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El mito de la Inteligencia Artificial

El mito de la Inteligencia Artificial: por qué las máquinas no pueden pensar como nosotros lo hacemos.

Un libro contracorriente que desmonta los mitos que envuelven a la Inteligencia Artificial, unos mitos que anuncian logros excepcionales con los que superará en breve a la inteligencia humana.

Los mesías del futuro insisten en afirmar que la Inteligencia Artificial pronto eclipsará las capacidades de las mentes humanas con más talento. Según ellos, no queda ninguna esperanza, pues el avance de las máquinas superinteligentes es imparable. Pero la realidad es que ni estamos en el camino hacia el desarrollo de máquinas inteligentes ni sabemos siquiera dónde podría hallarse ese camino.

Erik J. Larson es un científico e investigador pionero en el procesamiento del lenguaje natural, además de empresario tecnológico que trabaja a la vanguardia de la IA. En este libro nos acompaña en un recorrido por el panorama actual de este ámbito para demostrar lo lejos que estamos realmente de la superinteligencia y qué sería necesario para llegar a ella.

Desde Alan Turing, los entusiastas de la inteligencia artificial han caído en el profundo error de equipararla con la inteligencia humana. Pero la IA trabaja con el razonamiento inductivo, procesando conjuntos de datos para predecir resultados, mientras que los humanos no correlacionamos conjuntos de datos: hacemos conjeturas a partir de la información del contexto y de la experiencia. No tenemos ni idea de cómo programar este tipo de razonamiento basado en la intuición, conocido como razonamiento abductivo.

El verdadero problema es que la exageración alrededor de la IA no solo es mala ciencia, sino que también es mala para la ciencia. La cultura de la innovación florece cuando explora lo desconocido, no cuando exagera las virtudes de las tecnologías existentes. La IA inductiva seguirá mejorando en la realización de tareas específicas, pero si queremos lograr un progreso real, debemos comenzar por apreciar plenamente la única inteligencia verdadera que conocemos: la nuestra.

Según Carlos Guardían….

Un investigador de vanguardia en el campo de la IA y empresario tecnológico desmiente la fantasía de que la superinteligencia está a unos pocos clics de distancia, y argumenta que este mito no sólo es erróneo, sino que está bloqueando activamente la innovación y distorsionando nuestra capacidad para dar el siguiente salto crucial.

Los futuristas insisten en que la IA pronto eclipsará las capacidades de la mente humana más dotada. ¿Qué esperanza tenemos contra las máquinas superinteligentes? Pero en realidad no estamos en el camino de desarrollar máquinas inteligentes. De hecho, ni siquiera sabemos dónde puede estar ese camino.

Erik Larson, empresario tecnológico e investigador científico pionero que trabaja en la vanguardia del procesamiento del lenguaje natural, nos lleva a recorrer el panorama de la IA para mostrar lo lejos que estamos de la superinteligencia y lo que haría falta para llegar a ella. Desde Alan Turing, los entusiastas de la IA han equiparado la inteligencia artificial con la humana. Esto es un profundo error. La IA trabaja con un razonamiento inductivo, calculando conjuntos de datos para predecir resultados. Pero los humanos no correlacionamos conjuntos de datos: hacemos conjeturas informadas por el contexto y la experiencia. La inteligencia humana es una red de conjeturas, teniendo en cuenta lo que sabemos del mundo. No tenemos ni idea de cómo programar este tipo de razonamiento intuitivo, conocido como abducción. Sin embargo, es el corazón del sentido común. Por eso Alexa no puede entender lo que le preguntas, y por eso la IA sólo puede llevarnos hasta cierto punto.

Fuentes:

-https://www.alibri.es/libro/861039/el-mito-de-la-inteligencia-artificial-por-que-las-maquinas-no-pueden-pensar-como-nosotros-lo-hacemos

-https://carlosguadian.net/2022/02/23/the-myth-of-artificial-intelligence-why-computers-cant-think-the-way-we-do/

Isidore Ducase

El enigmático Isidore Ducase, conde de Lautréamont, y «Los cantos de Maldoror»

Juan Ignacio Espel

La obra de Isidore Ducase, también conocido como conde de Lautréamont, es breve y oscura, como su vida. Esa vida que, al decir de Rubén Darío, parecería ser la «pesadilla de algún triste ángel». Pero su obra iluminaría el horizonte poético, como una estrella fugaz que surca la noche en silencio. Ducasse llevó al extremo el culto romántico del mal, y a pesar de su prematura muerte, Los cantos de Maldoror Poesías (extremos de tensión artística y ontológica) lo catapultaron como un mito de la lírica francesa moderna. En su obra latía solapadamente el movimiento surrealista que marcaría el arte europeo de posguerra. André Breton llegó a decir que en Los cantos vio «la expresión de una revelación total que parece exceder las posibilidades humanas».

Isidore-Lucien Ducasse nació en Montevideo, Uruguay, el 4 de abril de 1846. Hijo de François Ducasse, diplomático francés destinado en el consulado, y de Celestine Jaquette Davezac, también francesa. Su madre murió cuando Isidore tenía pocos menos de dos años.​ Según algunos estudiosos, ciertas experiencias de su niñez, durante la Guerra Grande (1839-1851), habrían influido fuertemente en su carácter.

En octubre de 1859 fue enviado al Liceo de Tarbes y después, en 1863, al Louis Barthou, en Pau, donde cursó retórica y filosofía. Paul Lespés, uno de sus compañeros de curso, lo recordaba años después: «Lo veo todavía como un muchacho delgado, alto, con la espalda un poco curvada, la tez pálida, los cabellos largos que le caían sobre la frente, la voz algo fría. Su fisonomía no tenía nada de atractiva… Era de ordinario triste y silencioso y como replegado sobre sí mismo… A menudo, en la sala de estudio, se pasaba horas enteras con los codos apoyados en su pupitre, las manos en la frente y los ojos sobre un libro clásico que no leía; se veía que se hallaba sumergido en un sueño». Más adelante menciona: «En 1864, hacia el final del curso, Hinstin (el profesor), que con frecuencia reprochaba a Ducasse lo que él llamaba sus exageraciones de pensamiento y de estilo, leyó una composición de mi condiscípulo. Las primeras frases, muy solemnes, excitaron enseguida su hilaridad, pero pronto se sintió molesto. Ducasse no sólo había cambiado de maneras, sino que singularmente las había exagerado. Jamás hasta entonces había dado tanta rienda suelta a su imaginación desenfrenada. No había una frase en la que el pensamiento, formado en cualquier caso de imágenes acumuladas, de metáforas incomprensibles, no estuviera oscurecido por invenciones verbales y formas de estilo que no respetaban siquiera la sintaxis». Y termina confesando: «… su actitud distante, si puedo emplear esta expresión, una especie de gravedad desdeñosa y una tendencia a considerarse como un ser aparte, las oscuras preguntas que nos hacía a quemarropa y a las cuales teníamos dificultad en responder, sus ideas, las formas de su estilo, en fin, la irritación que a veces manifestaba sin ningún motivo serio, todas esas extravagancias hacía que nos inclináramos a creer que su cerebro carecía de equilibrio».

Tras una visita al Uruguay en 1867 regresó a París y se instaló en la calle de Notre-Dame-des-Victoires. Su padre, que moriría en Montevideo en 1889, le ayudaba enviándole algún dinero. Su obra clave fue, sin duda, Los cantos de Maldoror, un libro «diabólico y extraño, burlón y aullante, cruel y penoso» donde se oyen a un tiempo los «gemidos del dolor» y los «siniestros cascabeles de la locura, al decir de Darío.  

Los primeros fragmentos aparecieron en 1868 (la obra completa sería publicada un año más tarde en Bélgica). Temiendo ser acusado de blasfemia u obscenidad, el editor Albert Lacroix hizo poco o nada por difundir el libro. Desesperado, Ducasse escribió a Auguste Poulet-Malassis, el editor de Las flores del mal, pidiéndole que enviara copias de su libro a los críticos. 

La genealogía de Los Cantos puede rastrearse hasta el Manfred de Lord Byron, el Konrad de Adam Mickiewicz o el Fausto de Goethe. Ducasse heredó el arquetipo del antihéroe, en lucha abierta con Dios; el estilo tiene reminiscencias épicas. Cada uno de los cantos está dividido en estrofas, con excepción del sexto y último, que componen una nouvelle que cambia abruptamente la estructura empleada hasta entonces.

La atmósfera es grotesca: se ensalza el homicidio, la crueldad, la violencia, la perversión, la corrupción. Dios es un viejo sádico que asesina desde un burdel; los objetos y los animales hablan; se multiplican las metamorfosis; los personajes se agigantan. Leemos en el Canto II:

Mi poesía consistirá, sólo, en atacar por todos los medios al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no hubiera debido engendrar semejante basura».

Una voz crítica sobrevuela la obra constantemente, acompañando al lector. Lo invita al espectáculo de hacer y deshacer la obra. A partir del cuarto canto la voz se impone: su narrativa se apodera de la sustancia del poema. 

El «héroe» ducassiano es un enemigo acérrimo de Dios y de la humanidad. Dice del primero:

… levanté mis párpados asustados más arriba, aún más arriba, hasta que percibí un trono formado de excrementos humanos y de oro, sobre el cual se pavoneaba, con idiota orgullo, el cuerpo, envuelto en un sudario hecho con sábanas sin lavar de hospital, de aquel que se denominaba a sí mismo el Creador. Tenía en la mano el tronco podrido de un hombre muerto, y lo llevaba, alternativamente, de los ojos a la nariz y de la nariz a la boca; una vez en la boca, se adivina qué hacía con él. Sus pies se hundían en un vasto charco de sangre en ebullición, en cuya superficie se alzaban bruscamente, como tenias a través del contenido de un orinal, dos o tres tímidas cabezas que volvían a sumergirse en seguida con la rapidez de una flecha: un puntapié bien aplicado en el hueso de la nariz era la conocida recompensa por incumplir el reglamento, dada la necesidad de respirar otro ambiente, pues, en modo alguno, esos hombres no eran peces.

De sus congéneres no espera mucho más:

¡Que sea yo tan generoso como para amar a mis semejantes! ¡No, no! Lo he resuelto desde el día de mi nacimiento. ¡Ellos no me aman! Se verá a los mundos destruirse, y al granito deslizarse, como un cormorán, sobre la superficie del oleaje, antes de que yo estreche la mano infame de un ser humano.

Declara la guerra a cuchillo a la humanidad:

Y lo mismo si alcanzo una victoria desastrosa como si sucumbo, el combate será hermoso: yo solo contra la humanidad… Esta guerra terrible arrojará el dolor sobre las dos partes: dos amigos que intentan obstinadamente destruirse, ¡qué drama!

Maldoror es un amoral que «cuando besaba a un niño pequeño de rostro rosado hubiese querido rebanarle las mejillas con una navaja, y lo habría hecho con frecuencia si Justicia, con su largo cortejo de castigos, no se lo hubiera impedido cada vez». Capaz de coserle los ojos a una niña, para «privarla del espectáculo del universo». No lo oculta, e incluso es parte de su orgullo: «No era mentiroso, confesaba la verdad y decía que era cruel». «La hipocresía será expulsada sin titubeos de mi morada. En mis cantos existirá una imponente prueba de fortaleza, al despreciar de esa manera las opiniones aceptadas. Él canta para él solo, y no para sus semejantes. El no coloca la medida de su inspiración en la balanza humana. Libre como la tempestad, ha venido a encallar, un día, en las playas indómitas de su terrible voluntad. ¡No teme a nada, sino a sí mismo! En sus combates sobrenaturales, atacará con ventaja al hombre y al Creador, como cuando el pez espada hunde su estoque en el vientre de la ballena». ¿Qué más podía ser, si eso le indicaba su naturaleza? «¿Querrá la piedra sustraerse a las leyes de la gravedad? Imposible».  

Maldoror simboliza la rebelión adolescente y la victoria de lo ideal sobre lo terrenal: rechazar la realidad (que llama «El Gran Objeto Exterior») lo aleja de sus semejantes, y por eso sufre. Sólo un orgullo miltoniano, luciférico, lo hace más poderoso y le permite sobreponerse al entorno prosaico que pretende aplastarlo.

El escritor argentino Mario Satz recordaba la lectura de Los cantos en su adolescencia en un fragmento que merece la pena reproducir: 

Podía  ver  solamente  su  rostro,  del  cuello para abajo era puro océano, caos y lágrimas. Sin embargo, el verle los ojos era ya demasiado para mí. Eran los ojos del poeta, del demiurgo, del hierofante, del sacrificador, del verdugo y de la pobre víctima humana que engendra todos esos oficios. Nunca sufrí tanto, gemí tanto como ese primer día, sentado en  el banco de una plaza, a la misma edad – casi – de ese adolescente que se ahoga en el Sena. Bebía de golpe toda la opresión de nuestra civilización, sus fulgores y vergüenzas, en la cristalina copa que me tendía Lautréamont, héroe mitológico en un mundo desprovisto de  mitos. Sus frases se curvan bajo mis párpados como cables de alta tensión.

Entonces yo tenía los bolsillos llenos de pólvora y contemplaba el mundo con la avidez de  un samama hindú. Mi vicio era la iluminación, el horadar, como un rayo de sol cada una de las formas que me rodeaban.

Lautréamont guiaba mis apetitos, patrocinaba mis delirios, lanzaba contra mí su poderosa mirada didáctica, seductora, como indicándome el valor dionisíaco de la embriaguez a la que hay que llegar, ese amor por todo, ese éxtasis que subleva la sangre a la altura de la piel.

Lautréamont es Hércules, Prometeo, es el verbo que narra el descuartizamiento divino, la inmersión en los instintos, en la abominación de la muerte. Aún hoy, después de algunos  años, ese adolescente que yo era, me mira con los mismos ojos de Lautréamont: impávidos en mi memoria, impávidos bajo esta noche azul y fría, frente a un espejo que jamás traicionará lo ilusorio de nuestra condición, por más que ladremos al infinito. 

La novela que cierra la obra es rocambolesca, casi folletinesca; por eso mismo inundó los periódicos de la época. En ella se desenvuelve una intriga sugerida en la primera parte de la obra. A través de violentas escenas, donde brillan la desdicha y el mal, Ducasse ajusta el tono, combinando la amplitud del ritmo y el desengaño, creando así una suerte de principio de antigravedad, implacable e ineludible.

Como para Max Stirner en la filosofía, la clave poética de Ducasse es la irreverencia: todo puede y debe ser desacreditado; tenemos que reírnos de todo. La existencia es la prueba que nos impone el universo para saber si podemos aprender a reír. Hay una especie de (a)moralidad fisiológica en su obra, al estilo nietzscheano. Ética y estética por igual son arrastradas por el barro. Nada queda en pie. Se burla, o más bien yuxtapone, conceptos perennes como la belleza: «El búho de Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva que describe un perro al correr tras su dueño, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila… El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo, desapareció en el horizonte». «Bello como el suicidio», dice en otra parte. Y, sobre todo, bello «como el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas». Esta frase sería la punta de lanza de los surrealistas, herederos directos del oscuro Ducasse.

El poeta relativiza la moral: «¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí… es mejor que sean una misma cosa… pues, si no, ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final?». Poco después confiesa: «Yo hice un pacto con la prostitución a fin de sembrar el desorden de las familias».

En Los cantos no sólo encontramos el germen del surrealismo; hay fuertes destellos existencialistas:

Al claro de la luna, cerca del mar, en los aislados lugares de la campiña, se ve, cuando uno está sumido en amargas reflexiones, que todas las cosas revisten formas amarillas, indecisas, fantásticas… Entonces, los perros, enfurecidos, rompen sus cadenas, se escapan de las lejanas granjas, corren por la campiña, aquí y allá, presas de la locura. De pronto, se detienen, miran a todos lados con hosca inquietud y los ojos encendidos, levantan la cabeza, hinchan el terrible cuello y rompen a ladrar, unas veces, como un niño que grita de hambre; otras, como un gato herido en el vientre sobre un tejado; otras, como una mujer que va a dar a luz; otras, como un moribundo apestado en el hospital; otras, como una muchacha que canta una sublime melodía contra las estrellas; contra la luna; contra las montañas; contra el aire frío que aspiran y que vuelve rojo y ardiente el interior de su nariz… Comienzan de nuevo a correr por la campiña, saltando con sus patas ensangrentadas por encima de los fosos, los caminos, los campos, las hierbas y las escarpadas piedras. Diríase que sufren de la rabia, que buscan un gran estanque para apaciguar su sed. Sus prolongados aullidos aterrorizan a la naturaleza. ¡Ay, del viajero rezagado! Los amigos de los cementerios se arrojarán sobre él, le desgarrarán, le devorarán con su boca de la que chorrea sangre; pues sus colmillos no están dañados. Los animales salvajes, sin atreverse a acercarse para participar en aquel banquete de carne, huyen, temblorosos, hasta perderse de vista. Pasadas algunas horas, los perros, rendidos de correr de aquí para allá, casi muertos, con la lengua afuera, se precipitan unos sobre otros, sin saber lo que hacen, y se desgarran en mil pedazos con una rapidez increíble. No obran así por crueldad. Un día me dijo mi madre con ojos vidriosos: «Cuando estés en tu lecho y escuches los ladridos de los perros en la campiña, ocúltate bajo tus mantas, no te burles de lo que hacen: tienen una sed insaciable de infinito, como tú, como yo, como el resto de los mortales de rostro pálido y alargado. Hasta te permito que te coloques delante de la ventana para contemplar ese espectáculo, que es sublime». Desde entonces respeto el deseo de la muerte. Yo, como los perros, siento la necesidad del infinito… ¡Y no puedo, no puedo satisfacer esa necesidad! Soy hijo del hombre y de la mujer, según me han dicho. Me extraña… ¡creía ser más!

Al final de la trayectoria literaria (y de la vida) del poeta tuvo lugar una metamorfosis, un giro copernicano. Mientras esperaba que Los cantos fueran distribuidos, empezó a trabajar en un nuevo escrito: Poesías, publicadas tras su muerte en 1870 y comentadas en la Revue populaire de París. 

El estilo cambia radicalmente: máximas y aforismos, como los Pensamientos de Pascal o los «dardos» de Nietzsche. El libro está principalmente compuesto por apreciaciones estéticas sobre la poesía y la literatura, desde las tragedias griegas, pasando por Poe y deteniéndose en Baudelaire, Dumas y Victor Hugo. En síntesis: crítica literaria. Pero también sirve como una continuación de su «descripción fenomenológica del mal», en la que planeaba cantar al bien. «Quiero proclamar lo bello con una lira de oro». Quizá de ambas obras surgiera la unidad: la dicotomía entre el bien y el mal. En otras palabras, el ser humano como un todo. Neruda opinó al respecto: «Fue más allá del mal para llegar al bien».

He renegado de mi pasado –confesaba el poeta–. Ya no canto más que a la esperanza; pero, para ello, es preciso primero atacar la duda de este siglo (melancolías, tristezas, dolores, desesperos, lúgubres relinchos, maldades artificiales, orgullos pueriles, cómicas maldiciones, etc.). En una obra que llevaré a Lacroix a primeros de marzo, tomo en consideración las más bellas poesías de Lamartine, de Victor Hugo, de Alfred de Musset, de Byron y de Baudelaire, y las corrijo en el sentido de la esperanza; señalo qué habría hecho falta hacer. Al mismo tiempo corrijo seis piezas de las peores de mi santo libro. 

Experto conocedor de la senda satánica que había recorrido, el poeta advierte a sus lectores: «La melancolía y la tristeza son ya el comienzo de la duda; la duda, el comienzo de la desesperación; la desesperación, el comienzo cruel de los diversos grados de la maldad… La pendiente es fatal, una vez que alguien se empeña en ella. Llegar a la maldad es seguro. Desconfía de la pendiente. Extirpa el mal de raíz». Y agrega: «No acepto el mal. El hombre es perfecto. El alma no cae. El progreso existe. El bien es irreductible. Los anticristos, los ángeles acusadores, las penas eternas, las religiones, son producto de la duda».

En Poesías el autor expone con más detalle el mecanismo que lo llevó a variar de perspectiva y de método:

Me dije, que habiendo llegado la poesía de la duda a un punto tal de perversidad teórica, resulta, en consecuencia, radicalmente falsa; porque se discuten en ella principios y no hay que discutirlos, es más que injusta. Los lamentos poéticos de este siglo no son más que horribles sofismas. Cantar al hastío, los dolores, las tristezas, lo sombrío, etc., es no querer mirar, a toda fuerza, sino el pueril reverso de las cosas. Lamartine, Hugo, Musset se han metamorfoseado en mujercitas. Son las Grandes Cabezas Fofas de nuestra época. Siempre gimoteando. Esta es la razón por la que he cambiado totalmente de método. 

Ducasse, que consideraba el «plagio» necesario para el progreso, fue más allá: intervino los Pensamientos de Pascal, las Máximas de La Rochefoucauld, la obra de La Bruyère, Luc de Clapiers, Dante, Kant y La Fontaine. Incluso, como menciona en la carta ya citada, corrigió parte de Los cantos. «Reemplacé melancolía por coraje, duda por certeza, desesperanza por esperanza, malicia por bondad, queja por deber, escepticismo por fe, sofismas por tranquila ecuanimidad y orgullo por modestia».  

En Poesías el autor declara: «No dejaré Memorias«, contribuyendo así a la leyenda en torno a su persona, a la ambigüedad que rodeó y aún rodea su propia existencia. La identidad del poeta –quizá intencionadamente– fue siempre un misterio: Isidore Ducasse –o el conde de Lautréamont– existía sólo parcialmente o no existía en absoluto. El intelectual argentino Miguel Ángel Virasoro señaló que el poeta «no dejó siquiera el testimonio del confidente más convencional, como si hubiera sido un visitante de otro mundo, confundido entre los humanos con la apariencia de un cuerpo, que desapareció en el espacio vacío sin dejar huellas». La edición parcial de su libro no llevaba nombre y la edición completa sólo un pseudónimo, una tirada más escasa que la otra; datos biográficos escasos y contradictorios; y, durante mucho tiempo, incluso faltó un retrato del poeta. Esto avivó la imaginación de críticos y colegas, que durante décadas intentaron esculpir esa curiosa fantasmagoría. León Bloy, por ejemplo, define a Lautréamont como el autor de un libro monstruoso, «lava líquida, insensato, oscuro y abismal»; agrega que el poeta murió encerrado en un manicomio. Sin embargo, sabemos que Ducasse murió en su domicilio, y, en honor a la verdad, su locura consistía en leer con avidez, dar largos paseos bordeando el Sena, tomar mucho café y tocar el piano, para enojo de los vecinos.

Ducasse, esa ilusión llamada conde de Lautréamont, desapareció finalmente el 24 de noviembre de 1870 en una París sitiada por los ejércitos prusianos, en pleno derrumbe del Imperio. Quizá en sus últimos días volvieran a él escenas y emociones hace tiempo sepultadas, de su infancia en plena guerra, mirando la luna desde otra ciudad sitiada: su Montevideo natal. El escenario que lo recibió fue el mismo que lo despidió.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/09/02/el-enigmatico-isidore-ducase-conde-de-lautreamont-y-los-cantos-de-maldoror/

Jean-Luc Nancy

Jean-Luc Nancy: el ser como aparición entre y ante los otros en la fragilidad del mundo

Carlos Javier González Serrano

Acercarse por vez primera a los textos de Jean-Luc Nancy (1940-2021) y su terminología no es tarea nada sencilla. Arthur Schopenhauer explicó en uno de los prólogos a El mundo como voluntad y representación la impresión que ejerce la lectura de los escritos de Kant: «El efecto que producen […] a quien le hablan realmente sólo lo encuentro comparable […] con la operación de cataratas en un ciego…»; Nancy obra en sus lectores de manera similar, a pesar de las dificultades de sus formas, de su doctrina y de su hondura filosófica y literaria.

Tras los pasos de otros gigantes como Derrida, Heidegger, Bataille o Blanchot, Nancy siempre intentó presentar (y ejercer) la actividad filosófica como un imperativo por pensar nuestro presente. Pensar para trans-formar. Como leemos en La frágil piel del mundo, Nancy presenta una filosofía que, en medio de una situación muy preocupante en términos comunitarios y medioambientales, ofrece como salida evitar el catastrofismo y repensar lo común.

Una de las cuestiones centrales y más actuales que Nancy (fallecido en agosto de 2021) tomó como suyas adquiere la siguiente forma: ¿qué se escribe cuando se escribe uno mismo? O mejor: ¿no es escribir-se lo mismo que ex-cribir, que pasar a formar parte del afuera desde un adentro? ¿Cómo sucede esta operación? Y en último término, ¿supone escribir un excribirse sin retorno, en tanto que salida fuera de sí? Cuestiones de amplio calado en tiempos de redes sociales, de continua exposición, de ser para los otros.

En Corpus (1992), una de las obras fundamentales de Nancy (tan enigmática como compleja y relevante), se nos dice que todo cuerpo, toda apariencia (o exposición), entra en la realidad –en tanto que pasa a formar parte del tiempo: su hacer es su ser, y ese ser se constituye como un aparecer–. El ser alcanza su sentido en la aparición de los entes particulares: ser es devenir-aparecer en sus múltiples diferencias. Además, explica Nancy, todo cuanto se da, se da sin el respaldo de un trasfondo que remita a una totalidad o completitud. Es decir, no se trata de la comparecencia de un ser inalterable, definitivo –por cuanto de en sí pudiera ocultar, al modo hegeliano–. Ser es ser-en-el-mundo, carencia de un sentido último de respaldo, de seguridad última que aluda a un sentido más allá del propio devenir. Es en el propio devenir donde se pone de relieve la enjundia del mismo discurso sobre el ser: no hay idea sino en su realización.

No hay ‘el’ cuerpo, no hay ‘el’ tacto, no hay ‘la’ res extensa. Hay lo que hay: creación del mundo, téchne de los cuerpos, pesaje sin límites del sentido, corpus topográfico […]. Las imágenes no son apariencias, aún menos ilusiones o fantasmas. Son el modo en que los cuerpos se ofrecen entre sí…

Ese devenir –al que Nancy llamó destino– se da en el tiempo y acontece en gerundio, o lo que es lo mismo, sin verse nunca concluido, dándose en el mundo como algo que no se encuentra completo (la inquietud de lo negativo a la que se refirió la filosofía del XIX), y se encuentra inmerso en un dinamismo continuo. Leemos en Corpus:

Expuesto, por tanto: pero no es la puesta ante la vista de lo que primero estuvo oculto, encerrado. Aquí, la exposición es el ser mismo (léase: el existir). […] El cuerpo es el ser-expuesto del ser.

Como nota característica del ser encontramos, pues, la incompletitud. Desde esta perspectiva, el pensamiento surge de esa misma incompletitud, de la conciencia de la partición del sentido, que no es dado unitaria y absolutamente, al modo de las ideas platónicas. La nota fundamental que acompaña a la incompletitud, por tanto, es la que se refiere a la ruptura del sentido, a lo no-acabado: ser es ser en el tiempo, y la finitud es el carácter esencial del devenir. En una palabra: la finitud es inherente al mismo darse del ser.

Si todo cuanto es trae consigo una pura donación –o darse– de singularidades, de diferencias, no hay entonces un ser en-sí, sino más bien un ser-hacia (en terminología de Nancy, être-à): el ser se da en direccionalidad. El sentido que pudiera albergar el mundo es su misma direccionalidad: remitencia, dirección, donación o presentación a o hacia. Para el autor francés, la expresión «sentido del mundo» encierra una tautología, en la medida en que no hay un ser y sus diferencias, sino que el sentido es el mismo devenir o hacerse diferencia, y esta misma diferencia es lo que se ofrece precisamente a ser pensado. Es la diferencia, el continuo darse de la realidad, el elemento propio del pensamiento: de la filosofía.

La existencia queda así traducida en términos de un estar fuera, y el darse del ser se traduce en la noción de partición (partage), central en Nancy. Esta partición se expande: es el explanarse de las diferencias. La partición es íntima al ser. El ser es ya pluralidad, y venir a ser constituye un entrar a formar parte de una trama de relaciones: «el discurso del cuerpo no puede producir un sentido del cuerpo, no puede dar sentido al cuerpo. Debe más bien tocar lo que, del cuerpo, interrumpe el sentido del discurso. Ése es el gran asunto», escribió Nancy. Y proseguía:

Sentimos, más o menos oscuramente, que el cuerpo del cuerpo –el asunto del cuerpo, el asunto de lo que llamamos cuerpo– tiene que ver con cierta suspensión o interrupción del sentido, en la cual estamos y que es nuestra condición actual, moderna, contemporánea, o como se quiera.

Un análisis sin duda revelador de nuestras actuales circunstancias, en las que constituir una comunidad (de sentido, de acción social o política) se hace casi imposible a causa de la continua fragmentación del ser que somos: es, en terminología de Nancy, la «comunidad inoperante».

En este contexto es fácil recordar algunas tesis de Heidegger. Éste nos abre igualmente a la observancia del ser como relación: el propio acontecer abre una realidad, que es un acontecer en relación, ser en el tiempo, ser como ser-en-el-mundo. La interpretación no es captación sin supuestos de algo dado (pre-comprensión). Lo dado es la existencia del ser-ahí (Dasein), verdadera fuente de toda comprensión y posterior interpretación. Lo que se comprende está en función de la existencia, del tiempo propio de la existencia. Lo fundamental es, de este modo, introducirse en la analítica del Dasein, explorada en Ser y tiempo (1927). De ello extrajo Heidegger la idea de que el ser del Dasein (del ser que somos) alberga una preeminencia a la hora de acercarse al ser y cuestionarse o interrogarse acerca de él.

Retomando el pensamiento de Nancy de que no hay cosas en sentido substancial, sino que éstas son tramas de relaciones (entramados), puede decirse que el juego que tales tramas constituyen son ya las cosas: este devenir en relación es su ser. La aludida direccionalidad (être-a) significa que no hay un sujeto que se personifique de una vez para siempre, sino que su ser es su permanente estar en el mundo. No hay un más-allá del ser: todo se da en un constante más-acá del cuerpo que se excribe (expone) a sí mismo a través de su acontecer y aparecer en el mundo. Por eso, el sentido de las cosas, del ser que es sus diferencias, no es completo, pues se da en el tiempo, en lo escurridizo por definición. Que el sentido no sea completo o definitivo se debe a que no posee un carácter unitario; no hay una significación unívoca. No hay el sentido. Somos fragmento, fracción: «Pero corpus no es nunca propiamente yo mismo. […] Desde que yo es extendido, queda también entregado a los otros». El sentido es fracción y finitud, por lo que decir «sentido» es también decir «sinsentido», algo falto de sentido –y que por ello no queda cerrado, no es saturable–. Lo que la tradición filosófica occidental ha llamado «el sentido» esconde en su despliegue una permanente interrupción de sí mismo que remite a la infinitud en tanto que indefinición, en tanto que continuo exponerse del ser.

La gran lección de Nancy es que el sentido no es completo, no sólo porque todo se da en el tiempo y pierde, en su perpetuo acontecer, su univocidad, sino porque en una cosa siempre hay otras cosas, la huella de «lo otro». Esta huella remite al factor tiempo como propiciatorio de la disolución de la metafísica de la presencia o de la representación.

El ejemplo del tacto es para Nancy paradigmático: el tacto se halla unido a la noción de límite, pues el tocar remite a lo que está a los dos lados del límite (al tocar el teclado del ordenador, también yo soy tocado por él y, es más, me siento tocado): no hay tacto, por tanto, sin atención a la alteridad, sin experimentar lo «al-otro-lado». «Algo me toca» quiere decir que eso algo me afecta: se da un juego de límites. Tocar supone el quedar afectada la propia identidad, que por eso no puede ser unitaria, definitiva: dada de una vez por todas. En un fragmento de Las musas en que Nancy cita a Derrida, aquél explica que «Lo que produce el tacto es ‘esa interrupción que constituye el tocar del tocarse, el tocar como tocarse’. El tacto es el intervalo y la heterogeneidad del tocar. Es la distancia próxima».

La producción del (imposible) sentido definitivo queda así constituida como una tensión; en palabras de Nancy:

la producción, en singular y en términos absolutos no es otra cosa que la producción del sentido. Pero se revela con ello como pro-ducción, tensión literalmente insostenible hacia un adelante (o un atrás) del sentido, toda vez que aquello que lo «produce» como tal es, ante todo, el hecho de ser recibido, experimentado y, en resumen, sentido como sentido.

Nancy muestra que la finitud –al contrario de lo que se pensó durante largos siglos– no es una privación, sino una apertura a la infinitud relacional y fragmentaria de cuanto acontece: lo infinito es experimentado continuamente en nuestra finitud. Pero… siempre hay algo que resta, que queda, una «restancia», algo que en definitiva arrebata al sentido la posibilidad de una «explicación total». Siempre se da una disociación o extrañamiento que, además, es inevitable, que no cesa. Leemos en Las musas:

El sentido que es el mundo directamente en sí mismo, ese sentido inmanente de ser ahí y nada más, viene a mostrar su trascendencia: que consiste en no tener sentido, en no inducir ni permitir su propia asunción en ninguna suerte de Idea ni de Fin, sino en presentarse siempre como su propio extrañamiento.

Nancy afirmó en esta misma obra que la Idea de Hegel –totalizadora, en la que termina toda diferencia, todo extrañamiento– no supone más que un deseo infinito de sentido, y que nos remite a una «finalización infinita», si bien «ese modo paradójico de la per-fección es sin duda lo que toda nuestra tradición exige y evita a la vez pensar. […] Propongo ver de qué tipo de ‘per-fección’ o de ‘finalización finita/infinita’ es capaz lo que queda cuando una consumación se exhibe e insiste en exhibirse. Mi propuesta es, entonces, esta: de una per-fección finita o vestigial«.

Este «vestigio» nos conduce a la huella más arriba mencionada, a la acción de los otros y del tiempo. Que las cosas «resten» y dejen vestigios o huellas apunta a la consideración de que no es posible una totalización de la experiencia, porque tal totalización conllevaría la negación de la propia experiencia, siempre en movimiento, siempre fragmentaria y en vías de concluirse (sin jamás llegar a hacerlo). Sin distancia no puede darse el tocar –y el ser tocado–: todo se juega en ese espacio, en ese entre. En la fractura del sentido. En Corpus leemos:

Desde los cuerpos, nosotros tenemos los cuerpos como nuestros extraños. Nada que ver con dualismos, monismo o fenomenologías del cuerpo. El cuerpo no es ni substancia, ni fenómeno, ni carne, ni significación. Sólo el ser-excrito. […] Hace falta, pues, escribir desde ese cuerpo que nosotros no tenemos y que tampoco somos: pero donde el ser es excrito. –Cuando escribo, esta mano ajena ya se ha deslizado en mi mano que escribe.

En una cosa siempre hay –la presencia de– otras cosas, una huella imborrable, insorteable. Por eso no hay, ni puede haber, cosas substanciales, porque toda cosa siempre incorpora e involucra una vacancia de sí misma (restan, decíamos), de tal modo que su sentido no es saturable. Con Nancy, nuestro yo, nuestro mundo y nuestra mismidad quedan rotos, inconclusos, siempre pendientes de hacerse, de venir a constituirse. Vacíos de sentido pero anhelantes de él. Ninguna cosa es idéntica a sí misma y se da siempre como partición y, al mismo tiempo, como un repartir: en cada cosa hay un fraccionamiento, una relación con (lo) otro, por lo que lo que se da es siempre un haber con otro. El darse en el mundo es un juego de exposición(es) y, así, la noción misma de sentido queda rota, fracturada. Interrupción íntima de lo que hay que nos remite a lo infinito comprendido en lo finito:

El cuerpo expone la fractura de sentido que la existencia constituye, sencillamente y absolutamente. […] El cuerpo es expositor/expuesto: ausgedehnt, extensión de la fractura que es la existencia.

La alteridad y la fragmentación, dejó escrito Nancy, viven en el corazón de todas las cosas. En ello se juega el futuro de la filosofía. Y de la humanidad. En ir en busca de un inagotable sentido que se da, precisa y permanentemente, en su inútil pero tan fértil búsqueda. En el hueco. En la quiebra. Porque «Uno se siente siempre como un afuera», como «una tensión», como «la continua conmoción del ser».

En sus últimos años, Nancy hizo mucho hincapié en la necesidad de reconfigurar los senderos por los que a su juicio la humanidad camina hacia una «catástrofe generalizada». A su juicio, hemos perdido el sentido del mundo y hemos dejado de experimentarlo, de hacerlo presente en términos de pensamiento y de acción. Como explican los traductores de La fragilidad del mundo, Jordi Massó Castilla y Cristina Rodríguez Marciel, el sentido es sin duda «un concepto clave del pensamiento de Nancy. Para aprehenderlo en toda su complejidad hay que remitir a su opuesto, el ‘significado’, que es lo que suele presentarse como algo ya dado y acabado, completo». Hemosllenado nuestro imaginario de significados (petulantes, pretenciosos y cerrados) y hemos abandonado nuestra capacidad para buscar un sentido (abierto, pluriforme). «Se ha perdido el sentido que es el mundo para, en su lugar, rodearse de incesantes significaciones insatisfatorias, de fines que obligan a dirigir la mirada permanentemente hacia el futuro […]. De ahí que el olvido del mundo sea también un olvido del sentido del presente, del sentido que es el presente», glosan Massó y Rodríguez en el prefacio.

Nancy nos invita a permanecer atentos a cuanto está sucediendo en el presente, es decir, a la creación incesante de sentido, y no tanto a las significaciones (fijas, definidas, definitivas) que queramos dar al mundo. Porque el mundo es lo-que-pasa: en términos cronológicos, sí, pero también en términos factuales. Los hechos pasan porque pasan en el tiempo; y de ese tiempo que pasa debemos hacernos cargo: actuando, en permanente gerundio. Resulta curioso, argumenta Nancy, que en una época repleta de urgencias de todo tipo no tengamos el tiempo necesario para hacernos cargo de ellas. Ir muy deprisa implica perder los detalles más importantes del trayecto.Por si fuera poco, el progreso nos ha adelantado y somos víctimas de nuestra obsesión por antecedernos a lo-que-pasa. Así lo denunciaba el autor francés:

El capitalismo constituye la exposición en términos de valor de la proliferante infinitud de fines y de sentido en la que la técnica nos ha introducido.

Los grandes problemas de nuestro presente se cifran en lo que Nancy denominó la «catástrofe del sentido», es decir, la incapacidad para generar nuevas posibilidades de acción que se hagan cargo del mundo en su acontecer presente. Sólo hay pasado inamovible o futuro utópico: el presente se ha desdibujado hasta convertirnos en sujetos inoperantes. En una palabra: nos hemos olvidado del mundo. El tiempo del presente es el único en el que es posible que se abra el (y nos abramos al) sentido. Así lo expresa Nancy, de manera tan bella como contundente:

Habría que vivir, que pensar el presente, en la inquietud ante lo que viene, pero prestando atención al sentido de lo que sigue pasando en el presente, esos momentos de verdad, de belleza, de amor, aun cuando hayamos dejado de confiar en el porvenir.

Olvido del mundo que, por otro lado, puede equipararse el olvido de la filosofía: sin pensamiento activo que se haga cargo del presente no será posible modificar las dinámicas que nos conducen hacia el inminente desastre social, ecológico y económico. Por eso, Nancy expone la necesidad de centrarnos en el cuidado: del planeta, del mundo, de la humanidad, pero también de nuestro propio cuerpo y del encuentro de este propio cuerpo con el resto de cuerpos, de los seres vivos que pueblan una naturaleza cada vez más desmejorada y envilecida en nombre de la técnica y el progreso. Resulta curioso, argumenta Nancy, que en una época repleta de urgencias de todo tipo no tengamos el tiempo necesario para hacernos cargo de ellas. Y ello pasa por cultivar la propia sensibilidad:

Lo decisivo sería pensar en el presente y pensar el presente. No el fin o los fines que están por venir, no tampoco una dispersión anárquica de los fines, sino el presente en cuanto elemento de lo próximo. […] El presente es el lugar de la proximidad -proximidad con el mundo, con los otros sí-mismos-.

Como culminan el prólogo los traductores de La frágil piel del mundo, se trata de dirigir nuestra estima hacia cuanto nos rodea: «A este mundo en su fragilidad que lo hace, sí, vulnerable, y que por ello apela a nuestra responsabilidad, a la de todos nosotros, para acoger este presente que se presenta como aquello que aún tiene sentido porque es, precisamente, lo que hay que sentir ahora, cuando el tiempo aún no ha venido». En la urgencia del ahora.

Queda, pues, la urgencia de ocuparnos del ahora desde el cuidado por nuestro entorno:

Solamente entenderemos en qué consiste nuestra ceguera frente al apocalipsis —comenta Nancy— cuando consigamos concebirla como un elemento de la situación actual del hombre actual, es decir, como una de las cosas de las que tenemos el derecho, la posibilidad, de hacerlas o de no hacerlas.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/09/11/jean-luc-nancy-el-ser-como-aparicion-entre-y-ante-los-otros-en-la-fragilidad-del-mundo/

Mercedes López Mateo

Mercedes López Mateo: «La filosofía debe ocuparse del dolor del mundo»

¿De qué debe ocuparse la filosofía? Diferentes filósofas y filósofos de distintos países del mundo nos aportan sus reflexiones. Partiendo de esa pregunta, unos plantearán el cometido de esta disciplina, otros nos hablarán de dónde han de estar sus límites, si es que los tiene, o de hasta dónde pueden llegar sus análisis, etc.

Mercedes López Mateo. Filósofa española

Mercedes López Mateo es graduada en Filosofía, Política y Economía por la Alianza 4Universidades (universidades Pompeu Fabra y Autónoma de Barcelona y universidades Autónoma y Carlos III de Madrid). En la actualidad estudia el Máster en Crítica y Argumentación Filosófica de la Universidad Autónoma de Madrid, donde realiza sus investigaciones en torno a la figura de Simone Weil. Ha publicado en revistas especializadas como Bajo Palabra y participado en el Congreso Internacional «Pensar nuestro tiempo: modernidad/postmodernidad», de la Cátedra Internacional de Investigación HERCRITIA.

Antes de preguntarnos por aquello de lo que debe ocuparse la filosofía, su objeto, preguntémonos por el origen de todo: el verbo. ¿En qué consiste ocuparse? La ocupación parecería hablarnos de una faena: un empleo de nuestro tiempo, energía y dedicación para acercarnos a un horizonte. De este modo, la ocupación de la filosofía tendría que ver con una direccionalidad y «progreso» del pensamiento y su civilización.

Sin embargo, existe otra acepción que puede resultarnos mucho más provechosa. Ocuparse también es responsabilizarse, es decir, hacerse cargo. La línea que separa ambos sentidos es delgada y muy sutil, pero, si de nuevo lo visualizamos mentalmente, comprobaremos que de esta manera la filosofía toma un carácter profundamente distinto.

Que la filosofía «se haga cargo» de algo significa que ya no tendríamos la mirada fija en un punto lejano y futuro hacia el cual nos aproximamos. Por el contrario, la filosofía pasaría a cargar a sus espaldas el peso que arrastre hoy —ahora, en nuestro tiempo— la humanidad. Ese peso es un inmenso dolor que, tomando múltiples formas, acaba siempre por ser desatendido: precariedad en un sistema que ataca la vida y nuestra salud mental, racismo, opresiones por expresión de género, falta de sentido…

La ocupación de la filosofía tendría que ver con una direccionalidad y «progreso» del pensamiento. Pero ocuparse también es responsabilizarse, hacerse cargo. La línea que separa ambos sentidos es muy sutil, pero de esta manera la filosofía toma un carácter profundamente distinto

Cada día, el desarraigo que ya denunciaba el siglo pasado Simone Weil toma una mayor presencia. Nos encontramos en un momento histórico en el que la soledad física se ha vuelto una imposibilidad (precariedad, sobrepoblación, espacios inhóspitos por guerras, calentamiento global o desafección política…) y la soledad interior casi una certeza. También Weil fue consciente de que la tarea de la filosofía era y es aligerar el peso de la desgracia propia de nuestra existencia.

No obstante, la liberación de tal carga tiene un precio. A la reflexión pausada de la filosofía no se le pueden otorgar poderes sobrenaturales: el dolor que asfixia a nuestro mundo no va a desaparecer solo porque hoy continuemos escribiendo. La escritura puede llegar a ser muy valiente, pero siempre será escritura. Es más, probablemente no esté en las manos de los filósofos eliminar ese dolor, aunque sí enseñarnos a hacerlo más liviano.

A cambio, nosotros, los visitantes de sus páginas, deberemos valorar con seriedad las hojas de ruta que nos indica e incita la filosofía. Creo que esto comienza por levantar la vista más allá de nuestro individualismo, en ese encuentro con la alteridad, con el otro que también carga su propio dolor.

A la reflexión pausada de la filosofía no se le pueden otorgar poderes sobrenaturales: el dolor que asfixia a nuestro mundo no va a desaparecer solo porque hoy continuemos escribiendo

No sé si el fin último de la filosofía es este, pero, sin duda, quienes nos consagramos a ella debemos hacernos cargo mientras exista. Sea desde la rama que sea —a través de la epistemología, la metafísica o la filosofía política, entre otras—, la filosofía debe ocuparse del dolor del mundo.

Fuente: https://www.filco.es/mercedes-lopez-mateo-filosofia-ocuparse-del-dolor/

Orwell y Camus: arte y compromiso político

En El espacio de la imaginación, Ian McEwan reflexiona sobre cómo conjugar la integridad estética y el compromiso político. Para eso, se centra en George Orwell y Albert Camus, que, con unos perfiles políticos similares, a menudo reflexionaron sobre esta cuestión. ¿Es necesario que los escritores mantengan este férreo compromiso?

Por Cristina Arufe

Así relata George Orwell su primer encuentro con el novelista americano Henry Miller:

«Conocí a Henry Miller a finales de 1936, cuando pasé por París camino de España. Lo que más me intrigó de él fue descubrir que no tenía el menor interés por la guerra de España. Se limitó a decirme con contundencia que ir a España en aquellos momentos era sencillamente una necedad. Podía entender, dijo, que cualquiera fuese por motivos puramente egoístas, por curiosidad incluso, pero que mezclarse en semejantes situaciones por un sentido de la obligación era una solemne estupidez. En todo caso, mis ideas acerca del hecho de combatir contra el fascismo, defender la democracia, etcétera eran una imbecilidad». 

Con este episodio da comienzo El espacio de la imaginación, nuevo título de la colección Nuevos cuadernos de Anagrama. En él, McEwan reflexiona acerca de este tema en relación a George Orwell y Albert Camus.

Toma como base el ensayo En el vientre de la ballena, escrito por Orwell en 1940. En esta obra, dividida en tres partes, analiza la relación entre arte y compromiso político, si esto debía estar ligado en momentos históricos en los que la realidad requiriese de una crítica.

En el año 2021, Ian McEwan fue el encargado de hacer la ponencia del encuentro The Orwell Memorial Lectures, celebrado cada año desde 1989 en Londres, donde reconocidos autores tratan diferentes temas en relación al autor británico. A raíz de esta ponencia, Anagrama recoge esta charla en su último volumen de la colección Nuevos cuadernos.

Volviendo al encuentro entre Orwell y Miller, el contraste entre ambos es más que evidente. George Orwell, con un compromiso férreo con la situación política del momento, se posicionó contra los totalitarismos y el imperialismo, llegando a participar incluso en las filas republicanas durante la guerra civil española. Su compromiso político abarcaba también su arte, e incluía en sus obras críticas y denuncias a aquello que consideraba como injusticias.

En cambio, la crítica social no era un elemento que a Miller le interesase lo más mínimo:«Nuestra civilización estaba destinada a verse barrida y sustituida por algo tan distinto que a duras penas podría parecernos siquiera humano, perspectiva que a él no le quitaba el sueño, dijo; es un punto de vista que se halla implícito en toda su obra». Miller sentía desprecio hacia la política y el activismo.

Se encontraba, por tanto, completamente desvinculado de su labor social como escritor. Orwell creía que sus opiniones eran ingenuas, egoístas e inconscientes. ¿Cómo era posible que una persona con cierta influencia pudiese dar la espalda a todas las injusticias políticas que estaban ocurriendo?

George Orwell, con un compromiso férreo con la situación política del momento, se posicionó contra los totalitarismos y el imperialismo, llegando a participar incluso en las filas republicanas durante la guerra civil española

Crítica social

Como McEwan explica en este interesante ensayo, «estas diferencias entre Miller y Orwell representan el norte y sur, el eje de orientación que afrontan los escritores. Es un eje del cual los escritores pueden avanzar y retroceder según sus necesidades durante su vida profesional».

Teniendo en cuenta que toda la obra de Orwell está envuelta por la crítica social, quizás lo más lógico hubiese sido que este criticase fuertemente a Miller por su pasividad e indiferencia ante eventos históricos de gran magnitud que estaban destruyendo la vida de tantas personas, como la guerra civil española o, más tarde, la Segunda Guerra Mundial.

Lejos de esto, Orwell defiende la libertad de Miller para poder desvincularse por completo del compromiso político. McEwan reflexiona acerca de este posicionamiento por parte de Orwell, que creía que «la libertad y la democracia protegían la libertad del artista; de manera implícita, también la de Miller». La razón que da título al ensayo de Orwell, aparentemente un poco raro, está vinculado a este tema:

«Ahí estás, en un espacio oscuro y acolchado que se adapta exactamente a ti, tras una capa de varios metros de grasa que te protege de la realidad, capaz de mantener una actitud de completa indiferencia, pase lo que pase. Una tormenta que hundiera todos los acorazados del mundo apenas te llegaría como un eco [….] A menos que estés muerto, esta es la etapa suprema de la irresponsabilidad […] Miller está en el vientre de la ballena […], no siente ningún impulso de alterar o controlar el proceso que experimenta».

Esta pasividad se compara con el episodio bíblico de Jonah escondido en la ballena, de ahí el título del ensayo. En la historia de Jonás, el profeta es tragado por la ballena porque se ha negado a ir a Nínive y profetizar el inminente juicio de Dios a la ciudad por sus pecados.

Así que la metáfora de Orwell sobre la ballena, derivada a su vez de un comentario de Henry Miller sobre otro escritor, no se refiere solo a que un escritor se aísle de los acontecimientos políticos del mundo real, sino a que se niegue a pronunciarse sobre esos acontecimientos. Cuando Jonás está en el vientre del animal, lo único que hace es cantar y rezar, en lugar de profetizar. Se resiste a la orden de Dios de ir a Nínive y hacer un anuncio público a la gente de la ciudad.

Años después, en 1957, Albert Camus, otro heterodoxo antitotalitario, se planteó el mismo asunto. Camus tenía mucho en común con Orwell. Ambos reflexionaron a menudo «sobre la relación entre su pensamiento político y su narrativa». Y ambos llegaron a una conclusión similar: la «necesidad de comprometerse sin dejar de ser consciente de la facilidad con la que los fuertes ideales podrían arruinar una obra narrativa».

Tal y como narra Orwell en su ensayo, en la Europa de la posguerra, a principios de la década de 1920, autores como Joyce, Eliot, Pound o Lawrence «no prestan atención a los problemas urgentes del momento; ante todo, nada de política en el sentido estricto del término. Guían nuestra mirada […] hacia todo salvo a los lugares donde realmente están sucediendo las cosas». Todo acontecimiento político-social que ocurriese en aquella década no estaba plasmado en la literatura de esos autores.

Fuente: https://www.filco.es/orwell-y-camus-arte-y-compromiso-politico/

Wittgenstein y la inteligencia artificial

La aportación de Wittgenstein podría simplificar la implantación de una inteligencia artificial más integrada con la filosofía. Las ideas de Wittgenstein propician un acercamiento entre filosofía y tecnología, aunque parece que sus pensamientos se alejarían de una propuesta que optara a una posible evaluación ética.

Por Xavier Alcober Fanjul

Con la emergencia de la industria 5.0 aparecen nuevos y exigentes retos para una sociedad con una base tecnológica cada vez más pronunciada. La industria 4.0 se ha ido consolidando gracias a la aportación de distintas tecnologías clave, pero la versión 5.0 pretende asegurar que esos avances tecnológicos se enfocarán más hacia las personas, la sostenibilidad y la resilencia.

Con el desarrollo intensivo de tecnología y los flujos masivos de datos surgen cuestiones relacionadas con la filosofía que inquietan sensiblemente a la sociedad. Cómo asegurar que la tecnología se utiliza de forma ética, cuáles son las líneas rojas de la AI (siglas del inglés: Artificial Intelligence) o cómo garantizar que estamos en un camino 5.0 adecuado son algunas de las cuestiones.

Hay varias iniciativas para intentar dilucidar estos aspectos, como aplicar criterios éticos definidos a la hora de diseñar los equipos o hacer un seguimiento detallado durante todo su ciclo de vida. No obstante, una posibilidad adicional consiste en utilizar la propia AI para preevaluar automáticamente las consecuencias de un proceso o de posibles decisiones. Por supuesto, siempre controlando y limitando su impacto en un espacio seguro.

Para conseguir este ambicioso objetivo de evaluación sobre un flujo masivo de datos será necesario solventar varios aspectos fundamentales: estructurar un modelo de AI funcional y consecuente, escoger un marco de filosofía suficientemente adecuado para monitorizarlo (directa o indirectamente) e implementar con tecnología apropiada esta ambiciosa aplicación.

Si nos centramos en la filosofía, una opción atractiva para esta propuesta es la promovida por Ludwig Wittgenstein. A su favor, que las ideas de Wittgenstein propician un acercamiento entre filosofía y tecnología, además de proporcionar objetividad en el análisis. En su contra está que, a primera vista, parece que sus pensamientos se alejarían de una propuesta AI que optara a una posible evaluación ética. Veamos cómo podría conducirse esta delicada cuestión, que parece albergar contradicciones.

Cómo asegurar que la tecnología se utiliza de forma ética o cuáles son las líneas rojas de la inteligencia artifical son algunas cuestiones relacionadas con la filosofía

¿Por qué Wittgenstein?

Wittgenstein solo publicó en vida un libro con menos de cien páginas (publicado en 1921), titulado Tractatus Lógico Philosophicus. No obstante, su obra se completa con Investigaciones filosóficas, un compendio de reflexiones que vio la luz después de su muerte (1951).

Wittgenstein nació en Viena (1889) y fue el último de ocho hermanos de una familia adinerada (aunque él renunció a su herencia). Estudió ingeniería aeronáutica en Manchester, pero su pasión por la filosofía lo llevó a Cambridge para estudiar esta especialidad. Fue discípulo de Bertrand Russell, que rápidamente se percató del gran potencial que tenía su alumno y lo convirtió en su protegido. Pero Wittgenstein era un perfeccionista radical y eso le impedía llegar a escribir las ideas que iba elaborando. Al final, el propio Russell llegó a tomar notas de los debates que mantenían.

El filósofo decidió regresar de nuevo a Austria, para trabajar como profesor en una escuela rural de primaria, pensando que ya no tenía más que decir sobre filosofía y cansado del ambiente universitario. Posteriormente, estalló la Primera Guerra Mundial y se alistó en el ejército austrohúngaro. Una vez terminada la contienda, siguió alejado de la universidad, pero su obra ya se había publicado.

Con el paso del tiempo, sus colegas británicos lo reclamaron y finalmente decidió regresar a Cambridge (1929). Para entonces, el Tractatus ya se había difundido ampliamente y Wittgenstein era toda una celebridad. El Tractatus marca su primera etapa de pensamiento, un texto ambicioso que se da a múltiples interpretaciones. A su llegada a Inglaterra, acude a recibirlo nada menos que John Maynard Keynes, que llega a comentarle a un amigo: «¡Dios ha llegado!». Es entonces cuando se inicia la segunda etapa de sus pensamientos.

Aunque la filosofía analítica ya había sido anticipada por Gottlob Frege y Bertrand Russell, entre otros, es Wittgenstein quien le da un gran impulso. Precisamente, es uno de los periodos en que filosofía y tecnología registran uno de sus máximos acercamientos.

La atractiva propuesta de Wittgenstein

Intentar sintetizar en pocas líneas el pensamiento de Wittgenstein es tarea compleja. No obstante, en el resumen que sigue, un técnico de software o un diseñador de procesos encontrará familiaridad con los diversos puntos que se apostillan (siempre guardando las distancias). De hecho, Alan Turing, uno de los precursores de la informática e inventor de la máquina Enigma, acudió a las clases impartidas por Wittgenstein en Cambridge.

La filosofía analítica es básicamente una filosofía del lenguaje. Se cuestiona el significado del propio lenguaje, como por ejemplo «mesa», antes de lo que es la cosa en sí. Para Wittgenstein, el lenguaje es como si pintara gráficos que crean imágenes objetivas en la conciencia. Concluye que lo único que puede analizarse es el lenguaje.

El lenguaje es una colección de «proposiciones» y cada proposición puede ser verdadera o falsa. Una proposición verdadera expresa un hecho real (por ejemplo, «el gato se estira en el suelo»); existe igual número de hechos reales que de proposiciones verdaderas (teoría figurativa o de las imágenes). Como las proposiciones copian al mundo real, si se analizan todas las proposiciones, se puede analizar el mundo completo. Wittgenstein piensa que el mundo real es la totalidad de los hechos que acontecen.

Para Wittgenstein, una frase no verificable resulta siempre imprecisa respecto a la correspondencia con sus hechos; independientemente de que su contenido sea verdad o no, la frase será imprecisa, como consecuencia de haber hecho un uso incorrecto del lenguaje. Por ejemplo, proposiciones no verificables, como «Dios ha muerto» o «la virtud es conocimiento», no tienen sentido y representan un uso incorrecto del lenguaje.

Afirma que las respuestas que ofrece la filosofía tradicional a cuestiones como ¿puede el ser humano llegar a alcanzar la verdad? o ¿Dios existe? persiguen verbalizar algo que no se puede expresar con el lenguaje y, por lo tanto, no tienen respuesta (o no se pueden demostrar).

En definitiva, para Wittgenstein, esta filosofía constituye un saber inútil por el uso equivocado de las palabras. Piensa que el verdadero papel de la filosofía consiste en determinar los límites de lo que puede decirse y de lo que puede ser representado por el lenguaje. Además, afirma radicalmente que «hemos de guardar silencio respecto a lo que no se puede expresar con el lenguaje».

Existe igual número de hechos reales que de proposiciones verdaderas. Las proposiciones copian al mundo real, así que si se analizan todas las proposiciones, se puede analizar el mundo completo. Wittgenstein piensa que el mundo real es la totalidad de los hechos que acontecen

La estricta frontera del lenguaje

En su segunda etapa de pensamiento, Wittgenstein introduce cambios significativos y hace autocrítica. El estudio filosófico del lenguaje vira hacia una perspectiva más pragmática. Se da cuenta de que el lenguaje científico y académico utilizado en Cambridge no es óptimo, pues, directa o indirectamente, deriva del lenguaje cotidiano. Por lo tanto, el lenguaje ordinario que utilizamos diariamente en nuestra conversación es el verdadero lenguaje original.

Adoptar el lenguaje cotidiano supone abandonar la correspondencia unitaria de proposición y hecho. Ahora hay más posibilidades, ya que el significado de las palabras y el sentido de las proposiciones estará en función del uso del lenguaje, su contexto y las características intrínsecas de cada comunidad que lo habla. A esta particularidad la denomina «juego de lenguaje». Con esta aportación, una proposición puede ser absurda si se utiliza fuera de su juego de lenguaje como, por ejemplo, «hace mal tiempo».

Con la filosofía tradicional, Wittgenstein piensa que se establece un «juego de lenguaje enredado», cuyas reglas no están determinadas, ya que es la propia filosofía que pretende establecer esas reglas (y así se alimenta un círculo vicioso).

Para él solo el lenguaje es capaz de crear una imagen objetiva en la conciencia y lo único que puede analizarse es el significado de sus palabras (a eso lo denomina «giro lingüístico»). Solo así se puede llegar a una filosofía objetiva. Wittgenstein vivió la Segunda Guerra mundial en Gran Bretaña y compaginó la docencia universitaria con otros trabajos no relacionados con esta actividad. Murió en Cambridge en 1951.

En síntesis, Wittgenstein intenta desarrollar las herramientas necesarias para conseguir una filosofía objetiva y científica, estableciendo límites a lo que puede decirse y a lo que no. Afirma rotundamente que «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Su influencia es enorme en la filosofía, especialmente en la anglosajona.

Wittgenstein piensa que el verdadero papel de la filosofía consiste en determinar los límites de lo que puede decirse y de lo que puede ser representado por el lenguaje. Y afirma radicalmente que «hemos de guardar silencio respecto a lo que no se puede expresar con el lenguaje»

Filosofía y tecnología bajo la mirada de Wittgenstein

Hay voces críticas en foros filosóficos que se inclinan por pensar que Wittgenstein no estaría a favor de la inteligencia artificial. No parece que fueran de su agrado los primitivos modelos computacionales de la época o la popular prueba de Turing, un test para saber si un evaluador externo sería capaz de distinguir entre una máquina o un humano, bajo determinadas condiciones.

Pero independientemente de los argumentos que puedan ofrecerse en este sentido, la filosofía de Wittgenstein puede ser muy útil como base para implementar una aplicación de la AI orientada a la preevaluación ética. Conceptos referentes a la ética pueden quedar fuera de la frontera del lenguaje trazada por Wittgenstein, pero la ventaja de utilizar su filosofía para un modelo AI es que proporciona una metodología y estructura muy atractiva a la hora de diseñarlo y ejecutarlo.

De hecho, si Wittgenstein está en lo cierto, quizá es un emparejamiento casi perfecto para ambas disciplinas (filosofía y AI). Tecnologías como NLP (Natural Language Processing), ML (Machine Learning) o DL (Deep Learning) parecen idóneas para implementar esta funcionalidad. Además, los adelantos en gestión y orquestación de datos (organización de formatos diversos de datos) para ser procesados con AI avanzan rápidamente y contribuyen a una alimentación más consistente de los algoritmos. Incluso sería posible detectar proposiciones Wittgenstein poco visibles y poder aflorarlas, ampliando las posibilidades del sistema.

Pero antes de ofrecer una propuesta de cómo podría ser una estructura de AI basada en Wittgenstein, sinteticemos algunos conceptos enunciados anteriormente: ML es una tecnología que forma parte de la AI y permite que el sistema aprenda de forma automática, sin ser explícitamente programado. Este aprendizaje puede ser supervisado o no.

DL es una extensión o subconjunto de ML que utiliza redes neuronales, intentando emular a las de un cerebro humano, aunque guardando las distancias. Estos sistemas se entrenan con millones de datos, básicamente compuestos por ejemplos de textos, imágenes o sonidos. Consiguen identificar patrones o formas determinadas de datos a gran escala (Big Data). El aprendizaje puede ser supervisado o no.

NLP también forma parte de AI y en muchos casos puede considerarse como una aplicación de ML y DL. Actualmente ya hay aplicaciones de AI que podrían inspirarse en Wittgenstein. Un ejemplo podría ser el popular Google Translator, basado en NLP.

Dos espacios separados

Utilizar directamente la AI para la evaluación ética de una sentencia o imagen es una tarea compleja. Pero hacer un ejercicio teórico para dar con un esquema potencial de funcionamiento parece una idea atractiva.

Una propuesta consiste en dividir el sistema en dos partes: uno se correspondería con un espacio Wittgenstein (WS) en el que se aplicaría estrictamente un criterio de la filosofía del lenguaje; el otro sería un espacio no Wittgenstein (NWS) en el que se procesarían las propuestas no verificables en WS. Tanto en un espacio como en el otro, podrían utilizarse predominantemente técnicas NLP/ML/ DL.

En el espacio WS, el lenguaje es esencial, aunque la captura de datos podría provenir tanto de texto, como audio o imágenes, con la posibilidad de utilizar un sistema multimodal. Al final, siempre se expresarían en una sentencia que utilizaría texto. Sería como una plataforma de simulación en que se obtendría un resultado en que la propuesta verdadera o falsa y si es verificable o no.

En el caso de que se obtuviera una respuesta no verificable, el proceso continuaría hacia un entorno NWS, un espacio que podría estar más asociado con la metafísica. En este espacio NWS también se aplicarían técnicas de AI; podrían proporcionar un resultado basado en una valoración de si la frase es más o menos ética, en una escala numérica, por ejemplo.

Así pues, en el espacio WS el criterio de evaluación queda relativamente bien definido. Para el espacio NWS, se podría apostar por un diseño técnico inicial con criterio agnóstico, para después implementarlo con base a una filosofía híbrida definida y específica (Kant, Hegel, etc.).

Es obvio que en este punto hay una diversidad de propuestas de criterio en función de muchas variables y particularidades culturales, pero esto es así, independientemente de que se utilice una máquina o no. En definitiva, el espacio Wittgenstein actúa como un filtro de las proposiciones, reduciendo la complejidad del sistema.

La inteligencia de una máquina no se parece a la de un humano, pero puede llegar a complementarla, siempre con las debidas precauciones

Proyección de cara al futuro

Una propuesta de este tipo se enfrenta con dificultades técnicas que tendrían que superarse. Una de ellas es la velocidad de ejecución de este proceso automático de evaluación, que para muchas aplicaciones puede llegar a ser crítico.

En este aspecto, hay que remarcar los avances, tanto en tecnología de hardware como software, aunque lo que puede llegar a proporcionar un empuje definitivo será la futura implantación de ordenadores cuánticos en la nube. Es entonces cuando habrá una ejecución en tiempo real de la evaluación compleja de un flujo intenso de proposiciones.

Otra dificultad es llegar a conseguir una fiabilidad suficiente de la AI para ejecutar estas tareas. Aunque los sistemas van mejorando sensiblemente, en determinadas aplicaciones o situaciones proporcionan resultados erróneos, poco consistentes o con un sesgo indeseable, entre otras deficiencias.

Un aspecto que preocupa de la AI es su explicabilidad, es decir, disponer de la trazabilidad de los pasos que se suceden en el algoritmo hasta proporcionar un resultado. Esto es importante para conseguir que un humano pueda interpretar el proceso, si fuera necesario, disminuyendo el efecto de «caja negra».

La explicabilidad es imprescindible para cumplir con determinados estándares normativos o para permitir que los afectados por una decisión de la máquina puedan impugnarla. Si se aplica la elegante y estricta filosofía analítica de Wittgenstein a la AI, se tenderá a favorecer esa explicabilidad.

En cualquier caso, una aplicación interesante de la AI basada en Wittgenstein es que pueda proporcionar una preevaluación de un resultado para saber si cumple con determinadas exigencias éticas o estéticas. Dicho de otra forma, podría ser la base para conseguir un diseño que integrara parte de la ética en el propio software o dispositivo.

Aunque, según Wittgenstein, la ética queda fuera de los límites del lenguaje, su filosofía es como un filtro elegante y clarificador que podría contribuir a implantar modelos de AI que intenten dar respuesta a estas cuestiones, mejorando la estructura y reduciendo la complejidad del sistema.

No obstante, otorgar a una máquina ese privilegio entraña riesgos, pero una funcionalidad limitada en un entorno controlado (sandbox) facilitaría enormemente la posevaluación humana para un cauce potencial masivo de acciones determinadas. Obviamente, para aspectos sensibles y de impacto la supervisión humana es imprescindible.

Probablemente, el modelo de AI propuesto queda aún lejos de poderse materializar, pero abre un planteamiento atractivo por el que poder avanzar. En cualquier caso, la inteligencia de una máquina no se parece a la de un humano, pero puede llegar a complementarla, siempre con las debidas precauciones.

Sobre el autor

Xavier Alcober Fanjul nació en Barcelona, es ingeniero y consultor. Tiene experiencia en docencia técnica e implantación de aplicaciones de automatización industrial. Ha publicado múltiples artículos en medios técnicos y también ha participado en distintos foros de tecnología. Además, es un apasionado de la filosofía.

Fuente: https://www.filco.es/filosofia-y-tecnologia-wittgenstein/

Max Stirner

Max Stirner, en busca de la total libertad: «Tienes el derecho de ser lo que tú tienes poder de ser»

Juan Ignacio Espel

Todas las verdades por debajo de mí son bienvenidas; de verdades por encima de mí, de verdades a las que yo debería doblegarme, no sé nada. No hay verdad por encima de mí, porque por encima de mí no hay nada.

Johann Kaspar Schmidt, más conocido como Max Stirner, nació en Bayreuth, Baviera, el 25 de octubre de 1806. A los doce años, huérfano de padre, regresó de la ciudad de Kulm (donde vivía desde la infancia) a su ciudad natal, donde asistió a la escuela local. Terminados los estudios secundarios cursó Filología, Filosofía y Teología en la Universidad de Berlín (junto a figuras como Hegel, Marheineke y Schleiermacher), continuando su instrucción en Erlangen y Königsberg. En 1829 interrumpió sus estudios y viajó por Alemania, hasta volver temporalmente a Kulm en 1830 para ocuparse de los problemas de salud mental de su madre. Dos años después regresó con ella a Berlín , donde culminó sus estudios en 1834.

A finales de la década del treinta se unió a un grupo de jóvenes hegelianos, Die Freien (Los Libres), una suerte de tertulia literaria y filosófica donde trabó amistad con Friedrich Engels, Bruno Bauer y Karl Marx, y donde muy probablemente conoció la obra de Ludwig Feuerbach, fundador del ateísmo antropológico. En 1841 empezó a escribir textos breves para el periódico Die Eisenbahn y entra en contacto con editores de la época, adoptando el pseudónimo literario de Max Stirner, al parecer en alusión a su amplia frente (en alemán, Stirn).

En 1842 publicó Das unwahre Prinzip unserer Erziehung (El falso principio de nuestra educación), donde ya identificamos la crítica corrosiva y letal que caracterizaría su estilo. Su blanco en este caso, como es de esperar, es la educación. Stirner afirma que el conocimiento o, mejor dicho, la forma de estructurarlo, no puede ni debe ser dada como una merced:

Sin nuestra ayuda, el tiempo no sacará a la luz la palabra adecuada; todos debemos trabajar juntos en ello. Sin embargo, si tanto depende de nosotros, es razonable que nos preguntemos qué han hecho de nosotros y qué se proponen hacer con nosotros; preguntarnos cuál es la educación por la cual pretenden hacernos creadores de la palabra correcta. ¿Cultivan concienzudamente nuestra predisposición a convertirnos en creadores o sólo nos tratan como criaturas cuya naturaleza simplemente permite el adiestramiento? […] Por eso nos preocupa especialmente lo que hacen de nosotros en el tiempo de nuestra plasticidad; la cuestión de la escuela es una cuestión vital.

Y denuncia el célebre principio de autoridad:

Además de cualquier otra base que pueda justificar algún tipo de superioridad, la educación, en tanto poder, elevaba al que la poseía sobre el débil, que carecía de ella, y el hombre instruido contaba en su círculo, grande o chico, como el fuerte, el poderoso, el potentado: pues él era una autoridad.

El germen de toda la obra stirneriana está presente en este texto, como cuando afirma:

La verdad no consiste sino en la revelación que el hombre hace de sí mismo, y a ella pertenece el descubrimiento de sí mismo, la liberación de todo aquello que le es ajeno, la máxima de las abstracciones o liberación de toda autoridad, la naturalidad reconquistada. Ciertamente a los hombres no se les provee nada en la escuela; si están allí, están allí a pesar de la escuela.

Para Stirner, dentro del ámbito pedagógico no existe la libertad: lo que se espera del estudiante promedio es la sumisión: «Nuestro buen trasfondo de obstinación queda fuertemente suprimido y con él la conciencia del libre albedrío. El resultado de la escuela es entonces el filisteísmo», concluye el autor. La única salida es la conquista de la libertad a través de la irreverencia: si se les enseña la idea de ser libres, entonces buscarán liberarse; por el contrario, si sólo se los «educa», se limitarán a acomodarse a las circunstancias de la forma más «educada», degenerando en seres débiles y serviles.     

En 1844, Stirner publicó su magnum opus: Der Einzige und sein Eigentum (El Único y su Propiedad), que le aseguraría un lugar en los anales de la filosofía alemana. Hasta aquel momento, los jóvenes hegelianos estaban poseídos por una suerte de fiebre «feuerbachiana»; sin embargo, el libro del bávaro sería el primer clavo en el ataúd de esa corriente. Por supuesto, la aparición de una obra semejante no estuvo exenta de críticas. El propio Engels, que no le ahorraría observaciones a la obra de Stirner, reconocía en una carta a Marx que del grupo de Die Freien era el que «poseía visiblemente más talento, autonomía y coraje».

Dibujo de Engels en el que retrata a su colega Max Stirner en una de las reuniones del grupo «Die Freien»

Stirner abre su obra capital con la siguiente afirmación: «He basado mi causa en nada»; cita a Feuerbach cuando sostuvo que «el hombre es para el hombre el ser supremo» y a Bauer anunciando que «el hombre acaba de descubrirse». Desea romper con las corrientes que buscaban sus fundamentos en abstracciones perennes e impersonales: el Hombre, el Estado, el Liberalismo, la Naturaleza, la Razón, el Espíritu, Dios. Porque, a fin de cuentas, todas esas ideas «¿quieren otra cosa que entusiasmarnos y que las sirvamos?». 

El ser enigmático e incomprensible que encanta y conturba al universo [escribía Stirner] es el fantasma misterioso que llamamos Ser Supremo. Penetrar ese fantasma, comprenderlo, descubrir la realidad que existe en él (probar la existencia de Dios) es la tarea a la que los hombres se han dedicado durante siglos. Se han torturado en la empresa imposible y atroz… de convertir el fantasma en un no-fantasma, lo no-real en real, el Espíritu en una persona corporal. Tras el mundo existente buscaron la cosa en sí, el ser, la esencia. Tras las cosas buscaron fantasmagorías.

Esto constituyó, a su juicio, un error.

Lo divino es asunto de Dios; lo humano, del hombre. Mi preocupación no es ni lo divino ni lo humano, no lo verdadero, lo justo, lo bueno, lo libre, etc., sino únicamente lo mío, y no en términos generales, sino único, como yo soy único. ¡Nada me pertenece tanto como yo mismo!

El eje, el enfoque necesario, debe ser el Yo. Un yo absoluto, pero no a la manera de Fichte, que se disuelve en la nada a fuerza de querer abarcarlo todo desde la consciencia absoluta, fuente y origen de toda realidad. El yo stirneriano es plenamente terrenal, definido, y sobre todo, individual. «Los nombres no lo nombran» es el Único, es el Ónfalo secreto de la creación. 

Fiel a su estilo, Stirner arremete contra la educación:

Los jóvenes son mayores de edad cuando gorjean como los viejos; se les lleva a la escuela a aprender la vieja canción y, cuando la saben de memoria, se les declara mayores de edad.

Más adelante discurre sobre lo que él llama «ideas obsesivas» y califica de locos patológicos a sus semejantes:

¡Tu cerebro está desquiciado! ¡Tienes alucinaciones! Te imaginas grandes cosas y te forjas todo un mundo de divinidades que existe para ti, un reino de Espíritus al que estás destinado, un Ideal al que sirves. ¡Tienes ideas obsesivas! No crean que bromeo o que hablo metafóricamente cuando declaro radicalmente locos, locos de atar, a todos los atormentados por lo infinito y lo sobrehumano… ¿A qué se llama, en efecto, una idea obsesiva? A una idea a la que está sometido el hombre… ¿Qué son la verdad religiosa de la que no puede dudarse, la majestad (la del pueblo, por ejemplo), que no puede sacudirse sin lesa majestad, la virtud, a la que el censor de la moralidad no tolera el menor ataque? ¿No son otras tantas ideas obsesivas?

Desde que tenemos razón de ser, somos bombardeados con ideas e imágenes extrañas, entre ellas y en primera línea, la religión y el Estado. Es interesante lo que el filósofo observa sobre la libertad. ¿A quién pertenece realmente la libertad? Es absorbida, por supuesto, por aquellas «ideas obsesivas».

La libertad política significa: que la polis, el Estado, es libre; la libertad religiosa: que la religión es libre, así como la libertad de conciencia indica que la conciencia es libre; por lo tanto, no implica que esté libre del Estado, de la religión, de la conciencia, o que esté libre de ellos. No implica mi libertad, sino la libertad de un poder que me gobierna y me subyuga; implica que uno de mis opresores, Estado, religión, conciencia, es libre.

Y esto no representa sino el pináculo de esa locura que devora a la humanidad, porque ¿de dónde emana esa soberanía? ¿Dónde está el origen del poder que revisten las abstracciones que nos gobiernan? En cada uno de nosotros. Al inventar la libertad, también inventamos al opresor. En otras palabras: por inclinación natural, o como resultado de alguna curiosa reflexión, el individuo juzgó que sólo un ente «superior» podía concederle una gracia semejante. Para eso, inventó el Estado, por ejemplo. Entonces sí, utilizándolo como herramienta, a través de él, podía concederse libre albedrío, al menos en la esfera política. Necesitaba, en resumidas cuentas, una autoridad competente, más fuerte y poderosa que él, que lo liberara magnánimamente. Sin embargo, esa fuerza dinámica puede volverse en su contra: «La conducta del Estado es violenta, y a esa violencia la llama ‘ley’; a la del individuo, ‘crimen’». Lo mismo ocurre con la religión y la conciencia, que implican un grado de libertad aún más importante: la libertad ontológica. Lo mismo con la ciencia y la idea del «progreso». Stirner se pregunta: ¿por qué necesitamos esas abstracciones, esas «ideas obsesivas»? La solución debe ser otra, más justa y natural: sólo nosotros podemos y debemos concedernos la libertad, en cualquiera de sus formas. En nosotros está el derecho, respaldado por la fuerza y el poder que poseamos.    

El pensador prioriza la relación al producto de esa relación (por ejemplo, la sociedad). Es preciso estructurar la colectividad de manera dinámica, desplegar sus formas sin establecerlas de manera fija, sin instituir:

La actual lucha universal se dirige contra lo «establecido». Pero esto se suele interpretar mal, como si sólo se debiera cambiar lo ahora establecido con algo establecido que fuese mejor. En realidad se debería declarar la guerra a lo duradero, esto es, al Estado (status), no a un Estado determinado, ni tampoco por ejemplo a la forma actual del Estado; no se aspira a otro Estado (por ejemplo el Estado popular), sino a su unión, a la unificación, esa unificación en continuo flujo de lo existente.

A diferencia de la sociedad, lo que Stirner define como «unión» o «asociación» evita, por su naturaleza cambiante y dinámica, quedar cristalizada. Es decir, convertirse en sociedad.

«Todo lo sagrado es un lazo, una cadena». Es este velo con que recubrimos conceptos y abstracciones heredados el que Stirner exige rasgar de par en par: hunde en él su filosofía como el asesino su cuchillo. En una carta a Moses Hess aclaraba:

No estoy en absoluto contra el socialismo, sino contra el socialismo consagrado; mi egoísmo no se opone al amor ni es enemigo del sacrificio, ni de la abnegación y menos que nada del socialismo, en fin, no es enemigo de los verdaderos intereses, se rebela no contra el amor, sino contra el amor sagrado, no contra el pensamiento, sino contra el pensamiento sagrado, no contra los socialistas, sino contra el socialismo sagrado.

Esta tarea de «derribar ídolos» sería retomada casi medio siglo más tarde por otro pensador de gran calibre: Friedrich Nietzsche (1844-1900). El fin de la trascendencia permitiría a lo inmanente (al Único) liberarse de todos los valores «inmutables» que lo someten; entonces obtendrá el derecho de sacrificar a su vez el mundo para su propio deleite.

La historia antigua se cierra virtualmente el día en que yo consigo hacer del mundo mi propiedad […]. El mundo deja de aplastarme con su poder, no es ya inaccesible, sagrado, divino; los dioses han muerto y yo trato al mundo tan a mi antojo, que de mí solo dependería hacer milagros… Todas las cosas son posibles para el que cree. Yo soy el señor del mundo, el señorío está en mí. El mundo se ha hecho prosaico, porque lo divino desapareció de él: es mi propiedad y yo la utilizo como me place… ¡La primera propiedad, el primer trono, está conquistado!

Lo sagrado, según Stirner, no es un objeto (sagrado), sino que está contenido en la relación de dependencia entre sujeto y objeto. La tesis antropológica de Feuerbach deja intacta esa dinámica: el sujeto (Yo) continúa sometido al objeto (Hombre) que le da confianza y fuerza; es decir, que llena el vacío existencial en el que quedaría sin un objeto universal (antes Dios; ahora, el Hombre). Stirner revela la consecuencia tanto de la muerte de Dios como de la del Hombre, ambos resultado de la falsa concepción del yo: el Hombre no debe volverse el sucesor de Dios porque este cambio dejaría intacto el predicado, o sea, la esencia de lo divino, de lo sagrado. La «esencia suprema» que Feuerbach traslada del cielo a la tierra no deja de ser eso, una esencia, y no la realidad concreta. La esencia, que el alemán también llama Espíritu, no es el yo. El Espíritu es ilusión, corresponde al mundo de las ideas, de lo sacro, y que eso devenga algo humano, incluso lo humano en sí, no cambia nada. Afirmar lo esencial es rechazar el yo palpable. Encontramos aquí el germen de aquella «inversión» del platonismo que Nietzsche iba a tejer con gran esmero décadas más tarde. Es el comienzo del retorno al cuerpo y a la sangre.

Del derrumbamiento de lo sagrado a la desautorización total de cualquier tipo de autoridad religiosa no hay más que un paso, y Stirner lo explicita:

La costumbre de pensar religiosamente nos ha falseado tanto el espíritu, que nos espantamos ante nosotros mismos en nuestra desnudez, nuestra naturalidad. Hasta tal punto nos ha degradado la religión, que nos imaginamos manchados por el pecado original […]. Siglos de cultura oscurecieron lo que son, les hicieron creer que no son egoístas, sino idealistas, buenas personas. ¡Sacúdanse eso de encima! No busquen la libertad en la ‘negación de sí mismo’, sean egoístas, que cada uno se convierta en un Yo Omnipotente. No reconozcan más de lo que realmente son y abandonen sus esfuerzos hipócritas, su manía insensata de ser otra cosa de lo que son… Si la religión proclama que todos somos pecadores, yo digo lo contrario: ¡todos somos perfectos! Porque, en cada momento, somos todo lo que podemos ser, y nunca necesitaremos ser más.

¿Qué quiere decir Stirner cuando habla de «egoísmo»? No es la típica inclinación patológica que repliega al individuo sobre sí mismo en detrimento del resto. El filósofo nos da el ejemplo de un individuo que sacrifica todo con tal de acumular bienes materiales. Este avaro personaje es claramente egoísta, pero Stirner descalifica esta actitud estrecha y obtusa. Porque este tipo de egoísta es igualmente esclavo: su «idea obsesiva» lo encadena, y ese sometimiento es incompatible con el egoísmo propuesto por él. 

Lo que Stirner entiende por egoísmo es la capacidad constante de auto-control, de autonomía existencial y de expansión del propio poderío. La meta del Único es liberarse de cualquier tipo de coerción, ya sea interna o externa, voluntaria o forzada; sólo puede y debe imperar su propio juicio. El Único es singular e irrepetible, la medida justa, libre de ideales y de abstracciones. Funda su causa sobre sí mismo, lo que no le impide amar a los demás hombres: simplemente no lo hace por obligación, sino porque quiere. «El Universo soy yo», debe proclamar orgullosamente. En pocas palabras, Stirner no sólo rechaza de plano someterse a una voluntad ajena, también recomienda cultivar el desinterés por las ideas y deseos propios. O somos absolutamente libres, o no lo somos en absoluto. También nosotros podemos ser una cárcel y un rincón. 

Para el filósofo, propiedad no es posesión; es ejercicio del propio poder. El ejercicio de ese poder vuelve al Único propietario.

Mi propiedad, sin embargo, no es ninguna cosa, pues ésta tiene una existencia independiente de la mía; ‘mío propio’ sólo es mi poder. Este árbol no es mío, sino mi poder o disposición sobre él […]. ¿Qué es mi propiedad? ¡Nada más que lo que está en mi poder! ¿A qué propiedad estoy autorizado? A toda a la que yo me autorizo. Yo me otorgo el derecho de propiedad al tomar posesión de mi propiedad, o al darme el poder del propietario, los plenos poderes, la autorización.     

¿Abre la puerta a una revolución socio-cultural? Todo lo contrario. Incluso, y especialmente, la revolución repugna al alemán. El axioma es simple: para ser revolucionario, hay que creer en algo. El revolucionario es, por necesidad, un idealista. «La Revolución [francesa] ha desembocado en una reacción y eso prueba lo que era en realidad la Revolución». El sometimiento al Hombre no es mejor que el sometimiento a Dios. «Toda revolución es una restauración», denuncia Stirner. Todo «cambio», un simple re-acomodamiento. Para él sólo hay una libertad, «mi poder», y una verdad, «el espléndido egoísmo de las estrellas».

«El chamán y el filósofo luchan contra los aparecidos, los demonios, los espíritus, los dioses». Max Stirner es un despiadado cazador de abstracciones, acérrimo opositor del platonismo, enemigo declarado de la Verdad:

La verdad es una cosa muerta, es una letra, una palabra, un material que yo puedo emplear. Toda verdad para sí es un cadáver; si vive, sólo es como vive mi pulmón, es decir, según la medida de mi propia vitalidad. Las verdades son como el grano bueno y la cizaña: ¿son buen grano, son cizaña? Sólo Yo puedo decirlo.

El inclemente Único desprecia todo esencialismo, escupe sobre cualquier realidad que no sea él mismo, destruye lo que se interpone entre él y su propiedad. La cima del pensamiento de Stirner es la glorificación indiscutida del Yo: niega cuanto niega al individuo, alaba lo que lo exalta y le sirve.

Lo divino es la causa de Dios; lo humano, la causa del hombre. Mi causa no es divina ni humana, no es ni lo Verdadero, ni lo Bueno, ni lo Justo, ni lo Libre, es lo mío, no es general, sino única, como Yo soy Único.

¿Qué es el bien? «Aquello que puedo utilizar». ¿A qué estoy legítimamente autorizado? «A todo aquello de que soy capaz… Tienes el derecho de ser lo que tú tienes poder de ser. Sólo de mí deriva todo derecho y toda justicia: tengo el derecho de hacerlo todo, en tanto que tengo el poder para ello».

¿Qué implica el nihilismo stirneriano? El constante esfuerzo de destruir la tiranía del objeto-obra en sus dos niveles: el de la realidad exterior e interior; el mundo que el individuo lleva dentro, en el cual la ontología se desdibuja y por lo tanto se vuelve más peligrosa. Donde la voluntad del Único intenta distinguir lo que le fue impuesto arbitrariamente pero que, sin embargo, considera inamovible: la moral. Leemos en El Único y su Propiedad:

¿Qué hacer? Nada más que no reconocer deberes, es decir, no atarme ni dejarme atar. Si no tengo deber, no conozco tampoco ley […]. Nadie puede encadenar mi voluntad, y yo siempre seré libre de rebelarme […]. Quien quiere quebrar tu voluntad es tu enemigo, tratalo como tal […]. El derecho absoluto arrastra en su caída a los derechos mismos, y con ellos se derrumba la soberanía del concepto del derecho… ¿Legítimo o ilegítimo, justo o injusto, qué me importa? Lo que me permite mi poder, nadie más tiene necesidad de permitírmelo; él me da la única autorización que me hace falta.

Treinta y cinco años después, por boca de Iván Karamázov, Dostoyevski anunciaba: «Si Dios no existe, todo está permitido». Y sin embargo, el nihilismo de Stirner no puede ni debe ser reducido a la simple apología del delito, sino entendido como un sutil: «Si Dios no existe, algún otro pondrá los límites».

Sólo hubo un culto a lo largo de la historia: el de la eternidad; y fue la mayor de las mentiras. Pero a diferencia de Nietzsche, que se desespera frente al derrumbamiento ontológico que implica la muerte de Dios, Stirner ríe satisfecho en su callejón sin salida. Sólo es verdadero el Único, enemigo de lo eterno, y de todo lo que no ceda a sus ansias de dominio.

Nada excepto un yo alzado contra todas las abstracciones, en guardia contra todas las «fantasmagorías», será capaz de conjurar el apocalipsis donde y cuando sea necesario. Sólo en medio de la devastación absoluta es que el Único encontrará su íntima redención. Junto al crimen, desaparece el pecador. Sobre las ruinas del mundo, la carcajada del Único ilustra la victoria final de su insurrección. «Vencer o ser vencido, no hay otra alternativa». Stirner y su ejército de Únicos corren ebrios de destrucción, se satisfacen en el caos de la noche eterna. Pero descubierto el desierto, debemos aprender a subsistir en él. Ahí es donde Nietzsche empieza su peregrinaje. 

El interés por el pensamiento de Stirner que siguió a la publicación de su libro duró poco. El filósofo enviudó, volvió a casarse, dilapidó la fortuna de su mujer, y finalmente se divorció. Apremiado por los acreedores, intentó montar un negocio y fracasó, quedando reducido a la indigencia. En 1853 pasó breves temporadas en la cárcel por deudas. Max Stirner, el de la fría carcajada en el vacío, el ideólogo de un ser ilimitado, del Único, murió solo y olvidado el 25 de junio de 1856. El empleado del Registro Civil hizo constar en el acta de defunción: «Ni madre, ni mujer, ni hijos». Finalmente, como un último consuelo, o como una broma del destino, Stirner consiguió sacudirse de encima esos «fantasmas», esas ridículas y nocivas «ideas obsesivas» que habían pretendido ponerlo de rodillas.  

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2022/07/29/max-stirner-en-busca-de-la-total-libertad-tienes-el-derecho-de-ser-lo-que-tu-tienes-poder-de-ser/

Sesenta años de “Primavera silenciosa” de Rachel Carson

Óscar Sánchez Vadillo

Durante la década de los cincuenta, Carson había reunido de forma gradual pruebas científicas acerca del daño que estaban haciendo los pesticidas al medio ambiente. También fue un período en el que la guerra fría creció en intensidad, situación que culminó al mismo tiempo con la publicación de esta obra.

Imagínese el lector que la mañana del 23 de agosto de 1856 la humanidad hubiese recibido la noticia de que debía reducir drásticamente sus emisiones de dióxido de carbono y otros gases a la atmósfera o en caso contrario el planeta se iba a convertir en inhabitable principalmente en la parte más desfavorecida del globo en cosa de no menos de veinte años. Afortunadamente, eso no ocurrió; desgraciadamente, nos ocurre ahora. Pero sí sucedió, aquel día, que por primera vez se dio la alarma al respecto, y lo hizo Eunice Newton Foote, con un informe titulado Circumstances Affecting the Heat of Sun’s Rays que se leyó aquel día en un congreso de científicos que se habían reunido en Albany, Nueva York.

Naturalmente, como la Casandra de turno vestía enaguas y para colmo era sufragista, nadie la tomó en serio pese a su llamativo apellido, y el mérito se lo llevó después un hombre de chistera y monóculo de cuyo nombre no queremos ahora acordarnos. Pero, insisto, sigamos imaginando. Imaginemos que, por ejemplo, en 1876 el cambio climático vaticinado por la señora Newton comenzará a hacerse por fin incómodamente empírico, como hemos padecido en la zona rica del mundo este verano de 2022, y que no nos hubiera quedado otro remedio que reducir nuestra actividad fabril y consumista, tecnológica y explotadora, a gran escala (siempre, por supuesto, en beneficio de una élite a la que casi hasta regocijaría distanciarse aún más de las calamidades del vulgo llano y depauperado).

En tal caso, todos nos habríamos perdido los fines de semana, las vacaciones, la pizza, los automóviles, los preservativos, la aviación comercial, las guitarras eléctricas, el malhadado teléfono móvil, la impresión 3D, la medicina no-invasiva y hasta Internet -bueno, a cambio nos habríamos ahorrado horrores como las armas de la Primera y Segunda Guerra Mundiales, el autotune o las descargas eléctricas administradas al cuello de las vacas en lo que llaman hoy con completa desvergüenza “pastoreo digital”… Pues esa es, creo, nuestra situación en estos momentos. Esta misma mañana, en efecto, nos hemos enterado –por descontado, no por las portadas ni por los informativos– de que se ha vuelvo a perder la penúltima oportunidad de disfrutar de un cierto futuro llevadero para el género humano, ya que el obstruccionismo de determinados individuos de la ultraderecha norteamericana ha impedido que se ponga en marcha el paquete de medidas Build Back Better, gracias al cual Estados Unidos hubiese podido intentar quizá tímidamente ponerse al frente no sin reparos y poquito a poquito de la lucha contra el calentamiento global. La tesitura es ya tan tremenda que John Podesta, ex consejero principal del presidente Barack Obama y fundador del Center for American Progress, nada sospechoso de wokismo o de ademanes antisistema, ha declarado que con esta maniobra se ha “condenado a la humanidad”.

Ahora figúrese el lector todo lo que nos vamos a perder de un porvenir ya cancelado, yermo: el nuestro y el de nuestro hijos, habida cuenta de que no somos especialmente acaudalados. No experimentaremos nada semejante a la prolongación de la vida más allá de los cien años, no volaremos en una sombrilla como Mary Poppins, no seremos cyborgs sin género como anhela Donna Haraway, no poblaremos los fondos abisales como Jason Momoa, jamás tendrá lugar la Fraternidad Universal o la Gran Chingada invocada por los mejicanos… ¿Qué clase de mundo le vamos a dejar a los buitres, a Keith Richards y a Jordi Hurtado? Y todo porque los mismos cargos públicos con nombres y apellidos que ocupan una magistratura en EEUU para servir cuanto menos a su pueblo han recibido donaciones de la industria del petróleo y del gas y tienen intereses abultados en el negocio del carbón.

Dicho con otras palabras: la humanidad ha sido condenada y nuestros descendientes jamás conocerán el implante cerebral que les haría adquirir las habilidades de Charile Parker o de Michel Jordan con el único fin de que unos cuantos viejos privilegiados del país más poderoso de la historia del hombre puedan presumir ante sus iguales (personas tan rodeadas de lujos como completamente inútiles, a decir de Carlitos Marx) de su cifra de beneficios en la fiesta anual que se celebra -es un suponer, yo qué sé…- en la piscina de la suntuaria residencia de Donald Trump en Mar-a-Lago, Florida.

Así de claro, así de atroz[1]. Interstellar, película de Christopher Nolan de 2014, tiene un comienzo curioso que viene muy al caso. Corre el año 2067, y el desastre ya ha tenido lugar, sea un colapso climático o sea un holocausto nuclear, o ambas cosas, que al fin y al cabo vienen a ser lo mismo, porque el medioambiente queda destruido para siempre. Los terrícolas ya no son más que granjeros tratando de sacar adelante cultivos muy elementales pese a las tormentas de polvo que lo arruinan todo incluyendo los pulmones de los pobres destripaterrones y sus familias.

El guion, en cierto momento, da a entender que hubo un instante en el pasado en que se pensó muy seriamente diezmar selectivamente la población mundial, pero se vio que no iba a servir de mucho. Entonces Michael Caine le dice al protagonista muy clarito que la generación de su hija será la última que sobreviva en nuestro moribundo planeta, y que hay que largarse como sea, la tesis que hoy en día sostienen Elon Musk o Jeff Bezos (Esperanza Aguirre no, a Esperanza la subida de tan solo grado y pico de la temperatura terráquea desde la Revolución Industrial la hace reír, aunque produzca gravísimas sequías, acidificación de los mares y un largo etcétera). En el mundo de Interstellar ya no existen ejércitos, ni artistas, ni científicos ni nada de nada, el esfuerzo de los hombres se dirige tan sólo a sobrevivir. De ahí que el protagonista, Matthew Mcnoséqué, todo un cowboy sideral -conste que el film a mí me gustó mucho-, añore el capitalismo, cuando se podía derrochar en todo tranquilamente y los hombres de verdad eran conquistadores y pioneros. Normal: ese trozo de terreno del que vive él tiene toda la pinta de un puto koljós soviético, y hasta ahí podíamos llegar. Pero bueno, en mitad de la película se toma una decisión realmente laudable, contra Musk o Bezos, y es que pudiera ser éticamente deleznable salvar a unos pocos de la extinción total a costa del sacrificio de la mayoría. Los blockbusters norteamericanos a menudo aprietan, pero no ahogan, dejando como quien no quiere la cosa mensajitos que luego es cierto que la aventura, realmente admirable y bien pensada, termina por borrar, pero que ahí quedan[2].

Después de Eunice Newton Foote, fue otra científica norteamericana la que tuvo a bien advertirnos del inminente peligro, pero a esta sí que se la atendió, aunque sólo fuera para apedrearla, desprestigiarla y tratar de hundirla. Fue la bióloga Rachel Carson, cuyo libro, Silent Spring, cumple ahora sesenta años. Como es muy conocida en su país, pero no tanto en el nuestro, recurro a Peter Watson para que resuma su historia mejor que yo gracias a su gruesa Historia Intelectual del s. XX, editorial Crítica:

“Rachel Carson no era ninguna desconocida para el público estadounidense en 1962, fecha en que apareció el citado libro. Se había formado como bióloga y había trabajado durante muchos años para el Fish and Wildlife Service de los Estados Unidos, creado en 1940. Ya en 1951 publicó su primer libro, El mar que nos rodea, que había aparecido por entregas en el The New Yorker, constituyó una elección alternativa del Club del Libro del Mes y ocupó el número uno de la lista de ventas del New York Times durante meses. Con todo, la obra era un estudio más sincero que controvertido de los océanos, que mostraba hasta qué punto dependían unas formas de vida de las otras para producir un equilibrio natural vital tanto para su existencia como para su belleza. La primavera silenciosa era muy diferente. Según nos recuerda su biógrafa Linda Lear, se trataba de un libro airado, si bien la autora supo dominar su ira. Durante la década de los cincuenta, Carson había reunido de forma gradual pruebas científicas —de diarios y colegas diversos— acerca del daño que estaban haciendo los pesticidas al medio ambiente. Los cincuenta constituyeron una década de expansión económica en la que a muchos de los avances científicos de la guerra se les dio un uso civil. También fue un período en el que la guerra fría creció en intensidad, situación que culminó al mismo tiempo en que salió a la luz La primavera silenciosa. Tras su redacción se hallaba una tragedia personal de la escritora. A ésta la habían operado de un cáncer de mama casi coincidiendo con la publicación de El mar que nos rodea. Mientras investigaba y escribía La primavera silenciosa padeció una úlcera duodenal y una artritis reumática (en 1960 tenía cincuenta y tres años), al tiempo que reaparecía su cáncer, lo que la obligó a someterse a otra operación y a radioterapia. Muchas partes del libro fueron escritas en la cama.

Rachel Carson y Bob Hines
Rachel Carson y Bob Hines conducen una investigación sobre biología marina. Wikimedia Commons

A finales de la década de los cincuenta, era evidente —para todos los que quisiesen darse cuenta— que había un buen número de contaminantes que habían pasado a formar parte de la vida cotidiana y tenían efectos secundarios nocivos. El más preocupante, ya que afectaba de forma directa al ser humano, era el tabaco (…) Las pruebas que estaba recogiendo Carson la convencieron de que había pesticidas mucho más tóxicos que el tabaco. El más conocido era el DDT[3], que se había introducido con éxito en 1945, pero que, tras más de una década, se había descubierto que provocaba no sólo la muerte de aves, insectos y plantas, sino también la de personas a raíz del cáncer. Un ejemplo muy elocuente estudiado por Carson fue el de Clear Lake, en California. Allí se había introducido en 1949 el DDD, una variante del DDT, con la intención de liberar el lago de ciertas especies de mosquito que acosaban a los pescadores y los turistas. Se administró con gran cuidado, o al menos eso se pensaba, en una proporción de una parte por setenta millones. Sin embargo, cinco días más tarde, los mosquitos habían vuelto, y la concentración se elevó a una parte por cincuenta millones. Las aves empezaron a morir, aunque en un principio no se asoció este hecho con el aumento de la proporción de insecticida y en 1957 volvió a usarse DDD en el lago. Cuando se incrementó el número de muertes entre las aves y comenzaron a morir peces, se puso en marcha una investigación que demostró que algunas especies de somormujo presentaban concentraciones de 1600 partes por millón, mientras que las de los peces llegaban a 2500 por millón. Sólo entonces se observó que los productos químicos se acumulaban en ciertos animales hasta causarles la muerte. Sin embargo, no fue esta acumulación inesperada lo que más alarmó a Carson: cada caso era diferente, y en muchas ocasiones estaba involucrada la mano del hombre. Así, el aminotriazol, un herbicida, había recibido aprobación oficial para su uso en campos de arándanos inundados, aunque siempre después de que se hubiese recogido la baya. La importancia de seguir este orden radicaba en que los estudios de laboratorio habían demostrado que el aminotriazol provocaba cáncer de tiroides en ratas. En consecuencia, cuando salió a la luz el hecho de que algunos agricultores fumigaban los arándanos antes de la recogida, es evidente que el herbicida tuvo sólo parte de la culpa. Ésta es la razón por la que, cuando apareció en 1962 La primavera silenciosa y salió por entregas en The New Yorker, el libro provocó tal escándalo: Carson no se limitaba a explorar el aspecto científico de los pesticidas para demostrar que eran mucho más tóxicos de lo que se pensaba, sino que ponía de relieve que las directrices industriales, muchas veces insuficientes de entrada, se incumplían a menudo de forma indiscriminada. Especificaba fechas y lugares en los que habían muerto individuos concretos y nombres de las compañías que empleaban pesticidas causantes de diversos desastres, a las que en ocasiones acusaba de codiciosas, pues anteponían los beneficios al bienestar de la fauna e incluso los seres humanos.

Al igual que El mar que nos rodea, La primavera silenciosa llegó a lo más alto de la lista de libros más vendidos, a lo que sin duda contribuyó el escándalo surgido en torno a la talidomida casi al mismo tiempo, a raíz del descubrimiento de que ciertas sustancias químicas que tomaban como sedante o contra el insomnio algunas madres en los primeros estadios del embarazo podían desembocar en deformaciones de su descendencia. Carson gozó de la satisfacción de ver cómo el presidente Kennedy convocaba una reunión extraordinaria de su comité de asesoramiento científico para discutir las consecuencias de su libro antes de su muerte, ocurrida en abril de 1964. Sin embargo, su verdadero legado llegó cinco años más tarde, cuando, en 1969, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Ley Nacional de Política Medioambiental, que requería que cada decisión gubernamental estuviese acompañada por un documento en el que se declarase el impacto que supondría para el medio ambiente. El mismo año se prohibió de forma efectiva el uso del DDT como pesticida, y en 1970 se fundó la Agencia de Protección Medioambiental de los Estados Unidos y se aprobó la Ley de Contaminación Atmosférica. En 1972 se aprobó la Ley de Contaminación de Aguas, la de Administración de las Zonas Costeras y la de Control de la Contaminación Acústica; un año más tarde le tocó el turno a la Ley de Especies en Peligro de Extinción.”

Final feliz, sin duda, pero no hay que olvidar que la industria química y farmacéutica y el negocio agrícola y ganadero de entonces estuvieron acusándola durante años de las muertes por malaria o dengue en el Tercer Mundo, puesto que todavía hoy las paredes de las chabolas de muchos barrios africanos se pulverizan con DDT de forma regular para combatir estas plagas. No se hace en los países ricos, porque enferma o mata, pero sí en los pobres.

Rachel Carson fue calumniada por consiguiente como terrorista y traidora en potencia, que no es más que el mismo truco que se empleó con Edward Snowden hace diez años cuando puso de manifiesto[4] que el gobierno norteamericano espiaba ilegalmente a medio mundo, o como se hace en España cada vez que la oposición resucita y enarbola el espantajo de ETA. ¿Escriben así los terroristas? ¿Es este el estilo de pensar y de exponer de una insidiosa traidora a su patria?:

La rapidez del cambio y la velocidad con la que se crean nuevas situaciones siguen al impetuoso y descuidado paso del hombre más que al paso pausado de la naturaleza. La radiación ya no es simplemente la radiación de fondo de las rocas, el bombardeo de los rayos cósmicos o la radiación ultravioleta del sol, que existían ya antes de que hubiera ningún tipo de vida en la Tierra; la radiación es ahora la creación antinatural del hombre, consecuencia de su manipulación descuidada del átomo. Las sustancias químicas a las que la vida tiene que adaptarse, ya no se reducen sencillamente al calcio, el silicio, el cobre y los demás minerales lavados de las rocas por las aguas y arrastrados al mar por los ríos; son las creaciones sintéticas de la inventiva de la mente humana, fabricadas en los laboratorios y que carecen de equivalentes en la naturaleza. Ajustarse a estas sustancias químicas requeriría tiempo a la escala de la naturaleza; harían falta no sólo los años de la vida de un hombre, sino los de generaciones. E incluso si, por algún milagro, eso fuera posible, resultaría inútil, porque las nuevas sustancias químicas salen de nuestros laboratorios como un río sin fin: casi quinientas anuales se ponen en uso práctico sólo en los Estados Unidos. La cifra deja perplejo, y sus implicaciones son difícilmente comprensibles…, quinientos nuevos productos químicos a los cuales es preciso que el cuerpo del hombre y de los animales se adapte de algún modo cada año; sustancias químicas que se hallan totalmente fuera de los límites de la experiencia biológica.

Rachel Carson
Rachel Carson, autora de Primavera silenciosa (1962), el libro que obligó a EEUU a enfrentarse a los efectos de los pesticidas en el medio ambiente. Carson comenzó su carrera en el Servicio de Pesca y Vida Silvestre de los Estados Unidos. Un refugio en la costa sur de Maine lleva ahora su nombre. Wikimedia Commons

En condiciones primitivas de agricultura, el granjero tenía pocos problemas de insectos. Éstos surgieron con la intensificación de la agricultura: la dedicación de inmensas extensiones de terreno a un solo tipo de cultivo. Este sistema preparó el escenario para los aumentos explosivos de poblaciones de insectos específicos. La agricultura de los monocultivos no saca partido de los principios por medio de los cuales opera la naturaleza; se trata de una agricultura como podría concebirla un ingeniero. La naturaleza ha introducido gran variedad en el paisaje, pero el hombre ha exhibido una verdadera pasión por simplificarlo. De este modo, deshace los frenos y equilibrios inherentes mediante los cuales la naturaleza mantiene a raya a las especies. Un freno natural importante es un límite a la cantidad de hábitat adecuado para cada especie. Es obvio, por consiguiente, que un insecto que vive a base de trigo pueda aumentar su población a niveles muy superiores en una explotación agraria dedicada a trigales que en una en la que el trigo se cultiva junto con otros cultivos a los que el insecto no está adaptado. Lo mismo sucede en otras situaciones. Hace una generación o más, las ciudades de extensas áreas de los Estados Unidos alineaban en sus calles nobles olmos. Ahora, la belleza que fue creada con esperanza se ve amenazada por la más completa destrucción, pues la enfermedad se abate sobre los olmos, extendida por un escarabajo que sólo hubiera tenido una oportunidad limitada de constituir poblaciones numerosas y de pasar de un árbol a otro si los olmos hubieran sido sólo árboles ocasionales de una plantación ricamente diversificada.

El símil de la Primavera silenciosa, a la que corresponde este pasaje, hace alusión a la posibilidad de que un día nos levantemos y ya no se oiga el canto de los pájaros. Lo que acontece hoy, sesenta años más tarde, es mucho más grotesco, pues consiste en que ciudades enteramente artificiales y construidas con petrodólares y mano de obra esclava como Doha o Dubái, como no cuentan con súbditos aéreos a causa del excesivo calor (ese en el que vamos a empaparnos en adelante en la hasta ahora afortunada Europa), lo que han hecho es colocar en los postes de las calles megafonía ornitológica.

No hay pájaros, pero nos quedamos con lo mejor de ellos, para no ser menos que los demás… Pronto se hará lo mismo con la gente, y una calle vacía en mitad de un desierto carísimo sonará a pasos, carcajadas, increpaciones, bocinas de coches y voces de mercado, como si estuviéramos en la medina de El Cairo, con la diferencia de la medina de El Cairo será ya una sartén crepitando al aire libre. En el último capítulo de Primavera silenciosa, titulado Otro camino, Carson no pudo evitar incurrir en el perroflaustismo típico de ecologistas (hoy los llaman “radicales) y otros conspiranoicos de sensibilidad exacerbada, cuando escribe:

Ahora estamos en ese punto en que los caminos se dividen en dos. Pero… ambos no son iguales. El camino que llevamos largo tiempo recorriendo es más fácil, es una suave autopista, vamos a gran velocidad pero al final está el abismo. El otro -el que menos se utiliza-, nos ofrece la última oportunidad de llegada a la meta que permite conservar nuestra Tierra, la única oportunidad…

Notas

[1] “Buena parte de los problemas de nuestra sociedad tienen que ver con unas élites cuadriculadas, incapaces de salirse de los esquemas aprendidos, de los lugares comunes, que generalmente son aquellos que les han abierto las puertas. Es mucho más fácil ascender si haces lo que te dicen, sigues los ‘habitus’ del espacio en el que te desenvuelves, aprendes las normas implícitas y recitas el pensamiento que circula por ellas. En esas circunstancias, hemos criado a nuestras élites, y la decadencia española tiene mucho que ver con sectores de la economía, de la política y de la intelectualidad que son incapaces de pensar por sí mismos y que analizan las situaciones en función únicamente de sus intereses. Y, cuando van más allá de su situación personal, se limitan a repetir las ideas dominantes entre las élites internacionales, a las que aspiran a pertenecer; en esencia, repiten la ortodoxia, que eso no les perjudica nunca, y a menudo les beneficia. Ocurre en todos los ámbitos: en el político es evidente, en el intelectual resulta muy preocupante y en el económico muy dañino. El resultado es un mundo aplanado, gris, pobre, del cual la sociedad se aleja cada vez más, y que no es capaz de ofrecer soluciones a los problemas sistémicos. Y ahí radican buena parte de las tensiones políticas, económicas y culturales de los últimos tiempos”, Esteban Hernández en Las clases particulares, el oscuro camino al éxito para las nuevas generaciones

[2] Es interesante, también, la idea formulada por Anne Hathaway de utilizar el tiempo relativista como “un recurso más”, al modo del instrumental o del combustible, algo que sin duda hemos hecho siempre los humanos con el mero paso del tiempo -medirlo, cuantificarlo, asignarle contenido antropológico-, pero que irá a mucho más con la digitalización y algoritmización de la realidad y el uso de dispositivos de Inteligencia Artificial en ordenadores cuánticos. Digamos que el tiempo ya no “pasará” más o que no lo “perderemos” tontamente, como decíamos y practicábamos antes, sino que ahora “desfilará” manu militari a la orden de los grandes intereses en todos y cada uno de los intersticios de nuestras vidas. Por cierto, que sobre esta posibilidad aterradora también existe película de Hollywood: In time, Andrew Niccol, 2011.

[3] También Miguel Delibes en Un mundo que agoniza se hacía eco de esto, mencionando, si no recuerdo mal, que la leche materna del pecho de las mujeres de la segunda mitad del siglo contenía ya una gran y preocupante porcentaje de DDT.

[4] “De manifiesto” porque en realidad nadie podía dudarlo, como hemos corroborado después en los casos de Cambridge Analytica o el reciente del Pegasus; todo lo que tecnológicamente es posible hacer se hará indefectiblemente.

Fuente: https://dialektika.org/2022/08/27/sesenta-anos-de-primavera-silenciosa-de-rachel-carson/

Nueva red de científicos

Una nueva red de científicos para afrontar los retos de la biología del futuro.

Una veintena de investigadores de la red colaborativa LifeHub.CSIC ha analizado diferentes perspectivas e implicaciones que conlleva la investigación sobre los orígenes, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida durante el encuentro “Retos, impactos e implicaciones sociales de la investigación sobre la vida. Pensemos, y reflexionemos juntos para actuar” celebrado en la Casa de la Ciencia de Sevilla. En este marco se desarrolló una línea de trabajo multidisciplinar de análisis comparado que impulsa el diálogo entre investigadores, incluidos los de ciencias sociales y humanidades, para fomentar el diálogo entre ciencia y sociedad.

Durante el encuentro, los participantes realizaron una propuesta abierta para el análisis y actuación frente a los retos, impactos e implicaciones de la investigación sobre los orígenes, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida, atendiendo a sus repercusiones, seguridad, riesgos, implicaciones culturales y participación social.  

El encuentro provocó un diálogo entre investigadores de diferentes disciplinas para generar análisis críticos de las corrientes de pensamiento actual mediante respuestas a los grandes problemas sociales y así como la contribución a la preservación e interpretación del patrimonio cultural e intelectual en todas sus manifestaciones. LifeHub.CSIC pretende unir diferentes puntos de vista y percepciones de investigadores de todos los ámbitos para mejorar el entendimiento sobre la vida. Cabe destacar la aportación de las ciencias humanas y sociales para afrontar las complejidades y contradicciones sociales actuales, donde la ética y filosofía acompañan a la investigación científico-técnica en una perspectiva interdisciplinar que sirve para analizar diferentes aspectos de las investigaciones sobre la vida. 

El proyecto iniciado en el CSIC, aunque está abierto a otras instituciones e investigadores que se adhieran a esta red de colaboración, tiene como objetivo responder las preguntas fundamentales de la biología relacionadas con el origen, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida para estimular la generación de ideas y proyectos transversales para responderlas, a la vez que atender los planteamientos éticos que surjan como fruto de la investigación.

Al encuentro acudieron investigadores del Instituto de Filosofía del CSIC: Jesús Rey, Astrid Wagner, Concha Roldán y Emilio Muñoz; los coordinadores de LifeHub CSIC: Eva García y Fernando Casares. Además, participaron también investigadores de diferentes disciplinas pertenecientes al Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT), Ana Muñoz Van den Eynde; Centro Regional de Investigaciones Biomédicas de la Universidad de Castilla-La Mancha, Marta Velasco; Centro de Investigación Manuales Escolares de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, Margarita Hernández; Universidad de Oviedo, Armando Menéndez; Instituto de Biología Integrativa de Sistemas, centro mixto del CSIC y la Universitat de València, Juli Peretó; Real Jardín Botánico, María Paz Martín; Estación Biológica de Doñana (EBD, CSIC), Miguel A. Fortuna, Sebastiano de Franciscis y Francisco García; departamento de Genética de la Universitat de Barcelona, Nacho Maeso; Universidad de Sevilla, Carlos Tapia y Sabina Rossini; Asociación Española para el Avance de la Ciencia (AEAC), Victor Ladero; Universitat de València, Isabel Mendoza; Instituto de Biomedicina de Sevilla (IBiS), Patricia Ybot; Universidad de Salamanca, Ibán Revilla; Institute for Advanced Chemistry of Catalonia (IQAC), Ramón Crehuet; Centro de Biología Molecular Severo Ochoa (CBMSO, CSIC), Miguel Manzanares; Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN, CSIC), Rafael Zardoya;  Unidad de Comunicación del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas, Fernando Torrecilla y la periodista científica y medioambiental, Rosa M. Tristán.

LifeHUB.CSIC

LifeHub.CSIC es un instrumento para incrementar la visibilidad de la investigación que realiza el CSIC como vehículo de divulgación a la sociedad. Esta red tiene como misión principal estimular el establecimiento de conexiones científicas de larga distancia, dentro del CSIC y con otras organizaciones, así como contribuir a la formación científica y la diseminación de la actividad del CSIC dentro del área origen, (co)evolución, diversidad y síntesis de la vida. Desde la red se aborda una aproximación a la vida desde el punto de vista de la investigación multidisciplinar, integrativa y colaborativa con científicos de múltiples áreas, sin olvidar la necesidad de la implicación de la ética y la filosofía paralelamente al avance científico para desentrañar sus aspectos más destacados. 

Para los integrantes de la red LifeHub del CSIC y en consonancia con la Conferencia General número 41 de la UNESCO se señaló la importancia de una ciencia cada vez más abierta a la sociedad, más transparente, inclusiva y democrática. Por este motivo, la comunicación científica de calidad es base para el desarrollo de las sociedades actuales y futuras para que puedan enfrentarse mejor a los retos y fomentar la ciencia abierta como derecho a la población a beneficiarse de los avances de la ciencia. Los organizadores del encuentro, Emilio Muñoz y Jesús Rey, afirmaron que, para quienes trabajan en ciencia, trabajar por el acercamiento entre ésta y la sociedad es una cuestión de responsabilidad, convicción y generosidad.

Fuente: http://cchs.csic.es/es/article/nueva-red-cientificos-afrontar-retos-biologia-futuro

Los filósofos pioneros del bienestar personal

Saber lo necesario para llevar una vida feliz conforme a la naturaleza humana fue la misión de los representables de la corriente helenística de la filosofía. De ahí que se diga que, en el periodo comprendido entre la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.) y la batalla de Actium (31 a.C), el esplendor alcanzado por el estudio del pensamiento llegó a su declive pues se pasó del culto a la especulación idealista y del rigor científico de Platón y Aristóteles –es decir, a la ambición teórica– a un afán ético del conocimiento.

La indagación por la existencia humana condujo al apetito helenístico en torno s los diferentes tipos humanos (estoico, epicúreo, cínico y escéptico) y guio a sus mentes más destacadas (como Epicuro y Zenón) al hombre en sí; pero vale la pena tener presente que aún en los tiempos de las raras avis de la filosofía (Platón y Aristóteles) sus doctrinas teóricas también daban indicios de una aproximación al análisis ético del pensamiento.

(Lea además: Rousseau, el que casó a la razón con la emoción).

“También Platón había buscado en su indagación filosófica lo bueno para el hombre. Sus más diversas investigaciones –ontológica o metafísica, epistemológica, lingüística– confluyen en la encrucijada del ser humano. Y Aristóteles había dedicado buena parte de su obra (al margen de su abundante trabajo en ciencias naturales, lógica y metafísica) a la esfera antropológica: ética, política, poética”, explica J.A. Cardona en su libro ‘Filosofía helenística. Estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos’.

Sin embargo, la brecha entre la concepción antropológica platónico-aristotélica y la estoico-epicúrea es amplia. Mientras para la primera solo existe el hombre como parte de la polis (el llamado zoon politikón, animal político y social, que es además excluyente pues solo reconoce como tal al ciudadano varón, dejando por fuera a las mujeres, los esclavos y los bárbaros ), para la segunda corriente, el hombre no está engastado a la polis, sino que es un ser individual, subjetivo y singular.

Y dicha singularidad dota a este hombre helenístico de sentimientos particulares que inclusive, le permitirían elegir si quiere, o no, unirse a una colectividad. “Emerge por tanto una concepción muy moderna del ser humano, algo que, si bien introduciendo algunas pequeñas o grandes modificaciones, podría equipararse básicamente con lo que un bípedo pensante respondería a un encuestador que le preguntara en la calle por la opinión que tiene de sí mismo”, añade Cardona.

Dejando atrás los presupuestos de la naturaleza humana incrustada a la polis, la concepción del hombre desde las filosofías helenísticas sienta sus bases en la modernidad y por ello, se dice de la visión platónico-aristotélica que no supo adaptarse a los nuevos aires de cambio acaecidos en Atenas hacia el año 300 a.C. como reacción a la profunda crisis social, política y económica que terminó arrastrando consigo nuevas necesidades espirituales e intelectuales, “sin arriesgarnos a la acusación de que esto sea moralizar más que filosofar”, en palabras del escritor R.W. Sharples, experto en filosofía griega antigua.

Si bien fueron dos las más destacadas, las escuelas helenísticas fueron cuatro: el estoicismo (fundado por Zenón de Citio en Atenas, cerca del año 300 a.C, veintidós años después de la muerte de Aristóteles y veinticinco más de la de Platón), el epicureísmo fundado por Epicuro; el cinismo establecido en Atenas entre los siglos IV y III a.C y el escepticismo que, se considera, se originó con Pirrón entre los años 360 y 270 a.C.

Todas estas corrientes que integraron las escuelas helenísticas se unificaron bajo el ideal de aprender a vivir mediante una ética que le permite al individuo (ya como ser independiente. libre y autónomo de la polis) alcanzar la felicidad; propósito helenístico que sitúa al filósofo no como intelectual, científico, ni teórico sino como un sabio que, como tal, desea vivir bien.

(Además: Heidegger: un pensador no apto para cardíacos).

Filosofía helenística, en cuatro tiempos

Cada una de las corrientes que le dan forma a la escuela helenística del pensamiento tiene sus propios cimientos, guiados por el interés de la búsqueda de la felicidad del hombre en una época en la que los vínculos sociales se desbarataban mientras surgían nuevas señas de identidad personal.

1. El estoicismo. Basaba su búsqueda de la felicidad en el descubrimiento del individuo como parte del cosmos y del mundo; de ahí su carácter cosmopolita, libre del orden de la polis y dejándolo en situación de vulnerabilidad al tener que buscar su propio camino sin tener una guía clara de elección, como sucedía en la filosofía griega.

2. El epicureísmo. Hallaba la plenitud del individuo en el calor de un selecto grupo de amigos sinceros. “Su espacio no era ya automáticamente el de la ciudad, su destino no era cívico”, escribe Cardona en el tomo número 17 de la colección Descubrir la Filosofía, dedicado a la filosofía helenística.

3. El cinismo. La palabra cínico se usaba como sinónimo de ‘perro’. De hecho, el fundador de esta corriente del pensamiento filosófico, Diógenes, no podía sentirse más honrado de que lo llamaran así pues para él y sus adeptos indicaba el interés por ser sinceros y nobles, por satisfacer sus necesidades naturales físicas y espirituales sin pudor, de frente y con desparpajo. El cinismo aplicado al bienestar humano supone a un individuo disciplinado y consciente de la importancia de realizarse plenamente, viviendo conforme a la naturaleza. “Defendía un tipo de vida en que un hombre obre de la manera que lo que de veras es valioso para él su bienestar interior, no pueda ser afectado por juicios convencionales y morales, ni por cambios de fortuna; solo así se alcanza la verdadera libertad”, cita J.A. Cardona a Anthony A. Long en su libro Estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos.

(Lea además: Schopenhauer, el epítome del ‘anticoach’).

4. El escepticismo. Se basa en la búsqueda de la felicidad mediante tres cuestionamientos: ¿cómo son realmente las cosas?, ¿qué actitud debemos adoptar ante ellas? Y ¿qué consecuencias trae dicha actitud? Así, su principal teórico, Pirrón y su discípulo Timón no describieron un escepticismo absolutista, es decir, no duda de la existencia de la realidad ni del mundo; sino que niega que podamos saber algo realmente cierto de él. De ahí, su máxima: “ni siquiera sé que no sé nada”.

‘Filosofía helenística. Estoicos, epicúreos, cínicos y escépticos’, entrega número 17 de la colección Descubrir la Filosofía, circulará esta semana con EL TIEMPO, con un precio de 26.900 pesos. Los interesados en adquirir la colección completa a un precio de 589.000 pesos para suscriptores y de 787.000 pesos para no suscriptores (este precio tendrá un descuento especial para los no suscriptores quienes, al comprar los treinta libros en una misma transacción, pagarán 719.000 pesos) podrán hacerlo a través de tienda.eltiempo.com/filosofia o llamando en Bogotá al 4 26 6000, opción 3, y en la línea nacional gratuita 01 8000 110 990

PILAR BOLÍVAR
​@lavidaentenis

Fuente: https://www.eltiempo.com/cultura/musica-y-libros/descubrir-la-filosofia-los-filosofos-pioneros-del-bienestar-personal-693603