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Charles Baudelaire: el encuentro con el mal

Al contrario de lo que sucede con otros autores –más preocupados por el juicio de la Historia–,Baudelaire (1821-1867) se deja conocer en sus escritos (en los que siempre se expresó sin tapujos) de igual o mejor forma que en sus actos. No fue un escritor prolífico, tampoco una figura literaria de primera línea en aquel segundo tercio del siglo XIX (eclipsado, entre otros, por Victor Hugo y Alejandro Dumas). A pesar de ello, su descaro a la hora de enfrentarse a los gustos establecidos y a las normas literarias predominantes, junto a la característica sinceridad que rastreamos en sus obras, le dieron pronto una merecida fama gracias a la que sus contemporáneos pudieron comprender mejor, aunque incómodamente, su tiempo y a sí mismos.

La vida no posee más que un encanto verdadero: el encanto del juego. Pero, ¿y si nos resulta indiferente ganar o perder?

Las consecuencias del vertiginoso desarrollo urbanístico que en aquel tiempo comenzaba a convertir París en una gran metrópoli (paulatina industrialización, diseño de enormes avenidas, etc.), desarrollo al que Baudelaire asistió durante toda su vida, le inclinaron a observar con actitud recelosa el concepto de progreso y todo cuanto este pudiera traer consigo: “La virtud es artificial, sobrenatural –aseguraba–. El mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte”. Pero pronto nos asalta uno de los mayores atractivos de la obra del francés: los fuertes contrastes y las contradicciones cordiales de su pensamiento. En 1863 nuestro protagonista publicaba un interesante artículo, bajo el título de “Elogio del maquillaje”, en el que abogaba por la huída de lo natural en favor de aquellas conductas humanas que tienden a “sobrepasar la naturaleza”, a hacer un “permanente y sucesivo esfuerzo de reforma de la naturaleza”. En contra del concepto de buen salvaje de Rousseau, Baudelaire elogiaba todo cuanto estuviera relacionado con lo artificial: debemos alejarnos de todo lo natural, auténtica sede y origen del mal. Mientras, aquella ciudad de París de la que por momentos renegó, no cesaba de cambiar: de devenir, precisamente, “artificial”.

Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es un deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es un gozo de rebajarse.

Charles Baudelaire

Baudelaire escribió aquellas líneas ya próximo a su muerte, cuando los achaques de distintas enfermedades (provocadas por sus excesos de juventud –droga, alcohol y prostitución–) hacían mella en su cuerpo y en su ánimo. En ellas intenta justificar una trayectoria vital que siempre interpretará bajo la sombra del arrepentimiento. Un arrepentimiento que no tiene su base en acciones reprobables, sino en la permanente huida del tiempo. Esta concepción de la existencia como un viaje efímero del que hay que dar cuenta quedó claramente expresada en dos de los poemas más célebres de Las flores del mal: “El reloj” y “Lo irreparable”, en los que rastreamos versos como estos: “Acuérdate que el Tiempo es un ávido jugador/ que gana sin hacer trampas, ¡en todo lance!, es la ley”, o “¡Lo Irreparable roe con sus dientes malditos!”.

¡Qué diferente y qué poco es lo que queda de un hombre, a excepción del recuerdo! Pero el recuerdo no es más que un nuevo sufrimiento.

En ninguno de ellos encontramos la confesión de un hombre arrepentido por un acto concreto o por la comisión de alguna fechoría cualquiera. Más allá, a Baudelaire le interesa subrayar el carácter crónico de uno de los males endémicos de nuestra existencia: el tedio de vivir, “el fruto de la melancólica falta de curiosidad”, una indiferencia dolorosa que quedó recogida bajo el nombre de spleen. En una carta que Baudelaire dirigió a su madre en 1957 define certeramente este concepto: “Lo que siento es un inmenso desánimo, una sensación de aislamiento insoportable, una ausencia total de deseos, una imposibilidad de encontrar cualquier diversión”.

Crueldad y voluptuosidad, sensaciones idénticas, como el calor extremo y el extremado frío.

Mucho tiene que ver con el spleen nuestra conciencia fragmentada, siempre en tensión entre dos extremos: el bien y el mal. Baudelaire se deja arrastrar en este punto por Poe, a quien leyó, estudió y tradujo, y al que creyó sin duda cuando el autor norteamoricano explicaba que la perversidad, como fuerza primitiva e irresistible, hace que el hombre sea “sin cesar y a la vez homicida y suicida, asesino y verdugo”. Los seres humanos somos ángeles caídos, divididos esencialmente en dos mitades que se excluyen y repudian de manera constante: “¿Qué es la caída? –escribía Baudelaire en Mi corazón al desnudo–. Si es la unidad que se convierte en dualidad, es Dios quien cae. En otros términos, ¿no será la creación la caída de Dios?”.

Hay que estar siempre ebrio. Nada más: ese es todo el asunto. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que os fatiga la espalda y os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, como queráis. Pero embriagaos.

Retrato Baudelaire

“Quien se liga al placer, es decir, al presente, me hace el efecto del hombre rodando por una pendiente”.

Es más, nos vemos atraídos misteriosa y permanentemente hacia el mal: aquella perversidad constituye una fuente inagotable de placeres para quien da rienda suelta a sus inclinaciones satánicas. Ya curtido por la experiencia que dan los años, Baudelaire no dudaba en afirmar que “la voluptuosidad única y suprema del amor radica en la certidumbre de hacer el mal. Y tanto el hombre como la mujer saben de nacimiento que en el mal se encuentra toda voluptuosidad”. Baudelaire es tajante en este sentido: Dios necesita a Satán para mostrar su poder tanto como Satán necesita de Dios para afirmarse frente a él. Es por eso que ambas fuerzas, inextinguibles, despiertan en el alma humana sentimientos encontrados

 

de temor y veneración. Nuestra necesidad de acudir a la divinidad dependerá, en última instancia, de la imagen que guardemos de nosotros mismos. El fuerte y seguro de sí (términos que recuerdan mucho a Nietzsche) no necesitará echar mano del consuelo de la creencia, mientras que los que caen presa de la desgracia –y la hacen suya como si fueran culpables– buscarán a Dios. Así, Baudelaire mencionaba este mandamiento en Mi corazón al desnudo: “Ser un gran hombre y un santo para sí mismo, he aquí la única cosa importante”.

Este es uno de los caracteres más interesantes de la Belleza, el misterio.

Como decía más arriba, también el progreso, la industrialización y el comercio fomentan la innata perversión humana. El poeta –y el artista en general– es, por el contrario, un repudiado, un paria, alguien a quien se excluye de la sociedad por todo cuanto se atreve a denunciar públicamente: “el mundo está compuesto de gentes que no pueden pensar más que en común, en bandas” –aseguraba Baudelaire–. Sólo puede existir un único progreso moral: el del individuo en su unicidad. La sociedad adocena, adoctrina y empuja a pensar de forma uniforme, erradicando toda eminencia que pretenda resaltar: “Religiosa embriaguez de las grandes ciudades. Panteísmo. Yo soy Todos. Todos, soy yo”. Tal es el placer de sumergirse en la masa, que también esconde un aspecto anímico, existencial: cuando nos mezclamos en una multitud nos sentimos solos, precisamente, porque experimentamos de primera mano la indiferencia –y en ocasiones el desprecio– de quienes nos rodean.

Sin el don divino de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar este terrible desierto del tedio?

Baudelaire muere persuadido de que el hombre hace el mal porque sufre, por su condición de desterrado en un escenario que, salvo excepciones, siempre le es hostil. El mal no existiría y sería superfluo si no se diera el sufrimiento, que además es siempre creciente. Aunque –y quizás fuera su único alivio– por encima de este mundo que arremete con la fuerza de un vendaval, siempre planeará el poeta, que no dudará en intentar descubrir entre tanto contraste una unidad que parece perdida… para siempre.

Baudelaire Rochegrosse

Convencido de que la temporalidad afecta decisivamente al núcleo de la moral, Baudelaire redactó Las flores del mal –su obra más conocida, publicada por vez primera en 1857– a sabiendas de que la dualidad entre placer y dolor, unida a la conciencia de la fugacidad del tiempo, constituye lo más característico del ser humano. El libro se vio envuelto desde el principio en la polémica. El ministerio del Interior parisino puso enseguida en marcha una campaña de escarnio mediante la que se declaró que Las flores del mal entrañaba “un desafío lanzado a las leyes que protegen la religión y la moral”. Tanto el autor como sus editores fueron llevados a juicio, acusados de ultrajar la moral pública y las buenas costumbres.  En esta obra, Baudelaire se propuso extraer la belleza del mal y ponerla a disposición de un público “aristocrático”: no se dirige a las masas, sino a la élite espiritual que pueda comprender su mensaje. Su intento de escandalizar y poner en vilo los convencionalismos sociales más arraigados de la época tuvo éxito… al precio de que las autoridades civiles cercenaran el texto original y consintieran su futura publicación sin incluir aquellos poemas que con más fuerza atentaban contra el fomento de la virtud. En Las flores del mal quedan planteados los temas que más preocuparon a Baudelaire durante toda su vida: el amor, el avance inexorable del tiempo, su relación con las mujeres, la brevedad de la existencia, el aburrimiento, la muerte y el papel del artista en la sociedad. Aunque nada es capaz de calmar el gusto del autor por la nada, que llega a convertirse en verdugo de sí mismo: “¡Ay, todo es abismo; –acción, deseo, sueño, palabra!”, suspira Baudelaire.

Los Pequeños poemas en prosa, que su autor nunca llegó a ver publicados en vida, “son –en palabras de Baudelaire– como las Flores pero con mucha más libertad, y más detalles, y más humor”. En ellos no se abandona el terreno moral y se continúa la investigación sobre el mal, aunque en este caso la perspectiva es más social que individual. En las Reflexiones sobre algunos de mis contemporáneos, Baudelaire se preguntaba qué es un poeta: dado que la existencia es un gigantesco jeroglífico, su labor es la de actuar como una suerte de traductor o descifrador. Por eso, “sé siempre poeta, incluso en prosa”, invitaba. Por su parte, en Los paraísos artificiales y El vino y el hachís, Baudelaire pone sobre la mesa los efectos de las drogas y el alcohol –que no tuvo reparos en experimentar a lo largo de toda su vida–.

Por último, es digna de mención una de sus obras menos conocidas, quizás porque se trata de su única novela, donde Baudelaire se autorretrata de manera magistral: La Fanfarlo, redactada alrededor de 1843, en la que narra las cuitas de su álter ego, Samuel Crane, personaje que se verá envuelto en una enrevesada trama amorosa que le llevará a confesar sentimientos de los que se creía a salvo.

Este artículo pertenece al blog Sociofilosofía o El Vuelo de la Lechuza: apuntesdelechuza.wordpress.com

Los jóvenes y la filosofía. Entrevista a la ganadora de la olimpiada filosófica de Castilla y león 2015

Poco antes de las vacaciones de Semana Santa se celebró la final de este año 2015 de la Olimpiada filosófica de Castilla y León, una interesante competición escolar , o más bien celebración, en torno al mundo de la filosofía y el pensamiento. Los participantes eran alumnos de centros de secundaria de toda Castilla y León, uno por provincia después de las finales provinciales, y hoy hemos querido habla con Noemí Fernandez Uemura, ganadora regional de la modalidad de dilemas filosóficos, en un intento de conocer lo que las generaciones más jóvenes piensan sobre algunos asuntos que nunca solemos preguntarles.

Para hablar sobre los jóvenes hay también que escucharles de vez en cuando, así que os dejo con ella.

 

-Juventud y filosofía parecen, en principio, dos temas que extraña ver juntos. ¿Por qué?

Seguramente en este momento de nuestra historia no relacionamos la filosofía con nada que no sean aquellos antiguos y sabios griegos. Al fin y al cabo, ¿cuántos adultos de hoy en día pueden jactarse de haber leído a Platón o a Kant? En el mundo actual no hay, por desgracia tiempo para la filosofía, o más bien, no hay tiempo para pensar, porque tenemos tantas cosas que captan nuestra atención a diario que muchas veces no somos capaces de pararnos a pensar un poco sobre nuestra propia naturaleza y la forma en que vivimos.

-¿Crees que pensar es una actividad de riesgo?

Por supuesto. :)

Si piensas te das cuenta de cosas que ocurren y si te das cuenta de lo que pasa, quieres remediarlo o al menos intentar mejorarlo, y para ello hace falta información, que tiene que ser investigada y eso le da mucha pereza a la gente. Si piensas, te arriesgas a dejar de ser uno de tantos que se dejan llevar sin hacer preguntas, y eso a ciertas personas les molesta.

-¿Puede ayudar en algo la filosofía a nivel práctico o la consideras un pasatiempo intelectual?

La filosofía es un estupendo pasatiempo, pero los pasatiempos tienen también su utilidad, porque cuanto más pienses, más ganas tienes de aprender y de saber cosas nuevas, lo cual es estupendo para desarrollar la curiosidad, que es la base de un buen estudio. Por lo tanto, considero que la filosofía ayuda a mejorar el aprendizaje.

-¿Nos ayuda la filosofía a ser más inteligentes?

No. Un estúpido es un estúpido por mucho que filosofe, pero lo cierto es que los estúpidos no suelen interesarse por la filosofía y si entran en contacto con ella (o se ven obligados a ello en algún momento de su vida), no la entienden porque suelen ser incapaces de seguir un pensamiento lógico sin perderse. La filosofía requiere de cierta inteligencia y ayuda a pensar, pero no hace milagros.

-¿Y a ser mejores personas?

Tampoco. Al fin y al cabo Maquiavelo era un filósofo del que no dudo que no era una buena persona. La filosofía puede ayudar a una buena persona a ser mejor persona, pero también puede ayudar a una mala persona a reforzar sus posiciones.

-Ganadora en la modalidad dilemas… ¿Qué es realmente un dilema, en tu opinión?

Un dilema es una situación real o ficticia en la que existe un problema para el cual hay dos soluciones. Ambas tienen razones por las que son buenas y razones por las que no lo son. Resolver un dilema consiste en analizar minuciosamente la situación y las posibles salidas y decantares por una u otra dependiendo de las conclusiones a las que se ha llegado.

-Por lo que hemos leído, este año los dilemas versaban sobre la diferencia entre lo legal y lo legítimo.  Parece difícil… ¿Algún atajo para desentrañar esos problemas que se nos plantean?

Lo más fácil es pensar lo que haría uno mismo si se encontrase en esa situación. Todos tenemos claro que lo legal es lo que dice la ley, pero tal vez la legitimidad sea un concepto más complicado. Yo creo que si una ley perjudica a alguien inocente, es legítimo que este la infrinja, ya que no sería moral que alguien que no ha hecho el mal se vea castigado. Por ejemplo: si existiese una ley que prohibiese a las personas a acoger a alguien en su casa, lo legal sería cumplir dicha ley, pero sería legítimo acoger a tu hermano sin trabajo.

-¿Cual es para ti el mayor dilema de nuestro tiempo?

La contaminación y el calentamiento global. El dilema planteado sería más o menos así: ¿Deberíamos reducir las emisiones de gases contaminantes, controlar los vertidos industriales en las aguas, fomentar el reciclaje, emplear el transporte público e invertir en la búsqueda de fuentes limpias de energía aunque sea costoso y conlleve a la disminución de nuestro nivel de vida o por el contrario deberíamos continuar igual que ahora arriesgándonos a acabar con el planeta? Para mí la respuesta es clara, pero hay muchas personas en el mundo que no se dan cuenta de la importancia de este asunto.

Muchas gracias.

Suerte en la final nacional de Madrid.

Artículo publicado por Javier Pérez en: www.elcotidiano.es

¿Qué es la filosofía?

1. Una reflexión sobre lo que realmente importa

Los seres humanos no logramos vivir cabalmente como tales –aunque sí podamos satisfacer nuestras necesidades básicas y prosperar económica y socialmente– cuando nuestra vida no se sitúa en un horizonte suficiente de comprensión de nuestro ser y de nuestro actuar, tanto a nivel individual como a nivel social.

La filosofía es un constante e inagotable cuestionar sobre lo que realmente importa. Esa reflexión atraviesa y constituye toda la historia de occidente. Se equivocan quienes sostienen que la filosofía es accesoria, que su radio de acción no llega a la vida, que el pensamiento no es transformador ni revolucionario. La historia acontecida, para quien quiera conocerla, muestra con creces lo contrario.

La maltrecha Europa obedece a un proyecto filosófico y es –a pesar de todas las distorsiones– su plasmación. Se trata de un proyecto ético-político en el que la vinculación de la ética con la metafísica resulta probada.

En el origen histórico-filosófico que nos constituye, ética, filosofía y política iban de la mano y eran una. Nuestro descalabro actual es la consecuencia (al menos en buena medida), de haber perdido esa fructífera y esencial unidad. Porque no hay política posible que no esté gobernada por el sentido de lo justo y lo injusto.

2. Una cierta sabiduría humana

La filosofía es concebida por Sócrates, maestro de Occidente, como “sabiduría de las cosas humanas”; esas que realmente importan; una sabiduría que se alcanza cuando se conocen las diferencias y se va a la esencia. Hasta el momento nada parece indicar que las ciencias puedan sustituir a la filosofía en esta tarea. Su cometido es otro; puede ser útil dominar la naturaleza y contribuir al progreso, perocomprender el mundo que construimos y en el que somos es algo irrenunciable.

Para poder llevar a cabo esta comprensión, Sócrates y Platón nos proporcionaron claves maestras. Así, hay que destacar el rendimiento de la diferencia entre apariencia y realidad; una distinción que, en último término, se ha de remitir a la diferencia ontológica. Desde ella se explica de manera impecable la necesidad del recuerdo (anamnesis). En cualquier caso, no se puede olvidar que la filosofía es el recuerdo y el recordatorio de la diferencia.

3. La filosofía en la escuela y la universidad

Es de importancia capital que la filosofía se enseñe en la escuela y que se le reconozca el papel esencial que desempeña para la formación de la humanidad en cada persona. Si la filosofía desaparece de la escuela o se la arrincona, se pone en riesgo el cultivo de lo más específicamente humano; se merma la capacidad de crítica; se enrola con más facilidad a los estudiantes en el ejército anónimo de los servidores del mercado; se amputa fácilmente la posibilidad de la diferencia y la creatividad; se engrosa la masa anónima de trabajadores especializados y escasamente desarrollados personal, intelectual y moralmente. En definitiva, se ponen las condiciones idóneas para que triunfe la maquinaria que sirve a los intereses financieros y de poder de unos pocos a los que, desde luego, poco les importa la verdad y la justicia.

Si la filosofía se menosprecia porque lo que aporta no contribuye directamente a la competitividad en la sociedad globalizada, cabe sospechar que los gobiernos estén buscando una instrucción en la escuela que sirva sólo a los intereses del mercado. Una instrucción que luego se quiere perfeccionar en la universidad, redefinida ahora como una fábrica de dóciles cerebros especializados. Lejos queda la idea original de un ayuntamiento de maestros y profesores entregados al estudio y la investigación, libres e independientes de intereses espurios. Ya no interesa la búsqueda de la verdad y el conocimiento, porque no aporta beneficios empresariales. Así, junto con esta servidumbre institucional e institucionalizada, también desaparecen la autonomía y libertad personales.

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Carmen Segura Peraita es Profesora titular de Filosofía en el Departamento de Filosofía Teorética de la Universidad Complutense. Becaria de la Alexander von Humboldt-Stiftung, ha realizado diversas estancias de investigación y docencia en universidades europeas e iberoamericanas. Entre otros libros ha publicado: La dimensión reflexiva de la verdad, Hermenéutica de la vida humana y Fracasos de la razón. Además, ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas.

Artículo publicado en: www.lamarea.com

Platón en «Para todos la 2»

Una tertulia filosófica en el programa de RTVE, «Para todos la 2», en el que intervienen la catedrática de la UNED, Teresa Oñate, y Jorge de los Santos, artista plástico y pensador. En ella, se discuten varios temas alrededor de la figura de Platón y se reflexiona sobre cómo hoy Platón sigue en cartel desde el contexto actual en el que vivimos.

Hermenéutica del sentido

Luis Garagalza, profesor de la Universidad del País Vasco, publica en Editorial Anthropos su libro “El sentido de la Hermenéutica”, cuyo subtítulo reza “La articulación simbólica del mundo”. En esta rica obra filosófica se estudia la Hermenéutica contemporánea, fundada por H.G. Gadamer, como una filosofía de la comprensión e interpretación del sentido, a través de su simbólica, es decir, del lenguaje simbólico.

En la primera parte, se descubre el lenguaje como el hilo conductor del pensamiento contemporáneo a partir del humanismo. En la segunda parte, se analiza el lenguaje en la tradición filosófica y cultural, especialmente en el romanticismo y el simbolismo. En la tercera parte, se proyecta la relación entre el sentido y el sinsentido, caracterizando a este último liminarmente como la negatividad y el mal.

Si en el Preámbulo del libro el autor plantea la Hermenéutica como una filosofía existencial abierta al sentido simbólico, en la Conclusión se replantea la Hermenéutica como una filosofía existencial abierta a un sentido que limita con el sinsentido. Finalmente se trata de afirmar el sentido, así como de asumir el sinsentido críticamente, hasta abrirlo a una trascendencia cultural y simbólica, en la línea de G. Durand y H. Corbin.

Pero el profesor Garagalza aporta a una tal Hermenéutica simbólica una impronta personal inconfundible, la cual consiste en proponer una versión radical del sentido en correlación conflictiva con el sinsentido, una visión dialéctica inspirada por E. Cassirer, pero corrigiendo su idealismo. En efecto, mientras que la Hermenéutica simbólica moderna funciona imaginalmente de arriba abajo, la Hermenéutica garagalziana funciona radicalmente de abajo arriba, desde la periferia del sentido y su frontera con el sinsentido.

El sentido de la Hermenéutica consiste precisamente en mantener abierta la pregunta por el sentido de la existencia. Pero al preguntar por el sentido de la existencia se alude ya al sinsentido: no habría pregunta por el sentido sin la sospecha o la impresión de un cierto sinsentido y absurdo. Sentido y sinsentido resultarían, pues, correlativos. Quizás podría decirse que la interpretación pretende precisamente dar sentido a lo que se ofrece de entrada como sinsentido, articularlo, asumirlo o integrarlo. Interpretar el sinsentido puede ofrecer ya una cierta apertura, un esbozo de sentido, el inicio de una búsqueda, aunque sea una búsqueda inacabable. La necesidad de búsqueda puede servir para comprender que la interpretación humana consiste en asumir, sobrellevar y aceptar el sinsentido efectivo, patente, literal, intentando abrirlo a un sentido interior, latente, afectivo, que si se presenta no lo hace de un modo directo, sino simbólico.

Lo que interesa en el libro que comentamos es la pregunta por el sentido humano, existencial, concreto, más que la razón pura, esencial y abstracta que ha imperado en nuestra filosofía metafísica y en nuestra cultura occidental. El sentido de la hermenéutica se inserta, pues, en la línea de la crítica de la metafísica, pues resulta ser un sentido implicado con el sinsentido, un sentido que no es inmutable, estático, sino que va aconteciendo, cuando acontece, a través de la apertura de la interpretación . Podríamos comparar la razón de la metafísica con la luz del sol que expulsa a la oscuridad como el héroe expulsa al dragón en las mitologías patriarcales, una luz presuntamente pura y sin sombras. El sentido de la hermenéutica se parecería a la luz más débil de la luna, que coexiste con la oscuridad, que la penetra sin eliminarla, posibilitando otro modo de visión en la que lo preponderante no es ya la mera visión sino la audiovisión mixta.

Se trataría entonces de tomar conciencia de que nuestras interpretaciones son interpretaciones, nuestros símbolos, símbolos, nuestras teorías y modelos teorías y modelos, para no confundirlas con la realidad misma dogmatizándolos. Esa toma de conciencia crítica y autocrítica no es una aniquilación total, aunque sí propicia una transgresión del sentido literal, ideológico o dogmático, para entenderlas ahora como propuestas humanas o antropológicas y liberar su sentido simbólico.

Por todo ello, y por su claridad expositiva de las grandes corrientes hermenéuticas de nuestra cultura, esta es una gran obra aportativa de filosofía hermenéutica. Su propuesta es una Hermenéutica radical de carácter emergentista, ya que se concibe el sentido emergiendo desde el sinsentido demergente. Esta radicalidad emergentista estaría en línea con el emergentismo, propiciado tanto por la física como por la biología contemporánea.
La Hermenéutica emergentista de Luis Garagalza se reclama del trasfondo socrático, cuando piensa el sentido radical como un eros daimónico: el cual es una potencia de sentido que emerge de la impotencia o sinsentido (la pena o penuria, el deseo radical). De este modo, el emergentismo tanto filosófico como científico obtendría un auténtico eco socrático-platónico: esta es una de las pistas más fructíferas procedentes de la riqueza de esta obra hermenéutica. La cual precisa de una lectura más concienzuda para aquilatar todas sus virtualidades.

Y es que en efecto, como dice nuestro autor, detrás de la Hermenéutica se agazapa una hermética, simbolizada por Hermes, “el dios que procede del inframundo mítico-vivencial pero accede al Olimpo (conciencia solar) sin desprenderse de su proveniencia: surge conjuntamente con el mito (en la vivencia, en el mundo de la vida), pero hace posible el despliegue del logos, la ciencia-conciencia y la crítica”. Diríamos entonces que Hermes es eros revertido en logos, lo sentido revertido en el sentido, consignificando así la “erotología” de la existencia humana.

(Bibliografía)
—Luis Garagalza, El sentido de la Hermenéutica. La articulación simbólica del mundo. Editorial Anthropos, Barcelona y México, 2014.

Artículo de Andrés Ortiz-Osés, publicado en www.blogs.periodistadigital.com

La rebeldía de la cultura

Hace lo suyo que leí un reportaje en Newsweek que hablaba sobre las preferencias de padres de todo el mundo en cuanto a lo que querían que estudiasen sus hijos. Había una clara tendencia, instalada sobre todo en China y EE UU: los padres, celosos del futuro de sus proles, manifestaban una absoluta preferencia hacia conocimientos prácticos y técnicos. Entre ellos la economía y el comercio eran las reinas. Las humanidades, por el contrario, caían en el abismo de la inutilidad.

Aquí en España hemos visto cómo sistemáticamente se han reducido en los institutos materias como filosofía, lengua, literatura, historia, etc. queriendo hacerlas pasar por superfluas. Y lo que es más grave: la gente ha asumido que es así. Un amigo profesor me ha dicho infinidad de veces: “Se quiere formar mecánicos, no ciudadanos críticos que se hagan preguntas o se cuestionen las cosas”.

Hace años recuerdo haber leído en una revista inglesa que, en una universidad, el departamento de Filosofía iba a ser reemplazado por uno nuevo de marketing.

Otra anécdota: hace no mucho, una estudiante francesa de filología me comentó que hoy en día se estudiaba idiomas para después hacer un máster de comercio internacional, que es donde está ‘la pasta’, y por tanto la supervivencia.

¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico?

Evidentemente, uno no tiene nada en contra del comercio y la economía así en abstracto (más allá de las brutales injusticias y desigualdades que se crean en nombre de estas palabras). Tampoco de que el mundo se llene de profesionales prácticos y precisos. De técnicos sobresalientes que hagan que todo funcione como un reloj.

Pero… ¿funciona todo como un reloj?

No. Lo que me alarma es que este proceso venga acompañado de una creciente desvalorización y olvido de la cultura y las humanidades. De las ciencias suaves que nos convierten en algo más que bestias. ¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico? Guerras, colonialismo, explotación, deforestación, hambre, apoyo a dictaduras.

“En mi trabajo no entran en juego consideraciones morales”, decía hace no mucho en un reportaje sobre bancos de inversión uno de estos estupendos técnicos.

¿Entonces hay aspectos de la vida en los que la moral entra y otros en los que no? Eso, en mi ingenuidad, no lo comprendo. Porque la crisis financiera provocada por las malas prácticas de estos bancos ha generado pobreza y sufrimientos humanamente incalculables. ¿Y no entran en juego consideraciones morales?

Durante dos años sucedió que traté con personas del ámbito del comercio, del marketing, etc. Profesionales estupendos, de una seguridad y precisión irreprochables en su trabajo. Sin embargo, en lo general, sus cálculos siempre fallaban. ¿Por qué? Porque reducen el mundo a números, a estudios de mercado, a planes de optimización del beneficio, a ofertas y demandas. Y esa es una visión paupérrima, incompleta, de la realidad. Ésta no puede comprenderse sin la historia, sin la filosofía, sin la literatura, sin la antropología, sin un conocimiento verdadero del ser humano.

Los seres humanos somos mucho más que consumidores. Las sociedades no son mercados. No todo lo que hay en el universo puede reducirse a marcas. No todo está obligado a ser económicamente rentable.

La cultura es el único antídoto contra estas peligrosísimas idioteces. Porque a mí me parece que tras este convertirnos a todos en robots hay algo verdaderamente siniestro e intencionado. Un salvaje ataque contra la democracia y la libertad verdadera, que es muy distinta de la de “los mercados”.

Por eso la cultura no puede limitarse a ser un adorno que uno se cuelga para lucir en las cenas, como se pretende, sino un instrumento que nos permita manejarnos en la vida. Tomar las decisiones correctas y justas. Si uno quiere ser justo, claro.

Artículo de José Miguel Vilar-Bou, publicado en: www.eldiario.es

La necesidad que la vida tiene de la filosofía

Pobre Filosofía… La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, la conocida como Ley Wert, le ha propinado su último empellón, y después de suprimir su obligatoriedad en el Bachillerato y dejar a la Ética también como optativa en la ESO, parece condenada a vagar por el sistema educativo como simple maría. En España, cualquiera puede alcanzar su titulación universitaria sin haber tenido el más mínimo contacto con esta disciplina, que, a los ojos de quienes gestionan nuestra sociedad, parece ubicarse en la categoría de aprendizajes superfluos o lujosos, inútiles a la hora de enfrentarse a las exigencias del mercado laboral y de la vida en general. Y sin embargo, todos los sabios que, hasta esta última hora, ha aportado al mundo la filosofía, estuvieron empeñados en considerar que esta disciplina era la matriz de la que salían los demás saberes, los cuales se debían de remitir a ella en primer lugar para descubrir su razón de ser, y antes de poder echar a volar con cierta autonomía. ¡Qué ingenuos esos filósofos, vistos desde estas alturas de la posmodernidad!

Pero en ese camino que nos ha traído hasta aquí hemos ido perdiendo algo más que un saber meramente dirigido a diletantes y desocupados; y lo podemos comprobar si, tal y como suelen hacer los filósofos (y también los historiadores), indagamos en el sentido de ese recorrido, intentamos responder a la pregunta de por qué la filosofía ha pasado a ser tan prescindible. Para llevar a cabo esta pesquisa, no hace falta, pues, salirse de los caminos previstos por la propia filosofía, acostumbrada a preguntarse por qué las cosas son como son (o dicho según la fórmula habitual, preguntarse por el ser de las cosas), que no es sino el paso previo para, con ayuda de ese auxiliar de la filosofía que es la ética, descubrir después lo que las cosas deberían ser. No tendremos, pues, que recurrir a otros métodos que los de la propia filosofía para intentar averiguar las razones de su decadencia.

Nos referiremos solamente a la última etapa de la historia de Occidente (la civilización que, por lo demás, vio nacer a la filosofía), en la cual se han alcanzado los logros más espectaculares y los avances más decisivos de la historia de la humanidad. Esta parte de nuestra historia tuvo su origen en el Renacimiento, aunque de modo más o menos soterrado la revolución que entonces hizo eclosión había echado sus raíces en el siglo XIV, a la altura del tiempo en que Guillermo de Ockham puso patas arriba la escolástica al afirmar que en el mundo no existían las realidades globales, los conceptos o ideas, solo existían los individuos; no existía, pues, el bosque, que era un mero invento de la mente, un “flatus vocis”, un soplo de voz, solo existían los árboles individuales. La fe debía de ir por otros derroteros, pero la razón debía de atenerse a aquella verdad y aplicar los correspondientes recortes, los de su célebre navaja, a cualquier intento de explicación de las cosas que no se atuviese a ese punto de partida, el que exigía desprenderse de todos los aditamentos, inferencias, prejuicios o abstracciones que impidiesen reconocer la desnuda realidad de los hechos concretos e individuales.

Aquello fue la bomba; una bomba de efectos retardados que, efectivamente, hizo explosión un par de siglos más tarde, en el Renacimiento, la edad en la que precisamente, dejándose impulsar por las emanaciones de tales pensamientos, irrumpieron los individuos rompiendo los moldes sociales que durante toda la Edad Media les habían tenido encasillados e incluso anulados. Surgió también la atracción por el estudio de los hechos concretos, por el experimentalismo y su derivación todavía filosófica: el empirismo. Galileo, mientras tanto, formalizaba por vez primera el método científico. Los descubrimientos que llegaron de la mano de aquel emergente deseo de descubrir el mundo y sus cosas fueron innumerables y abarcaron todos los ámbitos del conocimiento. La revolución científica y los consiguientes avances tecnológicos se pusieron a andar… mejor será decir que echaron a correr.

La historia de Occidente, especialmente desde el Renacimiento, está marcada, pues, por el objetivo de acceder al conocimiento del mundo, de la realidad objetiva. Y resulta evidente que ha triunfado en ese objetivo. Pero a estas alturas es cuando toca preguntarse: ¿para qué sirve conocer? ¿Tiene algún sentido esa realidad a estas alturas tan bien desentrañada por la ciencia? De dar respuesta a esas preguntas es de lo que, precisamente, está encargada la filosofía. ¿Y cuál es la última respuesta sobre ello a la que ha accedido Occidente? La última respuesta es… ninguna. La realidad ha quedado maravillosamente explicada por la ciencia. Pero en paralelo, la filosofía ha desembocado en el nihilismo, es decir, en la conclusión de que ella, la filosofía misma ya no es necesaria; lo que se necesita, según esta perspectiva, es conocer las cosas y conformarse con ese conocimiento, porque el sentido que puedan tener es, de nuevo, un “flatus vocis”, un añadido que nosotros hacemos a las cosas, pero que estas no tienen ni precisan para ser lo que son, y a las que procede aplicar, por tanto, los remedios de la navaja de Ockham. No hay nada más. O dicho a la inversa: lo que hay, además de ese ser material y concreto de las cosas que ha logrado en gran parte desvelar la ciencia, es… nada. La filosofía, por tanto, no es necesaria. Suprimir la asignatura de filosofía de los planes de enseñanza es la lógica consecuencia de haber accedido a una sociedad bañada en el nihilismo. Solo interesa el conocimiento de lo real, no si esa realidad tiene algún sentido (se da por hecho que no). El Gran Hermano que rige los destinos de esta sociedad posmoderna ha comprendido que la función del sistema de enseñanza es formar científicos, sistemáticos observadores de objetos, de los datos de la realidad, y, consiguientemente, nihilistas.

Ahora bien, decía Ortega que “el ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (…). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Por eso, el simple conocimiento de lo dado no evita la sensación de que algo nos falta, así como la de extravío con que, para empezar, nos situamos en el mundo. “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía precisamente Ortega. El mero conocimiento objetivo de las cosas, aquel que, sin embargo, nos ha procurado los enormes avances científicos a los que ha accedido nuestra civilización, no es suficiente para contrarrestar esa sensación de extravío que nos es inherente a la vez que insoportable. Necesitamos encontrar un sentido a la realidad para así hacerla soportable. En suma, nos ayuda a concluir Ortega, “el hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”. Y para encontrar ese sentido necesitamos, seguimos necesitando a la filosofía. “La filosofía –es la forma de decirlo que tiene Hegel– (…) es algo que purifica lo real, algo que remedia la injusticia aparente y lo reconcilia con lo racional”. Sin filosofía, nos quedamos inermes y vulnerables ante el absurdo, que es la manera primordial que tiene el mundo de presentarse ante nosotros, eso que nos hace sentirnos perdidos. A falta de filosofía, hemos aceptado como premisa cultural la visión instrumental de la vida que no aspira a que esta tenga un sentido, sino solo a que nos diluyamos entre las cosas, entre la multiplicidad de los entes, a dejar desasistidos los hechos objetivos del sentido que nuestra razón está obligada a descubrir en ellos. Todo eso no nos hace, precisamente, más felices. Aunque nuestra cultura pretende hacernos coexistir pacíficamente con el absurdo, nuestras tripas no nos dejan aceptarlo. Así que o damos respuesta a nuestra necesidad de sentido o la industria de los psicofármacos seguirá haciendo el agosto (total, para nada: no son las alteraciones neurológicas la causa última de nuestra infelicidad, ni la bioquímica lo que la resolverá). O rehabilitamos a la filosofía y la restituimos en sus funciones de exploración de la posibilidad de que la vida tenga sentido y de lucha contra el absurdo, o será éste el que rija nuestros destinos.

El cogollo de la filosofía lo constituye la metafísica, que, a costa incluso del revolucionario Guillermo de Ockham, o más bien complementando sus vertiginosos presupuestos y todo lo que de fructífero aportaron a la historia del Occidente, es la rama de la filosofía encargada de buscar acomodo al ente individual, particular, cambiante, fragmentario y finito en el marco del ser sustancial, estable, imperecedero. Necesitamos de algo que nos permita trascender nuestra voluble individualidad, que, sin embargo, era para Ockham (y es para la cultura occidental que siguió sus pasos) lo único constatable; necesitamos encontrar para nuestra vida particular, efímera, insustancial y extraviada un sentido que nos redima de tales insuficiencias, algo que nos permita ponernos en la estela de un destino que, cuando nuestro insignificante ser individual haya desaparecido, siga sirviendo de soporte esencial y dando sentido a lo que fuimos. Porque aunque sus formas de decirlo hayan quedado superadas, aquellos escolásticos anteriores a Ockham también (solo “también”) tenían razón cuando decían que lo que tiene existencia auténtica no son los individuos, sino lo que ellos llamaban “universales”, es decir, lo que sirve de referencia ideal y modélica a nuestro ser individual.

¿Y cómo llegaremos a encontrar eso que ha de dar sentido a nuestra vida si nos quitan la filosofía?

Artículo de Javier Martínez Gracia, publicado en su blog «No es tarde todavía».

No hay progreso sin filosofía

A partir de una dicotomía más ficticia que real, se presenta la filosofía (y otras disciplinas propias de las humanidades y las ciencias sociales) en contraposición a disciplinas técnicas cuyo rendimiento (económico, social, tecnológico, etc.) se pretende inmediato. Con base en esa valoración, tiende a considerarse la filosofía como una disciplina prescindible. La decisión del Ministerio de Educación de considerarla asignatura optativa en la enseñanza secundaria y reducir el número de horas docentes obedece a este punto de partida. Lamentablemente, en este particular el caso español no difiere tanto del europeo, donde en la enseñanza secundaria se observa que la formación por competencias técnico-profesionales viene imponiéndose, firme, a la formación como seres humanos. Este artículo pretende negar la mayor defendiendo que los estudios en Filosofía otorgan unas competencias tan básicas como las matemáticas, la física o la biología, entre otras.

Para ilustrar en qué consiste la profesión de filósofo, podríamos empezar por una anécdota de la irreverente serie norteamericana South Park. En uno de sus brillantes capítulos, la serie muestra a James Cameron (director de Titanic y Avatar, entre otras, y famoso por su espíritu aventurero), descender en un batiscafo a las profundidades abisales con el objetivo de “elevar la barra de lo aceptable” en EEUU. A raíz de unos episodios televisivos de dudoso gusto que bien podríamos equiparar a los Gran Hermano, Mujeres y Hombres…, etc. de estos lares, los protagonistas del cartoon deciden que la barra ha descendido en exceso y se fijan el objetivo de volver a elevarla. Volviendo a la filosofía, podría afirmarse que el objetivo de esta disciplina se asemejaría a la de la pintoresca cuadrilla animada de Cartman y compañía: la filosofía se encarga de detectar, revisar críticamente y proponer trasfondos alternativos que posibiliten una comprensión del mundo que permita el progreso. Es decir, elevar la barra. En ese sentido, podría afirmarse que el objeto de la filosofía es transversal: pocas disciplinas del saber – teóricas y prácticas – son independientes de valores, conceptos e ideologías que condicionen su desarrollo.

En la época de la especialización esto resulta problemático, pero la historia nos sirve para observar que (1) no siempre fue así y (2) el trasfondo filosófico ha condicionado la mayoría de transformaciones que hoy pretenden considerarse autónomas. Respecto a lo primero, es innegable que las matemáticas (desde Tales y Pitágoras hasta Descartes o Hume), la física-química (desde Demócrito y Galileo hasta Newton y Hawking), la biología (desde Heráclito y Aristóteles hasta Darwin y Dawkins), la arquitectura (desde Vitrubio y Miguel Ángel hasta Le Corbusier o Koolhaas), la economía (desde Aristóteles y John Stuart Mill hasta Marx o Amartya Sen) o la política-derecho (desde Platón y Maquiavelo hasta Dworkin y Sunstein), por citar unos pocos ejemplos, han visto su desarrollo marcado por reflexiones filosóficas. Desde que los humanos comenzaran a hacer uso de razón, la reflexión filosófica ha permitido cuestionarse la realidad con rigor analítico para que los especialistas abrieran nuevas vías de progreso en sus disciplinas. El descubrimiento del teorema de Euclides, la composición atómica de la materia o la propia idea de universo tal y como lo concebimos, el libre mercado y la igualdad entre hombres y mujeres o la obligación de preservar el medioambiente para las futuras generaciones son progresos que no hubieran sido posibles sin una reflexión previa en torno a conceptos, valores e ideales. Es innegable que cuanto más se ha avanzado en el conocimiento técnico, más separación personal ha habido entre quienes reflexionan sobre el fondo de esas materias y quienes desarrollan propuestas específicas en base a esos fundamentos. Con todo, tal y como muestran algunos de los contemporáneos citados, continúa habiendo expertos que reflexionan sobre las cuestiones de fondo, es decir, que ejercen en cierto sentido de filósofos.

Ahora bien, dando paso a la segunda pregunta, ¿quién ha de estudiar filosofía? O, mejor dicho, ¿por qué ha de ser una materia obligatoria en la enseñanza secundaria? Si asumimos que la filosofía es la disciplina que se dedica a cuestionar con rigor analítico y visión crítica los fundamentos de nuestros saberes y prácticas, entendemos que todos los ciudadanos deben tener una mínima formación en ese sentido. Desde una óptica neoliberal se considera que el progreso tecno-científico propiciado por el capitalismo ha llevado al fin de las ideologías y a una progresión lineal de los saberes. Es decir, ya no hay nada que cuestionar porque no hay alternativas más allá de la funcionalidad científica y la competencia técnica. Este planteamiento fue perfectamente ilustrado por Francis Fukuyama en El Fin de la Historia y el Último Hombre, donde situaba en la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética ese abandono del conflicto, del pluralismo. La historia, tan testaruda, se ha encargado de mostrar que aquello no era más que una quimera: las guerras, crisis económicas, desigualdades globales, cambio climático, diversas formas de intolerancia e integrismo, etc. persisten y ha quedado claro que no son resultado de dinámicas autónomas, neutras e ineludibles. Todas esas circunstancias, así como las positivas, no suceden cual fenómenos naturales. Que la juventud adquiera las herramientas mínimas para poder abordar los motivos de fondo de esa realidad cambiante con sentido crítico y rigor analítico resulta indispensable para garantizar su autonomía y evitar el progreso decadente. Asimismo, del mismo modo que los estudios en matemáticas, física o química son considerados necesarios para que parte de la juventud decida dedicarse a esas disciplinas, la formación básica en filosofía resulta un requisito indispensable para que haya estudiantes que la escojan como profesión futura. Nadie opta por una carrera académica y profesional que desconoce. En primaria nos enseñan a leer, escribir y tener mínimas nociones de cultura. En secundaria adquirimos competencias que nos formen como personas-profesionales. En el caso de la filosofía cuenta además con el valor añadido de fomentar y abastecer de unas habilidades que tienen perfecta aplicación en otras disciplinas. Nadie aceptaría que un físico no supiera nada de matemáticas, un economista de estadística o un químico de biología. Entendemos que una formación completa debería partir de que tampoco podrán ejercerse debidamente sin tener ninguna noción de filosofía. O, al menos, sin haberla conocido para poder descartarla.

Finalmente, respecto al objetivo, es evidente que la propia filosofía, en ese tránsito a la especialización, ha abandonado demasiado a menudo su función. La oscuridad y la endogamia han reinado durante décadas el desarrollo de la disciplina, y todavía hay sectores en los que sigue habiendo una cerrazón impropia de la profesión. Podría afirmarse que en algunos casos ha perdido el sentido de responsabilidad que debería estar en su mismo fundamento. Sin embargo, más allá de derivas inadecuadas – que, por otra parte, se han dado en todas las disciplinas de saber: economía, por citar una al azar – ha llegado el momento de reivindicar su valor en la actualidad. No obstante, un economista que no reflexiona sobre la justicia y la equidad, un biólogo que no cuestiona la existencia de la materia y el ser de las cosas, un médico que no tiene en consideración los límites de la autonomía del paciente o la ética en la investigación, un arquitecto que no contempla el impacto socio-político de su obra, un matemático que ignora los fundamentos de la lógica, un jurista que no cuestiona la universalidad de los derechos humanos o un político que asume como un a priori su concepción particular de la identidad nacional podrán conseguir un desarrollo técnico continuista en su disciplina o campo de trabajo. Sin embargo difícilmente conseguirán generar transformaciones y cambios de paradigma que permitan progresar en el bienestar de los ciudadanos. En un mundo sujeto a cambios tan vertiginosos resulta más necesaria que nunca la reflexión sosegada que permita interpretar esas transformaciones. Al mismo tiempo, una ciudadanía acrítica e irreflexiva, que no sea consciente de que todos esos saberes que tanto marcan nuestras vidas están sujetos a condicionantes que no son absolutos, jamás podrá exigir que esos saberes eleven el listón que posibilita el progreso. Ello exige que todos seamos un poco filósofos, así como que haya profesionales que, en contacto directo con cada una de esas disciplinas – salvo que se filosofe sobre la propia filosofía -, se dediquen exclusivamente al análisis crítico, la reflexión independiente y la deliberación. En unas sociedades ancladas en la inmediatez material, puede parecer irrelevante e incluso un lujo prescindible. Pero si observamos nuestro pasado para saber de dónde venimos y el entorno que tomemos como referente para saber a dónde queremos ir, veremos que no hay progreso sin filosofía. Es nuestra obligación como sociedad exigir su práctica actual y garantizar el derecho a ejercerlo a los ciudadanos que están por venir. Por mucho que les pese a algunos, se lo debemos a las futuras generaciones.

Artículo escogido de: www.noticiasdegipuzkoa.com

Por Ander Errasti López

Jean Paul Sartre (La Aventura del Pensamiento)

https://www.youtube.com/watch?v=kn9rChKmkFc

Jean Paul Sartre, figura esencial en la historia del pensamiento contemporáneo, es también un personaje importante para la historia, la política o la literatura. En este vídeo, Fernando Savater hace un análisis global sobre su obra y el carácter de su pensamiento, desde el ámbito cultural hasta el ensayístico.

Réquiem por la filosofía

Por Rafael Narbona, escritor y crítico literario.

Los profesores de filosofía somos una especie en vías de extinción. Los nuevos planes de estudio nos han desahuciado de las aulas, convirtiendo nuestra disciplina en una materia marginal. Las nuevas generaciones finalizarán el bachillerato sin haber estudiado a Platón, Aristóteles y Kant. El PSOE intentó minimizar la asignatura en 2005 y el PP ha ejecutado la medida. Imagino que ambas fuerzas políticas convergen en la necesidad de restar horas a un saber anacrónico e inútil. Me temo que muchos ciudadanos opinan lo mismo. Sin embargo, creo que se equivocan, pues las clases de filosofía pueden ser una magnífica introducción a las obligaciones de ciudadanía y un estímulo para el crecimiento personal. Es la única asignatura que medita sobre los fundamentos de la moral, la política, el conocimiento, lo real y lo sobrenatural. Y no lo hace desde una perspectiva partidista, sino desde una invitación al diálogo y la reflexión. Ortega y Gasset, reducido a simple nota a pie de página en las programaciones oficiales, nos legó una hermosa lección de tolerancia: “Cada día me interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante”. Amar las cosas, no condenarlas. Entender al otro, no deshumanizarlo. No hay otro camino para comprender el mundo y aprender a convivir con los que no piensan como nosotros. Desgraciadamente, el ser humano prefiere circular en sentido opuesto, despreciando a los que cuestionan o matizan sus ideas. Tal vez porque no son ideas, sino creencias, prejuicios y mitos, asimilados sin el más leve ejercicio autocrítico.

La filosofía no es sabiduría, sino amor a la sabiduría. Esa distinción es importante. El pensamiento pierde su inspiración cuando se transforma en dogma. Sócrates es un sabio; Platón, su discípulo más aventajado, sólo es un filósofo. Según la pitonisa del santuario de Delfos, Sócrates es el más sabio de los hombres porque sólo él conoce sus límites. El famoso “sólo sé que no sé nada” es el preámbulo inexcusable para cumplir con el no menos célebre “conócete a ti mismo”. El saber nace de un límite y nos explica la naturaleza del mal. Las pasiones humanas más destructivas no surgen de oscuras perversiones, sino de la ignorancia. Por ejemplo, muchas personas consideran que las revoluciones políticas son el vestíbulo de hermosas utopías. Utopías rojas, pardas o azules. Sin embargo, hablar de revoluciones es una forma engañosa de exaltar la guerra. Los totalitarismos del siglo XX hablan de “la conquista del Estado” o, si se prefiere una versión más lírica, de “asaltar los cielos”. ¿Qué significa eso? Atacar al Estado en todos los frentes, atentar contra el poder legislativo, ejecutivo y judicial. Matar sin reparos a policías, militares, políticos, periodistas e intelectuales. Es lo que hicieron los bolcheviques y los nazis, con inaudita crueldad. Si las fuerzas revolucionarias triunfan, la sangre derramada no permite negociar con el adversario. La violencia continúa en forma de terror contrarrevolucionario.

El totalitarismo puede disfrazarse con retóricas de izquierdas o derechas, pero siempre nace de la misma raíz envenenada: el desprecio por las libertades y los derechos individuales. Al calor de la crisis, el comunismo ha limpiado su imagen, presentándose como la única alternativa al capitalismo. Muchos ignoran que el marxismo está impregnado de hegelianismo. Hegel justificaba la inmolación del individuo en el altar de la guerra. El Estado prusiano es la realización más alta del Espíritu y no se habría consolidado sin violencia. Marx modifica ligeramente la fórmula, reemplazando “Estado prusiano” por “Estado comunista” y “Espíritu” por “clase trabajadora”, motor de progreso histórico. Nazismo y bolchevismo bebieron de Hegel y Marx para orquestar sus delirios. Creo que es innecesario recordar sus estragos. ¿Significa eso que el capitalismo es la mejor forma de organización social? Emmanuel Mounier nos ofrece una respuesta sumamente clarificadora: “La preocupación por el beneficio, en el límite de lo puramente mecánico y deshumanizado, expulsa o desvía progresivamente todos los valores humanos: amor por el trabajo y su objeto, sentido del servicio social y de la comunidad humana, sentido poético del mundo, vida privada, vida interior, religión”. Mounier es uno de los fundadores del personalismo comunitario. Los planes de estudio de enseñanzas medias nunca se han ocupado de su obra, pero su filosofía nos propone cinco estimables pasos para humanizar y mejorar la sociedad: salir de uno mismo, acoger al otro en su diferencia, solidarizarse con el sufrimiento ajeno, cultivar el perdón y la generosidad, concebir la vida como una aventura creadora.

¿No deberían conocer los jóvenes estas ideas? ¿No deberían familiarizarse con la genealogía de doctrinas presuntamente liberadoras? La filosofía es una buena herramienta para huir del odio, “que –según Mounier- es una forma de confusión”. Creo que las nuevas generaciones serán más vulnerables a cualquier forma de fanatismo o explotación, sin estos conocimientos. Esencialmente, la filosofía es diálogo, estar más cerca del otro o –con palabras de Gadamer- “un hablar conjunto que nos permite crear algo común”. La filosofía sólo es útil como saber vivo, no como simple erudición. Su enseñanza debe reformarse, adaptándose a los cambios de cada época, pero suprimirla de los planes de estudio significa empobrecer nuestro futuro y deteriorar aún más nuestra convivencia democrática. “Personalidad –escribe Ortega- no significa reacción al medio, sino acción sobre éste. Y la palabra yo no es algo quieto, como el haz de un espejo, sino un ensayo de aumentar la realidad”. Es lamentable que España le dé la espalda a Ortega y Gasset, la Ilustración, los presocráticos y los grandes pensadores de la tradición cristiana (Santo Tomás de Aquino, San Agustín). Con sus luces y sus sombras, han ayudado a madurar a los jóvenes, incitándoles a cambiar la realidad, con la razón y la palabra, los dos frutos más bellos y refinados del quehacer humano.

Artículo tomado del diario www.elimparcial.es

Fecha: 15 de marzo, de 2015.