El sentido de la vida

El sentido de la vida existe y no tiene nada que ver con la charlatanería

Eva van den Berg
sentido

Como dijo el psicoanalista Erich Fromm, el sentido de la vida no es más que el acto de vivir en uno mismo. Cómo experimentamos cada una de la horas y los días, de los meses y los años, moldea el propósito de nuestra existencia. Y este, a su vez, es el responsable de sentir plenitud. Muy filosófico. Pero es que además, tal y como avalan numerosos estudios científicos, incide en nuestra salud. Hay muchos ejemplos: la investigación dirigida por la psicóloga Mei-Chuan Wang, de la Universidad de Memphis, en el que se dice que que ayuda a reducir el estrés y las tendencias suicidas. O la coordinada por Patricia A. Boyle, del Centro Rush para el alzhéimer de Chicago, que asegura que reduce la incidencia de la enfermedad y el deterioro cognitivo leve en personas mayores. Kim Erich, del departamento de Psicología de la Universidad de Michigan, ha estudiado cómo disminuye el riesgo de infarto en la tercera edad. E incluso favorece que un toxicómano pueda dejar sus vicios, según los resultados obtenidos por investigadores del Centro de Estudios sobre el Alcohol y la Adicción de la Universidad Brown de Providencia (EE UU). Hace muchos, muchos años que la comunidad científica internacional trabaja para ver hasta dónde el estado de la mente influye en el del cuerpo, un pack indisoluble e hiperconectado. Una de las conclusiones más sorprendentes: estar motivado influye hasta en los genes. Así lo asegura Steve Cole, profesor de Medicina y Psiquiatría de la Universidad de California en Los Ángeles, quien, bajo la dirección de la profesora y psicóloga Barbara Fredrickson, de la Universidad de Carolina del Norte, lleva años estudiando cómo reaccionan nuestros genes ante el estrés y cómo sentirnos bien mentalmente incide en el genoma.

Para realizar el estudio, Cole distinguió dos tipos de bienestar psicológico. Uno, vinculado a los eudaimonistas, poseedores de una motivación que da sentido a su existencia; y dos, el hedonista, que básicamente obtiene satisfacción de la constante autogratificación, especialmente a través de la búsqueda y posesión del placer material y físico. De forma inesperada –¿justicia poética o bioquímica?– Cole descubrió que, mientras el perfil genético de los eudaimonistas es favorable a las células del sistema inmune (potencia niveles bajos de inflamación y una fuerte expresión de genes vinculados a anticuerpos), el hedonista se manifiesta de forma contraria: alta inflamación y baja expresión de los genes antivirales y anticuerpos. ¿Cómo puede ser si ambos grupos, en principio, mostraron un mismo nivel de felicidad? Seguramente, opina Cole, la actitud de los primeros les lleva a vivir con más tranquilidad, con todos los beneficios que esto conlleva. Los hedonistas, en cambio, parece que viven con mucha más presión, lo que les acarrea estrés. Y este, entre otros muchos perjuicios, puede dañar los telómeros, los extremos de los cromosomas cuya función es evitar daños en el ADN, haciendo que envejezcan antes. Los placeres hedonistas, concluye Frederickson, son como calorías vacías que no aportan nada y no contribuyen a beneficiarnos físicamente. “Todo indica que a nivel celular el cuerpo responde positivamente al bienestar psicológico basado en el sentido de conexión y el propósito”, resume.

Y usted… ¿qué tipo de motivación tiene?

Aunque todos los indicios científicos apuntan a que tener un propósito en la vida nos beneficia y mucho, es evidente que no todo el mundo se apasiona por las mismas cosas, y que no todas despiertan el mismo grado de pasión ni de bienestar. Según explica el psicólogo Jonathan García-Allen, hay distintas maneras de clasificar las motivaciones. Una es diferenciarlas entre extrínsecas e intrínsecas. “Las primeras son externas al individuo y a la actividad que realiza. Por ejemplo, alguien puede trabajar o estudiar mucho porque lo que le mueve es ganar dinero o el reconocimiento social”, explica. En cambio, la intrínseca procede del interior de la persona, la cual no espera ninguna recompensa externa. “Esto se asocia a los deseos de autorrealización y de crecimiento personal. La experimentan, entre otros, aquellos que trabajan para el bienestar de la comunidad o que forman parte de un equipo deportivo”, observa. También hay motivaciones positivas, en las que la propia actividad es la que genera un estado de bienestar, y negativas que, de forma opuesta, espolean a las personas a emprender una acción para evitar una consecuencia negativa, como puede ser un despido, un fracaso, un castigo o una frustración. Una tercera clasificación las ordena en base a aquello que las estimula: así, se habla de motivación por logro (cuando el fin es el que mueve a la persona a vencer un desafío concreto ante sí mismo), por competencia (si el detonante es ser considerado el mejor realizando un determinado trabajo) y por afiliación (cuando la cooperación y el trabajo en equipo son el principal estímulo).

Lo que importa, de fondo, es comprender que todos nosotros somos susceptibles de sentirnos motivados. Así lo cree el neurólogo y psiquiatra austríaco Viktor Frankl, quien sobrevivió en varios campos de concentración nazis –donde perdió a sus padres y a su mujer–. Una experiencia que le inspiró a escribir El hombre en busca de sentido (Herder). En el libro cuenta, desde el punto de vista de un psiquiatra, que cualquier persona en cualquier circunstancia, aunque sea de sufrimiento extremo, puede aferrarse a una razón para vivir. En realidad no importa lo que esperamos de la vida, decía, sino lo que la vida espera de nosotros (por ejemplo, ayudar a los demás). Fruto de esas reflexiones creó un tipo de psicoterapia, la logoterapia, basada en la idea de que la motivación más importante del ser humano es precisamente esa: otorgar un sentido a la vida en cualquier situación.

El escarabajo pelotero y la rana hervida

Vic Strecher, profesor y director del programa de Innovación y Emprendimiento Social en la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Michigan, y experto en las vinculaciones existentes entre el estado psicológico y la salud de las personas, está convencido de que el propósito y el significado que cada uno tenemos de la vida es la esencia de una buena salud. Lo explica en su libro Life on purpose donde, “más allá de las tendencias, las opiniones y las falsas esperanzas de los libros de autoayuda, se explora la increíble conexión entre una vida motivada y las últimas evidencias científicas sobre la calidad de vida y la longevidad”, explica. Strecher, gran comunicador, suele amenizar sus conferencias contando la historia de un animal que le fascina: el escarabajo pelotero. En él se inspira la deidad egipcia Khepri, cuya misión es la de empujar el Sol a través del cielo cada día para salvarlo de la noche y protegerlo hasta la jornada siguiente y que encarna el renacimiento, la transformación y la trascendencia. En la vida real, el escarabajo pelotero es un insecto especializado en transformar porciones de estiércol en bolas rodantes que, con la ayuda de las feromonas con las que las rocía, atraen a las hembras que acuden a ellas para aparearse y depositar los huevos en su interior.

Todos tenemos, dice textualmente, “mierda en nuestras vidas” que podemos transformar en algo bello, así como la capacidad de encontrar una motivación. En sus charlas, además de hablar de las habilidades de esos curiosos coleópteros (¿sabían que son capaces de orientarse en la noche siguiendo el rastro de la Vía Láctea?), suele hacer referencia a la famosa fábula de aquella rana que, en un primer experimento, es introducida en un cazo de agua muy caliente y reacciona dando un salto para huir despavorida. En una segunda ocasión, el mismo anfibio es colocado en una olla de agua fría que se calienta progresivamente, pero, en ese contexto, la rana no reacciona y tras quedar medio adormecida, acaba muriendo cuando el líquido llega al punto de ebullición. Al igual que ella, dice Strecher, muchas personas son incapaces de reaccionar y de cambiar determinadas rutinas a pesar de saber que son dinámicas vitales negativas, incluso susceptibles de causarles la muerte. Es el caso de muchos malos hábitos en el tema de la salud, como fumar, el sedentarismo, la obesidad, la mala alimentación… problemas que conocemos y que nos atacan progresivamente, frente a los cuales, en lugar de saltar, adoptamos una postura de pasividad que acaba por dejarnos bien hervidos.

Y es que los mensajes que nos amenazan constantemente con la enfermedad y la muerte no nos mueven a cambiar, dice Strecher. Atrapados dentro de una especie de castillo emocional –nuestro ego– tendemos a mostrarnos a la defensiva frente a los comentarios ajenos. Derribar ese muro, comenta, es algo que muchas personas consiguen tras una experiencia emocional dolorosa. Él, que ha trabajado con muchos pacientes de cáncer, afirma que ninguno de los que ha sobrevivido ha seguido con su vida de antes: todos han abordado grandes cambios. Él mismo sufrió la pérdida de su hija de 19 años, Julia, a causa de una larga dolencia, tras lo cual decidió romper su propia pared y buscar un nuevo propósito en la vida, uno más importante que él mismo. En su caso, difundir la necesidad de encontrar una motivación y tratar a todos sus estudiantes como si fueran sus propios hijos. Transmitirles, en definitiva, que los estímulos positivos, mucho más que los negativos, son los que nos empujan a luchar. Y que una vez lograda la motivación, la vida es más placentera…y mucho más saludable.

Estar sano es motivador, y estar motivado mejora la salud

Lola Márquez, que ha ejercido como técnica de salud mental en el Ayuntamiento de Sabadell y ahora es profesora y tutora en el posgrado en Coaching Ejecutivo en la Barcelona School of Management de la Universidad Pompeu Fabra, explica que cuando estamos motivados “percibimos que tenemos el control sobre diversos aspectos de la vida, sobre los cuales sentimos que podemos influir. En paralelo, toleramos mejor aquellas situaciones que no dependen de nosotros. Esto nos ayuda a ser más resilientes, más capaces de adaptarnos ante situaciones adversas y salir de ellas transformados en positivo”. En definitiva, tener una o varias razones para vivir nos anima a ocuparnos de nuestra vida en lugar de preocuparnos por ella. Escucharnos es esencial. Es básico conocer nuestros deseos, valores y necesidades para poder seguir hábitos saludables que favorecen la experimentación plena del día a día y convertir aquello que nos limita en oportunidades.

Según detalla, la motivación depende de varios factores: tendencias genéticas y circunstancias ambientales, estabilidad emocional… Pero también de la adopción de actitudes como la fuerza de voluntad, que se puede aprender y mejorar. Tener algo por lo qué vivir y ser fieles a nuestros valores nos encamina hacia la senda vital que más nos encaja, y eso siempre redunda en una mejor calidad de vida. Sin duda es un proceso a lo largo del cual hay que “hacer espacio en nuestro interior”. Es decir, eliminar lo superfluo y centrarse en trabajar en pro de nuestras íntimas y verdaderas prioridades.

¿Quiere descubrir su propósito en la vida? Busque su estado ‘flow’

Mihaly Csikszentmihalyi , de origen croata y pionero de la psicología positiva centrada en el estudio de los fundamentos del bienestar mental, vivió siendo niño la Segunda Guerra Mundial. Entonces se fijó en las habilidades que los adultos manejaban para lidiar con las tragedias de la guerra. ¿Por qué algunos eran capaces de llevar una vida casi normal, casi alegre, una existencia, al fin y al cabo, digna? Le intrigó averiguar qué es lo que hace a una persona percibir que su vida vale la pena y, tras buscar durante su adolescencia respuestas en la filosofía, el arte y la religión, se decantó por estudiar psicología y se especializó en entender las raíces de la felicidad.

Tras comprobar que a partir de un mínimo en el que las necesidades básicas están cubiertas, el incremento del bienestar material no parece tener demasiado efecto en el índice de felicidad, se interesó en descubrir en qué momento de la vida diaria los humanos se sienten más felices. “Estudié el perfil de personas creativas, artistas y científicos para entender qué les hacía invertir la mayor parte del tiempo en algo de lo que no esperaban conseguir ni fama ni fortuna, pero que sí daba un significado y valor a su existencia”, explicó en una charla TED. Es algo así como un estado de éxtasis que gente de todas las épocas y culturas ha experimentado, un sentimiento tan intenso que incluso la propia existencia pasa a un segundo plano. Cuando nos sumergimos en esos procesos tan cautivadores, olvidamos los problemas y ni siquiera nos acordamos de si estamos hambrientos o cansados. Toda la conciencia, todo nuestro hardware, se invierte en la concentración que necesitamos para hacer eso que nos parece tan motivador y nuestro yo queda en standby. Eso es lo que Csikszentmihalyi llama “el estado de flujo”, el estado flow, en el que lo importante es la tarea no el objetivo. Alcanzar con frecuencia esos estados de fluidez pone en orden nuestro caos interior, nos hace fuertes ante a las adversidades y nos protege de trastornos físicos y psíquicos.

Como decía la gran Dory, por ahora el pez cirujano azul más filósofo de todos los tiempos, en la película Buscando a Dory, parece que lo más importante en esta vida es recordar que, pase lo que pase, lo que hay que hacer es…¡seguir nadando! Porque llegará un día en el que moriremos, pero el resto del tiempo estaremos vivos. Y, parafraseando a Wim Hof, un holandés apodado The Iceman por su capacidad de soportar el frío extremo (ha logrado 26 récords mundiales, allá cada uno con sus motivaciones) lo que realmente da miedo no es morir, lo que es aterrador es no poder vivir plenamente, como explica de forma inspiradora, sobre estas líneas, el actor Will Smith, en una charla grabada en vídeo convertida en viral en las últimas semanas. No es para menos…

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/05/11/buenavida/1494509669_387977.html

El Intelectual

El Gramsci de todos

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El 27 de abril de 1937 moría Antonio Gramsci. Las privaciones sufridas durante los 10 años de cárcel acabaron con la frágil salud del preso político más temido por Mussolini. Se convirtió en el símbolo de la lucha antifascista en Italia. Era “el Gramsci de todos”. El Partido Comunista Italiano se consideraba el depositario principal del legado de uno de sus fundadores. Otras izquierdas evocaban al Gramsci impulsor del movimiento de los “consejos de fábrica” con la intención de resaltar su flanco más radical o bien el más democrático. Liberales italianos de la talla de Piero Gobetti consideraban a Gramsci un renovador progresista de la tradición inaugurada en el Risorgimento. Este gran intelectual admiraba en aquel joven periodista “el fervor moral, escepticismo e insaciable necesidad de ser sincero”. Y Benedetto Croce comentaba tras la muerte de aquel: “Como hombre de pensamiento era uno de los nuestros, de aquellos que en los primeros decenios del siglo en Italia se esforzaron en formarse una mente filosófica e histórica adecuada a los problemas del presente”.

¿Por qué Gramsci llegó a convertirse en el intelectual y político marxista más admirado de la segunda mitad del siglo XX? El interés lo despierta, en primer lugar, su personalidad, su carácter y las circunstancias que lo modelan; también, su sensibilidad e inteligencia; la enorme fortaleza mostrada desde pequeño ante su imperfección física (“ese sardo jorobado”, como lo llamaba Mussolini,) y ante la adversidad en general; en resumen, su humanidad. Todo ello se transparenta en su escritura y estilo intelectual. Buena parte de los escritos anteriores a la prisión son artículos en prensa; los Cuadernos de la cárcel son borradores con la intención de volver una y otra vez sobre los grandes asuntos. En las Cartas se sigue el rastro de sus avatares: aislamiento en la prisión, desafecto de los compañeros más próximos de partido, agravamiento de la enfermedad y la crisis emocional que le produce la relación con las personas más queridas.

La trayectoria intelectual y política de Gramsci refleja aquel momento de entreguerras: el auge de los extremismos; una mayor fusión entre las masas y la política, intelectuales y vida pública. En este marco acomete un análisis propio, agudo, de la sociedad y el Estado en Occidente. Ha comprendido como pocos el calado del fascismo y la derrota de la revolución en Europa. En los últimos años da muestras de una conciencia escindida y un fundado temor por el futuro del proyecto político al que se mantuvo fiel hasta el final. Su reflexión se desarrolla en condiciones muy precarias. No solo avanza su enfermedad; también, su escepticismo y pesimismo. En el pensamiento de Gramsci asoman de manera intermitente tensiones entre libertarismo y estrategia leninista, aprecio a sus maestros liberales y lealtad al socialismo marxista; entre inspiración originaria de la Ilustración y el sesgo autoritario del movimiento comunista internacional. Su obra representa el último intento de recomposición del marxismo como pensamiento práctico; un intento original, penetrante, ambiguo y, a la postre, no consumado.

Tras su muerte se multiplica el conocimiento de su honestidad intelectual, lucidez e integridad moral. Sin embargo, tanta admiración iba a convertirse en un obstáculo para descubrir al “Gramsci de Gramsci”. Lamentablemente, este ha sido más interpretado que leído con respeto. Y entre tantas lecturas, su dimensión real queda contaminada: ha primado el intento de explotar la autoridad moral de su vida, apropiarse de sus ideas y extraer de su obra lo que en ella no hay. No pocas veces se retuerce el sentido de sus afirmaciones; o se instrumentan categorías centrales del código gramsciano. El desafío es cómo rescatar a Gramsci de hagiógrafos y comentaristas dispuestos a utilizar su figura para un roto o un descosido.

Gramsci ha vuelto a la actualidad política española. Más pretextos que buenas razones explican ese retorno. A mitad de los años ochenta del siglo pasado, el filósofo argentino Ernesto Laclau, junto a la politóloga Chantal Mouffe, compusieron una versión “posmoderna” de las categorías de Gramsci. Les sirvió más tarde para remozar el populismo peronista y dar una apariencia teórica al tosco “socialismo bolivariano”. Esa versión la importó Podemos de la mano de Íñigo Errejón, quien no solo consiguió hacer inteligible esa chocante versión, sino convertirla en soporte doctrinal de su formación política y uno de sus recursos de seducción. Una vez más la ingente personalidad de Gramsci estimula una enésima resurrección del interés por el político italiano al precio de hacer decir a Gramsci lo que no dice y aparecer como lo que no es.

Se trata de una operación interpretativa tan alambicada como carente de anclaje historiográfico y que he analizado detenidamente en Revista de libros (diciembre de 2016). Este sofisticado ejercicio discursivo sobre los conceptos de Gramsci tiene tales efectos polisémicos que termina “deconstruyendo” la figura histórica de aquel. Resuelve de modo extemporáneo y ajeno a su forma de pensar dilemas tan dramáticamente experimentados por él como los siguientes: entre autonomía moral de las personas y autogobierno colectivo, hegemonía y democracia, teoría y praxis, razones y emociones. Interpretar a Gramsci desde un prejuicio posmoderno, posfactual y con intención populista supone desconsiderar los supuestos ilustrados de la propuesta gramsciana de aggiornamento del marxismo y distorsiona el alcance de sus categorías provocando un maltrato de sus ideas hasta hacerlas irreconocibles. Al proceder al vaciado del Gramsci histórico se obvia cualquier constricción proveniente de sus escritos, intención y contexto. Según el universo conceptual de estos intérpretes, Gramsci opera como uno de sus múltiples “significantes”, lo que permite instrumentalizarlo discursiva, emocional y simbólicamente. Se pierde el sentido genuino de su figura y obra, se diluye el valor y el alcance de sus propias contradicciones; también, su autenticidad.

Tomarse a Gramsci en serio es no obviar su condición radical de “pasado ausente”. Respetando su historicidad podremos rastrear con cierta corrección epistémica e integridad intelectual al Gramsci real. De esta manera, se desvanece también la ingenua pretensión de hallar en él un menú de recetas para tratar un presente cuyos rasgos básicos se obvian. A los textos de Gramsci podría aplicarse aquello de que “con fecha se entienden todos; sin fecha, ninguno”. En fin, tratemos a Gramsci como un clásico. Lo es no porque aborde los asuntos de siempre, sino por la forma en que lo hace; no porque consideremos perennes sus aportaciones sino porque fueron cruciales para el progreso del conocimiento. Un clásico es aquel cuyo proyecto ya no cabe aplicar pero de cuyo bagaje no podemos prescindir.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es catedrático de Filosofía Política y autor de El poder moral de la razón. La filosofía de Gramsci (Tecnos, 1982).

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/04/26/opinion/1493216043_062565.html

Nueva edición de «La Viena de Wittgenstein»

Nueva edición de «La Viena de Wittgenstein», un estudio ya clásico en una magnífica edición revisada y prologada por la profesora de la Universidad de Extremadura, Carla Carmona, y con introducción del catedrático de Filosofía y experto en la figura del pensador vienés, Isidoro Reguera.

http://www.athenaica.com/index.php/atn/catalog/book/96

Sinopsis

Este libro es uno de los estudios clásicos sobre aquella «ciudad de genios» de hace un siglo, a la que han convertido en un espléndido paradigma de investigación: la llamada «Viena fin-de-siglo» o «Viena 1900» como marchamo de la decadencia de toda una cultura y forma de vida y del resurgir genial de otras. Ha originado un acervo impresionante de bibliografía de altura digna de esa Viena ya eterna donde la clara conciencia de la extinción inmediata del imperio austro-húngaro y su mundo hizo más evidente que en ninguna parte la famosa «crisis» cuya conciencia había comenzado a reventar con Nietzsche; su paisaje fantasmal: un mar que se vacía, un horizonte que se borra, un sol que gira alocadamente en torno a sí; ser, verdad y bien desvanecidos, desquiciados. Ciudad de gentes hipersensibles también a los signos de los tiempos desde todos los campos de la ciencia, la cultura y el arte, que pusieron sobre nuevas vías una renovada autoconciencia cultural de Europa: crearon la impronta, marca, estilo de lo que hoy somos o al menos de lo que hasta ayer mismo éramos. Junto con Sigmund Freud máximo ejemplo en aquellas cimas: Ludwig Wittgenstein.

Allan Janik
Autor

Allan Janik nació en Chicopee, Massachusetts. Estudió en el St. Anselm College, la Universidad de Villanova y la Universidad Brandeis, donde trabajó con Stephen Toulmin. Enseñó Filosofía e Historia de las Ideas en la Universidad de Innsbruck y la Universidad de Viena hasta 2006. Fue investigador sénior en el Instituto de investigación Brenner-Achiv de la Universidad de Innsbruck. Entre otras obras suyas destacan Wittgenstein’s Vienna Revisited, Assembling Reminders: Essays on the Genesis of Wittgenstein’s Concept of Philosophy y Towards a New Philosophy for the European Union.

Stephen Toulmin
Autor

Stephen Toulmin nació en Londres y estudió Física y Filosofía en la Universidad de Cambridge, donde asistió a las clases de Wittgenstein. Enseñó Filosofía e Historia de las Ideas en las universidades de Oxford y Brandeis, así como en un amplio abanico de universidades americanas, como la de Chicago, la del Noroeste o la del Sur de California. Cabe destacar entre sus obras Human Understanding, Knowing and Acting y sus numerosos estudios sobre la Filosofía e Historia de la Ciencia y el problema de la racionalidad. Murió en 2010.

Carla Carmona
Volume editor

Profesora de la Universidad de Extremadura, es especialista en la obra de Wittgenstein y en el universo cultural de la Viena finisecular.

Isidoro Reguera
Prologuista

Catedrático de Filosofía de la Universidad de Extremadura, fue uno de los primeros introductores de Wittgenstein en España. Ha escrito, hablado y traducido mucho de y sobre Wittgenstein.

¿Por qué los filósofos no tienen hijos?

Pensar y reflexionar  no deja tiempo

hijos

Platón, Hobbes, Locke, Hume, Descartes, Kant, Nietzsche, Sartre… Este pequeño listado, que podría pasar por el temario de una asignatura de Filosofía, tiene mucho en común que va más allá de sus particulares teorías y aptitudes. Estos ocho filósofos son una pequeña muestra de un fenómeno llamativo: ninguno tuvo hijos. Como tampoco los tuvieron Adam Smith, Voltaire, Spinoza o Schopenhauer. Según el filósofo Pierre Riffard (Toulouse, 1943), el 70 % de sus compañeros estaban solteros y sin descendencia cuando publicaron su obra cumbre.

Algunos lectores avezados podrán pensar que quizás estas publicaciones tuvieron lugar cuando los pensadores en cuestión eran aún jóvenes y de ahí su soltería. Pero no, la filosofía no ha dado niños prodigio. La edad media eran los 42 años, según el retrato que realiza Riffard en su libro Vida íntima de los filósofos, tras comprobar las fechas de publicación de sus mejores obras de 21 de ellos.

Decía Nietzsche que un filósofo casado era una figura ridícula. Aunque, según apunta Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED y miembro del Consejo de Estado, “Nietzsche intentó casarse por todos los medios con Lua Andreas [escritora rusa y colaboradora de Freud] y ella le dijo que no”.

Luis Arenas, madrileño de 48 años, es director del departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. Su decisión de no tener descendencia es meditada. Arguye varias razones. “Quizá la primera y principal es la pérdida de autonomía que implican”, explica. “Por otro lado, hay razones morales: tener un hijo es una extraordinaria responsabilidad moral. Queda en tu mano el destino de un nuevo ser de cuyos éxitos o fracasos vitales, cuyos traumas o potencialidades serás en buena parte responsable”, continúa. Y sigue argumentando razones ecológicas y demográficas mientras aboga por la adopción para “hacerse responsable de los que ya están”.

Valcárcel busca razones para esta querencia a no tener familia: “La filosofía, durante más de mil años, estuvo directamente vinculada a la Iglesia, así que toda esa gente era soltera por oficio”. Aunque la catedrática de Filosofía reconoce que existen varios casos de grandes filósofos que pueden enmarcarse en este ejemplo, no lo considera significativo: “Tenemos varios solteros insignes, lo que no quiere decir que la mayor parte de los filósofos, quizás menos insignes o no, hayan estado casados”.

Para Irene Lozano, escritora, exdiputada de UPyD y directora de la escuela de Filosofía Thinking Campus, tampoco hay una respuesta clara aunque sí se atreve a señalar algunas circunstancias a tener en cuenta. La primera la coge del libro de Riffard, en el que se apunta el curioso dato de que el 68 % de los filósofos quedaron huérfanos antes de los cinco años. “Él los analiza como gente que no ha tenido una seguridad emocional de pequeño porque perdió a su padre, o a su madre o a ambos y eso le ha podido dificultar la vida en pareja e incluso provocar un aislamiento que le haya llevado a la filosofía”, explica Lozano

Ese carácter introspectivo que se les presupone a los filósofos y que les podría haber dificultado las relaciones sociales es otra de las circunstancias que se apuntan. “La filosofía necesita tiempo y un margen para desviarse de la vida diaria y los debates de actualidad. Por eso parece que el filósofo o la filósofa tienden al retiro”, apunta Marina Garcés, filósofa y profesora de la Universidad de Zaragoza. Algo que se va rompiendo con el paso del tiempo. “La gente se sorprende, por ejemplo, de que una filósofa hoy pueda ser joven y tener un trato normal y accesible, incluso simpático”, explica.

También se apunta a una posible reticencia a la mundanidad que ofrecía la vida doméstica en contraposición a lo elevado de su tarea filosófica. Eso opina el filósofo y profesor de la Universitat de Barcelona Nemrod Carrasco en la sección de filosofía que dirige Lozano en la Cadena SER. “No podemos olvidar que si hay algo que ha podido caracterizar la vida de los filósofos es su terrible misoginia y su escasa predilección por la vida doméstica. De hecho, Nietzsche nos dice que la vida en casa estrecha y oprime la capacidad de pensar como si hubiera una especie de impulso último del filósofo que le llevara a decir no a toda sujeción”, afirma Navarro. Para Garcés, la creencia era que “el filósofo o la filósofa no debería tener intereses propios, así podrían pensar por todos». Y, claro, no hay interés más propio que los hijos”, sentencia.

Pero, ¿qué fue antes, el carácter introspectivo o la aversión a la vida doméstica? Porque también hubo insignes filósofas que no tuvieron descendencia, como Simone de Beauvoir, Hannah Arendt, Simone Weil e Iris Murdoch. Es una pregunta que se hace la propia Lozano, con un hijo, quien afirma haber “aprendido mucha filosofía» con su vástago, y quien no cree que “haya algo intrínseco en el mundo de hoy para que un filósofo quiera tener menos hijos que los demás”.

Garcés, con dos hijos, tampoco se planteó nunca “contraponer sus pasiones: pensar, vivir, amar” aunque ello le costase “tener que estar cuatro años de excedencia en la universidad, sin cobrar, y diez años sin publicar ningún libro, entre el primero y el segundo hijo”. Nada que no pase, a cualquier mujer, en la vida académica.

Como estamos hablando de filósofos hay que tener en cuenta que la contradicción y el replanteamiento son unas constantes. Lo demuestra en su última reflexión el director del departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, Luis Arenas, que, recuerden, tenía muy meditado no dejar descendencia: “Asumir la decisión de no ser padre de forma consciente no disipa la duda de si uno no estará cometiendo la gran equivocación de su existencia”.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/04/27/icon/1493301741_726476.html

Foto:

Imagen de la ‘Escuela de Atenas’, cuadro de Rafael, con algunos de los filósofos más ilustres de la antigüedad, con Platón y Aristóteles en el centro.

Gilles Lipovetsky: «La política hoy se considera una profesión, ya no quedan ideologías globales»

El filósofo francés analiza las paradojas de nuestra sociedad de la abundancia a partir de uno de los temas fundamentales de su obra: el individualismo

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Dos temas fundamentales que el filósofo y sociólogo Gilles Lipovetsky (París, 1944) trata habitualmente son el individualismo y las contradicciones de la vida. En un tono distendido el filósofo hace un análisis sobre las paradojas de nuestra sociedad de la abundancia.

El individualismo posmoderno ha aportado una gran autonomía y libertad de decisión, pero a la vez soledad, que produce ansiedad y depresión…

El individualismo supone la erosión de los modos tradicionales de encuadrar la vida. Las sociedades antiguas no aislaban al individuo del grupo social. Por eso no podía sentir la soledad. Ahora con la sociedad individualista -particularmente desarrollada por la sociedad de consumo- los individuos ya no tienen la obligación de estar integrados en el grupo. En consecuencia, el sentimiento de soledad es inevitable porque soportan toda la carga de la construcción de sus propias vidas. Cuanta más libertad tengamos para construir nuestra propia vida, menos fuerte será el vínculo social. Hoy surge inevitablemente el sentimiento de ser distinto, de no ser como los demás. Es una de las marcas del individualismo. Ahora las personas compensan su soledad con los animales de compañía. Con los animales no hay decepción. Pero los seres humanos siempre decepcionan, son libres. Es el conjunto de todos estos fenómenos lo que conduce a una existencia difícil, a una sensación de soledad, relacionada con el sentimiento que tiene la gente de no comunicarse con los demás. Piensan que no pueden comunicarse porque los demás no los entienden; no se sienten comprendidos.

Otra contradicción es la que surge entre lo que ha mejorado la calidad de vida gracias al desarrollo del capitalismo y, por otro lado, el consumismo compulsivo y descontrolado. ¿Consumir es una opción o una obligación?

Desde los años cincuenta se han hecho varios análisis que supuestamente demuestran que el consumo no es una opción, sino una obligación. Con todo el despliegue publicitario, las modas, el capitalismo nos forzaría a consumir, sería un nuevo tipo de obligación. Tendría que ver con la comunicación de masas, etc. Yo no estoy de acuerdo con ese punto de vista. Creo que sobrestima el peso de la publicidad y del marketing. No creo que los individuos, ante la publicidad y las tiendas, estén obligados a consumir. No creo que «obligado» sea la palabra justa.

Entonces para usted, ¿consumir es una opción o qué sería?

Esta palabra es complicada, porque en estos tiempos es casi imposible no consumir. Por ejemplo, no podemos calentar la casa con leña, estamos obligados a tener calefacción, si quiere escuchar música, hay que comprar CD’s. Por lo tanto tenemos que consumir. El problema del capitalismo de consumo es que casi todas las experiencias de la vida se han convertido en mercancías. No se puede escapar al consumismo. En otras épocas, en el campo, la gente no tenía que comprar tantas cosas, el dinero tenía un papel mucho más limitado. Dicho eso, «obligación» no me parece la palabra adecuada, porque los consumidores tienen algo de libertad. Es posible no comprar lo que se ofrece. No existe una obligación de consumir parecida a las obligaciones sociales, como la de respetar la Ley o respetar a los demás. Pero tampoco es una opción del todo, porque nadie se puede escapar al consumo. Yo diría que es una tentación, creo que esta es la palabra correcta.

Usted habla del amor romántico como una de las cosas más deseables para la realización y satisfacción individual. Pero también dice que requiere entrega y sacrificio, contrarios al individualismo. ¿Es esta contradicción la que subyace a tantos fracasos amorosos y divorcios?

Creo que el gran número de separaciones y divorcios se explica por la cultura individualista que da prioridad al individuo por encima de la institución. Es decir, el valor central es la felicidad y la libertad personal, ya no es la familia. En el siglo XIX, en el mundo católico, era casi imposible divorciarse, pero no hay que pensar que la gente antes era más comprometida, había una presión colectiva. Pero en esta sociedad individualista, lo más importante es que cada persona esté libre y pueda dedicarse a su desarrollo personal.

¿Cómo está afectando el individualismo exacerbado a la sexualidad?

La sexualidad libre ya no está condenada con el impacto que eso tiene en la mujer. Durante mucho tiempo las mujeres no podían tener relaciones antes del matrimonio. Pero ahora usan anticonceptivos. Lo que vemos ahora es una hedonización de la sexualidad. Muchos estudios demuestran que las parejas practican un sexo más erótico que hace un siglo. Hace cien años, el sexo por placer se tenía con prostitutas y con la esposa servía para engendrar hijos; por eso era rápido y de pocos minutos. Ahora es algo hedonista. Las estadísticas demuestran que las prácticas sexuales son más variadas. Dedicamos más tiempo al sexo que antes. Antes la gente creía que en cuanto el sexo dejara de ser un tabú, la sociedad degeneraría, que nuestras vidas estarían llenas de lujuria y de orgías. Se pensaba que si no se prohibía nada, la gente gozaría de una vida sexual plena y que todo el mundo practicaría el sexo por todas partes. Pero es falso. Las personas tienen unas cuantas parejas más que en el pasado, pero tampoco tantas. La sexualidad se ha regulado de alguna forma sin prohibición. Ahora bien, donde si existe una sexualidad intensa y desenfrenada es en el consumo imaginario de la sexualidad. Ahí sí, pero en la pornografía. La gente en Internet tiene acceso a películas, a fotos que son… ¡tremendas! Allí, todos consumen la sexualidad en imágenes más que en las prácticas reales.

«La felicidad paradójica» es el título de una de sus obras. Cuando se refiere a la felicidad del hombre individualista y la califica de paradójica, ¿qué quiere decir con ello?

Todo en nuestra sociedad de consumo celebra la felicidad, el bienestar permanente; en las tiendas, las modas, la publicidad. El mundo en el que vivimos es un paraíso terrestre en comparación con el mundo de antaño con sus guerras, sus hambrunas y sus exterminaciones. Los grandes factores trágicos han desaparecido.

No obstante, la gente no siente esa felicidad…

Hoy la gente tiene muchas preocupaciones: con sus hijos, su trabajo, no están contentos en pareja, tienen problemas de autoestima. Cuando hablo de paradoja, quiero decir que tenemos los elementos objetivos de la felicidad, pero en las vivencias, en la experiencia interna, la felicidad no está en proporción con esos factores objetivos. Hay una discordancia. Las preocupaciones son todavía más intensas que antes porque ya no hay tradiciones, la religión ya no encuadra el comportamiento de la gente, todo depende de nosotros. Por eso nos preocupamos mucho por encontrar nuestro lugar en el mundo, por nuestro futuro. Parecido a unas tijeras: sube por un lado y baja por otro. Esa es la paradoja que intentaba analizar.

¿Por qué cree que el ciudadano ha perdido interés y compromiso por lo público y la política?

No se trata de una ausencia de interés, sino de un interés individualizado. A veces sí, a veces no. Ahora los políticos ya no tienen la confianza de los ciudadanos, porque no se interesan por ellos ni son sinceros. La política ya no hace soñar. Los grandes sueños -la revolución, la nación, todas esas mitologías de la modernidad- ya no tienen impacto. Pero no creo que estemos viviendo una desvinculación total de la vida política. Al menos, una parte de la población se moviliza para apoyar causas diversas como la ecología o la cultura, pero al margen de los partidos políticos. Por eso se necesita un diagnóstico matizado y evitar una visión apocalíptica de nuestra época. Lo que ha desaparecido son las religiones de la política: el comunismo, la revolución, la conquista de las sociedades democráticas. Todo ello se acompañaba de fascinación, de ardor, de pasión. En mi opinión, lo que está en declive es la pasión política porque ahora creo que las grandes pasiones se enfocan en la esfera privada: tener éxito en la vida, ser feliz, hacer bien el trabajo, tener una buena vida familiar, asegurar que los hijos sean felices. La política ya no puede alumbrar el sentido de la vida. Pero eso no significa que no haya interés. Basta con mirar la elección calamitosa de Donald Trump. Los Estados Unidos es un país con una débil participación política, tradicionalmente, pero se ve que incluso allí hay nuevas formas de protesta. No existe una apatía total, no es cierto. Es más complicado. Es un panorama de contrastes.

¿De veras cree que no hay ideologías ya en la política?

Ya no quedan ideologías globales. La vida política se ha reducido a una especie de gestión con todos sus intereses y sus elecciones. Hoy se considera una profesión, no hay estadistas.

Depende de cómo se entienda.

Bueno, desde Tocqueville y Nietzsche se dice que esta sociedad democrática produce mediocridad. Pero es una visión muy pesimista del mundo. No la comparto. Existen las elites, que siguen desarrollándose, hay cada vez más personas que van a la universidad, la ciencia sigue haciendo milagros. El impulso humano para buscar la verdad, por la ciencia, es una aventura excepcional.

Seguimos progresando científica y técnicamente. ¿Lo hemos hecho también en lo social? ¿Somos ahora menos solidarios?

Creo que con el tema de la solidaridad tendemos a idealizar demasiado el pasado. Sabemos ahora que en las civilizaciones antiguas, en los pueblos pequeños … no es verdad que hubiera solidaridad en todas partes. Había odios espantosos, cazas de brujas, rivalidad, celos. La sociedad materialista favorece que las personas piensen en sí mismas. Pero la idea de la solidaridad no ha muerto, sino que se ha recompuesto de otra forma. Está impulsada menos por la religión y más por los derechos humanos; por tanto, con una cultura más laica, secular. En Europa, a nivel institucional, tenemos un estado social que es probablemente el más fuerte del mundo. Podríamos decir que no es suficiente, pero no que vivamos en una sociedad sin ninguna solidaridad.

¿Cómo se vive la moralidad y la espiritualidad en una época de transformación de los valores tradicionales por el individualismo?

No es cierto que en nuestra sociedad los valores estén desapareciendo. La novedad es que ya no son orquestados por la religión. Hoy se está produciendo una individualización de los valores. Por ejemplo, todo el mundo reconoce la libertad como valor, pero no todos la entienden de la misma forma. Por ejemplo, los que están a favor del matrimonio gay, están afirmando su fe en la libertad; piensan que es una cosa legítima, algo bueno. Pero otros piensan lo contrario, y dicen que está mal, por el tema de los hijos, etc. La moralidad ya no está controlada por la tradición y la religión, está determinada por la sociedad y por el individuo.

Por ello tenemos conflictos.

Sí, y el papel del Estado sería encontrar una serie de reglas para que aun así podamos seguir viviendo juntos. A menudo se decía que si no hubiera una tradición grande y fuerte la sociedad se desintegraría, porque no habría nada para unir a los individuos. Pero no es lo que vemos. Las tradiciones ya no tienen peso, pero a pesar de ello no se ha desencadenado la violencia, no hay destrucción, etc. La paradoja es la siguiente: la unidad que era fruto de la tradición ha desaparecido, pero eso no ha provocado la desintegración de la sociedad. Eso demuestra que podemos vivir en las sociedades destradicionalizadas, y hasta podemos vivir en ellas en paz.

Fuente:

http://www.abc.es/cultura/abci-gilles-lipovetsky-politica-considera-profesion-no-quedan-ideologias-globales-201704160259_noticia.html

 

¿Adiós al alma?

Preguntas que carecen de respuesta empírica.

Manuel Fraijó
alma

Solemos identificar el término “alma” con palabras como aliento, soplo, respiración, vida. A veces, el alma también es concebida como una especie de fuego, fuego que se apaga con la muerte. Por lo general, todas las culturas se han familiarizado con el concepto de alma. Se habla del alma de las personas, de los pueblos, de los animales, de los ríos, de las montañas, de las obras de arte. Todo lo que tiene vida tiene alma. Sin embargo, hay excepciones: en el pensamiento chino arcaico se partía de que no todos los individuos tienen alma: se pensaba que el alma era una especie de espíritu, de dios menor, que descendía del cielo, se instalaba en el interior de las personas y, si se sentía “a gusto”, se quedaba para siempre; pero también podía “emigrar”.

Se ha sido, pues, muy generoso con el término “alma” asignándole una amplia gama de significados. Henri Bergson murió clamando por un “suplemento de alma” que detuviese la Segunda Guerra Mundial. Estaba convencido de que, si la humanidad no da una oportunidad al alma, al espíritu, quedará aplastada por el peso de su propio progreso tecnológico. Tener alma significaba para él vivir en profundidad, no pasar de puntillas por la vida. Quien no tiene alma, sentenció Søren Kierkegaard, vive en “el sótano de su propio edificio”.

Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica. El alma es, sin duda, una de ellas. Su permanente presencia en la historia del pensamiento humano se debe, como sentenció Spinoza, al afán por “durar”. Ante la evidencia de que el cuerpo se descompone y desaparece, apelamos a un principio espiritual, no empírico, que nos garantice la duración eterna, la inmortalidad. Es el gran servicio que desde siempre nos viene prestando el alma. Ya Platón la declaró «inmortal». Solo el cuerpo, al constar de partes, se corrompe; pero el alma, al ser una realidad simple, es inmortal. Además, si las ideas que capta el alma son eternas, también esta lo será.

Salta a la vista que la teoría de Platón presupone la separación entre alma y cuerpo, es dualista. Se suponía incluso que el cuerpo era la cárcel del alma; una convicción que fue llevada al extremo por Aristóteles en un diálogo de juventud, el Protréptico. Cuenta allí Aristóteles que los piratas marinos etruscos torturaban a sus prisioneros atándolos vivos a cadáveres, “rostro con rostro”, hasta que morían. Es, pensaba el Aristóteles joven, la situación del alma: está atada al cuerpo como los prisioneros a los cadáveres.

Es obvio que la antropología actual no acepta esta separación entre alma y cuerpo. Tampoco la antropología bíblica conocía el binomio alma-cuerpo. El ser humano era concebido como una unidad psicosomática. En la actualidad, la posible vida más allá de la muerte no se expresa en forma de inmortalidad del alma. Y ello a pesar de que Karl Rahner reconocía que la separación alma-cuerpo se convirtió en la “clásica descripción teológica de la muerte”, es decir, la muerte acontecía cuando el alma abandonaba su pobre morada terrenal.

En nuestros días continúa siendo de especial trascendencia la impronta que Kant asignó a la inmortalidad del alma. La postuló desde el convencimiento de que los seres humanos, al actuar moralmente, se hacen dignos de una felicidad que este mundo nunca ofrece. Según Adorno, a Kant le movía “el ansia de salvar”; postuló la inmortalidad del alma para no tener que “pensar la desesperación”. Y, en la misma línea, tal vez proyectando su propia ansia de inmortalidad, escribió Unamuno: “El hombre Kant no se resignaba a morir del todo”. En realidad, la afirmación kantiana de Dios y la inmortalidad es indirecta: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría si Dios y la inmortalidad fuesen una quimera. En ese caso, la esperanza en un final benévolo para el peregrinar humano quedaría muy ensombrecida, y las posibilidades de encontrar un sentido último a la vida se verían muy mermadas.

Hasta el siglo XVIII, la inmortalidad del alma no pasó grandes apuros. Pero, por aquellas fechas, haciendo gala de un empirismo insobornable, David Hume vinculó indisolublemente el destino del alma con el del cuerpo. Observó que las peripecias del segundo afectan a la primera. Así, en la infancia, la debilidad del cuerpo y la del alma corren paralelas; de la misma forma, el vigor corporal de la edad adulta corre paralelo con el vigor del alma; y, cuando en la vejez declinan las fuerzas corporales, se debilita también el alma. Hume concluyó: cuando muere el cuerpo, muere también el alma.

La filosofía tradicional acusó el golpe. Veníamos de aceptar, con notable placidez que, tras la aniquilación de nuestro cuerpo, el alma corría mejor suerte y alcanzaba el estatuto de “forma separada” del cuerpo. En ese estado permanecía hasta que la resurrección le permitía volver a tomar las riendas del cuerpo resucitado. Pero hace tiempo que ni la filosofía ni la teología saben qué hacer con el “alma separada”. Xavier Zubiri afirma que “quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino el hombre entero”. Algo que recordó Ignacio Ellacuría en su presentación del libro póstumo de Zubiri, Sobre el hombre. Ellacuría dejó claro que, según Zubiri, “con la muerte acaba todo el hombre o acaba el hombre del todo”. Zubiri abandonó, pues, la hipótesis del “alma separada” y se adhirió a la solución de la “muerte total”. Es también la hipótesis aceptada por grandes exponentes de la teología cristiana más reciente. Moriremos, pues, por completo; y resucitará “la persona entera”. A la pregunta “¿cómo sucederá todo eso?”, la teología remite con humildad al insondable carácter misterioso del tema. Estaríamos, en feliz expresión de Laín Entralgo, ante “un saber de creencia, no de evidencia”.

La pregunta es obligada: ¿qué hacer, entonces, con la palabra “alma”? Reina bastante unanimidad: el alma continuará siendo siempre el término de referencia de todo lo que somos y hacemos: sentir, pensar, querer, recordar, olvidar, crear, amar… Joseph Ratzinger lo expresa teológicamente: “alma es la capacidad de referencia del hombre a la verdad y al amor eterno”.

Toda nueva creencia, antes de ser generalmente aceptada, va conquistando su espacio de forma imperceptible. Podría ser el destino del binomio alma-cuerpo. Es posible que estemos ante una creencia desgastada. Ya se sabe que la variada plasmación de las ayudas filosóficas y teológicas es cambiante y suele tener fecha de caducidad. El tema alma-cuerpo no es una excepción. En todo caso, si el desgaste de los siglos se empeñase en jubilar tan ancestral creencia, habría que agradecerle los inmensos servicios prestados. Siglo tras siglo mantuvo la esperanza de que, a pesar de la evidente desaparición del cuerpo, permanecía lo más importante de nosotros, lo más nuestro, el núcleo de nuestra identidad, nuestra alma. Hay palabras “que tiemblan”, reconocía Antonio Machado. Tal vez el alma sea una de ellas. Pero el poeta le echó un conmovedor cable: “quisiera traerte muerta mi alma vieja”.

Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/03/23/opinion/1490298145_103231.html

Foto: RAQUEL MARIN

Colisión inevitable

Hay una colisión inevitable entre ciencia y religión

El investigador enfrenta los éxitos de la ciencia a los fracasos de la religión en la interpretacion de los hechos y la gestión de la realidad

Daniel Mediavilla

alan

Alan Sokal (Boston, EE UU, 1955) se hizo famoso a finales de los 90 por sus ataques a los académicos posmodernos. Pretendía poner en evidencia a los intelectuales que negaban la existencia del conocimiento científico como algo verdadero, exterior a los propios investigadores y que era en realidad una construcción social. En 1996, este profesor de física de la Universidad de Nueva York y de matemáticas en el University College de Londres envió un artículo que él mismo describía como un rotundo sinsentido a la revista postmoderna de estudios culturales Social Text. Pretendía comprobar que una publicación de este tipo imprimiría cualquier planteamiento absurdo siempre que sonase bien y apoyase los prejuicios ideológicos contra las ciencias exactas de los editores. Aquel texto, en el que decía cosas como que “es cada vez más obvio que la realidad física es fundamentalmente una construcción social y lingüística”, pasó todos los filtros y se publicó, dejando en evidencia a los responsables de la revista y a decenas de intelectuales.

En una reciente visita a Madrid, invitado por la Real Sociedad Española de Física y la Fundación Ramón Areces, el investigador estadounidense demostró que sigue teniendo en el punto de mira a las élites que no respetan los hechos. Ahora, sin embargo, ha cambiado de prioridades y deja descansar a los catedráticos de humanidades que apenas tienen influencia fuera de las universidades. Quiere impulsar una forma de ver el mundo que dé importancia a las pruebas, una cosmovisión en la que la ciencia, con su capacidad para recopilar información y sacar conclusiones objetivas que todos podemos compartir más allá de las creencias, es la herramienta fundamental.

“La ciencia no es solo un saco de trucos útiles para comprender la física o la biología sino un método más general y una actitud racionalista basada en el modesto principio de que las afirmaciones empíricas deben ser sostenidas por pruebas empíricas”, resume.

Pregunta. ¿Cuáles son los principales enemigos de una forma de ver el mundo en que los hechos sean importantes?

Respuesta. Comenzando por los más ligeros empezaríamos por los académicos posmodernistas, los que sostienen que el conocimiento es una construcción social. En segundo lugar, los promotores de la pseudociencia, que es un grupo amplio. Aquí están las terapias alternativas o complementarias en medicina. La homeopatía es un ejemplo que contradice todo lo que sabemos de física o química. En tercer lugar hay peores pseudociencias, como la negación de la evolución biológica, que se encuentra en la intersección entre política y religión.

Hay una oposición fundamental e inevitable entre la ciencia y la religión. No tanto por su discrepancia sobre teorías concretas como el heliocentrismo hace cuatro siglos o la evolución biológica. Más bien hay una contradicción fundamental sobre los métodos que los seres humanos deberían seguir para tener un conocimiento fiable del mundo.

P. ¿No son compatibles ciencia y religión?

R. Para mí, la idea de Steven Jay Gould según la cual la ciencia y la religión son dos magisterios que no se sobreponen, que la ciencia se limita a hablar de hechos y la religión a hablar de ética, no es sostenible. En primer lugar, porque los creyentes no pueden asumir la sugerencia de Jay Gould de no hablar de hechos. Un cristiano no puede no decir que existe Dios y que Jesús fue su hijo. Y en segundo lugar, si la religión se abstuviera de hablar de hechos, ¿qué autoridad tendría para hablar de ética? La única razón para prestar atención a lo que dice una religión en materia de ética es si sus doctrinas sobre los hechos son verdaderas. Si Dios realmente existe, debemos adaptar nuestra ética a lo que quiere Dios. Toda la autoridad de las religiones en materia ética depende de la veracidad de sus doctrinas fácticas. Por eso hay una colisión inevitable entre ciencia y religión sobre cuestiones de hechos. La religión no se puede abstener de hacer afirmaciones sobre la historia del universo o la historia humana.

Hay un conflicto fundamental sobre los métodos que deben utilizar los seres humanos para llegar a un conocimiento fiable. Las ciencias utilizan las observaciones y los experimentos y la reflexión racional sobre datos empíricos. Las religiones aceptan la validez de ese procedimiento, pero sostienen que existen otros métodos también fiables, como la intuición, la revelación o la interpretación de los textos sagrados. Debemos preguntarnos si esos métodos son fiables. En los últimos cuatro siglos, la ciencia ha podido llegar a unos conocimientos extraordinarios confirmados por millones de observaciones y experimentos. La pregunta es si los métodos propuestos por las religiones tienen también tantas pruebas de fiabilidad y la respuesta es negativa. En este asunto de los métodos, la religión fracasa completamente.

P. Pero usted considera que hay un enemigo aún peor que la religión.

R. En mi opinión, el peor adversario de la cosmovisión científica son los propagandistas, los agentes de relaciones públicas, y los políticos y las empresas que los emplean. Todas las personas que no se preocupan por saber si una afirmación se sostiene en pruebas y que sencillamente tratan de convencer al público de una conclusión predeterminada con cualquier método que funcione por deshonesto o fraudulento que sea. Un ejemplo es el caso de la guerra en Irak con Bush, Blair y Aznar.

P. Usted considera que “el lado crítico y escéptico de la ciencia ha servido, durante los últimos cuatro siglos, como ácido intelectual, disolviendo las creencias irracionales como la monarquía o el sacerdocio que sostenían el orden político”. Sin embargo, pese a los grandes logros de la ciencia, la religión, sin necesidad de aportar pruebas de que sus afirmaciones son ciertas, continúa con una fuerza tremenda en gran parte del planeta.

R. 400 años después del nacimiento de la ciencia moderna se ve que esta transición histórica desde una concepción dogmática del mundo hacia una cosmovisión basada en las pruebas está muy lejos de completarse. Como hemos comentado, hay muchos adversarios de esta cosmovisión en el mundo y son muy peligrosos. Es verdad que en Europa la religión retrocede desde hace algunas décadas, pero en el resto del mundo no.

P. Es posible que saber que los datos están de su lado, hace que a veces los científicos no vean que los seres humanos, probablemente por nuestra historia evolutiva, necesitamos un relato que nos resulte interesante, más aún incluso que el relato esté basado en hechos reales. ¿No deberían los científicos o los activistas en favor de la ciencia tener en cuenta esta parte de la naturaleza humana?

R. Eso es muy importante. Decir que deberíamos seguir el método científico porque es más fiable es una cosa. Otra es saber si es natural o no para los humanos hacerlo y comprender cuáles son los obstáculos para la adopción general de este método. Estoy de acuerdo con que nosotros, los defensores de un punto de vista basado en las pruebas, tenemos que estudiar más a fondo cuáles son los obstáculos para su adopción. Son muy interesantes los estudios históricos y sociológicos que aclaran en qué lugares y en qué tiempos las ideas anticientíficas florecen, ya sea la religión u otras, y en qué lugares y épocas esas ideas antiintelectuales retroceden.

En Europa, las ideas anticientíficas crecieron mucho en Alemania en los años 20 y 30, hasta el punto de causar una guerra y un genocidio en un país que era el centro de la ciencia mundial. ¿Cómo sucedió? Es una cuestión histórica muy importante. Después de la Segunda Guerra Mundial, la religión y otras ideas anticientíficas están retrocediendo en la mayoría de los países europeos, pero eso cambia según los tiempos. Por ejemplo, la religión, que fue reprimida en los países comunistas, florece después del fin de estos regímenes. Se sabe que la mejor manera para fomentar algo es reprimirlo. Siempre he pensado que las matemáticas deberían ser prohibidas a los menores de 18 años para fomentar el interés.

P. Este impulso por buscar sentido a la vida en relatos o movimientos que están fuera de la realidad de los hechos ¿toma distintas formas? Por ejemplo, en Europa, la religión no tiene mucha fuerza, pero hay interés por determinadas pseudociencias o por otras interpretaciones alternativas de la realidad, filosofías orientales, relatos míticos… ¿Hay una adaptación de esa naturaleza humana que busca sentido en historias más allá de los hechos?

R. Probablemente existe, aunque insisto en que no soy especialista en psicología o biología evolutiva. En la mente humana hay distintas orientaciones que cohabitan y existe lo que llamamos en inglés “wish fullfilment”, una confusión de los hechos con nuestros deseos. Tienes razón en que si no surge en la religión puede surgir en otras formas, aunque a mi parecer son menos peligrosas. Los promotores de la homeopatía al menos no infligen guerras y persecuciones.

No tengo el sueño irreal de que todos los seres humanos sigan siempre en todos los aspectos de su vida y en todo momento una actitud realista basada en los hechos. Nadie de nosotros lo hace, ni siquiera los científicos profesionales. Pero lo que me gustaría es que hubiese una comprensión más general de la importancia de basar las decisiones en las pruebas fiables y en una reflexión racional sobre las pruebas. Me gustaría que retrocedieran los adversarios más peligrosos de esta visión, que hoy en día son las religiones, pero también ciertas ideologías políticas, como hemos visto en EE UU y veremos si sucede de nuevo en Francia este año.

P. Hay gente fuera del mundo de la ciencia que tiene cierto recelo a que los científicos puedan decir: estos son los hechos y deberíamos gobernarnos conforme a ellos. Puede parecer una imposición desde arriba que hace mella en la democracia.

R. La cosmovisión basada en las pruebas es un método general, que todos podemos utilizar, pero está claro que cuando analizamos algunos hechos, hay personas más expertas que otras. Cuando se trata de formular las políticas sobre medio ambiente, hay ciertos científicos especializados en estudiar el clima de la Tierra. Yo no soy uno de ellos. Entonces, tengo que tener confianza en el consenso de ese grupo de expertos, pero no es una confianza ciega como en un texto sagrado. Es una confianza racional basada en una comprensión general de los métodos que estas personas utilizan, del tipo de formación que han recibido y de la apertura de su comunidad a las críticas.

Pero las decisiones políticas dependen de muchos factores, no solo los científicos, también los económicos, políticos, sociales, decisiones éticas. La tarea de los científicos es decir que si hacemos determinadas cosas, por ejemplo, el clima va a reaccionar de unas maneras. Después, todas las personas tenemos que tomar decisiones democráticas basadas en las mejores pruebas, pero que involucran también decisiones de orden ético, económico… Los científicos tienen un papel, pero es restringido y deben abstenerse de ir más allá. Cuando un científico propone determinadas políticas está hablando como ciudadano, que es su derecho, pero no como científico.

P. Pero para la mayor parte de la gente es imposible entender realmente si un científico le está diciendo la verdad o no, hace falta tener cierta fe en la ciencia también, cierta intuición de que el sistema funciona. ¿Cómo se puede hacer que los ciudadanos tengan una confianza en la ciencia y no en la interpretación religiosa?

R. Eso nos pasa también a los científicos profesionales. En todos los campos de la ciencia en los que no soy experto, el 99,9% de la ciencia, estoy en la misma situación. Tengo que dar cierta confianza, pero no es la fe en el sentido religioso. No es una confianza ciega. Es una confianza provisional y racional basada en primer lugar en una comprensión general de cuáles son los problemas y las pruebas ofrecidas y en segundo lugar basada en un análisis de los factores sociológicos, qué tipo de formación recibe esta gente, cómo se evalúa quién es experto, saber si la comunidad científica está realmente abierta a las críticas internas.

Lo que quisiera para la población general es una mejor comprensión de qué es la ciencia, comprender cómo trabajan los científicos y cuál es la actitud y la filosofía. En segundo lugar, una comprensión general de la ciencia actual y cuáles son las pruebas más importantes que la apoyan, y en tercer lugar, una mejor comprensión de la sociología de la comunidad científica.

Por ejemplo, si vamos a la Ciudad Universitaria [el campus de la Universidad Complutense en Madrid] y preguntamos a 100 alumnos si creen que la materia está hecha de átomos, el 95% dirán que sí. Pero si les preguntamos por qué lo creen, dudo que más del 5% de los estudiantes sepan dar razones racionales para creer en la existencia de átomos más allá de que sus maestros del instituto se lo han dicho. Es una lástima, porque en el instituto se puede explicar por qué creemos en la existencia de los átomos. Se puede explicar cómo a principios del siglo XX se tenían varios métodos para contar el número de átomos que hay en una cierta muestra de agua, a través de un método físico y otro químico, y ambos coincidían. Eso es una prueba fuerte de que los átomos son reales y ahora tenemos una teoría concreta que predice las propiedades de los átomos a partir de la mecánica cuántica.

En una clase de instituto se podría explicar todo esto. Obviamente sin resolver la ecuación de Schrödinger, pero al menos en grandes líneas se puede explicar en varias semanas de trabajo. Así, los graduados del instituto tendrían un motivo racional para creer en la existencia de los átomos. Creo que, desgraciadamente, buena parte de la enseñanza de la ciencia en las escuelas se parece demasiado a la enseñanza del catecismo y de esa manera se traiciona la verdadera actitud científica. Me gustaría que en las escuelas se enseñara menos y se enseñara mejor.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/04/05/ciencia/1491416759_691895.html

Foto: Jaime Villanueva.

 

Voluntad Omniabarcadora

Salvador Pániker, entre Montaigne y Tagore

Manuel Cruz

Paniker

Suele decirse que hay pintores de un solo cuadro (esto es, que en el fondo siempre terminan pintando el mismo con diferentes variaciones: Frida Kahlo sería un caso exasperado de dicha actitud), novelistas de una sola novela y así sucesivamente. Pero no es menos cierto que quien de verdad merece ser apreciado, sea cual sea el campo en el que haya desarrollado su actividad, es quien a lo largo de su obra intentó ir más allá de la confortable reiteración, de la insistencia banal y boba en el “a mayor abundamiento”.

Salvador Pániker, que falleció el sábado, debe ser incluido en este último grupo. Su trabajo, aunque mantenga elementos de continuidad que se dejan pensar bajo determinadas claves, obsesiones e intereses, como podría ser, por señalar una, la relación entre Oriente y Occidente, corrió el riesgo de la aventura y el experimento, actitud que, por sí sola, ya denota su genuina condición de filósofo. Porque si algo define de veras al filósofo es, por encima de cualquier otro rasgo, la curiosidad y la capacidad de poner en cuestión cuanto le rodea. El adjetivo que le añadamos al término (“académico”, “profesional”, “mundano”, “sistemático” o cualquier otro) en cierto modo es lo de menos, ya que de lo que informa es del tratamiento al que somete aquello que finalmente le ha dado que pensar.

Había en el pensamiento de Pániker una voluntad casi omniabarcadora que, precisamente porque resultaba de imposible cumplimiento, constituía el auténtico motor de su pensamiento. No siempre la nombró de la misma manera, pero no resulta difícil de reconocer en los diversos ropajes con los que la fue vistiendo. En concreto lo retroprogresivo —tal vez el vestido que más veces lució dicha voluntad— intentaba dar cuenta de lo que probablemente constituya uno de los problemas mayores que atraviesa por entero el pensamiento occidental.

Me refiero al de la dificultad para proyectar sentido sobre nuestro propio devenir, asunto que preocupó a Pániker en todos los sentidos, del más general de la historia al más particular de la propia vida. En el caso de la primera, siempre tuvo claro que una de las maneras heredadas de interpretarla, como una flecha que apuntara hacia alguna parte pero cuya trayectoria, en todo caso, nos alejaba crecientemente de las miserias del punto de partida, lejos de arrojar alguna luz sobre nuestro pasado, terminaba por convertirlo en una ficción tan grandiosa como ficticia. Lo pensó incluso en momentos en los que hacerlo constituía una rareza porque el entorno parecía conspirar en su contra (los eufóricos, felices y progresistas años sesenta) y, elegante como siempre, renunció a ponerse la medalla cuando el escepticismo al respecto mutó en lugar común.

Probablemente obró así porque de manera previa, y fiel a una de las tradiciones de pensamiento que le conformaban, había renunciado a proyectar sobre la propia existencia narrativas teleológicas o simplemente orientadas en alguna dirección. Su último libro, Diario del anciano averiado, certifica esto con una lucidez tan deslumbrante como cruel. Pero al lector no le podía venir de nuevas tal deriva: sus Diarios eran la desembocadura inevitable de su Autobiografía. Los libros de Salvador Pániker habían ido adquiriendo una creciente ligereza, como si la clara conciencia de que la vida se le iba (como, por lo demás, se nos va a todos) le permitiera ir soltando lastre, y el compromiso que siempre mantuvo con el pensamiento pudiera resolverse con la idea desnuda, con la intuición en crudo, con el gesto inteligente de quien, sabio, se limita a señalar a sus contemporáneos hacia donde deben mirar.

Fuente:

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/04/03/actualidad/1491172051_587556.html

Foto: CARLES RIBAS

El sueño de la posteridad

Javier Gomá habla de un tema que le obsesiona: la posteridad

globos-de-dialogo-Para ser un profesional eminente se necesita algo más que ser un profesional; para ser un poeta, uno verdaderamente grande, algo más que un poeta a secas; para llegar a ser un buen padre no basta con ser simplemente padre. Sólo adquiere una maestría absoluta en un arte -arte técnico o arte de la vida- quien trasciende en algún grado sus reglas específicas, pues, merced a esta trascendencia, posee la distanciada objetividad que se requiere para dominarlas y también, en su caso, para renovarlas y fertilizarlas con la inspiración de fuentes externas.

Uno podría preguntarse, en consecuencia, si para ser hombre, en un sentido plenario, habría que ser algo más que hombre. En la visión de la filosofía antigua,ser hombre consiste primeramente en ser feliz. Una fuerza («energeia») trabaja para llevar a los entes de la naturaleza a su coronamiento, a la realización de su finalidad íntima («entelechia»). La felicidad es el nombre que recibe esa peculiar excelencia de la forma humana. El hombre feliz es un ejemplar excelente de su especie («aristos»), como un león melenudo, rugiente y majestuoso lo es de la suya.

Epitafios

En el pecho del hombre moderno, sin embargo, se agita una ambición mayor que la felicidad, porque para él por encima incluso de ser feliz está el deseo de ser individual. «No eres ambicioso y te conformas tan sólo con ser feliz», le dice Crispín a Leandro en «Los intereses creados» de Benavente, porque el buen Leandro se ha enamorado de Silvia y se declara dispuesto a renunciar a la dote del padre a trueque de llevar a su hija al altar. La individualidad añade una novedad sobre la antigua felicidad del mundo y ensancha sus límites. Los epitafios de los más grandes generales romanos elogiaban sus grandiosos logros en vida con estas insuperables palabras: «Amplió los confines del imperio». Una individualidad que verdaderamente lo sea representa una victoriosa ampliación de los confines de la vida humana hasta entonces conocidos.

Pero he aquí que el individuo, esa innovación suntuaria en la evolución de la vida, está condenado a la aniquilación, como el resto de los seres vivientes menos evolucionados. Y al tomar conciencia de la muerte, en el roce cotidiano con una experiencia que se lo anticipa y confirma sin cesar, parece natural que ese individuo empiece a interrogarse por alguna vía de perduración humana.

Una de esas vías la constituye la esperanza en una supervivencia individual tras la muerte más allá de este mundo: esta cuestión fue el tema de otro libro («Necesario pero imposible», Taurus). Queda sin estudiar la otra vía: el deseo de perdurar dentro de este mundo, ese que atenazaba al doctor Zhivago en medio de sus quehaceres profesionales y le llevó a anotar un día en su diario: «Cómo me gustaría, a la par que el trabajo, la fatiga de cultivar la tierra o la práctica de la medicina, llevar a cabo algo que perdurase, algo capital, escribir alguna obra científica o algo artístico». Dado que el hado no distingue entre diferentes clases de vivientes y condena al hombre al mismo destino fatal que a la planta o al insecto, la perduración no será en este caso la del yo individual, al que sólo le espera la tierra por encima, sino la de un objeto que lleve el sello de ese yo y que, debido a su perfección, trascienda la condena de muerte que pende sobre su autor, justamente ese «llevar a cabo algo capital» o bien ese «escribir una obra» registrados en el diario de Zhivago.

Amor y amistad

A diferencia de los dioses griegos, que no son eternos pero sí inmortales, los hombres somos mortales y la mortalidad nos es esencial porque define la clase de ser que característicamente somos. El vivir humano es siempre un vivir en peligro, bajo la amenaza de extinción, y de la conciencia de este peligro brotan los bienes que nos son propios: el amor, la amistad, el arte, la sociabilidad, la compasión, la solidaridad, los derechos, la ciencia, la filosofía o la esperanza religiosa. Prescindamos ahora de la hipótesis de un mundo distinto, poblado de hombres parecidos a dioses inmortales del Olimpo, y consideremos por un momento otra más modesta, la de un mundo sólo mejor. Un mundo donde la humanidad disfrutara de una mortalidad como la nuestra, si bien mejorada.

En este otro mundo no distinto, sólo mejorado, los hombres seguirían siendo mortales y podrían morir, sí, pero de hecho no morirían o sólo lo harían por voluntad propia. Que uno pueda morir no exige que haya de morir por fuerza y siempre, de igual forma que, un ejemplo entre mil, el derecho a divorciarse, que asiste al casado y presta a todas las uniones sentimentales un carácter provisional, no impide que algunas parejas renuncien a ejercitarlo y prolonguen la provisionalidad de su relación por tiempo indefinido.

Pero incluso si hubiera que rebajar aún más la pretensión inicial, seguiría representando una mejora significativa de nuestra actual mortalidad aquella en la que, aunque mujeres y hombres sin excepción, como ocurre ahora, hubieran de morir por funesto decreto del hado, lo hicieran en un trance suave y pacífico parecido a ese blando abandonarse al dulce sueño, serena la conciencia por la comprensión del normal acabamiento de un ciclo vital en su persona y respetado el decoro que su cuerpo merece, en lugar de obligarlos a afrontar la conocida sucesión de decadencia, desesperación, espantosa agonía, corrupción y pudrimiento que componen hoy, en la mayoría de los casos, el espectáculo de la muerte, espectáculo odioso, innecesario y humillante, que hubiera sido muy fácil humanizar con sólo una pizca más de imaginación.

¿Qué esperabas?

De manera que, mientras no cambien las cosas -y sobre este punto no soy portador de buenas noticias-, hemos de esperar todos la muerte y una muerte, por añadidura, poco amable, inhumana. Conviene no olvidarlo para evitarnos la sorpresa de Stoner, el protagonista de la novela de John Williams, quien, agonizante de cáncer terminal, aún le queda un poco de tiempo antes de morir para repasar los recuerdos de su vida, de una grisura sin contrastes, y casi como un reproche por su difuso exceso de expectativas frustradas, preguntarse tres veces, desengañado, casi furioso contra sí mismo: «¿Qué esperabas? ¿Qué esperabas? ¿Qué esperabas?». No hay mucho que esperar, bueno es recordarlo, no pidamos a la vida lo que ésta no puede darnos, porque la muerte nos sobreviene como ese diluvio universal que anega cuanto vive, arrasándolo todo a su paso.

Ahora bien, precisa el relato bíblico, hubo un hombre, llamado Noé, que en previsión del diluvio construyó prudentemente un arca destinada a rescatar algunos bienes de la destrucción inminente. Y este cuento sirve para centrar la cuestión que ahora interesa, que no es la de qué subiría uno a bordo de la nave si le fuera dado elegir a su capricho, sino, otra vez con más modestia, la de lo que el mundo «de facto» le permite subir para asegurar a lo embarcado algún modo de perduración no sujeta a plazo.

Destino final

La conciencia de la muerte, el saber contestar cabalmente a la pregunta formulada por Stoner acerca de qué esperar en este mundo, no apaga el deseo de perdurar y seguir siendo, sino que, al contrario, lo aviva aún más, porque se hace manifiesta la desproporción entre la dignidad de origen de esa individualidad magnífica y la indigna sordidez de su destino final. Ya sabemos que nosotros, los hombres, no estamos autorizados a subirnos a nosotros mismos a la nave salvadora y que la subjetividad nuestra, bajo el signo de la caducidad, será barrida por una ola imparable de destrucción. La carga admitida a bordo ha de ser, por tanto, una objetividad que trasciende al sujeto y que al mismo tiempo lleve su marca.

Ésa es precisamente la definición de monumento. Hay vidas humanas que merecerían durar más allá del breve tiempo que les es concedido y que se esfuerzan por elevar, con los materiales de este mundo, una obra pública y patente que, gracias a su consistencia, burle ese mezquino plazo. Uno querría darle a su vida una perduración semejante a la de las pirámides egipcias, que siguen conmemorando el nombre del faraón en cuyo honor se levantaron siglos, milenios después de su muerte. Una pirámide, en su sobria perfección, simboliza la perpetua primavera de una realidad constante, emancipada de los vaivenes de una mudable actualidad. La actualidad reclama nuestra excitada atención unos pocos instantes, mientras que la realidad es aquello que se mantiene actual mucho, mucho tiempo, porque atañe a los aspectos permanentes de lo humano. La experiencia enseña que cualquier empresa que uno intente en este mundo, cuando verdaderamente vale la pena, cuesta mucho trabajo y cansa. Vivir es el arte de elegir la forma de nuestro cansancio futuro. Unos se consumirán en los afanes de una actualidad transeúnte, espuma de los días, mientras que otros preferirán comprometerse a largo plazo con la realidad durable y poner su cansancio al servicio de una pirámide en construcción.

No es monumento todo lo que dura. También duran mucho una piedra o un esqueleto y no por ello hay que atribuirles un carácter monumental. Lo decisivo no es tanto si el objeto perdura como si es digno de perdurar, si merece esa permanencia en la estimación de los hombres, aunque en ocasiones, por algún accidente, quizá pueda no producirse. Y lo que en este mundo verdaderamente merece perdurar es la perfección, lo juzgado mejor en cada género y más perfecto. La vida y la obra bien hechas.

La ejemplaridad

Desde esta perspectiva, las dos modalidades fundamentales de monumento que nos es dado levantar aquí, sobre nuestro suelo, son la peculiar perfección moral -la ejemplaridad- que puede uno prestar a su propia vida y la invención original de una perfecta obra de arte.

Por un lado, la imagen de la vida, entregada a título póstumo a la posteridad. Cuando uno muere, quienes sobreviven guardarán el recuerdo de su imagen, no todos los infinitos pormenores de su biografía, sino los elementos tipificados de la experiencia humana combinados bajo la ley de su individualidad. La ejemplaridad de una persona, gestada lentamente mientras vivía, se ilumina tras la muerte en la imagen que deja actuante en la conciencia de los demás: allí se hace general, definitiva, paradigmática. El destino, que nos hurta maliciosamente los bienes que dan la felicidad, no puede expropiarnos el derecho a vivir nuestra vida con ejemplaridad y, tras nuestra muerte, legar una imagen luminosa digna de perduración en la memoria de la gente. La responsabilidad por la continuada influencia civilizadora del propio ejemplo sobre los otros no se limita a los soleados días de nuestra existencia sino que alcanza a las profundidades de la tumba. Quien desatiende esa llamada a la responsabilidad se parece a las «almas tristes» de esos que, según explica Virgilio a Dante al traspasar las puertas del infierno, vivieron en el mundo «sin vituperio ni alabanza»: el cielo los rechaza por no ser bastante buenos, el infierno tampoco quiere admitirlos, el mundo no guarda recuerdo de ellos, y la misericordia y la justicia los desdeñan. Y concluye Virgilio con aspereza: «No hablemos de ellos más: míralos y pasa».

Después de la muerte

Por otro lado, la obra artística que, debido a la perfección de su forma, permanece vigente y fecunda para gran número de generaciones, después, en ocasiones mucho después, de la muerte de su autor. Como al resto de los seres vivientes, también a los seres humanos nos arrastra la corriente de la vida, que primero nos empuja a la plenitud orgánica de nuestra especie y luego, ganada esa cima, nos desampara en la pendiente inclinada de la vejez, la decadencia y la muerte. Cuanto más avanza en el camino de la vida, más manifiesto resulta para cualquiera que todo pasa, nada permanece… y entonces el artista actúa y, usando el poder hechicero de su arte, detiene el instante representándolo en un objeto -lienzo, partitura, piedra, papel- cuyo soporte material no perece, o lo hace sólo muy despacio. «Vita brevis, ars longa», cabría decir ahora, invirtiendo los términos usuales del adagio latino. El artista fabrica una «copia de seguridad» de un mundo en fuga para levantar valiente testimonio de su belleza, grandeza y desconcertante injusticia horas antes de desvanecerse en la nada. Y así, aunque el cuerpo del artista se corrompa un día, exactamente como el de los demás hombres y mujeres destinados a morir, su alma sobrevive en el cuerpo resucitado de su obra artística, donde disfruta ya en este mundo de la gracia inaudita de una mortalidad prorrogada.

Fama que no muere

No es infrecuente, por último, que las dos modalidades de perduración -la imagen de la vida, la obra artística- se alíen entre sí y que el artista, cautivado por la extraordinaria perfección de vida de una persona, componga una obra igualmente perfecta con el ánimo de levantar un monumento perdurable a su imagen póstuma, como hizo Platón con el griego Sócrates o los cuatro evangelistas con el judío Jesús, visto que ni el griego ni el judío dejaron palabra escrita y lo fiaron todo a la fuerza de su existencia poderosa. Y en nuestra literatura, el caso del caballero don Rodrigo Manrique, fallecido en 1476, cuyo epitafio rezaba: «Aquí yace muerto el hombre / que vivo queda su nombre». Y así fue, en efecto, porque su hijo Jorge, caballero también y además poeta, escribió las «Coplas» que han mantenido vivos en los siglos siguientes, no ya su nombre, sino la entera imagen de su vida, fijada en una secuencia de estrofas tan bellas como exactas. Ahora bien, el hijo erigió el monumento poético de sus coplas porque antes había sido testigo del monumento humano que había edificado su padre en vida -con «ese vivir que es perdurable» (XXXVI, 1)- y que le había hecho acreedor, con independencia de cualquier literatura, a una fama que no envejece.

De entre las cosas nuestras que merecen perdurar, ¿cuáles pondríamos en primer lugar?

Las que son como el fuego, luminoso y cálido. Aquellas cuya perfección posee el don doble de iluminar el entendimiento y de encender el corazón con la llama del gozo y la esperanza, bienes escasísimos que la cultura, en su actual estado, se empeña en negarnos con necia ligereza.

Vulgaridad y tristeza

Queden con nosotros para siempre, como tesoros preciadísimos, aquella imagen póstuma y aquella obra artística que nos ayudan a vivir con nobleza, que nos elevan a un ideal superior de lo humano y que, en fin, nos descubren el camino que conduce a escondidas reservas de inteligencia y alegría aún existentes en este viejo mundo, donde todo desengaño, vulgaridad y tristeza parecen tener su asiento.

La naturaleza regala la tristeza a cualquiera que pasa mientras que la alegría inteligente es un arte raro, más que humano, casi divino. Elogio eterno a quien sepa practicarlo.

Fuente:

http://www.abc.es/cultura/cultural/abci-sueno-posteridad-201702260108_noticia.html

Apuntes de viaje 2

Antonio Guerrero

aguerrrero-tres

RECIPROCIDAD

«El mayor mal moral es la ausencia de reciprocidad, al no evitar el mal ajeno no podemos impedir el mal propio»

LLEVO un tiempo preocupado por esa palabra, la que figura en el título este artículo. Por su ausencia me parece la más importante para definir el estado actual de la moral de nuestro occidente contaminado de individualismo sin contenido ni finalidad. Se definía como la «correspondencia mutua» de una persona hacia otra. Algo recíproco era aquello que se daba como intercambio, devolución o compensación, de otra cosa; lo que exponía acertadamente otro concepto: la solidaridad u hospitalidad. Gracias a ella se vertebraban las relaciones interpersonales humanas. Teníamos algo llamado «ética de la reciprocidad». Esta tuvo origen en la antigua Grecia y en la figura de Epicuro. Decía el filósofo que para conseguir la felicidad había que eliminar todos los posibles daños, de donde extrajo que para evitar el mal propio era imprescindible impedir el mal a lo ajeno. La ética de la reciprocidad se hizo estructural desde entonces en la cultura. En la revolución francesa fue elemental para provocar los cambios políticos. Por ello siempre hemos tenido asociado a nuestros conceptos de justicia e igualdad la importancia de «recíproco». Lo justo siempre fue para nosotros aquello que también lo era para el semejante, ya que así llegábamos a un equilibrio moral. No obstante algo ha pasado en nuestro mundo. Ya nos somos recíprocos los unos con los otros. Ahora tenemos algo llamado «reciprocidad negativa» que sería, según la antropología, cuando alguien obtiene un bien de otra persona sin estar dispuesto a una devolución y a través de trampas y engaños. Nuestros valores han cambiado y ya no nos fiamos de los semejantes. Es más, como damos por hecho que nadie va a ser recíproco nosotros nos esforzamos en no serlo tampoco. El problema es que la desconfianza mutua nos hace reservados, esquivos, individualistas y ausentes. La guerra de todos contra todos, y en cualquier momento, ya no nos hace personas libres ni felices. Peor aun, al final de nuestros días pensaremos por qué. ¿Por qué perdimos el tiempo de esa manera? ¿Por qué se fue la vida sin intentar si quiera ser mejor persona porque sí, sin más, porque ser mejor cada día hubiera reforzado nuestra identidad y porque eso nos hubiera introducido en grupos de confianza para sentirnos a salvo. ¿Por qué no lo intentamos? ¿Por qué? ¿Por qué caímos en la enfermedad moral de nuestro tiempo: la ausencia de reciprocidad?

CONFUSIONES

«El capitalismo global nos controla a través de falsas creencias: la dignidad y la identidad»

De forma sucinta hay dos paradigmas del neoliberalismo que deben ser revisados lo antes posible. El barullo dogmático de ambos ha dejado implícito en la praxis social un repertorio de costumbres y usos encaminados hacia la destrucción del individuo. El primero de ellos está basado en la asociación conceptual entre «Trabajo y dignidad». Se han creado una serie de confusiones y cortinas de humo en torno a la idea de «Derecho al trabajo» que muy lejos de garantizarlo lo han convertido en un método de control poblacional. La principal falacia al respecto consiste en hacer creer que la única manera posible de obtener la dignidad es a través de un buen puesto de trabajo; vendiendo así la idea de que es bueno estar integrado en el sistema para disponer de los recursos y la protección del juego capitalista, porque la postura contraria sería la marginación – no ser digno-. Pero eso no puede ser así. La dignidad es la cualidad de hacerse valer como persona respecto a los demás como acto de responsabilidad hacia uno mismo, lo cual está vinculado a la libertad individual. Todo ser humano por el hecho de serlo tiene derecho a su propia autonomía y a ser respectado por ello. O sea todo lo contrario de lo que nos han hecho creer. El trabajo – aunque no todos- nos hace ser seres bastantes indignos porque nos arrebata la libertad. Salvo situaciones de precariedad se ha convertido en una fuente de alienación que nos aleja del respeto que todos nos merecemos. Y bien… el otro paradigma viene de la asociación de ideas como «Trabajo e Identidad». En occidente la identidad se confunde con el estatus social. El perfil social está muy relacionado con la prestación laboral y con las zonas de confort que algunas profesiones proporciona. De ahí que la identidad se disuelva en el estatus. No obstante la identidad es otra cosa: es el conjunto de rasgos de una persona que permiten distinguirla del conjunto, su singularidad. Dicho así es lo autentico de cada uno, lo que no puede tener nada que ver – salvo excepciones- con la profesión (común y repetida). Con ello volvemos a la libertad individual y a la autonomía del individuo, los temas de fondo. A la sazón, el capitalismo global nos confunde tanto que en ningún caso nos hace seres emancipados o independientes. Todo lo contrario nos controla a través de quimeras razonables como una falsa dignidad y una equivocada identidad. 

Fuente:

http://www.elalmeria.es/antonio_guerrero/

http://lamiradazurda.blogspot.com.es/