De la filosofía pueden decirse dos cosas. La primera es que su existencia es muy reciente: tiene apenas 2500 años. Cosas mucho más antiguas –los paisajes de nuestra infancia, el rinoceronte blanco, decenas de especies de helechos–han desaparecido y la humanidad ha sobrevivido. Si la filosofía quedase enteramente desplazada no solo de las escuelas, sino de la faz de la tierra –de su memoria común- seguiríamos estando vivos, quizás «iletrados y cerriles», como sostenía Platón en el Crátilo, pero sin ninguna conciencia de nuestra iletradez y nuestro cerrilismo. No pasaría nada porque no notaríamos nada. Al contrario de lo que pretendía Hegel, no hay ninguna relación entre realidad y racionalidad. No todo lo que ocurre es racional, no, pero sí, en cambio, es normal. Todo lo real –digamos– es normalísimo ¿El maná del cielo? Normal ¿Los bombardeos? Normales ¿La llegada del hombre a la luna? Normal ¿La llegada de los nazis al poder? Normal. ¿La desaparición del planeta tierra? Normal también. Vivir en la extrañeza perpetua, desprendidos de la realidad, sería imposible, desaconsejable y patológico, pero una normalidad sin costuras acabaría conduciéndonos al precipicio si nuestra vida no fuese rescatada de la rutina por algunos momentos inesperados de extrañeza salvífica, como a veces ocurre con la belleza y con el amor.
O lo diré de otra manera: vamos cediendo al abismo objetos cuya memoria desaparece inmediatamente de nuestra percepción. Para caer en la cuenta de las cosas que nos faltan, de las que hemos perdido, de las que nos han robado, sería necesario crearlas de nuevo. ¿Desaparecen las aves? En su lugar hay aviones ¿Desaparecen los ríos? En su lugar hay un centro comercial. ¿Desaparecen los tomates? En su lugar hay «tomates». Lo desaparecido, al desaparecer, empeora nuestra existencia, pero nuestra existencia está siempre llena de otras cosas y no notamos el empeoramiento. No echamos nada en falta. Cada época de la historia, digamos, es la época más completa de la historia. Hasta que una magdalena de Proust nos recuerda lo que hemos extraviado. Ahora bien, como su propia obra demuestra, una magdalena de Proust es un azar muy improbable en una vida humana. Tendríamos que crear de nuevo los árboles, reemplazados por cables y postes, para percatarnos de su necesidad; si los creáramos de nuevo, sin embargo, dejaríamos de notar inmediatamente la mejoría que introducen en nuestras vidas como no notamos el empeoramiento que causa su desaparición.
De ahí la necesidad de la filosofía. La única magdalena de Proust –fuente de extrañeza salvífica– que podemos introducir a voluntad en nuestra existencia común es la filosofía, que sirve para recordarnos las cosas que nos faltan, las que hemos perdido, las que nos han robado. Sin filosofía todo nos parecería igualmente normal. Si desapareciera la filosofía de nuestras escuelas –y, aún más, de la memoria de la tierra–, el color verde, el dolor de los demás, la belleza del amado y la enormidad del cielo estrellado dejarían de producirnos asombro; quedarían definitivamente absorbidos en la normalidad, que es, de algún modo, la inermidad total frente al poder. La dimensión filosófica del color, del dolor, del amor y de las estrellas quizás no precede sino que sucede al descubrimiento de la filosofía. No olvidemos, en cualquier caso, que todo empezó con un tipo llamado Tales que cayó a un pozo mientras contemplaba el cielo nocturno; y que de él sacó también Kant, muchos siglos después, la ley moral que reside en el alma de los humanos.
De la filosofía podemos decir, pues, que es joven y que podría desaparecer, junto a cosas mucho más antiguas, sin que ocurriese ninguna catástrofe inmediata, o sin que percibiésemos ningún cambio a nuestro alrededor, porque nos sirve –la filosofía– precisamente para que el mundo nos resulte benéficamente extraño y no solo destructivamente normal. Ahora bien, sobre la filosofía hay que añadir también un segundo dato inquietante: que es la única disciplina que no conoce ningún progreso. Podemos decir, no sé, que Pasteur demostró inequívocamente que la teoría de la generación espontánea –de Aristóteles a van Helmont– era errónea; y que, en términos cinéticos, la navegación a vela quedó superada por la máquina de vapor, superada a su vez por el motor de explosión. En el campo de la filosofía, sin embargo, no hay ningún progreso; los filósofos no se superan los unos a los otros. Sus obras, si se quiere, se acumulan y se citan sin negarse. Es verdad que Galileo dejó atrás el uso que la Iglesia hacía de la obra aristotélica para frenar la ciencia, pero Aristóteles, que hablaba de animales inexistentes, sigue estando tan vivo -o mucho más- que Sloterdijk o Zizek, por citar dos filósofos contemporáneos. Como sabemos, el filósofo inglés Whitehead escribió en una ocasión que «toda la historia de la filosofía occidental es una nota a pie de página de Platón». Puede parecer una provocación bravucona, pero en realidad con esta frase Whithead viene a decirnos que las grandes preguntas fueron formuladas hace 2500 años y que seguimos sin encontrarles respuesta. Al parecer, la única respuesta que se nos ocurre ahora es suprimir las preguntas de los currículos escolares.
¿Qué nos enseña la filosofía? Que los grandes problemas no tienen solución; solo pueden pensarse. Eso es lo que realmente quiere decir «pensamiento»: dar la vuelta a un problema, en bucle, en espiral, tocando fugazmente el objeto, como avispas en torno a una tortilla de patata, sin posarnos ni saciarnos jamás. ¿Y por qué querríamos enunciar en las escuelas problemas que no tienen solución, preguntas que no tienen la respuesta al final de ningún libro de sudokus? Vivimos en una «sociedad de mercado», lo que quiere decir que es por un lado sociedad y por otro mercado, con encajes entreverados entre las dos partes, siempre –por cierto– con ventaja para el mercado. Las sociedades y los mercados aman las soluciones. Las sociedades, digamos, son conservadoras; los mercados, digamos, son revolucionarios. Las escuelas ¿deben servir a la sociedad? ¿O deben servir a los mercados? Se nos olvida que el término «escuela» procede etimológicamente de la palabra «skholé», que en griego quería decir «ocio» o «tiempo libre», y que remitía –es decir- al tiempo liberado, a un lado y otro, de los trabajos de la reproducción y del peso de la tradición. «Escuela» es, por tanto, ese espacio que toda sociedad democrática se reserva al margen de la producción y de las respuestas fosilizadas recibidas para hacerse preguntas en libertad; «escuela» es, pues, sinónimo de «filosofía», como lo es también -según recuerda Carlos Fernández Liria– de «ciudadanía». Una escuela sin filosofía es sencillamente un oxímoron. Por eso mismo, una escuela privada o concertada jamás podrá ser una verdadera «escuela».
La escuela no debe servir ni a la sociedad ni al mercado. Debe protegerse y protegernos, al contrario, de las dos fuerzas. En España hay muy poca escuela, y la que queda se conserva gracias al esfuerzo heroico de maestros y profesores que tienen que deslizar el cielo nocturno, por una rendija, en un pequeño bancal permanentemente ocupado por los bancos y por la tradición; es decir, por la desigualdad y la doctrina. La enseñanza privada y concertada –no lo olvidemos– sigue estando en manos de la Iglesia y de las empresas; y nuestros gobiernos, de izquierdas y de derechas, no solo han cedido terreno a la privatización del saber –o, valga decir, a la desescolarización de España– sino que han reducido a harapos la escuela pública mientras «privatizaban» sus currículos, pensados para satisfacer dos funcionalidades contradictorias entre sí y las dos ajenas a la definición misma de la «escuela». Por un lado, a la escuela se le pide que responda a las demandas de una sociedad de mercado estratificada y desigual. Esto implica, en términos de currículo, la eliminación o reducción de las asignaturas humanistas en favor de una nueva materia, «economía y emprendimiento» (mercado), y de la siempre ineludible «religión» (tradición); implica el disparate de la escuela bilingüe, que considera la lengua una «herramienta económica» y no un regazo cognitivo; e implica la tecnologización de la enseñanza, vendida como una revolución pedagógica mientras que sus artífices –los magnates de Silicon Valley– llevan a sus niños a escuelas tradicionales sin pantallas donde los profesores escriben en pizarras y los alumnos en cuadernos (porque saben que el poder y el conocimiento residen en la relación entre la mano y la mente).
Pero a los profesores se les pide más. Una vez ha entrado el mercado en la escuela, como el mar en el casco de un barco bombardeado por debajo de la línea de flotación, se les pide que dediquen todas las horas de clase y de tutorías a achicar el agua. Se les pide que «eduquen en valores» a los alumnos. Incluso se crea una asignatura con ese nombre: una declaración de derrota y una burla un poco humillante a maestros y profesores que han dedicado años a estudiar en la universidad y a prepararse una oposición. Se les pide, pues, que pongan sus conocimientos al servicio del mercado y se les pide al mismo tiempo que corrijan en las aulas los terribles efectos económicos, culturales y éticos del mercado; y esto en condiciones materiales cada vez más degradadas. Es evidente que ahí no hay sitio ni tiempo para la filosofía. Ya es bastante con que algunos de ellos, los más fuertes, los más valientes, los más apasionados, consigan no pedir una baja por depresión e incluso deslizar, sí, un poco de cielo nocturno, de rondón, en las cabezas de nuestros niños, más formateadas que nunca por la clase social de sus padres, el hedonismo de masas y el cepo tecnológico.
Contra esto no puede hacer nada la filosofía, es verdad, un frágil pie de página en las costuras del capitalismo. Lo normal es que desaparezca y que desaparezcan con ella la extrañeza del color verde, del amor, del dolor ajeno, de las estrellas y del planeta tierra. Seamos conscientes, al menos, de que todas estas extinciones están relacionadas. No, no podemos serlo. Para eso necesitaríamos precisamente la filosofía.
Entrevista de Paco Beltrán a Jahel Queralt e Íñigo González, con ocasión de la publicación de su libro «Razones públicas: una introducción a la filosofía política». En el vídeo se hace una razonada defensa de la filosofía, sin eludir la visión crítica. Un estupendo documento de mano de tres profesionales amenos y rigurosos.
En las últimas décadas, la literatura dedicada a la autoayuda, la psicología positiva y las llamadas “nuevas espiritualidades”, como en el caso del mindfulness,
ha crecido exponencialmente y ocupa gran parte de las estanterías
destinadas al ensayo en numerosas librerías. Estas “luminosas”
corrientes suelen venderse como un producto aparentemente inofensivo presentado bajo capa de crecimiento personal. Un producto que, sin embargo, oculta contraproducentes dictaduras afectivas
asociadas al más despiadado neoliberalismo, que se apropia
emocionalmente de los individuos y los transforma en sujetos del
rendimiento en total connivencia con las grandes corporaciones
mundiales.
En primer lugar, fomentan lo que algunos autores han denominado “privatización del estrés”: no sólo es que el estrés se haya patologizado y hecho extensivo a grandes capas de la sociedad, sino que se culpabiliza a quien lo sufre por no saber gestionarlo,
por no contar con las herramientas necesarias para neutralizarlo. Como
si, en efecto, fuéramos máquinas que hay que rentabilizar. Más aún: que
se tienen que rentabilizar a sí mismas. Este tipo de libros silencian el
hecho de que el estrés responde, casi siempre, a causas sistémicas,
y se obvian las formas de hacerle frente desde un punto de vista
social. Por supuesto, no sólo el estrés, sino también otros trastornos
como la ansiedad, la depresión o los déficits de atención.
Gran parte
de la literatura de autoayuda fomenta –con una violencia silenciosa y
hasta complaciente– el establecimiento y continuidad de un statu quo que perpetúa las desigualdades sociales.
La felicidad, con la que se comercializa como si fuera un producto que
puede adquirirse en forma de recetas mágicas o productos milagrosos, se
ha convertido en toda una industria que ha conseguido despolitizar el estrés,
convirtiéndolo en un asunto estrictamente privado y particular: es el
individuo quien ha de enfrentarlo en soledad, lo que da como resultado, a
su vez, una religión del yo que, falsamente endiosado, y tras comprobar
que también está sujeto al fracaso, cae fácilmente en el abatimiento y
la zozobra emocional.
Muchas de
estas fórmulas (“Cree en ti mismo”, “No hay nada imposible”, “Con
esfuerzo lo lograrás”, «Querer es poder», etc.) no son más que
prescripciones soterradas para mantener el poder. Si es
el individuo quien tiene el problema, quien ha de aprender a gestionar
sus emociones y sentimientos, se exime de culpa a las empresas, al
Estado o a cualquier otro organismo que pueda estar ejerciendo aquella silenciosa opresión.
No en vano se ha dicho que la máxima de nuestros tiempos es la de
“adaptarse o morir”: adaptarse a unas condiciones sociales, laborales,
psicológicas… de cuya introducción el individuo no tiene culpa más que
como sujeto paciente, pero es una culpa que, sin embargo, tiene que ser
expiada y aliviada por el sujeto mismo. En este sentido, la autoayuda y
el pensamiento positivo provocan un autocontrol que roza lo obsesivo y,
lo más preocupante, causan una miopía social que nos aleja de la colectividad y de los auténticos responsables de las desigualdades sociales.
Si no gestionas tus emociones, serás tú el responsable de no encajar en
la sociedad: así opera la lógica de la autoayuda y del pensamiento
positivo.
Por eso, es indudable la relación que existe entre estrés (y ansiedad, y depresión, etc.) y opresión social. La nueva servidumbre no es física o material, aunque también, sino eminentemente emocional,
pues el individuo ha de aparentar sin descanso una cordura mental en un
escenario en el que resulta muy difícil mantenerla. Por ello, en
paralelo, se ha patologizado el pensamiento disidente o crítico:
quien protesta tiene un problema, ya sea emocional o de inadaptación
social. Bajo la apariencia de un lenguaje transformador (“Llega a ser
quien eres”, “Puedes alcanzar lo que te propongas”, etc.), el
pensamiento positivo y sus esbirros apoyan el sostenimiento del statu quo y, mientras se centra en el yo y en crear seres obsesionados con su situación personal, descuidan las vulnerabilidades sociales, el cuidado por lo común,
por las estructuras colectivas y la interdependencia. Los individuos
acaban aferrándose a tales fantasías de felicidad al no encontrar
proyectos de crecimiento comunes: la retórica de la autoayuda camufla la
posibilidad de la lucha política porque debilita la solidaridad y la
búsqueda común de la justicia social. El problema eres tú: aprende a gestionarte.
Quizá sea
útil recordar en este punto, y para terminar, uno de los libros más
comprometidos que se escribieron a lo largo del siglo XX, redactado por
la apasionada pluma de Simone Weil: las Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social
(1934). En esta obra, Weil apunta con extremada finura que “los
miembros de una sociedad opresiva no se distinguen sólo por el lugar más
elevado o más bajo en el que se encuentran enganchados al mecanismo
social, sino también por el carácter más consciente o más pasivo de sus
relaciones con dicho mecanismo”. Por eso, defiende Simone Weil, más que
nunca es tiempo de ejercer la dignidad del pensamiento,
en particular del filosófico, que si bien no nos libera de las cadenas,
sí nos hace conscientes de ellas. Y es que, predijo Weil, “Nunca se vio
el individuo tan a merced de una colectividad ciega, y nunca se vieron
los hombres más incapaces no sólo de someter sus acciones a sus
pensamientos, sino hasta de pensar”.
Conviene hacer un esfuerzo por pensar y pensarnos en medio de esta tiranía emocional a la que, con tanta complacencia, nos entregan las nuevas “espiritualidades”, y afirmar, con Simone Weil, que “todo lo demás se puede imponer desde afuera por la fuerza, movimientos del cuerpo incluidos, pero nada en el mundo puede obligar a un hombre a ejercer el poder de su pensamiento ni sustraerle el control de su propio pensamiento”, porque, en lo que se refiere al pensamiento, el individuo es superior a la colectividad. Las colectividades no piensan; por eso es tan necesario que haya individuos que lo hagan y nos inviten a despertar: colectivamente.
En la producción literaria de Edgar Allan Poe encontramos dos ensayos que destacan sobre el resto: el Eureka y la Filosofía de la composición. Del
primero admiro su penetrante olfato, capaz de rastrear a distancias
infinitas, atravesando el vacío y dejando atrás las estrellas fijas, los secretos más inaccesibles del cosmos. Y eso sin más ayuda que la de su imaginación. Es probable que el filósofo pesimista Philipp Mainländer
lo conociera y que inspirase su cosmogonía. Del segundo, sin duda me
quedo con aquello que precisamente algunos de sus contemporáneos y más
fieros críticos rechazan: su sistematicidad. A lo largo de sus páginas,
Poe despliega un abultado muestrario de principios literarios. Hay
quienes han señalado que esta antipática presentación encubre una
parodia del positivismo inglés, y que habría que leerla a la luz del
sarcasmo y la chanza. Pero cuesta compartir esta opinión, porque
contiene no pocas reglas que terminan mostrándose muy provechosas y que
no estimo sino como sinceros regalos, sin otras intenciones. Hay una en
concreto que llama mi atención. En resumidas cuentas, afirma que toda obra debe contener, a su modo y maneras, un estribillo que funcione como el eje de toda la narración. Nos lo dice así:
El placer nace solamente de la
sensación de identidad, de repetición. Resolví diversificar y acrecentar
este efecto, manteniendo, en general, la monotonía de sonido, a la vez
que alteraba continuamente el pensamiento; vale decir que decidí
producir de continuo nuevos efectos, variando la aplicación del
estribillo, sin que éste sufriera mayores cambios.
Una obra no
debe ser más que la repetición, ampliada y diversificada, de un solo
pero provechoso estribillo. Un pensamiento único debe abrirse camino en
el alma y retorcerse hasta hallar finalmente su hueco en el cénit de la
narración. A la postre, nos damos cuenta de que aquí late la estructura
narrativa del monomito, sólo que esta vez es un estribillo el que debe
emprender la travesía; una travesía, sin embargo, que no es por mar ni
tierra ni aire, sino por el alma.
Edgar Allan Poe
Si
se nos permite así decirlo, Dios debe de haber leído a Poe y aplicado
esta regla rigurosamente en la obra de la naturaleza. Su estribillo
elegido nos suena a todos, sin excepción. Y aunque es una única cosa,
adopta diversas formas según el contexto, igual que las distintas clases
de lluvia. Nadie se libra de su encuentro. Con que se oiga una vez, se
graba en la memoria para siempre, fijándose como el bajo continuo de la
existencia. Es, sí, un estribillo monótono en el libro de la vida, pero
también estimulante en grado sumo; aun en su forma más débil, inspira a
un tiempo las mejores y las peores ideas sobre la Tierra. Hablo, por
supuesto, del mal.
Del mal parece estar suficientemente versado el escritor austríaco Robert Musil, uno de cuyos personajes literarios da título a este artículo: Törless. El tema principal de la novela que nos ocupa, Las tribulaciones del estudiante Törless, no es el mal, pero sí que hay mucho, muchísimo mal presente en sus hojas. Un mal refinado, astuto, ladino. Si me preguntan: el peor mal que pueda concebirse.
Lo pondría justo al lado del mal brutal, del que carece de cualquier
complejo y cumple a rajatabla con sus amenazas. El mal empingorotado, el
que se reviste de dignidad, puede ser tan perjudicial como el mal
brutal y sincero, sobre todo a toro pasado, cuando descubrimos con
consternación que sus primeros y tímidos temblores ya anunciaban un
seísmo de grandes proporciones. De esta suerte de mal nos habla Musil en
la novela. Y de este mal, en verdad terrorífico, satánico, les voy a
hablar a continuación.
Como
algunas veces habrán escuchado, el mal suele presentarse con su cara más
amable y familiar. De este modo puede causar más daño. Quien lo recibe,
lo recibe con los brazos abiertos, dejando desprotegida su carne más
blanda y allanando el camino más corto a su corazón. De hecho, el mal
más devastador, y pienso en el terremoto de Lisboa del año 1755, suele
cobijarse primero bajo el ala de aquel en quien más confianza se ha
depositado. En el caso de Lisboa, Dios, el amado Dios,
se convierte en fratricida. Acaba con poco menos de cien mil almas en
quince minutos, corta el resuello de la fe y demuestra, como decimos,
que el mal proviene de lo mejor conocido. Si decimos con Schelling
que el mal es algo, bien un elemento positivo, bien una privación,
entonces podemos atribuirle, si me lo permiten, una especie de
sabiduría. El mal sabe bien que para herir más profundamente y
para asegurarse de que la herida no sane nunca, tiene que ir de la mano
de la decepción; y con ella, la humillación, la profanación, la
vejación y el desprecio. Un mal sin estos componentes no es mal, es
sólo brutalidad. Para que sea mal, tiene que hallar eco en quien lo
recibe, tiene que ser capaz de parasitar al huésped y adueñarse de su
aliento.
Pero no lo
reconocemos (y padecemos) en toda su extensión hasta que lo entendemos.Y
lo entendemos cuando reconocemos que es posible, esto es, que hay
razones que lo preceden y que lo incorporan con mayor o menor
inteligibilidad al discurso racional. Cuanto más se entiende el mal, más duele,
porque la razón parece haber abandonado en un punto específico el
concurso de las facultades humanas. En todo acto horroroso interviene
una duda muy concreta, a saber: ¿cómo y dónde encaja ahora esto en el
mundo?, y una certeza, también muy concreta: de algún modo, en algún
lugar. El mal exige una comprensión que él mismo obstaculiza, porque no parece de este mundo, y sin embargo es el hálito que anima la vida, que de forma clandestina mueve sus resortes.
Así pues,
tenemos por un lado que el mal exige comprensión, y por el otro que
supone un escándalo en virtud de su naturaleza paradójica, que, como
diría Kierkegaard,
pone a la ética en suspensión teleológica. Parece que está fuera y
dentro del mundo, que puede y rehúye explicarse. Por eso quien sufre un
mal, si bien sabe que no alcanzará a entenderlo del todo, no deja de
sacudirlo en busca de respuestas. Gran parte de su capacidad de
seducción reside en este hecho, que es como un irresistible anzuelo que
zarandea frente a nuestros ojos, ávidos de contemplar la imposible
verdad que oculta. Pero esto no quita que, al margen de que lleguemos a
su comprensión o no, sea absolutamente aterrador. Que pueda haber una
serie de motivos, enlazados quién sabe por qué lógica mefistofélica, por ejemplo, para cometer el asesinato de un inocente, hiela la sangre a cualquiera.
El mal, por consiguiente, aumenta con el conocimientode su génesis y desarrollo.
Cuantas más razones le asisten, más grande se hace, más aterrador se
vuelve. El ser humano, si bien no de forma explícita, siempre ha tenido
intuición de esta hipótesis. En el plano jurídico, por ejemplo, la
premeditación se considera un agravante. En el plano moral, vemos que se
excusan los males eternos e inmotivados llamándolos «leyes de la
naturaleza», porque carecen de razones de ser, porque parecen
no ir precedidos de ninguna motivación. La muerte y la vejez, en fin, no
escandalizan a nadie. No pueden ser males más que en un sentido
figurado o poético. En cambio, a los males que, entre comillas, más razones le acompañan, el escándalo está asegurado.
Y no me interpreten mal. Una razón no justifica un crimen. De ningún
modo lo vuelve… razonable. Una razón, en este contexto, puede ser, de
hecho, una sinrazón. Puede ser un error manifiesto, una
inversión de la ética, un atentado contra el sentido común, un
sacrilegio contra la vida; lo que ustedes deseen. Pero si un padre acaba
con la vida de su hijo, inmediatamente todos nos volvemos hacia sus
motivaciones. Y lo primero que nos decimos no es: «Está loco», sino que
nos preguntamos: «¿Por qué?». Pues de un modo oscuro e impreciso
intuimos que hay razones detrás. Piensen ahora en las complejas
relaciones que se establecen entre los miembros de una familia, tan
proclives a la discordia. ¡Cuántas razones para herirse y qué bien se
entiende que debe de haberlas!
Robert Musil
Este
afán de conocer el porqué, a simple vista inocente, nos delata. Nos
transporta a un lugar siniestro. Y nos arrastra a un espanto mayúsculo.
«¿Cómo pudo haber matado a su hijo?». En esta pregunta, en el cómo, observo
el reconocimiento tácito de su facticidad, y un poco, pero sólo un
poco, su aprobación como acto autorizado dentro del alambicado sistema
de relaciones humanas. Pero ¿de veras es concebible un cómo?¿Es
que puede haber una razón para matar a un inocente? Entonces, ¿por qué
nos lo preguntamos? Si de verdad no creyéramos en que hay una respuesta,
no habríamos preguntado.
Habría que
cuestionarse hasta qué punto parte del horror procede de que nos haga
dudar acerca de nuestras capacidades para reproducir un acto semejante.
Ante un crimen salvaje, las piernas flaquean y nos ruborizamos; ante un
crimen salvaje, la razón, el criterio de lo bueno y de lo malo, el óbice
de nuestras pasiones más violentas, se torna sospechosa. Pero sin
razón, todo el orden moral se descompone. Y deseamos que los peores delitos se cometiesen al margen de todo razonamiento.
¿Cómo es posible que un crimen atroz venga acompañado de razones, de
entendimiento y de voluntad, y no venga, como debería ser siempre, como
por ensalmo, por un salto epistemológico inexplicable, por un hiato
mágico, por algo de todo punto heterogéneo, algo que bajo ninguna luz
pueda alcanzar a adoptar una figura, algo de otro mundo y tan ajeno a
nuestra realidad que nos fuerce a decir: «Esto no me concierne para
nada»? Pero el mal, desgraciadamente, tiene muy poco que ver con la locura.
En la
novela de Musil, me parece a mí, se disecciona este mal sirviéndose de
la afilada amistad de un grupo de estudiantes. Veámoslo ahora.
Malas ideas
El arco argumental de Las tribulaciones del estudiante Törless sigue las pautas de las novelas de aprendizaje (Bildungsroman) típicamente alemanas. Nos narra la historia de un adolescente que deberá crecer sorteando numerosos desencuentros:
romperá lazos con la misma facilidad con que los creó; sufrirá
episodios de abulia, donde su imaginación echará a volar y será víctima
de pensamientos intrusivos y violentos; observará con estupor en sus
compañeros comportamientos que prematuramente juzgará con la severidad
propia de quien no se ha apartado aún de la mirada punitiva de sus
padres; y se verá arrojado a una guerra de respeto disputada por
muchachos arrogantes y ávidos de reconocimiento que provocará que
termine replanteándose muchos de sus presupuestos morales. Sin embargo, todo esto no es sino el marco donde se encuadra un mal de dimensiones considerables.
La novela
comienza con la entrada de su protagonista, Törless, en una escuela de
cadetes. Lo acompañan varios de sus mejores amigos: los acaudalados
Beneberg y Reiting, y el humilde Basini. Pero al poco se produce el robo
de unas pocas monedas de las arcas de uno de los amigos mencionados:
Beineberg. Aunque nadie conoce aún la identidad de su perpetrador, las
primeras especulaciones apuntan, cómo no, a quien podría estar más
necesitado de cometer el crimen: el más pobre de todos ellos, Basini. Lo
que comienza como un rumor sin pruebas, no obstante, acaba confirmado
cuando el propio Basini, tras las amenazas de sus compañeros, reconoce
haber sustraído esas monedas. Las había robado para pagar una deuda.
Pero implora que este hecho no salga a la luz, o podrían echarlo del
instituto. A cambio del silencio de sus compañeros ofrece su servidumbre. He aquí el principio del calvario para el joven.
Una falta
leve, como puede ser la de Basini, debe tener una respuesta
proporcionada: un pequeño escarnio, una colleja o, dependiendo del rigor
con que el director acate las normas, una expulsión. Pero juzgamos la
última como la opción más severa de todas. Así debería ser. Estoy seguro
de que Basini, en el momento que confesó su autoría, pensó que la
expulsión era, con toda seguridad, lo peor que podía pasarle y, tal vez,
como solemos expresarlo a veces, el fin del mundo. No podía
haber nada peor que eso. Las consecuencias serían nefastas:
desaprovechar la gran oportunidad que le habían ofrecido de labrarse una
posición social, quedar mal ante sus amigos y el mundo académico,
manchar su expediente para siempre, y tener que volver a casa cabizbajo y
asumiendo que pronto el flagelo de su madre restallaría sobre su
espalda.
Sin embargo, cuando nos ponemos en lo que creemos peor, cuando nos volvemos, como suele decirse, pesimistas,
en realidad seguimos siendo mucho más optimistas de lo que creemos. El
peor de los peores futuros posibles no suele ser, ni mucho menos, el
futuro más oscuro que sí nos depara el destino. La vida siempre golpea más fuerte de lo que podemos llegar a imaginar.
A menudo el pesimismo es, por tanto, una concesión, una indulgencia,
sobre todo, optimista, que trata de amortiguar el seguro topetazo del
futuro. Gracias a él, nos libramos de asumir, mediante aserciones de
cuño dramático, que las condiciones serán luego mucho más terribles.
Esto es lo que desgraciadamente le ocurrió a Basini: se acogió a un
pesimismo que enseguida quedaría desacreditado por una realidad
implacable.
Poco
después del robo, Reiting, que ha obligado a confesar a Basini, le
cuenta a Törless sobre lo sucedido. Le explica que ha llegado a un
acuerdo con Basini: a cambio de su silencio, Basini tiene que hacer
ciertas cosas por él, tiene que postrarse ante su voluntad y convertirse
en algo así como su criado. Esta conversación marca un punto de
inflexión en la novela, puesto que Törless responde a su amigo con
cierta indignación, como dando a entender que con ello Reiting está
siendo excesivamente benévolo con Basini. ¿Por qué le da esa
oportunidad? Lo que Törless desea, o piensa que desea, es el destino más
duro para el italiano. Cualquier otra cosa que no sea su denuncia es
cobardía y debilidad. Esta conversación es un hito importante en la
novela porque, páginas después, nos daremos cuenta de que, precisamente,
lo que parecía más inflexible e incluso malvado (una respuesta rápida,
sin posible apelación, que defenestre de un empujón a lo que comenzaba a
ser un fiel amigo), se mostrará como la alternativa más inocente y, sin
duda, menos malvada de todas. Pero, de momento, Törless es el malvado y
Reiting el misericordioso. En un rápido juego de manos que nuestra
mirada no ha podido seguir, Musil ha deslizado sobre terreno fértil las
semillas de una especie de árbol del mal que brotará lentamente pero que no se detendrá hasta que sea casi imposible extirpar de raíz.
Cabe
preguntárselo: ¿qué recorrido habría tenido el mal con un Basini
expulsado del colegio? Uno muy corto. Tan corto que apenas si se le
hubiese podido denominar «mal». En realidad, si así hubiese sucedido,
presumo que la vida de Basini no hubiese cambiado tanto. Tal vez hubiese
acabado estudiando otra cosa o intentándolo de nuevo en otra escuela de
cadetes. Tal vez, incluso, su madre no se lo hubiese tomado tan a pecho
y, atendiendo a su situación, hubiese comprendido el acto de su hijo,
no tan deshonroso en el fondo. Nada para echarse las manos a la cabeza.
Pero el mal escoge siempre el camino más largo, aquel que le garantiza un desarrollo continuado
de su contenido. Su camino, de hecho, a veces atraviesa momentos que,
de forma aislada, pueden llegar incluso a resplandecer de bondad. Todo
sea por un final peor. La línea que traza el mal en el espacio está
constituida de puntos discretos en los que entran todo tipo de matices y
de grados intermedios. Para que pueda darse el mal en grado sumo, por
ejemplo, en el amor, de antemano tiene que
aprovisionarse durante años del cariño que se ha propuesto derribar de
un plumazo. Cuanto más tiempo pasa, mayor es la recompensa. Por este
motivo, el vate malvado de Musil no hace que echen a Basini, sino que lo
mantengan encerrado, como en un pote en salmuera, siendo curado poco a
poco, tal y como sin duda prefiere su alimento el demonio.
Tortura
Törless
está molesto con Reiting. ¿Por qué defiende a Basini? ¿Por qué lo
protege? ¿Por qué parece hacer todo lo posible por evitar su denuncia al
director? Por su parte, Reiting piensa que Törless no es más que un
ciego idealista, alguien que todavía no ha comprendido que los
principios y los valores son sombras de una realidad mucho mayor que
siempre se impone. Una realidad mostrenca que reclama dominación. Una
realidad moldeada por la voluntad y reconquistada por quienes son
capaces de imponerse brutalmente sobre los demás. Resulta, como
imaginábamos, que Reiting no es tan benévolo. No defiende a Basini
porque quiera aliviar las vergüenzas de su amigo, más pobre que ellos,
sino porque quiere ajusticiarlo según unos principios que nos recuerdan a
los que Calicles despliega en el Gorgias de Platón. Tiene la fuerza y, por tanto, el derecho. Del mismo modo que en La soga de Hitchcock,
donde los protagonistas se ven justificados para cometer un asesinato
en razón de su superioridad intelectual, los amigos de Törless asumen
que el pequeño hurto de Basini les permite desviarse de la justicia
establecida y hacer con él lo que quieran. Aunque nadie le ha
preguntado, están convencidos de que Basini ha renunciado voluntariamente a todos sus derechos, también el de ser tratado como una persona. Lo
que le hace rechinar (no mucho) los dientes a Reiting, entiendo, es que
Basini haya dado al traste con su esperanza (completamente impostada)
de que pudiese ser diferente a los demás. Una vez más, el pobre ha
demostrado la bajeza de su catadura moral: ha robado a sus amigos. Así
pues, en un silogismo ciertamente apresurado, se demuestra que todos los
pobres carecen de criterios éticos. No tienen valores ni principios. Y
Basini y Beineberg, quienes por un momento han llegado a creer en
Basini, pueden por fin convertir su afectada decepción en hostilidad
para con el italiano. Maldita sea la hora en que pensaron que Basini
podía ser, pese a sus orígenes, uno más, uno de ellos. La traición debe pagarse.
Tenemos
que Basini ha pecado a cuenta de la confianza (si es que merece tal
nombre) que Beineberg y Reiting han depositado en él. Y estos se
sienten, o dicen sentirse, heridos. Pero es un dolor atildado. No nos
dejemos engañar: es el aspaviento buscado por quien ha hecho de su
adversario un falso amigo cuya primera falta le servirá de excusa para
aplastarlo. ¿Cómo, pues, van a dejar que Basini se vaya de rositas? En
esta situación, Musil le hace decir a Beineberg:
Por mí, podéis hacer lo que
queráis; el dinero no me importa y la justicia tampoco. En la India le
habrían atravesado las vísceras con una afilada caña de bambú; por lo
menos, sería divertido. Basini es tonto y cobarde. Eso será una lástima
para él; en cuanto a mí, me tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirle a
tales gentes. Son insignificantes, y lo que pueda suceder en su alma es
cosa que no sabemos.
Basini ya
no es merecedor ni siquiera de la reprobación moral de sus semejantes,
porque al haber cumplido con su destino de pobre, al haber demostrado
voluntariamente que pertenece al despreciable círculo de eternos
malhechores de la humanidad, está fuera de las categorías con que se
juzgan por lo general a los miembros regulares de la sociedad. La lógica
perversa que subyace a la declamación de Beineberg es esta: la falta de
Basini es la prueba de que ningún pobre merece vivir. A ojos de sus
antiguos amigos, Basini ya no es un ser humano. Ha tropezado con un
escalón y se ha caído hasta lo más bajo de la escalera ontológica.
Beineberg dice más adelante:
Lo mismo me da que lo acusemos
ahora, que le demos una paliza o que, de puro gusto, lo atormentemos
hasta que quede medio muerto; porque no puedo imaginarme que un
individuo como ese llegue a tener alguna significación dentro del
maravilloso mecanismo del mundo. Me parece un elemento sólo fortuito,
que ha sido creado fuera del orden general.
Basini es ya un elemento fuera del orden general. Un sujeto de pruebas. La carne donde la perversidad puede desatarse sin mancharse. De todo lo que se haga con él no quedará registro. No es una profanación stricto sensu, porque
no le subyace una dignidad lastimada. Tampoco es violencia, porque el
sujeto de la violencia no puede ser sino el ser humano. Puede ser
atravesado por una caña de bambú, se le puede retorcer el pescuezo y
matarlo, o se le puede someter a voluntad hasta que ya no se le necesite
más.
Dado que, según mi tesis, el mal escoge el camino más largo y doloroso, el grupo de amigos decide convertir a Basini en un esclavo expuesto diariamente a todo tipo de penalidades.
Inequívocamente, pese a que Törless se ha opuesto al principio, es
seguro que este acabará siendo seducido por las malas ideas de los
demás. Pero ¿por qué Basini y no Törless, Beineberg o Reiting? Porque
pertenece a un colectivo social que todavía no ha conquistado su
reconocimiento. Basini ha caído tan fácilmente porque su dignidad no
constituye un atributo conquistado, sino regalado. A principios del
siglo XX, el proletariado, la clase a la que pertenece
Basini, no había logrado ninguna conquista moral de peso. A mucho tirar,
los burgueses, en un acto de cinismo insuperable, se disputaban su
agradecimiento; pero no el agradecimiento sincero y definitivo, sino el
agradecimiento mínimo y suficiente para aliviar el remordimiento.
Piensen en la película de Luis Berlanga: Plácido. «¡Siente a un pobre a su mesa!». Su dignidad, pues, es una dignidad falsa, prestada con usura.
De un
soplo, Basini se ha quedado sin representación social, humana,
metafísica. Ha cumplido con su destino: reconocer su estatuto ontológico
de pobre. Ahora sólo queda que pague. Que pague por un crimen cuyas
consecuencias quedan redobladas si las perpetra un pobre, y que pague
por haber traicionado la confianza de quienes creyeron en su
regeneración moral. Pues es así: el pobre, a principios del siglo XX,
está en manos de sus tutores, quienes le procuran una reconversión de
todas sus facultades, orientada a la extracción de sus vicios más
culpables y de sus faltas eternas. Pero el pobre no debe convertirse
jamás en un nuevo miembro de los círculos pudientes; antes bien, debe
continuar en el foso. Lo que debe cambiar, eso sí, es su carácter, a
menudo indomable, espontáneo, molesto. El rico puede expoliar a sus
semejantes, porque la jerarquía es cosa tan natural como la existencia
misma, pero el pobre no puede rebelarse contra quien lo somete, porque
entonces el orden se subvierte. Y el orden es divino.
Culminación
A mitad de
novela, Beineberg le dice a Törless que su interés por Basini va más
allá del aleccionamiento, que quiere aprender con él. Y añade
que por eso quiere atormentarlo. Es su pérfida forma de aprender. A
Törless le asaltan las dudas. Y ¿si la empatía para con los más
desfavorables no fuese más que una forma débil de condescendencia? Y ¿si
no hace falta? La condescendencia pertenece a esa clase de atributos
anticuados que ya no encajan tan bien entre la juventud de principios
del XX, ávida de un nuevo orden moral. Por lo pronto,
tanto Reiting como Beineberg, de quienes tiene, con matices, buena
opinión, se han mostrado de acuerdo en torturar a Basini. ¿Quizá se lo
merece de verdad? ¿Le asisten razones al hombre superior para hacer lo
que quiera con sus congéneres inferiores, una vez estos, eso sí, hayan
dado su permiso implícito por medio de la subversión de la norma? Nietzsche
afirma que los poderosos se inventan sus propias leyes y que luego
olvidan que lo han hecho. Y que así es como se constituye la verdad. El
estadista más famoso de Alemania, Heinrich von Treitschke, afirma que
Alemania tiene el derecho de aplastar a los Estados menores por el
simple hecho de que estos carecen de un gran ejército. El poder, el sometimiento, la destrucción del rival pertenecen al orden general del universo.
Y ¿si resulta que el rostro amable que ha encontrado en Basini es la
máscara de quienes ocultan un plan para invertir los roles sociales y,
con ello, la ley más antigua del universo? Basini, qué duda cabe, es un
enemigo.
Cada uno de
los amigos piensa en una forma diferente de servirse de Basini. Por su
parte, Beineberg, que está obsesionado con la filosofía india,
desea purificarse a sí mismo a través del cuerpo lacerado de Basini. Lo
obligará a desnudarse, a arrastrarse como un gusano por el suelo, a
subirse a techos altos para que se sienta como un muñeco de trapo, como
si pudiera redirigir hacia sí mismo los efectos benefactores de una
redención sin costes. Como si neutralizar el deseo de otro mediante la
renuncia al miedo y al orgullo contase igual, a ojos del orden general,
que hacerlo con uno mismo. El misticismo burgués y acomodado que se
había apoderado de la Alemania de principios de siglo (pienso en Rudolf
Steiner) se encarna ahora en Beineberg. El cuerpo debe ser purificado por vía del dolor
(de otro, a ser posible). Beineberg sueña con realizar el sacrificio
ante los ojos de su padre, un soldado que ha vuelto enajenado de la
India y que se yergue en su imaginación, pienso, al modo como cuelga la
gigantesca campana en la catedral que el compositor Aleksandr Scriabin
desea construir para musicalizar el gran y último sacrificio de la
humanidad, donde toda vida, la de los burgueses primero, debe perecer y
salir renacida (pero sin menos dinero).
Reiting
tiene otros planes, pero no puede decirlos en voz alta. Törless
sospecha de él, de lo que hace con Basini cuando nadie mira, cuando todo
parece estar en calma. Y envidia su suerte. El maltratado cuerpo de
Basini, lleno de arañazos y moretones, resulta de una gran belleza bajo
la luz mortecina del escondite donde los redentores se juntan y, en
secreta complicidad, torturan a su antiguo amigo. El cuerpo de Basini,
sobre todo cuando nadie más se encuentra presente, se vuelve para
Törless como aquel trozo de alabastro con forma de deidad que la codicia
de los coleccionistas ha mutilado. Törless se aproxima aquí más que
nunca al peligro, pues sus amigos, pese a todo, guardan una distancia
prudencial con su víctima, que aparece ante sus ojos como un medio para
alcanzar fines más altos y como algo que puede abandonarse sin mayores
dificultades. Beineberg descarga su furia con Basini esperando una
compensación espiritual. Reiting tres cuartos de lo mismo: desea su
cuerpo, aliviarse con él. Cuando tiene ganas, le hace caso, pero cuando
no, se desentiende de él. Pero Törless se relaciona con Basini de una
forma más profunda y difícil de extirpar. Törless se entiendecon Basini.
Además de su cuerpo, desea su alma. De un modo que no comprende
completamente, está enamorado de la persona en que se ha convertido
Basini, de ese amante servil que ha aprendido a gozar confusamente con su malograda situación.
Le importa, sobre todo, que Basini siga sufriendo así, que siga siendo
lo que es. Su atractivo radica en su padecimiento. Su preocupación hacia
el italiano raya en lo auténticamente perverso.
Fotograma de la película de Volker Schlöndorff
Pero el mal
que se ha apoderado de Törless no tiene nada que ver con sus
inclinaciones homosexuales. No entiendan mal a Musil. El mal tiene que
ver con el hecho de que Törless, bajo el influjo homófobo que ejerce
sobre él la sociedad de su tiempo, no va a aceptar jamás que la
atracción que siente sea propiedad suya y no una suerte de arcano
sibilino lanzado por Basini. Musil lo dice claro: Törless no ve a un
Basini físico, corpóreo, un objeto de amor, sino una visión. Cuanto más
se sienta atraído Törless, más culpa tendrá Basini de provocar esas
visiones. Más enfadado estará con él. Todo el goce es redirigido hacia
su parte negativa. Törless no es quien desea a Basini; Basini, el pobre
Basini, el que apenas si se tiene en pie, es quien hace que Törless lo
desee. ¿No es este un mal supremo, puesto que hace de la sola existencia
de la víctima la razón por la que esta debe seguir sufriendo? ¿No nos
recuerda demasiado a esa clase de argumentos infames que han esgrimido
los mayores demonios de nuestro siglo pasado? Para llegar hasta aquí, el
mal ha trabajado infatigablemente. Pero al final ha logrado que la
homosexualidad se castigue serveramente y se considere como una
inversión del orden general. Uno de los primeros en denunciar esta
situación de un modo eminentemente filosófico, Otto Weininger, ratifica esta situación:
En efecto, se ha incluido el
fenómeno dentro de la esfera de la psicopatología, considerando la
inversión como un síntoma de degeneración, y como enfermos a los
invertidos.
Lo
que debería haber sido un episodio aproblemático, ha llevado a una
persona al borde de la muerte. Un fenómeno que se puede observar con
cierta asiduidad, el de la «cálida amistad de juventud», como la llama
Weininger, donde los amigos pueden llegar a acercarse más que de
costumbre, que nunca carece de un sentido sexual, se ha convertido en un
juego sádico.
Si no fuese por el mal, ¿cómo deberíamos explicar que de la más intensa
amistad pueda surgir el más cruel sadismo? No me lo puedo explicar sino
de la siguiente manera: cualquier relación humana llevada hasta el
extremo, como es el caso de la amistad de juventud, es indistinguible de
la maldad. Hay un momento decisivo, tanto en la más extrema bondad como
en la más extrema maldad, en que ambas pueden caer de un lado o de otro
independientemente de la naturaleza moral del impulso que hayan cogido.
El alborozo puede ser tan grande que incluso la bondad puede derivar en
maldad. Puede creerse tan buena que no se responsabilice ya de nada. Lo
único que le preocupa no es repartir bien entre los demás, sino
volverse la representación del Bien. Y ya no ve las miradas de quienes
se suponía que tenía que cuidar. Cuando se pierde de vista a las
personas, el mal triunfa inexorablemente. Y da igual que haya sido en
pos de un sistema de filosofía con una ética perfectamente coherente y
sin ningún fleco suelto.
Törless y
Basini al final se acuestan. Pasan una noche juntos, desnudos,
abrazados. Pero esto no significa que Törless haya podido romper la
férula que lo tiene atado al sistema de prejuicios de su época. No es
una redención. Sigue pensando lo mismo. De hecho, entiendo esto como la
consumación del proyecto que al principio habían puesto en marcha
Reiting y Beineberg pero que luego han abandonado por desinterés.
Törless no volverá a hablar del asunto con Basini. Lo culpará de su
suerte y de sus artes seductoras, y pondrá tierra de por medio. El
idealista, pues, ha caído. Ahora comparte con sus cómplices la creencia
de que la culpa de Basini es indisociable de su carácter inteligible. El mal ha ganado.
A Basini le
costará mucho recomponerse. Ya queda muy poco del Basini que entró en
la escuela de cadetes. Además, en un último acto de sadismo, Beineberg y
Reiting desnudan a Basini y lo empujan a una plaza, donde antes habían
congregado a una multitud de estudiantes bajo la promesa de desvelar la
identidad del ladrón. Todos lo patean, se ríen de él, incluso llegan a
leer una carta de su madre, en la que en un tono tierno le pide a su
hijo que se comporte bien. Nunca volverá a ser el mismo. No se nos dice
qué pasará con él en el futuro. De hecho, Musil lo desaloja de las
últimas páginas del libro. Es como si le diese por muerto.
El director llama a Törless a su despacho para aclarar lo sucedido. Törless le habla de un modo filosófico, oscuro, alambicado. Todo tiene sentido dentro de su cabeza, pero es incapaz de hacérselo entender. El mal también necesita recapacitar, encajar las piezas de su pasado. Es algo costoso. El director llama a varios profesores, porque no sabe si su alumno está delirando. El único que parece captar el sentido de su balbuceo es el profesor de teología, puesto que está acostumbrado a justificar el mal en el mundo. Lo llaman providencialismo. Parece que todo tiene un porqué, aunque no sea fácil de entender. Törless es un buen malvado. Tiene un comentario ingenioso para cada falta. Parece que todo lo que le ha ocurrido a Basini puede justificarse. También hubo quien justificó el terremoto de Lisboa. Y eso es espantoso.
¡Tú deliras, orgullosísimo europeo
del siglo diecinueve! Tu saber no ha llevado a la consumación de la
naturaleza, sino que destruye la tuya propia. Mide sólo durante un
instante tu altura como cognoscente en comparación con tu capacidad de
actuar (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. II Intempestiva, Nietzsche).
Acción y reflexión, pasión y razón, individuo y sociedad.
Como si de caminos irreconciliables se tratase, estas dicotomías han
sido abordadas desde las conversaciones más triviales hasta los círculos
filosóficos. Y es que, si bien delimitar dos áreas tan complejas de la
vida humana es prácticamente imposible, la filosofía no ha dejado de intentarlo.
El objeto del presente ensayo será el de abordar este debate en el marco del siglo XIX, en un contexto en el que el sujeto cognoscente hegeliano comenzaba a mostrar sus carencias, olvidando, en su progreso dialéctico, la subjetividad. Søren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche pertenecen —o así se ha establecido tradicionalmente— a aquellos que advierten de los monstruos que crea el sueño de la razón.
Søren Kierkegaard, un pensador existencial
Lo más
llamativo a primera lectura de la producción filosófica de Søren
Kierkegaard no parece ser su contenido, sino, más bien, su forma. Frente
al estereotipo de pensador sistemático predominante en la época, Kierkegaard se reivindicaba a sí mismo como un pensador subjetivo,
“acentúa la subjetividad del lector frente a la objetividad del texto”.
Este autor, en su escribir, busca interpelar al lector. No responde a
la pretensión de exponer una teoría filosófica de forma neutral: en su
misma intención están presentes sus dudas y visión propias. Kierkegaard
no tiene como objetivo convertirse en un académico desligado de su
Dinamarca natal, sino que, al igual que KarlMarx,
cultiva el género periodístico como forma eficiente de acercarse a sus
coetáneos. Para Kierkegaard, la filosofía venía ocupándose de examinar
el espejo, cuando lo que debe llevar a cabo es el examen de uno mismo a
través de él, como expresa en Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo. La meta, más que exponer una teoría omniabarcante, es sacudir conciencias. En este sentido, para el pensador danés el personaje que se muestra como el mayor y mejor ejemplo de pensador existencial, y que, como tal, estará presente de una u otra forma a lo largo de toda su obra es Sócrates.
La palabra de un hombre de quien
no puede afirmarse que cristianamente le deba algo, pues era un pagano,
pero a quien personalmente creo deberle tanto, alguien que también vivió
bajo circunstancias que, según mi parecer, se corresponden del todo con
las condiciones de nuestro tiempo: me refiero al sencillo sabio de la
Antigüedad (Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo, Kierkegaard).
Según Kierkegaard, y como explica James Collins en El pensamiento de Kierkegaard, Sócrates tenía un “apasionado y humilde interés por la felicidad”, y
su acción no se encontraba meramente significada en el pensamiento,
sino que era ejercitada en hechos reales. Es decir, no consideraba a
Sócrates como un hombre reflexivo o, al menos, no creía que ese fuera su
rasgo más determinante. El móvil de Sócrates no era la razón, sino la pasión.
En esta línea, Kierkegaard se manifiesta en contra la prudencia,
defendiendo un actuar no por insensatez, sino en contra de la sensatez.
No
se debe dejar de tener presente que, ante todo, y así reconocido por el
mismo Kierkegaard, el objetivo primordial de la actividad filosófica
que desempeña es encontrar una razón por la que vivir o morir y, para él, esto implica la búsqueda de un cristianismo capaz de aliviar la angustia existencial.
Marcado profundamente por la muerte de sus familiares, la separación de
su amada Regine Olsen y la incomprensión de un mundo que le resultaba
cruel, necesitó encontrar una escapatoria. Ésta se trata de la fe, una
paradoja que nace de la bifurcación entre la incertidumbre objetiva,
aquello que es de una determinada manera y somos incapaces de entender; y
la certeza subjetiva, que consiste en la decisión y la apuesta
apasionada. Cuando Sócrates fue condenado a muerte, y clama en la Apología
que “es absurdo aferrarse a la vida si se pierde aquello por lo que
merece la pena estar vivo”, Kierkegaard entiende que se está produciendo
un salto de fe. Muere por algo sobre lo que no puede estar seguro, esto es, muere de forma insensata y apasionada.
El salto de fe a través de la pasión
Este morir apasionado, esta decisión imprudente, es la que abre un abismo fundamental con el pensamiento kantiano.
Así, para Kierkegaard en la vida del hombre existen tres estadios, no
en un sentido temporal, aunque puedan darse varios de ellos en una misma
vida, sino como posibilidades de existencia. En primer lugar, el estadio estético,
representado por Don Juan, se caracteriza por la concupiscencia y la
entrega a los placeres carnales e inmediatos. El esteta es representado
en Diario de un seductor, víctima de un profundo individualismo. En segunda instancia, el estadio ético
(que podríamos igualar al imperativo categórico kantiano) es en el que
el hombre, habiendo comprendido que debe darse a la comunidad, basa sus
acciones en un profundo sentido del deber al que llega por la razón. Por
último, la superación del estadio ético se produce en el estadio religioso,
superación en la que, al partir de la condición del hombre como
“síntesis de infinito y finito”, como equilibrio dialéctico y, por ende,
como un ser marcado por su ansia de imposibilidad, sólo podrá ver
aliviada la angustia de las limitaciones de su existencia a través de
Dios. Por tanto, el individuo capaz de alcanzar el estadio religioso es
aquel que acepta el carácter paradójico de la existencia. El ejemplo que con más claridad ilustra esta posibilidad de realización es Abraham en Temor y temblor,
que recibirá el apodo de caballero de la fe. El actuar de Sócrates
respondería a este último estadio de la existencia, pues no actúa por
simple deber, sino que lleva a cabo una apuesta, un decisión drástica.
Esta aceptación de lo paradójico de la existencia es el salto de fe, cuyo sustento, precisamente por este carácter contradictorio e irracional, se encuentra en la duda. Es por ese motivo que Kierkegaard critica una de las más famosas tesis de Hegel: el hecho de que todo lo racional es real, y todo lo real es racional. Aquí se presenta el razonamiento opuesto: la imposibilidad de la racionalidad de Dios es la base de la fe.
Kierkegaard arguye que Hegel identifica dos dimensiones diferenciadas
de la cosa como una sola: la esencia —lo que algo es— y la existencia
—el hecho de que algo sea—. Ésta se presenta como la distinción entre lo
universal y lo particular, que en la filosofía de Hegel consiste tan
sólo en la determinabilidad particular del ser universal de hombre.
Kierkegaard contrapone la razón especulativa al pathos (pasión).
Aquella primera se concibe como una solución obtenida a partir de una
reflexión abstraída de la existencia, mientras que la pasión se conforma
como resolución, es decir, como salto en el sentido mencionado. Se
constata la defensa de la pérdida de la existencia en el proceso de
reflexión hegeliano. Sabemos qué es la vida, pero no sabemos vivir. En
palabras de Löwith: “Desde el triunfo del ‘sistema’ ya no es uno mismo
quien ama, cree y obra: sólo se quiere saber qué es todo eso”.
El exceso de la razón en “La época presente”
Kierkegaard marca una ruptura con el concepto de verdad fruto del análisis objetivo,
puesto que, para él, la verdad no es sino un principio práctico. El
elemento que determina la separación de Kierkegaard respecto a Hegel,
quien sostiene que la búsqueda de la verdad ha de ser desinteresada por
lo concreto, es —coincidiendo con Marx— el especial interés del ser
humano en la contingencia, al que ofrecerán una respuesta muy distinta:
para Kierkegaard la existencia se encuentra en la individualidad, en el
ser arrojado al mundo, mientras que para Marx la existencia tiene
categoría social.
Esta concepción de la verdad como principio práctico terminará en la feroz crítica a la abstracción hegeliana
que Kierkegaard ejerce en una obra, breve pero potente, en la que
contrapone la época de la Revolución, caracterizada por la pasión, a la
época presente (expresión que da título al texto), representada por la
más profunda indolencia:
La época presente es esencialmente
sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e
ingeniosamente descansando en la indolencia.
El exceso de reflexión, en la concepción kierkegaardiana, actúa como aletargamiento.
La pasión, por otro lado, resulta constituyente de la acción concreta
del hombre existencial. Es aquí pertinente la siguiente puntualización:
cuando Kierkegaard se refiere a la pasión, no alude a una emoción
momentánea y pasajera fruto del impulso, sino que la entiende como una
manera de vivir que conforma un carácter. La reflexión no es, pues,
criticada en sí misma, sino por su falta de practicidad, al ser la
pasión consecuencia de una reflexión condición de posibilidad con su
foco en la acción concreta.
Es
reseñalable que, a pesar de la posibilidad de una reflexión excesiva
como elemento asesino de la pasión, ésta no es algo así como un enemigo a
aniquilar. Así, la clásica división entre razón y pasión no supone de ningún modo una especie de equilibrio entre fuerzas antagónicas. Más bien, el pathos
se produce en una dimensión existencial, nos viene dado, y es mediante
esa experiencia por la que somos capaces de encontrar la verdad. No es
que la pasión sea la negación de unos valores racionales, sino que en
ella reside la voluntad creadora de nuevos valores para poder existir en la realidad. La razón procede de forma contemplativa, mientras que la pasión es potencia creadora.
La nivelación
es el fenómeno que deviene consecuencia del exceso de reflexión. Nadie
actúa ya tomando por guía la distinción entre el bien y el mal, sino por
la sumisión en la ambigüedad. De este modo, dejan de existir las
relaciones tal y como se habían conocido hasta entonces: el profesor
estricto y el adolescente díscolo, el hombre y la mujer y el amo y el
esclavo hegelianos han dejado de entrar en conflicto; simplemente se
observan en la distancia.
El vínculo se está acabando porque
en realidad ya no se están relacionando el uno con el otro en el
vínculo, sino que la relación se ha vuelto un problema, en el que las
partes, como en un juego, se observan unas a otras en lugar de
relacionarse, y se cuentan mutuamente los recíprocos reconocimientos de
relación, en lugar de la entrega resuelta de un verdadero vínculo.
El único sentimiento que tiene en sí la capacidad de sustentar tal nivelación es la envidia,
en la que Kierkegaard distingue dos facetas: el egoísmo propio y la
oposición reflexiva de los circundantes. Prueba de esto son los dos
momentos correspondientes al sometimiento del individuo: a un juez
interno que le impide pasar a la acción y a la superación del mismo que,
al ser lograda, producirá la envidia de los demás que tratará de
detenerlo.
El público
constituye el fantasma necesario para que la nivelación —a través de la
envidia— pueda darse de forma efectiva, y sucede con la ayuda de la
prensa, que se convierte en abstracción. El concepto de “público” en
Kierkegaard es base de sus más evidentes críticas a la abstracción fruto
del pensamiento hegeliano. El público no se trata solamente de un
conjunto de individuos que conforman una sociedad, sino de “una monstruosa nada”.
No es simplemente el pensamiento imperante, puesto que incluso en las
mayorías existe la responsabilidad de los individuos respecto a aquello
que defienden. Sin embargo, el público “puede llegar a ser lo opuesto”, un mecanismo de opresión
para los individuos que no les permite realizarse. Su voluntad debe ser
la de una nivelación creada por la abstracción donde no está permitido
sobresalir y en la que siempre se podrá juzgar una cosa y, a su vez, su
contraria.
Kierkegaard acerca del individuo y la comunidad
Existe una
cierta lectura de la obra de Kierkegaard que interpreta esta crítica en
clave individualista al considerar lo colectivo como factor opresivo,
dando lugar a una concepción de libertad negativa y sus correspondientes
consecuencias políticas reaccionarias. Esta será la lectura, entre
otras tantas, de Lukács, quien sostuvo que las
carencias que encuentra Kierkegaard en su sociedad no son sino las
debilidades de la burguesía a la que él pertenecía. Si bien es cierto
que, aunque Kierkegaard no pueda ser tomado como un autor
revolucionario, sino que es más bien conservador, una interpretación tan
tajante ha quedado desacreditada con el paso de los años. Una filosofía dirigida al individuo no es necesariamente individualista.
A pesar de que Kierkegaard ensalce al sujeto, la comprensión errónea de
esto como defensa del individualismo frente a una construcción de
comunidad es algo que él mismo desmiente y rechaza:
La contemporaneidad con personas
reales, cuando cada una de ellas es algo, en un instante real y una
situación real, fortalece al individuo. Pero la existencia de un público
no crea ni una situación ni una comunidad. […] La abstracción que los
individuos en forma paralogística crean, aliena a los individuos en
lugar de ayudarlos (La época presente, Kierkegaard).
Kierkegaard
no efectúa una contraposición entre individuo y comunidad, ni
identifica a esta última necesariamente con una masa abstracta, sino que
se erige en la defensa de la existencia con sentido de los integrantes
de la misma. El público no se identifica con la comunidad, puesto que
resulta imposible obtener con él una aproximación personal. No existe
una interacción, sino que simplemente un tercero observa.
Se puede hablar a toda una nación en el nombre de público, y, sin embargo, el público vale menos que una sola persona real (La época presente, Kierkegaard).
Nietzsche y la historia
No son
pocas las similitudes, a pesar de que a primera vista pueda resultar
extraño, entre un filósofo que ante todo se define como un escritor
religioso y aquel que vaticina y anuncia la muerte de Dios. Tanto Søren Kierkegaard como Friedrich Nietzsche comparten cierta crítica a la sociedad imperante de su época en búsqueda de nuevos valores y en el rescate del individuo.
Habiéndose
previamente constatado que para Kierkegaard la verdad se presentaba como
un principio práctico en el estadio religioso, se aprecia en el
pensamiento nietzscheano la verdad en un plano más allá del bien y del
mal. Para Nietzsche, el concepto, que es el nombre en el que se encierra
una existencia del mundo, mata la vida debido al olvido del ser humano de su condición de creador del mismo.
Se equiparan, de esta forma, concepto y realidad, cuando éste es
simplemente una creación humana. El ser humano se ha subordinado al
concepto, otorgándole una especie de autoridad metafísica. Esta férrea
adecuación de los sucesos a los conceptos no tiene en cuenta que la realidad es dinámica y caótica.
En la Segunda consideración intempestiva, la concepción de verdad de Nietzsche es encarnada en su crítica a la historia que, al igual que la verdad, debe ser fruto del espíritu creador del ser humano,
y no de un meticuloso estudio que diseccione los acontecimientos
pasados mortificándolos. La historia, para este autor, es concebida en
su época como una ciencia cuya meta sea dilucidar qué fue lo que ocurrió
en un determinado momento histórico:
Estos ingenuos historiadores
denominan “objetividad” justamente a medir las opiniones y acciones del
pasado desde las opiniones comunes del momento presente: aquí ellos
encuentran el canon de todas las verdades. Su trabajo es adaptar el
pasado a la trivialidad del tiempo presente (zeitgemass)
mientras, por el contrario, llaman “subjetiva” a cualquier
historiografía que no tome como canónicas aquellas opiniones comunes y
normales.
La
historia, tal y como se concibe según Nietzsche, no pretende crear nada
nuevo, simplemente juzgar desde una cómoda posición aletargada lo que
una vez sucedió. Y el problema no es tanto la imposibilidad de referirse
propiamente a lo sucedido en el pasado mientras uno se halla inserto en
otras condiciones culturales e históricas, pues “todo pasado es digno
de ser condenado”, sino la implicación de un estancamiento. La
historia no es creada por sujetos con un determinado interés, sino que
sólo es observada en tanto que objeto de estudio como historia muerta. Así, la objetividad se convierte en pasividad: el exceso de conocimiento de los sujetos que estudian la historia se vuelve imposibilidad de crearla. El hombre, a través del pathos, debe enfrentarse a ella con espíritu creador, y “transformar la historia en obra de arte”.
Sin embargo, la “objetividad” a
menudo no es más que una palabra: en lugar de esa oscura calma
relampagueante en el interior e inmutable externamente del ojo
artístico, no aparece más que la exageración de la calma, de modo
similar a como la falta de páthos y de fuerza moral suele a
veces disfrazarse de fría y penetrante contemplación. […] Es entonces
cuando se busca, ante todo, lo que en general no llama la atención y
cuando la palabra más seca se supone más justa. Se llega incluso al
punto de suponer que precisamente a quien no le interesa en absoluto un momento del pasado es el más adecuado para describirlo (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Segunda consideración Intempestiva, Nietzsche).
Una vez más, en contraposición a Hegel, como con Kierkegaard y Marx, se resalta la importancia de un interés por la realidad concreta y el presente.
No es legítimo tratar al pasado como si fuera algo totalmente ajeno; el
acercamiento debido ha de ser llevado a cabo mediante el interés del
momento presente. Tanto en las ideas de Nietzsche como en las de
Kierkegaard, la libertad se halla íntimamente ligada a
la existencia. Para Kierkegaard, la libertad se encuentra al dar el
salto de fe, en la superación de la angustia a través del mismo. Por
otra parte, para Nietzsche, la libertad es lavoluntad de querer, la afirmación de la vida.
Por tanto, según este autor, la libertad exige la desvinculación con
los valores occidentales tradicionales, y ha de tener como objetivo el amor fati, esto es, amor al destino. Este amor fati no se reduce a una mera resignación con tintes estoicos, no es pasividad, sino afirmación plena.
La repetición y el eterno retorno
El concepto de repetición resulta crucial en ambos autores. Si Heráclito
ya sentenció, mucho tiempo antes, que no hay posibilidad de bañarse dos
veces en el mismo río, Constantin Constantius (pseudónimo bajo el que
Kierkegaard firma La repetición) lo reafirma en Berlín, ciudad
en la que fue una vez feliz, y a la que decide volver. Allí alquila la
misma posada, acude a los mismos lugares… y, sin embargo, se da cuenta
de que es imposible repetir su juventud. Ahí es donde se establece una
diferencia fundamental: lo que Constantin estaba llevando a cabo era una
rememoración, no una repetición. Precisamente, el recuerdo hace
infelices y melancólicos a los hombres, porque la repetición lleva en su
misma esencia la novedad. “El que sólo desea esperar es un pusilánime”,
mientras que “quien desea la repetición ha de tener, sobre todo,
coraje”. Al igual que la fe, la repetición es una paradoja que se
escoge.
En estas obras de Kierkegaard podemos observar una especial influencia en el existencialismo francés del siglo XX. Albert Camus, por ejemplo, dirá que la vida es esencialmente absurdo, y sostiene como metáfora más representativa la imagen de Sísifo
subiendo una y otra vez la piedra hasta la cima de la colina; un
sinsentido en el cual “hay que imaginarse a Sísifo feliz”. Salvando las
distancias entre estos autores, sí podríamos decir, haciendo uso de este
símil, que cada vez que Sísifo sube la colina encuentra novedad, y de
la misma forma todo acontecimiento que ocurre dos veces es un
acontecimiento nuevo. No se renuncia a la herencia de las generaciones
precedentes, sino que se toma desde el interés existencial. Vivir en el
pasado es perjudicial en tanto que depositamos ahí nuestro presente y
dejamos escapar la existencia, pero saltar consiste en una apuesta que
se lleva a cabo en el existir presente para un futuro incierto y oscuro.
En la obra de Nietzsche es destacada la importancia del concepto de eterno retorno. De la misma forma que Kierkegaard llama melancólico al individuo que vive en el recuerdo, Nietzsche dirá que la memoria es mortificadora, y que el sujeto feliz es capaz de olvidar.
Ve al hombre resentido como un hombre con un exceso de historia, pues
“sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna
jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente” (La genealogía de la moral).
Al ser humano le es debida, en cierto modo, la ahistoricidad. El eterno
retorno tiene por base el deseo de que los acontecimientos se repitan,
por crueles que sean; no es una resignación a lo impuesto, no es pasividad: es un profundo sí a la vida, el mayor acto de amor por ella. Esta es la relación que mantiene con el mencionado amor fati.
Según Deleuze en Diferencia y repetición,
la repetición es la forma común en Kierkegaard y Nietzsche. También
matizará que no es necesaria la obtención de novedad a partir de la
repetición, siendo esto imposible, sino que constituye una tarea de
libertad para Kierkegaard, así como el objeto mismo del querer para
Nietzsche.
La
diferencia entre Kierkegaard y Nietzsche es la diferencia entre “saltar y
bailar”. Así, en Kierkegaard el movimiento es entendido como un
reencuentro entre Dios y el yo, mientras que el eterno retorno está
fundado en el movimiento de la physis sobre la muerte de Dios y
la disolución del yo. El movimiento de Kierkegaard toma lugar por
encima de todas las leyes de la moral; el de Nietzsche, siendo lo más
natural de todo, tiene por base la corporalidad.
La superación del nihilismo
Se atribuye a Chesterton
la afirmación de que “quien deja de creer en Dios pasa a creer en
cualquier cosa”. Quizá Nietzsche estuviera de acuerdo, pues su proyecto
no se estanca en un nihilismo provocado por la ausencia de dioses: es menester encontrar nuevas pasiones que eleven al ser humano. Cuando en La gaya ciencia
el loco de la plaza anuncia la muerte de Dios, se pregunta cómo se ha
desencadenado la Tierra de su Sol, cómo se ha bebido el agua del mar.
“Llego temprano”, sentencia más tarde. El último hombre todavía no es
capaz de convertirse en Übermensch porque,
desprovisto de todos sus valores vitales, es todavía el ser más
despreciable. El nihilismo es una etapa necesaria para la construcción
del nuevo hombre, pero la más oscura y difícil de todas. Es por este
carácter novedoso por el que no se trata de pensar a Nietzsche como un
nostálgico de su época que tilda de débiles a quienes no comparten su
épica, sino que debemos entender que la filosofía nietzscheana mira al
presente; no habla del teatro antiguo, sino del teatro del porvenir.
Toda filosofía exige un despertar.
La salida de la caverna, el hombre que se vuelve mayor de edad,
resolverse a matar al hijo, superar la muerte de Dios. La necesidad de
llegar más allá de la angustia o del nihilismo arrastra un desencanto,
una cierta pérdida de la inocencia a la que nos aferramos. Al tratar la
tormentosa relación de Nietzsche y Wagner,
Safranski lanza una pregunta que asalta a Nietzsche, y que le hace
sentir que su filosofía se tambalea: “Pero el hecho de tener razón,
¿compensa el amor perdido?”. ¿Qué pasa con aquellos elementos que no
queremos dejar atrás? ¿Con la religión, con el arte, con la tradición,
con el amor? Camus dirá que “el hombre es preso de sus verdades; en el
momento en el que las descubre, no puede apartarse de ellas” (El mito de Sísifo). Entonces nuestra última alternativa será, como sugiere Nietzsche, dotar a la verdad del poder suficiente para bailar entre esas cadenas:
Es preciso haber amado la religión y el arte, como se ama a la madre y a la nodriza: de otra manera no se puede llegar a ser sabio. Pero es menester dirigir la mirada más allá, saber crecer más todavía, por encima de todo eso; si nos quedamos dentro de esos límites no comprenderemos todo aquello (Humano, demasiado humano, Nietzsche).
La exposición ‘AstrónomAs’ quiere
dar a conocer a las mujeres que han dedicado sus noches y sus días al
estudio de la astronomía. Su versión digital, en la web www.astronomas.org, incluye información de 270 astrónomas que
trabajan o han trabajado en una o en varias de las catorce disciplinas
en las que se ha estructurado la muestra, y recoge además los más
variados acentos de etnias, ámbito geográfico, categoría profesional o
diversidad funcional.
Además de la información sobre cada una de las
astrónomas, ‘AstrónomAs’ se complementa con diversos materiales que
incluyen una contextualización de la astronomía con otras ciencias, su
relación con la cultura (cine, literatura, arte, etc.), cuadernillos
pedagógicos descargables, juegos interactivos, podcast y vídeos. Todo
ello arropado por una bandasonora original compuesta
por Paula Espinosa, joven futura astrofísica y talento musical,
finalista en 2020 del programa de La Voz de Antena 3 TV.
Además de facilitar la divulgación de las
investigaciones realizadas por mujeres científicas en la astronomía y
astrofísica, las innovaciones afines y las perspectivas futuras en estos
campos, ‘AstrónomAs’ quiere fomentar las vocaciones científicas y tecnológicas en general, y entre las niñas y adolescentes en particular.
Con todo ello se pretende no solo incrementar la
cultura científica, tecnológica e innovadora en la sociedad española,
sino, además, mejorar la educación científica–técnica en todos los
niveles, especialmente entre la gente joven.
La exposición ‘AstrónomAs’ ha sido realizada por
un grupo interdisciplinar de personas tanto del ámbito de la astronomía
como de la historia de la ciencia y de la docencia en distintos niveles,
y gracias a la colaboración de la Fundación Española para la Ciencia y
la Tecnología del Ministerio de Ciencia e Innovación. Entre los autores
de la exposición figuran las investigadoras del Instituto de Filosofía
del CSIC Eulalia Pérez Sedeño y Ana Romero de Pablos.
‘AstrónomAs’ es una exposición patrocinada por la
FECYT (Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología) y la SEA
(Sociedad Española de Astronomía) que busca destacar el papel y el
trabajo de las mujeres en la Astronomía.
La exposición puede verse en digital a través de la web http://www.astronomas.org, y también en formato físico, para lo cual hay disponibles para su descarga 16paneles en castellano, gallego, catalán y euskera.
Wittgenstein ha fascinado por su extraña, contradictoria y
genial vida y ha influenciado, con su filosofar, a buena parte del
pensamiento de los años que van desde su muerte (en 1951) hasta la
actualidad. Según Anthony Kenny, es el pensador más relevante
del siglo XX. Para Von Wright uno de los más grandes e influyentes de
nuestro tiempo. El economista Keynes, amigo y benefactor suyo, llegó a
llamarle “Dios”. Y Broad, aunque en tono irónico, lo comparó con el dios
nórdico Odin. Y si queremos un testimonio de la actitud de alguien que
se mira en el espejo de Wittgenstein, oigamos estas palabras de su amigo
Oets Bouwsma: “He encontrado en Wittgenstein un magnífico tónico, como
si fuese una purga… ¡Qué firme se mantiene contra el hábito de
conformarse con simples sinsentidos arraigados! He de hacer todo lo
posible por someterme a sus vapuleos y aprender a hablar libremente, de
tal modo que pueda exponer ante él todos mis trapos sucios. ¡Ojalá me
fuera posible hablar!”. Wittgenstein aparece así como distante y
próximo, duro y entrañable, comprensivo e implacable. Este inquietante
personaje fue, además, profesor, arquitecto, escultor, ingeniero,
farmacéutico, enfermero, maestro de escuela y casi monje. Y ha sido,
obviamente, un filósofo extraordinario aunque algunos le llegaran a
tomar por mago, que, no lo olvidemos, es el antecesor del filósofo.
Sumemos a lo anterior películas como la de Derek Jarman o novelas como
la de Bruce Duffy sobre su insólita vida o, de manera más
sensacionalista, el libro de Kimberley Cornisch que hace de Wittgenstein
un espía de los soviéticos en los años treinta. Más moderadamente, John
Moran se refiere a su viaje a la Unión soviética y su simpatía,
moderada también, por el modo de vida ruso. Nada extraño en una persona
influenciada por Tostoi con su ideal de sencillez y su desprecio por una
civilización occidental que consideró vacía y convencional.
Wittgenstein ha sido, obviamente, un filósofo
extraordinario, aunque algunos le llegaran a tomar por mago que, no lo
olvidemos, es el antecesor del filósofo
La gestación de un extraño libro
Ludwig Josef Johann Wittggenstein nace en Viena en 1889, el mismo año del nacimiento de Heidegger,
y muere de cáncer en Cambridge en 1951. Se nacionalizó británico,
aunque nunca perdió su acento germano. Sus últimas palabras diciendo que
todo había estado bien han dado lugar a variadas interpretaciones. Tal
vez la más correcta es la que supone que lo que quiso decir es que nada
hay que decir. En Linz y en el Liceo parece que coincidió con Hitler, y
en su casa tuvo la oportunidad de tratar con lo más depurado del arte en
aquella época en la que el Imperio Austrohúngaro está en pleno
esplendor. Por ejemplo, con Mahler, Schönberg o Loos. Su familia, bien
retratada por A. Waugh, fue además de sumamente rica, un núcleo musical
de importancia. Mucho de lo escrito por nuestro autor lo pone de
manifiesto. La música estuvo siempre presente en su vida y en su obra.
Fue el último de ocho hermanos, tres de los cuales se suicidaron. Y él
estuvo a punto de hacerlo en más de una ocasión. Para nuestra fortuna no
llegó a realizarlo.
La música y la tragedia siempre estuvieron muy presentes en su casa, en su infancia, en su familia
Comenzó estudiando ingeniería en Berlin y Manchester.
Continuo preocupándose por la fundamentación de la matemática y esto le
abrió el camino a la lógica y, finalmente, a la filosofía. A la
lógica le impulsaron los contactos y lecturas con Frege y Russell. A la
filosofía le había ayudado a llegar sus lecturas de Schopenhauer. En la
Primera Guerra Mundial va preparando esbozos que culminarán en el único
libro publicado en su vida, el Tractatus, texto hermético,
personal y que se ha leído como si de algo cabalístico se tratara. Se
publica en 1921 y podemos encontrar trazos de él en sus Diarios de 1914 a 1916. Habría que señalar que Tierno Galván traduce el Tractatus en 1957.
Eso que no se puede decir…
La versión del «Tractatus» en Alianza incluye prólogo de Bertrand Russell. La traducción es de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera.
Expuesto de una manera muy resumida, se nos dice que una proposición tiene sentido si puede ser verdadera o falsa.
Por ejemplo, si afirmo que Kim Bassinger es rubia dicha proposición
tiene sentido puesto que es posible verificar si es rubia, teñida o no, o
no lo es. Las proposiciones que tienen sentido son, por tanto, las de
la ciencia o las que emitimos para referirnos al mundo todos los días. Y
esto es posible porque nuestro lenguaje “pinta” o representa los hechos
del mundo; es decir, nuestro lenguaje y la realidad poseen la misma
forma lógica. Reflejamos como en un espejo la realidad.
Lo que no refleja la realidad, sino que es un embrollo de
palabras, como le sucedería a la filosofía tradicional, es un sinsentido
que deberíamos evitar. Solo lógica, por tanto, o ciencia. Con esto se quedó el neopositivismo del Círculo de Viena que vio en el Tractatus
su nueva Biblia. El mundo se muestra, no se puede decir, puesto que
para hacerlo tendríamos que salir del lenguaje. Pero, y esto es
decisivo, en lo que se puede decir se muestra aquello que más nos podría
importar, como es la religión la ética o la estética. En lo que se
dice, en suma, se manifiesta lo que no se puede decir y que es lo
realmente valioso. Y a tal valor le llamó lo místico, lo inexpresable.
En una breve conferencia que dio sobre la ética en el año treinta da
algún ejemplo de qué es eso tan importante que no se deja decir. Así,
que el mundo existe, el milagro de la existencia, es una experiencia que
se salda en el puro silencio. De ahí como destellos nacen la admiración
estética, la apertura al océano religioso o el deber que cada uno ha de
poner en practica. Wittgenstein estaba obsesionado con que no le
entendiera nadie. Y es que debe de ser muy angustioso intentar decir lo
que no se puede decir.
En lo que se dice, en suma, se manifiesta lo que no se
puede decir y que es lo realmente valioso. Y a tal valor le llamó lo
místico, lo inexpresable
La segunda vida de Wittgenstein
Trotta ha publicado las «Investigaciones filosóficas» de Wittgenstein. Esta edición corre a cargo de Jesús Padilla.
Una vez que cree haber resuelto los problemas de la filosofía renuncia a su herencia y se retira a
unos pueblos perdidos de Austria con la esperanza de encontrar la paz
de ánimo que le otorgaría la vida rural. La experiencia fue un fracaso.
Retorna como catedrático a Cambridge y allí comienza, después de un
periodo de tanteo y transición, lo que se ha dado en llamar, con toda
razón, su “segunda filosofía”. Esta segunda filosofía queda reflejada en
sus Investigaciones filosóficas, escritas entre 1945 y 1949 y
publicadas después de su muerte. Su concepción de la filosofía será muy
distinta a la de su primera época, plasmada en el Tractatus.
Introduce ahora la noción de “juego de lenguaje” según la cual, por
medio de reglas, nos referimos a las más diversas circunstancias de
nuestra vida. El chiste sería un juego de lenguaje con sus propias
reglas como lo sería el filosofar. El significado ahora habría que
buscarlo en el uso que hagamos de nuestras expresiones y estas tienen
lugar en los citados juegos o “formas de vida”.
Algunos piensan que, mientras en el Tractatus el lenguaje queda dogmáticamente limitado, en las Investigaciones se amplían de tal manera sus funciones que todo se convierte en trivialidad.
Es lo que les habría ocurrido a aquellos discípulos que se dedicaron a
investigar el lenguaje ordinario y poco más. Otros, por el contrario,
piensan que nos coloca en el auténtico suelo en el que se posa el animal
humano, elimina los sueños metafísicos y nos es de gran utilidad en la
vida cotidiana. Por otro lado, ya no cae en la paradoja de decir que
nada hay que decir sobre lo místico, sino que debemos resignarnos a los
distintos juegos de lenguaje que usamos los humanos. De la obsesión se
ha pasado a una sana modestia. Pero siendo Wittgenstein siempre un gran
reductor que destruye castillos en el aire.
El viaje del Tractatus a las Investigaciones filosóficas lo es de la obsesión a una sana modestia, pero siendo Wittgenstein siempre un gran reductor que destruye castillos en el aire
Un loco genial (y al revés también)
Wittgenstein fue un lógico que desarrolló las tablas de verdad, un místico sin creencia
alguna y que enlaza con el budismo zen, un ciudadano políticamente
incorrecto que no perteneció a ninguna tribu, un solitario que buscó la
paz, agobiado por la culpa y en un mundo convulso y un filósofo que,
negando la filosofía tradicional enseñó, como nadie, a filosofar. Se
podría pensar que su esoterismo, hipergrafía, puesta de manifiesto en
sus distintos Diarios o en todo lo que se ha recogido en los
manuscritos y escritos a máquina, su excéntrica sexualidad que le
inclinó tanto hacia sus más que amigos Pinsent y Skinner como a la suiza
Margarita Respinger, hacen de él un personaje digno de ser estudiado
bajo la óptica de algún trastorno en el lóbulo temporal. Podría ser
puesto que genio y patología en muchas ocasiones van juntos. Todo eso no
quitaría un ápice a su libre creatividad, a su independencia, a su
originalidad y a su pasión por unir vida y obra.
Sobre el autor
De sobra conocido por haber llevado la filosofía a los medios de comunicación y a todas partes donde él fuera, Javier Sádaba ha ejercido durante tres décadas como catedrático de ética en la Universidad Autónoma de Madrid. Allí llegó después de pasar por Tubingen, Roma, Nueva York… Sus intereses lo han guiado hacia los vericuetos de la vida buena, la filosofía de la religión (de las religiones), la bioética, las neurociencias y la figura de Ludwig Wittgenstein, que explora en este artículo.
Alfonso Rodríguez Castelao es uno de los máximos
representantes de la cultura gallega. Escritor, artista y político, fue
férreo defensor del nacionalismo de su tierra. El pensamiento de
Castelao lo sitúa en el anticolonialismo, antiimperialismo y
antirracismo.
Por Cristina Arufe
Ya desde muy pequeño, la vida de Castelao (1886-1950) se ve marcada por la emigración y el exilio. Pasa
su infancia entre su Galicia natal y Argentina, donde su padre había
emigrado en busca de un futuro mejor. Es allí donde descubre el mundo de
la caricatura a través de las publicaciones de la revista Caras y caretas, y nace su interés artístico, que le acompañará toda la vida.
Al volver a Galicia, estudia Medicina en Santiago de Compostela, aunque apenas llegará a ejercer como médico. En sus propias palabras, «fixenme médico por amor a meu pai; non exerzo a profesión por amor á humanidade»
(«Me hice médico por amor a mi padre, pero no ejerzo por amor a la
humanidad»). Castelao quiere ser artista, y es durante su época
universitaria cuando empieza a codearse con diversos intelectuales y
artistas de la época, con quienes, además de compartir su interés por el
arte, comparte también inquietudes políticas. Es así que, además de
artista, comienza a desenvolver su faceta política.
Tras la sublevación militar que dio lugar a la guerra civil
española y a la posterior derrota republicana, Castelao, como otros
intelectuales españoles contrarios al régimen, abandona el país.
En un primer momento viaja a Nueva York, para asentarse definitivamente
en Buenos Aires en 1950. Allí se instala y compagina su vida política
con su faceta artística. Desde Argentina sigue promoviendo la cultura
gallega, y en 1944 publica Sempre en Galiza, una colección de
ensayos donde plasma su ideario en lo relativo a lo político y social,
en la que el autor conecta literatura con el nacionalismo político. La
obra se publicó en Buenos Aires, y en el franquismo, esta —y otras obras
de Castelao— fue censurada. Hasta 1986 no se pudo publicar en España.
Durante su época universitaria
Castelao empieza a codearse con intelectuales y artistas de la época,
con quienes, además de compartir su interés por el arte, comparte
también inquietudes políticas
Castelao ha sido siempre un defensor tanto de los oprimidos como de la heterogeneidad de los pueblos. Renegó siempre de todo nacionalismo que fuera excluyente por raza:
«Para nós, os galegos, afeitos a percorrermos o
mundo e a convivir con tódalas razas, o nacionalismo racista é un delito
e tamén un pecado». Sempre en Galiza
(«Para nosotros, los gallegos, acostumbrados a
recorrer el mundo y convivir con todas las razas, el nacionalismo
racista es un delito y también un pecado»)
El escritor y profesor de Filosofía Xosé Carlos Garrido Couceiro, en O pensamento de Castelao,
explica cómo la homogeneidad europea que veía la diferencia como un
error que debía ser subsanado es el contrapunto a la ideología
nacionalista de Castelao. Para Castelao, todas las naciones
debían defender aquello que las hace singulares: su idioma —en el caso
de tenerlo—, su cultura, llegando como consecuencia a la implantación de
un autogobierno. Estas ideas eran para el autor gallego no solo
aplicables a la situación de su tierra, sino que eran extrapolables a
diferentes territorios que se encontraban en una situación similar.
En lo que respecta al ser humano, para Castelao el concepto de nación y el hombre van de la mano, y no se puede comprender una sin el otro.
El hombre construye la realidad, ordenándola de un modo que la
convierte en su mundo. El ser humano no puede ser concebido como un ente
abstracto. El hombre es un ser social, que ha de ser siempre definido
por el mundo que habita; mundo que, por otro lado, él mismo ha creado.
El hombre es un individuo en el mundo, un producto del espacio que él
mismo colabora a construir.
El peculiarismo propio del ser humano al inventar nuestros propios caminos hace que asumamos nuestra libertad. Recuerda aquí a las ideas existencialistas de Jean-Paul Sartre,
que afirmaba que el ser humano estaba «condenado a ser libre (…) o si
se prefiere, no somos libres de dejar de ser libres». Nadie se puede
imponer la libertad porque es intrínseca al ser humano, es parte de la
esencia humana. El hombre, al crear y marcar sus propios caminos,
actuando en base a esta libertad constantemente, se responsabiliza de su
existencia, acciones y decisiones. El hombre «o es libre siempre y todo
entero libre, o no es nada». En la línea de estas ideas iba la
propuesta de Castelao para el nuevo emblema de Galicia, al que incorpora
la frase «Denantes mortos que escravos» («Antes muertos que esclavos»).
Para Castelao, el hombre construye
la realidad, ordenándola de un modo que la convierte en su mundo. El
ser humano no puede ser concebido como un ente abstracto. Es un ser
social, que ha de ser siempre definido por el mundo que habita; mundo
que él mismo ha creado
Afirmaba Marx en su tesis número XI de Tesis sobre Feuerbach (1845)
que «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos
el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».
Castelao creía firmemente en esta filosofía de la praxis. Para él, la
defensa de unos ideales perdía el sentido si dichos ideales no se
convertían en acción. Aquellos que buscan nada más que la defensa de
unos ideales, simplemente buscan honor y posteridad, sin voluntad de
poner en acción ese pensamiento.
Su cometido como autor fue el de comunicar y propulsar temas
en relación a la singularidad, identidad y memoria del pueblo gallego. Su obra se caracteriza por la dura crítica social disfrazada en ocasiones de sarcasmo. En Cousas
(1926-1929) combina su faceta de escritor con su faceta como
ilustrador. La obra se compone de viñetas en las que ilustra la realidad
de una Galicia rural y oprimida por el caciquismo. Protagonizadas por
niños, agricultores, mujeres, caciques, emigrantes…. Las viñetas nos
transmiten mediante el uso de ironía y metáforas, los problemas que
afectaban al pueblo gallego en aquel momento: la división de bandos
durante la guerra, la realidad de la emigración o la corrupción política
de la época.
Muchas de sus obras forman parte del imaginario de la cultura gallega.
Es por esto que en 1964 fue homenajeado por el Día das Letras Galegas.
Para la Real Academia Gallega de Bellas Artes su obra por los
«extraordinarios méritos artísticos».
En momentos de cambio y confusión, la esperanza en un futuro mejor se esboza en ocasiones como algo utópico, inverosímil, pero ¿cabe plantearse esos conceptos de utopía y esperanza de una manera más profunda? ¿Merece la pena hacerlo para, con ello, afrontar nuestras propias vidas?
Lo
“utópico” tiende a banalizarse en la agitada actualidad, a entenderse
únicamente como algo irrealizable, un escenario quimérico sólo acorde al
contenido de series de televisión o novelas. La utopía ha perdido notoriedadpara significarse simplemente como algo arbitrario o irreal,
pero este no es el alcance que el término tiene si se sigue a uno de
los teorizadores primordiales del concepto en su modo filosófico, el
alemán Ernst Bloch (1885-1977), quien replanteó lo utópico no sólo como un pensamiento sino como método para conformar nuestra existencia humana, tanto en lo personal como en lo social.
A su juicio, los individuos estamos inacabados (somos “seres-siendo”) y nos sentimos empujados por una tendencia o impulso al que llamamos esperanza y que nos lleva a trabajar por conseguir lo “aún-no-realizado”,
que se manifiesta como una visión que plantea todo un abanico de
posibilidades de futuro. Mediante la utopía nos volvemos inconformistas,
dejamos de aceptar una realidad tal y como es y comenzamos a
cuestionarnos cómo debería ser y a buscar su cambio, la manera de
conseguir que se haga realidad. En Bloch, de holgados conocimientos
literarios y profundo estudio de Hegel, el saber no debe ser solamente “contemplativo”, sino también “creativo”, convertido en un “optimismo militante” que pueda transformar la realidad mediante la conciencia de futuro, de utopía. Si el inconsciente de Freud bebe del pasado, este nuevo saber mira al futuro.
Bloch es,
por tanto, el ejemplo más importante de la formulación de un vínculo
entre la esperanza y la visión utópica, especialmente con su obra El principio esperanza (Das Prinzip Hoffnung).
En ella, la utopía es la representación realista de aquel “horizonte de
posibilidades que atraviesan todo lo real” y con ella se enfatiza el
relieve de lo que supone el sujeto para la historia. El
planteamiento de Bloch eleva la mirada al futuro, pero no como un
“prolongador del presente”, sino como un logro de ese “aún-no-realizado”
o “aún-no-consciente”, lo que todavía no vemos posible que
podamos llegar a ser. La utopía no es ya una visión ilusoria, una meta
imaginaria que nos gustaría conseguir: es una aspiración, la pretensión
de lograrlo, y la esperanza se convierte entonces en un “principio
rector del pensamiento y de la acción” del ser humano.
Pero
la esperanza no se queda ahí, no es un sentimiento edulcorado que nos
encandila y adormece. Tras el levantamiento del muro de Berlín, que el
filósofo definió negativamente como un bloqueo que hacía incompatible el
socialismo con la libertad y la igualdad, inauguró una serie de cursos
con la pregunta “¿Puede frustrarse la esperanza?” en la Universidad de
Tubinga en 1961, último ente académico en el que trabajó. En aquel
curso, su respuesta a tal pregunta fue afirmativa: la esperanza sí puede frustrarse, y lo hace “para honra de sí misma”,
para convertirse en la finalidad de la utopía ya que, de lo contrario
“no sería esperanza”. La utopía es lejana, un “horizonte futuro” que
debe estimularnos, hacernos tener esperanza, entendida como “esperar activamente”,
para poder alcanzarla. Quizá no lleguemos a hacerlo, a lograr ese
objetivo utópico, pero habernos levantado en su busca gracias a la
esperanza y haber fracasado puede dar lugar a un cambio inesperado.
La esperanza, entonces, dice Bloch, tiene que ser necesariamente frustrable
porque 1) “está abierta hacia delante”, no se va a referir a lo que ya
ha ocurrido y, por tanto, queda “en suspenso” y al abrigo de un cierto
factor de azar; 2) está inserta en “el campo del todavía-no”, aún no es fallida, pero aún tampoco victoriosa y, por tanto, no es segura y puede frustrarse.
A partir del germen que representa la esperanza para el individuo, nacen las posibilidades de futuro, las posibilidades de que una realidad transformadora se manifieste. Aunque no hayamos alcanzado aún “la salvación”, tampoco la hemos perdido porque “el proceso del mundo no está decidido todavía”, somos como los guardagujas que deciden por qué vías transita el ferrocarril, siendo esas vías nuestra propia vida. En una sociedad en crisis como la nuestra, no sólo económica o afectada por los efectos de una pandemia, sino acechada por el pesimismo y el vacío existencial, la manera en la que Bloch engendra en su filosofía la utopía y su relación con la esperanza parece más necesaria que nunca.
El pensamiento de Edmund Husserl (1859-1938) renovó de manera decisiva la filosofía del siglo XX. Pero a estas alturas del siglo XXI la fenomenología, a la que él dio nombre y forma, no se ha dejado trasladar al museo de los filósofos cual una mera pieza de anticuario. Sea como análisis de la subjetividad que constituye sentido y verdad objetivos, sea como descubrimiento del mundo originario de la vida, la filosofía de Husserl sigue inspirando a generaciones de fenomenólogos e interesando a los estudiosos de cualquiera de las múltiples formas de la experiencia humana. La lenta publicación de la montaña de manuscritos del legado científico de Husserl, que a día de hoy no ha concluido, hace necesario disponer de guías fiables que orienten a los lectores en la excavación infinita de los fenómenos que emprende la fenomenología trascendental. Valor especial de esta Guía es que el llamado en las últimas décadas nuevo Husserl u otro Husserl: el filósofo de la corporalidad y de la intersubjetividad, de la historicidad y de la aventura moral, puede entenderse en continuidad profunda con el Husserl clásico, y ambos se refuerzan uno al otro.
Guía Comares de Husserl, editada por Agustín Serrano de Haro
(IFS – CSIC). Colección Guía Comares. Número en la colección 11. ISBN
978-84-1369-216-6. Páginas 370. Fecha publicación 07-09-2021
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