La mayoría de las teorías filosóficas son intentos de entender el mundo.
Quiénes somos, por qué somos, para qué somos, etc.
Pero la filosofía del absurdo no pierde el tiempo en eso.
Su respuesta a la eterna pregunta «Cuál es el significado de la vida» es «Ninguno«, «No hay significado», «No hay razón».
El pionero del «absurdismo» fue el filósofo danés Søren Kierkegaard, quien dijo que «como la realidad de Dios está por encima la comprensión humana, es absurdo que los humanos tengan fe en Dios».
En el siglo XX, los «absurdistas» sacaron el concepto de Dios completamente de la ecuación, optando por hacer del significado y la falta de éste un asunto enteramente humano.
El escritor y filósofo francés nacido en Argelia Albert Camus (1913-1960) creía que, como la vida no tiene sentido, podemos adoptar una de dos actitudes: le ponemos fin a todo o nos encargamos de encontrarle nuestro propio significado. En todo caso, no importa.
Puedes pasarte la vida transfiriendo garbanzos de una cazuela a otra, como hace uno de los personajes de su novela «La peste». O puedes tirarte de un puente. Da lo mismo.
Cualquier hombre, a la vuelta de cualquier esquina, puede experimentar la sensación del absurdo, porque todo es absurdo»
Albert Camus, novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés nacido en Argelia.
La vida es absurda, dicen los «absurdistas»; no hay Dios, así que no tiene sentido. Pero, subrayan, eso es bueno.
La filosofía del absurdo ha tenido una fuerte influencia en las artes.
La idea de que nada tiene significado o sentido es liberadora, particularmente en áreas como la literatura y el teatro, que tradicionalmente se han dedicado a la búsqueda de significado.
El «absurdismo» dio vida al Teatro del Absurdo, probablemente el único movimiento teatral inspirado por la filosofía.
La pregunta por el sentido de la vida ha sido recurrente en la travesía del pensamiento occidental. Dos mil años después, manida y exhausta, la pregunta da síntomas de agotamiento y empieza a atisbarse una respuesta que siempre quisimos esquivar: quizá la vida no tenga un sentido fijo. Aceptar el absurdo de la vida, su sinsentido, es difícil, pero el reto yace en encontrar la belleza que crece, silenciosa, en el alfeizar de la vida, en la carretera de nuestra existencia.
Por Pablo Fernández Curbelo
«Dios ha muerto. (…) Y nosotros lo hemos matado. ¿Cómo nos consolaremos, asesinos entre los asesinos?». Así anunció Nietzsche la muerte de Dios en La gaya ciencia. Su significado, la pérdida de todo un sistema de valores y de creencias, fue devastador. El vacío que dejó condujo a la irrupción del nihilismo, al ascenso del totalitarismo durante el siglo XX y a las mayores atrocidades cometidas por el hombre. Y ahora ¿cómo encontrar sentido en un mundo que, a primera vista, se muestra frío, caótico y misteriosamente absurdo?
Como bien postuló Nietzsche, gran parte de lo que acontece en el mundo es fruto del azar. El movimiento rige el transcurso: las personas vienen y van, el presente se vuelve pasado y el pasado cae en el olvido. Nos movemos en un mundo solitario que nos es ajeno y parece movido por aquello que el escritor francés Albert Camus denominó «el absurdo». Incluso el Ser se escapa de nuestro propio entendimiento: al arrojar luz sobre el origen de nuestros deseos, Freud, uno de los filósofos de la sospecha, mostró sus ambivalencias y su densa oscuridad.
Hay algo, sin embargo, que desbanca al pensamiento, que lo deja inservible, y que nos abalanza sobre el vacío: el sufrimiento. Cuando sufrimos la traición, el engaño, la infelicidad o la enfermedad, la existencia se vuelve intolerable. Puesto que no creemos en un mundo mejor y eterno después de la muerte, nos vemos abocados a buscar con desenfreno algún modo de justificar nuestra existencia en este mundo y, puesto que solo tenemos una, de hacerla no solo soportable o llevadera, sino agradable y placentera.
Nuestra cultura ha sabido cómo hacer de esta búsqueda un auténtico mercado: libros de autoayuda, coachings o vídeos motivadores. Pero, en este caso, el quehacer filosófico debe guiar al hombre no para encontrar sentido a la vida, puesto que carece de sentido objetivo alguno, ni para imponérselo, sino para enseñarnos a vivir pese a la falta de sentido, en el amplio espacio del absurdo.
La vida no tiene sentido y se nos presenta como un absurdo. Pero en esta existencia absurda hay dolor, sufrimiento, y nos vemos obligados a explicar esto de una u otra forma
Haruki Murakami, autor japonés y eterno candidato al Nobel, ha construido sobre ese espacio del absurdo toda su literatura. En ella, Murakami nos muestra la abrumadora capacidad que tiene el mundo de sorprendernos en medio del caos y la aleatoriedad. En Flor y nata, uno de los relatos que conforman la antología Primera persona del singular, un joven emprende el camino hasta «lo alto de un elevado promontorio en Kobe» para acudir a un recital de piano.
Sin embargo, al llegar a la cima, no ve rastro del recital. Cansado e inmerso en la decepción, se sienta a descansar. En ese momento se le aparece un anciano que habla de un círculo con varios (o infinitos) centros, es decir, una figura incongruente e imposible. Cuando el joven se vuelve a girar, ya no hay rastro del anciano.
El joven se queda pensando sobre el círculo, metáfora de lo absurdo, de los acontecimientos incomprensibles que nos sobrevienen a diario y de nuestra innata necesidad de buscar respuesta a lo que quizás resulta inexplicable. «Cuando me sucede algo —reflexiona el joven— me acuerdo del círculo y pienso, por un lado, en todo aquello inevitable, fútil y banal que acontece con descaro y azarosamente en nuestra vida».
Si bien intentar racionalizar el absurdo y darle explicación resulta una tarea inútil y sin fin, una tarea que gira sobre sí misma de forma circular, aceptar plenamente el espacio que nos cede el absurdo nos brinda un enorme lugar de sensaciones. Sensaciones que, por cierto, los griegos menospreciaron y atribuyeron al mundo aparente de Platón y que siglos más tarde Nietzsche reivindicó como único mundo real. Pero el mundo material y sus sensaciones nos sugieren que, pese al sufrimiento, quizás seamos capaces de contemplar las flores hermosear en primavera, meciéndose al viento.
No podemos racionalizar el absurdo de la vida. Es una tarea inútil y sin fin. El sinsentido de la vida nos abre todo un mundo de sensaciones que, pese al sufrimiento, esconden belleza
Pese al sufrimiento, quizás disfrutemos de los cálidos rayos de sol en una tarde de verano. Pese al sufrimiento, quizás quedemos fascinados por el brillo de unos ojos, de una mirada, o por el tacto de una mano y conozcamos el significado de la ternura. A esto se refirió Emil Cioran cuando escribió en sus Cuadernos, reivindicando el absurdo y, naturalmente, jugando con la dialéctica: «No soy un pesimista, me gusta este mundo horrible».
Abrazar la vida terrenal y a nosotros como eternos extranjeros y partícipes de ella es un modo de burlar la falta de sentido. Abrirse al mundo de la experiencia y al devenir no es desdeñar la importancia y la valía del pensamiento, sino señalar sus límites. Al preguntarnos por el origen de los acontecimientos, de nuestras dichas y de nuestras desgracias, pronto llegamos al abismo que supone la aceptación de nuestra ignorancia y a la falta de respuestas para las grandes preguntas.
Encontrar consuelo en un vaso de leche fría con azúcar, en los abrazos que se dan con demasiada fuerza o en una hermosa pieza musical es, ante todo, un ejercicio de suma modestia y apertura. Los mejores poetas comprendieron esto, pues el cuerpo poético nace de este mismo impulso de apertura y de una búsqueda desaforada por lo verdadero. En el poema Vida, Alfonsina Storni escribió:
«Es que abrí la ventana hace un momento y en las alas finísimas del viento me ha traído su sol la primavera».
Abrir la ventana al mundo es un modo de que entre la luz.
¿Qué tienen en común los millonarios de Wall Street, los gurús de Silicon Valley, nuestro ex-seleccionador nacional de fútbol, Clinton y Schwarzenegger? Pese a su disparidad, todos han sucumbido al encanto irresistible de una antigua escuela filosófica grecorromana: el estoicismo. Buscando serenidad ante las decisiones cruciales en la política global, pero también éxito empresarial y deportivo y, sobre todo, una vida feliz, nuestra postmodernidad ha leído con devoción los textos de Séneca, Marco Aurelio o Epicteto.
Nos atrae acaso la cercanía del mundo helenístico-romano tan parecido al nuestro, cosmopolita e interconectado, pero también en continuas crisis migratorias, pandémicas, climáticas y bélicas. Se diría que este “neoestoicismo” fuera la panacea para las diversas emergencias que nos azacanean. Magnates como Bezos, Gates o Elon Musk (“per aspera ad astra”, tuiteaba hace poco este), entre otras “celebridades”, “YouTubers” e “Influencers” se dedican a soltar, en pequeñas píldoras, algunas frases selectas de los filósofos favoritos de los romanos. Pero, ¿se adopta con ello filosofía clásica o más bien una cómoda muletilla para hacer “a la romana” puro pragmatismo? Lo apuntaba recientemente la popular latinista Mary Beard, sorprendida ante el éxito global y sin asimilar del antiguo fatalismo de un Marco Aurelio devenido hoy casi un manual moderno con clichés de autoayuda. Y es que, si no se profundiza en la ética del día a día, ni las “Meditaciones” ni las “Diatribas” servirán. Aunque mejor son, sin duda, estas adaptaciones neoestoicas que un telepredicador, una teletienda o el ocio embrutecido del “smartphone”.
Entonces ¿cómo desandar el camino desde la autoayuda simplista a la filosofía para la buena vida? Soy de los que creen que nuestros queridos viejos maestros, los filósofos clásicos, tienen mucho que decir en el mundo de hoy. Pero lejos de sus mensajes simplificados, hemos de acudir primero a sus textos, bien traducidos hoy, y a los mejores comentaristas que los actualizan. Acudamos con preferencia a las “Meditaciones”, por ejemplo en la espléndida versión de Jorge Cano (Edaf, pronto Trotta) o al “Manual” de Epicteto, que acaba de ser traducido brillantemente por Ignacio Pajón como “El arte de vivir en tiempos difíciles” (Alianza). Pero si, dentro del auge de la filosofía helenística en nuestros tiempos, llama especialmente la atención, el estoicismo romano, que copa las librerías, también hay que romper una lanza por la escuela rival y a su modo complementaria: el epicureísmo. Todo en la justa medida, decían los clásicos.
Y es que, en el camino a la serenidad, “Ser estoico no basta”, como reza el título del estupendo ensayo que publica ahora el latinista francés Charles Senard, publicado por Rosamerón. El autor, que se autodefine como padre, profesor y escritor, da, a mi ver, con las claves del camino que va de la filosofía a la vida práctica: son las más claras y a la vez inefables. Quizá el gran secreto resida precisamente en la literatura, es decir, en la altura literaria de los textos. No solo se trata de seguir esa antigua sabiduría, sino de emocionarse con sus testimonios sobre el bien vivir bajo la guía de la mejor literatura.
Se diría que, para el día a día, los mejores filósofos son siempre los grandes escritores, como pone de manifiesto el libro de Senard en el caso de los dos grandes poetas romanos que centran su atención, Horacio y Lucrecio, dos epicúreos leídos con veneración a lo largo de las edades. No en vano, en una manera muy francesa de abordar el ensayo sobre el oficio de vivir, este libro forma casi un díptico con otro texto singular que atina de nuevo en las claves, “Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne”, también publicado por Rosamerón. Un dueto epicúreo como antídoto a la rigidez de nuestros días (y pienso no solo en los neoestoicos, sino también en el dolor de cuello de los que andan todo el día encorvados mirando el móvil).
Memoria colectiva
Hay algo más allá de la filosofía que convierte los pensamientos en música, rebasando cualquier buen consejo de ética o especulación metafísica. Los enraizan en nuestra conciencia casi como el ritmo de la poesía. Ahí están los versos de acento filosófico, desde los griegos a esta parte. No en vano recomendaba Arquíloco a su “corazón, de irremediables penas agitado” atender al “ritmo de la existencia” y Homero –como Semónides o Machado– cantaba la vanidad efímera de los hombres que caen “como la generación de las hojas”. Queda esto tan impreso en nuestra memoria colectiva como una partitura eterna. Primero está Lucrecio, el poeta investigador de la naturaleza de las cosas, epicúreo, atomista, condenado por la iglesia durante el medievo por su materialismo y su supuesto ateísmo, aunque dedica su obra a la potencia de la “Venus genetrix”, diosa del impulso esencial que mueve el mundo. Lucrecio, vivificado por su rescate manuscrito de un monasterio centroeuropeo por el humanista Bracciolini en el Quattrocento –como muestra el “best-seller” filosófico de S. Greenblatt– precipitó el Renacimiento europeo al ser leído con devoción. La manera en la que esta literatura aborda la existencia, y sobre todo cómo nos libra del miedo a la muerte, entendida como disolución de los átomos, es estupendamente recordada en este libro en sus versos emblemáticos y en su amplia recepción posterior, en Valla, Petrarca o Rousseau.
Otro tanto ocurre con el inolvidable Horacio, con quien sin duda se alcanza el culmen de la fusión entre literatura y filosofía. Es heredero del viejo Arquíloco y de Alceo, pero también de otros poetas líricos griegos –Safo, a quien Senard evoca también– y acólito de la “piara” del gran Epicuro. Vino, verdad, amor, serenidad: palabras clave de la poesía del mejor lírico romano que se presentan en un florilegio de maravillas del autor que condensó y acuñó grandes lemas poéticos para la vida. La glosa del “Carpe diem” ocupa gran parte del libro y nos enseña cómo ser felices actualmente, solo con esta fácil filosofía trufada de amor, poesía, música, artes plásticas y sensibilidad. Esta es la buena mesa con la que Horacio quiere deleitarnos entre el consuelo del vino –real y del espíritu, como en Jayam– y la amistad en esa “vida oculta”, como quería Epicuro (“lathe biosas”) de la “aurea mediocritas”.
A través de un hilo sublime de literatura epicúrea, en suma, hay que reivindicar el legado actual de esta escuela, pese al desprestigio que sufrió durante tanto tiempo. Paradójicamente, Epicuro rechazaba el cultivo de la poesía por parte del sabio –como el de la política– pero acaso no hubiera visto nada mal que la usaran sus seguidores más populares, los poetas, para divulgar su hermosa doctrina desde un Jardín amical. Pensamos en Filodemo desde su villa de Herculano o en Horacio desde su villa sabina. O en Montaigne retirado del mundo en su torre campestre: él es la simbiosis perfecta entre epicúreo y estoico, como muestra bellamente el escritor mexicano Pablo Sol Mora en “Nada hago sin alegría”, llevándonos de la mano a pasear, con una prosa envidiable, por los ensayos del “señor de la Montaña”, como lo llamaba Quevedo. Su obra es un hermoso compendio destilado de las claves del buen “ethos”.
“Beatus ille”, feliz aquel que, en su jardín interior, vive alejado de toda turbación: lejos de la ciudad, de la política y la empresa, claro. Tras leer a Senard y a Sol me reafirmo en la certeza de que existe el paraíso y que este ha de ser un “locus amoenus”, un jardín deleitable junto a la persona amada, leyendo, por toda la eternidad, entre vino, queso, higos, dátiles o frutos secos, este tipo de lírica grecolatina, persa o árabe. Tal es el verdadero espíritu de la filosofía antigua, el “cómo vivir”, y no la autoayuda de millonarios y aspirantes, con sus consignas rápidas, para ocio y negocios, mal sacadas de los filósofos antiguos. Más allá de su “neoestoicismo”, sigamos los consejos de los poetas clásicos, de los renacentistas, del bueno de Montaigne, para ser felices en nuestro paso por el mundo. Afrontaremos así cualquier apocalipsis que venga con la sabia e inolvidable felicidad que proporciona la palabra alada.
¿Para qué vamos a engañarnos? Digamos las cosas claramente. Lo que a los gobernantes y a los bien-pensantes les importa más que nada es el PIB, pues representa el valor agregado de todo lo que producimos en el año los residentes en España y a lo que, restándole ciertas partidas -como quien dice “sin IVA”- se convierte en la expresión cuantitativa de la Renta Interior que, a su vez, es la suma de lo que hemos ganado dicho año los que residimos en este país (tanto los ricos como los pobres, y tanto los que tenemos reconocida la nacionalidad como los residentes extranjeros, tengan o no tengan papeles). Y, ¿será necesario decirlo?: si la Renta Interior se divide por el número de personas residentes, se obtiene el promedio de “Renta per cápita”, que no es lo que gana nadie en particular (ya sea de sueldo o de los dividendos de su capital), pues habrá muchos que han ganado mucho menos y otros, pocos, que habrán ganado muchísimo más -nadie se come el medio pollo justo si no es por rara casualidad. A partir de esto, es muy de tener en cuenta, y especialmente por los que mandan, que si la magnitud de la “Renta per cápita” no experimenta cada año un mínimo crecimiento y, para ello el dividendo ha de crecer proporcionalmente más que el divisor, resultará muy difícil montar la demagogia comparativa del “España va bien” que utilizan, explícita o implícitamente, tanto los de derechas como los de izquierdas cuando están en el poder. Pero, ¡vamos con lo de la inmigración!
Repitámoslo: lo que importa por encima de todo a los “interesados” es el PIB y, a continuación, lo que de inmediato salta a la palestra es la “Renta per cápita”, mas ¿por qué afirmamos que primero el PIB? Deberemos entender que el PIB es lo más importante para “ellos” y, en consecuencia, para todos nosotros que dependemos de ellos, por una sencilla razón implícita en su definición, pero que quedará más clara diciéndolo en catalán que es la lengua que todos usamos en familia: Escolta, eh, que el PIB es el negoci que hemos pillat y el negoci es el negoci, cuanto que más mejor, eh. ¿Tú me entiendes? Pues bien, ¿nos dará lo mismo que se haya hecho con más o con menos gente? ¡Ah!, eso depende. Cada negocio tiene su intríngulis y unos verán la posibilidad de hacerlo con más mano de obra y otros con no tanta pero, en cualquier caso, siempre es mejor hacerlo con la menos gente posible ya que, en cuanto te descuidas, se llevan la ganancia, ¡vaya puñeta! Pero… ¡vamos con lo de la inmigración!
A ver si nos aclaramos: ¿el sistema productivo español puede seguir aumentando el valor de su producción anual durante, pongamos, una década sin que venga aquí más gente a trabajar? Unos opinan que sí (llamémoslos “prodeaquís”), y otros piensan que no (los llamaremos “prodeallendes”), es como lo de “la parrala” que se decía en tiempos, pero a mí me parece que, al menos en teoría, ambas formas de ver la cuestión son razonables y defendibles aunque ambas no se podrán hacer in extremis al mismo tiempo y, luego, en la práctica, ya se verá lo que se hizo y cómo resultó. Lo que supongo resulta obvio, ahora mismo y de momento, es que los “prodeallendes” lo tienen más fácil en tanto la entrada masiva de emigrantes, que por una parte resulta “internacionalistamente” ineludible, en una primera etapa presionará a la baja los salarios más bajos a pagar por las empresas que producen infraestructuras usando mucha mano de obra poco cualificada y magreará con más facilidad sus “cuentas de pérdidas y ganancias” y, a más a más, al aumentar el número de residentes, aumentará con ello la demanda interior, es decir, el número de clientes potenciales compradores de las casas que se construyan y de todo género de bienes y servicios que se produzcan.
En el otro extremo de opinión, el de los “prodeaquís”, la cuestión es también muy clara y convincente enunciada del modo siguiente: “nos proponemos aumentar suficientemente el valor de la producción nacional anual (PIB) con la gente de aquí, sin necesidad, casi, de gente de fuera” ¡Fenomenal! Los economistas de este país más sesudos que conozco están muy preocupados con la “productividad” de la economía española, observando que no crece lo suficiente o que ha decaído relativamente comparándola con la de los otros países ricos, lo cual convierte en apremiante la necesidad de aumentarla. ¿Esto no es tanto como decir que hay que obtener nuevos aumentos de la producción con los mismos recursos humanos? ¿No encaja divinamente con la idea de los “prodeaquís”? Lo malo es que no sabemos si realmente es posible aumentar la producción del país y al mismo tiempo la “productividad” sin la entrada masiva de mano de obra y no es suficiente con proponérnoslo, aunque, de hecho, en las últimas décadas bastantes veces ha ocurrido ya en mayor o menor medida. Mas, ¿es factible resistirse a la presión migratoria del continente africano, del sub-continente americano y del este europeo? ¡Seamos realistas para variar!: No. Por lo tanto, la tesis de los “prodeaquís”, admitiendo que es correcta, sólo podrá ser verificada al final, dentro de diez años, y si es el caso, en términos relativos de más o menos inmigrantes y más o menos mejora de la “productividad” y esto último, sin duda, no depende de la voluntad de los políticos, que no obstante algo pueden ayudar, sino de la “inteligencia” del Sistema Productivo y de los recursos utilizados, vengan de donde vengan.
Pero, tras lo dicho, aunque creo que aclara bastante la cosa, no me quedo a gusto. ¿Será todo, sólo, cuestión de “pelas”? ¿qué pasa con la cultura “nuestra” y la de los “inmigrantes”?, ¿y con la “solidaridad” internacional?, ¿cómo le van a salir las cuentas dentro de unos años al “Estado del Bienestar”? Y, nuestras hijas y nietas… ¿Con “quién” se casarán?, ¿tendrán que ir “a misa” con velo?, ¿nos parirá cada una 1,3 nietos o biznietos de promedio por lo menos? Y los recursos naturales… ¿Darán para tanto?, ¿los “fondos de pensiones” podrán mantener al menos su poder adquisitivo?, ¿cómo evolucionará la demografía española en general y la “pirámide de población” en particular? Y, cuando los chinos y los hindúes terminen de levantar cabeza, ya mismo, ¿qué va a ser de nosotros?… ¡¡¡Es qué, caramba, comparados con los más de 6.500 millones de mandunguis que pululan por el Planeta, somos una birria y nos creemos, en lo cultural y en lo demás, el ombligo del Mundo y con derecho, ¡naturalmente!, a vivir mucho mejor que los demás!!!
Todavía me queda para una docena de renglones dentro de los límites del “mini-manifiesto” y me puedo explayar en otro importante enfoque de los muchos a que el asunto se presta: el del “derecho de gentes” o, como ahora se dice, el de los “derechos humanos” ¿Quién ha sido tan osado de ponerle puertas al mar? Los militares y los funcionarios. Sí, ellos han sido y lo han venido haciendo desde siempre hasta ahora mismo a la fuerza bruta, con la mejor tecnología y cobrando sus soldadas de los beneficios obtenidos de los negocios establecidos en los Estados según se iban “fronterizando”, delimitando espacios territoriales y humanos dentro de los cuales imponer, costara lo que costara, el propio “aquí-mando-yo” ¿De dónde han salido si no estas entelequias que llamamos España, Francia, EE.UU. China, Marruecos, Nigeria, Polonia, Brasil, etc.? ¿Por qué la gente de paz no puede ir de un lado para otro, a donde más le convenga o apetezca, sin tener que mentir diciendo que va a estudiar o a hacer turismo o negocios? ¿Para cuándo una organización mundial o global, si se prefiere, que procure y garantice a todos los mismos derechos y las mismas oportunidades a la hora de intentar ganarse la vida? ¿Por qué no inventan de una puñetera vez una moneda única universal aunque sea de plástico? ¿Cuándo seremos todos bilingües por lo menos? ¿Qué pasó con la ilusión ilustrada de la “fraternidad” y la quizá no tanto del “internacionalismo”? ¡¡¿A dónde demonios vamos a parar?!!
* Aparte de la referencia al “camarote” de los Hermanos Marx, ésta era la frase que utilizaban hace años los camareros en los abarrotados bares de chateo de Madrid que daban aquellas tapas tan ricas… A ver si cuaja y la empiezan a utilizar los aduaneros del mundo entero… Mas, mi madre, como explicación universal a cuanto de malo ocurría en el pueblo, solía decir: “¡es que ya somos tantos!”.
Cómo funcionaba Nalanda, la legendaria universidad que transformó el mundo
La mañana invernal estaba envuelta en una espesa niebla. Nuestro auto culebreaba pasando las carretas de caballos, una forma de transporte que sigue siendo popular en las zonas rurales del estado oriental indio de Bihar, con las bestias al trote y los cocheros con turbantes luciendo como borrosas apariciones en la perlada neblina.
Después de pasar la noche en el pueblo de Bodhgaya, un legendario asentamiento donde se cuenta que el Buda alcanzó la iluminación, salgo en la mañana rumbo a Nalanda, cuyas ruinas de ladrillo rojizo es lo único que queda de unos de los grandes centros del conocimiento del mundo antiguo.
Fundada en 427 d. C., Nelanda es considerada la primera universidad residencial del mundo, una especie de institución medieval al estilo de las universidades de la Ivy League, que albergaba nueve millones de libros y atrajo 10.000 estudiantes de toda Asia Oriental y Central.
Aquí se congregaban para aprender medicina, lógica, matemáticas y -sobre todo- los principios budistas dictados por los eruditos más venerados de la época. Como declaró una vez el Dalai Lama: «La fuente de todo el conocimiento [budista] que tenemos, ha venido de Nalanda».
Tradición liberal
Durante los más de siete siglos que Nalanda prosperó, no había nada igual en el mundo. La monástica universidad se anticipó más de 500 años a las universidades de Oxford, Salamanca y Boloña, esta última la más antigua de Europa. Es más, el enfoque liberal hacia la filosofía y la religión ayudaría a forjar la cultura de Asia mucho después de que la universidad dejara de existir.
Curiosamente, los monarcas del Imperio Gupta que fundaron la monástica universidad budista eran hindúes devotos, pero comprensivos y tolerantes con el budismo y el creciente fervor intelectual budista y los escritos filosóficos del momento. Las tradiciones culturales y religiosas liberales que evolucionaron durante su reino se convertirían en el núcleo del currículum académico multidisciplinario de Nalanda, que combinaba el budismo intelectual con un más elevado conocimiento en varios campos.
El ancestral sistema médico indio Ayurveda, que está basado en métodos de sanación naturales, era ampliamente enseñado en Nalanda y luego se extendió a otras partes de India a través de sus alumnos. Otras instituciones budistas tomaron inspiración del diseño del campus con sus patios abiertos rodeados de salones de oración y aulas de clase. Y el estuco producido aquí influenciaría el arte eclesiástico de Tailandia, así como el arte metalúrgico migró de aquí hasta Tíbet y la península malaya.
Pero, tal vez el legado más profundo y duradero de Nalanda son sus logros en matemáticas y astronomía.
Se especula que Aryabhata, considerado el padre de las matemáticas indias, dirigió la universidad en el siglo VI. «Creemos que Aryabhata fue el primero en asignar el cero como un dígito, un concepto revolucionario que simplificó las computaciones matemáticas y ayudo a desarrollar avenidas más complejas como el álgebra y el cálculo», explicó Anuradha Mitra, profesora de matemáticas radicada en Calcuta.
«Sin el cero, no tendríamos computadoras», añadió. «También fue pionero en la extracción de las raíces cuadradas y cúbicas, y en las aplicaciones de las funciones trigonométricas a la geometría esférica. Fue, además, el primero en atribuir el resplandor de la Luna al reflejo de la luz solar».
Su labor influiría profundamente en el desarrollo de las matemáticas y la astronomía en el sur de India y por toda la península arábiga.
La universidad enviaba de manera regular a sus mejores eruditos y profesores a lugares como China, Corea, Japón, Indonesia y Sri Lanka para propagar las enseñanzas y filosofía budistas. Ese antiguo programa de intercambio cultural contribuyó a difundir y moldear el budismo por toda Asia.
Hoy en día, los vestigios arqueológicos de Nalanda son Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. En el año 1190, la universidad fue destruida por una tropa de invasores saqueadores al mando del general militar turco-afgano Bakhtiyar Khilji, que buscaba destruir el centro de conocimiento budista durante su conquista del norte y oriente de India. El campus eran tan extenso que se cuenta que el incendio iniciado por los atacantes ardió durante tres meses.
Actualmente, las 23 hectáreas que han sido excavadas del sitio son probablemente una fracción del campus original, pero merodear entre su multitud de monasterios y templos evoca una sensación de lo que debió haber sido aprender en este legendario lugar.
Deambulé alrededor de los porches y pórticos de los monasterios y las hornacinas de los templos. Después de atravesar un corredor de altos muros de ladrillo rojizo, llegué al patio interior de un monasterio. El cavernoso espacio rectangular estaba dominado por una elevada plataforma de piedra. «Esto fue un salón de clases que podía acomodar a 300 estudiantes. Y la plataforma era el podio del profesor», dijo Kamla Singh, mi guía local, que me llevó por las ruinas.
Entré en uno de los pequeños cuartos que rodeaban el patio, donde vivían estudiantes de lugares tan lejanos como Afganistán. Dos nichos, uno enfrente del otro, estaban destinados a acomodar lámparas de aceite u objetos personales, y Singh explicó que un pequeño hueco cuadrado cerca de la entrada de la celda servía como el buzón personal de cada estudiante.
Repositorio de sabiduria
Igual que las universidades de élite actuales, la admisión era difícil. Los esperanzados estudiantes debían pasar una rigurosa entrevista oral con los principales profesores de Nalanda. Los que tenían suerte eran instruidos por un grupo ecléctico de académicos de diferentes lugares de India y colectivamente operaban bajo los más venerados maestros budistas de la época, como Dharmapala y Silabhadra.
La biblioteca de nueve millones de manuscritos en hoja de palma era el repositorio rico en sabiduría budista del mundo, y uno de sus tres edificios fue descrito por el erudito budista tibetano Taranatha como una estructura de nueve pisos «que se eleva hasta las nubes». Sólo un manojo de esos volúmenes en hoja de palma y de folios de madera pintados sobrevivieron el incendio, rescatados por los monjes que huyeron. Ahora se encuentran en el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles, EE.UU. y el Museo Yarlung en Tíbet.
El aclamado monje budista y viajero chino Xuanzang estudió y enseñó en Nalanda. Cuando regresó a China en el año 645, se llevó consigo una carreta cargada de 657 escrituras budistas de la institución. Xuanzang se convirtió en uno de los eruditos budistas más influyentes del mundo, y traduciría una porción de estos volúmenes al chino para crear su tratado de vida, cuya idea central era que todo el mundo no es más que una representación de la mente.
Su discípulo japonés, Dosho, introduciría más tarde esa doctrina en Japón, y se difundiría por la esfera sino-japonesa, donde permanecería desde entonces como una importante religión. Como resultado, Xuanzang es reconocido como «el monje que trajo el budismo a Oriente».
En su descripción de Nalanda, Xuanzang mencionó la Gran Estupa, un enorme monumento construido en conmemoración de uno de los principales discípulos del Buda. Me paré enfrente de las ruinas de la imponente estructura, que tenía la forma de una pirámide octagonal.
Escalinatas de ladrillo conducían a la parte superior del edificio, conocido también como el Gran Monumento. Numerosos santuarios pequeños y estupas salpicaban la adoquinada terraza que se extiende alrededor del templo de 30 metros de alto y está adornado con hermosas imágenes en estuco en los nichos de los muros exteriores.
«En realidad, la Gran Estupa es anterior a la universidad y fue construida en el siglo III por el emperador Ashoka. La estructura fue reconstruida y remodelada varias veces a lo largo de ocho siglos», explicó Anjali Nair, una profesora de Bombay, que conocí en el sitio. «Estas estupas votivas contienen las cenizas de monjes que vivieron y murieron aquí, dedicando todas sus vidas a la universidad», señaló.
Tres ataques y un olvido de seis siglos
Más de ocho siglos después de su desaparición, algunos expertos disputan la generalizada teoría que Nalanda fuera destruida porque Khilji y sus tropas sintieron que sus enseñanzas competían con el islam. Aunque el desarraigo del budismo pudo haber sido un impulsor del ataque, uno de los arqueólogos pioneros de India, HD Sankaliya, escribió en su libro de 1934 «La Universidad de Nalanda» que la apariencia de fortaleza del campus y los relatos de su riqueza fueron razones suficientes para que los invasores consideraran a la universidad como un lugar atractivo para atacar.
«Sí, es difícil asignar una razón definitiva para la invasión», dijo Shankar Sharma, director del museo del lugar, que exhibe 350 artefactos producto de las excavaciones en Nalanda, como esculturas en estuco, estatuas de bronce del Buda, y piezas de marfil y hueso.
«Sin embargo, no fue el primer ataque contra Nalanda», indicó Sharma, mientras caminábamos entre las ruinas. «Fue atacada por los hunos bajo Mihirkula en el siglo V, y otra vez sostuvo daños de una invasión del rey Gauda de Bengala, en el siglo VIII».
Mientras que los hunos llegaron a saquear, es difícil concluir si el segundo ataque del rey de Bengala fue el resultado de un creciente antagonismo entre su secta shivaísma hindú y los budistas de la época. En ambas ocasiones, los edificios fueron reconstruidos y los predios expandidos después de los ataques con la ayuda del patrocinio imperial de los gobernantes.
«Para cuando Khilji invadió este templo sagrado de la enseñanza, el budismo se encontraba en un estado general de declive en India», dijo Sharma. «Con su degeneración interna, combinada con el declive de la dinastía budista Pala que había patrocinado la universidad desde el siglo VIII, la tercera invasión fue el golpe de gracia».
Durante los siguientes seis siglos, Nalanda se hundiría gradualmente en el olvido, enterrada hasta que fue «descubierta» por el explorador escocés Francis Buchanan-Hamilton en 1812, y luego identificada como la antigua Universidad de Nalanda por Alexander Cunningham en 1861.
Parado frente a una estupa de miniatura, observé a un pequeño grupo de jóvenes monjes vestidos en sus túnicas carmesí que visitaban el lugar, antes de congregarse encima de un gran pedestal de lo que una vez fue un templo. Los jóvenes ascéticos se sentaron reposados en una actitud meditativa, con los ojos puestos fijamente en el Gran Monumento, un homenaje silencioso a un glorioso pasado.
Este artículo es parte de la serie Places That Changed the World (Lugares que cambiaron el mundo) de BBC Travel. La versión original en inglés la puedes leer aquí.
El filósofo José Antonio Marina explica la «learnability» o cómo se aprende con rapidez y disfrutando
El pedagogo y ensayista impartirá una conferencia en la Fundación Bancaja el jueves 27 de abril em el VI Foro de Innovación Educativa de Caxton College
Hace seis años el colegio británico Caxton College, situado a 15 minutos de la ciudad de Valencia, decidió organizar un encuentro anual para poner el foco de atención en la innovación educativa a través de charlas de especialistas nacionales e internacionales de diversa índole profesional. Atendiendo a este propósito, a lo largo de estos años, por este foro divulgativo han pasado antropólogos, neurocientíficos, investigadoresen IA y profesores de ecosistemas de prestigio de Estados Unidos, Reino Unido y España, quienes han compartido con el público valenciano una visión educativa que ha dejado huella.
“Desde los orígenes de esta iniciativa, hace ya siete años, quisimos compartir con la comunidad educativa el talento de personalidades del mundo académico y científico que aportasen reflexiones inspiradoras que pudiésemos aplicar en nuestras aulas”, asegura Amparo Gil, directora de Caxton College.
Para celebrar esta sexta edición, Caxton College ha invitado al catedrático José Antonio Marina quien, con más de cincuenta libros publicados en torno al estudio de la inteligencia, ofrecerá una charla en la que planteará una pregunta crucial: «¿Qué debemos enseñar a alumnos que van a trabajar en puestos de trabajo que en gran parte no están inventados, manejando conceptos que desconocemos y enfrentándose a problemas insospechados?»
Sin duda, resultará de interés conocer cuáles son las habilidades que debemos inculcar a nuestros alumnos e hijos para garantizarles una vida prometedora como personas y profesionales en un futuro altamente tecnologizado en el que muchas profesiones todavía están por inventarse y algunas de las actuales se van a ver debilitadas o incluso van a desaparecer.
Marina aprovechará la charla para anunciar que hemos entrado en la era del aprendizaje, que se rige por una ley implacable: «Toda persona, institución, empresa o sociedad necesita, para sobrevivir, aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia su entorno. Y si quiere progresar, tendrá que hacerlo a más velocidad». En este sentido asegura que «tendremos que seguir aprendiendo a lo largo de toda la vida, y eso nos obliga a cambiar de mentalidad y a poner los medios necesarios».
Con este cambio de paradigma, la educación tiene que seguir transitando para adaptarse a las exigencias de las transformaciones sociales y laborales. Sobre esta cuestión, el filósofo toledano lo tiene claro. «Cuando pregunto a los directores de recursos humanos qué competencias valoran más en los aspirantes a un puesto, suelen coincidir en una: «learnability». La capacidad de aprender con rapidez y de disfrutar haciéndolo. Esta es una actitud que debemos fomentar en la escuela y en toda la sociedad. En los próximos años, la colaboración entre inteligencia neuronal y digital va a intensificarse, por el avance de los sistemas de Inteligencia Artificial, lo que va a provocar cambios en el modo de usar nuestra inteligencia”.
Por último, la subdirectora de Caxton College, Marta Gil, opina que “todos los docentes y familias debemos ir de la mano para intentar dar las mejores respuestas a los retos educativos que tenemos por delante. Deberíamos conectarnos cada vez más para intercambiar ideas fuerza que aportasen cada vez más seguridad al sistema educativo de nuestros hijos y alumnos ante un futuro incierto y volátil. En estos momentos no caben rivalidades ni competencias sino más bien cooperación y consenso”.
Hay obras que para la taxonomía bibliográfica resultan muy fáciles de clasificar por su género y temática, o cuyo espacio en los anaqueles parece prefijado por lo específico de su contenido, las más de las veces ya expresado en un título que no siempre hace justicia a las interioridades de la obra.
Hay otros que, paradójicamente, pueden inscribirse dentro de una tradición de libros inclasificables, pero fácilmente reconocibles: son aquellos que, poseyendo un aire propio, agitan el espíritu cálida, pero recia e incesantemente.
Sería complicado colocar este maravilloso librito de Cyrulnik – y el diminutivo refiere únicamente a su extensión, de poco más de doscientas páginas, puesto que la grandeza se aprecia en la calidad de sus profundas aportaciones– en los anaqueles de la sección de psiquiatría o de política; toda vez que su temática toca sin duda ambas disciplinas, no es el tipo de ensayo que pretenda teorizar sobre sus fundamentos o interioridades, ni está dirigido a los especialistas de tales materias.
Pero sin duda, y sobre todo, sería un desatino y un ejercicio de crueldad incluirlo en los de autoayuda, ese cajón de sastre en el que proliferan, como hongos, las banalidades, reduccionismos y soluciones alquímicas. Y digo esto porque Cyrulnik es conocido por ser el inventor de un concepto, el de resiliencia, que se ha vulgarizado hasta lo ridículo en la peor literatura pseudocientífica y en los círculos de los gurús de la nueva psicología.
No, el neurólogo francés no defiende la posibilidad de sobreponerse a cualquier dificultad personal, familiar o social desde el cultivo de un puro e inmanente voluntarismo; precisamente la voluntad se halla dañada en la persona no resiliente, en la medida en que tal disposición es consecuencia, y no causa de aquella. Y la construcción de la autoconfianza, propiciada por el apego, el entorno seguro y la cultura en la que la personalidad se desarrolle, son elementos que condicionan poderosamente el ejercicio de una voluntad equilibrada.
El vulgarizado concepto de resiliencia ha acabado por significar exactamente lo contrario de lo que Cyrulnik proclamaba: un ejercicio ciego de autoafirmación frente a cualquier problemática, sin que la persona supuestamente resiliente reflexione hacia dónde le lleva esa actitud.
No será difícil, para el lector perspicaz, comprender que de tal equívoco pretende salir al paso este libro: si la autoafirmación acrítica, si el contra viento y marea de los irreflexivos se impone, más bien nos hallaríamos ante cualquiera de las situaciones potencialmente catastróficas que critica esta obra.
Entendido esto, estamos en condiciones de asumir que la literatura de nuestro autor se halla muy lejos de todo aquello que suene a conformismo, autosuperación o aventura motivacional. Más bien se demora en la fase analítica de lo que podría establecerse como condición de posibilidad para la superación de una condición traumática. Correlativamente, Cyrulnik se ocupa de una defectuosa o problemática construcción de la personalidad que lleve a lo contrario – a la incapacidad para sobreponerse a tal condición– pero también, y sobre todo, a la sumisión de la voluntad y los afectos a narrativas o liderazgos totalizantes, despersonalizadores, que pretendan dar salida a situaciones de desamparo mediante la autoafirmación grupal, acrítica.
En este sentido, ¡No al totalitarismo! hallaría su mejor caracterización incluyéndose dentro de esa tradición de libros que pretenden arrojar luz sobre las sombras humanas de la crueldad tribal y masiva, alimentadas por la pereza mental, el desarraigo y el desapego, que conducen las más de las veces a un peligroso gregarismo: de lo que se trataría aquí es de mostrar cómo una voluntad pura, pero torcida desde los inicios por las condiciones en las que se desarrolló, pueden conducirnos a la catástrofe.
No es ya la falta o carencia de voluntad que imposibilita la resiliencia, sino la desviación de la misma merced a la falta primaria de seguridad y apego, ausencia de libertad interior o tendencia a la sumisión confortable. Una enmienda a la totalidad del divulgado –y vulgarizado– concepto de resiliencia de los libros de autoayuda.
Este ensayo de Cyrulnik debería por tanto inscribirse en la senda abierta por El hombre en busca de sentido de Frankl, El miedo a la libertad de Fromm, Nosotros, los hijos de Eichmann de Anders, La personalidad autoritaria de Adorno et alt., o casi cualquiera de las obras magnas de Arendt.
Lo que esta pequeña joya del orfebre de la resiliencia aporta, aparte de sus vivencias personales, es su experiencia de más de 50 años como psiquiatra. La diferencia con los libros antes mencionados es, por tanto, que Cyrulnik cuenta con un bagaje científico de primer orden, corregido y aumentado por las décadas de investigación y experiencia viva, y con los que consigue pulir los excesos psicoanalíticos –sin renunciar a los hallazgos de la fecunda escuela surgida de la mente de Freud– de los primeros frankfurtianos y también una excesiva confianza en el reduccionismo neurológico que da el haber vivido –y sobrevivido a – la época antipsiquiátrica.
Porque Cyrulnik no solo disecciona los impulsos tribales –y podríamos decir “irracionales”– del que se deja conducir por la protectora tentación totalitaria y la consecuente “glaciación afectiva”, sino que se atreve a señalar también, ejemplificándola con los casos de Mengele, pero también con los de sus compañeros de estudios y los suyos propios, la cegadora atracción que una ciencia bien definida en un marco cerrado –o arbitrariamente limitado– puede ejercer incluso sobre mentes muy bien formadas.
En este sentido, sus aportes sobre el delirio lógico –entendido este como un tipo de discurso científico, casi logocéntrico, que sustituye el principio de realidad por una arquitectura firme y por ello consoladora– son particularmente esclarecedores.
Cyrulnik viene a sugerir que no solo de lo pasional/emocional vive la tentación totalitaria, sino también de la cerrazón categorial. Una advertencia casi en la línea de la dicotomía nietzscheana sobre lo apolíneo y lo dionisíaco, un refrendo a la idea de que vivir exclusivamente en cualquiera de ambos extremos conduce a la catástrofe, pero sobre todo –y esto es lo verdaderamente interesante– un reincidir en la ya clásica idea orteguiana sobre la alteridad y el ensimismamiento: no del comercio con la ingente profusión de ideas –a cada cual más diversa, original, disparatada o arrebatadora–, sino de la capacidad para que estas germinen o no en el más o menos rico sustrato interior, surge el peligro: la formación académica y científica no actúa siempre como salvaguarda frente a la barbarie, sino que a veces esta puede servir de peligroso acicate, en la medida en que su poderosa arquitectura impida, paradójicamente, ver los árboles mientras se contempla el bosque.
La dicotomía, en el mencionado aspecto sobre el delirio lógico, parece reducirse al hecho de si hay una ciencia con rostro humano o más bien seres humanos que, cultivándose –y el verbo es utilizado por Cyrulnik–, hacen buena ciencia.
En este sentido, es clásica la respuesta que objetan los críticos de la siempre ingenua doctrina de la domesticación civilizatoria, de que los más cultivados europeos del siglo XX, los bien educados burgueses herederos de Kant, Goethe, Beethoven, Hölderlin o Caspar D. Friedrich, fueron los iniciadores de la más cruentas guerras de la historia, y ya no tanto por su desempeño bélico cuanto por su capacidad para dotar de una furiosa motivación espiritual, higiénica, civilizatoria, a masas de las más diversas extracciones.
Esta crítica es legítima, pero sin los oportunos matices, puede conducir a un antiintelectualismo grosero, a una trampa rousseauniana. Arendt fue de las primeras en advertirlo, y para ello sugirió que fue de la incapacidad para detenerse a pensar sobre las consecuencias de nuestros actos basados en ideas claras y distintas, de donde surgió el mal. Ortega ya apuntó en esa dirección casi veinticinco años antes, con Ensimismamiento y alteridad.
Pero en las posturas de ambos pensadores no solo no se niega el pensamiento, sino que se reafirma como acto íntima y específicamente humano…siempre que no se produzca un desarraigo de ese mismo humus, esa tierra que nos sujeta a lo real.
Cyrulnik no recurre a Ortega, pero sí a Arendt, para señalar que este sustrato interior es el que da lugar a un buen o mal desempeño sociovital; en este sentido, su personal visión sobre la teoría del apego viene a mostrar que es en los primeros años del desarrollo humano donde tales raíces fortifican: las seguridades propiciadas por la familia –especialmente la madre–, el entorno social y cultural, y la propia constitución biopsíquica, propiciarán una libertad interior que actúe como dique de contención contra el conformismo o el seguidismo acrítico; estos no serían más que tardíos y adulterados sustitutivos de aquellas deseables seguridades interiores fomentadas en la crianza.
El libro está estructurado en una serie de capítulos que pueden leerse –y sobre todo releerse– de forma independiente. Sin embargo, el todo de su propuesta es algo que se adivina como algo más que la suma de las partes. Cyrulnik nos va conduciendo, a modo de autobiografía dramática, desde la historia de su desamparo infantil hasta su paso juvenil por las organizaciones comunistas que dotaron de sentido a su relato vital, para llegar un encuentro con la neuropsiquiatría como inicial delirio lógico que puso sin embargo las condiciones de posibilidad para convertirse en método liberador de su pensamiento. Quizá nada de ello hubiera conducido por sí solo, aislado de sus circunstancias, al famoso neuropsiquiatra que conocemos hoy día. Las partes y el todo han sido necesarias para poder entregar este relato muy agradable de leer, pero extraordinariamente complejo por la riqueza referencial de sus capítulos.
Sin duda una obra que, leída con atención y cuidado –ingredientes básicos de todo esfuerzo hermenéutico que se precie–, puede contribuir no solo a facilitar nuestra comprensión sobre los mecanismos de la alienación totalitaria de los individuos y las masas, sino también a completar una visión seria y cabal de los conceptos de resiliencia y apego, tan alejados de las fatuidades divulgativas –y acaso también por ello mismo totalitarias– de la literatura de masas.
Un viaje al origen de la modernidad con Norbert Bilbeny
El filósofo regresa a las librerías con una sugerente meditación acerca de lo que nuestra época tiene de barroco: una clase magistral que permite conocer mejor el presente
Filósofo moral de largo recorrido que ha cultivado con éxito el ensayo culto, el barcelonés Norbert Bilbeny (1953) regresa a las librerías con una sugerente meditación acerca de lo que nuestra época tiene de barroco. El autor sintetiza los elementos definitorios de lo barroco y procede luego a buscar su huella en la sociedad contemporánea.
Moral barroca
Norbert Bilbeny
A su juicio, estaríamos en un “nuevo tiempo barroco”; o en un tiempo donde lo barroco regresa. Salta a la vista que estamos ante una jugada arriesgada, pero ahí reside su atractivo: en proponer una mirada original sobre nuestro tiempo a partir del riguroso conocimiento del pasado y la sagaz observación de sus reverberaciones culturales en el presente.
Bilbeny empieza por caracterizar al Barroco histórico y acierta cuando atribuye una honda significación cultural al que acaso sea el primero de los siglos modernos; contemplarlo desde el punto de vista de una modernidad –la nuestra– que parece haber perdido sus ilusiones reviste por ello especial interés. El autor considera el barroco como una forma de hacer y de pensar que se caracteriza por la unidad de los contrarios, hasta el punto de exaltar al mismo tiempo “la opulencia de la vida y el sentimiento de la nada”.
Pero es también el momento en el que se afirma por primera vez que a los individuos los mueven sus emociones, mientras que las sociedades están condicionadas por sus percepciones y prejuicios: en el Barroco comienza la lenta erosión del ideal clásico. Todo ello en el marco de un contexto socioeconómico que se caracteriza por el impulso contrarreformista, la afirmación de la monarquía católica y el comienzo del declive geopolítico.
Para Bilbeny, el propósito de la cultura barroca española sería el reforzamiento de las viejas autoridades a la vista de su gradual debilitamiento. Para ello, el Barroco recurre a la emoción ritualizada: la oratoria, el teatro, la corte. Y, naturalmente, la pintura.
El autor considera el barroco como una forma de hacer y de pensar que se caracteriza por la unidad de los contrarios
En el interior de esa cultura, el individuo experimenta un primer desengaño a causa de la conciencia de pérdida y al horror existencial que produce una muerte que la Iglesia católica ya no gestiona en régimen de monopolio. Tal como señala Bilbeny, el sujeto del barroco histórico se mueve entre lo viejo (la ley natural) y lo nuevo (la autonomía del yo moderno), sufriendo así un desconcierto del que se refugia en la ilusión: el mundo se concibe como una representación y de ahí que el teatro sea la forma artística definitoria del barroco.
¿Y qué hay de barroco en nuestro tiempo? Bilbeny ofrece una larga lista de rasgos comunes: escasez de oportunidades, desigualdad social, desencantamiento del mundo, vision pesimista de la naturaleza, importancia de la imagen pública del individuo, narcisismo, postureo, la realidad como ficción y la ficción como realidad, confusión entre verdad y engaño.
Menos convincente resulta hablar de las “ortodoxias imperiales” del consumo y la opinión en el siglo XXI o comparar la rivalidad entre España y Francia del XVII con el enfrentamiento que hoy protagonizan China y Occidente.
Estemos o no en una nueva edad barroca, hay algo barroco en nosotros: se manifiesta en la “vana vanidad digital” de las redes sociales, en la cultura de la honorabilidad del puritanismo woke y en la “nueva vigencia del modo teatralizado de conducta”. Pero ni siquiera quien rechace la premisa mayor del libro encontrará razones para aburrirse: escrito con elegancia aforística, este libro notable es una clase magistral sobre el Barroco español y una invitación a conocer mejor –como por refracción– la sociedad en que nos ha tocado vivir.
La filosofía está de moda, pero eso no significa que goce de buena salud. Proliferan las obras de divulgación que acercan el pensamiento de los grandes filósofos a un público no especializado. A veces con gran rigor y transparencia, como es el caso de la Historia de la Filosofía de A. C. Grayling. Sin embargo, ya no hay filósofos de la envergadura de Heidegger, Sartre, Ortega y Gasset, Gadamer o Henri Bergson. ¿Cómo se explica esta paradoja? Desde la posmodernidad, un fenómeno que comienza en los setenta y se agudiza en los ochenta con la caída del Muro de Berlín, se ha desdeñado la posibilidad de elaborar teorías ambiciosas.
Ya nadie se plantea tejer un sistema que ofrezca respuestas a las grandes preguntas de la metafísica, la epistemología, la ética, la política o la antropología. El pensamiento débil vino a decir que las preguntas debían quedar abiertas. Postular valores universales constituía una ingenuidad, pues nada era definitivo ni sagrado. La época de los grandes relatos había acabado. Ya solo podíamos albergar dudas, sabiendo que cualquier certeza era provisional y relativa. La Ilustración había liquidado los dogmas, un paso necesario y altamente liberador, pero la Posmodernidad considera que había que llegar más lejos, descartando la noción de verdad.
Ya solo cabía deconstruir los viejos conceptos o esencias, mostrando su carácter falaz. Ese proceso abocaba a una nueva forma de leer los textos clásicos. Las palabras ya no pueden reducirse a una interpretación referencial y unidimensional. Su naturaleza no es denotativa, sino polisémica. Leer implica generar una red infinita, una constelación inacabable de diseminaciones, que fructifican en forma de nuevas lecturas, donde lo esencial no es la comunicación, sino la autonomía del signo, cuya singularidad consiste en afirmarse y negarse simultáneamente.
El nihilismo de la Posmodernidad promovió un estéril academicismo. La elaboración de nuevas teorías e interpretaciones pasó a segundo plano, cediendo el protagonismo a tediosos ejercicios hermenéuticos salpicados de tecnicismos. Las notas a pie de página crecieron hasta la insensatez, desplazando al texto, que quedó reducido a un tenue hilo cuyo sentido último era enlazar una cita tras otra. La filosofía se convirtió en un juego, pero un juego fatuo y algo grotesco.
Omitiré nombres, pero no he olvidado la jerigonza de algunos de mis profesores de filosofía de la Complutense de Madrid cuando yo cursaba la carrera. Al hablar, rozaban el éxtasis. Parecía que sus ojos iban a ponerse en blanco y que sus gestos desembocarían en convulsiones semejantes a las que acontecían en las fiestas dionisíacas. Muchos alumnos los imitaban, reproduciendo una verborrea que solo producía estupor en los estudiantes de otras facultades.
Ya no hay filósofos de la envergadura de Heidegger, Sartre, Ortega y Gasset, Gadamer o Henri Bergson
Cuarenta años después, las cosas no han cambiado demasiado. La mayoría de los profesores y alumnos continúan despreciando a los filósofos que han cultivado la claridad, como Bertrand Russell, Ortega y Gasset o Voltaire. Parecen olvidar que Platón, el primer gran filósofo de la Antigüedad, desarrolló un estilo elegante, claro y fluido. La Apología de Sócrates, el Banquete o el Fedónson bellísimos textos literarios, donde las ideas conviven con las metáforas y los mitos. Es inevitable conmoverse al leer las páginas dedicadas a la muerte de Sócrates o al seguir los razonamientos de Diotima sobre el amor.
Platón está a medio camino entre la literatura y la filosofía. No es un caso aislado en su época. Aristóteles también fue un gran literato. Según Cicerón, sus diálogos eran un «río de oro», pero desgraciadamente se han perdido. Solo conservamos algunos ensayos, como sus tratados sobre moral o política, y las notas que preparaba para impartir clases en el Liceo, a partir de las cuales se publicó su Físicay su Metafísica.
El pensamiento débil vino a decir que las preguntas debían quedar abiertas. Postular valores universales constituía una ingenuidad
El Aristóteles que conocemos, árido y frío, no es el Aristóteles real, lírico y, probablemente, apasionado. Los filósofos latinos —Boecio, Séneca, Marco Aurelio— tampoco descuidaron el estilo. Su prosa es austera, pero no áspera o hermética. Gracias a su sencillez y transparencia, siguen cosechando lectores. Sus enseñanzas han superado la barrera del tiempo, aportando alternativas a los que se debaten con la perplejidad, la angustia o el desaliento.
Si viajamos a la Edad Media, nos topamos con San Agustín, cuyas Confesionesposeen una indudable belleza literaria. Su prosa, vibrante, sincera y profundamente introspectiva, alumbra un género desconocido en la Antigüedad, pues hasta entonces las autobiografías excluían cualquier forma de debilidad o imperfección. La escolástica se alejará de la claridad y la belleza, alegando que solo le interesa el rigor. Habrá que esperar al Renacimiento para que surjan nuevas plumas filosóficas con voluntad de estilo, como las de Pico della Mirandola, Erasmo de Rotterdam o el gran Montaigne. Durante la Edad Moderna, Descartes y Spinoza imitarán el tono gélido e impersonal de la escolástica.
La mayoría de los profesores y alumnos continúan despreciando a los filósofos que han cultivado la claridad
Sin embargo, Pascal desplegará una prosa deslumbrante para expresar sus inquietudes existenciales. Al llegar el Siglo de las Luces, la filosofía y la literatura se confundirán. Voltaire y Diderot demostrarán que pensar no implica cerrar las puertas a lo plástico y creativo. Ya en el XIX, grandes espíritus como Kierkegaard, Schopenhauer o Nietzsche continuarán con ese talante, evidenciando que el pensamiento, la nitidez y la belleza pueden convivir sin estorbarse. No esta de más señalar que los tres sufrieron el desprecio de las academias y universidades de su tiempo.
El siglo XX contó filósofos con un gran estilo literario: Bergson, Ortega y Gasset, María Zambrano, Albert Camus, Sartre, Cioran. El academicismo ha sepultado esa forma de pensamiento. Curiosamente, el tono pedante y erudito prosperó con la irreverente Posmodernidad. No menosprecio las aportaciones de Gianni Vattimo, al que aprecio como filósofo, pero sí las de sus imitadores y las de los que aún mantienen las brasas del posestructuralismo, verdaderos adalides de la solemnidad más indigesta.
El Aristóteles que conocemos, árido y frío, no es el Aristóteles real, lírico y, probablemente, apasionado
La filosofía no recobrará la salud hasta que recupere el sentido de la cortesía e incremente su ambición, intentando proporcionar respuestas convincentes a los grandes enigmas de la existencia. Detesto los dogmas, pero sí creo que son necesarias las convicciones. No es posible vivir sin ninguna certeza. El pensamiento débil no es pensamiento, sino claudicación. Enredarse en filigranas hermenéuticas tampoco es una alternativa. No creo que a Hegel, Kant o Platón les hubiera agradado saber que la filosofía había quedado reducida a la interpretación de sus textos.
La búsqueda de sentido, como advirtió Viktor Frankl, es la pulsión más intensa de nuestra especie. La misión de la filosofía es acompañar al ser humano en esa tarea. Eludir ese reto solo ahondará la crisis que ya sufre la disciplina. Si no surgen voces que trabajen en esa dirección, el saber filosófico quedará reducido a arqueología. Sócrates volverá a morir, pero la causa ya no será la cicuta, sino la afectada retórica de los que identifican el pensamiento con las notas a pie de página y las prolijas bibliografías.
El Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Humanidades y Ciencias Sociales ha sido concedido a Steven Pinker (Universidad de Harvard) y Peter Singer (Universidad de Princeton) por haber realizado innovadoras contribuciones académicas en el ámbito de la racionalidad y en el dominio de lo moral, respectivamente, que han logrado un «amplio impacto en la esfera pública».
En el caso de Steven Pinker, el jurado de Fundación BBVA señala que ha compaginado logros muy destacados en psicología cognitiva evolucionista con análisis sumamente perspicaces de las condiciones del progreso humano. Su visión de este progreso ofrece una perspectiva optimista anclada en la razón, la ciencia y el humanismo. Además, BBVA resalta que Pinker ha tenido una gran influencia en la cultura y el espacio público con su defensa de la racionalidad y una visión optimista de la Historia en la que reivindica, apoyándose en herramientas formales de las matemáticas, la estadística y la lógica, la capacidad humana para afrontar retos con la palanca del conocimiento
Sobre Peter Singer, el acta destaca que es uno de los filósofos morales aplicados más influyentes de la actualidad porque marcó un punto de inflexión al extender y fundamentar la ética aplicándola al dominio de los animales, con notables consecuencias para la legislación internacional sobre el bienestar animal y el progreso moral.
«A ambos pensadores les une la profundidad, la brillantez, el empleo de la racionalidad y el avance de un progreso moral que han sabido destacar en sus libros y han extendido a toda la sociedad», ha asegurado la presidenta del jurado, Carmen Iglesias, catedrática de Historia de las Ideas y Formas Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, directora de la Real Academia de la Historia y académica de número de la Real Academia Española.
Por su parte, José Manuel Sánchez Ron, catedrático emérito de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid y académico de número de la Real Academia Española, que ha actuado como secretario del jurado, ha señalado: “Son dos pensadores muy distinguidos que al mismo tiempo que han contribuido al ámbito académico, se han caracterizado por mirar a aquello que pueda servir para la mejora de la sociedad; en el caso de Singer, centrado en la consideración ética de los animales, entendiéndolos como unos seres con los que los humanos compartimos mucho, y en el caso de Pinker, combinando una serie de disciplinas, desde la psicología al pensamiento evolucionista, pero de nuevo también pensando en el progreso de la humanidad”.
Con Escolios a un texto implícito, Nicolás Gómez Dávila ofreció al público una obra concebida con paciencia y precisión, en la que se enfrentaba al mundo moderno: capitalismo, comunismo, industrialización, secularización, sentido de la historia… Sirviéndose de disciplinas como la historia o la literatura, los textos que contiene esta obra son considerados por muchos algunos de los más originales del siglo XX.
Por Alfredo Abad
Los dos primeros volúmenes de Escolios a un texto implícito vieron la luz en 1977, cuando su autor, después de un amplio silencio, podía ver publicados los dos primeros tomos de su obra magna. En efecto, desde la aparición de su primer libro, Notas, en 1954, y concretamente, Textos I, en 1959, transcurrieron casi dos décadas sin que el desconocido pensador de Bogotá llegase a publicar una línea1. Sin embargo, lo que se gestó durante ese periodo fue la consolidación de una de las más depuradas obras fragmentarias del pasado siglo. Ya en plena madurez estilística y filosófica, el autor de 64 años entregaba al público la crítica más denodada frente al mundo moderno.
Los Escolios a un texto implícito, título por demás enigmático y del cual no sobran interpretaciones, fueron concebidos con paciencia, con suma cautela y precisión. Aquí la madurez «gomezdaviliana» se concreta con una expresión estilística y un pensamiento bastante particular que derivan de un trabajo cuidadoso al cual el autor consagró su vida. Con esta afirmación no se intenta resaltar una condición que bien puede sonar exagerada. Al estimar que Nicolás Gómez Dávila involucra la vida misma en la escritura de su obra deben precisarse los alcances de esta consideración.
Es claro que el autor tuvo un compromiso supremamente arraigado con el ejercicio escritural, aspecto que se plasma desde sus primeros textos juveniles, algunos de los cuales se reproducen en Notas, concretando así esta actividad dentro de un proceso insoslayable. Es muy importante resaltar esta particularidad en la medida de destacar en ella el compromiso estético y práctico que allí se gesta. En efecto, la vida «gomezdaviliana» se desarrolla a la par de este manifiesto. De esta manera es imprescindible leer al autor sin dejar de destacar el hecho de que su obra no está de ninguna manera desconectada de su vivir, de su contexto inmediato.
La aparición de los Escolios explicita una muy fuerte marginalidad en el sentido del carácter extemporáneo que los envuelve. Y es que, en efecto, la obra da al traste con el pensamiento, las formas, los gustos, las pautas de escritura y el entorno que envolvía al escritor. Sin embargo, excluido él mismo de estos contextos y modelos, los Escolios son un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno, al siglo XX, de una manera bastante contundente y precisa. Por eso, al asumir que el autor se aleja, se margina de su entorno, hay que especificar que en ello se establece ante todo un enfrentamiento.
Gómez Dávila fustiga lo que lo rodea, no de una manera abstracta; sus críticas nacen en contacto pleno con el mundo, con la experiencia vivida. Sus fragmentos contrastan el capitalismo, el comunismo, la industrialización, la pedagogía, la secularización (paralela al carácter desacralizado del mundo, la muerte de Dios y del arte), el sentido de la historia; todo esto aunado a una gran cantidad de apreciaciones que nacen de la experiencia íntima, de su muy instaurada conexión con la cotidianidad. Desde esta condición, Gómez Dávila escribe una de las obras más originales del pasado siglo.
Original en el sentido mismo de su carácter sui generis, pues es justo recordar que el autor se considera arraigado en una tradición, la reaccionaria, que nada nuevo tiene para declarar, sino simplemente constatar y afianzar su compromiso con la lucidez. Ciertos tópicos son reconocibles al adentrarse en la lectura de este pensador a veces inclasificable. Algunos de ellos dan cuenta de los temas que se acaban de señalar, precisando, claro está, el hecho de que estas perspectivas se convierten en rutas que pueden servir de guía dentro del cúmulo de fragmentos, mas no en orientaciones definitivas para un autor que ante todo siempre conserva una alta posibilidad de asombro.
La aparición de los Escolios explicita una muy fuerte marginalidad en el sentido del carácter extemporáneo que los envuelve, son un manifiesto que se enfrenta al mundo moderno, al siglo XX, de una manera bastante contundente y precisa
Filosofía y literatura
La relación entre filosofía y literatura es un campo fértil dentro del entramado de los Escolios «gomezdavilianos». Lo es porque no solo es una preocupación que él mismo aborda, sino porque en su escritura esta conjugación se ofrece de manera explícita. Forma y contenido se manejan pues desde ambas especificidades. Gómez Dávila se preocupa por el tema y, además, lo desenvuelve a través de su estilo mismo. Esta capacidad para destacar la reciprocidad o mejor, la unidad, entre el carácter estético y su materialización en un pensamiento permite poner en evidencia un rasgo altamente significativo de la configuración que el pensador despliega, y de acuerdo a la cual la relación filosofía-literatura no es un asunto menor o baladí.
La relevancia de la orientación estética se plasma en las alusiones que comprometen el valor de una escritura depurada. «La filosofía se vuelve más sensata cuanto más se aproxima a la literatura. La prosa limpia es el escollo de la especulación extravagante». No es una novedad este escolio si se corroboran los énfasis en torno al compromiso «gomezdaviliano» de pulir, casi esculpir las frases. Este ejercicio puede corroborarse al cotejar los Escolios que fueron publicados con los que fueron mecanografiados por él mismo y obsequiados en distintas oportunidades a algunos amigos previamente a su publicación2.
El estilo requiere pues de un trabajo arduo, y compromete el oficio escritural, que ante todo reivindica la claridad del pensamiento al contrastarla con la extravagancia estilística que caracteriza buena parte de la filosofía contemporánea. Esta exigencia es, además, un compromiso vital, pues forma y contenido no son nunca para Gómez Dávila dos aspectos que puedan asumirse cada uno aparte.
Por el contrario, el trabajo de depuración estilística, la búsqueda de una concisión precisa, el hallazgo de una contundente expresión, concuerdan con la motivación por expresar un dominio que logre unificarlos con un contenido. Por eso puede decir: «Forma y fondo son una sola cosa, pero no nacen como una sola. En su fusión perfecta culmina un largo proceso laborioso». Sin embargo, no es solamente en el atributo que logra unificar el aspecto estético con el contenido contundente de su pensamiento en donde pueda rastrearse el fuerte vínculo que constituye la relación entre filosofía y literatura.
En efecto, la proximidad es más estrecha, va más allá de la comparación o de la necesidad de hacer explícitas las semejanzas entre una y otra. Lo que se precisa en el pensamiento «gomezdaviliano» al respecto es el hecho de que la literatura permite revelar un tipo de esclarecimiento particular, una inteligencia que solo ella puede entregar. Dos escolios lo confirman de manera muy precisa: «La literatura es la más sutil, y quizá la única exacta, de las filosofías»; igualmente este: «La inteligencia literaria es la capacidad de pensar lo concreto».
Como buen lector, sin desdeñar la capacidad que la literatura brinda para la comprensión del mundo, se permite apreciar y valorar la posibilidad que ella confiere al identificar con precisión aspectos sutiles, contextuales, de la realidad humana. Su exactitud radica en la pertinencia de sus juicios, pues sus abordajes determinan una connotación que solo puede brindar aquello que se margina del universalismo derivado de las concepciones generales.
La literatura piensa, pues, lo concreto;y lo hace generalmente desde un marco eximido de la necesidad de establecer una regularidad, un patrón. Además, entonces de asumir que la filosofía es un género literario, Gómez Dávila señala también el carácter filosófico propio de la literatura. Esta filosofa a su manera, de ella se extrae una comprensión en donde el terreno de la exactitud no se ve lacerado por la vacuidad abstracta de las generalidades. Integrado a estas reflexiones, no pasa desapercibido el hecho de que Gómez Dávila inmiscuya una reflexión implícita sobre el lenguaje, y específicamente sobre la facultad retórica del mismo.
Justo a partir de esta sospecha logra concretarse de una manera más arraigada el sentido de una constitución literaria de la filosofía. Y es justamente eso, una sospecha. No se trata de encontrar una consideración definitiva o contundente al respecto. Así lo revela cuando consigna: «Muchos son los argumentos que nos mueven a risa porque apelan altivamente a la lógica, cuando quizá nos inquietarían si comparecieran humildemente como retórica». La puesta en escena de una duda como la que sugiere este escolio identifica gran parte del talante de este pensador.
Al filosofar de esta manera confronta la comodidad a la que suele habituarse quien vive entre certezas, y sobre todo, las que ofrece la seguridad ofrecida por la contundencia de todo dogmatismo. Probablemente nos circunda de manera más amplia la retórica que la lógica, y sea la primera el fundamento de nuestras reflexiones. De esta manera logra plasmar una vez más la importancia del carácter formal, las implicaciones que tiene el estilo y su relación indistinguible con el contenido, aludiendo al hecho de que la retórica constituye y cimienta una nada despreciable manifestación de nuestras argumentaciones.
Quizá por eso pueda sentenciar con su muy acostumbrado humor, pero también con certera crítica: «La filosofía es la parte de la retórica donde orador y auditorio se confunden en una sola persona. Filósofo es el que no adopta sino los argumentos con que se convenció a sí mismo». Justamente desde este tipo de consideraciones Gómez Dávila realza su papel como filósofo, agente crítico y desmitificador, aspecto que vale la pena destacar y precisar desde asuntos en los que inmiscuye ciertas alusiones de lo que bien puede catalogarse como filosofía de la sospecha.
«La filosofía se vuelve más sensata cuanto más se aproxima a la literatura. La prosa limpia es el escollo de la especulación extravagante»
Gómez Dávila, «filósofo de la sospecha»
De un espíritu escéptico, de una obra de estirpe moralista, de alguien que recomienda mirar con malicia, pueden extraerse no pocas apreciaciones en las que está de por medio una consideración crítica en torno a la racionalidad, los valores ilustrados y en general, los alcances del hombre. Esta característica, desde la cual más que afirmar se intenta poner en tela de juicio muchos de los proyectos que legitiman y afianzan la modernidad, es frecuente en el pensador colombiano. Por eso la actitud de sospecha, de inquisitivo examen ante muchos de nuestros afianzamientos.
Gran parte de los fragmentos que dan cuenta de la desconfianza «gomezdaviliana» se centran en torno a la discrepancia para con los atributos de la razón, aspecto que logra desplegarse en la manera como se increpa la posibilidad de encontrar un dominio esclarecedor y legítimo en ella. «El modelo contemporáneo de bobo se caracteriza por el apasionamiento con que se proclama libre de prejuicios». Agudo discernimiento que recuerda en gran medida la experiencia hermenéutica del círculo de interpretación.
En efecto, este escolio da cuenta de la imposibilidad de extraerse de los cimientos que fundan todo juicio, y corrobora la imprecisión del prejuicio más frecuente: creer estar al margen de cualquiera de ellos. Por supuesto, el énfasis del autor no radica en este caso en hacer explícita la imposibilidad de extraerse de todo juicio previo, sino en ridiculizar la visión de quien así lo crea.
Y no serán pocos, si atendemos a la muy amplia lista de quienes llegan a considerarse agentes y exponentes de la clara razón. Sin embargo, la lucidez del autor va más allá, pues la confianza en esta última está definida por él a partir de lo que la contradice: «Nunca hubo conflicto entre razón y fe, sino entre dos fes». Semejante ataque a los presupuestos del racionalismo, especificado en la reducción de la racionalidad a una fe que tiene entre otras cosas su clímax en la modernidad, corrobora el talante de quien ve en ella y específicamente en el ideal demócrata una opción religiosa3.
Al configurar la razón no como lo opuesto a la fe,sino como un ámbito paralelo en el que se cree, con las mismas características de una religiosidad que ve en ella la única esfera que legitima nuestras opciones de interpretación del mundo, Gómez Dávila contrasta la muy acogida legitimidad de la razón y sus prerrogativas.
Que la razón deje de tener ese hálito de supremacía en el andamiaje de la interpretación del mundo es por supuesto una explícita expresión de la gran sospecha que se instituye en la obra «gomezdaviliana». «Temblemos si nos dan la razón. Hemos coincidido con los prejuicios del auditorio». Así, se contradice la ingenuidad racionalista de posicionarse más allá de cualquier prejuicio para establecer un canon ideal de la razón. Tener razón es coincidir con los prejuicios del prójimo.
En muy buena medida, los Escolios exigen cuestionar muchas de las valoraciones que pueden asumirse válidas por la mentalidad imperante. El cuestionamiento, la puesta en suspenso de ciertas consideraciones, el proceso de percepción crítica de la cultura y tópicos reinantes, hacen parte de las consignas de este escéptico contemporáneo en quien se puede cifrar el paradigma de execración del pensamiento moderno. Marginado de los condicionamientos y modelos expresados y luego exigidos por la mentalidad iluminista de la modernidad, Gómez Dávila representa fielmente la actitud filosófica que niega, subvierte, increpa.
Y, por supuesto, advierte sobre la pretensión humanista de consolidar una autonomía que el colombiano contrasta rotundamente. «La ética que pierde su dureza heteronómica acaba en onanismo sentimental». Kant y Nietzsche hipotéticamente impugnados en un mismo fragmento. El primero, a partir de su inmersión en una autonomía moral de ascendencia pietista; el segundo, a través de su pretensión de consolidar una legislación propia que termina para Gómez Dávila en un sentimentalismo banal. Pero ¿qué sustenta esta perspectiva? ¿Qué motiva este rechazo y esta afirmación del carácter heteronómico que circunda la existencia y por ende la praxis humana?
Indefectiblemente, la conciencia de un sentido que sobrepasa la permanencia del hombre. «El hombre moderno se encarceló en su autonomía, sordo al misterioso rumor de oleaje que golpea contra nuestra soledad». El rechazo a la autonomía del hombre no deriva de una simple negación de los presupuestos que la modernidad ha legado. En el anterior escolio, como derivación de la vida contemplativa que tanto merece la atención de Gómez Dávila y que no pocas veces comenta, es palpable el sentido de inquietud metafísica que respalda su crítica a partir de la inmersión del hombre en un universo inexplicable desde el racionalismo.
Marginado de los condicionamientos y modelos expresados y luego exigidos por la mentalidad iluminista de la modernidad, Gómez Dávila representa fielmente la actitud filosófica que niega, subvierte, increpa
La consideración trágica de la condición humana
Centrado en un sentido inmanente, individual, explicable y autónomo, el hombre moderno da la espalda al misterio del mundo, al amplio espectro de su incertidumbre. La impugnación pues de la autonomía, de la divinización del hombre, está precisada a partir de la asimilación del hombre dentro de una consideración trágica que da al traste con las orientaciones teleológicas que la modernidad lega. Por eso puede afirmar: «Razón, Progreso, Justicia, son las tres virtudes teologales del tonto». Y lo cree así porque, en efecto, Gómez Dávila postula una idea enteramente trágica de la experiencia humana.
Vana sería la tarea de explicitar ciertos asuntos «gomezdavilianos» si se excluyera la representatividad que tiene dentro de sus asertos el carácter dependiente, heterónomo, trágico, en fin, de la vida y posibilidades del hombre. El griego antiguo, al considerar su posición ante la divinidad, se reconoce como inmerso en la αναγκή (necesidad), ese carácter envolvente del destino que contrasta su libertad. No se niega esta última, pero, por supuesto, logra involucrar los límites que condicionan su desenvolvimiento. De igual manera, Gómez Dávila no está tan lejos de establecer una comprensión del puesto del hombre en la historia desde estos mismos parámetros.
«El griego estima que solo se hallan en situación trágica ciertos individuos, o ciertas familias que subleva privativamente un acto inicial de soberbia. El cristianismo enseña, en contra, que la condición humana es, universalmente y en sí, una situación trágica. El cristianismo es interpretación de la condición del hombre mediante las categorías de la tragedia griega».
Valdría la pena apreciar con mayor detenimiento la idiosincrasia «gomezdaviliana» con respecto al cristianismo y a su conexión con el pensamiento griego y en general con el ámbito trágico; no siendo el caso en este momento es imprescindible destacar al menos el hecho de que su aprehensión de lo que define al hombre pasa por la ineludible manifestación de una contradicción, de una serie de situaciones conflictivas que conforman la nada lineal realidad humana.
Si bien varios escolios aluden a la explicitación de esta relación estrecha entre el destino del hombre y lo expuesto en la tragedia griega, es en el aspecto de la impredecible constitución de nuestra existencia, en lo inexplicable que la rodea, en el ámbito oscuro que configura la imagen del mundo, en donde Gómez Dávila acentúa el proceso que instituye los límites que nos envuelven.
En el enigma del mundo, en los énfasis sobre la imagen poco clara en que nos desenvolvemos, en el carácter incierto y restringido de nuestras propias posibilidades, este escoliasta reconoce la condición humana, ligada a la imagen que expresa cuando afirma: «Tragedia griega o dogma cristiano son meditaciones de adulto sobre el destino del hombre, frente al sentimentalismo adolescente de la filosofía moderna».
De nuevo nos topamos con dos concepciones antagónicas que ocupan las preocupaciones «gomezdavilianas». Ese sentimentalismo que caracteriza, según el autor, la percepción moderna sobre el destino humano impregna las concepciones de la modernidad afianzadas en la acentuación de la libertad como ejercicio pleno de las posibilidades del hombre. Más que reclamante, el hombre para Gómez Dávila aparece como mendigo.
Se trata, pues, de una apreciación antropológica de dependencia que el hombre moderno sustituye a través de su propia divinización. Una antropología que representa un sentido de subordinación y acatamiento no solamente frente a Dios, sino ante la percepción de la dependencia explícita que recae sobre el hombre dentro de las márgenes que le son impuestas. También en este mismo contexto, la situación del hombre frente al misterio, al abismo insondable que se despliega ante él como derrotero incierto.
El rechazo «gomezdaviliano» de la modernidad se centra fundamentalmente en las anteriores líneas. Es la imagen del hombre incapaz de reconocer su condición trágica la que constituye el objeto de esta animadversión, y por ello se sitúa en el contexto de una apreciación antigua en la que el hombre se siente condicionado y no condicionante de su realidad.
En esta concepción, la idea del hombre emancipado de sus condicionamientos se torna una quimera que solo puede desvelarse a través de un contacto descarnado con la historia. «El hombre moderno lleva adelante su noviazgo con una fábula, mientras lo casan con la historia». El anterior escolio ofrece una muy acertada explicitación de la idea que conecta la consideración trágica, ausente del ideario moderno, con la experiencia que la historia brinda en términos de su impredecible, laberíntica e insondable transitoriedad.
Como lector asiduo de textos históricos, Gómez Dávila no solo ofrece en sus Escolios una comprensión amplia y minuciosa de los mismos, sino una interpretación fundamental de lo que representa la historia
Historicidad: cómo contradecir un sentido de la historia
Como lector asiduo de textos históricos,Gómez Dávila no solo ofrece en sus Escolios una comprensión amplia y minuciosa de los mismos, sino una interpretación fundamental de lo que representa la historia, su sentido, su sistematicidad (en este caso negadas), su condición constituida desde una historicidad marginada de cualquier cohesión racional y teleológica que la determine (historicismo). De igual manera, aparecen algunas consideraciones en torno a la historiografía, referidas a los procesos subjetivos, a los intereses, a los manejos que acontecen dentro del oficio del historiador.
Derivable entonces del apartado anterior, la imagen que Gómez Dávila ofrece de la historia está conectada totalmente con una apreciación trágica de la misma. Ajeno a cualquier concepción teleológica, el pensamiento del autor se inserta por el contrario en una visión de la historia en la que solo es considerable su desenvolvimiento, no su sentido. Es interesante esta apreciación en la medida de estar sujeta al condicionamiento ideológico que Gómez Dávila expresa con respecto al cristianismo. Interesante, porque la negación del sentido de la historia desde la comprensión de la propia linealidad histórica que tiene en la encarnación su punto de referencia y fundamento, es a veces o malinterpretada o se torna un tanto oscura.
Varios escolios dan cuenta de este problema y lo asumen de manera clara y precisa. Al identificar la encarnación como aspecto central del desenvolvimiento histórico —«La historia, para el cristiano, no tiene rumbo, sino centro»—, se estipulan dos condiciones dentro de la precisión «gomezdaviliana». En primer lugar, se identifica el hecho central en la figura de Cristo, aspecto que fundamentalmente sostiene la visión que el autor establece con respecto al carácter fortuito del desenvolvimiento histórico. En efecto, la transitoriedad, el movimiento, los accidentes, las referencias concretas circunscritas al devenir están marginadas de un proceso definido, dirigido a partir de leyes que rijan desde un sentido unívoco.
«Si la historia tuviera sentido, la encarnación sobraría», y justamente porque desde este presupuesto (la encarnación) se condiciona la visión del proceso histórico a partir de la negación de una línea definible que lo cohesione. En efecto, la puesta en escena de un presupuesto tal exime o hace inviables las condiciones de un proceso atado a factores como los que promulga cualquier teoría que haga del devenir histórico una fuente de racionalidad y coherencia, pues, si las tuviese, el presupuesto referido no tendría por qué ser necesario.
Completamente ajeno a la promulgación de leyes que rijan sobre la historia, el pensamiento «gomezdaviliano» aprecia el desarrollo a partir de su propia manifestación empírica, no a partir de una conceptualización coherente de lo que pueda ser asimilado como historicidad y mucho menos un historicismo. Ninguna sustancialidad se mueve bajo el terreno histórico, tal es el dictamen al cual llegan las pautas que dejan revelar los escolios referidos a este ámbito. «La historicidad no es evolución, ni dialéctica, ni progreso. Ni germen que crece, ni aproximación a una meta. La historicidad no es definible. Meramente ejemplarizable».
No es definible porque ninguna cohesión o carácter sustancial permea su movimiento, solo ejemplarizable porque en el desenvolvimiento histórico da cuenta de la multiplicidad de fenómenos, hechos o acontecimientos que pueden mostrarse mas no comprenderse desde un foco de interpretación universalista y omnicomprensivo. Que esta visión de la historia esté plenamente enraizada en la naturaleza trágica, en el carácter ininteligible del movimiento en el que nos desenvolvemos, es algo que queda plenamente clarificado al dimensionar la específica improcedencia de precisar causas que esclarezcan la aparición de lo acontecido y mucho menos de lo que esté por acontecer.
Gómez Dávila ofrece así un minucioso discernimiento en torno a las posibilidades de una hermenéutica histórica, puesto que conlleva a hacer manifiesta la improcedencia de ubicar las causas de cualquier suceso. En otras palabras, Gómez Dávila cuestiona la posibilidad de una genealogía constitutivamente asertiva. Marginado de la posibilidad de establecer una lógica, una razón, un orden, un progreso, una linealidad definida, entonces los marcos de la propia historiografía se ven sacudidos.
De una interpretación como esta deriva entonces la posibilidad de establecer un principio historiográfico, que cuestione la búsqueda de una clarificación de las causas que en este caso se asimilan como estipulaciones metafísicas. «La historia se emancipa al fin, como las ciencias, cuando renuncia a buscar ‘causas’. La búsqueda del porqué, en historia como en física, esconde metafísicas vergonzantes». Este escolio cuestiona la búsqueda genealógica-determinista, contradice toda consideración exegética esclarecedora. No porque ella se dé desde una determinada postura —que, por supuesto, estará condicionada y sesgada— la negación se sustenta en la imposibilidad de dar claridad a lo que de por sí es un movimiento emancipado de sustancialidad y racionalidad.
Darle claridad a ese movimiento, o una orientación sujeta a leyes, a condiciones racionales, sería entonces asumir un historicismo que, para el autor, impide el acercamiento a la historicidad, es decir, a las condiciones en las que en el devenir se desarrollan los acontecimientos sin más regla que su pertenencia a la temporalidad, sin sujetarse a una regulación preestablecida que siempre deriva de una comprensión metafísica de la historia. Con claridad lo expresa Gómez Dávila al precisar: «El historismo es Hegel digerido. El historicismo es Hegel indigestado».
El primero, las diferentes configuraciones o fenómenos históricos dados en un proceso en el que todos estamos insertos, del cual se ha de tomar conciencia en tanto el tiempo es la posibilidad de configuración para la comprensión de un saber, sujeto siempre a su entorno y época. El segundo, la pretensión de hallar un sentido en esos fenómenos, un sentido que los determina y los regula; una teleología de claro talante racionalista y metafísico. Tomando partido por el primero, Gómez Dávila exime a la historia de la necesidad, de la sujeción metafísica a un programa, y consolida su movimiento dentro de las contradicciones del devenir. Impregna, pues, de condición histórica nuestra realidad, vierte sobre la historia su indefectible constitución temporal.
Los anteriores temas no agotan a un autor tan amplio. Son rutas, ellas se encuentran con otras, se superponen, se mueven paralelas a vertientes más o menos relativas, se cruzan, se desplazan. Gómez Dávila declaró haber escrito no un libro lineal, sino concéntrico. ¿Y el centro? ¿Lo tiene? No sería prudente precisar cuál sea. Encontrarlo, a pesar del ímpetu que motiva a hacerlo, implicaría una reducción. Mejor no hacerlo, mejor adentrarse, fluir, pensar, meditar, sentirse estupefacto en algunos casos, reír (no poco), habitar la riqueza de un escoliasta cuyo texto afortunadamente fluctuará entre el enigma implícito y el esfuerzo de darle un sentido.
Notas
1 Exceptuando algunos fragmentos que previamente publicó en 1955 en la revista Mito. Allí aparecieron ciertos apartados de Textos I y también algunos escolios todavía con el nombre de Notas, que en algunos casos modificaría estilísticamente si se comparan con la versión definitiva de 1977.
2 De estos Escolios mecanoescritos se conservan los que fueron obsequiados por Gómez Dávila a Ernesto Volkening. La importancia de estos escolios, además de la posibilidad de contrastación estilística, radica en el diálogo que gestaron a partir de los comentarios, bastante importantes, por cierto, que de ellos realizara Volkening.
Estos comentarios (redactados a mano en cuadernos escolares), al igual que los mecanoescritos, se encuentran en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Los dos primeros cuadernos fueron publicados como Diario de lectura de los Escolios de Nicolás Gómez Dávila, Universidad de los Andes, Fondo Editorial Eafit, 2020. Edición académica a cargo de Francia Goenaga, Efrén Giraldo, Alfredo Abad.
3 Sobre la idea de religión democrática puede consultarse: Serrano, José Miguel, Democracia y nihilismo. Vida y obra de Nicolás Gómez Dávila. Eunsa, 2015, pp. 205ss; igualmente, Rabier, Michaël, Philosophie, Gnose et modernité Nicolás Gómez Dávila lecteur d’Eric Voegelin Thèse doctoral Université Paris-Est 2016. Y, por supuesto, el texto capital sobre el tema, el sexto ensayo de Textos, en el cual Gómez Dávila define y fundamenta la idea de la democracia como religión antropoteísta.
Sobre el autor
Alfredo Abad es doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia), traductor y editor. Profesor titular de la Escuela de Filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira (Colombia) y director del grupo de investigación de Filosofía y escepticismo, ha publicado los libros Dispersiones y fugacidad.Al margen del substancialismo (2022), Cioran en perspectivas (2009), Pensar lo implícito en torno a Gómez Dávila (2008) y Filosofía y literatura. Encrucijadas actuales (2007).