que usamos y los programas de las computadoras.
¿Inteligencia artificial?
Las computadoras, no siempre son máquinas de la verdadGetty Images
Si le preguntás a ChatGPT, un modelo de lenguaje actual creado por investigadores de OpenAI, si tiene alguna conexión con esos intentos del pasado, responde: “Sí, hay una clara progresión que vincula a la zairja, el Ars Magna de Llull, la “Dissertatio de Arte Combinatoria” de Leibniz, las “Leyes del Pensamiento” de Boole y ChatGPT.
“Cada uno de ellos contribuye al desarrollo de la lógica combinatoria, el razonamiento simbólico y la inteligencia artificial. Desde las primeras herramientas combinatorias hasta los sistemas de inteligencia artificial modernos, vemos un hilo conductor intelectual: el deseo de mecanizar el razonamiento y sintetizar el conocimiento mediante la combinación de símbolos y lógica. ChatGPT representa la culminación moderna de este viaje, en el que el razonamiento simbólico se ha ampliado mediante el aprendizaje estadístico para generar lenguaje natural e interactuar con los humanos de formas muy sofisticadas”.
¿Notaste que en ninguna parte habla de automatizar la verdad o disipar desacuerdos? Las computadoras son un logro que muy probablemente maravillaría a Llull, Leibniz y Boole, pero más que máquinas de la verdad son máquinas de información. La incertidumbre, que rinde muchos frutos, tanto amargos como dulces, no dejó de ser una constante.
Pese a su gran talento para las matemáticas, prefirió desarrollar una carrera en humanidades; esta es su fascinante historia
Como lo hizo en la primaria, brilló en la secundaria. En el último año, el adolescente se especializó en matemáticas y ganó una competencia nacional al resolver un problema que formuló nada más y nada menos que Pascal en una carta a -nada más y nada menos- que Fermat. No hablamos deAlbert Einstein, sino de Henri Bergson, quien, pese a su gran talento para las matemáticas, prefirió desarrollar una carrera en humanidades.
Se convirtió en uno de los filósofos más eminentes de inicios del siglo XX. De hecho, llegó a ser una especie de celebridad global. Se cuenta que una de sus presentaciones en la Universidad de Columbia generó tanto entusiasmo que causó el primer embotellamiento de tráfico en Broadway, recuerda Mark Sinclair en su libro Bergson.
El 6 de abril de 1922 y en un mismo recinto, ambas figuras ofrecieron sus ideas -opuestas- sobre el tiempo. Einstein era famoso, ya había publicado su teoría de la relatividad. Sin embargo, “Bergson tenía buenos motivos para sentirse más poderoso que su rival”, señala Jimena Canales en el libro El físico y el filósofo. Y es que el pensador francés, casi 20 años mayor que Einstein, era renombrado por su teoría sobre el tiempo.
La historiadora de la ciencia le cuenta a BBC Mundo que ese día, el gran físico conocería a “un hombre que no olvidaría jamás”.
El encuentro
Einstein había llegado a París procedente de Berlín para participar en algunos eventos, entre ellos el de la Société française de philosophie, que lo había invitado a exponer su punto de vista sobre el espacio y el tiempo. Ese 6 de abril fue una “fecha destacable” para el físico, indica Canales, quien hace notar que había razones por las cuales se sentía nervioso.
Einstein caminando por Berlín en 1920Ullstein bild via Getty Images
Tras la Primera Guerra Mundial, las relaciones entre las comunidades científicas alemana y del extranjero eran casi inexistentes. La situación social y política aún era delicada. “Pero, sobre todo, porque en el público de una de sus charlas estaba una persona que era más reconocida que él. Aunque ahora el nombre de Einstein es más conocido, en ese momento era al revés”.
Otro factor era el idioma. Pese a que el físico hablaba bien francés, no se sentía del todo cómodo. Einstein habló primero y Bergson, quien no tenía planeado intervenir, fue prácticamente empujado a hacerlo por uno de sus estudiantes. “En concreto, me parece que el problema del tiempo no es el mismo para Einstein que para Bergson”, dijo Édouard Le Roy, quien invitó al filósofo a tomar la palabra.
Bergson “respondió a regañadientes”, dice la historiadora. “Insistió que estaba allí para escuchar”, como lo había hecho el día anterior en la conferencia que el físico había ofrecido en el Collège de France.
La frase
Bergson llevaba una década pensando sobre la teoría de la relatividad y estaba a punto de publicar Durée et simultanéité (Duración y simultaneidad), un libro sobre dicha teoría. En su intervención, de unos 20 minutos, el filósofo alabó y felicitó a Einstein. Su intención no era criticar su teoría, mucho menos incitarlo a debatir.
Bergson ganó el Premio Nobel de Literatura en 1927Getty Images
“No presento ninguna objeción contra su teoría de la simultaneidad, así como tampoco contra la teoría de la relatividad en general”, dijo. “Lo que quiero exponer es simplemente esto: una vez admitimos que la teoría de la relatividad es una teoría física, no todo queda cerrado”. Es decir, para Bergson, la filosofía todavía tenía un espacio. Pero, Einstein sentenció: “El tiempo de los filósofos no existe”.
“Esa frase, ese momento, marcó el paso de la batuta de estudiar el tiempo filosóficamente a estudiarlo científicamente”, señala Canales. “Abrió una caja de pandora sobre la relación entre la ciencia y la filosofía. Ese día se transformó en un debate que duró el resto del siglo y que refleja una de las divisiones más importantes del siglo: las ciencias y las humanidades”.
La investigadora escribió que “durante el cara a cara entre el mayor filósofo y el mayor físico del siglo XX, el público aprendió a ser ‘más einsteiniano que Einstein’”.
¿En qué se diferenciaban?
Sinclair, quien es profesor de Filosofía de la Universidad Queen’s de Belfast, le explica a BBC Mundo las concepciones del tiempo de Bergson y Einstein. “La de Bergson se enfocó en la experiencia vivida del tiempo y sostuvo que esta experiencia no se puede reducir al tiempo cuantificado y, por lo tanto, al tiempo medido por los relojes”.
Las teorías de Einstein revolucionaron nuestra visión del Universo y de conceptos como el tiempo y el espacioGetty Images
“Existe una experiencia puramente cualitativa y subjetiva del paso del tiempo, antes de que lleguemos a cuantificarlo, pero esta es la verdad del tiempo y no una mera deformación subjetiva de un hecho originalmente objetivo”. La visión del tiempo de Einstein, explica el experto, es casi diametralmente opuesta a la del filósofo.
El físico consideraba que la experiencia del paso del tiempo era “secundaria, incluso ilusoria, y que la verdad del tiempo residía más allá de la experiencia individual”. “El espacio y el tiempo habían sido considerados constantes, pero cuando se descubrió que la velocidad de la luz era una constante invariable, Einstein, para asegurar la objetividad de la física, estaba dispuesto a imaginar que el tiempo y el espacio no eran lo que pensábamos que eran: se ‘dilatan’ según el marco de referencia de cada uno y la velocidad a la que se viaja”.
En ese marco, Einstein llegó a una noción de “espacio-tiempo” en la que el tiempo es otra dimensión del espacio.
Bergson sobre el tiempo de Einstein
El profesor señala que para Bergson, la concepción del tiempo de Einstein no era más que “una radicalización de una tendencia de sentido común a tratar el tiempo como espacio”.
El autor de “En busca del tiempo perdido”, Marcel Proust, recibió la influencia de la filosofía de BergsonFine Art Images/Heritage Images via Getty Images
“Pensamos que el tiempo consiste en el pasado, el presente y el futuro, pero en cuanto separamos estos tres aspectos y los representamos en una línea de tiempo, hemos, de hecho, espacializado el tiempo. En el tiempo no hay líneas, para eso se necesita el espacio”.
El tiempo de Einstein, señala Sinclair, es un tiempo que no podemos experimentar. “Yo no puedo experimentar la dilatación del tiempo, solo puedo presuponer que el espacio y el tiempo se están dilatando para la persona que se aleja de mí a miles de kilómetros por segundo”.
Para Einstein, debían dilatarse porque de no hacerlo, “la física se encontraría en una maraña imposible”. Aunque Bergson reconocía que era una teoría interesante, para él seguía siendo solo eso: una teoría.
Más que una manecilla
La respuesta de que el tiempo es lo que marca un reloj, se le hacía a Bergson “realmente absurda e infantil porque los relojes están hechos para medir el tiempo”, explica Canales. Veía una circularidad en esa definición.
Bergson escribió: “El tiempo es lo que se hace, e incluso lo que hace que todo se haga”Getty Images
Como cualquier otro instrumento de medición, los relojes, que son construidos y usados para propósitos humanos, son “leídos” y, ese leer, Bergson lo entendía de manera filosófica. “No era simplemente una aguja apuntando a un número, que fue la definición de Einstein”.
El que la manecilla pequeña de un reloj marque el número 7 representaba para Bergson “una lectura que necesitaba educación, memoria, recordar qué es el número 7, qué es la aguja”.
De acuerdo con la autora, mientras Bergson profundizó en las bases filosóficas y metafísicas detrás de la teoría de la relatividad, Einstein no quería hablar de ellas. Para el filósofo, no se podía tener una sociedad basada en “creer en la ciencia como tal” sin una mirada crítica, histórica, social, política.
Bergson escribió: “El tiempo es lo que se hace, e incluso lo que hace que todo se haga”. Según la historiadora, para el pensador el tiempo de los relojes es un aspecto del tiempo real y el tiempo entendido de una manera más profunda hace que ese tiempo surja.
Los gemelos
En Duración y simultaneidad, Bergson abordó la paradoja de los gemelos, clave en la teoría de Einstein. El físico teórico Carlo Rovelli explica dicha paradoja en su libro “¿Y si el tiempo no existiera?”: “Si uno de los gemelos viaja a gran velocidad alejándose del otro, y luego regresa, cuando se encuentren tendrán edades diferentes: el que nunca ha cambiado de velocidad será el más viejo”.
“Se han realizado experimentos concretos (no con gemelos, sino con relojes idénticos muy precisos a bordo de aviones rápidos) y cada vez se ha comprobado que el mundo funciona exactamente como lo entendió Einstein: los dos relojes marcan horas distintas cuando se reúnen de nuevo”.
“El tiempo es propio de cada objeto y depende de su movimiento”, señala el físico teórico Carlo RovelliGetty Images
Volvamos al filósofo: Bergson planteó, en su libro, que ese retraso de un reloj con respecto al otro no existía. “Pero su punto era mucho más profundo que un comentario simplemente técnico”, aclara Canales. “Su punto era que en ese ejemplo, Einstein confundía relojes con personas, con viajeros, y confundía el tiempo marcado por un reloj con el tiempo vivido y que para pensar en la relación entre el tiempo vivido y el tiempo del reloj habría que pensar sobre la relación entre las máquinas, lo material, y lo humano, lo vivo”.
“Al asumir que lo que marca un reloj y lo que vive temporalmente un ser viviente es lo mismo, Einstein estaba cayendo en el error cartesiano de equiparar a los humanos con las máquinas”. Bergson no cuestionó las afirmaciones científicas de Einstein sobre la relatividad, lo que desafió fue cómo el físico las interpretó, afirma la investigadora. Creía que era “una metafísica injertada en la ciencia”. Para el filósofo el tiempo no debía entenderse únicamente a través de la ciencia.
Einstein sobre el tiempo de Bergson
La posición de Einstein frente a Bergson era que la filosofía tenía otra visión del tiempo que, “al no ser objetiva, tampoco era real, tenía que ver con ideas y, por tanto, no estaba acotada a la realidad”, le indica Canales a BBC Mundo.
De acuerdo con Sinclair, el físico se oponía a la idea de que la filosofía tuviera derecho legítimo a un tiempo que solo ella podía abordar. “Para Einstein, el tiempo del físico no es radicalmente diferente del tiempo psicológico, por lo que, según su explicación, la ciencia puede informarnos sobre la naturaleza del tiempo de manera muy simple”.
La polémica ocurrida en el encuentro en París y el libro de Bergson hicieron que los seguidores de Einstein se volvieran muy críticos del filósofo.
Entre los varios libros escritos por Bergson están: «Las dos fuentes de la moral y de la religión», «Materia y memoria» y «La evolución creadora»Corbis via Getty Images
El profesor nos recuerda que en la segunda edición de Duración y simultaneidad”, Bergson aseguró que había sido malinterpretado y aclaró el punto. Sin embargo, los cuestionamientos hacia el filósofo continuaron y, sumados a otros factores, su figura empezó a decaer.
“En general, se consideraba que Bergson había perdido la discusión con Einstein”, dice el profesor. “En otras palabras, se consideraba que, de algún modo, la ciencia había triunfado sobre la filosofía, y se llegó a pensar que, si queremos aprender sobre la naturaleza del tiempo, debíamos recurrir a los físicos en lugar de a los filósofos”.
Canales asevera que lo que se había transformado en “una especie de competencia entre dos titanes sobre quién tenía la autoridad para hablar del tiempo”, terminó en el momento en que la ciencia le arrebató el tema a la filosofía.
Una paradoja privada
Meses después del debate, a Einstein le concedieron el Premio Nobel de Física por su trabajo sobre el efecto fotoeléctrico, no por la teoría de la relatividad. En la presentación de la distinción, el presidente del Comité del Nobel dijo: “No es ningún secreto que el famoso filósofo Bergson ha desafiado esta teoría en París”.
Cuando era profesora en la Universidad de Harvard, Canales escribió El físico y el filósofo: Einstein, Bergson y el debate que cambió nuestra comprensión del tiempo (traducción de Àlex Guàrdia Berdiell, Arpa Editores). Halló fascinante rescatar el encuentro entre ambos personajes cuyas visiones no lograron conciliar.
“Bergson siguió pensando de la misma manera y no volvió a hacer comentarios públicos sobre Einstein o su teoría”, dice la autora. “Einstein continuó criticando a Bergson en cartas que le mandó a terceros”.
Einstein, en su casa, en Estados UnidosGetty Images
Duración y simultaneidad se volvió una especie de “libro malo” porque “la lectura común” fue que Bergson se había equivocado en su interpretación de la teoría de la relatividad y eso, dice la autora, fue una visión “demasiado simplista”.
Adentrarse en ese libro fue revelador, como también lo fue leer escritos del físico. “Einstein por fin lee el libro de Bergson y escribe, en su propio diario de viaje, que cree que Bergson entendió la teoría perfectamente bien.Como historiadora me sorprendió muchísimo, al leer la correspondencia privada de Einstein, que su descripción del tiempo era muy bergsoniana”.
“A Einstein frecuentemente le faltaba el tiempo, pensaba que el tiempo iba más rápido de lo que él quería”. Queda claro que él sentía esta paradoja de manera personal, muy íntima. Había cuestiones del tiempo que no podía comprender, ni explicar”.
Fue el faro de la revolución latinoamericana. Su pensamiento está profundamente vinculado a la praxis. Para él, las ideas filosóficas y políticas debían estar al servicio de la acción transformadora. Su objetivo era ofrecer herramientas críticas para la lucha de clases y la construcción del socialismo.
Al comenzar a trabajar como periodista muy joven, José Carlos Mariátegui (1894-1930) observó de cerca las tensiones sociales y políticas de su país, Perú, lo cual le llevó a una profunda conciencia social. En 1919 viajó a Europa y conoció los efectos que en los países europeos había tenido la Revolución rusa, algo que lo acercó al marxismo.
En Europa también vio el auge del fascismo italiano, asunto sobre el que teorizó en sus escritos. En 1923 regresó a Perú y se involucró activamente en la política del país. Es conocido por ser el fundador del Partido Socialista Peruano (antecesor del Partido Comunista del Perú) y de la Confederación General de Trabajadores del Perú. A lo largo de su vida desarrolló su pensamiento fundamentalmente en artículos periodísticos. Creó la revista Amauta, donde publicó una parte importante del pensamiento que hoy conocemos de Mariátegui.
El renovado interés por el marxismo, y especialmente por aquel específicamente preocupado por la cuestión racial, las comunidades indígenas o la problemática de género lo hace un autor muy actual que sigue siendo enormemente influyente hoy, motivo por el que también se siguen editando parte de sus textos. Una de las últimas publicaciones de mayor relevancia es Mariátegui. Teoría y revolución, de Juan Dal Maso (Ediciones IPS, 2023).
1 Un pensador original, no sistemático
La mayor parte del pensamiento de Mariátegui la encontramos en sus textos periodísticos. No construyó, en este sentido, una obra teórica completa o cerrada que siguiera un esquema lógico riguroso, como lo hicieron otros filósofos o teóricos. Sin embargo, esto no significa que su pensamiento careciera de coherencia o profundidad. Era más bien un pensador flexible, que combinaba diversas influencias intelectuales para adaptarlas a la realidad latinoamericana. Este enfoque abierto le permitió ser original en sus análisis, especialmente al abordar la problemática social y política de Perú y América Latina en general.
Mariátegui era un marxista comprometido que adaptaba el marxismo a las condiciones específicas de su contexto, como las características del campesinado indígena en Perú y la relación con el imperialismo. Sus reflexiones, algo fragmentarias, abarcan una amplia gama de temas (arte, cultura, política o economía). A pesar de esta fragmentariedad, su obra es profundamente coherente en términos de su compromiso con la revolución socialista y su crítica al capitalismo y a las estructuras coloniales y burguesas en América Latina.
Su falta de sistematicidad podría deberse a un rechazo consciente del academicismo, cuyo enfoque rígido podía no ser adecuado para comprender la complejidad de la realidad latinoamericana. Además, su pensamiento está profundamente vinculado a la praxis. Para él, las ideas filosóficas y políticas debían estar al servicio de la acción transformadora. Su objetivo era ofrecer herramientas críticas para la lucha de clases y la construcción del socialismo.
Para Mariátegui, las ideas filosóficas y políticas debían estar al servicio de la acción transformadora
2 Internacionalismo
El internacionalismo es clave en su pensamiento. En su libro La escena contemporánea, así como en algunos artículos, Mariátegui se dedicó específicamente a la reflexión sobre problemas internacionales. Para él, el internacionalismo no solo es un ideal, sino también una realidad capitalista que obliga a desarrollar una solidaridad de los trabajadores más allá de fronteras nacionales.
En una conferencia dictada en 1923 («Internacionalismo y nacionalismo»), Mariátegui sostiene que la internacionalización de la economía capitalista es la base material que da lugar al internacionalismo como fenómeno histórico. Para él, las naciones occidentales que se han integrado en la civilización europea y capitalista han establecido vínculos y lazos que trascienden las fronteras nacionales. El capitalismo no produce para mercados nacionales, sino para el mercado internacional, lo que lleva a la expansión global del capital y la competencia a nivel mundial.
En este momento, los grandes bancos y las industrias capitalistas de Europa y Estados Unidos se habían vuelto entidades internacionales, invirtiendo en diferentes países y continentes. La producción y el flujo de capitales no reconocen fronteras, lo que crea una economía profundamente interconectada. Los capitalistas de distintos países compiten por mercados, materias primas y recursos internacionales.
Como contrapartida a esta internacionalización del capitalismo, Mariátegui subraya que también se ha desarrollado una necesaria solidaridad internacional entre los trabajadores. Desde la creación de la Primera Internacional por Marx y Engels, el proletariado ha entendido que sus luchas nacionales son también una lucha contra el capitalismo global.
Por tanto, el internacionalismo es tanto un hecho consumado (la internacionalización de la economía bajo el capitalismo) como un ideal socialista que busca una organización internacional del proletariado.
3 Crisis civilizatoria
Mariátegui no solo habla de que el capitalismo genere crisis económicas recurrentes, sino de la existencia de una crisis más amplia, que afectaba a la civilización capitalista occidental. Esta crisis incluía aspectos económicos, pero iba mucho más allá: hacia lo político, filosófico y cultural. Es decir, esta idea de crisis de civilización va más allá de la simple crisis económica, sugiriendo que lo que está en juego es el destino de todo un modo de vida y una forma de organización social: la civilización capitalista occidental.
En un contexto de guerras mundiales y cracks recurrentes, Mariátegui analiza la crisis como un fenómeno integral. Señala que la decadencia del capitalismo no solo se manifiesta en términos de empobrecimiento económico o inestabilidad política, sino también en la decadencia de las ideas filosóficas y la estructura moral que sustentan esa civilización. Las filosofías que antes sostenían el capitalismo, como el positivismo y el racionalismo, están en declive, lo que marca una crisis ideológica profunda.
Tal como plantea Dal Maso en su libro, Mariátegui observó que uno de los síntomas más evidentes de esta crisis de civilización es la extensión del relativismo filosófico, que desmorona las certezas del progreso y la razón que habían caracterizado a la era moderna. Señala que la generación que fue educada en la creencia de un «progreso ascendente» se encuentra ahora en una situación en la que ese progreso está siendo cuestionado. El escepticismo y el relativismo que penetran las filosofías de la sociedad burguesa son los signos más evidentes de que no solo la economía está en crisis, sino toda la civilización occidental capitalista.
También interpreta la crisis de la democracia liberal como una manifestación de esta crisis más amplia. La incapacidad de la democracia burguesa para resolver los problemas de gobernabilidad y su tendencia a pactar con fuerzas reaccionarias, como el fascismo, son síntomas de su agotamiento. El sistema democrático burgués está en declive, lo que refuerza la idea de que la crisis no es simplemente de un sistema económico, sino de un orden civilizatorio completo.
Mariátegui vincula el surgimiento de movimientos como el fascismo y el bolchevismo con esta crisis de civilización. Mientras que el fascismo representa una reacción contrarrevolucionaria ante el colapso de la democracia liberal burguesa, el bolchevismo plantea la posibilidad de una salida revolucionaria que marque el fin de la civilización capitalista y el surgimiento de una nueva civilización proletaria. Frente a la decadencia de la civilización capitalista, Mariátegui ve la posibilidad de una nueva civilización socialista emergiendo de la crisis. Esta nueva civilización, basada en el proletariado y en principios socialistas, es la alternativa histórica a la civilización capitalista en ruinas. La crisis, entonces, no solo es destructiva, sino también germen de una nueva era.
Mariátegui analiza la crisis como un fenómeno integral. Señala que la decadencia del capitalismo no solo se manifiesta en términos de empobrecimiento económico o inestabilidad política, sino también en la decadencia de las ideas filosóficas y la estructura moral que sustentan esa civilización
4 El fascismo
El primer artículo de Mariátegui sobre el fascismo es de 1921 («Algo sobre el fascismo. ¿Qué es, qué quiere, qué se propone hacer?»), aunque continuó la reflexión en los años siguientes. Mariátegui fue uno de los primeros en entender que el fascismo no era simplemente una forma más de reacción conservadora, sino un movimiento contrarrevolucionario moderno que movilizaba sectores sociales específicos con métodos y fines propios.
Entiende el fascismo como una reacción violenta al ascenso de la clase obrera y las revoluciones socialistas que habían sacudido Europa tras la Primera Guerra Mundial. En lugar de ser un movimiento tradicional conservador, el fascismo surgió como una respuesta militante y movilizadora de sectores de la pequeña burguesía, decepcionados con la democracia liberal y temerosos del avance del socialismo.
El fascismo presenta una ideología confusa y contradictoria, que mezcla elementos reaccionarios y aparentemente revolucionarios. A pesar de carecer de un programa claro y coherente, el fascismo actúa con decisión y violencia, lo que le da un aura de dinamismo y capacidad de acción en un momento de crisis política. Esta ambigüedad ideológica es parte de su atractivo, pues permite al fascismo capitalizar el descontento popular sin tener que ofrecer un proyecto concreto.
Mariátegui también observa que el fascismo tiene contradicciones internas que pueden llevar a su debilidad en momentos de paz o estabilidad. Señala que puede triunfar en la guerra civil y en el conflicto, pero en un contexto de paz, su cohesión como movimiento se debilita, pues es un ejército contrarrevolucionario más que un verdadero partido político con un programa sólido para la gobernanza.
Además, su aparente contraposición con el liberalismo es relativa. Mientras ataca abiertamente los principios del liberalismo y el parlamentarismo, en realidad absorbe elementos liberales. Incluso si el fascismo desprecia a la democracia burguesa, termina adoptando sus recursos, como alianzas con sectores liberales, para reforzar su propio dominio. Por su parte, los liberales no son capaces de hacer frente al fascismo. Señala cómo muchos de los antiguos liberales, que en teoría se oponían al fascismo, terminaron colaborando con él, facilitando su ascenso al poder.
A medida que el fascismo se consolida en el poder, Mariátegui predice que perderá su carácter «heroico» y «épico», para convertirse en una dictadura burocrática más tradicional, similar a las que ya habían existido en Italia y otras partes de Europa. Esta transformación es parte del proceso por el cual el fascismo, aunque inicialmente se presenta como revolucionario, en última instancia se convierte en otra forma de dominio autoritario burgués.
El fascismo presenta una ideología confusa y contradictoria, que mezcla elementos reaccionarios y aparentemente revolucionarios. A pesar de carecer de un programa coherente, actúa con decisión y violencia, lo que le da un aura de dinamismo en un momento de crisis política
5 Un marxismo latinoamericano
Mariátegui es considerado un pionero en la adaptación del marxismo a la realidad latinoamericana, aunque a lo largo del tiempo su figura ha sido objeto de diferentes interpretaciones y apropiaciones de distinto tipo.
Las lecturas más recientes apuntarían a que el «marxismo latinoamericano» sería una corriente que se diferenciaría del marxismo clásico europeo por su énfasis en las alianzas frentepopulistas, es decir, alianzas entre los movimientos revolucionarios y las burguesías nacionales en el marco de una lucha por la liberación nacional. Sin embargo, tal y como señala Juan Dal Maso, Mariátegui no defendía un tipo de marxismo frentepopulista. En lugar de eso, tenía una visión de clase mucho más clara y radical, centrada en la independencia de la clase trabajadora y su rol protagónico en la revolución.
En las últimas décadas, parte del pensamiento decolonial ha hecho una nueva lectura de Mariátegui, presentándolo como un precursor de posturas antimarxistas y antioccidentales. Los defensores de esta corriente han intentado asociar a Mariátegui con sus propias críticas al marxismo, tratando de convertirlo en un pensador más centrado en la cuestión nacional y étnica que en la cuestión de clase. Sin embargo, Mariátegui tenía un marxismo de clase, aunque con sensibilidad a la realidad indígena y específicamente latinoamericana.
Introduce una serie de originalidades en la interpretación del marxismo en América Latina, como su análisis de la problemática indígena y su relación con el capitalismo y el imperialismo, además de su atención a la cuestión de las comunidades rurales y su posible rol en una revolución socialista. Estas contribuciones enriquecen el pensamiento marxista, haciendo que su obra sea relevante no solo en América Latina, sino también en el debate marxista internacional.
6 Revolución proletaria
Mariátegui conecta el destino de la clase trabajadora con un proceso revolucionario global, destacando la importancia de la lucha de clases, pero también adaptando el enfoque marxista a la realidad social y económica de Perú.
La crisis integral del capitalismo de la que hablamos antes es el contexto principal en el que se desarrollan las condiciones para la revolución. El colapso económico y político del capitalismo crea las condiciones objetivas para la revolución, porque pone en cuestión toda una civilización capitalista. La revolución proletaria no es un evento aislado, sino el desenlace histórico inevitable de una crisis estructural que afecta a todas las dimensiones de la sociedad.
En este sentido, Mariátegui observa que la Primera Guerra Mundial fue el detonante revolucionario como la Revolución rusa. La guerra imperialista es una manifestación de la crisis capitalista, y la respuesta a esta crisis toma la forma de revoluciones proletarias. Mariátegui ve en la Revolución rusa un modelo clave para la revolución proletaria mundial. Señala que la experiencia de los soviets (consejos de trabajadores, campesinos y soldados) y la organización del Estado proletario en Rusia ofrece una forma política nueva, la dictadura del proletariado, que rompe con la democracia liberal burguesa.
Mariátegui resalta la importancia del soviet como una estructura de poder revolucionario que permite una conexión directa entre el proletariado y el poder político. En Rusia, los soviets se convirtieron en la base del poder proletario, reemplazando a las instituciones de la democracia burguesa. Mariátegui destaca que los soviets representan no solo al partido, sino a todo el proletariado, permitiendo una forma de poder desde abajo que es dinámica y refleja el estado de ánimo de las masas trabajadoras.
Mariátegui entiende que la revolución proletaria no puede ser un fenómeno estrictamente nacional. Aunque cada país tiene sus peculiaridades, la revolución debe ser internacional. En sus escritos, enfatiza que las luchas revolucionarias en Europa, América Latina y Oriente están vinculadas, y que la victoria de una clase trabajadora en un país debe inspirar y apoyar los procesos revolucionarios en otras partes del mundo.
No solo se enfoca en Europa o Rusia, sino que Mariátegui también ve en la Revolución mexicana un ejemplo importante para América Latina. Si bien la revolución en México tiene características propias, él la considera parte del proceso global de lucha contra el imperialismo y el capitalismo. La Revolución mexicana muestra que las fuerzas campesinas e indígenas también pueden jugar un papel decisivo en las revoluciones socialistas de la región.
Para Mariátegui, la construcción de un partido juega un papel esencial en la revolución proletaria, motivo por el cual se propuso fundar el Partido Socialista Peruano, y este partido debe estar profundamente vinculado con las masas trabajadoras y su autoorganización.
Mariátegui observa que la Primera Guerra Mundial fue el detonante revolucionario como la Revolución rusa. La guerra imperialista es una manifestación de la crisis capitalista, y la respuesta a esta crisis toma la forma de revoluciones proletarias
7 El proletariado y el pueblo indígena: piezas centrales
El rol del proletariado peruano es esencial para su concepción de la revolución en América Latina. En la conferencia «La crisis mundial y el proletariado peruano» de 1923, dictada hacia un público de obreros y estudiantes, planteó la importancia de que el proletariado peruano no se limita a ser un espectador, sino un elemento activo en la escena internacional. Mariátegui considera que el proletariado peruano tiene un papel fundamental en la revolución, pese a tratarse Perú de un país donde el peso de las comunidades indígenas es mayor que en el centro imperialista. Ambos sectores, de la mano, son el motor central revolucionario.
Para esta tarea, el proletariado peruano debía desarrollar una conciencia de clase clara y autónoma, alejada de cualquier alianza subordinada a los intereses de la burguesía. En sus discursos y escritos, enfatiza que el socialismo no puede realizarse si el proletariado no está consciente de su poder como clase y de su papel en la construcción de una nueva sociedad.
Mariátegui destacaba que el proletariado peruano no puede llevar a cabo la revolución sin establecer una alianza estratégica con el campesinado indígena. Esta alianza es esencial debido a las características específicas de la estructura social y económica de Perú, donde los campesinos indígenas constituyen una gran parte de la población y están sometidos a condiciones de explotación severas.
Para que este proceso se lleve a cabo, es necesario un proceso de educación política. A través de sus escritos, Mariátegui trató de crear una conciencia revolucionaria entre los trabajadores peruanos, promoviendo el estudio del marxismo, el análisis de las condiciones locales y la importancia de la solidaridad internacional. Consideró que la formación ideológica del proletariado es esencial para que este pueda asumir su rol histórico, así como la construcción de sus propias herramientas de clase, motivo por el cual participó activamente en la construcción del Partido Comunista de Perú.
8 Relación con el estalinismo
Su compromiso con el marxismo y su admiración por la Revolución rusa le llevó a no ser un seguidor acrítico de la deriva burocrática de la Unión Soviética y mantuvo una postura crítica y, en muchos sentidos, autónoma, haciendo de su marxismo una doctrina mucho menos dogmática.
Si bien es cierto que Mariátegui nunca se dedicó abiertamente a criticar a Stalin en sus escritos y manifestó también diferencias con la Oposición de Izquierda liderada por León Trotsky, que resistía la burocratización de la URSS, su pensamiento sí muestra una resistencia implícita a los elementos autoritarios y dogmáticos del estalinismo. Mariátegui defendía un marxismo vivo y dinámico, adaptado a las realidades latinoamericanas, lo que contrasta con el enfoque centralizado y rígido que caracterizó al estalinismo.
Por otra parte, Mariátegui planteó una posición de independencia de la clase burguesa del país de turno, algo que lo alejó del frentepopulismo promovido por Stalin, que abogaba por alianzas entre los partidos comunistas y las burguesías nacionales en determinados contextos. Esto le llevó a tener tensiones con el comunismo oficial de la Internacional Comunista.
Mariátegui destacaba que el proletariado peruano no podía llevar a cabo la revolución sin establecer una alianza estratégica con el campesinado indígena
9 Arte y revolución
El arte y su relación con las transformaciones sociales y políticas fue uno de los elementos más originales del pensamiento de Mariátegui. Desarrolló parte de su pensamiento sobre esta cuestión en su obra clave: 7 ensayos, de 1928. En ella, destacó cómo el arte puede tanto reflejar como contribuir a los grandes cambios que ocurren en una época de crisis y revolución. Esto es así porque, en primer lugar, el arte no puede desligarse de la realidad histórica en la que se produce. Es por este motivo que bajo una sociedad burguesa, lo que encontramos es un arte burgués elitista y desconectado de las masas, según Mariátegui.
7 ensayos, de José Carlos Mariátegui (Revuelta).
El academicismo y la inercia estética tradicional han perdido, dice, toda su vitalidad porque no es capaz de captar las tensiones de una sociedad atravesada por profundas crisis. El arte burgués está ligado a la decadencia política y cultural burguesa y cualquier arte que se pretenda revolucionario debe romper, en primer lugar, con esa decadencia.
Mariátegui se aproxima al estudio de las vanguardias artísticas de la época, como el surrealismo, por su capacidad de romper con las convenciones estéticas establecidas. Ahora bien, aclara que no todo arte de vanguardia es necesariamente revolucionario porque, para que este lo sea, no solo debe innovar en sus formas, sino comprometerse explícitamente con la transformación social y captar las dimensiones más profundas y contradictorias de la realidad social.
El estudio de las vanguardias le permite, además, poner de relieve el papel de la fantasía como motor social y herramienta que permite explorar profundamente la realidad. Vanguardias como el surrealismo o el dadaísmo la utilizan para desbordar los límites del arte y romper con lo académico.
Ahora bien, también señala Mariátegui que el arte nuevo o que emerge de la revolución no es necesariamente revolucionario. Puede haber un arte nuevo en términos formales que en realidad sea decadente en su contenido ideológico. Por eso, algunas vanguardias como el futurismo italiano, terminó siendo cooptado por el fascismo y alineado con sus ideas reaccionarias. La clave del arte revolucionario no es su innovación estética, sino que innove en función de un proyecto revolucionario. Además, el arte no podrá ser socialista hasta el final mientras siga existiendo la actual civilización decadente.
10 Dimensión mitológica del socialismo
Mariátegui no rechaza la idea de los mitos como construcciones irracionales; considera que pueden tener un papel importante en la movilización social y política. Para él, el mito revolucionario es una idea o símbolo que inspira y moviliza a las masas hacia una transformación social. Un buen ejemplo es cómo el mito del socialismo puede actuar como un motor que impulsa a los trabajadores a luchar por una nueva sociedad, aunque esa sociedad aún no exista en términos concretos. Moviliza el deseo y la esperanza que impulsa la acción colectiva.
Mariátegui toma influencias de Georges Sorel, un pensador francés que defendía la importancia de los mitos sociales como herramientas para movilizar a las clases populares. Según Sorel, los mitos no son verdades científicas, pero son vitales para generar una voluntad colectiva que permita a las masas organizarse y actuar. Mariátegui adopta esta idea y la aplica al mito del socialismo, argumentando que el mito de una sociedad socialista tiene el poder de unificar y dar fuerza a las luchas de los trabajadores.
Para Mariátegui, el mito del socialismo no es un plan detallado o una receta técnica para el futuro, sino un símbolo de una lucha en curso y de una sociedad por venir. Lo importante no es que el socialismo exista ya, sino que actúe como una fuerza emocional y espiritual que movilice a las masas en el presente. Es la creencia en el mito lo que empuja a la acción revolucionaria, no necesariamente la existencia de condiciones materiales perfectas.
Dejó, a su temprana muerte a los 35 años, la tarea de seguir pensando cómo seguir impulsando esa acción revolucionaria que no se resigna, no se doblega ante ninguna injusticia y un enorme legado de análisis y diagnósticos de época que merecen la pena seguir siendo leídos en 2024.
Sobre la autora
Irene Gómez-Olano(Madrid, 1996) estudió Filosofía y el Máster de Crítica y Argumentación Filosófica. Trabaja como redactora en FILOSOFÍA&CO y colabora en Izquierda Diario. Ha colaborado y coeditado la reedición del Manifiesto ecosocialista (2022). Su último libro publicado es Crisis climática (2024), publicado en Libros de FILOSOFÍA&CO.
Nuestro entrevistado de hoy, Francisco José García Carbonell, es doctor en teología, también posee un master en Literatura comparada europea (UMU) y otro en Filosofía contemporánea (UGR), es licenciado en Estudios Eclesiásticos por la Pontificia Universidad Antonianum de Roma. Ha escrito varias obras entre las que podemos destacar: “La recepción de la Reforma luterana en el joven Nietzsche” y “Palabras de estética”, esta última como coordinador.
Antonio: ¿Por qué Estética para Andrea?
Francisco: Bueno, este título puede llegar a prestar confusión, es algo de lo que me he dado cuenta mucho después, una vez publicado. Lo digo, porque aunque en este intente dilucidar sobre las preguntas típicas de la estética, sobre todo tratando de aclarar ciertos asuntos de la misma bastantes controvertidos, el cometido principal que pretendo con esta obra es, ni más ni menos, que el señalar ese sendero de expresión individual que de siempre ha aportado la estética a lo sociedad, todo frente a una normatividad religiosa, también el secularismo derivado de la misma, y el cual constriñe la propia expresividad personal. Es así, que presto mucha atención a un tema que de siempre me ha obsesionado, la influencia profunda y de largo alcance de la religión en el lenguaje. En definitiva, en cómo este moldea nuestra manera de pensar y actual dentro de esa comunidad en la que nos desenvolvemos. El libro es, pues, una explicación, se podría decir de esta forma, que intenta llegar a la raíz del problema religioso que constriñe nuestra libertad individual y alzar el pensamiento estético como un elemento liberador en el hombre y la mujer.
Antonio: Pero, ¿Cuál es el recorrido que hace su obra?
Francisco: Vale, creo que te refieres a cómo he estructurado mi obra, ¿es así?
Antonio: Exactamente
Francisco: Por un lado, he intentado que esta tenga una lectura lo más amena posible, de hecho la misma se articula en un diálogo entre una persona adulta y una niña y, por el otro, no he podido evitar que me salga un poco, bueno diría mucho más que un poco (risas) del pesado relato académico. Así que se da una mezcla del lenguaje ameno en un adulto que quiere explicar qué puñetas es eso de la estética a una menor con dos o tres capítulos bastante machacones. En definitiva, me ha salido una mezcla que se estructura en una serie de temas, los cuales obviamente giran alrededor de la estética, y que van desde hablar sobre las líneas generales de esta disciplina, los trascendentales del ser, la relación entre la religión y el arte, la importancia de la Reforma luterana en el pensamiento estético…
Antonio: Perdona que te interrumpa ¿De la Reforma luterana?
Francisco: Lutero, en el aspecto del pensamiento estético, fue alguien trascendental. A medida que ahondo más y más en el personaje, me quedo más convencido que ese pesimismo antropológico que remarca el mismo, recordemos que es Dios a través de su misericordia quien justifica al hombre, y pese a esa obcecación en la concupiscencia, alcanza a plantearse una serie de nuevos criterios a la hora de valorar el arte. En la derivación de la teología reformista, y esto es algo consabido para cualquier entendido en filosofía estética,al no ser necesarios una serie de intermediarios entre la imagen en la obra de arte y el espectador (ya todo depende de la experiencia interior en la persona), se sienta las bases de esa subjetividad que ha sido tan fundamental para entender el arte contemporáneo.
Antonio: ¿Se podría decir que Lutero es la puerta a esa libertad estética desarrollada por Nietzsche? ¿No cree que este planteamiento es algo problemático?
Francisco: Es notorio que Nietzsche sentía antipatía hacia la obra de Martin Lutero, al cual también consideraba el abuelo del idealismo alemán, aun así, estoy de acuerdo con la opinión de Jorge Luis Borges cuando, en un artículo para el periódico La Nación, señala que en las propias palabras de condena se filtraba un pequeño cauce de ese pensamiento reformista. Desde luego, sin duda alguna, que se da una confrontación entre ambos, pero vemos, tal como detallo en este libro, en todas estas controversias, un nexo en forma de una puerta hermenéutica que se abre y por la que pasa el filósofo germano, cortando a su paso el tenue hilo que mantenía unida, a través de la experiencia interna en el ser humano, la naturaleza de este con lo sobrenatural, y con ello diversificando la única línea interpretativa luterana. Es desde esa interpretación, y no desde lo indisoluble del cuerpo y espíritu sobre la que actúa la tradición católica en relación a Las cartas romanas de Pablo de Tarso, que hay que entender el pensamiento alemán posterior y del propio Nietzsche.
Antonio:¿La estética es más primordial que la ética?
Francisco: ¿Por qué?
Antonio: Dímelo tú
Francisco: Ambas se complementan. En estas se da una conexión, tal como defienden muchos pensadores actuales, sin primacía de la uno sobre la otra (más en nuestro mundo actual). Entre la búsqueda de un bien universal (buscar lo correcto y lo incorrecto) y la experiencia individual (la subjetividad), tal como argumentan los mismos, se da una relación que nos permite comprender el mundo de un modo más completo, mucho más rico. Wittgenstein, un gran lector de Aristóteles, ya hablaba sobre esa complicidad en la búsqueda de una vida más significativa. Por un lado nos invita a elevar nuestro espíritu, hacer un ajuste de nuestros sentimientos, pero también nos dice, más o menos, que no debemos perdernos en las nubes y ajustarlos a la tierra. En ese sentido prudente ¿Por qué no utilizar las dos?
Antonio: Bueno, se me hace tarde, he quedado con unos amigos para tomar unas cervezas. Ha sido un breve placer hablar contigo…ah, sí ¿una última recomendación?
Francisco: Sí, que lean mi libro
(Este libro lo edita Kiros Ediciones de la asociación Filosofía en la calle)
Fue el faro de la revolución latinoamericana. Su pensamiento está profundamente vinculado a la praxis. Para él, las ideas filosóficas y políticas debían estar al servicio de la acción transformadora. Su objetivo era ofrecer herramientas críticas para la lucha de clases y la construcción del socialismo
Al comenzar a trabajar como periodista muy joven, José Carlos Mariátegui (1894-1930) observó de cerca las tensiones sociales y políticas de su país, Perú, lo cual le llevó a una profunda conciencia social. En 1919 viajó a Europa y conoció los efectos que en los países europeos había tenido la Revolución rusa, algo que lo acercó al marxismo.
En Europa también vio el auge del fascismo italiano, asunto sobre el que teorizó en sus escritos. En 1923 regresó a Perú y se involucró activamente en la política del país. Es conocido por ser el fundador del Partido Socialista Peruano (antecesor del Partido Comunista del Perú) y de la Confederación General de Trabajadores del Perú. A lo largo de su vida desarrolló su pensamiento fundamentalmente en artículos periodísticos. Creó la revista Amauta, donde publicó una parte importante del pensamiento que hoy conocemos de Mariátegui.
El renovado interés por el marxismo, y especialmente por aquel específicamente preocupado por la cuestión racial, las comunidades indígenas o la problemática de género lo hace un autor muy actual que sigue siendo enormemente influyente hoy, motivo por el que también se siguen editando parte de sus textos. Una de las últimas publicaciones de mayor relevancia es Mariátegui. Teoría y revolución, de Juan Dal Maso (Ediciones IPS, 2023).
1 Un pensador original, no sistemático
La mayor parte del pensamiento de Mariátegui la encontramos en sus textos periodísticos. No construyó, en este sentido, una obra teórica completa o cerrada que siguiera un esquema lógico riguroso, como lo hicieron otros filósofos o teóricos. Sin embargo, esto no significa que su pensamiento careciera de coherencia o profundidad. Era más bien un pensador flexible, que combinaba diversas influencias intelectuales para adaptarlas a la realidad latinoamericana. Este enfoque abierto le permitió ser original en sus análisis, especialmente al abordar la problemática social y política de Perú y América Latina en general.
Mariátegui era un marxista comprometido que adaptaba el marxismo a las condiciones específicas de su contexto, como las características del campesinado indígena en Perú y la relación con el imperialismo. Sus reflexiones, algo fragmentarias, abarcan una amplia gama de temas (arte, cultura, política o economía). A pesar de esta fragmentariedad, su obra es profundamente coherente en términos de su compromiso con la revolución socialista y su crítica al capitalismo y a las estructuras coloniales y burguesas en América Latina.
Su falta de sistematicidad podría deberse a un rechazo consciente del academicismo, cuyo enfoque rígido podía no ser adecuado para comprender la complejidad de la realidad latinoamericana. Además, su pensamiento está profundamente vinculado a la praxis. Para él, las ideas filosóficas y políticas debían estar al servicio de la acción transformadora. Su objetivo era ofrecer herramientas críticas para la lucha de clases y la construcción del socialismo.
Para Mariátegui, las ideas filosóficas y políticas debían estar al servicio de la acción transformadora
2 Internacionalismo
El internacionalismo es clave en su pensamiento. En su libro La escena contemporánea, así como en algunos artículos, Mariátegui se dedicó específicamente a la reflexión sobre problemas internacionales. Para él, el internacionalismo no solo es un ideal, sino también una realidad capitalista que obliga a desarrollar una solidaridad de los trabajadores más allá de fronteras nacionales.
En una conferencia dictada en 1923 («Internacionalismo y nacionalismo»), Mariátegui sostiene que la internacionalización de la economía capitalista es la base material que da lugar al internacionalismo como fenómeno histórico. Para él, las naciones occidentales que se han integrado en la civilización europea y capitalista han establecido vínculos y lazos que trascienden las fronteras nacionales. El capitalismo no produce para mercados nacionales, sino para el mercado internacional, lo que lleva a la expansión global del capital y la competencia a nivel mundial.
En este momento, los grandes bancos y las industrias capitalistas de Europa y Estados Unidos se habían vuelto entidades internacionales, invirtiendo en diferentes países y continentes. La producción y el flujo de capitales no reconocen fronteras, lo que crea una economía profundamente interconectada. Los capitalistas de distintos países compiten por mercados, materias primas y recursos internacionales.
Como contrapartida a esta internacionalización del capitalismo, Mariátegui subraya que también se ha desarrollado una necesaria solidaridad internacional entre los trabajadores. Desde la creación de la Primera Internacional por Marx y Engels, el proletariado ha entendido que sus luchas nacionales son también una lucha contra el capitalismo global.
Por tanto, el internacionalismo es tanto un hecho consumado (la internacionalización de la economía bajo el capitalismo) como un ideal socialista que busca una organización internacional del proletariado.
3 Crisis civilizatoria
Mariátegui no solo habla de que el capitalismo genere crisis económicas recurrentes, sino de la existencia de una crisis más amplia, que afectaba a la civilización capitalista occidental. Esta crisis incluía aspectos económicos, pero iba mucho más allá: hacia lo político, filosófico y cultural. Es decir, esta idea de crisis de civilización va más allá de la simple crisis económica, sugiriendo que lo que está en juego es el destino de todo un modo de vida y una forma de organización social: la civilización capitalista occidental.
En un contexto de guerras mundiales y cracks recurrentes, Mariátegui analiza la crisis como un fenómeno integral. Señala que la decadencia del capitalismo no solo se manifiesta en términos de empobrecimiento económico o inestabilidad política, sino también en la decadencia de las ideas filosóficas y la estructura moral que sustentan esa civilización. Las filosofías que antes sostenían el capitalismo, como el positivismo y el racionalismo, están en declive, lo que marca una crisis ideológica profunda.
Tal como plantea Dal Maso en su libro, Mariátegui observó que uno de los síntomas más evidentes de esta crisis de civilización es la extensión del relativismo filosófico, que desmorona las certezas del progreso y la razón que habían caracterizado a la era moderna. Señala que la generación que fue educada en la creencia de un «progreso ascendente» se encuentra ahora en una situación en la que ese progreso está siendo cuestionado. El escepticismo y el relativismo que penetran las filosofías de la sociedad burguesa son los signos más evidentes de que no solo la economía está en crisis, sino toda la civilización occidental capitalista.
También interpreta la crisis de la democracia liberal como una manifestación de esta crisis más amplia. La incapacidad de la democracia burguesa para resolver los problemas de gobernabilidad y su tendencia a pactar con fuerzas reaccionarias, como el fascismo, son síntomas de su agotamiento. El sistema democrático burgués está en declive, lo que refuerza la idea de que la crisis no es simplemente de un sistema económico, sino de un orden civilizatorio completo.
Mariátegui vincula el surgimiento de movimientos como el fascismo y el bolchevismo con esta crisis de civilización. Mientras que el fascismo representa una reacción contrarrevolucionaria ante el colapso de la democracia liberal burguesa, el bolchevismo plantea la posibilidad de una salida revolucionaria que marque el fin de la civilización capitalista y el surgimiento de una nueva civilización proletaria. Frente a la decadencia de la civilización capitalista, Mariátegui ve la posibilidad de una nueva civilización socialista emergiendo de la crisis. Esta nueva civilización, basada en el proletariado y en principios socialistas, es la alternativa histórica a la civilización capitalista en ruinas. La crisis, entonces, no solo es destructiva, sino también germen de una nueva era.
Mariátegui analiza la crisis como un fenómeno integral. Señala que la decadencia del capitalismo no solo se manifiesta en términos de empobrecimiento económico o inestabilidad política, sino también en la decadencia de las ideas filosóficas y la estructura moral que sustentan esa civilización
4 El fascismo
El primer artículo de Mariátegui sobre el fascismo es de 1921 («Algo sobre el fascismo. ¿Qué es, qué quiere, qué se propone hacer?»), aunque continuó la reflexión en los años siguientes. Mariátegui fue uno de los primeros en entender que el fascismo no era simplemente una forma más de reacción conservadora, sino un movimiento contrarrevolucionario moderno que movilizaba sectores sociales específicos con métodos y fines propios.
Entiende el fascismo como una reacción violenta al ascenso de la clase obrera y las revoluciones socialistas que habían sacudido Europa tras la Primera Guerra Mundial. En lugar de ser un movimiento tradicional conservador, el fascismo surgió como una respuesta militante y movilizadora de sectores de la pequeña burguesía, decepcionados con la democracia liberal y temerosos del avance del socialismo.
El fascismo presenta una ideología confusa y contradictoria, que mezcla elementos reaccionarios y aparentemente revolucionarios. A pesar de carecer de un programa claro y coherente, el fascismo actúa con decisión y violencia, lo que le da un aura de dinamismo y capacidad de acción en un momento de crisis política. Esta ambigüedad ideológica es parte de su atractivo, pues permite al fascismo capitalizar el descontento popular sin tener que ofrecer un proyecto concreto.
Mariátegui también observa que el fascismo tiene contradicciones internas que pueden llevar a su debilidad en momentos de paz o estabilidad. Señala que puede triunfar en la guerra civil y en el conflicto, pero en un contexto de paz, su cohesión como movimiento se debilita, pues es un ejército contrarrevolucionario más que un verdadero partido político con un programa sólido para la gobernanza.
Además, su aparente contraposición con el liberalismo es relativa. Mientras ataca abiertamente los principios del liberalismo y el parlamentarismo, en realidad absorbe elementos liberales. Incluso si el fascismo desprecia a la democracia burguesa, termina adoptando sus recursos, como alianzas con sectores liberales, para reforzar su propio dominio. Por su parte, los liberales no son capaces de hacer frente al fascismo. Señala cómo muchos de los antiguos liberales, que en teoría se oponían al fascismo, terminaron colaborando con él, facilitando su ascenso al poder.
A medida que el fascismo se consolida en el poder, Mariátegui predice que perderá su carácter «heroico» y «épico», para convertirse en una dictadura burocrática más tradicional, similar a las que ya habían existido en Italia y otras partes de Europa. Esta transformación es parte del proceso por el cual el fascismo, aunque inicialmente se presenta como revolucionario, en última instancia se convierte en otra forma de dominio autoritario burgués.
El fascismo presenta una ideología confusa y contradictoria, que mezcla elementos reaccionarios y aparentemente revolucionarios. A pesar de carecer de un programa coherente, actúa con decisión y violencia, lo que le da un aura de dinamismo en un momento de crisis política
5 Un marxismo latinoamericano
Mariátegui es considerado un pionero en la adaptación del marxismo a la realidad latinoamericana, aunque a lo largo del tiempo su figura ha sido objeto de diferentes interpretaciones y apropiaciones de distinto tipo.
Las lecturas más recientes apuntarían a que el «marxismo latinoamericano» sería una corriente que se diferenciaría del marxismo clásico europeo por su énfasis en las alianzas frentepopulistas, es decir, alianzas entre los movimientos revolucionarios y las burguesías nacionales en el marco de una lucha por la liberación nacional. Sin embargo, tal y como señala Juan Dal Maso, Mariátegui no defendía un tipo de marxismo frentepopulista. En lugar de eso, tenía una visión de clase mucho más clara y radical, centrada en la independencia de la clase trabajadora y su rol protagónico en la revolución.
En las últimas décadas, parte del pensamiento decolonial ha hecho una nueva lectura de Mariátegui, presentándolo como un precursor de posturas antimarxistas y antioccidentales. Los defensores de esta corriente han intentado asociar a Mariátegui con sus propias críticas al marxismo, tratando de convertirlo en un pensador más centrado en la cuestión nacional y étnica que en la cuestión de clase. Sin embargo, Mariátegui tenía un marxismo de clase, aunque con sensibilidad a la realidad indígena y específicamente latinoamericana.
Introduce una serie de originalidades en la interpretación del marxismo en América Latina, como su análisis de la problemática indígena y su relación con el capitalismo y el imperialismo, además de su atención a la cuestión de las comunidades rurales y su posible rol en una revolución socialista. Estas contribuciones enriquecen el pensamiento marxista, haciendo que su obra sea relevante no solo en América Latina, sino también en el debate marxista internacional.
6 Revolución proletaria
Mariátegui conecta el destino de la clase trabajadora con un proceso revolucionario global, destacando la importancia de la lucha de clases, pero también adaptando el enfoque marxista a la realidad social y económica de Perú.
La crisis integral del capitalismo de la que hablamos antes es el contexto principal en el que se desarrollan las condiciones para la revolución. El colapso económico y político del capitalismo crea las condiciones objetivas para la revolución, porque pone en cuestión toda una civilización capitalista. La revolución proletaria no es un evento aislado, sino el desenlace histórico inevitable de una crisis estructural que afecta a todas las dimensiones de la sociedad.
En este sentido, Mariátegui observa que la Primera Guerra Mundial fue el detonante revolucionario como la Revolución rusa. La guerra imperialista es una manifestación de la crisis capitalista, y la respuesta a esta crisis toma la forma de revoluciones proletarias. Mariátegui ve en la Revolución rusa un modelo clave para la revolución proletaria mundial. Señala que la experiencia de los soviets (consejos de trabajadores, campesinos y soldados) y la organización del Estado proletario en Rusia ofrece una forma política nueva, la dictadura del proletariado, que rompe con la democracia liberal burguesa.
Mariátegui resalta la importancia del soviet como una estructura de poder revolucionario que permite una conexión directa entre el proletariado y el poder político. En Rusia, los soviets se convirtieron en la base del poder proletario, reemplazando a las instituciones de la democracia burguesa. Mariátegui destaca que los soviets representan no solo al partido, sino a todo el proletariado, permitiendo una forma de poder desde abajo que es dinámica y refleja el estado de ánimo de las masas trabajadoras.
Mariátegui entiende que la revolución proletaria no puede ser un fenómeno estrictamente nacional. Aunque cada país tiene sus peculiaridades, la revolución debe ser internacional. En sus escritos, enfatiza que las luchas revolucionarias en Europa, América Latina y Oriente están vinculadas, y que la victoria de una clase trabajadora en un país debe inspirar y apoyar los procesos revolucionarios en otras partes del mundo.
No solo se enfoca en Europa o Rusia, sino que Mariátegui también ve en la Revolución mexicana un ejemplo importante para América Latina. Si bien la revolución en México tiene características propias, él la considera parte del proceso global de lucha contra el imperialismo y el capitalismo. La Revolución mexicana muestra que las fuerzas campesinas e indígenas también pueden jugar un papel decisivo en las revoluciones socialistas de la región.
Para Mariátegui, la construcción de un partido juega un papel esencial en la revolución proletaria, motivo por el cual se propuso fundar el Partido Socialista Peruano, y este partido debe estar profundamente vinculado con las masas trabajadoras y su autoorganización.
Mariátegui observa que la Primera Guerra Mundial fue el detonante revolucionario como la Revolución rusa. La guerra imperialista es una manifestación de la crisis capitalista, y la respuesta a esta crisis toma la forma de revoluciones proletarias
7 El proletariado y el pueblo indígena: piezas centrales
El rol del proletariado peruano es esencial para su concepción de la revolución en América Latina. En la conferencia «La crisis mundial y el proletariado peruano» de 1923, dictada hacia un público de obreros y estudiantes, planteó la importancia de que el proletariado peruano no se limita a ser un espectador, sino un elemento activo en la escena internacional. Mariátegui considera que el proletariado peruano tiene un papel fundamental en la revolución, pese a tratarse Perú de un país donde el peso de las comunidades indígenas es mayor que en el centro imperialista. Ambos sectores, de la mano, son el motor central revolucionario.
Para esta tarea, el proletariado peruano debía desarrollar una conciencia de clase clara y autónoma, alejada de cualquier alianza subordinada a los intereses de la burguesía. En sus discursos y escritos, enfatiza que el socialismo no puede realizarse si el proletariado no está consciente de su poder como clase y de su papel en la construcción de una nueva sociedad.
Mariátegui destacaba que el proletariado peruano no puede llevar a cabo la revolución sin establecer una alianza estratégica con el campesinado indígena. Esta alianza es esencial debido a las características específicas de la estructura social y económica de Perú, donde los campesinos indígenas constituyen una gran parte de la población y están sometidos a condiciones de explotación severas.
Para que este proceso se lleve a cabo, es necesario un proceso de educación política. A través de sus escritos, Mariátegui trató de crear una conciencia revolucionaria entre los trabajadores peruanos, promoviendo el estudio del marxismo, el análisis de las condiciones locales y la importancia de la solidaridad internacional. Consideró que la formación ideológica del proletariado es esencial para que este pueda asumir su rol histórico, así como la construcción de sus propias herramientas de clase, motivo por el cual participó activamente en la construcción del Partido Comunista de Perú.
8 Relación con el estalinismo
Su compromiso con el marxismo y su admiración por la Revolución rusa le llevó a no ser un seguidor acrítico de la deriva burocrática de la Unión Soviética y mantuvo una postura crítica y, en muchos sentidos, autónoma, haciendo de su marxismo una doctrina mucho menos dogmática.
Si bien es cierto que Mariátegui nunca se dedicó abiertamente a criticar a Stalin en sus escritos y manifestó también diferencias con la Oposición de Izquierda liderada por León Trotsky, que resistía la burocratización de la URSS, su pensamiento sí muestra una resistencia implícita a los elementos autoritarios y dogmáticos del estalinismo. Mariátegui defendía un marxismo vivo y dinámico, adaptado a las realidades latinoamericanas, lo que contrasta con el enfoque centralizado y rígido que caracterizó al estalinismo.
Por otra parte, Mariátegui planteó una posición de independencia de la clase burguesa del país de turno, algo que lo alejó del frentepopulismo promovido por Stalin, que abogaba por alianzas entre los partidos comunistas y las burguesías nacionales en determinados contextos. Esto le llevó a tener tensiones con el comunismo oficial de la Internacional Comunista.
Mariátegui destacaba que el proletariado peruano no podía llevar a cabo la revolución sin establecer una alianza estratégica con el campesinado indígena
9 Arte y revolución
El arte y su relación con las transformaciones sociales y políticas fue uno de los elementos más originales del pensamiento de Mariátegui. Desarrolló parte de su pensamiento sobre esta cuestión en su obra clave: 7 ensayos, de 1928. En ella, destacó cómo el arte puede tanto reflejar como contribuir a los grandes cambios que ocurren en una época de crisis y revolución. Esto es así porque, en primer lugar, el arte no puede desligarse de la realidad histórica en la que se produce. Es por este motivo que bajo una sociedad burguesa, lo que encontramos es un arte burgués elitista y desconectado de las masas, según Mariátegui.
7 ensayos, de José Carlos Mariátegui (Revuelta).
El academicismo y la inercia estética tradicional han perdido, dice, toda su vitalidad porque no es capaz de captar las tensiones de una sociedad atravesada por profundas crisis. El arte burgués está ligado a la decadencia política y cultural burguesa y cualquier arte que se pretenda revolucionario debe romper, en primer lugar, con esa decadencia.
Mariátegui se aproxima al estudio de las vanguardias artísticas de la época, como el surrealismo, por su capacidad de romper con las convenciones estéticas establecidas. Ahora bien, aclara que no todo arte de vanguardia es necesariamente revolucionario porque, para que este lo sea, no solo debe innovar en sus formas, sino comprometerse explícitamente con la transformación social y captar las dimensiones más profundas y contradictorias de la realidad social.
El estudio de las vanguardias le permite, además, poner de relieve el papel de la fantasía como motor social y herramienta que permite explorar profundamente la realidad. Vanguardias como el surrealismo o el dadaísmo la utilizan para desbordar los límites del arte y romper con lo académico.
Ahora bien, también señala Mariátegui que el arte nuevo o que emerge de la revolución no es necesariamente revolucionario. Puede haber un arte nuevo en términos formales que en realidad sea decadente en su contenido ideológico. Por eso, algunas vanguardias como el futurismo italiano, terminó siendo cooptado por el fascismo y alineado con sus ideas reaccionarias. La clave del arte revolucionario no es su innovación estética, sino que innove en función de un proyecto revolucionario. Además, el arte no podrá ser socialista hasta el final mientras siga existiendo la actual civilización decadente.
10 Dimensión mitológica del socialismo
Mariátegui no rechaza la idea de los mitos como construcciones irracionales; considera que pueden tener un papel importante en la movilización social y política. Para él, el mito revolucionario es una idea o símbolo que inspira y moviliza a las masas hacia una transformación social. Un buen ejemplo es cómo el mito del socialismo puede actuar como un motor que impulsa a los trabajadores a luchar por una nueva sociedad, aunque esa sociedad aún no exista en términos concretos. Moviliza el deseo y la esperanza que impulsa la acción colectiva.
Mariátegui toma influencias de Georges Sorel, un pensador francés que defendía la importancia de los mitos sociales como herramientas para movilizar a las clases populares. Según Sorel, los mitos no son verdades científicas, pero son vitales para generar una voluntad colectiva que permita a las masas organizarse y actuar. Mariátegui adopta esta idea y la aplica al mito del socialismo, argumentando que el mito de una sociedad socialista tiene el poder de unificar y dar fuerza a las luchas de los trabajadores.
Para Mariátegui, el mito del socialismo no es un plan detallado o una receta técnica para el futuro, sino un símbolo de una lucha en curso y de una sociedad por venir. Lo importante no es que el socialismo exista ya, sino que actúe como una fuerza emocional y espiritual que movilice a las masas en el presente. Es la creencia en el mito lo que empuja a la acción revolucionaria, no necesariamente la existencia de condiciones materiales perfectas.
Dejó, a su temprana muerte a los 35 años, la tarea de seguir pensando cómo seguir impulsando esa acción revolucionaria que no se resigna, no se doblega ante ninguna injusticia y un enorme legado de análisis y diagnósticos de época que merecen la pena seguir siendo leídos en 2024.
Sobre la autora
Irene Gómez-Olano(Madrid, 1996) estudió Filosofía y el Máster de Crítica y Argumentación Filosófica. Trabaja como redactora en FILOSOFÍA&CO y colabora en Izquierda Diario. Ha colaborado y coeditado la reedición del Manifiesto ecosocialista (2022). Su último libro publicado es Crisis climática (2024), publicado en Libros de FILOSOFÍA&CO.
La palabra «populismo» fue la palabra del año para la Fundeú en 2016. Dos años antes, en España, se fundó el partido político Podemos bajo la «hipótesis populista», siguiendo el ciclo de oleadas populistas de la década anterior en América Latina (con Chávez, Correa y demás dirigentes). Pero, a pesar de estar en la boca de todos, ¿sabemos qué es el populismo? Veamos diez claves para entender el pensamiento de Ernesto Laclau, el fundador del populismo y el posmarxismo.
Ernesto Laclau (Buenos Aires, 1935-Sevilla, 2014) fue un teórico político argentino. Desarrolló el grueso de su actividad en la Universidad de Essex (Reino Unido), donde fundó la Escuela de Essex de análisis del discurso junto a Chantal Mouffe, con quien colaboró estrechamente. Dialogó con figuras capitales del pensamiento contemporáneo como Judith Butler, Slavoj Žižek, Toni Negri, Giorgio Agamben, Alain Badiou o Richard Rorty, pero también con clásicos como Karl Marx o Antonio Gramsci.
Laclau fundó, junto con Mouffe, la corriente posmarxista, basada en una relectura de la teoría de la hegemonía de Antonio Gramsci a la luz de las aportaciones del pensamiento posestructuralista, especialmente las aportaciones elaboradas por Jacques Derrida y Jacques Lacan. La trayectoria de Laclau se inscribe en la tradición marxista, pero a la vez aspira a superarla. Hoy es conocido principalmente como el teórico del populismo por haber sido sus reflexiones al respecto muy influyentes para la izquierda en Europa y América Latina. Aquí te damos diez claves para entender sus principales aportaciones.
1 Posmarxismo
La postura de Laclau y Mouffe es descrita como posmarxista debido a que supone un cuestionamiento profundo de algunas premisas del marxismo. Su crítica a Marx se concentra en el economicismo que le atribuyen, fruto de lo que Laclau y Mouffe consideran una insuficiente ruptura con el idealismo hegeliano.
El materialismo histórico de Marx había negado el pensamiento de Hegel mediante el desplazamiento de la Razón (en mayúsculas) como motor de la historia en favor de la lucha de clases. Para Marx, ya no son las ideas las que mueven la historia, sino que es el conflicto real y concreto entre las dos clases sociales.
Pero esta ruptura no había sido tan radical como Marx pretendía, pues dejaba inalterada la idea de que existe un sustrato racional para el proceso histórico. En vez de la Razón, ahora tenemos en el motor de la historia al desarrollo de los modos de producción económica, que pasaban a determinar la realidad social. Con este giro, Marx se había limitado a cambiar un determinismo por otro. Sin embargo, superar verdaderamente el idealismo de Hegel requería superar la idea misma de que la historia estuviera determinada.
Para que la determinación sea posible, el elemento determinado debe poder ser completamente subsumido dentro de la estructura en la que se inscribe. Una cosa solo puede venir determinada por otra si la primera está, de una forma u otra, ya dentro de la segunda. Laclau y Mouffe parten del análisis de Louis Althusser del capitalismo como una estructura, pero, como resultado de la influencia del pensamiento deconstruccionista derridiano y del psicoanálisis lacaniano, son muy escépticos sobre la posibilidad de que existan estructuras perfectamente cerradas sobre sí mismas.
Para Laclau y Mouffe, como para Lacan, toda estructura se halla siempre habitada por fallas e inconsistencias que le imposibilitan determinar por completo la identidad de los elementos que la componen. Por tanto, el capitalismo no puede determinar del todo a los sujetos porque para hacerlo necesitaría ser una estructura perfecta, y ninguna estructura puede serlo.
Pasar a concebir el capitalismo como una estructura internamente fallida les permitió ampliar sustancialmente el margen de acción de las prácticas políticas, pues estas ya no se concebían como subordinadas a la economía.
Marx pensaba que había dado la vuelta al pensamiento de Hegel al sustituir la Razón por la lucha de clases como motor de la historia. Sin embargo, la idea misma de que la historia está determinada es una idea hegeliana de la que Marx no pudo desprenderse
2 Hegemonía
Laclau y Mouffe extraen su concepto de hegemonía de Gramsci. Aparte de un inestimable teórico marxista, Gramsci fue un importante dirigente de la III Internacional que urgía a la clase trabajadora a que abandonase la mera defensa de sus intereses corporativistas y buscase encarnar la posibilidad de la emancipación universal como centro dirigente de una alianza de clases.
Para ello, estimaba que los comunistas debían acometer una reforma intelectual y moral rearticulando (y apropiándose de) los elementos ideológicos más avanzados en una sociedad concreta en torno al programa revolucionario, adquiriendo estos su carácter de clase de este modo. Esta idea se observa claramente en su artículo «El ocaso de un mito», de 1917, en el que afirma la necesidad de no rechazar directamente el catolicismo, dados los «núcleos de buen sentido» emancipadores dentro de su doctrina que podrían ser aprovechables para los revolucionarios.
Más allá de la militancia en los centros de trabajo y las luchas por la apropiación obrerade la infraestructura económica, para Gramsci los comunistas debían articular una nueva cosmovisión a partir de las ideas, prácticas y nociones de sentido común ya presentes en la sociedad. Su objetivo era la creación de una «voluntad colectiva» revolucionaria de la que el proletariado tenía que ser el centro dirigente.
Laclau y Mouffe se reconocen herederos de Gramsci en este aspecto, aunque difieren de él en un punto que resulta decisivo: Gramsci definía el núcleo de los procesos hegemónicos como el «principio hegemónico», entendido como el sistema de valores adscritos a una de las dos únicas clases con capacidad hegemónica, esto es, las dos únicas clases con un privilegio epistemológico y/o práctico por su posición en la infraestructura económica: la burguesía y el proletariado.
Para Laclau y Mouffe, sin embargo, que estas fueran las dos únicas clases con capacidad hegemónica lo consideraron como un reducto economicista en la teoría de Gramsci. Un reducto que las fuerzas transformadoras ya no podían permitirse. En un contexto de multiplicación de las escisiones o divisiones (cleavage) en el seno de las sociedades modernas —feminismo, ecologismo, poscolonialismo, etc.—, Laclau y Mouffe afirman que la capacidad hegemónica es de carácter contingente y su éxito depende antes de las condiciones sociohistóricas y de la transversalidad de las estrategias discursivas que de la posición en el modo de producción de los agentes políticos.
Para Laclau y Mouffe, lo específico de lo político es, pues, la lucha política por la hegemonía. Y esta no ocurre únicamente entre dos clases económicas, sino que son muchos más los ejes que pueden determinarla, como el feminismo o la lucha antirracista, por ejemplo.
La hegemenonía es la capacidad de un grupo social para articular los elementos de una sociedad y generar un sentido común. Para Gramsci, esto solo pueden realizarlo la burguesía o el proletariado. Para Laclau y Mouffe esto es un reduccionismo económico y hay más ejes que pueden organizar la hegemonía (feminismo, ecologismo…)
3 Discurso
Como decíamos, Laclau concibe toda estructura como algo fallido, como incapaz de establecerse del todo, de solidificarse permanentemente. Este intento constante de distintos órdenes por establecerse a costa del resto es lo que podemos entender por conflicto. El discurso es lo que dota de sentido a dicho conflicto.
El discurso o, mejor dicho, los discursos son esas explicaciones que compiten por volverse aceptadas, incuestionables, evidentes. Así, fue un discurso exitoso —y es en algunos lugares todavía— el que daba cuenta de la mujer como un ser exclusivamente doméstico, el de las personas negras como seres intelectualmente inferiores al hombre blanco, etc.
El discurso da cuenta así de la parcialidad de todas las posiciones en la medida en que ninguna consigue totalizarse y zanjar definitivamente el conflicto en la sociedad. Siempre hubo cierta oposición a la opresión femenina y de raza. Igualmente, siempre existe la posibilidad de subvertir otras opresiones. Por eso, el discurso no deja lugar a posiciones de «neutralidad» u «objetividad», ya que todas las afirmaciones, sean políticas o científicas, se hacen desde un marco previo de sentido sobre lo que es uno, el mundo y las cosas. Un marco que es parcial, histórico y que siempre está en pugna.
Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia, de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (Siglo XXI editores).
Dada la centralidad de la categoría de discurso en la obra de Laclau, a menudo se acusa a su proyecto de un mentalismo o idealismo naif. Como si el discurso se refiriera a la opinión pública y ello agotase la política, ignorando aquello a lo que el marxismo ortodoxo se ha referido tradicionalmente como «lo material». O, de forma más exagerada si cabe, como si lo material estuviera subordinado a las ideas.
Sin embargo, la conceptualización de discurso que hacen Laclau y Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista impugna esta relación entre lo cultural, lo lingüístico o lo político y lo material. El discurso no niega o ignora la materialidad, sino que señala que esta no tiene un sentido y una existencia social inmediata, universal y ahistórica. Es decir, el discurso es aquello que da sentido y que estructura lo social. Los propios autores atienden esta habitual lectura errada de la siguiente forma:
«Un terremoto o la caída de un ladrillo son hechos de cuya existencia no dudamos porque ocurren aquí y ahora, independientemente de mi voluntad. Pero, que su especificidad como objetos se construya en términos de ‘fenómenos naturales’ o de ‘expresión de la ira de Dios’ depende de la estructuración de un campo discursivo».
Esto estaría en realidad en línea con la célebre cita de Marx en Trabajo asalariado y capital:
«Un negro es un negro. Solo en determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es una máquina para hilar algodón. Solo en determinadas condiciones se convierte en capital. Arrancada a estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí dinero, ni el azúcar el precio del azúcar».
Así, el discurso es la forma de dar cuenta de la especificidad histórica de cada lugar y coyuntura a través de las nociones ampliamente aceptadas y las que están en pugna.
4 Antagonismo
Si la política es hegemonía y los discursos siempre son incompletos, esto nos aboca a un antagonismo irreconciliable entre diversos agentes políticos que, a su vez, ponen todos sus recursos para asentar, desde su parcialidad, un fundamento para la sociedad. Por ejemplo, aun asumiendo que se estableciera la «sociedad regulada comunista», aún estaríamos excluyendo de ella a todas las ideologías totalitarias o despóticas.
Esta necesidad del antagonismo que recorre lo social, Laclau y Mouffe lo consideran inherente a la propia lógica de institución de lo social, autónoma (por supuesto) de posibles determinaciones de otras esferas sociales, como los valores éticos objetivamente buenos o la infraestructura económica. Así, Laclau y Mouffe afirman la necesidad de exclusión en política, la necesidad del antagonismo, si somos consecuentes con su noción de discurso y de la hegemonía (entendida esta como la postulación universal de una cosmovisión que en realidad es particular). Para estos autores, es imposible llegar a un régimen que incluya a todos los agentes políticos porque, por definición, toda hegemonía es en el fondo la postulación universal de algo únicamente parcial. Lo universal, lo que aglutina a todos y en paz, no existe, siempre es construido y elevado a partir de lo particular de los agentes. Y, de hecho, las distintas cosmovisiones que pugnan por la hegemonía no pueden medirse entre sí porque son inconmensurables entre sí.
Es aquí donde hallamos un desencuentro entre Gramsci y Laclau y Mouffe: mientras que Gramsci confió en que el reino de la deliberación vendría tras la revolución y establecería una sociedad autorreconciliada consigo misma, Laclau y Mouffe afirman que el conflicto político es infinito. Todo orden social o toda fundación está necesariamente abierta a ser superada, puesto que siempre está basada en la exclusión de ciertos elementos. De esta forma, la necesidad de la contingencia la previene de un cierre total, lo cual posibilita el surgimiento de alternativas políticas que disputen la hegemonía.
5 Lo político
Para Laclau, «lo político» no es una esfera social más que agrupar junto a otras esferas como serían lo económico, lo cultural o lo social. Sin embargo, «la política» sí que lo sería. Así, Laclau apuesta por distinguir entre la política y lo político. No es una innovación propia: Claude Lefort, Paul Ricœur, Jean-Luc Nancy, Pierre Bourdieu o Cornelius Castoriadis también hicieron esta distinción. Y autores como Jacques Rancière o Miguel Abensour hicieron una distinción con un contenido similar utilizando la oposición policía/política y Estado/democracia, respectivamente.
La política puede ser considerada una esfera social más porque está plenamente constituida. Es un área delimitada y con una lógica conocida: con sus instituciones, sus sujetos y sus normas consolidadas (es decir, lo instituido).
Lo político, por el contrario, alude a algo mucho menos tangible y delimitable. Lo político son las posibilidades de ruptura de todo orden, aquello que queda fuera de lo instituido y que, por tanto, no es delimitable. Lo político es el antagonismo, la pura negatividad que vuelve todo orden inestable.
Es un exceso (o una falta, según se quiera ver) que las instituciones (la política) nunca pueden llegar a captar del todo, por lo que nunca se va a lograr una estabilización definitiva. Lo político es, por un lado, lo que permite la institución, sin quedar reducido a aquello que se instituye; y, por otro, aquello que acecha lo instituido y que amenaza con desestabilizarlo. Lo político no es una esfera social más, sino el límite de todas las esferas.
La importancia de la distinción radica en que, si confundiéramos la política (lo que hay) con lo político (lo que podría haber), estaríamos estrechando el horizonte de lo posible. Además, estaríamos dejando fuera del foco las condiciones que permiten la constitución del marco de la acción política.
El ser humano siempre vive en sociedad y ese componente de siempre-en-sociedad es lo que Laclau y Mouffe llaman «lo político». En cambio, la sociedad concreta en la que vivimos (históricamente determinada) es lo que llaman «la política». Según su teoría, la política nunca agota lo político y, por eso, siempre está abierto el cambio (a mejor, pero también a peor, claro)
6 Populismo
La razón populista (2004) surgió en un contexto de ascenso de líderes de izquierda por vía democrática en América Latina en torno al cambio de milenio: Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa… En este libro, que posteriormente influyó en la hipótesis política del primer Podemos, Laclau establecía que hay dos lógicas diferentes de construir lo político: el populismo y el institucionalismo.
La razón populista, de Ernesto Laclau (Fondo de Cultura Económica).
Mientras que Laclau identificaba el institucionalismo con la lógica gramsciana del gatopardismo(«cambiar todo para que nada cambie»), el populismo hace referencia a la lógica discursiva a través de la cual se dicotomiza el campo político en dos, mediante la postulación de «significantes vacíos» o «flotantes» que articulan de forma equivalente las demandas insatisfechas de la ciudadanía.
Los rasgos principales del populismo son: la explicitación del antagonismo en el interior de la comunidad y la impugnación del orden en su conjunto. Esta impugnación debe hacerse en términos del pueblo contra la élite, si bien estos términos puedan tomar contenidos «ónticos» diversos (como proletariado frente a la burguesía, la nación frente a los tiranos…).
¿Qué es un significante vacío? Pensemos, por ejemplo, en la palabra «democracia». Los significantes vacíos (como «democracia») son elementos discursivos que aparecen en situaciones de dislocación del campo político, en situaciones de disputa política («¡Esto no es una democracia!», «¡La verdadera democracia es…!»). Es decir, son elementos cuyo significado siempre está en disputa (como ocurre con «libertad») y que tratan de articular diferentes demandas insatisfechas y dispersas (como las de los migrantes y los desahuciados, por ejemplo) y dotarlas de una superficie de inscripción común que las presente como equivalentes en tanto que opuestas al mismo orden (como cuando decimos que esto es el gobierno de las élites y que la verdadera democracia no deja a nadie sin recursos mínimos).
Pero ¿cómo puede un significante vacío (es decir, cuyo significado siempre está en disputa) articular demandas que, en principio, no tienen nada que ver (como las del movimiento de vivienda y las antirracista)? Pues lo hace mediante la construcción de una frontera política entre dicho conjunto de demandas y un orden, que, supuestamente, les impide realizarse. En otras palabras, las demandas del movimiento de vivienda y del movimiento antirracista se pueden unir si pensamos que ambas están insatisfecha por culpa de un mismo régimen político (el gobierno de las élites, pongamos). En este caso, el significante vacío dota de sentido y de una identidad común a las demandas dispersas que desean realizarse, funcionando, así, mediante la lógica del objet petit a de Lacan, en la medida en la que se trata de la investidura de un objeto parcial que se vuelve en sí mismo nombre de la totalidad (como cuando en el amor toda nuestra felicidad recae en una persona particular).
De lo que se trata es de construir discursivamente esta articulación y ser capaces de nombrar a este orden político que impide a las demandas diferentes realizarse y que sirve como «exterior constitutivo» del campo popular, es decir, que sirve como enemigo común al conjunto de las demandas dispersas del pueblo.
De este modo, dicho significante (sigamos pensando en «democracia», pero valdría otros como «libertad») se asocia con el nombre de un líder en el interior del campo popular, que lo dota de capacidades de dirección y lo hace, por definición, hegemónico. ¿Por qué le hace por definición hegemónico? Porque es el ejemplo vivo de lo común de las demandas, el líder encarna la unión dispersa de las demandas.
A diferencia de la lógica populista, que pretende construir una articulación entre todas las demandas parciales para impugnar la totalidad del régimen político, la lógica institucionalista, la lógica de la democracia liberal en la que cada movimiento y visión tiene su propio partido, trataría de evitar, por el contrario, la construcción de dichas «cadenas de equivalencias» entre demandas a través de su satisfacción diferencial y su integración en el orden (por ejemplo, una subida de salarios tras una huelga en una fábrica puede permitir una desmovilización que impida una alianza de los obreros con otros elementos antiestablishment).
Por tanto, la noción de populismo de Laclau no trata de identificar a un pueblo ya presente en la historia y elevarlo en tanto que sujeto revolucionario, sino de constituirlo como tal a través de la práctica de la hegemonía. Finalmente, dado que «lo político» hacía referencia a la lógica antagónica que siempre irrumpe y reconstituye lo social, Laclau identifica al populismo como la lógica específica de lo político (de ahí la equivalencia entre populismo, hegemonía y política).
Los significantes vacíos (como «democracia» o «libertad») son palabras en disputa cuyo significado no está cerrado y sobre los que siempre hay una pugna (¿qué es verdaderamente la libertad?). Estos significantes vacíos pueden articular un conjunto de demandas dispersas y armar así una impugnación al orden en nombre del pueblo frente a sus élites
7 Emancipación
El horizonte político de Laclau es la emancipación. Escogió la palabra «emancipación» en lugar del término típico del marxismo, revolución, para huir del imaginario asociado a ella. Quiere desprenderse de todas aquellas prescripciones teleológicas sobre cómo debe darse y a dónde conduce el hecho revolucionario.
Laclau considera que, si conociéramos al detalle aquello a lo que conduce una transformación política, esta no sería verdaderamente transformadora, pues sería un mero desarrollo lógico de la realidad que pretende superar. Sería anticipable desde el orden que le preexiste y, por tanto, quedaría subsumida en él (de la misma forma en que el árbol es anticipable desde la semilla y puede entenderse desde su propia lógica). Una transformación política implica una ruptura genuina cuyo resultado es necesariamente imprevisible.
Pero esto implica a la vez un vaciamiento del contenido de la transformación que podría llevar a un relativismo nihilista del «todo vale»: podría parecer que cualquier transformación es buena por el mero hecho de que transforma, sin importar las características del nuevo orden que construye. Por eso, la apertura a «lo otro», necesaria, debe quedar limitada por la afirmación de ciertos principios políticos ético-políticos.
Estos principios, sean cuales sean, no serán universales, sino absolutamente particulares y contingentes: no serán más que unos de entre los posibles. Esto significa que imponer su vigencia implica siempre la exclusión de sus alternativas, como ya vimos anteriormente.
Afirmar un principio implica negar su otro. Afirmar un orden nuevo implica no solo negar el existente, sino el resto de órdenes alternativos al que se apuesta construir. Por ello, una transformación política emancipatoria nunca es plena: siempre se ve obligada a limitar las posibilidades de transformación inscritas en el orden que se pretende superar y que resultan contradictorias con aquel por el que se ha apostado.
Así, la emancipación es «una promesa» que nunca se acaba de cumplir del todo. Nunca puede ser del todo consumada porque no existe un «fin de la historia» donde el poder y la otredad queden definitivamente abolidos. Por insatisfactorio que pueda parecer este panorama, es en realidad la garantía de la libertad: la garantía de que siempre será posible postular un orden distinto al existente.
La emancipación nunca es plena, siempre hay un orden de posibles que hemos rechazado cuando tomamos un camino. La emancipación es una promesa, pero nunca será un hecho consumado. Por insatisfactorio que pueda parecer este panorama, es en realidad la garantía de la libertad: la garantía de que siempre será posible postular un orden distinto al existente
8 Teoría y política: la consecuencia política de la teoría
Laclau y Mouffe fueron siempre pensadores militantes: su teoría de la política está intrínsecamente ligada a la acción. Esto se vuelve evidente al observar tanto su compromiso partisano como la prolífica influencia que han tenido en movimientos en distintos lugares del mundo.
Cabe destacar la temprana militancia socialista y peronista de Laclau, la fundación y colaboración en distintas revistas de Inglaterra (New left review, editorial Verso) y la inspiración teórica y el apoyo público a las experiencias populistas de izquierda latinoamericanos y del sur de Europa.
Esta voluntad de Laclau y Mouffe de hacer una teoría política para la práctica del siglo XXI ha sido, no obstante, causante de grandes críticas por parte de la izquierda más ortodoxa. La izquierda que antagoniza con este posmarxismo critica una supuesta falta de radicalidad de Laclau y Mouffe por no mantener el ideal de una ruptura total con el sistema, acusándolos de «reformistas» o incluso «antirrevolucionarios».
Laclau tuvo la oportunidad de defender su postura públicamente contra Žižek en muchas ocasiones, pero la más famosa fue en el intercambio de ensayos que tuvo lugar en la revista Critical Inquiry y que llevó a la ruptura definitiva de la antes intensa amistad.
En estos textos, Laclau expuso que la dominación capitalista es una construcción hegemónica y que, por tanto, en la sociedad existe una relación de fuerzas que permite una «guerra de posiciones». Renuncia, así, a una visión dicotómica capitalismo/no capitalismo, lo cual nos permite entender que en todas las sociedades conviven núcleos de sentido anticapitalista, como la sanidad pública, con estructuras de dominación económica neoliberal, como los desahucios.
Es decir, en las sociedades conviven distintas lógicas y ninguna incluye del todo a la otra. Por eso, hay sociedades más igualitarias que otras. Esto no implica una falta de horizonte, una renuncia a la lógica anticapitalista, sino a la aspiración ingenua de enterrar el capitalismo mediante una insurrección súbita y rápida.
9 Democracia radical
La diferencia que separa a Laclau de posiciones más ortodoxas también es, a menudo, el propio proyecto político al que aspiraba. La consecuencia política más clara de reconocer el antagonismo social como inagotable es, como se ha señalado, la renuncia al socialismo como «fin de la historia».
Dado que el conflicto no se agota nunca, la política tampoco lo hará y la historia continuará con sus avances y retrocesos. Al reconocer esto, Laclau y Mouffe terminan su libro Hegemonía y estrategia socialista llamando a una radicalización de la democracia. La democracia radical como horizonte vuelve a enlazar el socialismo en la tradición republicana, relación que ha sido estudiada más hondamente por Antoni Domènech y la escuela que se organiza en torno a la revista Sin permiso.
Pero la democracia radical también supone descartar la idea de «gestionar lo existente», alejarse de la «izquierda» de «la tercera vía» y asumir hondamente la responsabilidad inagotable de construir bloques hegemónicos que empujen siempre más allá los derechos y la justicia de la mayoría; de no desistir ante el retroceso y luchar, vencer, caerse, levantarse y volver a luchar, como dijo Álvaro García Linera; de liderar siempre el horizonte y empujar constantemente más lejos, rejuveneciendo siempre de forma prometeica.
Esta tarea no se hace desde un único lugar: aunque hay quienes privilegian las instituciones, estas por sí solas no bastan. Hacen falta revistas, sindicatos, asociaciones, artistas y todo tipo de organizaciones que, pese a su diversidad, compartan un objetivo común: el reino de la libertad, que —como Marx advertía— empieza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad.
Laclau expuso que la dominación capitalista es una construcción hegemónica y que, por tanto, en la sociedad existe una relación de fuerzas que permite una «guerra de posiciones». Esto nos permite entender que en todas las sociedades conviven núcleos de sentido anticapitalista, como la sanidad pública, con estructuras de dominación económica neoliberal, como los desahucios
10 El legado de Laclau
La obra de Ernesto Laclau (y su proyecto compartido con Chantal Mouffe) tiene muchas continuaciones en la actualidad. Cabe destacar la honda importancia que tuvo su obra en España en la construcción de la hipótesis que definió la estrategia de Podemos en sus inicios. Esto ocurrió de la mano de personas como Íñigo Errejón, Jorge Lago, Clara Serra,Germán Cano, Jorge Moruno y Jorge Alemán. También influyó en otros líderes izquierdistas como Néstor Kirchner o Jean-Luc Mélenchon.
Siete ensayos sobre el populismo, de Paula Biglieri y Luciana Cadahia (Herder Editorial).
En el campo de la teoría, un ejemplo de los últimos desarrollos de sus tesis son los trabajos sobre el populismo de Luciana Cadahia y Paula Biglieri. En Siete ensayos sobre el populismo(2021), realizan una brillante y fresca reivindicación de la teoría populista y la desarrollan osadamente, interviniendo en debates sobre su relación con el neoliberalismo, la extrema derecha, el feminismo o el republicanismo.
Sin embargo, es importante citar otras líneas interpretativas que se han abierto recientemente a partir de su pensamiento. Por ejemplo, ¿es legítimo postular la equivalencia entre populismo, hegemonía y política? En su artículo «On this side of the frontier: Populism, Antagonism and Pluralism», de 2023, es la pregunta que se hacen Javier Franzé y Julian Melo. Por su parte, Yannis Stravrakakis, en Lacan y lo político, se preguntá qué juega el sujeto en su relación fantasmática con el discurso populista. Otros autores, como Oliver Marchart en Thinking Antagonism, se preguntan a raíz de Laclau si la dislocación del campo político es un fenómeno autónomo o si está producido por el antagonismo.
El legado de Laclau constituye, pues, una rica plataforma para el impulso del pensamiento y la acción política. Pudiéndose estar más o menos de acuerdo, hay una verdad innegable en su trabajo: el suyo es un corpus filosófico radicalmente orientado a la praxis y a la experimentación, lo que le ha permitido tener una influencia real sobre la política de los últimos años. Ha logrado demostrar, pues, que la filosofía no es solo un saber enclaustrado en las aulas, bibliotecas y otras torres de marfil, sino una herramienta que, a la vez que nos habilita la comprensión del mundo, nos abre también de transformarlo.
Sobre el escenario actuaba un grupo suizo con el evocador nombre de Lauwarm, «Templado». Cinco músicos tocando reggae. Dos de ellos llevaban greñas revueltas, ese peinado que se conoce como dreadlocks o rastas. El reggae es la música de los indígenas jamaicanos, y los blancos que la practican perpetrarían una «apropiación cultural», en la que los miembros de una cultura dominante se apropian sin ningún derecho de los logros creativos de culturas sometidas, de poblaciones anteriormente esclavizadas o de grupos marginados.
La apropiación cultural es un tema muy controvertido y en torno a ella gira una de las discusiones clave en los actuales debates culturales. Para una mentalidad que hoy está muy difundida, quien practica la apropiación cultural es culpable de una expropiación, de un robo. Como diría Karl Marx, toda apropiación implica también una expropiación.
Fue la jurista Susan Scafidi quien, en su libro de 2005 ¿De quién es la cultura? Apropiación y autenticidad en las leyes norteamericanas, formuló la definición que para esta mentalidad es pertinente: «Apropiación cultural es cuando uno recurre a la propiedad intelectual, a los saberes tradicionales, a las expresiones o a los artefactos culturales de otro para satisfacer así su propio gusto, para expresar su propia individualidad o, simplemente, para sacar provecho». Por eso abochornan a los blancos que llevan rastas, ese peinado que se asocia con una tradición cultural caribeña y jamaicana.
Esta crítica todavía podría entenderse como el eco de un discurso poscolonial. Pero el debate no acaba ahí. También acusan a los negros de apropiación cultural si salen con pintas de luchadores chinos de artes marciales, como le sucedió al rapero afroamericano Kendrick Lamar cuando, en 2017, con motivo de la edición de su disco DAMN, se presentó como Kung Fu Kenny. Igualmente abochornan a las artistas asiáticas que se hacen peinados de trenzas africanas, típicas de la tradición africana y afroamericana, como les sucedió a las componentes del grupo de K-pop Blackpink. Y a finales de la década de 2010 acusaron reiteradamente de apropiación cultural a la cantante catalana Rosalía, porque su música tenía bases flamencas, un estilo que, para algunos tradicionalistas, únicamente pueden practicar músicos andaluces.
Pero serenémonos un momento en medio de todo este alboroto y preguntémonos de nuevo de qué trata, en realidad, el debate sobre la apropiación cultural. ¿De dónde viene? ¿Cuáles son los problemas que aborda y sobre los que puede reflexionar con cierta sensatez? ¿Y cuáles son los problemas que no aborda?
Apropiación cultural es cuando uno recurre a la propiedad intelectual, a los saberes tradicionales, a las expresiones o a los artefactos culturales de otro para satisfacer así su propio gusto, para expresar su propia individualidad o para sacar provecho
Desde Estados Unidos a Europa
Para empezar, hay que decir que en Europa no hemos hecho más que apropiarnos del debate sobre la apropiación cultural, que procede originalmente de los Estados Unidos y se explica por las condiciones especiales y la evolución histórica de la sociedad norteamericana. Ahí ya llevan discutiendo sobre la cultural appropriation desde los años 80 del siglo pasado.
En aquella época, los músicos negros empezaron a quejarse de que, desde hacía más de un siglo, la sociedad mayoritariamente blanca se había ido apropiando uno tras otro de los estilos de la música negra, para seguidamente ensalzar como inventores o coronar como reyes de aquellos estilos a músicos blancos. En los años 20, Paul Whiteman fue coronado rey del swing; en los 30, Benny Goodman fue proclamado rey del jazz; en los 50 apareció Elvis Presley como rey del rocanrol, y en los 60 Eric Clapton fue coronado rey de la guitarra blues.
A comienzos de la primera década del siglo XXI, justo cuando salió publicada la antología de Greg Tate, el rapero blanco Eminem fue proclamado el nuevo rey del hip hop. Los verdaderos pioneros de estos estilos, que habían sido negros, cayeron en el olvido, o como mucho se los recordaba como representantes de meras subculturas necesitadas de artistas blancos que las elevaran al rango de cultura superior, de verdadero arte.
En 2003, el autor y músico negro Greg Tate escribe en su prólogo a la antología Todo menos la carga:
«Nuestra música, nuestra moda, nuestros peinados, nuestros bailes, nuestros cuerpos, nuestras almas…, todo eso lo han tomado siempre como frutas maduras que colgaban de un frutal a la vera del camino y que no tenían más que arrancar. […] la Norteamérica blanca siempre ha envidiado a los negros, o sea, siempre ha aspirado a enriquecer su cultura con la fuerza creadora de los negros, incluso ya en los tiempos en los que se discutía seriamente sobre si las personas negras tienen alma […] Siempre que [los blancos] asimilaron una forma cultural negra, trataron de erradicar de ella la presencia de personas negras».
Mirándolo así, lo que busca la crítica a la apropiación cultural es rectificar una narración histórica falsa y reconocerles sus derechos a los verdaderos creadores. Esta crítica refuta las tergiversaciones históricas y nos recuerda las ideas básicas de justicia e igualdad de trato. Esta es una intención plenamente legítima, que responde al programa de la teoría y la crítica cultural poscolonial, cuyo objetivo es mostrar que es insuficiente contar la historia universal desde una perspectiva blanca, hegemónica y, en definitiva, colonialista; y que no solo es insuficiente, sino profundamente injusto, porque borra de la historiografía las complejas relaciones de poder que se plasman en todo tipo de creación cultural en un mundo colonialista.
En realidad, Europa se ha apropiado del debate sobre la apropiación cultural, que se originó en los Estados Unidos y se explica por las condiciones especiales y la evolución histórica de la sociedad norteamericana. Ahí discuten sobre la cultural appropriation desde los años 80 del siglo XX
Del individuo a los colectivos
Pero más allá de esto, la crítica a la apropiación cultural empieza a ser problemática cuando, a partir del análisis de las relaciones de poder y de la crítica a la explotación cultural, trata de inferir una ley general para las relaciones interculturales, como intentaba hacer Susan Scafidi con su definición ya citada.
En cierto modo, lo que trata de hacer la jurista Scafidi es extrapolar el concepto de propiedad cultural, tal como lo conocemos del derecho de la propiedad intelectual, del individuo a los colectivos. Aplicado a autores individuales, ese concepto tiene sentido y es necesario. Pero al extrapolarlo surge el problema de que los colectivos no son sujetos de derecho en un sentido análogo. Si se los trata como a individuos, hay que reconocerles una identidad claramente identificable, que en realidad es ficticia.
Scafidi pretende que se pueden trazar límites claros entre las culturas, de modo que uno pertenece por entero a una cultura o, en caso contrario, es totalmente externo a ella. Pero, en su libro, Scafidi no dice con qué criterios se podría definir esa pertenencia. ¿Quién puede decir de sí mismo que pertenece por entero a una cultura, de modo que también puede determinar claramente quién es «de los nuestros» y quién no? ¿Y de qué expresión artística se puede decir que, sin ningún género de duda, pertenece exclusivamente a una cultura determinada?
En El Atlántico negro, el acta de nacimiento de los estudios poscoloniales, el británico Paul Gilroy describe cómo los colonizadores usurparon y explotaron —y lo siguen haciendo hasta hoy— las culturas de los antiguos esclavos y de los pueblos colonizados. Pero, al mismo tiempo, también deja claro que el carácter y la riqueza de las culturas del Atlántico negro consisten, justamente, en su mestizaje y sus ganas de asimilar: el desarraigo forzoso causado por la esclavitud y el exilio se convierte aquí en la riqueza de una cultura en la diáspora en permanente estado de transformación.
Por el contrario, la idea de pureza cultural proviene, precisamente, de los colonialistas blancos que impusieron unas «identidades étnicas» a las culturas sometidas, para poder dominarlas mejor. Quien quiera liberarse del paradigma colonialista deberá rechazar también las ideas culturales identitarias.
Es insuficiente contar la historia universal desde una perspectiva blanca, hegemónica y colonialista; y no solo es insuficiente, sino profundamente injusto, porque borra las complejas relaciones de poder que se plasman en todo tipo de creación cultural en un mundo colonialista
La identidad criolla
Entre las fuentes de inspiración más importantes de Gilroy están los textos del teórico del poscolonialismo Édouard Glissant.Glissant nació en la isla Martinica. Durante toda su vida se ocupó de cuestiones relativas a la identidad cultural en el sur global, una identidad que él denomina «criolla». El concepto de «criollo» se refiere a la identidad cultural que conforma una cultura surgida de la incesante mezcla de influencias y tradiciones muy diversas.
Esta cultura del mestizaje se opone a todo ideal de pureza cultural, así como a toda idea de que pueda haber tradiciones culturales homogéneas que sean atribuibles exclusivamente a determinados grupos poblacionales. Ni siquiera el jazz sería para él «negro» en el sentido político identitario, sino criollo. Si usted junta ritmos africanos con instrumentos occidentales, como el saxofón, el violín, el piano o el trombón, lo que le sale a usted es el jazz. Eso es lo que yo llamo «criollización». «Estoy convencido de que, en las ciudades de California, los asiáticos y los hispanos, los blancos y los negros, crearán alguna vez algo nuevo, que será tan maravilloso como el jazz», dijo en 2007 en una entrevista para el Süddeutsche Zeitung.
A este concepto de cultura Glissant lo denomina también «rizomatoso», término que toma de los autores franceses Gilles Deleuze y de Félix Guattari. Un rizoma es un tallo reticular horizontal y subterráneo. Para Deleuze y Guattari, el rizoma simboliza un tipo de pensamiento y de cultura que ya no se basa en un ideal de unidad y homogeneidad, sino que celebra la heterogeneidad, la pluralidad y la conexión de todo con todo.
Una conexión incesante sin unidad orgánica es también el modelo ideal de cultura criolla que propone Édouard Glissant. Otra cita de su entrevista de 2007 para el Süddeutsche Zeitung:
«Hoy ninguna cultura está aislada de las demás. No hay culturas puras, eso sería ridículo. No es lo idéntico lo que deja huella en la vida, sino lo diverso. Lo igual no produce nada. Esto empieza ya en el ámbito genético. Dos células iguales no pueden producir nada nuevo. Y lo mismo sucede en el ámbito cultural».
Tampoco Glissant pasa por alto que vivimos en un mundo marcado por el dominio poscolonial, en el que la cultura blanca es la dominante y quienes más poder económico tienen son los blancos, que aprovechan ese poder para explotar a otras culturas. Pero Glissant no quiere oponer a este permanente dominio colonial la idea de una cultura negra homogénea que haya que defender de las apropiaciones, pues considera que el propio principio de pureza cultural es colonialista.
En su opinión, comparte ya el proyecto de dominio blanco, occidental o colonial la mera intención de atribuirles a las culturas una homogeneidad étnica o, como lo formula su discípulo Paul Gilroy en El Atlántico negro, la mera idea de una «identidad étnica», que también se debería poder asignar a todas las modalidades del nacionalismo negro que surgieron en los años setenta y ochenta del siglo pasado.
El concepto de «criollo» se refiere a la identidad cultural que conforma una cultura surgida de la incesante mezcla de influencias y tradiciones muy diversas. Esta cultura del mestizaje se opone a todo ideal de pureza cultural
Emancipación y liberación cultural
Ya una mirada fugaz a la historia de la noción y el discurso de la cultural appropriation basta para ver que aquí se enfrentan dos nociones de emancipación y liberación cultural. De un lado, está el deseo de defender a una cultura explotada de otra cultura mayoritaria explotadora. Del otro lado, tenemos la idea de que solo es posible llevar una vida realmente liberada si se resiste la presión de tener que ser idéntico a sí mismo; y de que, en definitiva, no habría desarrollos culturales si se prohíbe o se inhibe todo tipo de apropiación. Dicho de otro modo: una concepción homogénea de la subjetividad —o también podría decirse que un sentido de la subjetividad basado en la totalidad y la autenticidad— se opone aquí a otra concepción que entiende la subjetividad como algo básicamente desgarrado, descentrado e inacabado.
Para esta segunda concepción, la experiencia histórica del descentramiento y el desarraigo nos hace entender que toda cultura siempre ha sido ya heterogénea, mientras que la fe en la homogeneidad y la pureza culturales solo se desarrolla en aquellas culturas que, gracias a su poder político y económico y a su dominancia colonialista e imperialista, se consideran a sí mismas el origen y la medida de todas las cosas. Pensar que sería posible y hasta deseable no apropiarse es típico de una mentalidad colonialista que no se conoce bien a sí misma.
Si nos tomamos en serio la crítica radical a la apropiación cultural de los estilos musicales negros por artistas blancos, ¿qué otro modelo podríamos contraponerle? ¿Cómo sería un arte «blanco» que no se apropiara de elementos de otras culturas no blancas? Este experimento ya lo han llevado a cabo los agentes culturales del movimiento Alt-Right en los Estados Unidos y del Movimiento Identitario en Europa. Para ellos, una cultura blanca solo es legítima si no tiene ninguna influencia negra, por ejemplo, una música que no tenga nada de blues, de rocanrol ni de hip hop.
Evidentemente, un experimento así solo puede fracasar, porque una música pop sin estas inspiraciones forzosamente será marginal y sosa. Pero el ejemplo de este reflejo negativo también nos hace ver intuitivamente que a nada conduce la pretensión de que la cultura negra sea solo para los negros o de que el flamenco solo lo puedan tocar músicos andaluces, pues la diversidad, que hoy nos parece señal de una cultura desarrollada y emancipada, solo se genera cuando se desencadenan las apropiaciones. Entre los artistas pop actuales, nadie refleja esto tan apasionada, convincente y artísticamente como Rosalía.
A nada conduce la pretensión de que la cultura negra sea solo para los negros o de que el flamenco solo lo puedan tocar músicos andaluces. La diversidad solo se genera cuando se desencadenan las apropiaciones
No hay un más allá de la apropiación. Es más, toda forma cultural emancipadora es, forzosamente, apropiadora. Lo cual no significa que no se puedan criticar ciertas formas de apropiación cultural. Pero creo que una postura clara y consciente respecto de la apropiación no debería expresarse primariamente en forma de prohibición, sino en forma de mandato: ¡aprópiate!, pero hazlo correctamente, dándote cuenta de las relaciones de poder que se plasman en la apropiación; creando a partir de distintas influencias algo nuevo donde se visibilicen y se reconozcan los elementos de los que se compone la obra de arte, la autoescenificación, el «artefacto cultural»; y valorando y celebrando las fuerzas creadoras y emancipadoras de la apropiación.
Una relación así con la apropiación sería una relación ética, que no cuestiona si la apropiación cultural es básicamente legítima —o radicalmente ilegítima—, sino que se plantea cómo distinguir las formas lícitas de apropiación cultural de las ilícitas. ¡Aprópiate, pero hazlo correctamente! Y la mejor forma de hacerlo es en un diálogo, en una reflexión común, en vez de indignándose.