El Laboratorio conversa con Griselda Gutiérrez

Griselda Gutiérrez Castañeda es doctora en Filosofía por la UNAM y Profesora Titular en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Especializada en Filosofía Política clásica y contemporánea y Filosofía Política con Perspectiva de Género, entre sus líneas de investigación destacan: las transformaciones de la política en los escenarios de complejidad e indeterminación contemporáneos y los retos para revitalizar la política y la cultura política democrática; y las problemáticas sistémicas de desigualdad, exclusión y violencia, analizadas desde un enfoque de género.

El cariz feminizado de las prácticas del cuidado. Problemática multidimensional.

El encierro en el espacio doméstico que la crisis sanitaria ha impuesto por la pandemia SARS-COVI-2, atrae al foco de la atención pública, particularmente en su manejo mediático, la ancestral y desigual tradición de asignar las tareas del cuidado a las mujeres. Ese encierro no ha hecho sino evidenciar cómo en ese microcosmos se condensa la precariedad, en forma de hacinamiento, escasez e incertidumbre, y sus secuelas, desde la desigual concentración de usuales labores domésticas, las sanitarias, aunadas a las educativas y las económico-laborales, la de paliar con los desbalances anímicos y emocionales del grupo familiar, hasta la de ser el receptáculo en que se desfogan angustias, frustraciones y violencia, cuyos niveles han repuntado de manera alarmante.

Un cuadro que no pasa inadvertido y que pone en entredicho cualquier balance optimista de los avances en políticas de igualdad en que la causa feminista ha invertido tantos esfuerzos.

No faltan razones para primar la asociación directa entre la noción y la labor del cuidado al núcleo doméstico familiar, cuando pareciera inamovible la prevalencia de la distribución desigual, generizada, vale decir, feminizada y naturalizada de la división social del trabajo; cuando se asocia con una connotación telúrica  las prácticas de las mujeres con la procuración de la vida: nutrimentales, sanitarias, emocionales, pedagógicas.

Pero tampoco faltan razones para reconocer el sesgo que conlleva esa forma de tematizar las prácticas del cuidado, por fragmentario, además de deshistorizar y descontextualizar la cuestión. Sin posibilidad de eludirle, la crisis sanitaria, económica e institucional desencadenada por la pandemia nos enfrenta a las múltiples vetas, variantes y espacios de las tareas de cuidado, que lo mismo son indispensables en las instituciones de salud, en las escolares, las de asistencia a adultos mayores, a personas con alguna discapacidad y las del servicio doméstico.

Tareas y apoyos que pese a ser imprescindibles, por cotidianos se habrían invisibilizado por obra de ese velo con que los recubren nuestras valoraciones sociales que los demeritan, por los arreglos sociales que segregan dichas tareas, a quienes las ejecutan y a los espacios en que se desarrollan.

Es la crisis actual que ha venido a trastocar todos los planos de la vida, la que ha hecho visible no sólo el descuido, el desmantelamiento de la infraestructura, la escasez de recursos, las condiciones de desprotección en que las personas a cargo desarrollan tales funciones. Todo lo cual da cuenta del abandono de las condiciones materiales del cuidado, de la falta de valoración social de quienes las realizan, y más radical aún, lo que va de suyo con el cuidado, la vida misma y la calidad de ésta.

La crítica feminista desmanteló las pretensiones de feminización y naturalización de tales tareas, su categorización socio-económica como labor -conforme a su cariz reproductor-, más que como un trabajo con su correspondiente valorización social y monetaria; y, a la par, amplió su óptica de análisis tanto al pensar la intersección entre familia, mercado y Estado, como al plantear la exigencia de la organización social del cuidado.

La precarización como sello de las formas de gobernanza neoliberal no sólo ha naturalizado la desprotección, escasez e incertidumbre en la vida de las sociedades, ha transferido la administración de los costos y riesgos de la sobrevivencia al plano individual, y ha capitalizado como un activo el sistema de género, feminizando -devaluando- el trabajo productivo y reproductivo.

Por efecto de la crisis sanitaria y económica la naturalización de tal modelo organizativo y sus secuelas se ve trastocada, puesta al desnudo; que la precariedad y vulnerabilidad alcance a todos los sectores sociales, cobre la forma de experiencia generalizada, alberga la posibilidad de que una sensibilidad social adormecida colija que el cuidado de la vida es una responsabilidad colectiva, que es menester trazar estrategias que en forma colectiva, institucional y estructural, rediseñe sus formas organizativas.

No falta razón, a quienes desde la investigación o en la expresión de posicionamientos públicos reivindican el que las prácticas del cuidado son tanto un trabajo como un derecho que reclama su universalización, y si bien tales posturas dimensionan la veta ética que va en juego y con ello la revaloración de la vida y la de la dignidad de la persona que recibe los cuidados y la de quienes los prodigan, es un llamado que sólo tiene posibilidades de fructificar en tanto se sustente en la exigencia de políticas públicas para las que el compromiso con estándares de desarrollo humano no les sea ajeno.