El conjunto de prácticas concernientes al proceso educativo
tradicional ha dinamitado la posibilidad del conocimiento objetivo del
mundo. La expresión más completa de este fenómeno se encuentra en la
subordinación del pensamiento investigador a ideas dogmáticas que,
recientemente, encuentran cabida en nuestras vidas. No solo en las ya
señaladas redes sociales, sino también en el conjunto entero del tejido
social. De ahí que, como síntoma de un cambio necesario, el planteo de
nuevas lógicas de pensamiento requiera de una auténtica aptitud
innovadora en el entorno académico. Es decir, que el movimiento hacia
una educación óptima aún precisa de un método de la enseñanza capaz de
solventar todas sus carencias.
El modo fundamental de conquistar el cambio de dirección en dicho
proceso educativo responde a la interacción oportuna entre el campo de
la psicología, la pedagogía y lo filosófico; teniendo en cuenta el papel
activo que ocupa cada uno en la producción de conocimiento. Esta
cuestión, orienta las nuevas tendencias pedagógicas y sus efectos
inmediatos hacia una relación de equilibrio con la instauración de un
nuevo tipo de pensamiento.
Tomemos, para pensar esto último, a John Dewey. En él podemos
encontrar ideas que giran en torno a qué entender por pensamiento. Y, en
contraste con ello, aparece la más importante de las proposiciones
asociada a la actividad académica e investigativa, la actividad
reflexiva. Esta última característica del razonamiento lógico desarma
sin esfuerzos la autoridad de métodos anteriores y plantea un principio
de funcionamiento basado en “un examen activo, persistente y cuidadoso
de toda creencia o supuesta forma de conocimiento a la luz de los
fundamentos que la sostienen y las conclusiones a las que tiende”[1].
Lo que destaca en esta teoría de Dewey, es el salto cuantitativo que
imprime la condición reflexiva al pensamiento. Su conceptualización,
como una asociación de ideas referidas a un objeto especifico,
trasciende esta imagen y se muestra como un método que da origen a
conclusiones más elaboradas y precisas. Razón por la cual, desde el
espectro que el propio Dewey confiere, tres son las características que
hacen distinguido al pensamiento reflexivo: un encadenamiento ordenado
de ideas, una voluntad de control y una finalidad, y el análisis e
investigación personal. Además de esto, la reflexión introduce términos
como significado y símbolo que, identificados con conceptos generales,
designan un modo especifico de examinar un objeto. De aquí se deduce que
el pensamiento reflexivo se encuentre en un nivel superior, y entre
todas las fuentes de conocimiento, tenga un valor agregado.
En este sentido, la práctica docente, que implementa el pensamiento
reflexivo, figura como momento que posibilita mostrar la educación como
hecho social permeado de novedad y enriquecimiento cultural. Para el
desenvolvimiento armónico de esta actitud, pudiera plantearse una
Filosofía de la Educación como método para expresar un campo en la
práctica docente enfrentado a un sector de la academia que defiende la
inercia en el proceso de aprendizaje.
El asentamiento de esta nueva tendencia pedagógica que fomenta la
actividad reflexiva constituye una ruptura con supuestos previos. La
capacidad de autorreflexión crítica demanda como inadecuado el sistema
tradicional de educación, enjuiciándolo como un sistema de enseñanza que
se apoya en la posición pasivamente receptiva y repetitiva de la
persona en condición de alumno: “(…)la educación, entendida dentro de
los moldes afincados por una tradición de más de quince mil años de
objetualización de las relaciones interpersonales, implica la imposición
al educado de esquemas mentales, de estilos de pensamiento, de normas y
valores, por parte del educador[2]”.
Aunque en Dewey no hay un reconocimiento explícito de las ventajas
del pensamiento reflexivo, su estudio presenta un contacto íntimo con
cada tópico, lo cual funciona como hecho probatorio de este empeño. La
precisión con que desarrolla su meditación prolongada acerca de las
condiciones en que surge lo reflexivo, lo coloca en una situación de
alto comprometimiento con un lenguaje normativo de la subjetividad.
Ahora bien, la identificación de estas virtudes no aleja su teoría de la
dificultad.
La implementación del pensamiento reflexivo lleva un nivel de
análisis que no debe ser restringido al entorno psicológico y
filosófico. A pesar de los esfuerzos que puede hacer el campo pedagógico
en este sentido, hay contenidos culturales e ideológicos que escapan a
la tangibilidad con que puede ser tratado el asunto. Es así que una
limitación del pensamiento reflexivo, puede expandirse a otras
cuestiones y resultar en escenarios convenientes para una legitimación.
El pensamiento reflexivo en el cual Dewey deposita toda su convicción
implica una nueva metodología sobre la base de lograr un desarrollo
científico coherente del proceso de enseñanza. El valor principal de
esta observación pone a la comunidad educativa ante la necesidad de
descentralizar los postulados academicistas, sin perder de vista el
papel del saber y del proceso formativo en la distribución de nuevos
valores y la transformación de las relaciones sociales. De esta
revolución depende en gran medida, la no proliferación de falsos métodos
educativos carentes de análisis y canonizados a lo largo del desarrollo
histórico de la pedagogía.
[2] Acanda, Jorge Luis: Educación, Ciencias Sociales y cambio social en Concepción y metodología de la educación popular, Tomo I, Editorial Caminos, La Habana 2004, Pág. 29.
La gente ahora emplea el término surrealista de un modo
magníficamente libre, sobre todo para referirse a cosas, actos o
declaraciones verbales que parecen demasiado tontas, ridículas o
chocantes para ser verdad.
Y tienen completa razón, en mi opinión, porque en general la existencia diaria de todos nosotros es una tarea demasiado seria para estar al alcance del surrealismo, seguramente el movimiento intelectual más estúpido e irresponsable de todos los tiempos. De hecho, es que afirmo que no hay lugar para la expresión surreal de nada, ni en el arte ni fuera del arte. Desde el momento en que un paraguas sobre la camilla de un quirófano es un caso de surrealismo, un lamparón en mi calzoncillo también es surrealismo porque todo y nada es surrealismo, siempre y cuando sea lo suficientemente extraño o molesto como para “epatar al burgués”.
No hay poética surreal, ni programa, ni proyecto, cualquier gesto
estético es surrealista si lo mides tan sólo por su efecto, que no es
más que el de dar a conocer el nombre del estafador que lo ha realizado.
Por eso Salvador Dalí fue el autor que mejor comprendió de qué iba el
quilombo. Bastaba con unas pinturitas y unas decoraciones más bien
figurativas, para que no alejen a nadie, que contengan además sorpresas
visuales enteramente kitsch, a fin de que sean fáciles de recordar, y
por último con un uso potente del color, como en una revista ilustrada,
para que un montón de gente de la sociedad de masas y hasta Hitchcock
crean que eres un genio y puedas hacer realidad tu sueño de ser un
maldito pesetero, un franquista por conveniencia y así practicar hasta
el fondo y de verdad siempre que tengas ocasión la amoralidad
surrealista.
Ayer leí la conferencia de André Breton en Bruselas titulada ¿Qué es surrealismo?,
de 1934. Ese fue el año en que Martín Heidegger abandonó el nazismo, y
sin embargo es él el que carga con el sambenito, mientras que aquel
texto de ese cretino colosal que fue Breton traza algunas de las líneas
más oligofrénicas y más fascistas de la historia de la humanidad, dicho
sea sin incurrir en exageración alguna.
Hay que ser desmedidamente imbécil y con un nulo sentido de la oportunidad para defender la irracionalidad tras el ascenso del fascismo en Europa.
Como parece que por entonces a estos señoritingos, una docena a lo más, se les pedía tomar partido en la tormenta política que amenazaba al mundo, Breton decidió apuntarse a última hora a las filas del marxismo, todavía un rollito cool en la época (nada se sabía de los crímenes de Stalin) y que encima, para gusto del animalillo este, tiene el término “Revolución” en las mimbres de su discurso. Hasta aquí, la pose habitual en aquellos años entre la élite estetizante, Picasso incluido.
Pero luego el pobre escritorzuelo, como no sabe ni lo que dice,
reivindica lo siguiente: “sólo cabía, a nuestro entender, una Revolución
que cubriera todos los ámbitos, que fuera improbablemente radical,
extremadamente represiva, absolutamente impracticable y que no dejara
nunca de negarse trágicamente en cuanto de deseable y absurdo
implicara”. Es decir, que el surrealismo no sólo es la estética de moda,
además quiere ser una filosofía, en concreto la filosofía que exige el
apocalipsis. Para ello apela a Freud, al Dadaísmo, tal vez a la
Fenomenología (no la menciona), y en general a cualquier doctrina que
halague al lector con el reclamo de que sólo existe su conciencia
subjetiva -dice que se propone “hacer que la distinción entre lo
subjetivo y lo objetivo pierda vigencia y valor”-, de que en ella cabe
todo un mundo fascinante -“sólo lo maravilloso es bello”, escribe en el Manifiesto-,
y de que además esa cueva de Alí Babá es completamente irracional. Hay
que ser desmedidamente imbécil y con un nulo sentido de la oportunidad
para defender la irracionalidad tras el ascenso del fascismo en Europa.
Pero si a ello además le agregas dinamitar la moralidad e incitar al
egotismo individual en esos difíciles tiempos lo tuyo es de cárcel o de
psiquiátrico, y tampoco ahora exagero; léase, si no, el siguiente
párrafo:
“Más allá de lo discutible que me parezca
la idea de responsabilidad, siento curiosidad por saber cómo se
juzgarán los primeros actos delictivos de corte notoriamente
surrealista. Cuando los métodos surrealistas pasen del papel al acto,
una moral nueva tendrá que ocupar el lugar de la moral al uso, de esa
moral causante de todos nuestros males”.
No tengo palabras para calificar semejante pijería intelectual
intolerable. Porque eso que Bretón se propone llevar a cabo, desafiando a
la humanidad entera —el pollopera dice que “(…) el surrealismo
pretendía ante todo provocar, en lo intelectual y moral, una crisis de
conciencia del tipo más general y más grave posible”—, lo van hacer él y
siete amigos suyos de la catadura de Dalí a base de escritura
automática, relatos de sueños y tres bobaditas más del estilo Juegos Reunidos Geyper.
Como decía a menudo una alumna mía alta y con gafas, “¿es que estamos
tontos o es que estamos tontos?”. El surrealismo, con ese ejército, y
esas armas, asegura que va a provocar un terremoto en la historia tal
que se va a oír hasta en Marte. Ni siquiera los grandes románticos del
s. XIX les pueden hacer sombra; Breton es mejor poeta, pero sobre todo
mucho más malvado que, por ejemplo, el gentil Keats: “los días del
romanticismo erróneamente calificados de heroicos tan sólo merecen,
honestamente, la calificación de días de vagidos de un ser que ahora
comienza a dar a conocer sus deseos a través de nosotros, y que si se
reconoce que todo pensamiento anterior a él representaba, en el sentido
“clásico”, el bien, ahora este romanticismo desea, sin lugar a la menor
duda, el mal en su totalidad” (esta última cláusula subnormal
Andreito la subraya en cursiva, para que no se le escape a nadie la
enorme magnitud de su estolidez).
Entre tanto, el zorro de Dalí andaba haciendo lo que en realidad es
lo único que se puede hacer: explotar lucrativamente el escándalo social
hacia la pornografía. Lo bueno del puritanismo es que da mucho dinero a
los avispados como Hefner o Larry Flint. Pero eso es todo, no hay más
surrealismo que esa pornografía, un cierto exhibicionismo, la
arbitrariedad total, irritar al burgués (que son todos menos ellos) y
ya. Bretón proclamaba en sus dos Manifiestos que el surrealismo nos iba a
llevar “hacia los ámbitos de lo inmortal” -estímulo claramente
religioso-, o hacia “el reverso de lo real” -tanto jugo orientaloide le
sacó a esto Cortázar-, puesto que “surrealismo” suponía postular y
exprimir la “omnipotencia del deseo” -se entendía el suyo, el mío o el
de Adolf Hitler, es lo mismo, da igual, que cada uno haga lo que le
venga en gana, que para eso llevamos todos un artista reprimido dentro…
El propio Dalí, otro filósofo de mierda y de la mierda, enuncia en La mujer invisible
que el método paranoico-crítico consiste en “sistematizar la confusión y
desacreditar así, por completo, el mundo de la realidad”. Apuesto lo
que sea a que Dalí tenía en gran consideración la claridad absoluta y la
substantividad ontológica de su cuenta bancaria, con eso no se andaría
con paranoias críticas… En fin, ya digo, el surrealismo es el movimiento
intelectual más estúpido, pero antes que eso y de modo mucho más
destacado el más irresponsable jamás concebido. Lo curioso es que nada
de estos disparates bretonianos tienen la menor relación con el
marxismo, al que él denomina “materialismo dialéctico” sin tener la
menor idea de lo que está hablando (difama a Hegel, por cierto, pero
luego insiste mucho en que el surrealismo es un intento de transformar
la vida desde el pensamiento… Esteeee… Oye, André… una cosita… ¿alguien
al volante ahí dentro?). Y termina su charla con estas solemnes
palabras:
“No cabe ninguna duda de que una
actividad como la nuestra, por sus mismas características, no puede
llevarse a cabo dentro de los límites de las actuales organizaciones
revolucionarias: habría de interrumpirse tan pronto pusiera un pie
dentro de la organización. Pero si se reconoce que nuestra actividad ha
servido para separar definitivamente la creación intelectual de las
ilusiones con que la sociedad burguesa la envolvía, hasta nuestra
llegada, sólo veo motivos para proseguir con nuestra actividad”.
Ah, bueno, eso sí que ya nos tranquiliza más. De manera que él y sus cuatro amigos van a poner todo patas arriba, revolucionariamente, ¡ostontoreamente!, pero a su bola y sin pegar ni recibir ni medio tiro ni “cometer actos delictivos de corte netamente surrealista”, sino únicamente a fuerza de escritura automática y vomitona onírica. No es, pues, necesario echarse a temblar todavía. Dylan Thomas, en su Manifiesto poético, rechazaba el método surrealista, argumentando que si bien es interesante la idea de aprovechar la materia prima del inconsciente, el poeta no es poeta si no acierta a darle una forma intencionada y disciplinada (como hiciera genialmente Lorca en Poeta en Nueva York). En caso contrario, podríamos terminar por acoger entre los brazos del arte los balbuceos de un bebé, los alaridos de un torturado, los cromos raritos del impostor de Dalí o la obra literaria del mismísimo André Breton. Y, vaya, yo creo que hasta la más cataclísmica de las revoluciones ha de tener algún límite infranqueable…
Para una de las cosas que debería servir una asignatura de Filosofía
en la ESO es para denunciar todos los sofismas que estamos escuchando
estos días. No es verdad, en efecto, que el PSOE haya suprimido la
Filosofía de la ESO, pero porque ya no había Filosofía desde que el
ministro Wert, con la Lomce, eliminó la Ética-Cívica de 4º de la ESO.
Esta mentira que ha difundido la ultraderecha, sin embargo, es menos
vergonzosa que el sofisma con el que se ha defendido Pedro Sánchez,
porque no es eso lo que se le reprochaba sino el hecho de haber
incumplido su compromiso de 2018 de restaurar la asignatura con toda su
carga docente y todo su peso académico. No ha suprimido la Filosofía,
pero sigue sin haber Filosofía.
El pedagogo y secretario de Estado de Educación, Alejandro Tiana ha
mentido y engañado a sus socios de gobierno de Podemos (según denuncia Javier Sánchez) y ha traicionado la promesa del Gobierno.
Es una práctica habitual de los actuales pedagogos: no consultar jamás a
los profesores y a los estudiantes, los verdaderos implicados en el
tema que gestionan. Por supuesto, tampoco en esta ocasión se ha
consultado a la Red Española de Filosofía
(REF) formada por profesores que llevan décadas estudiando la presencia
de la Filosofía en la enseñanza secundaria y el bachillerato. Tampoco a
la Conferencia Nacional de Decanatos de Filosofía, que ya publicó un
comunicado denunciando la situación.
Por
otra parte, los pedagogos y los expertos en educación que suelen
elaborar los Libros Blancos suelen tener en común una absoluta
ignorancia respecto a todo aquello que se encargan de gestionar. Ni
conocen el trabajo en las aulas, que no han pisado en la vida, ni tienen
ni idea de nada en general, porque, en el mejor de los casos, han
estudiado una carrera inepta y vacía (en la que se aprende cómo enseñar
Matemáticas o Historia sin saber nada de una cosa ni otra), y por lo
habitual se dedican a la gestión y no a la enseñanza. Como tampoco
tienen ni idea de lo que es la Filosofía, se imaginan que la cosa debe
ir de enseñar valores a los niños, como si la Historia de la Filosofía y
de la Ética pudiera resumirse en una especie de catecismo laico en el
que se inculque un comportamiento cívico sin necesidad de creer en Dios,
imaginando también que los profesores de Filosofía asumirán gozosos su
papel de curas secularizados y predicadores de lo políticamente
correcto. Es un insulto a la inteligencia y una prueba palpable de que
en su vida se han enfrentado a un texto de Aristóteles, de Kant o de
Hegel. Por eso han pensado que da más o menos igual que su flamante
asignatura de Valores Éticos y Cívicos se imparta en segundo, tercero o
cuarto de la ESO, es decir, a niños de entre 13 y 16 años, sin caer en
la cuenta de que ese lapsus temporal es un universo y un abismo en el
que se juega poder explicar o no de verdad Filosofía. A lo mejor
estudiaron algo sobre eso de la adolescencia en alguna asignatura de la
carrera, pero se les ha olvidado por falta de experiencia en las aulas.
Esta asignatura de Valores, además, de que podría ser impartida en
varias edades muy distintas, tiene una carga docente ridícula y
miserable. Y no se especifica que tenga que ser impartida por profesores
de filosofía, lo que por otra parte es lógico, porque cualquier
predicador laico o cualquier coach medio hippy puede hacerse cargo de
sus contenidos, entre los que se cuenta «resolución pacífica de
conflictos», «empatía con los demás», «virtudes del diálogo», «ejercicio
de autoconocimiento», «competencia y cooperación» (lo de la célebre
«capacidad de liderazgo» queda para otra asignatura, bastante mejor
dotada, por cierto: Economía y Emprendimiento). Pretender que esta
papilla ideológica repulsiva tiene algo que ver con una programa de
Filosofía es ridículo y ofensivo.
Ahora, la pelota está en el tejado de las Comunidades Autónomas. A
esta situación nos ha llevado nuestro gobierno progresista. Los
departamentos de Filosofía tendremos que confiar en que al menos los
partidos de derechas sí recuerden su compromiso de 2018 (pues hubo
unanimidad) de arreglar el desaguisado que el ministro Wert perpetró con
las asignaturas de Filosofía de la ESO, en concreto con la Ética de
4º. En su Comunidad, Más Madrid ya ha presentado al respecto una
Proposición no de Ley, instando a que se establezca la asignatura de
Filosofía en 4º de la ESO y a que se presione lo más posible al Gobierno
central para «ampliar las horas de Filosofía en la ESO y recuperar su
carácter obligatorio», además de establecer que la asignatura de Valores
Éticos y Cívicos sea, al menos, impartida por filósofos. No hay que
olvidar que en los tiempos de Zapatero, la tan denostada y polémica
Educación para la Ciudadanía (impartida en 2º y 3º de la ESO), pese a
que también contó con razón con la oposición de los filósofos, no
sustituía a la asignatura de Ética de 4º. Impartida por profesores de
filosofía podía servir a los estudiantes para un primer acercamiento al
universo filosófico con el que se encontrarían en el último curso de la
enseñanza obligatoria.
Dicho esto, es cierto que la presencia de la Filosofía en el bachillerato ha mejorado con la nueva ley. Pero, respecto a la ESO nunca ha sido peor la situación. Es una decisión muy grave e irresponsable, como ya expliqué hace tiempo en otro artículo, en este mismo periódico. No ya sólo porque, como suele repetirse tan a menudo, eso prive a gran parte de la población de la posibilidad de ser «ciudadanos críticos» (que a lo mejor hay quien no desea que lo sean), sino porque corremos el riesgo de que la gente no entienda para nada lo que es ser simple y llanamente un «ciudadano». La «ciudadanía» fue una conquista de la Filosofía, la más grande de sus aportaciones a la historia de la humanidad. Es por ello por lo que Hegel pudo afirmar que la revolución francesa había sido «obra de la filosofía». Y por lo que Aristóteles consideró que la única manera de que, además de vivir, el ser humano pudiera proponerse una vida digna. Es inútil aleccionar a los niños en los «valores constitucionales» si al mismo tiempo se les priva de la posibilidad de pensar y de comprender lo que significa vivir en un orden constitucional. Y eso no es tarea de curas, por muy laicos que sean, si no de conocedores serios y rigurosos de la Historia de la Filosofía.
En el libro The Hidden Agenda of the Political Mind,Jason Weeden y Robert Kurzban señalan el problema de que muchas veces las explicaciones de fenómenos psicológicos o sociales caen en una circularidad por la que creemos que estamos explicando algo de una manera causal cuando no es así. Dan a este error un nombre bastante raro y oscuro, lo que augura que esta idea no va a tener mucho éxito porque es muy importante poner a las cosas nombres sexys. El nombre es el de Síndrome Psicológico de Renombrar la Explicación Directa (en inglés: Direct Explanation Renaming Psychology Syndrome, o DERP syndrome). Vamos a ver lo que plantean.
Consideremos las fiestas o guateques donde la gente se junta, se
relaciona, beben, escuchan música y demás. A alguna gente le gusta ir a
fiestas pero a otros no les gusta tanto. ¿Por qué es esto así? Si
preguntamos a un estudiante de psicología nos podría responder que esto
es así porque hay gente introvertida y gente extrovertida. Pero entonces
podríamos preguntar: ¿Y cómo sabemos que algunos son extrovertidos y
otros introvertidos? Resulta que la respuesta es que a la gente se le
hace una serie de preguntas…acerca de si les gusta ir a fiestas. Aquí
tenéis algunas preguntas para medir extroversión e introversión de una
de las escalas más populares que utilizan los psicólogos:
¿Le gusta conocer gente nueva?
¿Suele ir y disfruta en las fiestas?
¿Puede insuflar vida a una fiesta aburrida?
¿Le gusta mezclarse con la gente?
¿Puede hacer que una fiesta funcione?
Fotografía Eve Arnold
Los psicólogos llaman a la gente que responde “sí” a estas preguntas
extrovertidos y a los que responden “no” introvertidos. Así que, ¿qué
significa que alguien disfruta en las fiestas porque es extrovertido?
Los psicólogos de personalidad a menudo piensan que la
extroversión/introversión es un rasgo subyacente que es causal, pero
Weeden y Kurzban creen que corremos el peligro de caer en la
circularidad: “alguna gente disfruta de las fiestas porque son extrovertidos, que es algo que sabemos porque les gusta ir a las fiestas”. Si
llamáramos a la gente que responde sí a este tipo de preguntas “gente a
la que les gusta las fiestas” entonces la circularidad se nos haría más
transparente: ¿Por qué va alguna gente a fiestas? Bien, esto es porque
son “gente a la que les gusta las fiestas”.
Este patrón es muy común en las ciencias sociales: piensa en algo que
queremos explicar (en este caso por qué alguna gente sale más que
otra), pasa una encuesta con unas preguntas que miden la cosa que
queremos explicar (en este caso preguntas acerca de la frecuencia con la
que salen y lo que les gusta), dale a las respuestas a estas preguntas
un nombre (en este caso extroversión) y ya puedes decir que has resuelto
el problema. Según los autores, es un patrón tan común que merece un
nombre propio y por eso le dan el nombre de Direct Explanation Renaming Psychology Syndrome o DERP syndrome. Otro ejemplo. En un artículo de la revista Political Psychology de
2002 los autores quieren explicar por qué alguna gente se opone a
políticas gubernamentales para ayudar a ciudadanos afroamericanos. Esta
gente piensa que no es labor del gobierno garantizar una igualdad de
oportunidades para los diferentes grupos raciales y cree que cada grupo
minoritario debe ayudarse a sí mismo y que no sea el gobierno quien lo
haga; igualmente se oponen a políticas de discriminación positiva. ¿Y
cuál es la respuesta? La respuesta, según los autores, de estas
actitudes políticas es el “racismo simbólico”. Pero ahora vamos
y preguntamos. ¿cómo sabemos si la gente sufre racismo simbólico? La
respuesta es un clásico síndrome DERP. Uno sabe que alguien sufre
racismo simbólico porque la persona ha respondido una serie de preguntas
oponiéndose a políticas para ayudar a las minorías. En concreto, en
este estudio la gente tenia que responder preguntas como éstas:
¿Qué porcentaje de la tensión racial que existe en EEUU ha sido creada por los negros?
¿Cuánta discriminación cree que existe contra los negros en los EEUU que les impida avanzar?
Es
una cuestión de esforzarse duro y alguna gente no se esfuerza lo
suficiente; si los negros se esforzaran estarían tan bien como los
blancos
Los irlandeses, italianos y judíos y muchas otras
minorías vencieron los prejuicios y salieron adelante. Los negros pueden
hacer lo mismo
etc., etc.
Fotografía Eve Arnold
¿Sorprende que el racismo simbólico sea una “explicación” profunda de
las “preferencias políticas» en cuestiones de raza? La traducción
literal de esto sería: La razón por la que mucha gente se opone a los
esfuerzos para avanzar en la igualdad entre razas es que piensan, por
ejemplo, que las minorías deben esforzarse por salir adelante, que los
negros no se esfuerzan lo suficiente…Resumiendo: la gente se opone a
estos esfuerzos porque se opone a estos esfuerzos.
Hay muchos otros ejemplos que no voy a detallar. Por ejemplo, una
explicación popular para el hecho de que algunos se oponen a la igualdad
para las mujeres, gays, lesbianas y minorías religiosas es “el
autoritarismo de derechas”. ¿Y cómo sabemos que alguien es un caso de
autoritarismo de derechas? Pues porque ha respondido a una serie de
preguntas del tipo:
¿Deberían las mujeres prometer obediencia a su marido cuando se casan?
Los gays y lesbianas son tan sanos y morales como cualquier otra persona
etc, etc.
Lo cual resumido en versión Twitter sería algo como: “Alguna gente se
opone a la igualdad para las mujeres, gays y minorías religiosas porque
se opone a la igualdad para mujeres, gays y minorías
religiosas”.#DERPSyndrome
Cuando los científicos sociales o políticos se refieren a rasgos de
personalidad como predisposiciones “simbólicas” o “valores” como
explicaciones es muy frecuente que exista por debajo un síndrome DERP
que nos lleva al punto de partida. Uno pregunta por qué la gente
favorece esas políticas. La respuesta es que es porque favorecen esas
políticas, o porque creen que estaríamos mejor si esas políticas
prevalecieran o porque apoyan a la gente que propone esas políticas…Y
volvemos a estar en la casilla de salida.
Fotografía Eve Arnold
Weeden y Kurzban no se oponen a que se utilicen conceptos como
autoritarismo de derechas o igualitarismo o tradicionalismo o lo que
sea, sino más bien con que se le atribuyan causalidad y se utilicen para
predecir opiniones políticas que son las mismas básicamente que están
en los instrumentos de medida que han utilizado. Creen que no nos hace
avanzar decir que la gente se opone a la redistribución de ingresos
porque se opone a la redistribución de ingresos, o que apoyan la
meritocracia porque apoyan la meritocracia, o que condena la
promiscuidad porque condenan la promiscuidad.
Señalan que cuando se trata de preferencias políticas se suele asumir
que la gente va desde lo general a lo particular, desde compromisos
políticos e identificaciones con el partido a las políticas
individuales. Y esto es verdad, sobre todo cuando alguien se ha
identificado ya con un partido o visión política. Pero lo contrario
también puede ser verdad. Podría ser, por ejemplo, que mucha gente
escoja llamarse “liberal” o “conservador” (o libertario, o lo que sea)
basándose en una suma de sus puntos de vista políticos particulares.
Podría ser que mucha gente prefiera los demócratas o a los republicanos
porque les gustan o sintonizan con las políticas de uno u otro partido.
Podría ser que mucha gente apoya determinados tipos de “valores”
generales porque tienen en mente áreas concretas específicas (raza,
orientación sexual, ingresos, etc.). No obstante, es claro que una vez
que alguien toma partido ya usa la referencia del partido para
interpretar todo tipo de informaciones y para definir su postura en
muchos temas.
Los autores no dudan de que preferir un partido y darse a sí mismo
una etiqueta ejerce una influencia causal en las opiniones políticas
pero la pregunta es qué causa esas preferencias por un partido político o
por unas etiquetas ideológicas en primera instancia. En esta cuestión
su punto de vista es que esto tiene que ver con las posiciones
preexistentes de la gente en muchas materias políticas. Por ejemplo,
alguien podría ser atraído al partido republicano principalmente por su
política de impuestos y de gasto, un tema en el que esa persona tiene
ideas y preferencias claras. Pero una vez ahí podría apoyar otras
políticas de su partido en otros temas que a la persona le importan
menos o acerca de los cuales no sabe mucho. En este ejemplo la
afiliación al partido sería un efecto (y no una causa) de sus opiniones
en materia de gasto e impuestos.
Fotografía Eve Arnold
Dejando cuestiones políticas al margen (que son lo que estudian Weeder y Kurzban en su libro) y volviendo a la cuestión metodológica, el problema de los autores es con mezclar correlación y causalidad. Caer en el DERP es como decir “los gemelos altos son más altos porque tienen hermanos gemelos altos y como ya sabemos esto podemos ignorar el hecho menos interesante de que los gemelos altos tienen padres altos”. No tenemos que confundir poner un nombre rimbombante a una cosa con haber explicado esa cosa (Ver aquí una hipótesis de por qué los extrovertidos son extrovertidos)
N:B: Cuando me he referido al a psicología me refería en un sentido amplio. Esto de las pseudoexplicaciones ocurre también con el DSM, cuando se usa para explicar síntomas y no como código descriptivo sin más. Por ejemplo: ¿Por qué está triste Pedro? Porque tiene una Depresión Mayor ¿Y cómo sabemos que tiene una depresión? pues porque está triste… Ver este interesante artículo:
A pesar de los avances tecnológicos, de eso que en Occidente llamamos “progreso”,
de la prosperidad económica o del Estado de bienestar, sobre las mentes
pensantes que todos llevamos de un lado para otro continúan
sobrevolando las mismas cuestiones desde hace milenios: los
interrogantes que giran en torno a la muerte, el origen del universo o el propósito de la vida. Ejemplos sobre la manera en que los seres humanos tratamos de dilucidar si algo de lo que hacemos o pensamos tiene algún sentido trascendente han
existido a lo largo de toda nuestra historia escrita, nos conectan en
el tiempo de manera intergeneracional desde épocas tan remotas como el
segundo milenio antes de nuestra era, momento en el que creemos que fue
compuesto de manera oral el más antiguo de los llamados libros védicos,
el Rigveda. De estos textos, los Vedas, surgieron a su vez los —ahora— afamados Upanishads, cuyo contenido novedosamente filosófico inspiró a grandes mentes como la de Beethoven, para quien Brahman estaba «presente en cada parte del espacio» (A.C. Kalischer, Beethoven’s Letters with explanatory notes, J.M. Dent & Sons, 1926, pp. 393-394) o Arthur Schopenhauer. Dentro del pesimismo de este último, la lectura de los textos védicos representó, según sus propias palabras, un profundo consuelo:
¡Qué significado tan rotundo,
definido y siempre coherente tiene cada línea! En cada página nos salen
al encuentro pensamientos profundos, originales y sublimes, mientras una
elevada y santa seriedad flota sobre todo el conjunto […]. Es la
lectura más gratificante y conmovedora que se puede hacer en este mundo:
ella ha sido el consuelo de mi vida y será el de mi muerte (Arthur
Schopenhauer, Parerga y Paralipómena II).
Pero ¿qué son los Vedas y los Upanishads? Los Vedas son los textos más antiguos de la tradición india, base de la religión védica antes del florecimiento del hinduismo.
Se desconoce su autoría, como suele ocurrir con las compilaciones
escritas de tradiciones orales, pero fue aprovechado por los teólogos
indios para vincularlos con sabios antiguos que habrían llegado a la
revelación tras largas meditaciones. Nótese el cambio con respecto a otras religiones: fueron los sabios quienes consiguieron llegar a la revelación,
nadie bajó en este caso de los cielos a hacer el trabajo por ellos,
sino que abrieron su propio camino hacia el «conocimiento», que es
precisamente lo que significa veda. Este conocimiento estaba ahí,
esperando ser descubierto, porque para los seguidores de esta corriente
es infinito, siempre estuvo disponible a falta de ser desvelado.
El último tramo de ese saber védico es el que ocupan los Upanishads, una especie de culminación, y su significado etimológico habla en este caso de la acción de sentarse a los pies de un maestro para escuchar sus enseñanzas.
Antes de que comenzaran a ser escritos, entre el 800 y el 400 a.C.,
estas palabras reveladas ya habían sido traspasadas oralmente de
generación en generación (vid. J. M. Abeleira, Upanishads,
Penguin Clásicos, 2021, pp. 5-6), como había ocurrido con los demás
Vedas o, en tiempos similares, con otros textos tan cruciales como los poemas homéricos, y continuaron elaborándose después, incluso hasta el siglo XV de nuestra era.
Si los Vedas se centran en las enseñanzas de carácter ritual, en oraciones y mantras, los Upanishads abren la puerta a las grandes cuestiones existenciales del ser humano y, por primera vez, a la práctica de la autorreflexión y el autoconocimiento como método para hallar respuestas;
de ahí que, a pesar de su longevidad, la lectura apaciguadora de estos
relatos resulte atemporal. Se trata de narraciones con diferentes
personajes, historias que esconden la sabiduría entre líneas; los
protagonistas de estos textos se enfrentan a los problemas existenciales
desde una portentosa determinación: lograr responder a las cuestiones de una manera certera, hallar la verdad absoluta en las respuestas.
Estamos navegando, por tanto, las mismas olas en las que Sócrates pretendía hallar la definición universal o Descartes las ideas innatas. Así, en el camino en busca de respuestas de los personajes de los Upanishads aparece la figura del gurú, intermediario entre el protagonista y una divinidad que aquí se llama Braman y que tiene connotaciones panteístas: se le vincula con el Absoluto, la realidad última, la Naturaleza en su totalidad. En los Upanishads,
entonces, estas figuras divinizadas sirven para indicar al protagonista
el camino a la verdad por medio del diálogo, la metáfora, la moraleja o
la analogía simbólica. La búsqueda del aprendiz se centra en el conocimiento de esa realidad última allá fuera, Brahman, así como del espíritu o alma dentro de nosotros, atman, y del vínculo que este último puede fortalecer con el primero, algo que puede lograrse, por ejemplo, con la práctica del yoga, concepto que también forma parte de las enseñanzas védicas.
En
la historia del pensamiento occidental, las teorías presocráticas
fueron desvinculándose de una fundamentación puramente metafísica para
explicar la realidad o, al menos, abrieron la conversación hacia la independencia de la filosofía con respecto al mito; las orientales, ejemplificadas en los Upanishads, se arraigan en este caso en una base que va más allá de lo físico, pero lo hacen obligándonos a mirar hacia dentro,
nos llevan hacia nuestro interior, nuestra conciencia. Su Absoluto es
una entidad inmaterial, sin forma ni atributos, trascendental, pero sólo
llegamos a ella cuando nos percatamos de que lo que llevamos dentro
(alma, atman), no es más que una parte de aquél. Todo esto trae con facilidad a la memoria la Idea Suprema de Platón, cuya teoría de las Ideas o de las Formas bebió precisamente de corrientes orientales y pitagóricas, el determinismo estoico, el Uno de Plotino o la iluminación interior de Agustín de Hipona.
Uno de los textos más conocidos dentro de esta última compilación védica es el Katha Upanishad, recopilado dentro de los diez primeros libros (y, por tanto, también de los más antiguos) que conforman los ciento ocho Upanishads.
En él se narra la historia del niño Nachiketa, cuyo padre se había
comprometido a realizar un sacrificio que implicaba deshacerse de todas
sus pertenencias, incluida su familia. El padre, sin embargo, únicamente
se deshizo de lo material, pero se quedó con su mujer y sus hijos, lo
cual decepcionó a Nachiketa y así se lo hizo saber. Enfadado, el padre
le dijo entonces que se desharía de él, pero enviándolo directamente a
Yama, el señor de la muerte en la mitología hindú. Nachiketa, obstinado,
decidió marchar por su cuenta en busca de tal deidad y, tras esperar a
las mismas puertas de la muerte durante tres días, su determinación
conmovió a Yama, quien le concedió tres deseos por la osadía sin esperar
lo imprevisto de la última petición del muchacho: Nachiketa quería
saber lo que había después de la muerte, si algo de él permanecería en
este mundo, si todo era perecedero. Tras muchas reticencias, Yama
termina ofreciéndole el conocimiento deseado, que pasa por relacionar el interior del ser humano con el del Absoluto (Brahman), por darnos cuenta de que nuestra alma pertenece de algún modo al orden de la Naturaleza y, por tanto, que formamos parte del Todo; si interpretamos al padre de Nachiketa como nuestro yo entregado a los deseos materiales y al propio chico como nuestra conciencia, el vínculo Brahman-Atman queda de la siguiente manera: sólo
encontrándonos a nosotros mismos, a nuestro verdadero ser,
conseguiremos librarnos de los desasosiegos e incluso del miedo a la
muerte.
Es en ese conocimiento del Absoluto, en ese sustento psicológico, donde nuestro ser encuentra sosiego: todos los individuos formamos parte de lo mismo. Como reza una de las frases de los Upanishads destacadas por el mismísimo Arthur Schopenhauer: «Yo soy todas esas criaturas en su totalidad y fuera de mí no hay nada».
l acercamiento convencional al suicidio es psiquiátrico. Si
preguntamos al ciudadano medio por qué la gente se suicida,
probablemente citaran los trastornos mentales y la depresión en la
respuesta. Las personas en el Occidente actual tienden a pensar que el
suicidio es una acción profundamente individual, algo enraizado en el
drama interno de la mente humana y que el suicidio es un problema médico
o mental que pertenece al campo de la psicología y la psiquiatría y no
al de la sociología. Pero este enfoque no reconoce las causas sociales
del suicidio que son las que trata Jason Manning en su libro Suicide. The Social causes of self-destruction.
Ya Durkheim argumentó que el suicidio varía de forma predecible de una
sociedad a otra y que era algo explicable con las condiciones sociales
externas. La gente se suicida por divorcios y rupturas emocionales, por
el desempleo y los problemas económicos, etc. En este artículo voy a
intentar resumir las ideas y planteamientos de Manning. Manning es
sociólogo y utiliza en este libro como referencia teórica la llamada
Sociología Pura (de la que ya hemos hablado aquí)
de su maestro Donald Black, un enfoque teórico controvertido y del que
daré mi valoración actual más abajo. Sin embargo, no es necesario
adherirse a esa teoría para entender y revisar lo esencial de lo que
quiere transmitirnos el autor. Jason considera que el suicidio es una
conducta social y que se puede explicar sociológicamente. Según Jason,
el suicido es resultado del conflicto y es más probable que unos
conflictos lleven al suicidio que otros.
Como siempre, es necesario partir de alguna definición de suicidio y Manning usa una definición bastante amplia: “suicidio es la autoaplicación de violencia letal”.
A partir de ahí, habría que definir qué es letal, que es autoaplicación
y demás, y la cosa se complicaría y nos daríamos cuenta de que la
letalidad es un continuo, de que el suicidio no es algo homogéneo y
existen muchos tipos y variaciones, pero ahora iremos viendo todo ello.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Conflicto
Como decía, Jason trata el suicido en este libro en el contexto del conflicto. El conflicto, según lo define Donald Black es un “choque entre bien y mal que ocurre cuando alguien provoca o expresa una queja/agravio/reclamación”.
La gente puede condenar a los demás por arrogancia, avaricia,
impaciencia o estupidez. Podemos criticar a alguien porque no muestra
interés en nosotros, o porque muestra demasiado interés y se mete en
exceso en nuestros asuntos. Nos quejamos porque nos insultan, nos
abandonan, nos traicionan, nos hacen trabajar demasiado, etc. El
conflicto es ubicuo e indisociable de la condición humana, todos tenemos
intereses diferentes y no hay manera de conciliarlos a la perfección.
Y la gente maneja el conflicto de diferentes maneras. Podemos huir,
alejarnos de los que nos ofenden, podemos hablar y negociar soluciones,
podemos quejarnos a una tercera parte que haga de mediador, o podemos
usar la agresión y la violencia. A todas estas conductas se les llama en
sociología manejo del conflicto o control social, es
decir, todas estas maneras de expresar o manejar las quejas, de definir y
de responder a la desviación (con respecto a las normas) son formas de
control social. El conflicto da lugar a una gran variedad de conductas:
cotilleo, pleitos, arrestos, peleas, protestas, manifestaciones,
huelgas, genocidios…y también a suicidios. El conflicto causa suicidio y
muchos suicidios son una manera de responder al conflicto. Esto es, el
suicidio es una forma de manejo del conflicto o de control social. En
realidad, un suicidio concreto podría pertenecer a una o más categorías
de manejo del conflicto, como por ejemplo el escape, la protesta o el
castigo.
El suicido puede ser una forma de escapar del conflicto, de mostrar
la desaprobación y retirarse de la situación pero también de alterar o
de intervenir en ese conflicto. El suicidio también puede ser una
técnica de protesta. Tenemos el ejemplo del gran número de monjes
budistas que se han quemado a lo bonzo para protestar contra el control
chino del Tibet o el de Thich Quang Duc en Vietnam en 1963 contra la
política discriminatoria del budismo del presidente católico Ngo Dinh
Diem. Pero el suicidio como protesta no ocurre sólo a nivel político
sino también a nivel interpersonal; muchos suicidios o intentos de
suicidio son una protesta contra la conducta de los padres, de una
pareja, o una llamada de ayuda a amigos o familiares para cambiar una
situación. En un estudio que cita Manning, el 14% de las personas que
habían realizado un intento de suicidio mencionaron que “alguien
cambiara de opinión” como una influencia importante en su acto.
El suicidio puede también ser un acto de castigo de las personas que
quedan atrás. En sociedades tradicionales, la gente cree que el suicidio
desata fuerzas sobrenaturales que castigarán a la persona que se
considera responsable de que el fallecido se quitara la vida. Pero el
castigo no procede sólo de seres sobrenaturales sino que en muchas de
estas sociedades hay unas normas que hacen que si una persona del clan A
se suicida como respuesta a una ofensa cometida contra ella por alguien
del clan B, entonces los miembros del clan A piensan que el clan B es
responsable de esa muerte y tiene que repararla económicamente o de
alguna manera. Hablamos de ello en esta entrada sobre el suicidio con intención hostil.
Pero también en nuestras sociedades el suicidio puede ser un acto de
venganza y puede usarse como castigo para infligir un daño psicológico
en los que quedan atrás. El suicidio inspira una culpa tremenda en estas
personas que irremediablemente piensan que podrían haber hecho más para
impedirlo. Un estudio de notas de suicidio en Louisville, Kentucky,
revela que en el 22% se mencionan las acciones de otras personas como
causa del suicidio y por lo menos implícitamente se les culpa de ello,
pero en el 9% se culpa a alguien de una manera franca y hostil.
Por tanto, el suicidio es a menudo una forma de protestar, castigar o
de expresar una queja o agravio contra otras personas. Sea un acto de
evitación, llamada o de agresión, estos suicidios son un tipo de control
social, una manera de responder a conductas que el perpetrador ve como
injustas u ofensivas. En la medida en que la auto-destrucción es control
social, una respuesta a unos agravios percibidos por el suicida,
estamos hablando de una conducta moralista, podríamos hablar de un
suicidio moralista. Por supuesto, no todos los
suicidios son moralistas o causados por conflictos. Según datos del CDC
norteamericano y un estudio propio, Manning estima que un tercio
aproximadamente de los suicidios son causados por conflictos. Pero,
además de estas cifras, nos falta considerar otro tipo de suicido
moralista. No todos los suicidios moralistas se deben a agravios o
quejas contra otra gente. En algunos casos las quejas son contra uno
mismo y lo que el suicida busca es castigarse a sí mismo por alguna mala
acción que cree haber cometido. Hablaríamos de un control social de uno
mismo. ¿Por qué va nadie a manejar un conflicto cometiendo suicidio?
¿Por qué los manifestantes se queman a sí mismos a lo bongo en lugar de
quemar las casas de sus enemigos? ¿Cuándo intentará una persona
agraviada hacer daño a alguien haciéndose daño a sí mismo? ¿Bajo qué
circunstancias los perpetradores de ofensas se ejecutarán a sí mismos?
¿Qué hace que surjan los conflictos suicidas para empezar?
Hay muchas formas de responder a estas preguntas y Jason Manning
intenta responderlas de una manera sociológica. Esto no quiere decir que
Jason niegue la validez de las ideas psicológicas o psiquiátricas. El
dolor psicológico, la desesperanza o percibir que uno es una carga puede
hacer más probable que alguien intente suicidarse. La genética y la
neuroquímica influyen en la conducta humana y hay personas que sufren
una tristeza prolongada sin razones externas aparentes o unas respuestas
extremadamente severas a factores estresantes externos. Pero los
individuos humanos no operan en un vacío y sabemos que las
circunstancias externas tienen una poderosa influencia. Mientras que es
verdad que las personas deprimidas tienen más riesgo de suicidarse,
también es verdad que la mayoría de ellas no se suicida y que muchas
personas que lo hacen no están deprimidas en el sentido psiquiátrico del
término. Dice Manning: “Podríamos describirlos como “deprimidos por”
algo -la pérdida de un trabajo, una relación rota, una humillación, una
enfermedad debilitante- pero no necesitamos apelar a una misteriosa
condición mental para identificar la fuente de su sufrimiento”. También,
aunque alguien tenga un trastorno mental que les predispone al
suicidio, es a menudo un evento social -un conflicto- lo que al final
desencadena el acto. Sean cuales sean los condicionantes biológicos o
psicológicos, el suicidio varía claramente con el ambiente social.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Sociología Pura
El paradigma que sigue Manning para enfocar el suicidio como conducta
social es el de la Sociología Pura, una estrategia de explicaciones
desarrollada por el sociólogo Donald Black. La persona interesada puede
leer este artículo que
he citado anteriormente. Básicamente, Black dice que toda conducta
social humana ocurre en un configuración determinada del espacio social,
conocida como la geometría social o la estructura social. Diferentes
estructuras producen diferentes conductas y la geometría social explica
las variaciones en la vida social. Cada conflicto tiene su propia
estructura social, dependiendo de si es un conflicto entre personas
íntimas o entre extraños, entre alguien del mismo rango social o entre
personas de diferente nivel socioeconómico, entre personas de la misma
cultura o diferente, etc. Esta estructura social predice cómo se
manejará y resolverá el conflicto. Pero el espacio social no es algo
estático sino que su estructura cambia con el tiempo. Por ello, al
espacio social habría que añadir el tiempo social, que consiste en la
forma en que cambia el espacio social con el tiempo. Por ejemplo, las
relaciones empiezan, las relaciones se rompen, la gente encuentra un
empleo, la gente se queda en paro, etc., y todo esto provoca cambios en
el nivel de intimidad, en el estatus social y en todos los parámetros de
esa geometría social.
Pero para hablar de las causas sociales del suicidio no necesitamos
adherirnos para nada a esta forma de interpretar las cosas. Mi
valoración personal es que la sociología pura de Black no es más que un
lenguaje muy glamuroso y llamativo que en el fondo no dice nada que no
podamos decir de una manera más llana. Utiliza su propia terminología
para llamar a las cosas (mencionaré algunas) y eso da la impresión de
que nos está diciendo cosas nuevas sobre la realidad que no sabíamos,
pero eso me parece que no es más que una ilusión. Incluso formula
algunas de sus ideas en forma de teoremas (“la ley es una función
curvilínea de la distancia relacional”, por ejemplo) lo que le da una
pátina aparentemente científica, pero tampoco nos permite hacer
predicciones que no podamos hacer sin ese lenguaje. Tal como yo lo veo,
es una manera alternativa y elegante de contar las cosas pero no una
explicación científica de la realidad. Así que vamos a ver ahora algunas
causas sociales del suicidio y evitaré el lenguaje de la sociología
pura, salvo en ciertos momentos.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Desigualdad
En la mayoría de las sociedades vemos una distinción entre clase alta
y clase baja, dominantes y subordinados, aquellos a los que se mira
hacia arriba y aquellos a los que se mira por encima del hombro. Esto es
la desigualdad social, también llamada estratificación y en sociología
pura representa lo que se llama la dimensión vertical del espacio social
(la elevación social). En biología evolucionista, y en otras
disciplinas, se llama estatus y es evidente que los humanos (y otros
animales) viven en sociedades jerárquicas. Por tanto, lo llamemos como
lo llamemos, es verdad que los humanos somos criaturas ávidas de estatus
y que para nosotros el prestigio, el lugar en la jerarquía, es algo
esencial. En este apartado vamos a hablar de factores sociales
relacionados con el estatus y de su relación con el suicidio.
Manning revisa estudios históricos, que vienen desde Durkheim, sobre
si el suicidio ocurre más en las capas sociales más aventajadas o en las
de menor nivel socioeconómico. Durkheim cita la menor tasa de suicidio
en países pobres (como Irlanda) comparada con países más ricos ( como
Francia). Otros studios han encontrado una mayor tasa de suicidio entre
las personas con menos educación y menos recursos sociales así que esta
relación no está tan clara. La mayoría de estos estudios no diferencian
bien ser pobre o desempleado de convertirse en pobre y desempleado. Y
aquí la cosa parece estar más clara: descender en la jerarquía o en el
estatus es una factor de riesgo para el suicidio (señalado también por
el propio Durkheim).
Una forma de pérdida de estatus, la pérdida de riqueza, parece estar
sólidamente demostrado que aumenta el riesgo de suicidio. Manning cita
varios estudios de la crisis del 2008 que así lo encuentran, tanto en
Europa como en Norteamérica y Sudamérica. También hay estudios de
“autopsia sociológica” de casos de suicidio, como uno en Reino Unido,
que encuentra que el desempleo jugó un papel en 20% de los estudios y
algún tipo de deuda económica en un 10%. Descender en la escala social
parece ser más peligroso que estar en una escala social baja. Y no sólo
perder el empleo. También hay estudios que encuentran que perder la
propia casa, el ser desahuciado, aumenta cuatro veces el riesgo de
suicidio. Pero la riqueza puede incluir nuestra capacidad para ganarnos
la vida y para cuidar de nosotros mismos y de los nuestros. En ese
sentido, nuestro cuerpo y nuestra salud es un activo importante y las
enfermedades supondrían un descenso en nuestro estatus, y un riesgo para
el suicidio. Merece la pena señalar que el estatus es un problema
comparativo y que tendemos a ver el estatus como un juego de suma cero,
es decir, si alguien lo gana otro lo pierde. Esto complica mucho la
valoración del impacto de la situación económica en el suicidio. Por
ejemplo, parece ser más perjudicial que alguien pierda su empleo
mientras los demás en su entorno lo mantienen o mejoran su situación que
perder el empleo si todas las personas a tu alrededor lo pierden
también. En este sentido, no sólo el paro sino el hecho de no mejorar la
propia situación con respecto a lo que progresan los demás podría ser
un factor de riesgo para el suicidio.
La pérdida de la reputación, de la respetabilidad o prestigio, es
otro tipo de pérdida de estatus. A veces, la pérdida de empleo o una
discapacidad puede causar esta pérdida de reputación o de prestigio,
pero en muchas otras ocasiones la pérdida puede deberse a acusaciones de
haber cometido algo inmoral o ilegal. Muchas personas se quitan la vida
en relación a este tipo de acusaciones y esto es algo que hemos visto
con relativa frecuencia tras linchamientos en redes sociales en los
últimos tiempos. El rechazo y la condena social tienen un terrible
impacto psicológico en el ser humano; la condena al ostracismo es una
especie de muerte social y la ruptura del sentido de conexión y
pertenencia es uno de los factores de riesgo ampliamente aceptados, por
ejemplo en la teoría interpersonal del suicidio de Thomas Joiner. La vergüenza y la humillación pública, la pérdida del honor, pueden disparar la autodestrucción.
Manning revisa otros tipos de desigualdades como las que pueden
ocurrir dentro de la familia entre los mayores y los jóvenes o entre las
mujeres y los hombres y pone ejemplos transculturales de diversas
sociedades tradicionales. Pero, para acabar este apartado, mencionaré un
último tipo de conflicto relacionado con la desigualdad. Se trata del
conflicto entre un individuo y una organización. Aquí podrían entrar los
suicidios protesta, a los que ya me he referido antes, o los conflictos
con una empresa o corporación. Cuando alguien se siente agraviado o
tiene una queja contra una organización poderosa (de un estatus o
elevación muy alto), el riesgo de suicidio es elevado porque los medios
legales o de otro tipo no suelen dar resultado (la empresa va a tener
más dinero y mejores abogados normalmente), lo que deja al individuo con
un sentimiento de humillación y de maltrato que predispone al suicidio.
Un ejemplo relativamente reciente podría ser la epidemia de suicidios
que ocurrió en France Telecom, empresa que al final fue condenada por
acoso laboral masivo.
Fotografía Mary Ellen Mark
Suicidio y Relaciones Sociales
Si la desigualdad es una dimensión vertical, las relaciones y los
vínculos que tenemos con los demás representarían una dimensión
horizontal en nuestro espacio social. Las relaciones con los demás
pueden ser más íntimas o más cercanas o más o menos interdependientes. Y
esta proximidad o intimidad puede variar por conflictos (rupturas,
divorcios, traiciones, etc) y la gente puede estar en una posición más
central o más marginal en estas redes sociales. En este apartado vamos a
hablar de cómo los cambios en esta dimensión de las relaciones sociales
se asocian al suicidio.
Es algo conocido por lo menos desde los tiempos de Durkheim que
cuanto más integrada esté una persona menor es su riesgo de suicidio y
que cuanto más aislada mayor va a ser ese riesgo. Estar casado, tener
hijos, estar implicado con una comunidad religiosa o con otro tipo de
asociaciones, etc., son factores que disminuyen el riesgo de suicidio.
Por contra, cuanto más débiles sean los vínculos de una persona con la
comunidad, cuantos menos amigos y mayor el aislamiento en general, mayor
es el riesgo. El divorcio es un factor de riesgo mayor en los hombres.
La explicación puede ser que las mujeres tienen una mayor red social que
los hombres y los hombres se quedan más aislados tras el divorcio, y
también que los hombres pierden en muchos casos una relación muy
importante: la relación con sus hijos. El duelo es también un factor de
riesgo para el suicidio. Los conflictos de pareja son un factor de
riesgo para el suicidio. Según datos del CDC hasta un tercio de los
suicidios están relacionados con este tipo de problemas de pareja.
También son un factor de riesgo los conflictos familiares. Cuando dos
personas tienen una relación funcional de interdependencia, es decir,
cuando necesitan al otro para su supervivencia y bienestar sea por
razones económicas, de salud u otras, el riesgo de suicidio aumenta. La
razón puede ser que el escape de la situación u otras vías de solución
no son posibles por lo que la solución al conflicto puede ser el
suicidio.
Dentro de este apartado de las relaciones personales podríamos
incluir las relaciones y los conflictos con uno mismo y el suicidio
podría ser una manera de manejar un conflicto con uno mismo. Como ya he
comentado más arriba, una persona puede juzgarse de una manera muy dura a
sí misma. Roy Baumeister habla de que el suicidio es “un escape de una
autoconciencia aversiva”. Según Baumeister, la mayoría de suicidas no
sólo están escapando de sí mismos sino más específicamente de sus duros
juicios acerca de sí mismos. Venimos hablando de que el suicidio
puede ser entendido como una conducta social, una manera de manejar o de
escapar de un conflicto. Como tal, se trata de una interacción social
con dos lados: el individuo que protesta y el estado, un marido celoso y
una mujer que le abandona, etc. Tener en cuenta a ambas partes y la
estructura de la relación nos ayuda a entender mejor el suicidio. Pero
nos faltaría un aspecto más. Las interacciones sociales rara vez se
limitan a dos partes. La mayoría de las conductas sociales llaman la
atención de terceras partes y el papel que jueguen estas terceras
personas puede ser crucial. La mayoría de personas recurre a amigos,
familiares o sacerdotes para intervenir de alguna manera en sus
conflictos y la capacidad de encontrar o no el apoyo necesario puede ser
determinante. Aquí también entraría el papel de los terapeutas,
psiquiatras y psicólogos. Cuanto más aislada y con vínculos más débiles
se encuentra una persona, menor va a ser su probabilidad de encontrar el
apoyo que podría ayudarle a enfrentar o salir de la situación de
conflicto. Un buen apoyo de tercera personas podría ayudar a prevenir el
suicidio.
Fotografía Mary Ellen Mark
Conclusiones
Toda conducta humana es compleja e imposible de atribuir a un sólo
factor, es mucho más probable que conductas como el suicidio sean
multideterminadas y que interaccionen muchos factores distintos
probablemente de formas que todavía desconocemos. Este libro de Jason
Manning se centra en los factores sociales, que sin duda son muy
importantes. Pero la crítica que hacíamos a un enfoque exclusivamente
psiquiátrico o psicológico la podemos hacer a este modelo sociológico.
La mayoría de las personas que sufren una ruptura amorosa no se suicida,
ni la mayoría de las personas que se queda en paro, ni la mayoría de
las personas que tiene deudas, etc. Desde una perspectiva de sociología
pura, la misma geometría social no lleva al suicidio a todas las
personas.
Hemos mencionado diversos factores que contribuyen al riesgo de
suicidio. Evidentemente, cuando estas factores ocurren de forma
simultánea, el riesgo se multiplica. Si una persona sufre una
combinación de problemas, como una infidelidad por parte de su pareja,
una humillación pública, la pérdida del trabajo, etc…el riesgo de que el
suicidio se convierta en la salida o en la forma de manejar la
situación aumenta. A veces, como decía Seattle, hay “crisis inmediatas”
pero otras veces hay “crisis acumulativas”, es decir, una acumulación de
dificultades a lo largo de un periodo prolongado de tiempo. Como
ejemplo de intervención de múltiples factores podemos ver este caso
extremo referido por Black de un hombre que se suicidó después de matar a
su ex-mujer y a ocho familiares:
“Los homicidios ocurrieron seis días después de que su mujer
finalizara el divorcio que acabó no solo con la relación con su esposa
sino con la relación con su hijastra y otros miembros de la familia. Su
mujer había obtenido también una sentencia que le condenaba a
financiarla económicamente en el futuro, a hacer unos pagos de 10.000
dólares, autorizaba que ella se quedara con el anillo de diamantes como
regalo de matrimonio e incluso que ella se quedara con el perro de la
familia (la única relación estrecha que le quedaba). Había perdido su
trabajo recientemente lo que hacía difícil cumplir con estos pagos
económicos a su ex-mujer, sus gastos legales en abogados y los pagos de
la casa.”
Creo que aunque en el fondo Manning no nos cuenta nada nuevo, hace una buena revisión de la importancia de los factores sociales en el suicidio, así como un intento de encuadre teórico sin dejar fuera de la ecuación a los factores biológicos y psicológicos. Y tiene sin duda razón en que, en muchos casos, la intervención fundamental para ayudar a una persona con riesgo de suicidio no va a ser un antidepresivo o una psicoterapia (o no solo), sino que puede ser ayudarle a encontrar un techo, unos ingresos, mediar en un conflicto que tenga con otra persona o institución o ayudarle a recuperar su reputación o a evitar relaciones de dependencia.
Popularmente, cuando observamos la
historia de la ciencia, tenemos la sensación de que la ciencia avanza,
de que cada vez vamos acumulando más conocimiento. Thomas Kuhn, sin
embargo, introduce una nueva perspectiva que rechaza esta visión. Para
este autor, el movimiento de la ciencia es un movimiento basado en
rupturas y discontinuidades. En esta nueva perspectiva, el concepto de
paradigma tiene un papel central.
Por Javier Correa Román
Thomas Samuel Kuhn (1922-1996) es uno de los teóricos de la ciencia más importantes del siglo pasado. Doctorado en Física, impartió clase en algunas de las universidades más prestigiosas del mundo, como Berkeley, Princeton o el MIT,
todas ellas en Estados Unidos. Con el tiempo, se adentró en la
filosofía de la ciencia, disciplina que analiza la práctica científica y
los fundamentos de la ciencia. Su obra revolucionó la filosofía de la
ciencia y aportó una visión completamente novedosa.
En el siglo XX, la filosofía de la ciencia tuvo principalmente tres momentos diferenciados.
El primero de ellos es el correspondiente al positivismo. Del
agotamiento de este nacieron las propuestas de otro destacado filósofo
de la ciencia: Karl Popper
(1902-1994). La visión que Popper tenía de la ciencia era una visión
continuista y acumulativa, es decir, para Popper, la ciencia avanza poco
a poco de tal forma que cada vez vamos adquiriendo más conocimiento.
El tercer momento clave en la filosofía de la ciencia del siglo XX corresponde a la propuesta de Thomas Kuhn.
A diferencia de la visión continuista y acumulativa de la ciencia que
tenía Popper, Kuhn entiende el movimiento de la ciencia como un
movimiento rupturista (esto es, un movimiento discontinuo) basado en las
crisis y las revoluciones científicas. Lo verdaderamente novedoso de la
propuesta de Kuhn consiste en estudiar la ciencia de una forma
histórica. Por eso, en algunas ocasiones, se dice que su teoría ha
supuesto un «giro histórico» de la filosofía de la ciencia.
El libro más importante de Kuhn es La estructura de las revoluciones científicas, editado en el año 1962.
En este libro se presenta su nueva forma de entender el avance de la
ciencia. A pesar de haber muchos conceptos fundamentales que organizan y
articulan esta propuesta novedosa (como «generalizaciones simbólicas»,
«modelos», «valores» o «ejemplares»), en este artículo nos vamos a
centrar en uno de los conceptos que más han influido a los filósofos
posteriores: el concepto de «paradigma».
Antes de comenzar con el análisis del concepto de paradigma, es
necesario primero explicar qué dos tipos de momentos históricos vive la
ciencia según Kuhn. Estos dos momentos corresponden a la ciencia normal
y la ciencia revolucionaria.
Ciencia normal y ciencia revolucionaria
A lo largo de la historia, Kuhn distingue dos maneras de «hacer ciencia». El primero de estos modos es el que Kuhn llama el modo «normal» de hacer ciencia. Esta forma de hacer ciencia es el modo usual en el que operan los científicos en su día a día y a lo largo de la historia. El segundo modo de hacer ciencia es el que Kuhn llama el modo «revolucionario» o «no-normal», que se da solo en algunos momentos puntuales de la historia.
Pensar va más allá de una capacidad para poder competir con los demás. Javier López Alós nos describe en su libro El intelectual plebeyo
que la vida intelectual no debe quedar reducida a una pedagogía
extractivista, donde se extrae nuestra vida desde el rendimiento y la
prisa, como si las cosas existieran para ser rebasadas.
Por Manuel Antonio Silva de la Rosa
En la actualidad, a los que queremos dedicar tiempo y espacio
para poder pensar, nos arrebata la vida al estar haciendo algo, pero
esa rapidez indica solamente un pensar mínimo. El impulso
emancipador que tiene el pensar queda simplificado a una técnica
competitiva que va sofocando el sentido y la fuerza de nuestra libertad.
Para poder comprometernos e implicarnos con honestidad necesitamos
estar atentos a las problemáticas de la realidad.
En un contexto donde el ámbito académico nos exige no sólo el dar clases,
sino producir cierta cantidad de artículos al año, ir y crear
coloquios, presentar proyectos de investigación, hacer informes,
papeleo, gestión, sentarse en su escritorio para contestar correos,
buscar financiamiento para poder generar proyectos, asistir a reuniones,
figurar en comités, etc. —total, son un sinfín de cosas por hacer—, el
pensar se acota a una simple gestión de nuestro comportamiento en cada
actividad y lugar al que asistimos. Tristemente hemos trasladado el
pensar a la simple administración, organización y gestión del
aprendizaje.
Este mecanismo en el que nos encontramos anclados lo único que produce es una parálisis vertiginosa.
Es un tiempo de prisa donde no hay momento para pensar desde y con los
demás. Existe una apariencia de que estamos en movimiento, simulando que
estamos construyendo una vida intelectual, recreando la vida, pero en
el fondo estamos ajetreadamente dando vueltas en un lugar que se
mantiene inmóvil. De esta manera, la dinámica en la que nos encontramos
nos demanda que seamos capaces de gestar un pensar original, pero al
mismo tiempo pone ciertas dificultades para dejarnos conducir por el
devenir del pensar compartido.
El libro de López Alós nos sumerge en esta problemática desde una narrativa crítica.
A mi juicio, realiza un análisis asertivo donde desmantela el
encumbramiento de los criterios de productividad, además de ver cómo
funciona el absolutismo de lo instantáneo o la excepcionalidad de la
repercusión pública. En concreto, el autor se embarca en la exploración
de las condiciones de posibilidad de una vida intelectual y de una
normatividad adecuada a ello. Lo que me llama la atención del libro es
que el pensar no es una mera capacidad en donde se pone en juego la
competitividad, sino una actividad compartida.
El que piensa está actuando, está realizando una acción, y toda acción significa movimiento y significatransformación. Es
un pensar que transforma nuestra vida desde la relación de unos con
otros y de unas con otras. En el capítulo cuatro, que lleva por nombre Lo plebeyo como estilo, nos describe el talante que tiene el intelectual plebeyo.
«El intelectual plebeyo no tiene un público
propiamente dicho al que dirigirse, cualquiera puede ser parte y él
mismo forma parte de esos cualquiera. En otros términos, hay
posibilidad, pero no expectativa: no da por sentada la presencia de los
otros y, a la vez, nadie lo espera. El encuentro es factible, pero no se
toma por garantía y derecho. Desde esta posición difícilmente se oirá
al intelectual plebeyo protestar que no se le hace caso, no se le
entiende o que el público no está a la altura de su obra».
El autor se embarca en la
exploración de las condiciones de posibilidad de una vida intelectual y
de una normatividad adecuada a ello. Llama la atención del libro que el
pensar no es una mera capacidad en donde se pone en juego la
competitividad, sino una actividad compartida
Esta lectura me hizo recordar a un escrito de una maestra querida que tuve en la licenciatura: Eneyda Suñer. Ella dice:
«El pensar en serio es demandante, nos exige tiempo y
soledad y el intelectual que vive para el incienso no tiene tiempo,
quiere ser el ajonjolí de todos los moles, ser citado, reclamado,
escuchado en todos los foros y homenajeado, esto lo hace lector de
manuales que le presenten a él ya digerido, aquello que él a su vez va a
presentar ultradigerido a los demás, o se vuelve repetidor de lo que
leyó y pensó en sus juventudes y que no ha vuelto a replantearse en
serio, o, lo que es peor, se hace plagiario de las ideas ajenas que él
tiene la facilidad de presentar como suyas sin mucha profundidad, pero
presumiendo de una aparente originalidad».
El libro El intelectual plebeyo me invita a reconocer la falta que nos hace pensar desde la honestidad más que desde la carencia del reconocimiento. López
Alós señala que el pensamiento es un modo de acción social donde
debemos tomar en cuenta la experiencia del tiempo y el espacio y, por
otro lado, indaga en la subjetividad del intelectual en cuanto a
cuestiones sobre todo de vocación, responsabilidad y estilo. Siguiendo
el hilo de lo que desarrolla el autor en la obra, considero que está de
fondo la suma importancia de acoger la pregunta dialéctica que
desarrolla Gadamer, para quien la clave está en sospechar aquello que
dices que sabes.
Es fundamental cuestionar nuestra manera de saber.
Se requiere abrir espacio para plantear nuevas preguntas. Para que la
resistencia del pensar alegre florezca es necesario cultivar y compartir
en un diálogo fructífero la sospecha interna. Si bien es necesario
tener tiempo a solas para poder pensar, nuestro pensamiento no puede
anquilosarse bajo el solipsismo.
Para que el pensamiento sea creativo, necesita de una resonancia y disonancia, requiere de un diálogo sincero y pausado.
Pero este diálogo no es nada más un intercambio de ideas. No se trata
de imponer verdades o dominar el pensamiento. El intelectual plebeyo
está en el horizonte de nuestras preguntas. Estas preguntas se
potencializan en el arte de dejarnos llevar por una conversación. En ese
juego dialéctico que tiene la conversación «el preguntar es más un
padecer que un hacer. La pregunta se impone; llega un momento en que ya
no se le puede seguir eludiendo ni permanecer en la opinión
acostumbrada».
El libro El intelectual plebeyo
me invita a reconocer la falta que nos hace pensar desde la honestidad
más que desde la carencia del reconocimiento. López Alós señala que el
pensamiento es un modo de acción social donde debemos tomar en cuenta la
experiencia del tiempo y el espacio
Para que la dialéctica del preguntar pueda ponerse de pie necesita del contacto con lo otro. Uno de los elementos importantes que pone López Alós en su libro es la capacidad de atender la vida. Esto me hizo recordar a María Zambrano en Esencia y forma de la atención, donde dice:
«Elejercicio de la atención es la base de
toda actividad, es en cierto modo la vida misma que se manifiesta. No
atender es no vivir […] La atención es en cierto modo la misma
conciencia cuando se despierta. Por difusa que sea siempre tiene un
centro, un imán que la fija. Y cuando la atención está, por así decir,
suelta, cuando vaga libre en modo espontáneo y casi imperceptible para
el sujeto, va en busca de algo. La atención es ávida, hambrienta, como
el ser humano, se diría. Cuando la atención se despierta, lo mismo que
cuando el hombre se despierta, va hacia algo; no se despierta
simplemente, se despierta a, hacia, al encuentro de la realidad y dentro
de ella hacia algún punto o aspecto de ella. Y lo cierto es que la
atención sólo se fija, sólo descansa de su ávida búsqueda, cuando
encuentra algo así como un argumento. Esto es algo que los educadores no
deben nunca de olvida».
Termino recuperando lo que Javier López Alós enfatiza en su libro, la importancia del pensar alegre: «Hablaríamos, entonces, de una alegría que brota también del ejercicio del pensar para con los otros y que, al mismo tiempo, produce pensamiento. Se da un efecto transformador en el encuentro con el otro, que me afecta, que nos potencia en el hacer recíproco y que, cuando se produce, llegamos a sentir como verdadera celebración». Celebro con alegría encontrar una amistad intelectual y una confianza mutua de pensar en libertad y cooperación.
Da la impresión, en ocasiones, cuando nos sentimos desamparados y sin consuelo, de que la auténtica matria –acogedora, confortable y vivificante– es la infancia. Quizá, los adultos sólo creamos ficciones para poder
regresar a ese tiempo en el que todo está lleno de asombro, de una
maravillosa y envolvente sensación de pertenecer a este mundo. E
incluso deseamos con toda nuestra fuerza abandonar ese tempestuoso mar
al que llamamos «edad adulta», en el que muchas veces nos vemos
obligados a vivir como auténticos náufragos: solos, abandonados y a la deriva.
Todo relato
vital encierra ese doble movimiento: el del adulto que quisiera
regresar a una tierra perdida, de la que se siente para siempre
desterrado, y el del niño o la niña que, con los «ojos en pasmo» (en expresión de José Ortega y Gasset), observa cuanto le rodea con mirada virgen, casi extraviada, pero por eso mismo cargada de ilusión ante lo novedoso.
El niño siente dentro de síuna incontrolable inmensidad que también observa ahí fuera
(en el cielo, en los pájaros, en los adultos –esos seres
incomprensibles–, en el juego), y se ve y se juzga frágil por primera
vez, sujeto al cambio, que no sabe aún cómo conjugar ni manejar. Pero
siempre están los padres para reinstaurar el equilibrio perdido. A pesar
de ello, van apareciendo, igualmente, las primeras ideas sobre la caducidad, sobre la fugacidad de todo cuanto sucede,
y cobra consciencia (¡qué palabra, qué gran carga la conciencia!),
paulatina o súbitamente, de que todo eso que ve ante sí tiene un
comienzo y tiene también un final. Es el amanecer de los contrarios en
el ánimo del niño, que piensa aún ese cambio como algo genérico, extraño
y ajeno, que todavía no puede aplicarse a su individualidad, porque se
piensa permanente, eterno: intocable.
La
naturaleza, para el alma infantil, se configura como una madre y como un
refugio, pero también como escenario inherente al ser humano donde
puede correr, saltar y jugar. Sobre todo jugar. Donde puede comunicarse, en una extraña unión, con todo lo que la circunda: sin opresión ni sumisiones,
aunque todo juego, por supuesto, tenga sus normas. Porque ahí están los
adultos para decir «basta»: basta de juegos, basta de tiempo ocioso,
volvamos a la obligación. Y el niño, así, cae en la cuenta de que ese
presente de la diversión ya pasó, y que el tiempo transcurre, avanza, se desliza sin que tengamos dominio sobre él.
¿Quién no sintió, de niño, las horas de la siesta como una suspensión
soporífera de la vida, en la que un cierto hedor temporal adulto
estrangulaba y colapsaba las ganas, las ansias, las fuerzas de la
infancia, que pujaban por no perder ni un solo segundo de ese presente
que escapa y que, misteriosamente, los adultos dejaban ir mientras
dormían o veían el informativo o una telenovela?
También los niños se sorprenden de estos saltos generacionales,
y se preguntan por la exclusividad de su experiencia, y de si esos
adultos, que tantas trabas ponen a su libertad, son iguales a ellos.
Surge así la sorpresa por verse diferente de aquellos que los guían y tutelan: les proporcionan una extraña y enrarecida seguridad que, a la vez, restringe y lima su libertad.
Se presiente ya, aunque no se entiende –ni se quiere entender–, la
angustia por ese tiempo fugitivo que los adultos compartimentan y
despachan como si fuera una posesión de la que pueden disponer a su
antojo.
La filosofía, y su enseñanza, es necesaria en las instancias más tempranas de la educación porque niños y niñas, desde muy pronto, comienzan a revelarse como inocentes –pero muy fervientes– escrutadores de la realidad.
La pregunta surge espontáneamente, y una de las primeras expresiones
que aprendemos a balbucear, junto a «mamá» o «papá», es «por qué». Un
«por qué» dirigido casi siempre a esos mismos progenitores que, en
muchas ocasiones, se conforman con responder con un insuficiente y ufano
halo de autoridad: «Porque es así», «Porque lo digo yo». Una extraña
semántica que no sacia la natural curiosidad infantil o
que, de hacerlo (debido a la connatural confianza que emana de los
niños respecto a sus padres o profesores), cercena nuestras capacidades
críticas y creativas.
Es este el horizonte desde el que debemos afrontar el derecho (y añadiría, la obligación civil) a una enseñanza integral desde la niñez, que no se resigne a –ni se agote en– una contaminada pedagogía utilitarista
encaminada en exclusiva a la obtención de un empleo, y que, en fin,
tome la filosofía (y las humanidades en general) como una disciplina
fundamental para que niños y niñas cuestionen la pérdida de libertad que los adultos sufren y asumen deliberada y paulatinamente a medida que avanzan en su camino hacia etapas más avanzadas de la vida.
La
filosofía forja la necesidad interior de mantener y desarrollar un
progresivo compromiso individual con cuanto nos rodea. Como apuntó la
pensadora Hannah Arendt,
atreverse a insertar el propio yo en el mundo y comenzar una historia
personal es la potencia que fomenta la filosofía. Nada más y nada menos.
Pero esta tarea resulta imposible en soledad. La acción no puede llevarse a cabo en el aislamiento:
la acción real se efectúa con y frente a los demás, en el espacio
público, allí donde nos vemos las caras e intercambiamos palabras,
discursos. De otra manera, si nos ceñimos al espacio privado, a la casa
(a un voluntario arresto domiciliario del pensamiento propio), nuestras
acciones no repercuten ni pueden repercutir en el otro, y acabamos convertidos, tristemente, en individuos que todo lo padecen y todo lo consienten: adviene entonces la manipulación desde instancias de muy diverso calado, políticas, económicas, estatales.
Es por
ello, también, que desde los poderes establecidos se nos trata como una
masa indiferenciada, como «humanidad» o «ciudadanía»; porque la masa es indolente e inoperante –en términos de disidencia– y se deja manejar, sobre todo emocionalmente. Ahí están las fake news,
el imperio de la posverdad. Sin embargo, el individuo es impredecible y
tiene la capacidad de convencer y mover a otros a la acción. La filosofía despierta este ahínco por pensar y pensarnos
desde la individualidad para intervenir en la colectividad que somos y
conformamos. Hacer filosofía es una forma de cuidado y de preservar lo
más propiamente humano: el pensamiento que se traduce en acción.
Quienes hacemos, ejercemos, enseñamos o fomentamos la filosofía, también formamos una polis, una ciudadela rebelde
frente a esa violencia institucional que nos quiere tristes,
automatizados, homogéneos, dependientes y separados, y que anhela una
gran masa informe a la que poder manejar a su antojo y al albur de las
circunstancias de turno. Precisamente, enseñar y hacer filosofía es atreverse a decir «yo pienso» o, es más, «yo pienso esto o lo otro», con y frente
al otro; un otro que, a su vez, expresa sus convicciones y diferencias y
las confronta con sus semejantes. Y todo porque quien hace filosofía
asume el riesgo de poder estar equivocado.
Los niños se preguntan por el porqué a medida que despiertan a un mundo que intuyen comprensible y descifrable pero que se les hace inasumible en su pluralidad e inmensidad. De ahí el «por qué» interrogativo y bellamente indagatorio que barrunta y se asoma a todos los porqués. El adulto acaba por perder esta faceta, tan fundamental, de preguntarse la razón por la que las cosas suceden, y las asume de una manera cada vez más preocupante, más indolente. Si educamos a las nuevas generaciones en esta irrazonable y tan perniciosa y perversa inercia, se perderá con ello la capacidad para cuestionar quiénes queremos ser en un mundo en el que, con una funesta normalidad, nos vemos empujados y finalmente obligados a ser, tan sólo, quienes podemos ser, sin plantearnos quiénes podemos llegar a ser. Ayudemos a cada niña, a cada niño, a todos los protagonistas de cada aventura infantil (y juvenil), a no perder ese ahínco –tan humanamente natural y espontáneo– de preguntar: sin vergüenza ni temor a ser amonestados. Porque la pregunta es principio, pero también el fin, de la filosofía.
Este proyecto, en forma de seminario online, nos acerca al pensamiento de muy diversos autores, siempre desde la perspectiva del diálogo socrático como método para la acercarnos a la justicia y de la recuperación del «amor por la ciudad» que la filosofía, en su búsqueda de la verdad, ejerce no sin dificultades a lo largo de la historia, en colisión muchas veces con los enemigos de la razón.