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La cultura enclaustrada

A finales de la Edad Media el caudal más fecundo de la cultura europea pasó de los monasterios a las universidades. Con este trasvase lo que había permanecido depositado en los recintos monásticos bajo la tutela de los monjes, preservado casi en secreto, se abrió al debate urbano que proponían los espacios universitarios. La cultura europea entró en una nueva dinámica que implicó el fin de dogmas y tabúes, pero que sobre todo supuso la superación del temor en la búsqueda del conocimiento. Los escritores y los filósofos aspiraron a romper el hermetismo de la época anterior, con la aspiración de someter sus concepciones a públicos cada vez más amplios. El uso, junto al latín, de las lenguas populares contribuyó a la consolidación de esta tendencia, como lo demuestra el caso de Dante que, si bien escribió muchas de sus obras en lengua latina, reservó para su joya literaria, la Divina Comedia, el uso del toscano. La culminación de todo ese proceso fue el Renacimiento. La invención de la imprenta y la consolidación de las universidades en las grandes ciudades forjaron un primer gran escenario de convergencia entre la cultura y la sociedad. Aumentó extraordinariamente el número de lectores al tiempo que las obras literarias influían en públicos cada vez más amplios. Shakespeare, Montaigne, Bruno o Cervantes simbolizan bien esta confluencia.

Las universidades occidentales se consolidaron definitivamente en los siglos xix y xx (sumando las americanas a las europeas) y, aunque nunca se despojaron por completo de su origen, por así decirlo, monástico, participaron activamente en la vida cultural moderna. Siempre mantuvieron una tendencia centrípeta y endógena pero, paralelamente, muchos de sus miembros se incorporaron a los debates públicos de su época y fueron grandes creadores de la literatura y del pensamiento. En estos dos últimos siglos es imposible tratar de comprender la historia cultural, o simplemente la Historia, sin atender a la función de las universidades en la dinámica pública y sin subrayar la importancia de numerosos profesores en la esfera creativa.

Pero no estoy seguro de que esto continúe siendo cierto. En los últimos lustros, y de un modo increíblemente acelerado, se ha producido una suerte de inversión de tendencias, a partir de la cual la universidad ha tendido a replegarse sobre sí misma, como si añorara, en un modelo laico, su antiguo origen monástico. Paradójicamente este repliegue se produce en el momento en que las tecnologías de la comunicación, como en el Renacimiento la imprenta, podrían facilitar la expansión de las ideas mucho más allá de los circuitos universitarios.

Desde una cierta perspectiva este retraimiento es la consecuencia de un nuevo antiintelectualismo que se ha asentado poderosamente en la vida social y política de principios del siglo xxi. En un reciente artículo escrito en el New York Times y titulado ¡Profesores, os necesitamos! Nicholas Kristof ha recordado el uso común de la expresión «That’s academic» para descalificar la aportación de un adversario, poniendo, además, el ejemplo de su utilización por el conservador Rick Santorum para criticar los discursos de Obama. Que algo sea «demasiado académico», o sencillamente «demasiado intelectual», es una piedra de toque común en nuestra sociedad. El antiintelectualismo es una de las formas más toscas del populismo, pero parece proporcionar fáciles réditos en una población ávida por ese consumo inmediato de las cosas que la complejidad intelectual casi nunca otorga.

El problema es que la universidad actual se ha convertido, por inseguridad, cobardía u oportunismo, en cómplice pasivo de la actitud antiintelectual que debería combatir. En lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia ofreciendo a la luz pública propuestas creativas, la universidad del presente ha tendido a encerrarse entre sus muros. Es llamativo, a este respecto, la escasa aportación universitaria a los conflictos civiles actuales, incluidas las crisis sociales o las guerras. En dirección contraria, el universitario ha asumido obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser preservado, aún a costa de dar la espalda a la creación cultural.

Cada vez más alejado de lo que había significado la gran cultura, ese microcosmos ha elaborado complicadas normas de autopreservación en las que apenas se reconoce el talante intelectual, abierto y crítico, que se halla en la raíz renacentista de la universidad. Dicho de manera brutal: el humanista ha sido arrinconado por el burócrata (o si se quiere, por un monje sin fe pero con gran perspicacia en la tarea de la propia conservación). Naturalmente, esto no es atribuible a numerosos profesores, pero sí es el dibujo simbólico de una tendencia general que, en sí misma, supone la destrucción de la universidad tal como históricamente la habíamos concebido.

Es importante detenerse en las leyes que rigen en el microcosmos. Hasta hace poco lo que se valoraba en un profesor, además de su capacidad para la investigación, era su magisterio docente y la publicación de libros relevantes en su área de conocimiento. Precisamente esta última tarea era decisiva para facilitar una ósmosis entre la universidad y la sociedad. El libro -y, a poder ser, el gran libro- era el instrumento básico en la vertebración de la cultura y, simultáneamente, el desafío que debía afrontar el profesor que aspiraba a la madurez intelectual. La cultura occidental moderna está jalonada por libros que son fruto de aquel reto. Como complemento de esta tarea muchos profesores trataban de comunicarse con el público más amplio posible mediante la intervención en revistas y periódicos.

No obstante, de un tiempo a esta parte, se ha producido un estrechamiento paulatino del anterior horizonte al mismo ritmo en que la universidad, como institución, ha sacralizado el paper como medio de promoción profesional. En la actualidad una gran mayoría de profesores ha descartado la escritura de libros como labor primordial para concentrarse en la producción de papers. En muchos casos esta renuncia es dolorosa pues frustra una determinada vocación creativa, a la par que investigadora, pero es la consecuencia de la propia presión institucional, puesto que el profesor deber ser evaluado, casi exclusivamente, por sus artículos supuestamente especializados. Como quiera que sea, el nuevo microcosmos en el que se encierra a la universidad traza una kafkiana red de relaciones y hegemonías notablemente opaca para una visión externa a la institución. Además de atender a sus labores docentes, los profesores universitarios emplean buena parte de su tiempo en la elaboración de papers, textos con frecuencia herméticos, destinados a denominadas «revistas de impacto», publicaciones que tienen, por lo común, escasos lectores -siempre del propio ámbito de la especialización- aunque con un gran poder ya que son las únicas «que cuentan» en el momento de evaluar al universitario. En consecuencia, los profesores, sobre todo los jóvenes y en situación inestable, hacen cola para que sus artículos sean admitidos en publicaciones de valor desigual pero insoslayables. Se conforma así una suerte de mandarinato que rige el microcosmos. Los profesores son calificados, mediante las evaluaciones oficiales, de acuerdo con el acatamiento a aquellas normas. La ilusión o vocación de escribir obras de largo alcance -algo que requiere un ritmo lento, que a menudo abarca varios años- debe aplazarse, quizá para siempre.

Este ensimismamiento de la universidad, si merece críticas crecientes en el ámbito de las ciencias, y a las que alude Nicholas Kristof en el artículo antes citado, es directamente desastroso en el de las humanidades, puesto que erradica la figura creativa e intelectualmente abierta para imponer un perfil del profesor sometido a las servidumbres de un pequeño mundo que se presenta como «especializado» pero que, en realidad, es puramente endogámico. Lo peor es que este pequeño mundo, que alardea de rigor académico, se hace implícitamente cómplice del antiintelectualismo populista, al refugiarse en un lenguaje oscurantista y críptico. Podría confeccionarse una auténtica antología del disparate si juntáramos las exigencias burocráticas que, en el presente, rigen la vida universitaria. Entender las normas del microcosmos requiere tantas horas de estudio que apenas queda tiempo para estudiar lo demás. Comprender cómo hacer el paper servilmente correcto obliga, por lo general, a renunciar a toda creatividad y a todo riesgo.

La cultura humanista, nacida de la libertad y de la crítica, corre el peligro, en la actual universidad, de ser enclaustrada, como si volviera al recinto monástico: no a la grandeza de aquellos monasterios que conservaron el saber antiguo sino al inmovilismo dogmático de los que pretendían preservar los conocimientos mediante su reclusión. Por admirable que sea originariamente un conocimiento aprisionado es un conocimiento muerto.

Este artículo ha sido publicado por Rafael Argullol en su blog: www.elboomeran.com

La rebeldía de la cultura

Hace lo suyo que leí un reportaje en Newsweek que hablaba sobre las preferencias de padres de todo el mundo en cuanto a lo que querían que estudiasen sus hijos. Había una clara tendencia, instalada sobre todo en China y EE UU: los padres, celosos del futuro de sus proles, manifestaban una absoluta preferencia hacia conocimientos prácticos y técnicos. Entre ellos la economía y el comercio eran las reinas. Las humanidades, por el contrario, caían en el abismo de la inutilidad.

Aquí en España hemos visto cómo sistemáticamente se han reducido en los institutos materias como filosofía, lengua, literatura, historia, etc. queriendo hacerlas pasar por superfluas. Y lo que es más grave: la gente ha asumido que es así. Un amigo profesor me ha dicho infinidad de veces: “Se quiere formar mecánicos, no ciudadanos críticos que se hagan preguntas o se cuestionen las cosas”.

Hace años recuerdo haber leído en una revista inglesa que, en una universidad, el departamento de Filosofía iba a ser reemplazado por uno nuevo de marketing.

Otra anécdota: hace no mucho, una estudiante francesa de filología me comentó que hoy en día se estudiaba idiomas para después hacer un máster de comercio internacional, que es donde está ‘la pasta’, y por tanto la supervivencia.

¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico?

Evidentemente, uno no tiene nada en contra del comercio y la economía así en abstracto (más allá de las brutales injusticias y desigualdades que se crean en nombre de estas palabras). Tampoco de que el mundo se llene de profesionales prácticos y precisos. De técnicos sobresalientes que hagan que todo funcione como un reloj.

Pero… ¿funciona todo como un reloj?

No. Lo que me alarma es que este proceso venga acompañado de una creciente desvalorización y olvido de la cultura y las humanidades. De las ciencias suaves que nos convierten en algo más que bestias. ¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico? Guerras, colonialismo, explotación, deforestación, hambre, apoyo a dictaduras.

“En mi trabajo no entran en juego consideraciones morales”, decía hace no mucho en un reportaje sobre bancos de inversión uno de estos estupendos técnicos.

¿Entonces hay aspectos de la vida en los que la moral entra y otros en los que no? Eso, en mi ingenuidad, no lo comprendo. Porque la crisis financiera provocada por las malas prácticas de estos bancos ha generado pobreza y sufrimientos humanamente incalculables. ¿Y no entran en juego consideraciones morales?

Durante dos años sucedió que traté con personas del ámbito del comercio, del marketing, etc. Profesionales estupendos, de una seguridad y precisión irreprochables en su trabajo. Sin embargo, en lo general, sus cálculos siempre fallaban. ¿Por qué? Porque reducen el mundo a números, a estudios de mercado, a planes de optimización del beneficio, a ofertas y demandas. Y esa es una visión paupérrima, incompleta, de la realidad. Ésta no puede comprenderse sin la historia, sin la filosofía, sin la literatura, sin la antropología, sin un conocimiento verdadero del ser humano.

Los seres humanos somos mucho más que consumidores. Las sociedades no son mercados. No todo lo que hay en el universo puede reducirse a marcas. No todo está obligado a ser económicamente rentable.

La cultura es el único antídoto contra estas peligrosísimas idioteces. Porque a mí me parece que tras este convertirnos a todos en robots hay algo verdaderamente siniestro e intencionado. Un salvaje ataque contra la democracia y la libertad verdadera, que es muy distinta de la de “los mercados”.

Por eso la cultura no puede limitarse a ser un adorno que uno se cuelga para lucir en las cenas, como se pretende, sino un instrumento que nos permita manejarnos en la vida. Tomar las decisiones correctas y justas. Si uno quiere ser justo, claro.

Artículo de José Miguel Vilar-Bou, publicado en: www.eldiario.es

Fina Birulés: “Cultura es el deseo de añadir algo propio al mundo”

Fina Birulés es una de las más reconocidas especialistas en la obra de Hannah Arendt, a quien ha estudiado a través de los temas de investigación que más le interesan: historia, acción y subjetividad política, así como la teoría feminista y el estudio de la producción filosófica femenina. Editora y autora de diversos volúmenes (entre los que destacan su biografía filosófica de Arendt, disponible en Herder), ha publicado recientemente junto con Ángela Lorena Fuster en Trotta Más allá de la filosofía. Escritos sobre cultura, arte y literatura.

A pesar de las reivindicaciones que se han dado en estos últimos meses, la filosofía, como disciplina puramente teórica, sigue amenazada por los planes de estudio y las postreras reformas educativas. ¿Qué papel ocupa –o cree debería ocupar– social y políticamente la filosofía?
Vivimos en sociedades donde todo parece estar destinado a ser consumido rápidamente y a mostrar, mientras dure, su funcionalidad. De ahí que las humanidades parezcan tener poco espacio, ya que el terreno en el que nacen y crecen es el liberado de la utilidad, de la inmediatez de las urgencias: su tiempo es el postergado, el diferido. Las humanidades y el pensamiento tienen que ver con aplazamientos e interrupciones de los procesos naturales, sociales e históricos. Por ello, la cultura es algo más que el fruto de individuos que se viven a sí mismos en una suerte de plenitud autosuficiente, a la que no cabe aportar nada y en que no se echa en falta nada: la cultura es expresión del deseo de añadir algo propio al mundo o de la voluntad de pasar cuentas con lo heredado. Frente a la aspiración del conocimiento científico a obtener resultados y a llegar a verdades que se van revisando, el pensar trata de aclarar, desenredar, sin pretender determinar la decisión o la acción. Así, hay quien ha dicho que la filosofía es el arte de formar, inventar, de fabricar conceptos; los conceptos son centros de vibraciones de nuestra red discursiva y la tarea de quien se dedica al pensamiento es tratar de despertar un concepto dormido, representarlo de nuevo en un escenario inédito. Pensar es salir del círculo trazado, interesarnos por lo no dicho, atrevernos a ir más allá y, con ello, descubrimos una de las formas de movernos libremente en el mundo. De nuestra capacidad de pensar, de valorar afirmativa o negativamente lo que ocurre, de especular sobre lo desconocido o lo incognoscible, dependen, en última instancia, los principios a partir de los cuales juzgamos o actuamos. Quizá es el momento de decir que, a la pregunta “¿para qué sirve el pensamiento filosófico?”, no cabe ya contestar con aquello de que su grandeza radica en el hecho de que no sirve para nada, porque esto sería una muestra de coquetería o directamente de mala fe. Quizás tratar de responder reflexivamente nos obliga a interrogarnos sobre el concepto de utilidad, su lugar en nuestras redes conceptuales y su estatuto de criterio único de valoración en nuestro mundo.

Acaba de publicar, junto con Ángela Lorena Fuster, Más allá de la filosofía. Escritos sobre cultura, arte y literatura (Trotta, 2014), de Hannah Arendt. ¿Qué tienen en común y qué límites separan la filosofía de la literatura? Aun cuando poseen un método distinto, ¿persiguen la misma finalidad?

Cuando, junto con Lorena Fuster, empezamos a preparar esta antología de artículos poco conocidos de Arendt, queríamos mostrar a través de su publicación que, para ella, el relato, el poema, son en muchas ocasiones caminos de aproximación a la vida y a los hechos históricos. De hecho, parece como si una de las fuentes de irrigación de su obra fuera la literaria, como si pensara con los narradores y los poetas. Incluso en los tiempos más difíciles, Arendt afirmaba que para ella Alemania era “la lengua materna, la filosofía y la poesía. De todo esto puedo y debo responder”. Así, a lo largo de su vida, parece haber preferido la compañía de artistas y escritores que, a pesar de ser conscientes de la impotencia de sus artes para cambiar lo real, empeñan su imaginación en captar una chispa de su verdad. Recientemente, Bérénice Levet ha escrito, refiriéndose a Arendt: “Preferir la compañía de artistas es ‘una cuestión de gusto’, de gusto en el sentido fuerte, noble y kantiano del término, es decir de juicio”.
También investiga asuntos feministas y ha abogado por la defensa de la filosofía que llevan y han llevado a cabo diversas mujeres. ¿En qué momento se encuentran los estudios feministas? ¿Hacia dónde se encaminan?
Junto con Rosa Rius y otras investigadoras, desde 1990 hemos trabajado en la recuperación de la obra y el pensamiento de las filósofas. Yo me he dedicado básicamente a pensadoras del siglo XX (Hannah Arendt, Simone Weil, Sarah Kofman, Rachel Bespaloff, Simone de Beauvoir, Françoise Collin…), la mayoría de las cuales difícilmente se pueden considerar feministas. Pero su pensamiento –situado en un lugar entre dentro y fuera de la tradición filosófica– nos ayuda a pensar, porque con sus interrogaciones nos aparta de la tentación de transitar con comodidad por los caminos más frecuentados. Por lo que respecta a la teoría feminista, en este momento está, por una parte, en un proceso de progresiva institucionalización, y por otra, se enfrenta a quienes hablan de “postfeminismo”. En cualquier caso, una de las cuestiones centrales e interesantes que interpela a la teoría feminista es la planteada por los discursos que enfatizan el lugar central que debería ocupar el cuestionamiento a la heteronormatividad y que ponen el acento en la desnaturalización del género y en un pensamiento crítico, un activismo que no excluya a nadie por motivos de género, raza o clase. Este reconocimiento de todas las diferencias parece dejar entrever que nos hallamos ante una nueva apuesta por la indiferencia de los sexos, o por la provocadora ‘mezcla de los sexos’, que socialmente siempre ha generado un cierto desasosiego.
Precisamente hace no mucho publicó, con Rosa Rius, una excelente e imprescindible compilación de textos sobre Simone Weil (Lectoras de Simone Weil). En Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social, explicaba que “el poder encierra una especie de fatalidad que se abate tan implacable sobre los que mandan como sobre los que obedecen; más aún, en la medida en que subyuga a los primeros, se sirve de ellos para aplastar a los segundos”. ¿Qué vigencia encierran todavía estas palabras de Weil, y en qué sentido?
Simone Weil es otra pensadora irreductible a nuestro discurso político contemporáneo, pero, a la vez, en tiempos de privación, en que sentimos la necesidad de palabras que contengan verdad, sus escritos nos resultan imprescindibles. Ella recomendaba sentir desconfianza y recelo hacia las palabras adornadas con mayúsculas, nunca definidas y que empujan a los humanos a repetirlas y a derramar sangre sin obtener nada que les corresponda.


Tanto Weil como Arendt se interesaron abierta y explícitamente por la cultura griega. ¿Cuán patente está el pensar y actuar griegos en su sentido más clásico?

La polis griega seguirá existiendo en el fondo de nuestra existencia política siempre que sigamos usando la palabra ‘política’, nos recuerda Arendt. Ambas pensadoras, desde enfoques muy distintos, encuentran en el pensamiento y la poesía griegas alimento para su pensar y decir la experiencia de su propio tiempo, en la Ilíada o en la tragedia, por ejemplo. Y podríamos decir que en su obra asoma la pregunta: ¿si no somos griegos, qué clase de ciudadanos somos?


¿Qué pensadoras, a su juicio, habría que sacar a la palestra que aún no son suficientemente conocidas? Por ejemplo, el CSIC acaba de publicar algunos de los escritos más importantes de Marie de Gournay.

Me parece una muy buena noticia la edición de Marie de Gournay hecha por Montserrat Cabré y Esther Rubio, así como que haya sido publicada en la colección Clásicos del pensamiento del CSIC. Todavía hay que publicar y estudiar muchos textos importantes de pensadoras de todos los tiempos, pues en su recuperación no solo se juega el paliar una injusticia histórica (su exclusión de la cronología), sino el poder subsanar importantes lagunas teóricas del discurso dominante. De ahí que no baste con colocar la obra de las pensadoras como un apéndice en las historias del pensamiento, como si su estudio y análisis solo fuera un gesto epocal.
En la introducción de Más allá de la filosofía. Escritos sobre cultura, arte y literatura, se explica que “toda acción acaece, pues, en una trama de relaciones y referencias ya existentes, de modo que siempre alcanza más lejos: pone en relación y movimiento más de lo que el propio agente podía prever”. ¿Nos aboca esta afirmación, en última instancia, a un determinismo difícil de salvar?
Más bien se trata de partir de un hecho al que, a menudo, la filosofía no ha atendido: la temporalidad y la contingencia del estar con los demás es el contexto en el que actuamos. La propia Arendt afirma que la contingencia no es un modo deficiente de ser, como han creído los filósofos, sino el modo de ser de la comunidad política. Para explicarlo brevemente se puede decir que calificamos de contingente lo que podría ser de otra manera y que parece que podemos cambiar de forma intencionada, como por ejemplo que yo conteste a esta entrevista o no; pero contingente es también aquello que, a pesar de poder ser de otra manera, no está en nuestras manos cambiar, una muestra de ello serían los golpes de fortuna o el tipo de concepción del mundo en que nos ha tocado crecer; en este último caso, nos pasa algo que no hemos elegido ni deseado y que no nos es posible modificar de forma totalmente libre. Los humanos somos siempre más nuestras contingencias y casualidades que nuestras elecciones y es a partir del reconocimiento de este hecho que Arendt trata de repensar la libertad y la acción políticas.


En la misma publicación de Trotta, Arendt dedica un extenso apartado a la poesía de Rilke. Ya conocemos la reticencia de Platón por la labor de los poetas en la polis (expresada, por ejemplo, en el diálogo Ion o de la poesía), pero más allá de las disputas por hacerse con el dominio cultural de una época, ¿supone la poesía, como la filosofía, un tipo de conocimiento?

El artículo sobre Rilke, escrito junto con Günther Stern y publicado en 1930, nos sitúa en el inicio de una década en la que los acontecimientos interrumpieron la juventud de Arendt y la alejaron de la filosofía, pero no de la poesía. Como ha subrayado Lorena Fuster en otras de sus publicaciones, Arendt apreciaba la cualidad poética del pensamiento de Walter Benjamin, Franz Kafka o Martin Heidegger; sin embargo –como muestra el ejemplo de Heidegger–, el pensamiento poético puede desentenderse del mundo con facilidad, embelesado en su propia poética productiva. Por eso Arendt parece preferir otra relación con el mundo, la que además de pensarlo en su singularidad, lo cuida activamente a través de la atención hacia los seres y los objetos que ingresan en el espacio de apariencia, consciente de su precariedad. Las consideraciones arendtianas están habitadas por una tensión entre poiesis y praxis, quizás porque para ella la literatura, y cualquier arte, es entendida y valorada en términos de pensamiento político. De ahí que en últimos escritos subrayara la cercanía de lo poético y lo político.
Teniendo en cuenta el aparente éxito de las nuevas alternativas políticas, ¿se ha modificado de alguna forma la noción que teníamos de cuerpo político, de comunidad, más allá de constituir un vasto e indiferenciado conglomerado de personas? ¿Es posible contrarrestar los perjuicios del neoliberalismo más agresivo a través de fórmulas políticas?
Creo que hace ya algún tiempo que, no solo en nuestro país, muchos son los que han manifestado el cansancio con respecto a la política actual y la voluntad de experimentar nuevos caminos para el ámbito público. Además, se multiplican las protestas frente al predominio de las decisiones impuestas por supuestos “expertos” que presentan la crisis económica como un fenómeno de características casi-naturales y que tienen como efecto no solo el empobrecimiento de la población, sino también la desaparición de buena parte de las relaciones políticas y de los derechos adquiridos. Ante la alarmante emergencia de nuevas formas de servidumbre, entiendo que ciertamente hay que repensar la noción de espacio público, de comunidad política, pero básicamente hay que arriesgarse, tomar decisiones, y tratar de intervenir.

■ Texto: Carlos Javier González Serrano

Entrevista tomada de la revista Filosofía Hoy.