El Laboratorio conversa con Nuria del Viso

Movilidad humana en el contexto del cambio climático: por unas migraciones con derechos

Nuria del Viso es periodista, antropóloga y experta en paz y seguridad. Actualmente cursa el Master en Filosofía de los Retos Contemporáneos (UOC). Trabajó en Actualidad electrónica y Cinco Días (1987-1992); fue profesora de español en Guyana (1993-1995); en Sudán (1996-1998) colaboró con la ONG irlandesa GOAL y coordinó el boletín informativo de la ONU en Sudán; trabajó en el departamento de comunicación de Ayuda en Acción (1999-2002). Desde 2004 trabaja en FUHEM (CIP y FUHEM Ecosocial) en cuestiones de paz y seguridad, y en conflictos socioecológicos. Es editora y miembro del consejo de redacción de la revista PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global. También forma parte del Foro Transiciones. Últimamente se ocupa de las dimensiones sociales del cambio climático y, concretamente, de las migraciones climáticas.

Una de las principales manifestaciones de la crisis ecosocial es la erosión de las condiciones materiales de vida que obliga a muchas personas —especialmente a aquellos que dependen más directamente de los bienes naturales para subsistir— a abandonar su hábitat, o a adoptar distintas estrategias de movilidad, ya sea temporal o duradera, de un miembro de la familia o de varios.

Los informes anuales de ACNUR, entre otros organismos, dan cuenta año tras año del aumento imparable de la movilidad humana en el contexto de la crisis ecosocial. A finales de 2020 –año de la pandemia y el confinamiento mundial– ACNUR contabilizó más de 82 millones de personas que se habían visto obligadas a dejar su hogar por diversos motivos. De ellas, una parte cada vez más importante corresponde al desplazamiento forzado por desastres ambientales.

Aunque la obtención de datos resulta una tarea compleja, como complejos son los motivos de la movilidad humana, los datos del International Displacement Monitoring Centre (IDMC) —que hace seguimiento del desplazamiento forzado interno, es decir, dentro del propio país— nos ofrecen elementos clarificadores sobre la creciente importancia del factor ambiental como motor de la movilidad humana. En concreto, 2020 terminó con 40,5 millones de nuevos desplazamientos forzados, de los que 30,7 millones correspondieron a desastres climáticos o geofísicos y 9,8 millones a conflictos y violencia. Así, la mayor parte del desplazamiento forzado se debió a desastres causados por fenómenos atribuibles al clima: 14,6 millones de desplazamientos por tormentas –que incluye ciclones, huracanes, tifones y otras tormentas–, 14 millones por inundaciones, más de un millón por megaincendios, junto a unos 650.000 atribuibles a desastres de origen geofísico (terremotos y erupción de volcanes).

Los datos del IDMC no incluyen el desplazamiento causado por los desastres de evolución lenta, como las sequías, ni los desplazamientos internacionales, ni los de quienes tuvieron que huir por la degradación ecológica –o la violencia– ocasionada por el extractivismo. Todos estos aún no se han logrado reunir. Tampoco se tiene en cuenta a quienes quedan atrapados en desastres o condiciones que amenazan su subsistencia, sin la posibilidad de huir. Dado que la movilidad humana es un fenómeno multicausal complejo, más allá de los desastres súbitos es difícil determinar claramente las causas de la movilidad y el grado de voluntariedad. Incluso migraciones en apariencia voluntarias pueden eclipsar la existencia de un entorno que ya no ofrece las condiciones para subsistir.

Es altamente probable que el desplazamiento forzado irá en aumento a medida que se agudice la crisis ecosocial global. Esta movilidad forzada se produce en un contexto en que el Norte blinda sus fronteras con muros físicos, cibernéticos y marítimos. El sellado de las fronteras se aplica indiscriminadamente a todo aquel que viaja de forma irregular, independientemente de su condición: solicitante de asilo, migrante «económico» o desplazado forzoso por desastres ambientales. De hecho, estas categorías empiezan a diluirse y a perder su sentido original. Sin embargo, por más que se fortifiquen las fronteras, la movilidad humana es imparable, más cuando se trata de casos de extrema necesidad como los desastres de carácter ambiental. Este estado de cosas solo conduce a una movilidad más peligrosa, con viajes más largos y arriesgados –con miles de muertes evitables cada año– y que crea las condiciones para que se vulneren los derechos de quienes se desplazan, de manera casi siempre impune.

No se trata de que falten instrumentos legislativos de protección. Al contrario, además de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y numerosos instrumentos regionales o específicos del desplazamiento interno, en 2018 se aprobó el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular (PMM), promovido por la ONU, que defiende la primacía del respeto a los derechos en la movilidad humana. Este conjunto de instrumentos jurídicos reconoce el derecho esencial de las personas a la movilidad, tanto a salir de su país como a cambiar de país. Se trata, pues, de un derecho fundamental de los seres humanos, un comportamiento que ha sido una constante a lo largo de la historia de la especie. Sin embargo, esta arquitectura jurídica está amenazada de derribo –o, simplemente, caer en desuso– en un momento histórico en que los planteamientos xenófobos ultraderechistas están en auge. El marco de los debates se ha desplazado tanto a la derecha y se ha vuelto tan excluyente que alcanza a las políticas de muchos gobiernos de países posindustriales, ya sean de la derecha conservadora, liberales o socialdemócratas. El cierre de fronteras parece haberse convertido en un nuevo sentido común.

Sin embargo, este estado de cosas no es inevitable ni, mucho menos, deseable. El filósofo Juan Carlos Velasco defiende de forma provocadora, pero con gran acierto, la posibilidad de plantear un debate sobre «fronteras abiertas», y argumenta que ello contribuiría a combatir la injusticia estructural y una mayor distribución de oportunidades. Desde mi prisma, no se trata tanto de lograr un flujo completamente desregulado —como recuerda Velasco, hasta el cosmopolitismo «admite que el derecho a inmigrar puede restringirse en ciertas circunstancias bien tasadas, pero insiste en que las restricciones de inmigración son injustas en los demás casos»—, sino que esta idea es una forma de replantear el marco de pensamiento del que partimos, de desestabilizar ese nuevo sentido común restrictivo y excluyente a fin de explorar la cuestión con mayor apertura de miras.

Frente a la actual inhibición de responsabilidad para con los «otros», que se aprecia en tantos planos, la apertura de fronteras significaría una aceptación radical de responsabilidad de los países receptores con respecto a las causas profundas que motivan buena parte del desplazamiento forzado. También, sería un reconocimiento efectivo de los principios humanistas y cosmopolitas de la arquitectura jurídica internacional, y el respeto de los derechos de quienes se desplazan. Además, supondría un avance crucial en el principio de «evitación de daños» (do no harm), eliminando o reduciendo el sufrimiento, las muertes y la injusticia que se concentran hoy en los espacios de fronteras entre países y continentes con grandes disparidades económicas.

Por último, hemos de recordar que quienes se desplazan pueden ser también una fuente de avance para la sociedad receptora, ya sea en términos económicos, culturales o de capacidad intelectual y artística. Si bien es necesario ordenar los flujos de movilidad, ello no debe ser óbice para el pleno respeto de los derechos de quienes se desplazan. En un marco de desplazamiento más abierto y justo, quizá resulte que la movilidad humana constituye más un hecho afortunado y una oportunidad que la lacra con la que se la quiere identificar.