Blanca Arias: «El arte sigue siendo un lugar imprescindible para la práctica del pensamiento crítico»

En «Blandito, blandito. ¿Qué le hacemos les feministas al arte?», Blanca Arias propone pensar lo blando como ética y como práctica política: una forma de atención que sacude la rigidez de los límites, reimagina vínculos y compromisos y recupera el cuerpo como archivo vivo. En esta entrevista reflexionamos con ella sobre arte, afecto y transformación desde una perspectiva feminista y situada.

Por Javier Correa Román

En los últimos años, varias corrientes críticas en arte, pensamiento feminista y teoría política han empezado a desplazar el centro de gravedad de sus análisis. Frente a las categorías abstractas y rígidas —poder, identidad, representación—, han cobrado relevancia las texturas concretas y los gestos cotidianos con los que se construye la experiencia común. Esta inflexión no es meramente estética: es ética y política. Supone interrogar cómo miramos, cómo tocamos y cómo nos vinculamos. Supone preguntarse qué ocurre si dejamos de privilegiar lo monumental y pétreo para atender a lo metamórfico, lo poroso, lo blando. Ese desplazamiento no es un gesto menor, sino una reorganización profunda de la atención.

Pensar en lo blando implica cuestionar los límites y las jerarquías heredadas. La blandura no es un estilo complaciente, ni la antítesis débil de la solidez; es una materia capaz de sostener forma y compromiso sin escurrirse, de conservar huellas y, a su vez, modelar aquello con lo que entra en contacto. Frente a un conservadurismo que encuentra refugio en la nostalgia de un pasado inmutable, una ética de lo blando propone habitar la transformación como condición de posibilidad de lo común.

Lo blando invita a imaginar vínculos y compromisos que se adapten sin perder consistencia, instituciones que sean espacios de entrenamiento de la sensibilidad y no vitrinas de permanencia. En este contexto, hasta el museo puede repensarse como un derecho fundamental a la experiencia estética, no porque conserve, sino porque permite ejercitar una atención pública y colectiva.

Este giro hacia lo blando también supone reconsiderar el cuerpo. De ahí que Blanca Arias, que acaba de publicar Blandito, blandito. ¿Qué le hacemos les feministas al arte? (Cielo santo, 2025), recupere el concepto de «somateca» —concepto que Arias recoge de Paul B. Preciado—, que significa ver al cuerpo como archivo vivo de gestos, afectos y saberes que anteceden y exceden el lenguaje. Cada pliegue, cada estría, cada beso conserva las marcas de encuentros anteriores y testimonia nuestra mediación con la diferencia. Desde ahí, la práctica artística deja de ser autorreferencial para convertirse en un dispositivo que genera contextos de escucha y transmisión, donde lo material y lo fantasmal coexisten. La huella se vuelve tan física como espectral; lo que no se ve, existe y actúa.

Blandito, blandito es un ensayo profundo y rico, pero blando, claro, porque huye de la rigidez de los academicismos (y eso se consigue con una labor de edición como la de Cielo Santo). Es una propuesta de escritura y de imaginación política que «no tanto propone un giro estético, sino que abre la puerta a otro régimen de la atención» —en palabras de la propia autora— invitándonos a fijarnos en lo blando para revelar otras texturas y matices con los que entender e imaginar lo común.

La blandura no es un estilo complaciente, ni la antítesis débil de la solidez. Blandito, blandito es un ensayo profundo y rico, pero blando, porque huye de la rigidez de los academicismos

Se trata de un texto que se deja afectar por el barro, que encuentra en la aceptación del cambio una ética posible y que interpela las conversaciones cristalizadas sobre representación y visibilidad. No es un libro sobre arte en abstracto; es una indagación en cómo mirar, cómo tocar y cómo comprometerse políticamente desde la vulnerabilidad, la porosidad y el gesto.

El libro tiene también la virtud de estar escrito por Blanca Arias, que es artista, mediadora cultural e investigadora, trabajando en la intersección entre práctica artística, pedagogía y teoría crítica. Su práctica se sitúa en el ámbito de la imagen y la performance, explorando gestualidades lesbofeministas, vulnerabilidad, mitos, erotismo, corporalidades alternativas y prácticas contranormativas. Ha mostrado sus proyectos en espacios como el Espai d’Art Contemporani de Castelló, LOOP Barcelona o en formatos de performance como Gender Reader. En 2023 obtuvo el premio de creación Sala d’Art Jove por Una amazona és una amant que cavalca, un proyecto escultórico expandido que reflexiona sobre las mitologías de la monta y los devenires equinos.

Más allá de la producción artística, Arias desempeña un papel clave en la mediación cultural. Forma parte del Departamento de Programación Pública y Social de la Fundació Joan Miró de Barcelona y es educadora en el MACBA dentro de los programas públicos y educativos. Ha colaborado con el Centro LGTBI de Barcelona y con el archivo feminista Ca la Dona. También es miembro de los colectivos Bestiari Queer y amor rumor, donde trabaja en proyectos que cruzan arte, pedagogía y pensamiento crítico. En 2022 fue editora invitada en la revista A*Desk con la serie «Anormalidades mágicas». Su trabajo se caracteriza por entrelazar reflexión teórica, experiencia personal y compromiso político.

Esta biografía no es un dato accesorio: es la textura desde la que Blandito, blandito se escribe. En el libro, Arias despliega estas preocupaciones de una forma que conjuga ensayo, poesía y cuaderno de campo. Dialoga con artistas amigas, con gestos cotidianos, con prácticas artísticas contemporáneas y con objetos animados que actúan como artefactos de transmisión. Su carácter es profundamente feminista: no solo por la genealogía de autoras y prácticas que convoca, sino por su manera de escribir desde la relación, el afecto y el cuidado de la diferencia.

En este contexto, de debates, de escritura y de biografía, es en el que se sitúa esta entrevista: un campo donde el arte se concibe como un entrenamiento de la atención, la política como una práctica erótica de la materia y el amor como un compromiso con el cambio. Un campo donde la huella es tan física como fantasmal, y donde la mirada, para poder sostener nuevas texturas, debe mantenerse blanda.

Su libro es una invitación a pensar desde la materia y desde el cuerpo —si acaso podemos hacer esta distinción—. He disfrutado mucho el análisis de la materialidad de nuestras propias formas de decir, de hacer y de representarnos. Una de las ideas que más me han interesado del libro es la potencia política de una materialidad blanda. Quería preguntarle: ¿cree que ese giro, ese cambio de régimen de materialidad —si pudiéramos nombrarlo así— puede abrir una vía de salida a la crisis de imaginación política que habitamos? ¿Puede lo blando, como forma, como modo de relación, como régimen de sensibilidad, ayudarnos a imaginar otras formas de lo común, otras formas de agencia?
Realmente, mi deseo con este libro no es tanto proponer un giro estético —pues la vuelta de tuerca implica siempre un endurecimiento, un paso más hacia la firmeza—, como abrir la puerta a otro régimen de la atención que, invitándonos a fijarnos en lo blando, nos revele otras texturas y matices con los que entender e imaginar lo común.

Si lo blando puede aportar algo en el ámbito de lo político es en su problematización del límite, de lo vertical, lo liso y lo inmutable. Una ética de lo blando, una forma de comportamiento material caracterizada por la aceptación del cambio, podría sacudir la conversación ya estancada y cristalizada alrededor de la representación y la visibilidad, e invitarnos a reconsiderar la importancia de lo metamórfico, de lo que se deja afectar por la temperatura y la humedad ambiente. Esto, en relación con las preguntas sobre la relación con la diferencia o la construcción de la identidad. Para mí ha sido súperrevelador entender que el compromiso político puede estar hecho de barro.

A raíz de esto que usted menciona, que el compromiso político puede estar hecho de barro, me pregunto: ¿qué relación ve entre la rigidez —lo pétreo, lo inmutable— y las formas contemporáneas de incapacitación política? ¿Qué formas materiales o sensibles pueden desatascar esta crisis imaginativa?
El conservadurismo se beneficia profundamente de la rigidez, en tanto que esta le permite el regreso eterno a un pasado pétreo que siempre fue mejor. La nostalgia reaccionaria está íntimamente relacionada con una creencia en un pasado inerte e inanimado en el que la derecha ha creado un lugar seguro al que volver, precisamente porque nunca cambia. El arte monumental es el mejor ejemplo de esta confianza en lo que dura.

¿Y dónde situaría el papel del arte en todo esto?
Para menear nuestro imaginario político, el arte sigue siendo un lugar imprescindible para la práctica del pensamiento crítico y la imaginación radical. En concreto, y a pesar del complejo entramado de relaciones en las que las instituciones museísticas se encuentran inmersas, creo firmemente en la posibilidad de defender el museo como lugar público de entrenamiento de la sensibilidad y, con ello, en nuestro deber de reclamar la experiencia estética como derecho fundamental. Ahí es donde yo he aprendido a imaginar.

«Creo firmemente en la posibilidad de defender el museo como lugar público de entrenamiento de la sensibilidad y, con ello, en nuestro deber de reclamar la experiencia estética como derecho fundamental»

Me interesa mucho el arte como lugar imprescindible para la imaginación radical. Desde los nuevos materialismos, especialmente desde Jane Bennett, se recoge la idea de que la materia actúa, resiste, pero también abre. ¿Cómo podemos leer esa potencia de la materia no desde el miedo a lo que se descontrola, sino como posibilidad de generar mundo?
Me estoy dando cuenta, porque me hacen a menudo esta pregunta, de que yo nunca he compartido este miedo, que nunca me he dejado alcanzar por él. Supongo que, por el hecho de no haber sido nunca una persona delgada, he aprendido a convivir con el pliegue y la estría desde muy pequeña. A mí lo desbordante siempre me ha parecido excitante, porque es en el gesto de exceder los límites preestablecidos donde nos damos cuenta de que siempre hay algo más, de que siempre hay una salida. Y a mí eso me parece de lo más optimista: esa infinitud de devenires me ilusiona.

Esa «infinitud de devenires» a mí también me parece ilusionante. Y en ese sentido, pienso: si el arte puede cambiar los imaginarios, ¿cómo trasladar esa lógica «blandita» al ámbito de lo cotidiano? ¿Cómo pueden las prácticas artísticas permear formas de vida más amplias, más allá de los circuitos del arte?
El arte al que me refiero, igual que los textos que manejo, parte siempre de una conciencia situada del lugar que su creatore ocupa en el mundo y se encuentra, por lo tanto, profundamente conectado con la vida. No necesita permear en lo cotidiano porque es poroso y está empapado de ello. Pienso en cómo contártelo y me aparece la voz de Adrienne Rich cuando dice: «La teoría puede ser un rocío que se levanta de la tierra y se recoge en la nube de lluvia y vuelve a la tierra una y otra vez. Pero si no huele a tierra, no es buena para la tierra». El arte del que hablo —aquel con el que he aprendido— no es tautológico ni autorreferencial, sino uno capaz de producir objetos animados que actúen como artefactos, como generadores de contextos para la escucha y el habla de otros lenguajes. El arte que me interesa es el que es bueno para la tierra. ¡Todo empieza y acaba siempre en el cuerpo!

¿Y cómo se puede facilitar ese acercamiento al arte?
Considerando la marginación y estigmatización que sufren todos aquellos lenguajes no verbales, la práctica educadora es fundamental para facilitar acercamientos más amables al arte. Ese ejercicio mediúmnico de traducción por el cual alguien —mediadore— canaliza a une artista y propicia una situación de escucha para entender su mensaje o sintonizar con su vibración, es imprescindible para entrenar una mirada que nos permita una reconciliación con la imagen en un sentido amplio, fuera y dentro del museo.

En el libro se intuye que hay una crítica afectiva que corre en paralelo a la crítica material. Es decir, podemos leer los encuentros con otros cuerpos que nos componen bajo formalidades más o menos blandas, más o menos rígidas. En ese sentido, y en mi opinión, la monogamia aparece como un régimen particularmente rígido, tanto en lo espacial —por las fronteras y jerarquías que impone entre un vínculo y los demás— como en lo temporal —por su lógica radical de corte y ruptura; no hay transformación posible, solo final—. Quería preguntarle si formas más blandas de relación podrían acompañar también formas más blandas de vivir, de cuidarse, de habitar el tiempo y el cuerpo. ¿Ouede pensarse lo afectivo como una práctica matérico-política?
¡Por supuesto! Y yo diría más: el afecto es el porqué —la causa y el efecto— de la vibración de la materia, y la política es siempre una práctica en relación íntima y erótica con lo material. Si me atrevo a revolcarme en el campo de lo ético, entendido como una práctica de orientación o de direccionamiento de la acción, es porque me parece urgente pensar en nuevas formas de ocupar el mundo y, con ello, en nuevas formas de relación. En este sentido, como comentaba antes, lo blando puede ofrecer texturas valiosísimas para pensar en el espacio entre nosotres y en lo común, especialmente al invitarnos a pensar que todo puede ser modelado de nuevo.

«Me parece urgente pensar en nuevas formas de ocupar el mundo y, con ello, en nuevas formas de relación»

¿Y específicamente en el tema de las relaciones afectivas?
Yo no creo que haya formas de relación más rígidas que otras; para mí la rigidez tiene que ver con la negación del cambio, así que lo rígido no me parece la monogamia, sino no estar dispuestes a reimaginar nuestros vínculos. En relación con el pensamiento amoroso, también me parece estimulante pensar en lo blando como respuesta a lo líquido, pues lo blando conserva la fluidez sin escurrirse, se mantiene fluctuante sin escaparse. Pensar en un amor blando implicaría pensar en una forma de relación centrada en el cambio a la vez que en el compromiso: una suerte de compromiso en el cambio o de compromiso con el cambio.

En línea del compromiso con el cambio, su libro me ha estimulado mucho para pensar de forma más blanda elementos que, quizá, venía pensando de forma un tanto rígida. Lo pensaba, por ejemplo, con la identidad y la idea de que quizá no hay tanto un yo fijo, sino que seamos algo así como «muñecas de barro» —por mantener el barro como material paradigmático, como dice usted en su libro—. Pensaba en la imagen de muñecas de barro no como déficit, sino como potencia: como cuerpos conformados por otras, que no inventan desde la nada, sino que se pliegan, se moldean, se llenan de huellas. En esta línea quería preguntarle, y porque lo aborda en todo un epígrafe de su libro, por la noción de huella. ¿Qué lugar ocupa en esta forma blanda de comprendernos la noción de huella? ¿Podemos salir de la idea de que la huella es una ausencia-presente para poder pensarla como pura presencia, como presencia material, como pliegue real que deja marca?
¡Absolutamente! La huella es tan física como el cuerpo que la imprime o el que la recibe, tan material como lo fantasmal, según mi forma de verlo. La huella es un recordatorio de que nunca estamos soles, sino que siempre nos encontramos enredades con el resto de formas de vida, pero también con las diversas formas de muerte. La marca de una uña en un jarrón de cerámica inmortaliza la presencia de una mano. Y no es solo el barro el que se deja modelar por la mano, sino que es también la mano la que es modelada por el barro. Lo vivo modela lo muerto y lo muerto a lo vivo, y eso es una muestra de la presencialidad de lo fantasmagórico, de la pervivencia de lo que no somos capaces de ver. Por supuesto: lo que no se ve, existe.

Cuando afirma que «lo que no se ve, existe», me lleva a pensar en cómo nuestros sentidos están construidos y gobernados. ¿Qué caminos ve para resistir estas configuraciones dominantes de la mirada? ¿Cómo generar miradas que alcancen lo cotidiano sin volverse normativas? Y, como artista, ¿cómo piensa la posibilidad de generar miradas que no se agoten en resistencias puntuales o en prácticas artísticas concretas, sino que puedan alcanzar lo cotidiano, lo común, lo masivo (sin por ello volverse formas normativas)?
Creo que la clave es justo entender que la afectación que nos produce el encuentro con la práctica artística no nos abandona una vez apartamos la mirada, sino que en ese momento plantamos una semilla que florece siempre más tarde y que forma parte de un proceso fértil de cultivo de la atención que transcurre en temporalidades diversas para cada une. La mirada, igual que el resto de sentidos, está constantemente modelándose en la encrucijada de una serie de prácticas ontológicas que nos dan forma y nos deforman. Es por eso que, de nuevo, lo que me parece imprescindible para cuidar y reclamar nuestra soberanía sobre ese modelado es entrenar la atención: permanecer dispuestes a mirar aunque arda, a enfocar nuevas texturas, a reescalar nuestro campo visual… Dispuestes a mantener la retina blanda.

«Para mí la rigidez tiene que ver con la negación del cambio, así que lo rígido no me parece la monogamia, sino no estar dispuestes a reimaginar nuestros vínculos»

Por último, en un momento bellísimo del libro usted cita a la artista Helena Laguna Bastante y recoge dos preguntas fundamentales: ¿cómo archivar lo que saben los dedos? ¿Cómo fijar el conocimiento que se almacena en la piel? Esa idea de una epistemología cutánea, no discursiva, no verbal, me parece muy potente. ¿Podría desarrollar un poco más esa línea? ¿Qué formas de archivo o de transmisión podrían pensarse más allá del texto, sin pasar por las instituciones del saber? ¿Qué riesgos tiene la escritura en este sentido, como posible forma de rigidez? ¿Y qué formas blandas de escritura o de decir —o incluso de no-decir— podríamos ensayar?
Aquí me parece iluminador traer un concepto que hace muchos años que me acompaña y que recupero de Paul B. Preciado, que es el de somateca, es decir, esa comprensión del cuerpo como archivo de gestos que almacena información que empieza mucho antes y acaba mucho después de nuestra piel. Me atrevería a decir que el gesto es una de las formas de transmisión de conocimientos más arcaicas —y también arcanas— con las que contamos: el gesto precede al lenguaje, se le anticipa para delatar al cuerpo cuando menos se lo espera. Pienso, por ejemplo, en que los besos siempre confiesan las particularidades de les amantes que hemos besado antes. Es en el gesto donde registramos nuestro encuentro con el mundo, donde conservamos nuestra mediación con la diferencia.

«El gesto precede al lenguaje, se le anticipa para delatar al cuerpo cuando menos se lo espera»

Me gusta mucho que me preguntes sobre Helena porque es una de les artistas que aparecen en el libro que también tengo la fortuna de llamar amigas, y ese amor que siento por ellas ha sido una herramienta importantísima a la hora de escribir. Para mí, el amor es fundamental para pensar en esas formas blandas de escritura: unas que deben ser capaces de preservar la opacidad de una historia aun contribuyendo a su escucha. Mantener esa tensión entre el decir y el no-decir, entre lo visible y lo invisible, es esencial para escribir una historia feminista. Y, de nuevo, el gesto sabe mucho de esas sutilezas.

Fuente: https://filco.es/blanca-arias-blandito-blandito/

La ética en el dilema del tranvía: ¿es legítimo causar un mal para evitar otro mayor?

¿Debemos intervenir para salvar a cinco personas aunque eso implique causar directamente la muerte de otra? Este experimento mental, formulado por las filósofas Philippa Foot y Judith Jarvis Thomson, ha trascendido el ámbito académico y se ha convertido en un punto de referencia para la ética contemporánea. Examinamos su potencia filosófica, las tensiones entre matar y dejar morir y cómo el dilema del tranvía ha reconfigurado nuestra manera de pensar lo justo y lo correcto.

Por Javier Correa Román

En el paisaje de la filosofía moral contemporánea, pocos experimentos mentales han generado tanto debate, investigación y aplicación práctica como el dilema del tranvía. Es un dilema sencillo: un tranvía fuera de control se dirige hacia cinco personas y podemos salvarlas desviando el vehículo hacia una vía donde matará a una sola persona.

Sin embargo, y a pesar de su sencillez (o precisamente por esta), ha trascendido sus orígenes académicos para convertirse en un paradigma interdisciplinario que ilumina tensiones fundamentales en nuestro pensamiento ético. Su potencia radica en la manera en que condensa preguntas filosóficas clásicas: ¿es lícito hacer daño a uno para evitar un mal mayor?, ¿pueden justificarse los fines por los medios?

¿Qué es el dilema del tranvía?

Orígenes intelectuales

El problema del tranvía fue formulado por primera vez por la filósofa Philippa Foot en su artículo «The Problem of Abortion and the Doctrine of the Double Effect» (en español: «El problema del aborto y la doctrina del doble efecto», publicado originalmente en 1967). Aunque Foot no empleó la imagen del tranvía ni el nombre por el que luego se conocerá el dilema, planteó un caso estructuralmente equivalente: un conductor debe decidir si desvía un vehículo fuera de control para minimizar el daño. Su pregunta era esta: ¿está justificado desviar un vagón fuera de control para matar al menor número posible de personas?

El objetivo de Foot era examinar la validez de la doctrina del doble efecto (llamada así porque hay un efecto positivo y uno negativo). Esta doctrina nace de la tradición moral católica —desarrollada por Santo Tomás de Aquino— según la cual una acción con consecuencias malas puede ser moralmente permisible si el mal no es buscado como fin ni usado como medio, sino solo previsto como efecto colateral. En otras palabras, el cristianismo pensó durante mucho tiempo en los grises de nuestras acciones (como en mentir para salvar vidas inocentes) y el dilema de tranvía es un escenario ideal para probar esto.

La versión más conocida del dilema, con el tranvía como protagonista y sus dos escenarios, fue introducida posteriormente por la filósofa Judith Jarvis Thomson en su artículo «Killing, Letting Die, and the Trolley Problem» (en español: «Matar, dejar morir y el dilema del tranvía», publicado originalmente en 1976), donde reformuló el problema para cuestionar las intuiciones morales tradicionales y explorar sus implicaciones normativas.

El dilema del tranvía, ideado por Philippa Foot y popularizado por Judith Jarvis Thomson, pone a prueba nuestros principios morales: ¿es legítimo causar un mal para evitar otro mayor? Su fuerza reside en cómo simplifica decisiones éticas complejas

La estructura del dilema

En su formulación canónica, el problema presenta dos escenarios estructuralmente análogos pero moralmente distintos. Y esto es importante, y a menudo se olvida: el dilema no es un único escenario, sino cómo reaccionamos ante dos escenarios distintos cuando los pensamos juntos. Estos escenarios son:

  • Escenario del desvío. Un tranvía fuera de control se dirige hacia cinco personas que se encuentran en una vía. Morirán inevitablemente si no se hace nada. Tú estás junto a una palanca que puede desviar el tranvía hacia otra vía, donde hay una sola persona. Si la desvías, salvas a los cinco, pero muere una. La mayoría de las personas intuye que es moral tirar de la palanca: no se desea la muerte de esa persona, pero es el costo colateral de evitar una tragedia mayor.
  • Escenario del puente. El mismo tranvía se dirige hacia las mismas cinco personas. Estás ahora en un puente sobre las vías, junto a una persona corpulenta cuyo cuerpo, si lo empujas, detendría el tranvía. Salvarías a los cinco, pero matarías directamente a esta persona. La mayoría de las personas intuye que sería moralmente problemático empujarla. Aquí, la muerte de esa persona no es un efecto colateral, sino el medio necesario para lograr el fin deseado.

El objetivo principal del dilema es enfrentar las doctrinas utilitaristas, según las cuales, la elección moral se basa en escoger siempre el máximo beneficio para la mayoría. En el dilema del tranvía vemos que esa elección no es tan sencilla y que no siempre basta con que haya un beneficio para la mayoría (con la palanca, sí; empujando a alguien, no).

Otra doctrina que se tambalea ante el dilema del tranvía son aquellas derivadas de las éticas deontológicas. Según estas doctrinas, el deber es el deber y no hay duda ante él. Sin embargo, con el dilema del tranvía vemos que no es tan sencillo porque, aunque el deber nos dice que nunca debemos matar a nadie, hay ocasiones donde todas las opciones están por fuera del deber (siempre muere alguien).

El valor de la ética en la salud mental y emocional

El dilema y la tradición cristiana

El dilema del tranvía representa una preocupación constante de la tradición cristiana que no ha cesado de preguntarse por la opción más ética dentro de un rango de opciones ambiguas (siempre muere alguien). En este sentido, el dilema del tranvía formaliza y simplifica en forma de dilema un problema que era fundamental para la tradición cristiana: cómo manejarnos en los grises de la vida para saber si somos buenas personas (o no tanto).

Evidentemente, los teólogos clásicos del cristianismo no conocían el dilema del tranvía, pero su doctrina del doble efecto resuelve en parte el dilema señalando que en toda acción debían distinguirse entre la neutralidad del acto, la intención, la independencia causal y la proporcionalidad. Veamos una a una:

  • Neutralidad del acto. La acción en sí misma debe ser moralmente neutra o al menos intrínsecamente buena. Es decir, no puede tratarse de una acción que, por su propia naturaleza, sea mala, como asesinar deliberadamente a un inocente. En el caso del tranvía, empujar una palanca sí que es un acto neutral, mientras que no lo es empujar a alguien por un puente.
  • Intención recta. El agente debe perseguir exclusivamente el efecto bueno; el efecto malo no debe ser deseado, ni como fin ni como medio, sino solo tolerado como una consecuencia secundaria. En ambos casos, suponemos, nadie desea más muertes.
  • Independencia causal. Aquí hay un punto crucial. Para la doctrina del doble efecto, el efecto bueno no debe surgir causalmente del efecto malo. Es decir, no podemos obtener el bien gracias al mal. En el escenario de la palanca, la muerte de la persona es un efecto colateral (podría no haber alguien ahí), algo contingente; en el caso del puente, la muerte de la persona que arrojamos es necesaria, no podría ser de otro modo.
  • Proporcionalidad. El bien que se busca debe ser lo suficientemente importante como para justificar la permisibilidad del mal tolerado. No basta con que haya un beneficio; debe ser proporcionalmente mayor que el daño causado.

Estos teólogos morales católicos, entre los que se encontraban Francisco de Vitoria o Francisco Suárez, querían aplicar la moral cristiana a casos como las guerras justas, la defensa propia o decisiones médicas bastante límites. Ellos distinguieron entre la muerte directa (directe voluntarium) —aquella que es fin o parte del acto, como en el caso del puente— y la muerte indirecta (indirecte voluntarium) —aquella que no se busca pero se tolera como efecto previsible, como en la palanca—.

El dilema del tranvía contrapone dos escenarios moralmente distintos y cuestiona tanto las éticas utilitaristas como las deontológicas. La tradición cristiana aborda este conflicto mediante la doctrina del doble efecto, que distingue entre daño colateral y daño intencionado

Contra el utilitarismo

Como ya hemos señalado, el dilema del tranvía expone con precisión quirúrgica las limitaciones del «consecuencialismo agregativo simple», es decir, aquella posición ética que sostiene que el valor moral de una acción depende exclusivamente de sus resultados agregados en términos de bienestar o utilidad. Según esta teoría, en todos los escenarios es mejor que muera una persona a que mueran cinco. Con el dilema del tranvía aprehendemos una crítica fundamental: no es lo mismo activar una palanca y generar una muerte ocasional que tener que matar a alguien con nuestras propias manos.

Desde la lógica del cálculo utilitario, no hay diferencia relevante entre los dos actos, ya que el saldo neto de vidas salvadas es el mismo. El caso es que nuestras intuiciones morales más arraigadas rechazan esta equivalencia. La mayoría de las personas aceptan la acción de desviar, pero se niegan a empujar. Esta asimetría intuitiva plantea un desafío frontal al consecuencialismo porque muestra que no solo importa qué sucede, sino cómo sucede.

Esta diferencia no es meramente psicológica: remite a una estructura normativa que valora no solo los resultados, sino también las modalidades de la acción, los modos en que los seres humanos entran en relación unos con otros. El dilema, así formulado, obliga a reconsiderar la validez de una ética puramente agregativa y abre la puerta a modelos que incorporen la intención, la estructura causal del acto y la posición moral del agente. El dilema del tranvía no refuta la importancia de las consecuencias, pero muestra que las consecuencias por sí solas no bastan.

El dilema del tranvía revela los límites del consecuencialismo: no basta con evaluar consecuencias, también importa cómo se actúa. La diferencia entre desviar y empujar cuestiona una ética basada solo en el saldo de vidas salvadas

Contra la idea del deber

El dilema del tranvía no solo pone en cuestión el consecuencialismo, sino que también problematiza las versiones más rígidas de las éticas deontológicas. Estas teorías postulan derechos absolutos, como el derecho a no ser matado, lo que a la luz del dilema parecen insuficientes para explicar por qué nuestras intuiciones morales distinguen entre el caso de la palanca y el caso del puente, cuando en ambos se sacrifica una vida. Esta insuficiencia sugiere que no basta con invocar derechos inviolables, sino que debemos comprender la estructura moral de las acciones: quién actúa, a quién afecta, con qué intención, y a través de qué relaciones causales.

De hecho, este dilema ha propiciado el desarrollo de deontologías más sofisticadas, que introducen distinciones estructurales entre tipos de acción e intención, sin apoyarse exclusivamente en reglas absolutas. En esta línea, Philippa Foot aportó una de las distinciones más influyentes al defender la relevancia moral entre matar y dejar morir. Matar, argumentaba, consiste en iniciar activamente una cadena causal que desemboca en la muerte de otro, mientras que dejar morir supone simplemente no interferir en una cadena ya en curso.

¿Debemos ser tolerantes con los intolerantes?

Las aplicaciones del dilema del tranvía

La neurociencia ha introducido una nueva dimensión en el estudio del juicio moral, desafiando la vieja separación entre razón y emoción. Joshua Greene, a través de estudios de neuroimagen funcional, ha mostrado que los juicios sobre dilemas «personales», como el caso del ser humano empujado desde el puente, activan áreas cerebrales asociadas a la emoción, mientras que los casos «impersonales», como desviar el tranvía mediante una palanca, movilizan regiones vinculadas al razonamiento abstracto.

Esta investigación no se limita al terreno especulativo. El dilema del tranvía ha migrado a ámbitos prácticos como la bioética, donde la distinción entre matar y dejar morir informa debates sobre la eutanasia activa y pasiva, el triaje en situaciones de escasez y la asignación de órganos.

En el terreno de la política pública, la estructura lógica del dilema ha servido para ilustrar conflictos entre justicia distributiva y respeto por la individualidad. Robert Nozick lo ha utilizado para argumentar contra las teorías redistributivas: si no estamos dispuestos a empujar a una persona desde un puente para salvar a cinco, tampoco deberíamos redistribuir su riqueza forzosamente para beneficiar a otros.

El derecho internacional humanitario también ha absorbido estas distinciones. En los debates sobre daño colateral y ataques proporcionales, la doctrina del doble efecto opera como principio estructurante: no es lo mismo causar la muerte de civiles como medio para un fin militar que preverla como consecuencia no deseada. Los principios de discriminación y proporcionalidad, pilares de la teoría de la guerra justa, responden directamente a estas preocupaciones.

Por otro lado, con el desarrollo de tecnologías autónomas, el dilema del tranvía se ha hecho literal. ¿Debe un coche autónomo proteger a su pasajero a costa de atropellar a varios peatones? ¿Cómo deben programarse estos vehículos ante situaciones donde no hay opción sin víctimas? Lo que antes era un experimento mental se ha convertido en decisión de ingeniería. En el ámbito más general de la inteligencia artificial, el problema del alignment —cómo lograr que los sistemas artificiales actúen de manera moralmente aceptable— también retoma la lógica distributiva del tranvía.

No faltan, sin embargo, críticas a esta proliferación de escenarios tipo tranvía. La primera objeción apunta a su artificialidad. Incluso Judith Jarvis Thomson expresó dudas sobre la relevancia práctica de casos tan extremos. La filosofía experimental ha revelado, además, importantes variaciones culturales en las respuestas, cuestionando la idea de una moralidad universal.

De hecho, algunos estudios de John Doris y Shaun Nichols muestran cómo pequeñas alteraciones en la formulación del dilema provocan cambios drásticos en los juicios, lo que sugiere que nuestras intuiciones son inestables y sensibles al contexto. Además, y desde otra perspectiva, algunos filósofos acusan a este enfoque de reduccionismo: centrar la ética en casos límite puede oscurecer la complejidad moral de la vida cotidiana, donde las decisiones rara vez se presentan como opciones binarias.

Pese a estas limitaciones, el dilema del tranvía ha reconfigurado el mapa de la filosofía moral. Ha convertido una cuestión abstracta en un nodo interdisciplinar, generando colaboración entre filósofos, psicólogos, neurocientíficos, juristas, economistas y expertos en inteligencia artificial. En el terreno pedagógico, se ha consolidado como herramienta fundamental para introducir a estudiantes en las tensiones entre deontología, consecuencialismo y teorías intermedias.

Más que un juego intelectual, el dilema del tranvía se ha convertido en un campo de prueba para nuestras teorías morales y nuestras instituciones (e intuiciones) éticas.

Fuente: https://filco.es/dilema-del-tranvia/

El desafío de Pascal Quignard

Melina Balcázar Moreno

¿Qué nos impide ser libres? Es la interrogación que nos lanza, casi como un desafío, Pascal Quignard en su ensayo inédito en español Crítica del juicio (Canta Mares, 2025), que condensa uno de los temas principales de su obra: la relación entre yo y nosotros, su imposible coincidencia, pues para el escritor francés solo cuenta la vida, es decir, la creación, el momento en que aflora el desorden, lo inesperado, lo inaudito, el amor —que nunca son sociales.

El libro comienza con su decisión de abandonar toda posición de poder. Quignard renace en una tarde de 1994 —la fecha elegida coincide con la de su nacimiento, el 23 de abril—. cuando decide romper con quien fue hasta entonces. “En la primera parte de mi vida, me criaron, me educaron, me civilizaron, fui un buen estudiante, católico, respetuoso, atemorizado. Bordeaba el muro del liceo y me esforzaba por hundirme en su sombra. Ni un error gramatical. Ni pecado en puntuación. En la segunda parte de mi vida, durante 25 años, ejercí diversas magistraturas: entré a la editorial Gallimard en 1969 como lector, luego a la ORFT, luego a la Universidad de Vincennes, a la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, a France Culture, a FR3, a L’Express, a Le Nouvel Observateur. Por doquier, siempre que solicitaran mi pericia, juzgué todo a partir de no sé cuál competencia interna (arrogancia) o según un sentimiento inexplicable de integración ciega (superyó), siendo más audaz y determinado que asumido y consciente. Abandoné todo en 1994. Comencé una tercera vida que abandonó el juicio. No encontrarán aquí una crítica a la prensa, la televisión, los jurados, los comités de lectura, etcétera. Encontrarán una crítica del juicio”.

Elegir la vida es así renunciar al juicio que se sitúa del lado de la muerte, del ejercicio de poder que ejecuta, elimina, cancela en nombre de la opinión común, del consenso. Implacable y asumiendo hasta sus últimas consecuencias lo paradójico de su título, Quignard hace la crítica del juicio y de la dominación corporal, psíquica y lingüística que implica. Si bien el título hace eco al célebre tratado de Immanuel Kant, Quignard nos recuerda la concomitancia de su publicación, en 1790, con el Gran Terror durante la Revolución francesa. El “poder de evaluación” —la Beurteilung— hunde sus raíces en el “temor de la mirada del otro” que lleva a su aniquilación. Como suele hacer en sus obras, reconstituye aquí la historia de la noción y, pacientemente, encuentra en la etimología de las palabras que han designado el juicio, en griego, en latín, en alemán, en francés, la falla, el punto de quiebre que nos permitirá abrir una brecha. Pero se trata de una labor ardua que comienza por el cuerpo, domesticado a fuerza de miedo —a la desaprobación, al error, al ridículo, a la exclusión del grupo—, la lengua compartida que habrá que hacer propia y las diversas formas de pertenencia familiar, social, nacional, de las que deberá desprenderse.

Juzgar no es inofensivo. En nombre del juicio se destruyen vidas, se queman libros, como en 2007, cuando, en una librería en el sur de Francia, los ejemplares de su ensayo La noche sexual fueron vandalizados. Junto a sus libros, en ese sacrificio fallido, estaban también los de Bataille, San Agustín, Rousseau: “El libro en persona era lo que causaba problema a los religiosos integristas que habían buscado dar su juicio, alzar una hoguera, proceder a un acto de fe. No eran mis libros, sino todos los libros y únicamente eso habían atacado. Fue la representación lingüística del pensamiento en sí a la que habían condenado los fieles católicos y a la que debían castigar por sacrílega”.

Crítica del juicio es así un libro antifilosófico, antikantiano, que busca apartarse de la autoridad crítica, un libro que se retira de la opinión e intenta ir hacia el pensamiento que es una forma de crear, una meditación: “Lo que pierdo en la facultad de juzgar (comparar) lo gano en capacidad de pensar (meditar). Ya no hay punto de vista en mi visión. La idea de matar o de jerarquizar o de elegir se retiró de mí”. Es un pensamiento literario, una forma pensante que se expone y abre hacia un silencio compartido.

Pero esta crítica suya proviene de muy lejos, de su infancia en una ciudad en ruinas tras la guerra, de la afasia y la anorexia que durante años lo marcaron, de la dolorosa interiorización de un discurso que inculca, afirma, aprueba y excluye: “No juzgar más es ya no ser recluta de lo que genitores, antecesores, reproductores, decanos, muertos, ancestros, pensaban en la lengua que de ellos nos viene y que prolongamos.

“No juzgar más es ya no ser portavoz de lo que mi parentela o mi grupo o mis accionarios o mi clase o mi comunidad o mi empleador o mis patrocinadores o mis asesores de prensa piensan.

“Sin importar la manera, crear es primero traicionar lo que precede. Traicionar el grupo de donde procedemos directamente. Es a la vez romper el statu quo de la comunidad en el espacio del país limitado por sus fronteras lingüísticas y hacer polvo el statu quo de la tradición en el tiempo histórico”.

“No juzguen”, nos dice así obstinadamente, libérense del yugo colectivo del juicio, de la obsesión de la comparación, de la distinción entre bueno y malo. Olviden, por fin, el superyó, esa forma de autovigilancia, de autorrepresión que interioriza la mirada externa y la obedece. Sepárense de las dependencias pueriles que limitan la existencia, de ese síntoma pequeñoburgués que es el juicio y su ambición de ser una autoridad crítica. “La facultad de juzgar está por completo del lado del resentimiento” y no del sentir, de la sensación, camino descendente hacia uno mismo: “No me hables del mar, sumérgete. No me hables de la montaña, asciende. No me hables del libro, lee, adentra más aún la cabeza en el abismo donde tu alma se pierde”- Al juicio, Pascal Quignard opone entonces la emoción y nos invita a seguirlo en ese deseo de leer y escribir verdaderamente, es decir, en libertad.

“Leer de verdad nunca es juzgar.

“Hay algo mucho más profundo que juzgar en el sentido mudo de recibir, en la alteración del alma y el reajuste total que induce lo que ahí se abalanza.

“Antes del me gusta/ no me gusta, antes del tomo/ dejo, hay un ser emocionado sin distancia.

“Hay un sentir que es como una herida.

“Antes del sentir en el sentido sublime del sentimiento, está el sentir en el sentido primario de sensación. Está una lesión antes del resentimiento”.

Pues se trata de volverse autor de su propia vida, trabajar para sí mismo sin buscar la aprobación de ninguna instancia: “Autor designa a quien se autoriza a sí mismo. […] El autor es quien aumenta el mundo a partir de sí mismo. El autor define a quien no necesita la autorización de nadie para avanzar en lo desconocido donde se pierde solo”. En ese sentido, Crítica del juicio es quizá su libro más político por la radicalidad de su exigencia de apartarse del juego social y su elección de arriesgarse a un espacio propio, como lo es la creación.

Hay que, como Butes, disidir y desobedecer, seguir el llamado fascinante del canto animal, de esa voz acrítica que aún yace en el fondo de nosotros. Estamos demasiado domesticados, nos muestran estas páginas, sometidos por completo al lenguaje común. De ahí que Quignard se arriesgue en este ensayo a lo incorrecto, a lo incomprensible, a la repetición. “Una libertad de puro contenido no es nada si su forma no lo prueba” y, de un libro a otro, lo reafirma al no someterse a los códigos de su tiempo, ni a los géneros, ni a las reglas. Y al hacer que la lengua materna se vuelva extranjera y que en ella resurja lo indomesticado, lo salvaje. Así, Quignard la deforma y hace titubear para que pierda toda certidumbre, cada uno de sus principios. En la frase misma, rechaza los preceptos del buen estilo, su elegancia, su decoro, incluso su belleza —esa armonía que es mesura y autocontrol—. Seamos salvajes, nos invita Pascal Quignard, pero no en el sentido que habitualmente se le concede a la palabra, es decir, de feroz, cruel, bárbaro respecto a lo civilizado, sino en sentido memorioso y recordando que en latín “salvaje” se decía solivagus, aquel que erra solo.

Fuente:https://www.milenio.com/cultura/laberinto/pascal-quignard-propone-liberarse-juicio-libro

Del Blog de Carlos París

EN EL CENTENARIO DE CARLOS PARÍS

Pedro Feal

En estos días se cumplen cien años del nacimiento de Carlos París Amador, uno de los más
notables filósofos españoles de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, del que fui
discípulo en la Universidad Autónoma de Madrid, y no por casualidad. Pues la primera noticia
que tuve de él fue ya en Bachillerato, cuando mi profesor de entonces, Luis Varasa, hizo
mención a su libro “Filosofía, ciencia y sociedad”, una colección de ensayos breves que no
tardé en leer con entusiasmo y que por así decir me pusieron al día de los temas y las
tendencias más vibrantes del momento. En él se ocupaba de autores tan diversos como
Bertrand Russell o Teilhard de Chardin, relacionaba la actividad filosófica con la investigación
científica y con los problemas sociales y proponía como definición actualizada del ser humano
la de “animal proyectivo”. Esa visión renovada del veterano “amor a la sabiduría” tuvo sin
duda mucho que ver con mi propia decisión de seguir los estudios universitarios de Filosofía y
en concreto de cursarlos precisamente en la facultad donde París era el jefe de Departamento.
Nacido en Bilbao el 17 de julio de 1925, destacó desde muy joven: con apenas 25 años
consiguió la cátedra dé Fundamentos de Filosofía e Historia de los sistemas filosóficos en la
universidad de Santiago de Compostela, en la que permaneció desde 1951 a 1960, dejando
honda huella tras de sí. En este período “gallego” publicó sus primeros libros, en los que ya se
muestra su interés por el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico contemporáneo:
“Física y Filosofía” (1952), “Ciencia, conocimiento y ser” (1957) o “Mundo técnico y existencia
auténtica” (1959). En lo personal fue una etapa convulsa a causa del prematuro fallecimiento
de su primera mujer; pero también aquí rehizo su vida casándose en segundas nupcias con
Emilia Bouza, hija del escritor Fermín Bouza Brey. Doy fe de que recordaba ese tiempo pasado
en Galicia con cariño, pues pude constatarlo hablando con él.

En 1960 pasó a la Universidad de Valencia, donde dio clase hasta 1968, año en el que se
trasladó a la recién creada universidad Autónoma de Madrid, de cuyo Departamento de
Filosofía fue fundador y director hasta su jubilación. Reunió en él a jóvenes pero
prometedores filósofos como Fernado Savater o Javier Sádaba entre otros, que junto al
propio Carlos París formaban parte de la vanguardia del pensamiento español en las
postrimerías del régimen de Franco. No sin consecuencias por cierto, pues varios de ellos
fueron sancionados y expulsados de sus puestos docentes en una expeditiva purga ideológica
en 1973, poco antes de que yo mismo comenzara allí mis estudios (aunque algunos, como
Sádaba, fueron readmitidos a tiempo de figurar entre mis profesores).
En esos años París radicalizó su pensamiento político e incluso se presentó, sin éxito, a las
elecciones por el PCE, de cuyo comité central llegó a formar parte. Fue una época prolífica en
cuanto a su obra, desde la publicación de “Unamuno, estructura de su mundo intelectual”
(1968), pasando por “Hombre y naturaleza” (1970), el ya mencionado “Filosofía, ciencia
sociedad” (1972) o “El rapto de la cultura”(1978), hasta “Crítica de la civilización nuclear”(1984), entre otros libros. Tambien fue elegido decano de la facultad y presidente de la Sociedad Española de Filosofía. Sin embargo una vez más le golpeó la tragedia en su vida privada, pues su segunda mujer, Emilia, murió en el incendio del hotel Corona de Aragón en el verano de 1979.
Jubilado en 1992, prosiguió su labor intelectual con nuevas publicaciones, entre las que
destaca “El animal cultural ”(1994), una síntesis de su pensamiento en el que se aúnan las
influencias de la ciencia contemporánea, la antropología, el marxismo y la reflexión sobre la
técnica, dando lugar a una filosofía propia en la que la cultura emerge de la naturaleza
biológica pero la transforma en la realidad humana, social y proyectiva, por medio de la
tecnología y de la singular comunicación lingüística propia de nuestra especie .
Con posterioridad aún publicaría libros como “Fantasía y Razón Moderna” (2001), sus
“Memorias“ (2006) o “Ética radical” (2012) sintomáticamente subtitulado “Los abismos de la
actual civilización”. Además fue asiduo colaborador de la prensa diaria y presidente del Ateneo
de Madrid desde 1997 hasta su muerte en 2014. Durante sus últimas décadas estuvo unido
sentimentalmente a la escritora y política feminista Lidia Falcón, quien tras el fallecimiento de
su compañero escribió, no sin razón, que había sido “un gigante del pensamiento”. Lo cierto
es que Carlos París contribuyó a modernizar los estudios filosóficos en España, introduciendo
resueltamente la Filosofía de la Ciencia y conectando con corrientes internacionales
renovadoras; desarrolló una importante y original obra escrita que ha de perdurar en el
tiempo, y desplegó una actividad comprometida con la lucha pacífica por la democracia, la
igualdad y la justicia social. Aunque no comparto su ideología ni su militancia política,
reconozco el mérito de su evolución intelectual y la grandeza de su legado, y no puedo sino
agradecerle haber abierto nuevos caminos a la Filosofía española; por lo que ahora, cien años
después de su nacimiento, lo traigo a la memoria y me enorgullezco de haberlo tenido como
maestro.

PEDRO FEAL VEIRA es Catedrático de Filosofía (actualmente jubilado) y antiguo alumno de Carlos París

(Todas las imágenes han sido extraídas de https://carlosparis.wordpress.com/)

‘Pitágoras y la ciencia sagrada’: noticias de la luz

Lorenzo Luengo

Pongamos que es así: en una oscuridad que no era ni siquiera oscuridad, y ni siquiera era nada, un extraño incidente en sus propias texturas provocó la aparición de un fogonazo, que supuso el origen de la vida. Desde ese momento –no olvidemos de que todo forma parte de lo mismo–, soles, estrellas, árboles, montañas e individuos, de lo más grande a lo más pequeño, de lo que sabemos que fue a lo que alguna vez tendría que ser, misteriosamente comenzamos a rimar.

Pitágoras no fue el primero en percibir esas rimas (posiblemente incluso él sea el fruto de un poema que mutó), pero la atención que puso en ellas llama con su puño todavía a nuestro tiempo. En aquel enigmático filósofo de Samos, que aprendió a mirar la «realidad» en Egipto, Creta y Babilonia –y tal vez en la India, donde pudo recibir el apelativo de Pitta Guru–, y que influyó en gnósticos, alquimistas y poetas, cristalizaron varias corrientes mistéricas que estaban destinadas a fluir por los ríos periféricos de la historia, por sus arroyos subterráneos, recogidas en tratados, en códices ocultistas, en manuales escritos en un código cabalístico que alguna vez se encontrarían en los laboratorios secretos de Praga o entre los alambiques de algún abandonado altillo de París (siglo XVI), insolentemente oscuros e indescifrables.

Hasta cierto punto, Pitágoras sufrió un destino similar. Su influencia ha sido decisiva en la música general de nuestra civilización mecanicista, que, muy a su pesar, tanto ha dependido de él, pero muchas de sus notas (aquellas justamente que conforman la melodía más extraña) se han perdido bajo los tonos de un mero calentamiento de cuerdas, entre los sonidos deformados por los preparativos en el foso de la orquesta. Shelley lo entendió muy bien cuando, dirigiéndose a ese inmenso reino de las rimas del que él se sabía sílaba, escribió: «Haz de mí tu lira». Haz de mí tu lira.

Pitágoras y la ciencia sagrada es un libro de nueve cuerdas, y cada una de ellas vibra en alguna de las frecuencias en las que Pitágoras reconoció un patrón del universo, una forma refleja del «mundo mental de las relaciones». Es preciso, para entender este concepto, pensar en la totalidad de las cosas –el yo que se extiende hasta eso que llamamos así: universo– como una de esas flores que se cierran para recibir a la noche, y se abren lentamente cuando sienten las primeras noticias de la luz.

Viaje al corazón de las revelaciones

En este libro, Keith Critchlow y Arthur Zajonc dicen cosas absolutamente reveladoras sobre la forma geométrica, el número y la luz –así como Anne Macaulay levanta un retrato inesperado de Apolo, y Kathleen Raine, un espejo diabólico en el que se reflejan mágicamente dos rostros que parecen uno: William Blake y William Yeats–, pero quien me parece que convierte esta obra en un viaje al corazón de las revelaciones más profundas es el hombre que tradujo a René Adolphe Schwaller de Lubicz, y que, por tanto, no puede ser otra cosa que un prodigio: Robert Lawlor, simbólogo, mitógrafo y arquéologo de la luz.

Difícil hallar en nuestros días otro libro como este, verdadera brujería para iniciarse en la realidad que nos rodea bajo una mirada nueva

Hay una frase suya de la que aún no he podido salir: «Si entendemos este modelo a escala cósmica, el efecto de la angulación sobre patrones de resonancia podría ser clave para entender cómo los ángulos de una configuración planetaria modifican la atmósfera electromagnética del sistema solar… La Tierra es una ecuación geométrica y rítmica tremendamente precisa cuyo resultado es la vida consciente».

No sin aprensión, aquí veo como de perfil una respuesta al principio antrópico fuerte de John Wheeler, según el cual el universo entero es la creación de los miles de millones de individuos que lo observan desde el pasado, el presente y el futuro, todos sin cerrar los ojos y mirando al mismo tiempo. Pero Lawlor no parece precisar de una inteligencia que organiza el universo al completo a partir de una mirada: le basta con crear una fabulosa telaraña de luces y de esferas que asoman a un templo abandonado en esa Tierra para crear un vértigo que viaja desde nosotros hasta ese lugar –¿lugar?— en el que el tiempo está naciendo una y otra vez.

Difícil hallar en nuestros días otro libro como este, verdadera brujería no ya para iniciados, sino también para iniciarse en la realidad que nos rodea bajo una mirada nueva, y comenzar a despejar la sospecha –¡y si fuera solo una!– de que tras todo este contubernio de formas hay algo que se nos escapa. ¿El qué? No lo sabemos con seguridad. Pero aquí se nos ofrece un inesperado punto de partida mediante el gesto más atrevido imaginable: abriendo en canal la luz.

Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/libros/20250529/pitagoras-ciencia-sagrada-libro-critica-117957615

Emilio Uranga: la conciencia mordaz que incomodó a todos

José Manuel Cuéllar Moreno recupera la faceta crítica del filósofo mexicano en ‘Herir en lo sensible’, un volumen que revela su vínculo con la literatura, el periodismo y los dilemas del poder..

José Juan de Ávila

José Manuel Cuéllar Moreno propone viajar con la imaginación y con la historia a la década de los 40 del siglo pasado, para comprender cómo se desarrollaba la filosofía mexicana y, en especial, la que protagonizó el Grupo Hiperión, en el que militó Emilio Uranga, de quien ya ha publicado cuatro libros.

El filósofo y narrador apunta en entrevista que la Universidad Nacional Autónoma de México no estaba en Ciudad Universitaria, sino en el centro. Y la facultad de Filosofía, “un hervidero intelectual en la época de oro de la filosofía mexicana” donde se formaba gente como Luis Villoro, Rosario Castellanos, Ricardo Guerra o Jorge Portilla, bullía en Ribera de San Cosme, en la colonial Casa de los Mascarones.

Entre otros exiliados por la Guerra Civil Española, José Gaos, discípulo directo de José Ortega y Gasset, tenía un seminario dedicado a traducir Ser y tiempo, de Martin Heidegger. Y entre los alumnos del asturiano se encontraba Emilio Uranga (1921-1988), de quien Cuéllar Moreno recuperó y recopiló tres décadas de ensayos y artículos literarios en Herir en lo sensible (Bonilla Artigas Editores, 2025), un volumen que le costó siete años de meterse a las hemerotecas y que a finales de mayo salió a la luz.

Aquellos jóvenes ya para 1947 empezaban a leer las novedades de filosofía que desembarcaban de Francia gracias a la Librería Francesa, que se encontraba en Paseo de la Reforma 12, con autores como los existencialistas Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus o Maurice Merleau-Ponty.

Cuéllar Moreno cuenta que, en un departamento de la familia de Luis Villoro en la avenida Bucareli, se reunían a leer y a discutir las obras de los filósofos franceses y comienzan una rebelión en contra del magisterio de José Gaos y la ortodoxia heideggeriana. Se nombran Grupo Hiperión, con Uranga a la cabeza, Luis Villoro (padre del escritor Juan Villoro), Jorge Portilla, Ricardo Guerra (después esposo de Rosario Castellanos), Salvador Reyes Nevares, Fausto Vega y Gómez y, más adelante, Leopoldo Zea.

“Se desata el fenómeno del existencialismo mexicano. ¿Qué significa que su postura haya sido existencialista? Pues que a la pregunta de qué es el mexicano, una pregunta nacionalista que entonces estaba en boga, responden que el mexicano no es nada”, expone Cuéllar Moreno, doctor en Filosofía.

Mientras estudiaba la licenciatura en la UNAM, se encontró con esos filósofos de mediados de siglo y “se enganchó” con Emilio Uranga y su libro de 1952 Análisis del ser del mexicano, que el autor dedicó a Octavio Paz, aunque hasta 1953 conoció al futuro premio Nobel de Literatura 1990. Y, a propósito de Nobeles, apunta que Uranga profetizó que Peter Handke ganaría el premio cuando pocos lo conocían.

“Uranga hace en Análisis del ser del mexicano una pregunta absolutamente provocadora: ¿Qué es el mexicano? Parece una trivialidad, pero Uranga y su generación hicieron de ese cuestionamiento el problema medular. Quedé fascinado por este libro. Y después me di cuenta que Uranga había sido más que un filósofo. También había sido un periodista político y, por supuesto, también un crítico literario, que es lo que recopila Herir en lo sensible. Pero todo lo que escribió fue a partir de la filosofía”, dice.

Maestro en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Barcelona, Cuéllar Moreno ha enfocado buena parte de sus investigaciones a la obra de Uranga. En 2018, publicó La revolución inconclusa (Ariel), donde se ocupa de su faceta como asesor del entonces presidente Adolfo López Mateos en 1960. En 2021, reunió en La exquisita dolencia todos los ensayos que el filósofo dedicó al poeta Ramón López Velarde. Y transcribió el diario personal que Uranga redactó a mano en Alemania en 1955, que resultó en el volumen de 700 páginas Diario de Alemania, editado por Adolfo Castañón con Bonilla Artigas, sello del anterior y de Herir en lo sensible. Y ya está por sacar su biografía de Uranga.

“Uranga estelarizó, protagonizó un fenómeno de finales de los cuarenta, que fue el Grupo Hiperión. Y cuando hablamos del Grupo Hiperión, estamos hablando del existencialismo mexicano. En el existencialismo no hay determinismos; es una postura filosófica que rehuye a las etiquetas, a los absolutismos, a los fascismos. Y estos jóvenes inquietos, los hiperiones, utilizan el existencialismo como ariete en contra de este discurso folclorista del gobierno mexicano y del flamante PRI”, añade el también Premio Nacional de Novela José Revueltas 2014 por Ciudademéxico (Fondo Tierra Adentro).

Pero el Grupo Hiperión, “un grupo de buenos y malos amigos”, como recuerda Cuéllar Moreno que lo definía Emilio Uranga, se dispersó en 1952 con la llegada a la presidencia de Adolfo Ruiz Cortines. Villoro se fue a París; Uranga, a Alemania; Reyes Nevares y Zea se incorporaron al PRI o al gobierno.

“Otro factor clave fue la mudanza de la facultad del festivo centro de la ciudad al pedregoso sur de Ciudad Universitaria. Y cambió la manera en que se hacía filosofía. Ya no era una filosofía de cafés, de billares, esa filosofía que se desarrollaba a la intemperie y en la plaza pública, literalmente, sino ya era una filosofía, para citar a Uranga, ‘de paz batallona de los seminarios’”, lamenta Cuéllar Moreno.

¿Cómo pasó de estudiar a Uranga como filósofo a recopilar sus ensayos y artículos literarios?

Muy pronto me dediqué a investigar su faceta como periodista político, porque Uranga no se sentía a gusto en el aula. Para él, la filosofía no se tiene que dedicar a comentar libros, debe salir de los salones de clases, abandonar el letargo academicista, tratar con los problemas nacionales más urgentes, brindar al ciudadano herramientas para resolver sus problemas. No hace carrera docente, da el brinco a la palestra del periodismo político a finales de los 50 y va a ser asesor de 4 presidentes: Adolfo López Mateos (1958-64), Gustavo Díaz Ordaz (64-70), Luis Echeverría (70-76) y José López Portillo (76-82).

Estamos hablando de un pensador que estaba en proximidad candente con la realidad mexicana, estaba en contacto con sus circunstancias, las del nacionalismo revolucionario, las del presidencialismo, pero también estaba muy en contacto de los círculos literarios. Sus amigos personales fueron Juan José Arreola, Ricardo Garibay y Rubén Bonifaz Nuño, sólo por poner tres ejemplos. Y yendo yo a la hemeroteca, me di cuenta de que en sus columnas de periódico no sólo trataba temas políticos o filosóficos, sino que recurrentemente criticaba novelas que leía o volvía a sus obsesiones de juventud, a autores como Marcel Proust o Johann Wolfgang von Goethe. Y decidí que había que reunir todos estos escritos y reivindicar a Uranga como uno de los grandes críticos literarios del siglo XX.

¿Cuáles eran los intereses de Uranga en la literatura?

Uranga era un germanófilo, le encantaba y seguía muy de cerca la literatura alemana; también era hispanófilo, uno de los autores que encontramos en este libro es Miguel de Unamuno. Desde luego seguía de cerca lo que estaban haciendo sus coetáneos: Elena Poniatowska, Juan García Ponce, Carlos Fuentes, Fernando del Paso, además de los tres mencionados antes.

¿Cómo traslada su pensamiento filosófico hacia los ensayos y artículos literarios?

Uranga no veía una frontera entre literatura y filosofía. El tema en común es el estilo. Es decir, para él no sólo importa lo que dices, sino cómo lo dices. La filosofía es una cuestión literaria, de estilo. Por eso, para él cualquier problema filosófico también es un problema profundamente literario, además de que en su concepción la filosofía siempre tiene algo de diálogo, con sus circunstancias, con sus coetáneos; no es solamente una cuestión profesoril, no es algo que se enseña o que pueda confinarse en cuatro paredes. Por eso, para él es muy fácil dar el salto a la crítica literaria, siempre mordaz.

¿Qué diría que tienen en común estos artículos recopilados en Herir en lo sensible?

En primer lugar, el tono mordaz de Uranga. A él no le interesaba quedar bien con alguien, y esto se agradece hoy,, porque no solamente nos dice las verdades, sino que las aúlla. No le teme a tocar las fibras sensibles de los autores, de ahí el título, Herir en lo sensible. Es un autor al que le molesta mucho lo que hoy denominamos autoficción, estos documentos privados para consumo familiar. Él viene de una tradición existencialista para la cual la literatura, como cualquier manifestación artística, debe tener un profundo compromiso social. Y por ahí van sus críticas. Él no entiende la crítica solamente como desgranar el libro o captar ideas. Quiere entender el modo de ser de cada autor. La concepción del mundo de cada autor. Uranga se aproxima a los autores y piensa a través de ellos.

Reitero: Uranga viene de una tradición existencialista, para la que es bien importante el compromiso social de la obra literaria. Y esto se nota en las obras que comenta. Le molestaban mucho dos cosas: el culto a los autores, acompañado, lo cito, de ‘la incuria de no leernos’; se da cuenta de este fenómeno que hasta la fecha existe, de cómo la adulación a un autor sustituye a la lectura y al estudio serio de ese autor. Y le molestaban también las autoficciones, como mencioné antes, porque éstas le rehuyen de alguna manera a las circunstancias y a este compromiso que para Emilio Uranga es bien importante.

¿Quiénes eran sus víctimas dentro de la literatura mexicana?

Primero sus amistades de juventud. El libro es un diálogo muy conmovedor con Garibay, siempre muy ambivalente porque el estilo de Uranga es un poco inasible, uno no puede estar siempre seguro de si está haciendo un elogio a secas o es un elogio revestido de cinismo. Ese es Uranga; siempre te queda el regusto de no saber si fue una crítica o un halago lo que está soltando. Tiene esta acidez. Y otros amigos: Arreola, Poniatowska, Archibaldo Burns, Del Paso, José Emilio Pacheco, aunque mucho menor. Y, dentro de los latinoamericanos, comenta mucho a Jorge Luis Borges y a Julio Cortázar.

¿Por qué dejó fuera de la recopilación los artículos de Emilio Uranga sobre Octavio Paz?

La relación entre Emilio Uranga y Octavio Paz siempre fue complicada. Uranga le dedica su libro de 1952 Análisis del ser del mexicano, y se conocen hasta septiembre de 1953, cuando Paz vuelve a México, y casi en seguida Emilio se va a estudiar a Friburgo. Para 1959 es director del suplemento Claridades literarias e invita a colaborar a Paz, pero viene una fuerte ruptura después de la matanza de Tlatelolco. Uranga no se adhiere a la disidencia de Paz; tampoco eso quiere decir que haya sido un apologeta de la represión estudiantil, condena con términos taxativos la represión estudiantil.

Pero es verdad que ese va a ser un punto de inflexión en la intelectualidad mexicana. Uranga acusa a Paz en una serie de artículos de dos cosas: de quererle sacar raja política a la desgracia de Tlatelolco. Y dos, no es una crítica directa a Paz, sino más bien a los seguidores Paz, a los muchos discípulos que revolotean alrededor de Octavio Paz. Eso le molestaba mucho a Uranga; que Paz ya no fuese solamente una figura literaria, sino una figura mediatizada por sus seguidores. Esos textos no los incluyo porque en realidad es una querella política, no muestran esta cara de crítico literario de Emilio Uranga.

Pero Octavio Paz reconocía el trabajo literario de Emilio Uranga.

Cuando Uranga fallece en 1988 y se le hace un homenaje en Bellas Artes, Octavio Paz dice una frase que recojo en la contraportada: “Uranga fue un excelente crítico literario. Lástima que haya escrito tan poco. Hubiera podido ser el gran crítico de nuestras letras: tenía gusto, cultura, penetración. Tal vez le faltaba otra cualidad indispensable: simpatía. Es necesario recoger sus escritos. Son parte de la cultura contemporánea de México”. Y esta consigna de Paz fue la que tuve en mente a la hora de juntar estos textos y probar que Octavio Paz tenía razón: Uranga pudo haber sido el gran crítico de nuestras letras.
José Manuel Cuéllar Moreno destaca la figura de Emilio Uranga y el desarrollo de la filosofía mexicana en el siglo XX. (Foto: Javier Narváez)

¿A qué atribuye que hasta ahora no hubo una recopilación de sus artículos literarios?

El primer obstáculo para armar este libro fue el propio Uranga. Siempre lo acompañó una voluntad de dispersión, no recogió sus textos, no los archivó, tampoco dejó discípulos, su obra estaba dispersa en periódicos. Me di a la tarea de ir a la Hemeroteca Nacional de la UNAM, y luego a otras como la Miguel Lerdo de Tejada, a hojear todos los periódicos y a recuperar sus columnas, que escribía de lunes a viernes. Estamos hablando de 100 o 200 artículos publicados por año; hay que ir armando todas las piezas del rompecabezas para tener su bibliografía completa. Y Emilio Uranga padece la tragedia de muchísimos otros filósofos mexicanos, incluso personajes monumentales como Antonio Caso o José Vasconcelos, que son tan grandes que uno pasa de lado y ni siquiera los lee. No solamente es un problema de Emilio Uranga, sino en general de la filosofía y de la historia mexicanas. Las tenemos en el olvido y hemos perdido ese suelo para nuestras discusiones actuales. Se suma que Uranga se ganó muchas enemistades y animadversiones, y que era un personaje incómodo y sigue siendo incómodo.

¿Dónde publicaba sus artículos literarios?

En los 60 tenía columna en La Prensa, el periódico más popular de México, y en los 70, en Revista de América, dirigida por Gregorio Ortega. También llegó a tener colaboraciones en El Universal, Excélsior y Novedades, y en otros periódicos de provincia menos conocidos.

Qué curioso. No imagino que un filósofo escriba hoy en La Prensa.

Sí, y publicaba cerca de las páginas centrales; es decir, en una posición muy destacada. Ahí uno se podía encontrar estas ideas filosóficas de Emilio Uranga, sorprendentemente, es verdad, en medio de muchos eventos noticiosos y de sociales y de nota roja.

¿Qué tanto influyó su relación con el PRI para que sus artículos quedaran sólo en periódicos?

Insisto en que quizás el principal factor es que él no guardó estas obras. Y también ha sido un poco el descuido de los filósofos mexicanos, que no los habíamos volteado a ver, a esta y a otras muchas figuras que quedan aún por rescatar. La filosofía mexicana, esto se nos olvida en la actualidad, se desarrollaba en los periódicos: Caso y Vasconcelos escribían en los periódicos, en las revistas; después juntaban estos artículos y sacaban libros. Si no vamos a las hemerotecas, nos perdemos por lo menos del 50 por ciento de lo que hacían nuestros filósofos. Es como un recelo de la filosofía mexicana que no ha querido ver que la filosofía no solamente se desarrolla en tratados, sino que hay otros formatos, y uno de los privilegiados es el artículo periodístico. Emilio Uranga tuvo muchos enemigos, pero los principales que ha tenido para ocultar su obra somos los investigadores de filosofía mexicanos.

¿Cómo encajaría Emilio Uranga en esta dictadura de clics, redes sociales y likes?

Cuesta trabajo imaginarse cómo sería o qué haría Emilio Uranga en la actualidad, siendo que su principal escenario eran las charlas y las columnas de periódico. Pero algo que sin duda sabría hacer en la actualidad sería agitar las aguas calmas, tanto de la política como de la inteligencia mexicana, a través de un tuit, un post, TikTok o de un artículo, de lo que fuese. Pero sí se cercioraría de que su voz sí fuese escuchada y pasaría su erudición luciferina. Se echa de menos este cinismo de Uranga, esta capacidad de soltar las verdades sin tapujos, pero siempre con la enorme inteligencia que lo respalda.

¿Qué artículos literarios de Uranga le entusiasmaron más a usted, que ya conocía su filosofía?

Todos los artículos sobre Borges me parecen muy interesantes, y más porque uno ve el desarrollo de una relación intelectual: cómo va de la fascinación absoluta a una especie de hartazgo y a una final anestesia e indiferencia. Incluso viajó a Buenos Aires a entrevistar a Borges, en Herir en lo sensible se incluyen las entrevistas. Otra relación absolutamente conmovedora es con Alfonso Reyes, mentor de Uranga; no solamente le dio recursos financieros para que pudiese viajar y continuar sus estudios, sino que Uranga adoptó las obsesiones de Reyes y las llevó hasta sus últimas consecuencias. Y esta obsesión tiene el nombre de Goethe. Todos los textos de Goethe son, en última instancia, un diálogo con Reyes.

También los artículos sobre Sartre cuando éste rechaza el premio Nobel o muere. Uranga, un lector desde su juventud de Sartre, aquí toma distancia, es como un mirar hacia atrás, es un diálogo, en última instancia, consigo mismo. También destaco los artículos dedicados a Juan José Arreola, particularmente uno de 1960 donde lo ataca muy severamente cuando Arreola era del Consejo del Centro Mexicano de Escritores y Uranga tenía beca ahí. También el que escribe sobre Salvador Novo. Uranga profetiza que Peter Hanke va a ganar el premio Nobel; cuando Hanke no era muy leído, si no es que nada conocido en México, Uranga pronóstica que ganará el Nobel, como en efecto lo ganó hace pocos años (2019).

A usted, como filósofo, ¿qué legado le deja Emilio Uranga?

En primer lugar, un modelo de filósofo. Muestra que hay una manera distinta de hacer filosofía en México y que los filósofos también podemos hacer valer nuestra voz en la plaza pública y que el filósofo no tiene que ser un erudito desengastado de la realidad, sino al contrario: el filósofo auténtico está volcado sobre sus circunstancias. Recuperar este espacio público para la filosofía actual es una de las misiones que nos deja Uranga. Y la otra gran lección, particularmente con este libro, es que la filosofía y la literatura no son disciplinas cerradas ni separadas entre sí, hay muchos puentes comunicantes. Y, a veces, estas verdades que no terminan de apresar los conceptos, una metáfora sí las puede aprender; de modo que la filosofía mexicana no tiene que darle espalda a la literatura, sino al contrario: un buen filósofo tiene que ser por fuerza un buen crítico literario, estar atento al estilo.

¿Alguien ocupa hoy la plaza vacante que dejó Uranga?

A Emilio Uranga lo veo como a una especie de mosquito socrático: era esa voz, a lo mejor esa voz disruptiva, que estaba siempre llamándonos a tomar conciencia. Y es esto también lo que necesitamos actualmente: esta voz filosófica que nos prevenga, que nos advierta de los discursos folcloristas sobre la mexicanidad, que nos advierta de esos momentos en el que la política se convierte en un cúmulo de eslogans vacíos. Todo eso es Emilio Uranga desde el existencialismo. Es un pensador que nos pone en primer plano la pregunta de qué significa ser del mexicano, más allá de cualquier intento cosificante, folclorista, de cualquier recogimiento nacionalista. Qué es el mexicano en esta época de segregación, de marginación es una pregunta que tenemos sobre la mesa. Creo que actualmente nadie se ocupa de esa labor, y ahí también está la importancia de recuperar a Emilio Uranga, que en sus mejores momentos llegó a ser la conciencia vigilante de la república. Hoy, la república no tiene esa conciencia vigilante, por eso tenemos que ver atrás y ver a nuestros maestros espirituales. Esa es la buena noticia: no estamos solos. Tenemos a grandes maestros espirituales que nos pueden enseñar a escribir bien.

¿Ser esa “conciencia vigilante de la república” no era contradictorio en Uranga al ser asesor de presidentes emanados del PRI más autoritario, el de Díaz Ordaz y de Echeverría?

Sí y no. Es decir, todo México y todos los mexicanos habitaron esa contradicción en el siglo XX o en gran parte del siglo XX, porque no había un afuera del PRI. Emilio Uranga decía reiteradamente que él era un consejero más, no un aconsejado, del presidente y que su pluma era todo menos una pluma mercenaria. Uranga no tuvo el poder de injerencia que tuvieron otros colegas suyos u otros periodistas. No hay que imaginarnos, esto es una caricatura, a un Carlos Denegri, por ejemplo, este personaje que ha sido recientemente rescatado por Enrique Serna en su novela El vendedor de silencio. Uranga nunca amasó la fortuna que amasaron otros personajes compuestos dentro del régimen. Y no hay ninguna constancia de que haya tenido alguna potestad sobre las decisiones presidenciales jamás. Otros colegas suyos, incluso filósofos, que quizás el propio Uranga miró con recelo si ocuparon puestos diplomáticos, puestos al interior de la Secretaría de Educación Pública. Este no fue para nada el caso de Emilio Uranga. De alguna manera, esta leyenda negra, de la cual él fue seguramente el propio artífice en alguna medida, es una, no sé si llamarle exageración, o por lo menos no hay fundamento visible.

Fuente: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/emilio-uranga-y-la-critica-literaria-desde-el-existencialismo

Iris Murdoch, la autora que trasladó el bien y el mal a la novela

El rescate de la ‘memoir’ ‘Elegía a Iris’, libro conmovedor y no exento de polémica sobre los últimos años de la escritora británica, obra del marido de esta, John Bayley, es un buen acicate para adentrarse en las adictivas y misteriosas novelas que el sello Impedimenta lleva años editando.

Elena Hevia

Fue y así la llamaron sus congéneres, «la mujer más brillante de Inglaterra». Iris Murdoch (Dublín, 1919-Oxford, 1999). Una escritora que le dio un buen meneo a la literatura británica de posguerra bajo la falsa apariencia de unas novelas burguesas y convencionales en las que se entrelazan matrimonios fallidos, relaciones adúlteras, muertes y traiciones (muchas traiciones), con las que expuso las contradicciones de la condición humana. Porque, como la certera filósofa que también era, no hubo nada que le interesara más que la condición humana y los conceptos morales del bien y el mal reducidos a escombros por la Segunda Guerra Mundial.

Después de mucho tiempo ausente en las librerías, se ha reeditado Elegía a Iris (Elba), la memoir de John Bayley, prestigioso crítico literario, que fue su solícito marido durante más de cuatro décadas, sobre los últimos años de la escritora, en los que aquella mente que había sido tan extraordinaria acabó convertida en la de una niña balbuceante, perdida en las brumas del Alzheimer.

El libro, un retrato de Murdoch y de la singular pareja que formaron, no está exento de humor y distanciamiento, porque para Bayley ella tuvo siempre sus zonas de misterio. Duele leer el relato del gozo que le producía ver los Teletubbies en la televisión, que solo entró en el domicilio conyugal un año antes de su muerte. Una exhibición de patéticas miserias que algunos interpretaron como una traición a la proverbial discreción con la que Murdoch siempre había llevado su intimidad.

Entre otras revelaciones, el marido daba cuenta de la variada vida sentimental y sexual –con hombres y mujeres– que su esposa mantuvo antes de su matrimonio y la que seguiría manteniendo después, con plena aceptación por parte de él, siempre debidamente informado, a fin de que aquellos lances no mermaran la complicidad y el cariño que mantuvieron durante toda su vida.

Y es que la revolución sexual de los 60, esa explosión que según el poeta Philip Larkin se produjo entre la publicación en Gran Bretaña de El amante de Lady Chaterley y la aparición de Please, please me, el primer álbum de los Beatles, había transformado el sexo «en un deporte, siempre en busca de nuevas marcas», como escribe con gélido desprecio Bayley. El libro, al que seguirían dos más dedicados a Murdoch, sirvió de base a Iris, la película fallida de Richard Eyre que para muchos lectores supuso encerrar a la autora en el drama de su enfermedad y en el sensacionalismo de su vida amorosa, esquivando su labor literaria.

Novelas milhojas

El suyo es un extraño caso. Por un lado, fue una de las novelistas británicas más leídas y populares, con una fama similar en su momento a la de Graham Greene, ya que aparecía habitualmente en las páginas de los diarios y revistas de la época, así como en los programas culturales de la BBC. Además, en un periodo de unos 10 años, se dedicó a desgranar una serie de obras maestras que se iniciaron con El sueño de Bruno (1969), El príncipe negro (1973), La máquina del amor sagrado y profano (1974), Henry y Cato (1976) y El mar el mar (1978), culminación de su carrera con la obtención del Booker.

Por otro lado, quizá sea una de las más incomprendidas, porque tras las tramas argumentales de amores y desamores late siempre la otra gran vocación de Murdoch, la filosofía, de la que fue una destacada exponente en lo tocante a la ética, llevando a nuestro tiempo las tesis platónicas sobre el bien y el mal que el pensamiento imperante, el existencialismo de Sartre, había dejado un tanto atrás. Y, sin embargo, sus novelas son como milhojas, no hay que reconocer todas y cada una de sus capas para disfrutar de su sabor.

Tras las tramas argumentales de amores y desamores late siempre la otra gran vocación de Murdoch, la filosofía, de la que fue una destacada exponente

Hija de irlandeses protestantes trasterrados a Londres –ella apenas vivió los primeros meses de su vida en Dublín–, aprovechó bien la brecha abierta por la Segunda Guerra Mundial, que vació los despachos de Oxford de profesores masculinos. Tan buena resultó que al regreso de estos nadie discutió su valía. Sin embargo, cumplidos los 35 años y con una importante carrera como pensadora, creyó que la filosofía la constreñía a la hora de reflejar la complejidad de la vida y, aunque nunca abandonó los libros de pensamiento, sí fue dejándolos en un segundo plano en favor de las 26 novelas que llegó a escribir, que siempre arrastraron el sambenito de filosóficas.

María Gila, autora de La hija de las palabras (Almuzara Libros), uno de los escasos estudios sobre Murdoch en castellano, tiene muy claro que el concepto de novela filosófica, entendida como novela de tesis, no le interesaba a la autora. «Si se califica así a sus novelas es porque a menudo sus personajes reflexionan sobre temas filosóficos y obviamente tratan los temas que a Murdoch le interesaban; pero difícilmente pueden entenderse como portavoces de su autora. Los personajes que más se las dan de filósofos suelen ser algo ridículos, incoherentes, vanidosos… con un discurso que choca con las limitaciones que tienen para enfrentarse a determinadas situaciones prácticas».

Pura razón y espíritu

Las novelas de Murdoch son decididamente extrañas. Todos ellas, siendo realistas, parecen encerrar un misterio, un algo mágico que se nos escapa. Esa es una de las cualidades que más aprecia una de sus grandes lectoras, la novelista Pilar Adón, que cuando empezó a leerla en su adolescencia no podía imaginar que acabaría siendo su editora. Y aquí hay que agradecerle a Impedimenta la labor de publicar buena parte de su obra, recogiendo el testigo de Alianza o Lumen, que se quedaron a medio camino.

«La suya es una mezcla magistral e inteligentísima de pura razón –dice Adón–, con esos personajes intelectuales y cuadriculados que, sin embargo, tienen un elemento espiritual que te lleva a una trascendencia literaria emocional excepcional». Considera Adón, traductora y prologuista del relato Algo del otro mundo, que cuando el lector se pone en manos de Murdoch se ve arrastrado por la narración desde las primeras páginas sin importar que por el camino se tense hasta el límite su credulidad, por lo inverosímil de las circunstancias. Si lo logra es por su estilo «exuberante y el pulso narrativo», ese que destacó Harold Bloom, que la incluyó en su libro Genios.

La suya es una mezcla magistral e inteligentísima de pura razón, con esos personajes intelectuales y cuadriculados que tienen un elemento espiritual que te lleva a una trascendencia literaria emocional

Los personajes de la escritora transitan con diferentes nombres y similares cualidades de una obra a otra. Ahí podemos encontrar mujeres sacrificadas y/o desesperadas, santos laicos, homosexuales ocultos, esposos con doble vida y esos seres especialmente luciferinos que, como magos manipuladores, dirigen la vida de los demás. Esta figura tiene un desarrollo mayor en la excepcional El mar, el mar, con su egocéntrico protagonista, Charles Arrowby, un dramaturgo retirado a vivir en una casa junto a un acantilado, de quien se ha querido ver un trasunto del escritor búlgaro de expresión alemana Elias Canetti.

Murdoch le conoció cuando aquel se exilió en Londres. Con él mantuvo una tóxica relación de sometimiento antes y después de su matrimonio con Bayley, según se desprende de la canónica biografía de Peter Conradi, no traducida en España. Allí se explica que Canetti y ella mantenían relaciones sexuales mientras Veza, la esposa de éste, les preparaba la comida que luego compartirían los tres.

La guinda de aquella relación malsana fue el descubrimiento de las notas que Canetti, bajito, feo y rencoroso, dejó escritas sobre la autora: «Podría definirse a Iris Murdoch como el ragú de Oxford. Cuánto desprecio de la vida inglesa está representado por ella». El comentario apareció póstumamente en el volumen Fiesta bajo las bombas (Galaxia Gutenberg), cuando la hija del autor de Masa y poder decidió contravenir el deseo de su padre publicando estas y otras opiniones venenosas en 2003.

Masculino / Femenino

Veinticinco años después de su muerte, la tentación es valorar a la escritora a la luz de la perspectiva de género, pero tampoco en esto Murdoch lo pone fácil. Fue de las primeras en tratar temas como la homosexualidad, el aborto o la libertad sexual, pero se declaró no feminista. Opina María Gila: «Hizo afirmaciones que hoy serían bastante polémicas. Identificaba los problemas de los hombres con lo propiamente humano, mientras que los de las mujeres los asimilaba a los de las minorías y consideraba que atenerse a ellos condicionaría la visión que ofrecería su novela. Como si identificar lo masculino con lo universal no fuera ya una visión condicionada…» .

Fue de las primeras en tratar temas como la homosexualidad, el aborto o la libertad sexual, pero se declaró no feminista

Otra cosa, añade, es que hoy una mujer con sus logros pueda tratarse como un referente para el feminismo. «Sobre todo teniendo en cuenta el papel tan pequeño que las mujeres ocupan en la historia de la filosofía. En este punto sí creo que es importante reivindicarla».

En la literatura española, la huella dejada por la autora no es profunda, pero sí muy significativa. En esa liga están Pilar Adón; Gonzalo Torné, cuyas novelas se espejean en las de Murdoch; Álvaro Pombo, que la leyó muy detenidamente en sus solitarios años londinenses, o en alguna obra de Rafael Chirbes. «Los viejos amigos me hizo pensar en El libro y la hermandad –sostiene María Gila–, en la que se habla de hasta qué punto el pasado nos une a ciertas personas, de los ideales compartidos y luego frustrados y abandonados».

En 1990, cuando ya había dejado atrás sus mejores trabajos, Murdoch recibió la visita de The Paris Review y contestó así cuando le preguntaron qué efecto le gustaría que tuvieran sus libros: «Me gustaría que los lectores disfrutaran leyéndolos. Una novela legible es un regalo para la humanidad». Murdoch es eso. Un regalo.

Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/abril/20250607/iris-murdoch-libros-mar-mar-118482666

La vacuna contra la insensatez

El filósofo José Antonio Marina dedica su nuevo libro, ‘La vacuna contra la insensatez’ (Ariel), a analizar cómo podemos desarrollar defensas cognitivas frente a la manipulación, los errores y la desinformación

    José Antonio Marina

    Me interesa que usted sea muy inteligente. Y a usted, que yo lo sea. Y a ambos que los dos nos comportemos como tales. Ayudar a conseguirlo es el objetivo de este libro. Está claro que entiendo por inteligencia algo diferente a lo que miden los test o a lo que utilizan los timadores. Es otra cosa. Es la gran solucionadora, y eso la obliga a ir más allá de lo cognitivo, alcanzar el ámbito de la acción y, más allá de la acción, el de la mejor acción, el reino de lo kalos kai agathos, de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Aunque los psicólogos lo nieguen, al final de su trayecto evolutivo la inteligencia se convierte en un concepto ético. Por haberlo olvidado, por haber confundido a los “listos”, que van a lo suyo, con los “inteligentes”, que aspiran a lo universal, nos debatimos en los dominios de la estupidez. (…) Que personas poco inteligentes hagan cosas poco inteligentes es fácilmente comprensible. Lo que resulta difícil de entender es que personas muy inteligentes hagan estupideces.

    En los estudios americanos sobre el tema, aparece como ejemplo el lío del presidente Clinton con una becaria, que estuvo a punto de hacerle perder la Presidencia de Estados Unidos. O el caso del presidente Johnson, cuyo gran objetivo era promover la Gran sociedad en que todos podrían vivir dignamente, pero se empantanó en la guerra del Vietnam, que acabó haciéndole perder la Presidencia y la salud. Un caso especial es el del presidente George W. Bush, cuya dificultad para atender a razonamientos complejos y su falta de curiosidad era reconocida incluso por sus colaboradores, aunque en el test de inteligencia daba una puntuación alta, lo que le permite a Keith Stanovich ponerle como ejemplo para distinguir entre inteligencia y racionalidad. Bush tenía a su juicio una inteligencia alta, pero una racionalidad baja.

    Tengo una visión náutica y dramática de la inteligencia. Es un barco navegando en un mar oscuro y tormentoso, en el que, como dijo el sentencioso Séneca, “el buen piloto aun con la vela rota y desarmado, repara las reliquias de su nave para seguir su ruta”. Tendemos a hablar de la inteligencia y de la razón como si fueran unas facultades innatas, que aparecieron armadas ya de punta en blanco como decían los griegos que sucedió a Palas Atenea, la diosa de la inteligencia, que nació perfecta de la cabeza de Zeus. Con la inteligencia no sucedió así. No hubo una creación instantánea del animal racional. Somos el resultado de una larga y azarosa evolución que nos llevó desde el instinto a la razón, que no obedeció a ningún plan, sino que se hizo a salto de mata, resolviendo los problemas que las mutaciones genéticas y el entorno, incluido el entorno social, planteaban. Esa evolución nos ha dotado de una inteligencia poderosísima pero vulnerable, con puntos ciegos, mecanismos equivocados, trampas cognitivas y emocionales en las que caemos irremediablemente, y de las que tenemos que aprender a salir.

    Cuando este libro ya estaba a punto de imprimirse, he sentido la necesidad de detener el proceso para incluir un prólogo de urgencia. ¿Qué suceso me ha incitado a hacerlo? El triunfo de Donald Trump, sus dos primeros meses de gobierno y su movilización de la ultraderecha mundial. Sin pretenderlo -y desde luego sin desearlo- tengo frente a mí un colosal ejemplo de todo lo que he estudiado en este libro: el éxito de una gigantesca campaña de persuasión utilizando trucos elementales y tecnología sofisticada. Trump ha vencido abrumadoramente en el combate de las ideas y de la comunicación política y seguirá haciéndolo mientras nadie sea capaz de enfrentarse a él en ese nivel. Las críticas que se reducen a un insulto -es un loco, es un payaso, un ignorante, solo pretende enriquecerse- son insolventes. No se han percatado de la envergadura del fenómeno político que estamos viviendo.

    Los obsesos del poder siempre han mentido, pero la situación actual es nueva. No es que se acepten las mentiras; es que se ha extendido la idea de que nada puede ser mentira porque nada puede ser verdad. Si lo que digo no concuerda con la realidad, la culpa es de la realidad, no mía. La realidad depende de mi poder. No hay ninguna otra fuente de legitimación.

    Los obsesos del poder siempre han mentido, pero la situación actual es nueva. No es que se acepten las mentiras; es que se ha extendido la idea de que nada puede ser mentira porque nada puede ser verdad.

    La filosofía posmoderna, duramente criticada por el pensamiento conservador en sus inicios, afirma precisamente eso, que la realidad no interesa, que todo es discurso, y que quien se adueña del discurso, se adueña de la realidad. Desde esa perspectiva, todo, incluida la ciencia, son relatos, meras construcciones sociales. Esa propuesta aparentemente tan revolucionaria encanta a todos los autócratas. Para un dictador resulta estupendo que un filósofo le diga que puede determinar lo que es verdad. Es decir, que la filosofía posmoderna legitima las mentiras de Trump.

    Nos asedian personas que quieren  persuadirnos de algo: de que compremos, votemos, obedezcamos, demos nuestro consentimiento, amemos, odiemos. Es posible que intenten convencernos con buenas razones, que tendremos que saber evaluar, pero lo más frecuente es que utilicen técnicas de persuasión sofisticadas, que aprovechen nuestras chapuzas evolutivas (…). Estos fallos de diseño -kluges, bugs, propensiones generalizadas al error- se caracterizan porque producen ilusiones, sesgos o evidencias que mantienen su fuerza aunque la razón nos diga que son falsas. Una persona puede saber que los fantasmas no existen y seguir teniendo miedo a los fantasmas. Un pacifista puede emocionarse al ver un desfile militar. Un defensor sincero de los derechos de la mujer puede mostrar respuestas machistas en el test de asociaciones implícitas. Los fallos de diseño funcionan como trampas cognitivas y afectivas que provocan creencias, afectos, y conductas insensatas. Permiten la entrada en el sistema mental de cada individuo de agentes patógenos que alteran el funcionamiento de la inteligencia.

    La inmunología mental intenta identificar estos procesos para poder eliminarlos, si es posible, o, al menos, controlarlos. Para introducir orden en un terreno selvático voy a agrupar las agresiones externas en tres categorías:

    -Informaciones falsas: Es el proceso más elemental. Aprovechando vías de comunicación normales se difunden ideas o noticias falsas que confunden a la víctima. No se trata de errores involuntarios, sino de mentiras intencionadamente difundidas.

    -Virus mentales: Son mensajes cognitivos o afectivos que aprovechan las vulnerabilidades de una persona, las chapuzas evolutivas, las fisuras en la racionalidad, pero con la finalidad expresa de alterar los sistemas de control. Estos virus debilitan la autonomía del sujeto suavemente, sin que se percate. La atención voluntaria es una de sus presas más importantes. Si alguien se adueña de mi atención, se adueña de mi libertad.

    -Marcos de insensatez: Son estructuras más complejas, que incluyen informaciones falsas, virus, creencias, movilizaciones emocionales, instituciones sociales, costumbres. Las ideologías son un buen ejemplo.

    A la vista de la frecuencia con que caemos en trampas cognitivas y afectivas y de los sufrimientos que de ello se derivan, desde hace muchos años me ronda la idea de elaborar una “vacuna contra la insensatez”, que nos proteja. No me importa utilizar una analogía médica, porque una larga tradición emparenta la filosofía con la medicina. Me remito a Epicuro: “De la misma manera que de nada sirve un arte médico que no erradique la enfermedad de los cuerpos, tampoco hay utilidad ninguna en la filosofía si no erradica el sufrimiento del alma”.

    Que personas poco inteligentes hagan cosas poco inteligentes es fácilmente comprensible. Lo que resulta difícil de entender es que personas muy inteligentes hagan estupideces.

    Tenemos los conocimientos suficientes para elaborar un conjunto de vacunas que nos doten de un sistema inmunitario eficaz. Unas son generales, y otras están dirigidas a desactivar virus concretos. Este libro presenta un catálogo de virus y un catálogo de vacunas. Pero el análisis de la situación nos permite afirmar la existencia de dos supervacunas, ambas en crisis en este momento: el pensamiento crítico y la acción ética. La eficacia del pensamiento crítico es fácil de comprender, pero considerar la acción ética como una supervacuna merece una explicación.

    Expondré mi tesis de una forma estrepitosa, para que llame la atención: la máxima creación de la inteligencia es la bondad. ¿Por qué? Porque la bondad no es esa meliflua resignación sentimentaloide con que quieren confundirla, sino la briosa acción creadora de la justicia, la genial constructora de la felicidad pública. La ética no es un aerolito caído de otro mundo para imponer orden: es el máximo despliegue de la inteligencia práctica. La teleología de la inteligencia nos lleva en la línea teórica a la ciencia y en la práctica a la ética. Y la práctica está por encima de la teoría.

    Relacionar la inteligencia con la conducta (y no solo con la resolución de problemas teóricos) supone un cambio esencial en el modo de considerarla, porque de ser un concepto psicológico necesitamos ampliarlo hasta convertirlo en un concepto ético. Es una exclusiva de la inteligencia humana, que así rompe su continuidad con la animal. Cada vez que desde hace muchos años he dicho que trabajaba en una teoría de la inteligencia que comenzaba en la neurología y terminaba en la ética, la mayor parte de mis colegas han mostrado su irritación o su desconcierto ante lo que consideraban un derrape injustificado, tal vez fruto de algún tipo de ebriedad benevolente. ¡Qué tendrá que ver la inteligencia con la ética! Creo que no habían entendido mi proyecto.

    Se lo volveré a explicar en formato tuit en cursiva. Todos están de acuerdo en que una buena definición de inteligencia es su capacidad de resolver problemas. También yo lo estoy, con tal de que esa afirmación se lleve a sus últimas consecuencias. Los problemas pueden ser teóricos y prácticos. También estamos de acuerdo. Los teóricos se resuelven cuando conocemos la solución, mientras que los prácticos solo se resuelven cuando la ponemos en práctica, que suele ser lo más difícil. De acuerdo también. Podemos continuar. Los problemas prácticos más urgentes, universales, comprometidos, complejos, son los que surgen de la convivencia humana y de la búsqueda de la felicidad. Si fallamos en esto, lo demás importa poco. La encargada de resolverlos es la ética. Ahora llega la conclusión más estrepitosa. La puesta en práctica de las mejores soluciones, es decir de la ética, es lo que denominamos “bondad”, que es por lo tanto la máxima manifestación de la inteligencia humana. Consecuencia: El test definitivo de inteligencia debería ser el test que midiera la bondad.

    Ya está dicho y veo a mis colegas psicólogos cognitivos echarse las manos a la cabeza o, utilizando una expresión muy antigua, mesándose los cabellos y rasgándose las vestiduras. Lo siento.¿No están de acuerdo con la conclusión? Díganme con qué paso de la argumentación no están de acuerdo. ¿No es resolver problemas la función de la inteligencia? ¿No hay problemas teóricos y prácticos? ¿No se solucionan estos mediante la acción? ¿La felicidad no es el problema que todos queremos resolver? ¿No se encarga la ética de resolverlo? ¿No es la bondad la realización de la ética? ¿Derechas o izquierdas? Lo importante es acertar en la perspectiva

    Si tuviéramos la inteligencia suficiente, si no estamos demasiado debilitados por los virus culturales que tenemos alrededor, emprenderíamos una vacunación masiva contra la insensatez. Aún tengo la esperanza de que lo hagamos. 

    Fuente: https://www.eldiario.es/cultura/vacuna-insensatez_1_12264705.html

    José Antonio Marina, filósofo: «Nadie te va a meter en la cárcel por decir que la Tierra es plana, pero que quede claro que eres un imbécil»

    Anda preocupado José Antonio Marina por la que se nos viene encima. Le llama transhumanismo, una versión mejorada del ser humano gracias al avance de la ciencia y la tecnología pero, ay, le inquieta porque no estamos preparados para ello. Las defensas de nuestra mente ante la intoxicación y manipulación están debilitadas por lo que él llama «chapuzas evolutivas» de nuestro cerebro, agujeros que han dejado colar posverdades, falsedades, influencias fatuas y todo tipo de virus, creando en nuestro sistema grandes «marcos de insensatez: necesitamos una vacuna que nos proteja contra la insensatez». Literal. Y propone un calendario de inyecciones que nos inoculen inteligencia crítica contra el escepticismo/credulidad, el estrés y la inconstancia, y el crecimiento (material) a toda costa. Y por encima de todo, el filósofo (Toledo, 1939. Premio Anagrama y Nacional de Ensayo) vuelve a traernos su gran solución autoinmune: la inteligencia ética que para él es sinónimo de bondad. «Me reafirmo: la mayor demostración de inteligencia es la bondad» (se ruega no confundir al listo con el inteligente).

    Estamos a las puertas de un cambio cultural colosal que usted denomina el transhumanismo, una distinta manera de interpretarse el ser humano a sí mismo, “una humanidad mejorada”, dice, ¿por qué preocuparse entonces?

    Será una humanidad mejorada por una propuesta científico-tecnológica en la que confluyen la ingeniería genética, la nanotecnología, la inteligencia artificial y la neurociencia, y si esas ciencias se han desconectado de otra de las ramas de nuestra evolución que tienen que ver con el pensamiento humanista y ético, el resultado se puede convertir en una productora de monstruos, porque son mecanismos que no tienen sistema de frenos. Esto es lo que en ese momento me preocupa: es tan fascinante lo que están haciendo la ciencia y la tecnología que corremos el peligro de pensar que ahí está toda la solución, sin embargo las soluciones de alto nivel nos han venido siempre del terreno ético y normativo. 

    Dado que nuestras defensas cognitivas están en mínimos, propone desarrollar una vacuna contra la insensatez. La primera dosis sería contra el pensamiento y actitud posmodernos. ¿Consiste en volver a creer que existe la verdad absoluta y que ese sea nuestro credo? ¿Existe la verdad absoluta?

    No, la verdad absoluta forma parte también de un virus que nos ha contagiado, que es aquello que los expertos llaman el sesgo del espantapájaros: si yo a un enemigo primero le devalúo y falsifico hasta hacerle parecer ridículo, luego será facilísimo acabar con él. No, entendamos por verdad una afirmación que tiene el máximo posible de verificación en este momento, pero que sigue un camino abierto porque siempre pueden aparecer nuevas pruebas en el proceso de verificación de nuestras creencias.

    ¿Por qué reniega del escepticismo, si es la base de la filosofía entendida como el cuestionamiento y la reflexión?

    El escepticismo nos dice que no podemos pasar de la duda, que no podemos alcanzar ningún conocimiento, y ahí está nuestro malentendido. Cuando yo digo que algo es falso, es porque he descubierto una verdad más verificada que me permite reconocer a la anterior como falsa. Ptolomeo pensaba que el sol giraba alrededor de la Tierra, hasta que llega Copérnico y dice, no, eso es mentira, y aporta mejores pruebas para demostrar que es la Tierra la que gira alrededor del sol. Pues ese reconocimiento del error es el camino para el progreso de la verdad, del conocimiento. En el escepticismo digamos absoluto no habría error ni verdad. Estamos inmersos en un costoso camino hacia la verdad y a veces este esfuerzo hace que nos cansemos y caigamos en la postura más cómoda que es la credulidad. El pensamiento crítico va a contracorriente de nuestra naturaleza: estamos hechos para fiarnos de lo que nos dicen, pero poco a poco la humanidad se ha ido dando cuenta de que no se puede fiar de la autoridad ni de los dogmas, que tenemos que someter a inspección todo lo que nos dicen. El problema es que como nuestra inteligencia se ha ido formando evolutivamente y no de acuerdo a un plan único, tiene muchos fallos por donde se nos pueden meter los virus. Y dado que estamos rodeados de gente que quiere influir en nosotros para manipularnos, se han desarrollado potentísimas tecnologías de la persuasión ante las que estamos inermes, de ahí que tengamos primero que reconocer cuáles son nuestros puntos débiles y cuáles los virus más agresivos, y a tenor de ello ensayar vacunas que nos protejan.

    Así pues, a la vacuna contra el escepticismo le seguirían la anti estrés, anti mentalidad de crecimiento, anti inconstancia y otra que aumente nuestra resiliencia. ¿Funcionan estas terapias o ha de ser el individuo quien tome conciencia y ponga freno a sus malos hábitos y creencias sugestivas de todo tipo?

    Lo primero es tomar conciencia de lo vulnerables que somos, y de que sí hay remedio, pero necesitamos trabajarlo. Tomar conciencia de esos agujeros por donde penetran los virus y hacer una especie de cartilla de vacunación, desde la infancia a la senectud, para aumentar nuestra capacidad de defensa y de reacción ante la multitud de actores y factores que quieren influir en nosotros continúa y constantemente. Nacemos dispuestos a ser engañados, cierto, somos crédulos por naturaleza; pero el gran cambio de paradigma es que si antes la credulidad iba emparejada a la falta de información, ahora la credulidad es fruto de una sociedad híper informada.

    Los virus que nos inoculan para que compremos, votemos e incluso nos enamoremos, nos ha dejado sin pensamiento o capacidad crítica. Y sin embargo, nunca hubo tanta crítica ni tanto debate que, aunque sea estéril, es debate. ¿Cómo explica este trampantojo?

    Lo primero sería recuperar el verdadero sentido de la palabra “crítica”, que viene de cribar, separar el grano de la paja. La crítica no es una actitud negativa, sino de evaluación, que implica aplaudir lo valioso. Nada que ver con el debate estéril, que es donde surgen las falacias cognitivas que tan bien están funcionando. Esas falacias son efectivas porque entran en juego sesgos cognitivos automáticos, una de nuestras grandes chapuzas evolutivas en virtud de las cuales quien inicia una negociación marca el punto de anclaje para el resto del proceso negociador. Si Trump dice que va a subir los aranceles el 145%, algo que ni él mismo se cree, cuando anuncia que los rebaja al 30% la respuesta de su interlocutor será positiva. Lo que tenemos que hacer es descubrir esos mecanismos o trucos, y cómo funcionan. Si tú manifiestas tal cosa e inmediatamente dices que es falso, la mentira ha dejado huella: calumnia que algo queda. Un manipulador como Donald Trump sabe que el efecto de una mentira, aunque se reconozca su falsedad, no desaparece, y por eso no funciona el factchecking, porque además nuestra memoria es otra de las grandes chapuzas evolutivas. Son trampas para osos en las que seguimos cayendo.

    Y que se manejan con intenciones desestabilizadoras, ¿no sería este el caso que tan perfectamente ejemplariza Trump?

    Exactamente, por eso lo pongo de ejemplo: me parece una torpeza calificar a Trump de payaso o loco. No, es un personaje fabuloso para la manipulación que maneja de maravilla otro de nuestros sesgos cognitivos: repite mucho una falacia que terminará por adquirir rasgos de verosimilitud e incluso llega a ser admitida como verdad. Somos vulnerables a ello, es un mecanismo automático que funciona sin que nos demos cuenta, un agujero más. Operan como esos juegos de ilusión óptica: eres racionalmente consciente de que ambas piezas miden lo mismo, pero tienes que hacer la reflexión, costosa, para creerlo, porque la impresión que te dan las piezas es que una es mayor que la otra dependiendo de cómo las coloques.

    ¿Mismo trampantojo que emplean los influencers por ejemplo?

    Claro, ¿te has preguntado por qué proliferan y triunfan? Porque la gente quiere ser influida y actuar sin ser consciente de su mansedumbre voluntaria. Opera sobre una desconexión entre aquello de lo que estamos racionalmente seguros y los sentimientos, que van por su lado: si yo consigo hacer creer a una persona de que es incapaz de hacer tal cosa, esa persona acaba siendo incapaz. Funciona así, y no lo estamos previendo, y por eso nos hacen faltas las vacunas, para paliar tanto agujero y chapuza evolutivos.

    Sostiene que los centros de vacunación deberían ser las escuelas, los medios de comunicación y las redes sociales. ¿Cree que a estas alturas los medios y las redes son reconducibles o habría que optar por la desconexión total y la vuelta a los valores naturales que el individuo ha olvidado? Por ejemplo, escuchar la naturaleza, dejarse empapar de su ritmo…

    Yo espero que sí sean reconducibles, pero habrá que hacerlo teniendo en cuenta el punto de vista de los manipuladores. Volviendo al ejemplo Trump: ¿por qué está llevando a cabo una campaña contra la ciencia y los científicos, las universidades y los periódicos y medios de referencia? Porque quiere convencer al pueblo crédulo de que los manipuladores son ellos: yo que vengo del pueblo, que soy un ignorante como vosotros, que soy puro, os digo que los manipuladores son ellos y que hay que cargárselos. Pero eso es muy peligroso, como el virus que nos ha inducido a aceptar que todas las opiniones son respetables, algo que creen a ciegas todos mis alumnos de posgrado en Filosofía; están convencidos de que no solamente son respetables, sino que han de ser protegidas por la libertad de expresión. No, no, lo que protege ese derecho es la libertad de expresar tus opiniones, algo que no garantiza la verdad o respetabilidad de las mismas, porque pueden ser ofensivas, estúpidas y hasta asesinas. No te voy a meter en la cárcel por decir una imbecilidad como que la Tierra es plana, pero no puedes decirlo a tus alumnos si eres el profesor de Geografía. O dilo, sí, pero que quede claro que eres un imbécil.

    A ver si le he entendido Marina: ¿el origen de todas nuestras estupideces radica en la búsqueda indiscriminada del placer? ¿Incluso de las estupideces políticas, las guerras, el supremacismo tribal y otras grandes cuestiones?

    Entre las chapuzas evolutivas, unas son cognitivas, como los fallos de atención, de memoria, etc. Pero padecemos otras que son afectivas, y ahí el placer es la más engañosa, porque si estuviera bien diseñado sólo sentiríamos placer con aquello que nos es beneficioso y rechazaríamos lo destructivo, como son las drogas. Pongamos por ejemplo la atracción por la grasa o el azúcar, que en un determinado momento de la evolución eran ingredientes convenientes, era como llevar la despensa dentro de uno, pero ahora se han convertido en dos de los factores más peligrosos para la salud del ser humano. Son vestigios evolutivos que siguen funcionando por ejemplo en África, donde un gran peso corpóreo es visto como algo bello, porque denota prosperidad.

    ¿La clave estaría en no fiarse ciegamente por las emocione, sino seguir la abstracción de la lógica formal? Pero la abstracción, opinan otros filósofos, ¿no es lo que nos conduce al desapego humano por el mundo? 

    No, es en cambio un sistema de seguridad. Nuestra mente tiene dos pisos, uno es el mundo automático, inconsciente: capta información, la evalúa, la guarda, la interrelaciona y, no sabemos cómo, pero parte de ello pasa al segundo piso, que es el estado consciente. Desde el piso consciente puedo analizar y controlar hasta cierto punto lo que pasa en el inconsciente, e intentar meterlo en vereda. El miedo, por ejemplo, un sentimiento que me interesa tanto que le he dedicado dos libros. Bien, pues el miedo que en principio fue útil porque movilizaba la fuerza para huir del peligro, se nos ha desbocado, tememos asuntos que no son reales, como los fantasmas, e intentamos controlarlo para que no sea destructivo. Lo cómodo es dejarse llevar por el automatismo, de ahí que numerosas encuestas hayan revelado que una parte notable de la población hoy estaría dispuesta a vivir bajo el yugo de una dictadura si esta garantizase la cobertura de sus necesidades y la solución de sus problemas.

    Si aplicamos la lógica y su normativa al margen de la sensibilidad, ¿no es cierto que nos convertimos en autómatas? ¿Se puede comprender sin sentir? ¿La inteligencia es una facultad estrictamente cognitiva?

    No, no se puede comprender sin sentir. He ahí la diferencia entre la IA, que sólo maneja datos, y la mente humana, que funciona en base a valores que vienen del mundo emocional. Como demostró y cuenta el neurocientífico Antonio Damasio, la parte emocional está en lo más hondo de nuestro cerebro, y mientras que el aprendizaje puede ser ágil y flexible, las emociones están ahí ancladas desde el Pleistoceno y son las que nos lanzan a la acción. Recuerda la alegoría del carro alado de Platón, donde los caballos son las emociones y el auriga, la razón, pero aquel que está en el pescante necesita de la fuerza de los caballos para mover el carro, por lo que no puede prescindir de ellos. Su única solución para conducirse hacia el bien es domar a los caballos, es decir, a las emociones. El cochero sería el ser racional, o sea nosotros, pero en nuestro cerebro albergamos nichos de irracionalidad, como serían claramente los nacionalismos o el mal comportamiento de Bill Clinton en el caso de la becaria.

    La solución a su juicio sería la puesta en práctica de la ética, que es lo que denomina “bondad: la mayor demostración de inteligencia”. ¿Qué hay de tantos malvados inteligentísimos que pueblan la historia, de Aristófanes a Maquiavelo, de Napoleón a Hitler, de Putin a Netanyahu?

    Mis colegas filósofos y psicólogos se echan las manos a la cabeza cuando uno inteligencia y ética. La función de la inteligencia es resolver los problemas, pero mientras la teoría le resulta fácil, la práctica plantea dificultades mayores especialmente en aquellas cuestiones que afectan a la convivencia y a la felicidad. Bien, pues ahí entra en juego la bondad, que es la gran solucionadora capaz de integrar las soluciones parciales: llamamos ética al conjunto de las mejores soluciones.

    ¿Qué extraño fallo de nuestra inteligencia nos hace admirar a quien puede esclavizarnos?, se pregunta. ¿No pudiera ser que el mal resulte mucho más atractivo a la mayoría o al menos a una minoría perversa y poderosa? ¿Usted cree que Putin siente que hace el bien cuando asesina a sus opositores o cuando bombardea escuelas en Ucrania? ¿Netanyahu cree que hace el bien aniquilando a miles de niños gazatíes en sus escuelas y hospitales, o qué siente aquel secretario general de Trump que separó a los niños migrantes de sus padres y los metió en jaulas?

    No, estos son los que yo llamo malos listos que han resuelto sus problemas personales, que se guían sólo por su ego. El idioma castellano diferencia bien entre listo e inteligente: el listo se siente bien actuando mal, el inteligente, no. Aquellos que razonan muy bien sólo a su favor, no están haciendo uso de la inteligencia, es decir, de la ética.

    ¿Qué hay de la atracción del mal sobre la mente humana?

    Existe un elogio romántico de la maldad, que hemos visto ensalzado por ejemplo por Bataille o Genet. Es lo que yo llamo la maldad de la ursulina, repetitiva, torpe, bestial y carente de todo atractivo a mi juicio. O la glorificación de la guerra, que va de Homero a Hegel. O la visión romántica de las drogas como espejismo de liberación, el in vino veritas (en el vino está la verdad): una absoluta estupidez. 

    Así pues, Marina, la ética que usted propugna no depende exclusivamente de la inteligencia cognitiva y racional, al margen de la sensibilidad y la emoción, ¿correcto? ¿Dónde tiene cabida el amor dentro de esa ética inteligente?

    Es el mundo afectivo el que nos conecta con los valores universales de altruismo y compasión. La compasión se manifiesta en el niño cuando adquiere el lenguaje, pero luego se va perdiendo, y no, no estoy de acuerdo con aquello de dame justicia y no compasión. No, la justicia, si lo es, ha de basarse en la compasión.

    Fuente: https://www.elperiodico.com/es/ocio-y-cultura/20250516/jose-antonio-marina-filosofo-117467532

    Ética aplicada y el futuro de la filosofía: una conversación con Óscar Sánchez Vadillo

    Francisco José García Carbonell.

    La filosofía no solo se encuentra en los libros de texto o en debates académicos. En ocasiones, emerge en la vida cotidiana y en los espacios de conversación, desentrañando lo que muchas veces damos por sentado. Así lo demuestra el nuevo volumen de Filosofía en la Calle, una obra que reúne el pensamiento de múltiples colaboradores sobre cuestiones de ética aplicada en diversos ámbitos de la sociedad. En esta entrevista, exploramos los entresijos de esta obra colectiva, abordando la manera en que sus autores han construido reflexiones sobre justicia, política, valores sociales y desafíos contemporáneos. Desde el papel de los «amigos telemáticos» hasta el impacto imprevisible del mercado editorial, esta conversación nos invita a pensar en la ética como un territorio en constante diálogo y construcción.

    Francisco: Óscar, es un placer hablar contigo. ¿Cómo ha sido la experiencia de colaborar en este nuevo volumen de Filosofía en la Calle? ¿Cómo se han desarrollado las relaciones entre los colaboradores, sobre todo en un entorno digital?

    Óscar: A decir verdad, los colaboradores ya nos conocíamos de anteriores compilaciones de la colección de Filosofía en la calle, y aunque no todos nos conocemos personalmente, sí empezamos a tutearnos, por decirlo así, a base de relacionarnos en WhatsApp y por correo electrónico. Es muy curioso este fenómeno tan reciente de tener lo que yo llamaría «amigos telemáticos», puesto que todos tenemos ya un nutrido grupo de amigos o al menos conocidos a los que tratamos con entera confianza sin haberles visto más que en la foto del perfil. Pero bueno, también Marx se carteaba con Lincoln y les separaban tres meses de travesía por el océano atlántico…

    Francisco: ¿Por qué se decidió que el cuarto volumen se centrara en la ética aplicada? ¿Qué papel juega la ética en la sociedad actual y cómo puede articularse sin caer en una moralización absoluta de la política?

    Óscar: En cuanto a la temática de este cuarto volumen, prácticamente hubo unanimidad en que versase acerca de ética real, aplicada a diversos sectores de la vida social e institucional. Personalmente, creo que ya hemos padecido bastante la distinción radical que Maquiavelo estableciera entre ética y política, y que habría que volver a hablar de ética pública y justicia social, esquivando, eso sí, el posible peligro de una moralización total de las relaciones sociales y políticas a la manera de los talibanes. La ética como cuestión de debate, no una ética normativa cerrada.

    Francisco: ¿Qué visión se plantea en el libro sobre la relación entre ética y política? ¿Por qué considera que es importante cuestionar la distinción que Maquiavelo estableció entre ambas?

    Óscar: Hay que tener cuidado con Curzio Malaparte, que fue él mismo bastante maquiavélico y un curioso fascista de izquierdas, por más que fuera también un gran escritor. La frase de «La piel» acerca del libre juego del bien es muy buena porque aunque podría haberla escrito Simone Weil, por ejemplo, en realidad es tan maximalista que también la suscribiría Friedrich Nietzsche, en el sentido de que tampoco a Nietzsche le gustaría nada la costumbre de juzgar las acciones por sus consecuencias. Por mucho que volatilizar Hiroshima y Nagasaki tenga como resultado el fin de la Segunda Guerra Mundial es imposible juzgar positivamente el uso de armamento nuclear sobre población inocente. Creo que en este libro nuestro esta posición se refleja en el modo en que todos los colaboradores/conjurados hemos procurado no justificar lo injustificable cada uno en el campo que ha escogido.

    Francisco: En su opinión, ¿cuál es el verdadero valor de los Derechos Humanos cuando a menudo se incumplen? ¿Cómo debemos entender la relación entre una norma y sus excepciones?

    Óscar: El otro día oí decir a un compañero de trabajo que es absurdo que existan los Derechos Humanos si luego no se cumplen, y creo que el razonamiento funciona justamente al revés. Precisamente se incumplen porque existen, es decir, es porque se han formulado los Derechos Humanos por lo que somos conscientes de su ausencia en una situación determinada (no tiene sentido decir, por ejemplo, que quien da vueltas en torno a su propio eje está mal de la cabeza porque, al no haber la psiquiatría tipificado eso, tampoco existe infracción). Así es como debe funcionar una norma o una ley: sería absurdo abolirla porque conozca excepciones, aunque sean mayoritarias, pero a su vez si no conociese excepciones ya no sería ley, sino totalitarismo y tiranía. De manera que yo creo que es humano y liberador que la teoría no siempre coincida con la práctica y viceversa, o seríamos como los robots de Isaac Asimov (ya se sabe: la Tres Leyes de la Robótica), y «robot» significa «esclavo» en checo. Una teoría de lo que fuere que se cumpliese a rajatabla sería el Terror materializado, y hay que recordar que hasta la fórmula universal de la gravedad de Newton no impide que los globos aerostáticos asciendan. Esa brecha que mencionas es la brecha de la libertad, de la imprevisión y de la novedad, como se estudia hoy en las dinámicas del caos.

    Francisco: El libro aborda diversas áreas de interés, desde la ecología hasta el nacionalismo. ¿Cómo fue el proceso de selección de estos temas y qué enfoque se le ha dado para que no sean tratados de manera dogmática?

    Óscar: En el libro se analizan muchas áreas de interés: ecología, la responsabilidad corporativa, medicina, pensamiento antiguo, sufrimiento animal, cuestiones psicológicas o caracteriológicas, ética educativa, nacionalismo, el ya mencionado Maquiavelo o el concepto de «Ética aplicada» como tal. Hemos procurado dar a estos temas un tratamiento flexible, comprensivo y no dogmático, sin por ello dejarnos fuera ningún aspecto de la cuestión.

    Francisco: En un contexto donde la producción cultural es inmensa y el mercado editorial está saturado, ¿cómo creen que será recibido este libro? ¿Es posible que una obra filosófica se pierda entre la multitud de publicaciones sin que alcance la relevancia que merece?

    Óscar: Como he mencionado antes, la realidad es abierta e imprevista, y desde luego debemos celebrar que sea así aunque dé lugar a lo que entendemos como «accidentes», ahora que tenemos tan cerca el apagón del otro día, por tanto ni yo ni nadie podemos saber el impacto que tendrá una publicación entre decenas de miles. El mercado del libro está saturadísimo, y eso hace que ocurran dos cosas que ejemplificaré con dos grandes películas. La última secuencia de En busca el arca perdida consiste en un carrito que lleva el arca de la alianza por un inmenso almacén, hasta que nos damos cuenta de que quedará enterrada allí para siempre. Eso es lo que ocurre hoy con cualquier producción cultural notable, casi me atrevería a decir que si hoy una gerente de una discográfica escuchase por primera vez «Penny Lane» de Paul McCartney no le otorgaría especial valor, y la amontonaría junto con otras tantas canciones de, qué sé yo, La Oreja de Van Gogh. De esta guisa va a resultar muy sencillo que en adelante la música la componga una Inteligencia Artificial, que es de lo que disertamos en el anterior volumen de la colección. La otra película es Más dura será la caída, con Humphrey Bogart, donde un empresario de boxeo más bien gángster en cierto momento dice que la gente no opinará ni lo esto ni lo otro, sino justamente lo que él les diga que deben opinar. Me temo que vivimos en un mundo en que esto sucede ya masivamente: la gente no lee más que lo que le dicen que tiene que leer, y en un escaparate conviven auténticas basuras con maravillas del ensayo o de la literatura. Lo mismo sucede con las Boy bands amañadas en música popular, por seguir la anterior analogía.

    Fuente: https://www.culturamas.es/2025/05/23/etica-aplicada-y-el-futuro-de-la-filosofia-una-conversacion-con-oscar-sanchez-vadillo/