El Laboratorio conversa con Juan Carlos Velasco

Juan Carlos Velasco es Profesor de Investigación del Instituto de Filosofía del CSIC. Ha sido investigador principal de cuatro proyectos de investigación sobre políticas migratorias del Plan Estatal I+D+i, el último de ellos sobre «Fronteras, democracia y justicia global» (PGC2018-093656-B-I00). Autor de La teoría discursiva del derecho (CEPC, 2000), Habermas. El uso público de la razón (Alianza, 2013) y El azar de las fronteras (FCE, 2016). Co-editor de Global Challenges to Liberal Democracy (Springer, 2013) y Challenging the Borders of Justice in the Age of Migrations (Springer, 2019). Ha publicado numerosos artículos sobre filosofía política, especialmente sobre justicia global, democracia deliberativa, migraciones, derechos humanos, diversidad cultural y discriminación positiva.

Juan Carlos, muchas gracias por concedernos esta entrevista. Hablemos primero del fenómeno migratorio en general. Los seres humanos han estado migrando desde que salieron de África y poblaron el resto del mundo. La historia humana no se entendería sin las migraciones. ¿Cuáles son, entonces, las características de las migraciones contemporáneas? ¿En qué se distinguen de las migraciones de otras épocas?

Lo novedoso de las migraciones contemporáneas no es el considerable aumento de migrantes, cuyo número en términos absolutos marca un récord: unos 280 millones de personas, un 3,6% de la población mundial. A principios del siglo XX, los migrantes eran proporcionalmente casi el doble: el 6% de los habitantes del planeta. Lo que singulariza el actual sistema migratorio es su elevado grado de mundialización, al menos en un doble sentido: aumento de la diversidad de las regiones receptoras e incremento de las áreas de origen. Prácticamente todos los países del mundo están integrados en ese sistema, bien como países de origen, de destino o de tránsito. Como consecuencia, son muchos los países que presentan una variedad demográfica, social y cultural prácticamente inédita en el pasado.

Otro rasgo característico de las actuales migraciones, aparte de la intensa feminización que han experimentado, es su politización, esto es, el creciente peso de la cuestión migratoria en la política doméstica e intergubernamental. Se ha convertido además en un tema fuertemente polarizante del debate público. Gobiernos y partidos políticos juegan a fondo la «carta de la inmigración» cuando utilizan el «pánico a la invasión», para movilizar a los votantes nativos. Con ese fin promueven un estado de prevención general que conduce a un endurecimiento aún mayor de las políticas migratorias.

En el fenómeno migratorio hay siempre dos polos a tener en cuenta: por un lado, las sociedades de las que parten las personas migrantes; por otro lado, las sociedades receptoras. Estas últimas suelen hablar del «efecto llamada», sobre todo para justificar las medidas de rechazo, pero se habla muy poco del «efecto huida», de las razones por las que las personas abandonan su casa y su país para buscar otro lugar donde poder vivir. ¿Cuáles son los principales factores que provocan esa «huida»?

Al tratar estos temas tenemos que tener en cuenta que la historia de la migración es, en gran medida, la historia de la lucha por escapar de la inseguridad y la pobreza, en definitiva, por sobrevivir y prosperar. La decisión de migrar supone siempre un considerable desgarro personal y ese paso tan sólo se da si existe un apremio por buscar mejores opciones fuera del país de nacimiento.

Dicho esto, además de poderosas razones que inciten a las personas a salir de su propio país, tiene que haber motivos que impulsen a instalarse en otro. En el origen de todo proceso migratorio opera una doble causalidad, aunque en cada caso en una proporción desigual. En ocasiones, los pull factors pueden jugar un papel más decisivo que los push factors y en otras al revés. No es fácil aseverar una causa última, sino el concurso de múltiples factores. En principio, los factores de atracción —por ejemplo, los generados por la necesidad o la conveniencia económica, experimentada por el mercado laboral de los países receptores— sólo suelen ser tomados en consideración después de que en los países emisores se hayan manifestado circunstancias desfavorables como una desigualdad social profunda y enquistada, un crecimiento demográfico descontrolado y/o una alarmante desestructuración económica y sociocultural. Los factores de expulsión se encuentran, por tanto, en la génesis de los proyectos migratorios, pero son los factores de atracción los que determinan su distribución entre los distintos destinos potenciales.

Teniendo en cuenta todos esos factores, ¿crees que sigue siendo pertinente distinguir -como hace la actual legislación nacional e internacional- entre los refugiados políticos que escapan «forzosamente» y tienen derecho a solicitar «asilo», y los «migrantes económicos» que abandonan «libremente» su país y no tienen derecho de acogida en el país receptor? ¿Habría que reconocer de manera general, como dice Sandro Mezzadra, el «derecho de fuga»?

Todas esas denominaciones que señalas no son sino cómodas etiquetas para discusiones de salón, pero poco operativas en la práctica. No aclaran la complejidad del fenómeno de la movilidad humana y más bien dificultan la comprensión de las verdaderas razones de los desplazamientos de población. La voluntariedad del migrante es un aspecto problemático si se tiene en cuenta, como he señalado antes, que por regla general no se toma la decisión sin haber constatado previamente que no se cuenta con condiciones de vida adecuadas y una de esas condiciones puede ser el hecho de que exista un agente —un poder estatal o paraestatal— que constriña la vida físicamente.

En los últimos años, numerosos estudios han problematizado la rigidez de la dicotomía conceptual entre migración voluntaria y forzada, abogando por considerar la naturaleza mixta de los flujos. Y no sólo en la teoría. Así, en 2015, el año en que tuvo lugar una de las mayores crisis de refugiados que se recuerdan en Europa en las últimas décadas, fue también el año de los grandes desplazamientos mixtos, por la concurrencia en las mismas rutas de millones de migrantes económicos. ¿Cómo hacer distinciones entre unos y otros a la hora de garantizar que las personas puedan encontrar un lugar seguro donde desarrollar su proyecto de vida? Lo decisivo ahí está en no adoptar unilateralmente la perspectiva del habitante de país próspero y seguro, sino en ponerse también en el lugar de quien busca una existencia libre y digna del ser humano. Por lo demás, el cambio climático y la multiplicación de refugiados ambientales, cuya situación no encaja en lo previsto por la Convención de Ginebra de 1951, dificultan sobremanera establecer distinciones tan tajantes.

El «derecho de fuga» es una forma de ejercer la disidencia y el «derecho a decir no», pero con los pies, por decirlo de algún modo. Cuando las condiciones materiales de existencia se vuelven adversas, e incluso insoportables, salir del propio país aparece en el horizonte vital con un vigor inusitado. La migración refuerza entonces su particular sentido emancipatorio. Para las innumerables personas tratadas como material sobrante, para los parias de la globalización, el proyecto hoy más atractivo ya no es cambiar el sistema político y económico del país en el que viven, sino cruzar las fronteras y cambiar de país. El motor de esta revolución no es otro que la situación de permanente distopía en la que se desenvuelve la vida de tanta gente.

Uno de los fenómenos más novedosos de las migraciones contemporáneas son los movimientos de rechazo xenófobo que suscitan en los países receptores, el aumento de los partidos y gobiernos de ultraderecha, la multiplicación de muros fronterizos y de políticas que criminalizan a los migrantes, e incluso la externalización del control migratorio, como está haciendo la Unión Europea con países como Turquía, Marruecos o Libia. ¿Cómo valoras este fenómeno, especialmente en el caso de Europa?

Europa ha optado por el cerrojazo. La llamada Fortaleza Europa es mucho más que un socorrido recurso retórico, es una realidad tangible planeada con la finalidad de intentar contener la propagación de la indigencia planetaria. Frontex es la expresión máxima de esa insolidaria política de exclusión.

Sin embargo, ni las fronteras «inteligentes», ni el fortalecimiento de las viejas, ni la externalización de su control pueden resolver ninguno de los desafíos de nuestro tiempo. Lejos de ser una solución, el cierre de fronteras —una expresión desesperada de soberanía— es tan sólo el inicio de una espiral de nuevos problemas. Por un lado, la xenofobia, el aislacionismo y la desconfianza se encuentran detrás de la construcción de muros, cuya presencia a su vez retroalimenta dichas actitudes. Por otro, la intensificación de los controles fronterizos y la multiplicación de muros provocan un incremento considerable de la inmigración clandestina, que produce a su vez una reacción desproporcionada por parte de los Estados receptores en el manejo punitivo de la inmigración económica en general.

La pandemia de Covid-19 ha puesto al descubierto las grandes desigualdades sociales y ha afectado a las personas más vulnerables, pero también ha demostrado el papel decisivo de las llamadas «actividades esenciales» y de los colectivos sociales precarizados e invisibilizados que las llevan a cabo, entre ellos los grupos de personas migrantes. ¿Crees que esto ha contribuido a cambiar de manera positiva la percepción social de estas personas?

La situación generada por el Covid-19 ha servido de poderoso catalizador para acelerar procesos sociales ya incoados, algunos de alcance global. En el ámbito migratorio, ha servido para repensar y reformular muchos lugares comunes y posiciones muy asentadas. Nos ha puesto ante los ojos la importancia de los trabajos sistémicos de quienes se afanan en sostener la vida de todos en tiempos de emergencia: la de los recolectores agrícolas, los conductores de reparto, los dependientes o las cuidadoras, ocupaciones todas ellas esenciales desempeñadas en gran medida por trabajadores extranjeros.

La crisis sanitaria ha tenido serias repercusiones en los grupos migrantes más vulnerables. Sobre todo en las fases de confinamiento estricto, los efectos han sido devastadores para aquellos que laboran en la economía sumergida y se encuentran en situación administrativa irregular. La excepcionalidad de la pandemia ha hecho aflorar la insufrible precariedad en la que se mueven y se ha convertido en una oportunidad histórica para exigir derechos largamente demandados. Se han registrado importantes movilizaciones que han llegado de manera desigual a la opinión pública y las fuerzas políticas también han respondido de manera desigual. La reacción lógica sería que se empezara a reconocer el vital papel que desempeñan tantos inmigrantes y pudieran acceder a un digno estatuto jurídico. Pero cuesta pensar que esto se haga de manera generalizada, como sería lo suyo. Ahora que empezamos a superar el descomunal impacto de la pandemia, nos damos cuenta de que los migrantes no solo siguen ahí, sino que precisamos de ellos tanto o más que antes.

Sabemos que llevas muchos años estudiando el fenómeno de las migraciones y el concomitante aumento de la xenofobia en los países ricos del Norte, pero siempre en relación con los debates éticos, jurídicos y políticos sobre los derechos humanos y la justicia global. Para ti, la clave está en no utilizar lo que llamas «el azar de las fronteras» como una coartada para justificar la desigualdad entre las personas en razón de su nacionalidad o su lugar de nacimiento. ¿Cómo crees que debería ser una política migratoria justa y respetuosa con los derechos humanos?

Como sostiene el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular, rubricado en 2018 por 163 países, se ha de “aumentar la disponibilidad y flexibilidad de las vías de migración regular”. Este objetivo es crucial en un momento en que los gobiernos tienden cada vez más a criminalizar la migración irregular sin ofrecer como contrapartida unos canales seguros y previsibles. Si los países desarrollados precisan de un número cada vez mayor de mano de obra extranjera para que sus economías resulten sostenibles y paliar el envejecimiento de la población, un mínimo de sentido común exigiría que la migración no fuera obstaculizada, sino más bien encauzada. Pero por razonable que parezca, afirmar esto es ir a contracorriente. Es indignante el cinismo de quienes afirman no posicionarse en contra de la inmigración en general, sino tan sólo contra la inmigración ilegal. Pero, ¿dónde están esos canales para poder entrar, por ejemplo, en España legalmente como inmigrante? ¿Cuál es su alternativa, que todo siga como estaba?

En un mundo marcado por enormes brechas de desigualdad, mantener cerradas las fronteras para preservar la integridad y el bienestar de la comunidad política receptora sólo podría considerarse un objetivo legítimo si se cumplen los deberes globales de justicia en materia de distribución. En nuestros días ése no es el caso. Es en este contexto en donde se formula la «provocadora» propuesta de abrir las fronteras, cuya mera formulación ya supone un profundo cuestionamiento del statu quo. Como he mostrado en mis trabajos, hay una variedad de potentes argumentos a favor del derecho de todo Estado a controlar la inmigración y, en sentido contrario, muchas consideraciones fuertes que sugieren que los países están obligados a mantener las fronteras abiertas. Frente a estos dos polos, se abre paso una tercera vía, que, en combinación con argumentos de tipo realista, defiende que un cierto grado de cierre de las fronteras es moralmente permisible. La complejidad de la situación no se deja atrapar en dilemas simplificadores y excluyentes. La cuestión crucial no sería decidir entre todo y nada, sino determinar en cada caso cuál es el grado óptimo de apertura o de cierre.