Los humanos somos una especie migratoria. En realidad, somos la más migratoria de todas las especies, pues hemos demostrado una extraordinaria capacidad para desplazarnos y adaptarnos a los ecosistemas más diversos. Nuestra constitución anatómica revela que estamos hechos para andar y correr erguidos: el homo sapiens es un homo viator. Si no hubiéramos practicado esta capacidad migratoria desde nuestros orígenes en el continente africano, no habríamos podido extendernos por toda la superficie terrestre, ni diversificar nuestras formas de vida, ni desarrollar unas civilizaciones cada vez extensas, complejas e interdependientes.
Las grandes etapas de la historia de la humanidad están inseparablemente ligadas a otras tantas etapas en la historia de las migraciones, que han contribuido tanto a la diversificación como al mestizaje entre los distintos grupos humanos y sus diversos entornos ecosociales. Todos los pueblos actualmente dispersos por la Tierra estamos genéticamente emparentados y procedemos de los mismos antepasados africanos.
El capitalismo moderno se inicia con la migración de los europeos a América, África y Asia, mediante la conquista, el sometimiento y el exterminio de las comunidades indígenas, pero también mediante la alteración de sus ecosistemas y la creación de una «ecología-mundo» al servicio de los sucesivos imperios ultramarinos: Portugal, España, Holanda, Francia e Inglaterra. Basta pensar en el comercio de esclavos y la economía de las plantaciones, sin los cuales no se habría desarrollado el capitalismo euro-atlántico y su hegemonía mundial. Las actuales desigualdades sociales y ambientales entre el Norte y el Sur son herederas de la época colonial.
A estas desigualdades históricas se añade el cambio climático: ha sido provocado por el uso masivo de combustibles fósiles y el consumo ilimitado de energía y materiales en los países ricos del Norte, pero sus consecuencias (sequías, huracanes, inundaciones, hambrunas, aumento del nivel del mar, etc.) las están sufriendo sobre todo los pueblos del Sur. A esto hay que añadir las guerras por el control de los recursos naturales, como las libradas en África central y oriental y en el Oriente próximo y medio. Y el mercado global de tierras para la industria extractiva y los grandes monocultivos, que conlleva la degradación de los ecosistemas, la aparición de nuevas epidemias y la expulsión de muchas comunidades indígenas y campesinas.
Todo ello está forzando a millones de personas a huir de sus casas para buscar -como decía Hannah Arendt– «un lugar en el mundo» donde poder vivir con dignidad. En la época del Antropoceno, en una sociedad globalizada que está alterando y degradando de manera acelerada las bases naturales y socioculturales que han hecho posible hasta ahora el sustento de la vida humana sobre la Tierra, no tiene ninguna justificación seguir distinguiendo entre «nosotros» (los nacionales) y los «otros» (los extranjeros), ni tampoco entre el refugiado «político» (que se ve «forzado» a huir de su país y por ello tiene derecho a recibir «asilo») y el migrante «económico» (supuestamente «libre» para migrar y, por tanto, sin derecho a ser acogido). La mayor parte de las personas que migran hoy, lo hacen de manera forzosa, sea por motivos económicos, ecológicos o políticos, si es que es posible diferenciarlos netamente entre sí. La principal causa de migración es ya el cambio climático, cuyo origen e impactos son inseparablemente ecológicos, económicos y políticos.
Sin embargo, las nuevas migraciones del Sur al Norte han provocado un creciente movimiento de xenofobia, con la consiguiente aparición de partidos y gobiernos de ultraderecha en un Occidente euro-atlántico que presume de ser el garante de los derechos humanos, la construcción de vallas y muros fronterizos (de los 15 que había en 1989, tras la caída del muro de Berlín, se llegó a más de 70 en 2018, con una longitud total de unos 50.000 km), la detención de migrantes y refugiados en campos de internamiento, la explotación laboral y sexual en régimen de esclavitud, la deportación ilegal, la externalización de los controles a terceros países (como hace la Unión Europea con Turquía, Marruecos o Libia, que utilizan a los «sin papeles» como moneda de cambio) y, en fin, el sufrimiento y la muerte de miles de personas en travesías cada vez más largas y peligrosas.
Las ONGs de derechos humanos y las asociaciones de migrantes y refugiados, pero también organismos internacionales e instituciones académicas están planteando desde hace décadas la necesidad de revisar nuestra concepción de las migraciones, las fronteras, la soberanía, la identidad nacional y los derechos de ciudadanía, en el marco de una nueva comprensión global y ecosocial de la justicia, que garantice la libertad y la vida a todos los seres humanos, independientemente de su lugar de nacimiento. Como dicen algunos de los pensadores actuales que se han ocupado de esta cuestión, todos somos «extranjeros residentes» (Donatella Di Cesare) en una «Tierra de nadie» (Antonio Campillo) que es «inapropiable» (Yves Charles-Zarka) e «indisponible» (Hartmut Rosa), lo que exige problematizar radicalmente los conceptos jurídico-políticos de «soberanía» y de «propiedad».
Para debatir sobre todas estas cuestiones, El Laboratorio cuenta con la colaboración de cuatro invitados: Juan Carlos Velasco, profesor de investigación del Instituto de Filosofía del CSIC y experto en migraciones y justicia global; Beatriz Felipe, investigadora en la cooperativa CICrA Justicia Ambiental y en el Centro de Estudios de Derecho Ambiental de Tarragona (CEDAT), especializada en migraciones climáticas, derechos humanos y cooperación internacional; Miguel Pajares, doctor en Antropología Social, investigador en el Grup de Recerca sobre Exclusió i Control Social (GRECS) de la Universidad de Barcelona y presidente de la Comissió Catalana d’Ajuda al Refugiat; y Nuria del Viso, periodista y antropóloga, que desde 2004 trabaja en FUHEM Ecosocial, en cuestiones de paz y seguridad y en conflictos socioecológicos.