La relación entre la ansiedad y la creatividad según Kierkegaard
El filósofo danés nos ofrece un valioso punto de vista acerca de cómo la ansiedad (esa cosa indefinida y aterratora) está estrechamente relacionada con la creatividad y por qué nuestra productividad depende de cómo nos relacionemos con ella.
Para Kierkegaard, la ansiedad es una fuerza dual que puede ser tanto destructiva como generativa, dependiendo de cómo lidiemos con ella. En su tratado El concepto de la ansiedad, el filósofo danés explica la ansiedad como el efecto mareador de la libertad y la inmensidad de la existencia humana: una posibilidad que o te paraliza o te invita a actuar. Escribe:
La ansiedad es completamente diferente al miedo y a conceptos similares que se refieren a algo definitivo; la ansiedad es la realidad de la libertad como la posibilidad de la posibilidad.
[…]
La ansiedad puede compararse al mareo. Aquél que por casualidad se encuentre mirando hacia el ancho abismo se mareará. Pero, ¿cuál es la razón para esto? Está tanto en su propio ojo como en el abismo, porque supón que no hubiera mirado hacia abajo. Es así como la ansiedad es el mareo de la libertad, que emerge cuando el espíritu quiere proponer la síntesis y la libertad se asoma al abismo hacía su propia posibilidad, echando mano de la finitud para soportarse a sí misma. La libertad se rinde ante el mareo. En ese preciso momento todo ha cambiado, y la libertad, cuando vuelve a surgir, se encuentra con culpa. Entre estos dos momentos está el salto, que ninguna ciencia ha explicado y que ninguna ciencia puede explicar. Aquél que se vuelve culposo en la ansiedad se vuelve tan ambiguamente culposo como es posible volverse.
Stocksy
Quizá sin tantos conceptos figurativos podamos entender que la ansiedad de la que habla Kierkegaard es esa parálisis ante lo indefinido. Estamos educados a actuar y tomar decisiones basados en lo limitado, lo finito, lo mesurable. O al menos eso creemos. Pero cuando estamos parados frente al acaso, entonces surge el mareo. Y el mareo es la ansiedad. Pero el filósofo lleva ese concepto un paso más allá diciendo que una vez que hemos sentido ese mareo y esa parálisis ante la libertad, cuando volvemos a sentirlo ya va cargado de culpa. Y la combinación de la culpa y la ansiedad, apunta, “es el peligro de caer; en otras palabras, el suicidio”.
Sin embargo, para Kierkegaard la ansiedad también es una gran educación para los hombres, y argumenta que el fracaso o la fecundidad dependen de cómo nos orientemos en la ansiedad. “Quien esté educado [en la posibilidad] se queda con ansiedad; no se permite a sí mismo ser engañado por su falsificación incontable y recuerda claramente el pasado. Así los ataques de ansiedad, incluso si son aterradores, no lo serán tanto como para que corra de ellos. Para él, la ansiedad se vuelve un espíritu de servicio que contra su voluntad lo lleva a donde realmente desea ir”.
Así, para Kierkegaard la relación entre la creatividad y la ansiedad es muy estrecha. Es precisamente porque es posible crear (crearnos a nosotros mismos, crear nuestras innumerables actividades diarias, escoger un camino y seguirlo) que uno siente ansiedad. Nadie sentiría ansiedad si no hubiera posibilidades. Y naturalmente crear significa destruir algo previo. La culpa de la que habla Kierkegaard tiene mucho que ver con defraudarnos a nosotros mismos al paralizarnos ante las posibilidades y no atrevernos a destruir y crear.
De un tiempo a esta parte, uno de los «nichos» editoriales que más impacto ha tenido ha sido el de la divulgación, en el cual casi todas las ramas de nuestro conocimiento como especie han tratado de explicar al lector no académico los avances y los secretos de sus materias. Sin embargo, esa motivación por simplificar, aclarar y atraer al gran público ha generado que, en muchas ocasiones, se desvirtúe la información original, y con ello se pierda el objetivo conforme al cual surgió este género: transmitir un contenido real y riguroso y lograr que la gente se interese por las grandes ideas de la humanidad para poder mejorarse a sí mismos y, de paso, mejorar el mundo.
Con la intención de resolver este entuerto nace Taugenit, una nueva editorial que trae bajo el brazo el objetivo de crear alta divulgación. Una vuelta de tuerca al género para que este sea capaz de poner a disposición del gran público las reflexiones más interesantes de la historia del pensamiento, pero sin perder la esencia de estas. Una mirada al presente que trate de analizarlo críticamente con las lentes de las humanidades, que son las que en el pasado nos han permitido obtener una visión completa de la realidad.
Cultura y conocimiento
Taugenit recogerá obras de una gran variedad temática, que irán desde la filosofía a la ciencia divulgativa, pasando por la teoría literaria, la sociología o el arte en todas sus vertientes. Es decir, cualquier forma de conocimiento que nos permita enfrentarnos a esta compleja realidad en que nos toca vivir. Y es que las humanidades son también las encargadas de observar y entender el mundo en el que vivimos, así como de afrontar los retos que se le presentan al ser humano no solo en sus relaciones con sus semejantes —que ya sería bastante—, sino también en lo que respecta a sus propias creaciones.
«Bien —le dije—, si soy un inútil, no pasa nada, pues así quiero estar en el mundo y de esta forma deseo labrar mi destino». Joseph von Eichendorff
Esta reivindicación de las humanidades va íntimamente ligada al espíritu del primer libro de la editorial: Andanzas de un inútil (Aus dem Leben eines Taugenichts). Como el Taugenichts de Eichendorff —considerado por todos como un «inútil»—, las humanidades, tan poco consideradas por algunos, guardan en su seno todo aquello que, lejos de la inutilidad, hace la vida realmente soportable y auténtica; las ideas que rigen quiénes somos y quiénes queremos ser, que determinan en buena parte lo que seremos finalmente. Nadie pone en duda la necesidad de todos esos saberes útiles y concretos que mejoran día a día nuestra existencia, pero pensemos por un instante si esa forma de vida tendría sentido sin la ética, la música, la historia… Un mundo sin el arte o la literatura quizá no sea un mundo en el que merezca la pena estar.
Así, Taugenit dice nacer con una vocación editorialmente socrática, que entiende los libros como «estímulos intelectuales» que vivir y experimentar, capaces de espolear nuestra imaginación e inteligencia.
Las humanidades guardan en su seno todo aquello que, lejos de la inutilidad, hace la vida realmente soportable y auténtica
La vida de un inútil… o no tan inútil
Andanzas de un inútil, de Joseph von Eichendorff (Taugenit).
La primera obra publicada por Taugenit Editorial es aquella a la que debe su nombre: Andanzas de un inútil, el clásico romántico de Joseph von Eichendorff. Publicado originalmente en el año 1826, este libro evoca de manera sublime la figura rica, sencilla y entrañable del Taugenichts, el personaje libre, pasional y desenfadado al que todos los demás sienten como un inútil.
Andanzas de un inútil reúne todos los lugares comunes del Romanticismo: la búsqueda de uno mismo, la importancia de la naturaleza, la necesidad de fraguar nuestra fortuna individual y, ante todo, la capacidad de ver el mundo con una mirada de absoluto asombro. Se trata de todo un clásico de la literatura europea que renace ahora, en pleno siglo XXI, y que no puede faltar en la biblioteca de ningún lector de hoy que se precie de serlo.
Feminismo, ateísmo y pesimismo
Escritos sobre feminismo, ateísmo y pesimismo, de Helene von Druskowitz (Taugenit).
Taugenit recupera uno de los nombres más polémicos del feminismo: Helene von Druskowitz, autora de Escritos sobre feminismo, ateísmo y pesimismo. Proposiciones cardinales del pesimismo. Intentos modernos de sustituir a la religión.
Un título tan largo comocontrovertido, escrito por la pensadora que se convertiría en el adalid del movimiento emancipatorio de las mujeres de la segunda mitad del XIX y cuya vida se relacionaría con algunos de los más grandes nombres de la literatura y el pensamiento de su época: Rainer Maria Rilke, Lou Andreas-Salomé o Friedrich Nietzsche.
Druskowitz nos ofrece en estas páginas una visión radical y descarnada de su filosofía, dedicada a superar aquello que bautizó como «la maldición para el mundo»: la violencia secular del hombre hacia la mujer. Todo ello mediante rompedoras ideas que van desde el antinatalismo a la supresión del matrimonio, pasando por la separación tajante de los sexos.
Helene von Druskowitz se convirtió en el adalid del movimiento emancipatorio de las mujeres en la segunda mitad del siglo XIX
La crueldad de lo político en Nietzsche
Anti-Nietzsche, de Jorge Polo Blanco (Taugenit).
Friedrich Nietzsche es, sin duda, uno de los pensadores más influyentes de todos los tiempos, leído como ningún otro en los últimos siglos y analizado desde todo punto de vista. Y sin embargo, ha sido víctima de una variopinta y, al parecer, perfectamente calculada tergiversación en el campo del pensamiento político. Al menos eso es lo que sostiene Jorge Polo Blanco en Anti-Nietzsche. La crueldad de lo político, un libro que trata de destruir esa visión del genio alemán como un ser apolítico.
Lejos de la imagen de insignificancia, hay en Nietzsche una filosofía política perfectamente delimitada. Según Polo, su visión política «constituía una formidable y colosal antítesis de cualquier pensamiento político de signo revolucionario, progresista o emancipador». Una obra que indaga en esa dimensión política aparentemente olvidada del autor de Así habló Zaratustra.
Con estos tres firmes pilares comienza su andadura esta nueva editorial que, en las próximas semanas y meses, verá ampliar su catálogo. Esperamos ansiosos los títulos y autores que puedan hacer llegar a las librerías confiando que despertarán nuestra curiosidad e interés. Seguiremos muy atentos.
Sócrates, probablemente el ser humano más relevante que haya pisado la Tierra, murió con solo una certeza, que no sabía nada, sin haber escrito una sola línea en toda su vida, después de una existencia austera -el dinero, las riquezas y el poder no le interesaban en absoluto- y aceptando con serenidad y hasta el final (tenía amigos que le hubiesen podido librar de ella) una sentencia a muerte injusta (pero ¿qué sentencia a muerte no lo es?).
Hoy en día, en cambio, cuando le dices a alguien “no sé”, “no estoy seguro” o “tal vez”, te miran con estupor e incredulidad y te repiten la pregunta a voz en grito dando por sentado que se trata de un problema de audición y no del reconocimiento de una duda, ya no digamos si se trata de una entrevista o de un acto público.
Es como si en la actualidad tuviésemos la obligación de saberlo todo, de ser expertos en literatura, en cine, en política, en moralidad, en feminismo, en la vida privada de personas a las que no hemos tratado jamás y que nos dedicamos a destripar en público y en privado con violencia, mala fe y sobre todo ignorancia.
Gira mítica
El otro día vi un documental extraordinario, ‘Rolling Thunder Revue‘, dirigido por Martin Scorsese, sobre la mítica gira que realizó Bob Dylan (tal vez el segundo o tercer ser más relevante que haya pisado la Tierra, tengo unos amigos que el día de su muerte piensan poner una esquela en ‘La Vanguardia’) entre 1975 y 1976. Dylan reunió en una caravana a músicos, poetas, escritores y otros personajes variopintos para recorrer Estados Unidos actuando en pequeños locales (en aquel momento Dylan ya era Dios, llenaba estadios). Le acompañaban Joan Baez, Roger McGuinn, Ramblin’ Jack Elliott, Scarlet Rivera, Allen Ginsberg (que al ver suspendida su actuación por falta de tiempo, se quedó de todos modos en la gira ayudando en tareas prácticas como llevar las maletas) o Sam Shepard.
Al principio del documental le preguntan a Dylan qué recuerdos tiene de la gira y rascándose la barbilla responde que no recuerda nada, que fue hace muchísimo tiempo. Sin embargo, se trata una gira mítica, hacía ocho años que Dylan no tocaba en público, fue todo un acontecimiento. Pero Dylan no sabe, no recuerda apenas.
Al final del documental, cuando los espectadores hemos entendido la magnitud, la importancia y la maravilla de aquel evento (grandes artistas yendo de ciudad en ciudad haciendo algo absolutamente único e irrepetible), le preguntan a Dylan qué queda de ‘The Rolling Thunder Revue’. El cantante responde: “Nada, polvo”, que en este caso es lo mismo que decir “no lo sé” o “me importa un pito”.
¿Cuándo fue la última vez que dijiste “no lo sé” o “me importa un pito”?
Internet y la televisión llegan a todas partes y todos podemos saber lo que ocurre en todo el mundo de manera instantánea. Podemos estar permanentemente conectados sin estar cerca.
El «aula sin muros» es una expresión acuñada por Marshall McLuhan, el pensador canadiense de las tecnologías. Se refería con ella a que, con la irrupción de los medios electrónicos de comunicación, la educación dejaba de ser tarea exclusiva de la escuela. El cine, la radio y, en especial, la televisión despliegan tal cantidad de conocimientos que todos podemos nutrirnos de ellos sin necesidad de estar encerrados entre las paredes de una sala de clases.
Por Rogelio Rodríguez Muñoz, licenciado en Filosofía
El aula sin muros extiende el saber a escala global. La TV llega a todas partes y todos podemos saber lo que ocurre en todo el mundo de manera instantánea. Últimamente, he estado recordando con frecuencia estas ideas de McLuhan, autor cuyos libros leí en mis tiempos de estudiante de Filosofía en una cátedra que dictaba el profesor Juan Rivano sobre el tema de la totalización tecnológica. Las he recordado por la misión que están cumpliendo —en medio de las circunstancias pandémicas que padecemos— las tecnologías digitales. McLuhan falleció antes de conocer Internet, la telefonía móvil y las redes sociales, pero no caben dudas de que su teoría de los medios calza perfectamente con el impacto y los efectos de estas innovaciones.
Con el empleo de las redes sociales y el uso del teléfono celular—que para lo que menos lo ocupamos es para hablar por teléfono— podemos hoy día hablar de la «conversación sin muros», la «amistad sin muros», la «reunión sin muros», la «diversión sin muros», el «periodismo sin muros», el «museo sin muros» y también, por supuesto, de la «denuncia sin muros», la «crítica sin muros», la «ofensa sin muros» y la «condena sin muros».
McLuhan falleció antes de conocer Internet, la telefonía móvil y las redes sociales, pero su teoría de los medios calza perfectamente con el impacto y los efectos de estas innovaciones
Dictar clases a distancia
McLuhan también advertía: «El medio es el mensaje». La irrupción de una técnica conlleva una gramática propia de esta, gramática que impone un ambiente o un espacio determinado, es decir, que provoca una multitud de consecuencias psicológicas, culturales y sociales.
Entre sus efectos, la tecnología digital ha permitido también la «pedagogía virtual»: el poder dictar clases a distancia, con interlocutores viéndose y escuchándose.
Pero ocurre, sin embargo, una paradojal situación: experimentamos una especie de aula sin muros porque los profesores podemos «conectarnos» con estudiantes que pueden residir en cualquier lugar del país (e, incluso, del planeta), pero por otra parte los dos actores involucrados en esta interrelación (los docentes y los estudiantes) hemos reducido la «sala de clases» a las paredes de una habitación en nuestros hogares. Y ahí funcionamos: sentados casi inmóviles frente a la pantalla del computador en una pieza de la casa.
Con la pandemia hemos reducido la «sala de clases» a las paredes de una habitación en nuestros hogares
Trato de dictar mis clases de pie por los achaques que trae el estar tanto tiempo sentado durante el día —acostumbraba a dictar mis lecciones caminando entre los escritorios de mis alumnos—, pero no logro hacerlo porque me salgo del marco de la pantalla.
¡Ah, los efectos de las técnicas! Hemos adoptado por obligación el sistema de clases online. Y los calambres en las piernas, los dolores de la espalda y de los riñones tienen que sumarse, entonces, a las consecuencias del ambiente que forjan las tecnologías de las teleclases.
Sobre el autor
Rogelio Rodríguez Muñoz es licenciado en Filosofía por la Universidad de Chile, magister en Educación y académico de la Universidad de Santiago, la Universidad Diego Portales y la Universidad Mayor.
«Aburrirse es más difícil que divertirse», constata Jorge Freire, especialmente en los tiempos de agitación que ha retratado en su último libro titulado así, «Agitación», y publicado por Páginas de espuma. Foto: Nadia Khalil, cortesía del propio autor.
Según el filósofo madrileño Jorge Freire, «hacer cosas»es el disfraz que toma nuestra impotencia. Hablamos con él a propósito de su nuevo libro, Agitación, publicado por Páginas de espuma: una crítica de una cultura definida por la insatisfacción y el movimiento constante.
Por Samuel Haya, filósofo
Agitación, de Jorge Freire (Páginas de espuma).
El Homo agitatus es el protagonista de la época y también del libro con el que el filósofo Jorge Freire ha ganado el último Premio Málaga de Ensayo. Publicado por la editorial Páginas de espuma, se titula Agitación. Sobre el mal de la impaciencia. ¿Quién no se siente interpelado? El que esté libre de este mal de la época puede ir tirando la primera piedra, pero seguro que no serán muchos quienes se agachen a recogerla. Ahora tenemos otra forma de relacionarnos con las piedras; más bien las levantamos y las empujamos eternamente montaña arriba hasta que caen y vuelta a empezar. La imagen de Sísifo es una de las que el autor recupera en su ensayo para ilustrar al Homo agitatus y es por ahí por donde empezamos esta charla.
Afirma que el sujeto contemporáneo es presa del movimiento constante y que, sin embargo, no llega muy lejos. Pero ¿podemos dejar de movernos?El Homo agitatus es Ixión, es Sísifo y es la danaide que, encerrada en el Tártaro, tiene que llenar una barrica que invariablemente se vacía; y es también el hámster que corre y corre en su ruedecita sin llegar a ningún sitio. Pero su condición paradójica hace que, a pesar de sus aspavientos, no sea propiamente activo. El contrapeso de la agitación no es el reposo, sino el entumecimiento.
Los individuos agitados nunca están dormidos y nunca están despiertos del todo, de tal suerte que se pasan el día en una peguntosa duermevela, bajo un velo de sopor. Por eso pasan de la euforia al abatimiento. Podríamos decir que, como mucho abarca y poco aprieta, el Homo agitatus carece de la actividad simultánea de actividad y pasividad, que es lo que Platón llamó dynamis. De ahí la machaconería con la que se entrega a «hacer cosas», que es el sintagma con el que disfraza su impotencia.
Otro rasgo curioso de su conducta es que su impaciencia es comparable a su indolencia. Ora mete prisa para que le atiendan en el supermercado, ora se embaula dieciocho episodios seguidos de The Whitcher. Y de esto, sobra decirlo, participamos todos. Ante tal situación solo queda entender la sabiduría / inmortal de quedarse quieto, por decirlo con un poema de Bousoño, pero no es fácil hacerlo en un contexto en que, según muchos, el exceso de información y de estímulos constituye un avance.
Ixión: el castigo eterno
Los tres castigos eternos de la Antigüedad: Tántalos, Sísifo e Ixión, a la derecha.
En la mitología griega, Ixión es hijo de Flegias, rey de los lápitas. Mató al padre de su esposa cuando este se resistió a entregarle los regalos de boda correspondientes, arrojándolo a un hoyo con carbón encendido. Ante el rechazo generalizado, Ixión recurrió a Zeus pidiendo clemencia y este se mostró dispuesto a exonerarle de su culpa. Pero el acercamiento lo aprovechó Ixión para intentar seducir a Hera, la esposa de Zeus. Enterado este, atacó con un rayo a Ixión y lo condenó al Tártaro, donde fue amarrado con serpientes a una rueda de fuego que jamás se detenía.
Critica la diversión por ser un «mandato inapelable de nuestro tiempo». ¿Es mejor aburrirse que divertirse?Depende. Desconfío de quienes vuelven intransitivos los verbos transitivos. Respecto a la obligación de divertirse en abstracto, di-vertere es lo que hacían en otros tiempos los surcos del arado, girar en otra dirección, y yo creo que no sirve de nada dispersarse, desbordarse y salir de uno mismo. Una de las sátiras de Persio dice: «No te busques fuera de ti». La tarea de nuestro tiempo es aprender a vivir en nuestros propios zapatos y mantenernos en pie. Respecto al aburrimiento, se da la circunstancia de que aburrirse es más difícil que divertirse. Walter Benjamin escribió que el aburrimiento era el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia, pero esto lo desconocen aquellos adultos que, embarcados en un carnaval perpetuo, no se atreven a emburujarse en su nido. El aburrimiento es lúcido y, en estas circunstancias, salutífero.
El diálogo creativo de Jorge Freire
Jorge Freire retratado por Nadia Khalil.
Filósofo de formación, Jorge Freire (Madrid, 1985) da mucha importancia —y nos lo explica en esta entrevista— a construir una doxografía propia, a establecer un diálogo creativo e inspirador con autores del pasado en el que afloren claves para interpretar el presente. Entre los suyos no faltarán la novelista estadounidense Edith Wharton, sobre la que Freire publicó en 2015 una biografía intelectual, y el ensayista, periodista, activista y filósofo Arthur Koestler, al que dedicó en 2017 Nuestro hombre en España, una obra donde narraba su fascinante historia en la guerra civil española. Freire colabora regularmente en El País, Letras Libres y El Mundo, y tiene una sección de libros en The Objective titulada Geórgicas.
El Homo agitatus se caracteriza por su impulsividad y su necesidad de estar en movimiento. ¿Cree que es algo generacional?Sí y no. Por un lado, dicen los psicólogos que el hedonismo a corto plazo representa para los miembros de la Generación Z una especie de perverso genio de la lámpara, generando una baja tolerancia a la frustración que no solo mueve al derrotismo o a la angustia, sino que además sienta las bases de un buen número de conductas patológicas. Pero, por otro lado, hay una cuestión eterna. Freud dijo que la civilización es la distancia entre un deseo y su satisfacción. El problema es que la civilización no es un cendal pulcro e inconsútil con el que escondemos una serie de atavismos, sino más bien una vestidura llena de jaretones y dobladillos por cuyas costuras se nos escapan vestigios de animalidad. Por eso conviene recordar que la civilización no se funda sobre la satisfacción de las voliciones, sino sobre la renuncia a estas. Cuando el camino es corto, hasta los burros llegan. No viene mal necesitar pocas cosas, y esas pocas cosas necesitarlas poco, como decía Francisco de Asís.
«La civilización no se funda sobre la satisfacción de las voliciones, sino sobre la renuncia a estas», afirma Freire. Y recuerda la frase de Francisco de Asís: «Yo necesito pocas cosas y las pocas que necesito, las necesito poco»
Habla de la subversión tolerada y afirma que las sociedades hedonistas invitan a la transgresión. ¿No es contradictorio que exista un poder que pide ser transgredido?Se da la paradoja de que las que invitan a la transgresión son sociedades férreamente controladas, cumpliendo aquello de Wittgenstein de que nada hay más revolucionario que lo que se revoluciona a sí mismo. Respecto a la transgresión en sí, sabemos desde la noche de los tiempos que lo prohibido atrae. Samaniego dedicó unos versos muy divertidos a su enemigo Iriarte que decían: Tus obras, Tomás, no son / ni buscadas ni leídas, / ni tendrán estimación / aun cuando sean prohibidas / por la Santa Inquisición.
¿Se imaginan algo mejor los departamentos de marketing de las editoriales que un Index prohibitorum? Convendría, eso sí, que el Santo Oficio fuera incruento y que la integridad física de los autores no corriese peligro. Fuera de bromas, creo que el tema es cuento viejo. Mucho antes de que el opiómano Thomas de Quincey escribiese que gracias a la ley había conocido el pecado, San Pablo sostenía, en el séptimo capítulo de su Carta a los Romanos, que la proscripción excitaba sus apetitos. La cuestión estriba, a mi juicio, en que cuando la transgresión se vuelve obligatoria, queda automáticamente anulada. Decía Josep Pla en relación a la «rúa de carnaval» de su Palafrugell natal que la gente bullía porque se consideraba obligada a bullir. ¿Hay imagen más desalentadora? El vicio pierde su atractivo cuando deja de ser lo opuesto a la virtud. No podemos decir que la sociedad hedonista nos tiente con sus frescos racimos, como reza el verso de Rubén Darío, sino más bien con unos ramilletes rancios y ajados.
«¿Se imaginan algo mejor los departamentos de marketing de las editoriales que un Index Prohibitorum?»
Javier Gomá dice en la contraportada del libro que este no es un nuevo libro, sino un libro nuevo, porque en vez de estar en vilo por la novedad medita sobre lo de siempre, la condición humana, con una mirada nueva. ¿Las novedades nos apartan de lo importante?Según la escritora Edith Wharton, hay un «lector manufacturado» que se encomienda a la tarea de leer como si de una labor gimnástica se tratase, creyendo que las horas de lectura le conferirán una cierta virtud. Por desgracia, nada demuestra que pasar la tarde con lo último de Murakami sea preferible a hacer spinning o ver el fútbol. Tampoco leer te hace mejor persona. Por eso yerran quienes dedican ímprobos esfuerzos a estar al tanto de todas las novedades. Hay que mantenerse al margen y leer con lentitud, como dice Nietzsche en el prólogo de Aurora. Con la escritura pasa lo mismo. No hay que tener prisa por publicar y conviene resistir a la tentación de echar tu cuarto de espadas a cuestiones de «rabiosa actualidad». Coincido con Nietzsche en que escribir con lentitud es un placer no exento de malicia. Hay que desesperar a quienes se apresuran.
Respecto a la frase de Gomá, es para mí un enorme halago, viniendo de quien viene. El ansia de novedades lleva en ocasiones a un adanismo insufrible. Naturalmente, esto no quiere decir que no haya nada nuevo bajo el sol. Como señalase Orwell, la idea de una igualdad entre todos los seres humanos, por ejemplo, habría sido impensable para los clásicos. Así que conviene evitar la tentación de pensar que todo se ha dicho ya. Pero tengamos presente que es difícil advertir algo acerca de la condición humana que los filósofos griegos, los místicos hindúes o los moralistas franceses pasaran por alto. Por eso creo que, en ocasiones, la mejor filosofía es una suerte de doxografía inspirada. No es casualidad que las mejores ideas de Isaiah Berlin aflorasen en sus comentarios a Marx o a Herzen. Bueno es recordar, por decirlo con Machado, las viejas palabras que han de volver a sonar.
«Coincido con Nietzsche en que escribir con lentitud es un placer no exento de malicia. Hay que desesperar a quienes se apresuran»
Escribe que «no hace falta pegar mucho el oído para apreciar en las frenéticas carnavaladas del Homo agitatus el runrún de la pulsión de muerte». ¿Cree que al Homo agitatus le cuesta aceptar su condición mortal?Sí. Nos resulta difícil reconciliarnos con nuestra contingencia, pero debemos hacerlo. De otra manera, el ave rapaz seguirá volando en círculos, aunque tratemos de espantarla con movimientos apotropaicos. Creo que una imagen tan vieja como la de la epidemia de baile de Estraburgo, sucedida hace cinco siglos, define bien nuestra época: centenares de personas bailando durante semanas, tratando de espantar el infortunio, y pereciendo precisamente por ello.
No tiene sentido escamotear nuestra condición fugaz. Un poema de Aleixandre pregunta: ¿De dónde vienes, mortal, que del barro has llegado / para un momento brillar y regresar después a tu apagada patria? Somos un breve destello, cierto, pero no creo que sea desdeñosa la imagen que arrojamos al ser contemplados sub specie aeternitatis. Quizá solo seamos una caña a la que puede destruir una gota de agua, como escribió Pascal, pero somos una caña pensante, al cabo. Conviene tenerlo en cuenta, pues perder el miedo a la muerte es condición sine qua non para gozar de la vida.
En una de las primeras escenas de El primer hombre, Albert Camus nos descubre la futilidad de la existencia en su acepción más sutil y compleja: la de la construcción de la propia identidad.
Jacques Cormery, el alter ego del escritor, visita la tumba del padre al que no conoció y descubre que el ignoto y perseguido fantasma era un muchacho cuando desapareció de un mundo arrasado por tempestades de acero. Entonces, el hombre huérfano y maduro que ya era Camus cuando conoció la tumba de quien alumbró sus días, sucumbe ante los restos del niño que fue su progenitor: “En el extraño vértigo de ese momento -escribe-, la estatua que todo hombre termina por erigir y endurecer al fuego de los años para vaciarse en ella y esperar el desmoronamiento final, se resquebrajaba rápidamente, se derrumbaba”. La estatua que forjamos y en la que nos vaciamos.
El pasaje anticipa la inexpugnable levedad de la costumbre de vivir de la que hablarían Kundera y Cioran poniendo el foco, más que en el sinsentido de la vida y su indefectible finitud, en algo más sofisticado, e igualmente valioso, intransferible y arbitrario: la constitución, lenta y laboriosa a lo largo de los años, de una identidad, una personalidad y un carácter a los que fiarlo todo antes de desaparecer. Esa extraña e inesperada estatua.
Para mí, que ahora tengo los mismos años que contaba Camus cuando murió en accidente de tráfico, y que me acerco a la edad que tenía mi madre cuando falleció -como tantos- levantada en vilo por un cáncer, la reflexión del Nobel franco argelino me empuja a pensar sobre esa parte más aciaga de la existencia. Y lo hace, además, sobre los rescoldos de una experiencia intuida, pero nunca identificada de un modo tan rotundo.
La cuestión nuclear de la existencia no sería, entonces, el hecho preliminar de su caprichosa duración. Ni siquiera la constatación final de que “los hombres mueren sin ser felices”, como escribiría años antes también Camus en Calígula. Lo estremecedor, lo terrible, lo más amargo es que, mientras la vida sucede, el espíritu que hace que el pensamiento se convierta en palabras, las palabras en actos, los actos en hábitos, los hábitos en costumbres y las costumbres en carácter y destino es quizá tan sólo un reflejo. El espasmo acaso de ese loco lleno de ruido y furia del que nos habló Faulkner inspirado por Shakespeare.
No tengo ni idea qué forma tiene la estatua que ya soy en el valle de mis días. Ni tengo conciencia alguna de haber trabajado laboriosamente en su forja y levantamiento. Tampoco puedo saber cuánto duraré en este bello y feo mundo que acontece. La única certeza que tengo y que defenderé, a pesar incluso que ‘yo bien pudiera ser otro’, es que leer a Camus, como a tantos otros escritores y escritoras, nos salva, bendice y resguarda en momentos de zozobra y adversidad. Por lo demás, tampoco parece que tenga demasiada importancia el modo en que un día se desvanecerá este ejército de terracota del que todos formamos parte.
En conmemoración del Día Mundial de la Filosofía proclamado por la UNESCO que se celebra anualmente el tercer jueves de noviembre, la Organización Internacional Nueva Acrópolis, ha celebrado el Congreso de Filosofía, cuyo lema ha sido “Filosofía y Progreso”.
El Congreso se ha inaugurado con las palabras de bienvenida del Director Juan Adrada, quien ha recalcado el compromiso de este Centro con la educación. Desde hace 40 años en Alicante y 60 años en el mundo se realiza, desde el voluntariado, una labor de difusión del estudio de la filosofía como herramienta para la búsqueda de la verdad.
Entre nuestros invitados estuvo Delia Manzanero Fernández, catedrática de Ética, Desarrollo Emocional y Social, en la Universidad Rey Juan Carlos. En su ponencia Tras la virtud: el vínculo entre educación, compasión y ética, se refirió a la necesidad de vincular la educación con la enseñanza de la ética y al papel imprescindible de la filosofía dentro de la formación humanística.
Otro de los participantes ha sido Luis Martínez de Velasco, doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, en cuya exposición Una aproximación a la inteligencia moral, explicó la ética como la culminación de la inteligencia moral y la mejor manera de llevarla a la práctica.
El profesor de filosofía y filólogo clásico Juan Antonio Negrete Alcudia, trató el tema Pensar en el futuro, y reflexionó sobre lo que debería y lo que puede llegar a ser nuestro futuro, así como del lugar que debería ocupar el pensamiento.
Por último, Juan Carlos del Río Álvarez, licenciado en Matemáticas por la Universidad Complutense de Madrid, y director del Área de Internet para la Organización Internacional Nueva Acrópolis, en su disertación Ética y filosofía en los recientes avances tecnológicos, propuso el análisis del impacto social de las tecnologías de la información y la postura ética que conlleva su desarrollo.
Byung-Chul Han: vamos hacia un feudalismo digital y el modelo chino podría imponerse
El filósofo coreano y ensayista bestseller alerta que el coronavirus podría llevarnos a una sociedad de vigilancia total: el control digital podría imponer el régimen chino y jaquear las libertades occidentales.
El surcoreano Byung-Chul Han (F. Fischer Verlag / Archivo).LAS MÁS LEÍDAS
La amenaza del terrorismo ya bastante nos lleva a someternos a medidas denigrantes de seguridad en los aeropuertos sin oponer la menor resistencia. Con los brazos en alto dejamos que nos escaneen el cuerpo. Permitimos que nos palpen en busca de armas ocultas. Cada uno de nosotros es un terrorista en potencia. El virus es terrorismo que viene del aire, representa una amenaza considerablemente mayor que la del terrorismo islámico. Resulta intrínseco a la lógica de todo esto pensar que la pandemia tendrá consecuencias que transformarán al conjunto de la sociedad en una zona de seguridad, en una cuarentena permanente en la que cada uno será tratado como un potencial portador del virus.
Europa y Estados Unidos están perdiendo todo su esplendor en medio de la pandemia. Van a los tumbos. Parece que son incapaces de controlar la epidemia. En Asia, lugares como Taiwán, Hong Kong, Singapur, Corea del Sur o Japón supieron controlarla con relativa rapidez. ¿A qué se debe esto? ¿Qué ventajas sistémicas evidencian los países asiáticos? En Europa y en Estados Unidos el virus se encuentra con una sociedad liberal en la que se propaga sin esfuerzo. ¿Acaso el liberalismo tiene la culpa del fracaso europeo? ¿Será que el virus se siente a gusto en el sistema liberal?
Pronto se impondrá la idea de que la lucha contra la pandemia indica actuar a pequeña escala, es decir, poniendo el foco en la persona, el individuo. Pero el liberalismo no permite fácilmente un procedimiento de este tipo. Una sociedad liberal se compone de individuos con libertad de acción que no autorizan la injerencia estatal. La sola protección de datos impide la vigilancia a pequeña escala de las personas. La sociedad liberal no contempla la posibilidad de hacer de las personas, individualmente, el objeto de la vigilancia, por eso no le queda más remedio que el shutdown, con consecuencias económicas masivas. Occidente llegará pronto a una conclusión fatal: que lo único capaz de evitar el cierre total es una biopolítica que permita tener acceso ilimitado al individuo. Occidente concluirá que la protegida esfera privada es justamente lo que ofrece refugio al virus. Pero reconocer esto significa el fin del liberalismo.
Trabajadores médicos en el hospital de Dongsan en Daegu (Corea del Sur) / DPA
Los asiáticos están combatiendo el virus con un rigor y una disciplina que para los europeos resulta inconcebible. La vigilancia se centra en cada persona en forma individual, y esto constituye la principal diferencia con la estrategia europea. Los rigurosos procedimientos asiáticos recuerdan a aquellas medidas disciplinarias adoptadas en la Europa del siglo XVII para combatir la epidemia de la peste. Michel Foucault las describió de manera impactante en su análisis de la sociedad disciplinaria. Las casas se cierran por fuera y las llaves se entregan a las autoridades. Se condena a muerte a quienes violan la cuarentena. Se mata a los animales que andan sueltos. La vigilancia es total. Se exige obediencia incondicional. Se vigila cada casa en forma individual. Durante los controles, todos los habitantes de una casa deben asomarse por las ventanas. A quienes viven en casas que dan a patios traseros se les asigna una ventana al frente por la cual asomarse. Llaman a cada persona por su nombre y le preguntan por su estado de salud. Quien miente se expone a la pena de muerte. Se establece un sistema de registro total. El espacio se vuelve una red anquilosada de células impermeables. Cada quien está atado a su lugar. Cualquiera que se mueva pone en riesgo su vida.
En el siglo XVII Europa devino en una sociedad disciplinaria. El poder biopolítico penetra hasta en los más mínimos detalles de la vida. Toda la sociedad se transforma en un panóptico, es atravesada por la mirada panóptica. El recuerdo de esas medidas disciplinarias se ha desvanecido por completo en Europa. En realidad, eran medidas mucho más rigurosas que las que toma China ante esta pandemia. Pero se podría decir que la Europa de los siglos XVII y XVIII es la China actual. Entretanto, China ha creado una sociedad disciplinaria digital con un sistema de crédito social que permite una vigilancia biopolítica y un control sin fisuras de la población. Ni un solo momento de la vida cotidiana escapa a la observación. Se monitorea cada clic, cada compra, cada contacto, cada actividad en las redes sociales. Se utilizan 200 millones de cámaras de vigilancia con reconocimiento facial. Quien cruza un semáforo en rojo, tiene contacto con personas opositoras al régimen o publica comentarios críticos en las redes sociales vive en peligro. Quienes, en cambio, compran comida sana o leen los periódicos oficialistas, son recompensados con créditos baratos, seguros de salud o visas de viaje. En China esta vigilancia total es posible porque no existe restricción alguna al intercambio de datos entre los proveedores de internet y de telefonía móvil y las autoridades. Así que el Estado sabe dónde estoy, con quién me encuentro, qué estoy haciendo en este momento, qué ando buscando, en qué pienso, qué compro, qué como. Es muy probable que en el futuro el Estado también controle la temperatura corporal, el peso, los niveles de azúcar en sangre, etc.
La vigilancia digital total de la población está demostrando ser por demás eficaz contra el virus. Cualquiera que salga de la estación de trenes de Beijing es capturado por una cámara que mide su temperatura corporal. Si tiene temperatura alta, se informa por teléfono móvil a todas las personas que iban en el mismo vagón. El sistema sabe quién, cuándo y dónde iba sentado en el tren. Y las personas potencialmente infectadas se detectan usando solo datos tecnológicos. Las redes sociales informan sobre el uso de drones para vigilar la cuarentena. Si una persona abandona clandestinamente su cuarentena, el dron vuela hacia ella y la insta a volver a casa. Incluso puede que el dron imprima una multa en el momento y la deje caer sobre su cabeza. Parece que se está produciendo un cambio de paradigma en el control de la pandemia y Occidente no termina de darse por enterado. El control de la pandemia se está digitalizando. No sólo la combaten virólogos y epidemiólogos sino también ingenieros informáticos y especialistas en big data.
Distancia. El subte en Seúl, Corea del Sur. /EFE
En la lucha contra el virus, el individuo es vigilado individualmente. Una aplicación le asigna a cada persona un código QR que indica con colores su estado de salud. El color rojo indica una cuarentena de dos semanas. Solo pueden moverse libremente quienes puedan mostrar un código verde. No es solo China, otros países asiáticos también implementan la vigilancia individual. Para detectar personas potencialmente infectadas se cruzan los más diversos datos. El gobierno de Corea del Sur está considerando incluso la posibilidad de obligar a las personas que entran en cuarentena a llevar un brazalete digital que permita controlarlas las 24 horas del día. Hasta ahora ese método de vigilancia estaba reservado para quienes habían cometido delitos sexuales. De modo que, frente a la pandemia, cada individuo es tratado como un criminal en potencia.
El feudalismo digital
El modelo asiático para combatir el virus no es compatible con el liberalismo occidental. La pandemia pone en evidencia la diferencia cultural entre Asia y Europa. En Asia sigue imperando una sociedad disciplinaria, un colectivismo con fuerte tendencia al disciplinamiento. Se aplican sin más medidas disciplinarias radicales que encontrarían fuerte rechazo por parte de los europeos. No se las percibe como restricción de los derechos individuales sino como cumplimiento de deberes colectivos. Países como China y Singapur tienen un régimen autocrático. Hasta hace pocas décadas también en Corea del Sur y Taiwán prevalecían condiciones autocráticas. Los regímenes autoritarios hacen de las personas sujetos disciplinarios, las educan para la obediencia. Y Asia está marcada por el confucianismo, que dicta la obediencia incondicional a la autoridad. Todas estas peculiaridades asiáticas resultan ventajas sistémicas para contener la epidemia. ¿Será que la sociedad disciplinaria asiática terminará imponiéndose a escala global a la luz de la pandemia?
Ni siquiera es necesario remitirse a Asia para señalar el peligro que la pandemia representa para el liberalismo occidental. La vigilancia panóptica no es un fenómeno exclusivamente asiático. Ya estamos viviendo en un panóptico digital global. Las redes sociales también se parecen cada vez más a un panóptico que vigila y explota sin piedad a los usuarios. Nos exponemos voluntariamente. No entregamos nuestros datos por la fuerza sino por necesidad interior. Constantemente se nos incita a compartir nuestras opiniones, preferencias y necesidades, a comunicarnos y a contar nuestras vidas. Después, los datos son analizados por plataformas digitales dedicadas al pronóstico y a la manipulación de comportamientos, y explotados comercialmente sin tregua ni cuartel.
Incluso ellas. Un barbijo sobre la cara de una estatua en honor a las mujeres que fueron sometidas a esclavitud sexual por los japoneses. / EFE/EPA/YONHAP SOUTH KOREA OUT
Vivimos en un feudalismo digital. Los señores feudales digitales como Facebook nos dan la tierra y dicen: ustedes la reciben gratis, ahora árenla. ¡Y la aramos a lo loco! Al final, vienen los señores y se llevan la cosecha. Así es como se explota y vigila la totalidad de la comunicación. Es un sistema extremadamente eficiente. No existe la protesta porque vivimos en un sistema que explota la libertad en sí misma.
El capitalismo en su conjunto se está transformando en un capitalismo de vigilancia. Plataformas como Google, Facebook o Amazon nos vigilan y manipulan, con el propósito de maximizar sus ganancias. Se registra y analiza cada clic. Somos dirigidos como marionetas por hilos algorítmicos. Pero nos sentimos libres. Asistimos a una dialéctica de la libertad, que la vuelve servidumbre. ¿Esto todavía es liberalismo?
La pregunta que nos deberíamos hacer es: ¿por qué toda esta vigilancia digital, que está teniendo lugar de todas formas, debería detenerse ante el virus? Es probable que la pandemia haga caer ese umbral de inhibición que venía impidiendo que la vigilancia se extendiera biopolíticamente al individuo. La pandemia nos lleva hacia un régimen de vigilancia biopolítica. No solo nuestras comunicaciones, también nuestro cuerpo, nuestro estado de salud, se está convirtiendo en objeto de vigilancia digital. La sociedad de la vigilancia digital está experimentando una expansión biopolítica.
Según Naomi Klein, autora de No Logo, el shock es un momento oportuno para instalar un nuevo sistema de dominación. El shock pandémico hará que se imponga a nivel global una biopolítica digital que se apodere de nuestro cuerpo con su sistema de control y vigilancia, una sociedad disciplinaria biopolítica que vigile permanentemente hasta nuestro estado de salud. Tampoco descartemos que vayamos a sentirnos libres en ese régimen de vigilancia biopolítica. De hecho vamos a pensar que todas estas medidas de vigilancia son en pos de nuestra propia salud. La dominación se completa en el momento en que coincide con la libertad. En medio de la conmoción causada por la pandemia, ¿se verá Occidente obligado a abandonar sus principios liberales? ¿Corremos el riesgo de volvernos una sociedad de cuarentena biopolítica que restrinja de manera permanente nuestra libertad ? ¿Es China el futuro de Europa?
Byung-Chul Han, filósofo de origen surcoreano y docente en Berlín, ha sido casi integralmente traducido al castellano. Es autor de ensayos breves como «La agonía del eros», «Enjambre», «La sociedad del cansancio» y «Topología de la violencia». Traducción del alemán: Carla Imbrogno.
El existencialismo se pone ante los interrogantes atemporales de la filosofía y aboga por poner en nuestra mano la responsabilidad de nuestro sentir y nuestro actuar. Diseño hecho a partir de una imagen de Gerd Altmann en Pixabay.
Más que nunca, en tiempos aciagos, el existencialismo y su cuestionadora doctrina vuelven a cobrar un papel preponderante. Necesario, podríamos decir. Incluso apremiante. En momentos difíciles, en los que el ser humano se enfrenta a sus peores pesadillas y temores, resulta imperativo recuperar el pensamiento que vela por la autenticidad, por la negación y condena de la mala fe en nuestros actos: en definitiva, para recuperar la verdad.
Por Carlos Javier González Serrano
Guía existencialista para la muerte, el universo y la nada, de Cox (Alianza).
Se publica en Alianza Editorial una muy compendiosa y atinada Guía existencialista para la muerte, el universo y la nada, escrita por Gary Cox, en la que el autor nos recuerda con amenidad y rigor la actualidad, siempre pujante, del existencialismo para hacernos cargo de la realidad. Más, si cabe, en tiempos revueltos. En tiempos en los que hay que pensar nuestra circunstancia y situarnos en ella, sin miedos ni tapujos, sin excusas.
El existencialismo no solo se pone ante los atemporales interrogantes de la filosofía (por qué nacemos, quiénes somos, adónde vamos, por qué morimos, etc.), sino que, dando un paso más, asegura que la existencia tiene el sentido que nosotros queramos darle. El sentido es una conquista, y no un don. Somos un proyecto, un cúmulo de posibilidades, que solo se hacen efectivas y reales con la participación de nuestra decisión. Como recuerda Cox, «los existencialistas son seres con los pies en la tierra, entre otras cosas porque se preocupan por temas prácticos como la existencia, la experiencia y las interacciones que sufre el ser humano en el entorno urbano». Una filosofía para vivir, y no solo para pensar.
El existencialismo se pregunta por qué nacemos, quiénes somos, adónde vamos, por qué morimos, y da un paso más: asegura que la existencia tiene el sentido que nosotros queramos darle; el sentido es una conquista, no un don
Somos seres finitos
Porque, se pregunta el existencialista, ¿qué filosofía podría pensarse sin llevarse a cabo? O más exactamente, ¿es posible pensarnos sin, tras haber pensado, actuar? La visión existencialista sobre nuestra vida se encuentra transida por uno de sus momentos cumbre, o al menos decisivos: la muerte. Somos seres finitos que viven, de continuo, con la consciencia de su final. Como ya explicó Heidegger, el ser humano es un ser-para-la-muerte. No se trata de morbosidad, sino de lucidez ante nuestro porvenir, para conocer las implicaciones que la mortalidad tiene para nuestras acciones.
Junto a la muerte, la nada es otro de los grandes temas que afronta el existencialismo. En palabras de Cox, «los existencialistas consideran la nada como la base de la consciencia, y solo cuando emerge el poder negador de la consciencia el universo se divide en los distintos fenómenos que experimentamos». Traduzcamos. A juicio del existencialista, la nada no es una entidad o un estado que se halle en los confines del universo, sino el hueco, el vacío que tenemos que crear en el ser para poder actuar. Nosotros mismos somos una nada relativa, un «no» a ese omniabarcante ser, que se impone frente a las circunstancias y decide cómo quiere proceder. Por eso, el existencialismo, lejos de lo que se ha querido pensar en ocasiones, es un gran «sí» a la vida, pero tomada en serio, de manera plenamente consciente.
La visión existencialista sobre nuestra vida se encuentra transida por uno de sus momentos cumbre, o al menos decisivos: la muerte
Responsabilidad individual
Puede que la vida carezca de sentido, que sea absurda y no tenga un fundamento palpable, o que, al menos, tengamos que dárselo nosotros, pero eso no impide que tengamos que actuar. De hecho, esa circunstancia es la que nos impele, como ninguna otra, a actuar y a hacernos responsables de cuanto hacemos. Nuestra vida no es un cuento de hadas. Y, en caso de que fuera un sueño, el existencialista querría hacernos despertar. Zarandearnos hasta que consigamos alcanzar la claridad suficiente para asumir nuestra responsabilidad individual, en lugar de culpar constantemente a las normas, al sistema, a la sociedad, al universo o, en fin, a la divinidad.
La mala fe, en opinión de Sartre, consiste en emplear tu libertad contra ti mismo para no elegir, para que renuncies a tu responsabilidad y quedes (aparentemente) exonerado de la posible culpa. «Los existencialistas aborrecen la mala fe», escribe Gary Cox, y la autenticidad es, por ello, su santo grial, su gran aspiración. «En pocas palabras, ser auténtico implica vivir conforme al hecho de que no eres una entidad fija como una roca o una mesa, que está completamente definida por las circunstancias, sino un ser libre y responsable de sus propias decisiones», puntualiza Cox.
Los principios y los valores, a cuyo amparo se cobijan los esencialistas, no sirven de nada si solo quedan en pura teoría y concepto, si no se actualizan mediante el único modo que tenemos para saber quiénes somos y mostrarlo a los demás: la acción efectiva en y sobre el mundo. Ya lo dijo Sartre: el cobarde se hace cobarde y el héroe llega a serlo por ser valiente, por decidirse por la valentía a pesar de que las circunstancias no sean esperanzadoras. Y por eso, también, escribió Sartre que «la existencia precede a la esencia»: porque primero hemos de actuar, primero estamos en el mundo, con el que hemos de hacer cosas, relacionarnos, y, después, pensar en él… para de nuevo descender al terreno de los asuntos humanos y seguir actuando.
Nuestra vida no es un cuento de hadas. Y, en caso de que fuera un sueño, el existencialista querría hacernos despertar
Este libro, breve y muy entretenido, invita a zambullirse —a través de sus principales protagonistas (Simone de Beauvoir, Martin Heidegger, el propio Sartre o Camus, con alusiones a Nietzsche u otras más literarias como Tolstói)— en el campo de minas del existencialismo. Un campo de minas que siempre obliga a dar un nuevo paso, a no rendirse frente a la adversidad, frente a la certeza de la muerte o de la derrota, frente al fracaso amoroso, frente a la enfermedad. «Esta guía —escribe Cox— está repleta de verdades existenciales duras y contundentes sobre la condición humana, que pueden resultar desconcertantes a nivel físico, emocional y filosófico». Y añade, de manera brillante: «Los existencialistas son como todo el mundo: libres, responsables, mortales, abandonados… La única diferencia es que son conscientes de ello, no intentan negarlo y tratan de sacarle el máximo partido».
El existencialismo siempre aboga por poner en nuestra mano la responsabilidad de nuestro sentir y nuestro actuar. La mala fe es tan propia de los humanos como poco apropiada para quien quiere ser un auténtico ser humano. Y esa, quizá, sea la mayor lección del existencialismo. Solo los elegidos se atreverán a acatarla y ponerla en práctica.
Coronavirus en Europa: cómo prepararse para la posguerra
Nada será igual luego de la pandemia. La gente necesitará empleos y sentirse segura, afirma el ensayista y Ministro de Universidades de España.
Vista general del hospital improvisado en Ifema, un centro de convenciones que alberga habitualmente ARCO, la feria de arte de Madrid. Foto: Reuters/Sergio Pérez.
Todas las guerras acaban. Incluso cuando son contra un enemigo invisible que amenaza a los humanos como especie. La cuestión escómo, cuándo, con qué sufrimiento y cuáles serán sus consecuencias.
Es difícil pensar en el día después cuando estamos sumidos en la angustia, confinados, enmascarados, sintiendo enfermedad y muerte alrededor. Y sin embargo, sabemos que en algún momento habrá un brote de alegría, de volver a sentir el placer del paseo, del juego, del abrazo, de la vida en las calles, en los parques, en las playas, en los bosques y en restaurantes a rebosar de fiesta.
La vida, ahora en suspenso, retornará. Con el añadido de una nueva filosofía espontánea del placer infinito de las pequeñas cosas.
Sentir la belleza de la vida sin más, apreciar el simple hecho de ser y de estar, de amar y ser amados, con un sentimiento nuevo de solidaridad como si siempre estuviéramos aplaudiendo a las ocho.
Volverá la luz. Con sus tonos rosados de amanecer y rojizos de atardecer, con un aire fresco renovado porque dejamos de contaminar por un tiempo.
Nada volverá a ser como antes. Todos saldremos transformados de esta experiencia. Pero ¿habremos aprendido algo sobre nuestro modo de vivir, de producir, de consumir, de gestionar?
¿Sabremos interpretar esta brutal advertencia para prevenir otras pandemias, posibles por nuestra interconexión global? ¿Y la catástrofe ecológica predicha por los científicos y cuyos signos se multiplican mientras los congresos se divierten? ¿Podemos rectificar colectivamente e institucionalmente la dinámica de autodestrucción en la que nos hemos metido?
Nunca hemos tenido tanto conocimiento y nunca hemos sido tan irresponsables con su uso. Tal vez la posguerra sea el punto de inflexión que estábamos esperando.
Pero la posguerra será dura, todas lo son. Pasado el momento de euforia, habrá que enfrentar la realidad de una crisis económica y financiera que podría ser tan grave como la del 2008, con un aparato productivo dañado, un sistema sanitario exhausto, una cooperación europea en entredicho, una economía global desglobalizada de forma caótica, un resurgimiento del nacionalismo primitivo del cierre de fronteras contra el mal que viene de fuera, una proliferación de bulos dañinos, difundidos por poderes fácticos o mentes calenturientas, un orden geopolítico trastocado por la superioridad china en la respuesta a la crisis, mientras que la errática política de otros países habrá mostrado los destrozos de la ideología neoliberal en la vida de la gente.
Esa posguerra hay que prepararla desde ahora, porque la forma en que gestionemos la crisis, con prioridad absoluta a la salud de la población, hará más o menos difícil la reconstrucción.
A una economía de guerra tendrá que sucederle una economía de posguerra, en la que el gasto público sea el motor de la recuperación, como lo ha sido en todas las posguerras. Pero solo se consolidará si se genera empleo y si la gente se siente segura y recupera su vida cotidiana.
La financiación de esa política expansiva, más allá del obligado endeudamiento, requerirá imaginación para crear una nueva arquitectura financiera y capacidad de gestión para operar una economía distinta, que no caiga en la trampa secular de una austeridad de servicios esenciales. Porque el Estado de bienestar es la fuente de productividad que es la fuente de riqueza.
Pero también sería el momento de ensayar modelos no consumistas que conduzcan a la transición ecológica y cultural que tanto se proclama. ¿Puede reactivarse la economía disminuyendo el consumo superfluo? Sólo si hay un cambio en los patrones de gasto, que faciliten la inversión, mantengan empleo e incrementen productividad.
En Italia, clubes de barrio y una panadería de Oregina ofrecen pan gratis a los vecinos en situación de necesidad, agravada por la pandemia. Foto: EFE/EPA/Luca Zennaro.
Los servicios básicos (lo que se recortó en las políticas de austeridad destructivas) deberían ser no solo el motor de la inversión sino también de la demanda. Y no habrá otra forma de financiarlo a largo plazo que mediante un aumento de la carga fiscal a grandes bolsas de acumulación de capital que hoy día tributan poco o nada.
Reinventar la fiscalidad quiere decir superar el enfoque de gravar sobre todo a las personas o a las empresas para centrarse en una regulación impositiva del mercado global de capitales que hoy día ha perdido gran parte de su función productiva para incrementar sus ganancias mediante creación de valor virtual y crecientemente inestable.
Una fiscalidad inteligente podría a la vez generar recursos para gasto público de manera no inflacionista y regular los flujos globales de capital. Entre la desglobalización aventurada y la globalización descontrolada de capital hay margen para iniciativas coordinadas de los estados que asuman un control estratégico de la economía en un marco al menos europeo.
Esa economía debería, además de ser sostenible, incluir un Estado de bienestar desburocratizado y preparado para los choques venideros.
Choques que serán tanto menos dañinos cuanto que vayamos encontrando un equilibrio entre producir, vivir y convivir. Convivir entre nosotros y con este maravilloso planeta azul que seguimos maltratando.
Después de la guerra podemos desembocar en una espantosa crisis económico-social o en una nueva cultura del ser, sin la cual no sobreviviremos mucho tiempo.