Popularmente, cuando observamos la
historia de la ciencia, tenemos la sensación de que la ciencia avanza,
de que cada vez vamos acumulando más conocimiento. Thomas Kuhn, sin
embargo, introduce una nueva perspectiva que rechaza esta visión. Para
este autor, el movimiento de la ciencia es un movimiento basado en
rupturas y discontinuidades. En esta nueva perspectiva, el concepto de
paradigma tiene un papel central.
Por Javier Correa Román
Thomas Samuel Kuhn (1922-1996) es uno de los teóricos de la ciencia más importantes del siglo pasado. Doctorado en Física, impartió clase en algunas de las universidades más prestigiosas del mundo, como Berkeley, Princeton o el MIT,
todas ellas en Estados Unidos. Con el tiempo, se adentró en la
filosofía de la ciencia, disciplina que analiza la práctica científica y
los fundamentos de la ciencia. Su obra revolucionó la filosofía de la
ciencia y aportó una visión completamente novedosa.
En el siglo XX, la filosofía de la ciencia tuvo principalmente tres momentos diferenciados.
El primero de ellos es el correspondiente al positivismo. Del
agotamiento de este nacieron las propuestas de otro destacado filósofo
de la ciencia: Karl Popper
(1902-1994). La visión que Popper tenía de la ciencia era una visión
continuista y acumulativa, es decir, para Popper, la ciencia avanza poco
a poco de tal forma que cada vez vamos adquiriendo más conocimiento.
El tercer momento clave en la filosofía de la ciencia del siglo XX corresponde a la propuesta de Thomas Kuhn.
A diferencia de la visión continuista y acumulativa de la ciencia que
tenía Popper, Kuhn entiende el movimiento de la ciencia como un
movimiento rupturista (esto es, un movimiento discontinuo) basado en las
crisis y las revoluciones científicas. Lo verdaderamente novedoso de la
propuesta de Kuhn consiste en estudiar la ciencia de una forma
histórica. Por eso, en algunas ocasiones, se dice que su teoría ha
supuesto un «giro histórico» de la filosofía de la ciencia.
El libro más importante de Kuhn es La estructura de las revoluciones científicas, editado en el año 1962.
En este libro se presenta su nueva forma de entender el avance de la
ciencia. A pesar de haber muchos conceptos fundamentales que organizan y
articulan esta propuesta novedosa (como «generalizaciones simbólicas»,
«modelos», «valores» o «ejemplares»), en este artículo nos vamos a
centrar en uno de los conceptos que más han influido a los filósofos
posteriores: el concepto de «paradigma».
Antes de comenzar con el análisis del concepto de paradigma, es
necesario primero explicar qué dos tipos de momentos históricos vive la
ciencia según Kuhn. Estos dos momentos corresponden a la ciencia normal
y la ciencia revolucionaria.
Ciencia normal y ciencia revolucionaria
A lo largo de la historia, Kuhn distingue dos maneras de «hacer ciencia». El primero de estos modos es el que Kuhn llama el modo «normal» de hacer ciencia. Esta forma de hacer ciencia es el modo usual en el que operan los científicos en su día a día y a lo largo de la historia. El segundo modo de hacer ciencia es el que Kuhn llama el modo «revolucionario» o «no-normal», que se da solo en algunos momentos puntuales de la historia.
Pensar va más allá de una capacidad para poder competir con los demás. Javier López Alós nos describe en su libro El intelectual plebeyo
que la vida intelectual no debe quedar reducida a una pedagogía
extractivista, donde se extrae nuestra vida desde el rendimiento y la
prisa, como si las cosas existieran para ser rebasadas.
Por Manuel Antonio Silva de la Rosa
En la actualidad, a los que queremos dedicar tiempo y espacio
para poder pensar, nos arrebata la vida al estar haciendo algo, pero
esa rapidez indica solamente un pensar mínimo. El impulso
emancipador que tiene el pensar queda simplificado a una técnica
competitiva que va sofocando el sentido y la fuerza de nuestra libertad.
Para poder comprometernos e implicarnos con honestidad necesitamos
estar atentos a las problemáticas de la realidad.
En un contexto donde el ámbito académico nos exige no sólo el dar clases,
sino producir cierta cantidad de artículos al año, ir y crear
coloquios, presentar proyectos de investigación, hacer informes,
papeleo, gestión, sentarse en su escritorio para contestar correos,
buscar financiamiento para poder generar proyectos, asistir a reuniones,
figurar en comités, etc. —total, son un sinfín de cosas por hacer—, el
pensar se acota a una simple gestión de nuestro comportamiento en cada
actividad y lugar al que asistimos. Tristemente hemos trasladado el
pensar a la simple administración, organización y gestión del
aprendizaje.
Este mecanismo en el que nos encontramos anclados lo único que produce es una parálisis vertiginosa.
Es un tiempo de prisa donde no hay momento para pensar desde y con los
demás. Existe una apariencia de que estamos en movimiento, simulando que
estamos construyendo una vida intelectual, recreando la vida, pero en
el fondo estamos ajetreadamente dando vueltas en un lugar que se
mantiene inmóvil. De esta manera, la dinámica en la que nos encontramos
nos demanda que seamos capaces de gestar un pensar original, pero al
mismo tiempo pone ciertas dificultades para dejarnos conducir por el
devenir del pensar compartido.
El libro de López Alós nos sumerge en esta problemática desde una narrativa crítica.
A mi juicio, realiza un análisis asertivo donde desmantela el
encumbramiento de los criterios de productividad, además de ver cómo
funciona el absolutismo de lo instantáneo o la excepcionalidad de la
repercusión pública. En concreto, el autor se embarca en la exploración
de las condiciones de posibilidad de una vida intelectual y de una
normatividad adecuada a ello. Lo que me llama la atención del libro es
que el pensar no es una mera capacidad en donde se pone en juego la
competitividad, sino una actividad compartida.
El que piensa está actuando, está realizando una acción, y toda acción significa movimiento y significatransformación. Es
un pensar que transforma nuestra vida desde la relación de unos con
otros y de unas con otras. En el capítulo cuatro, que lleva por nombre Lo plebeyo como estilo, nos describe el talante que tiene el intelectual plebeyo.
«El intelectual plebeyo no tiene un público
propiamente dicho al que dirigirse, cualquiera puede ser parte y él
mismo forma parte de esos cualquiera. En otros términos, hay
posibilidad, pero no expectativa: no da por sentada la presencia de los
otros y, a la vez, nadie lo espera. El encuentro es factible, pero no se
toma por garantía y derecho. Desde esta posición difícilmente se oirá
al intelectual plebeyo protestar que no se le hace caso, no se le
entiende o que el público no está a la altura de su obra».
El autor se embarca en la
exploración de las condiciones de posibilidad de una vida intelectual y
de una normatividad adecuada a ello. Llama la atención del libro que el
pensar no es una mera capacidad en donde se pone en juego la
competitividad, sino una actividad compartida
Esta lectura me hizo recordar a un escrito de una maestra querida que tuve en la licenciatura: Eneyda Suñer. Ella dice:
«El pensar en serio es demandante, nos exige tiempo y
soledad y el intelectual que vive para el incienso no tiene tiempo,
quiere ser el ajonjolí de todos los moles, ser citado, reclamado,
escuchado en todos los foros y homenajeado, esto lo hace lector de
manuales que le presenten a él ya digerido, aquello que él a su vez va a
presentar ultradigerido a los demás, o se vuelve repetidor de lo que
leyó y pensó en sus juventudes y que no ha vuelto a replantearse en
serio, o, lo que es peor, se hace plagiario de las ideas ajenas que él
tiene la facilidad de presentar como suyas sin mucha profundidad, pero
presumiendo de una aparente originalidad».
El libro El intelectual plebeyo me invita a reconocer la falta que nos hace pensar desde la honestidad más que desde la carencia del reconocimiento. López
Alós señala que el pensamiento es un modo de acción social donde
debemos tomar en cuenta la experiencia del tiempo y el espacio y, por
otro lado, indaga en la subjetividad del intelectual en cuanto a
cuestiones sobre todo de vocación, responsabilidad y estilo. Siguiendo
el hilo de lo que desarrolla el autor en la obra, considero que está de
fondo la suma importancia de acoger la pregunta dialéctica que
desarrolla Gadamer, para quien la clave está en sospechar aquello que
dices que sabes.
Es fundamental cuestionar nuestra manera de saber.
Se requiere abrir espacio para plantear nuevas preguntas. Para que la
resistencia del pensar alegre florezca es necesario cultivar y compartir
en un diálogo fructífero la sospecha interna. Si bien es necesario
tener tiempo a solas para poder pensar, nuestro pensamiento no puede
anquilosarse bajo el solipsismo.
Para que el pensamiento sea creativo, necesita de una resonancia y disonancia, requiere de un diálogo sincero y pausado.
Pero este diálogo no es nada más un intercambio de ideas. No se trata
de imponer verdades o dominar el pensamiento. El intelectual plebeyo
está en el horizonte de nuestras preguntas. Estas preguntas se
potencializan en el arte de dejarnos llevar por una conversación. En ese
juego dialéctico que tiene la conversación «el preguntar es más un
padecer que un hacer. La pregunta se impone; llega un momento en que ya
no se le puede seguir eludiendo ni permanecer en la opinión
acostumbrada».
El libro El intelectual plebeyo
me invita a reconocer la falta que nos hace pensar desde la honestidad
más que desde la carencia del reconocimiento. López Alós señala que el
pensamiento es un modo de acción social donde debemos tomar en cuenta la
experiencia del tiempo y el espacio
Para que la dialéctica del preguntar pueda ponerse de pie necesita del contacto con lo otro. Uno de los elementos importantes que pone López Alós en su libro es la capacidad de atender la vida. Esto me hizo recordar a María Zambrano en Esencia y forma de la atención, donde dice:
«Elejercicio de la atención es la base de
toda actividad, es en cierto modo la vida misma que se manifiesta. No
atender es no vivir […] La atención es en cierto modo la misma
conciencia cuando se despierta. Por difusa que sea siempre tiene un
centro, un imán que la fija. Y cuando la atención está, por así decir,
suelta, cuando vaga libre en modo espontáneo y casi imperceptible para
el sujeto, va en busca de algo. La atención es ávida, hambrienta, como
el ser humano, se diría. Cuando la atención se despierta, lo mismo que
cuando el hombre se despierta, va hacia algo; no se despierta
simplemente, se despierta a, hacia, al encuentro de la realidad y dentro
de ella hacia algún punto o aspecto de ella. Y lo cierto es que la
atención sólo se fija, sólo descansa de su ávida búsqueda, cuando
encuentra algo así como un argumento. Esto es algo que los educadores no
deben nunca de olvida».
Termino recuperando lo que Javier López Alós enfatiza en su libro, la importancia del pensar alegre: «Hablaríamos, entonces, de una alegría que brota también del ejercicio del pensar para con los otros y que, al mismo tiempo, produce pensamiento. Se da un efecto transformador en el encuentro con el otro, que me afecta, que nos potencia en el hacer recíproco y que, cuando se produce, llegamos a sentir como verdadera celebración». Celebro con alegría encontrar una amistad intelectual y una confianza mutua de pensar en libertad y cooperación.
Da la impresión, en ocasiones, cuando nos sentimos desamparados y sin consuelo, de que la auténtica matria –acogedora, confortable y vivificante– es la infancia. Quizá, los adultos sólo creamos ficciones para poder
regresar a ese tiempo en el que todo está lleno de asombro, de una
maravillosa y envolvente sensación de pertenecer a este mundo. E
incluso deseamos con toda nuestra fuerza abandonar ese tempestuoso mar
al que llamamos «edad adulta», en el que muchas veces nos vemos
obligados a vivir como auténticos náufragos: solos, abandonados y a la deriva.
Todo relato
vital encierra ese doble movimiento: el del adulto que quisiera
regresar a una tierra perdida, de la que se siente para siempre
desterrado, y el del niño o la niña que, con los «ojos en pasmo» (en expresión de José Ortega y Gasset), observa cuanto le rodea con mirada virgen, casi extraviada, pero por eso mismo cargada de ilusión ante lo novedoso.
El niño siente dentro de síuna incontrolable inmensidad que también observa ahí fuera
(en el cielo, en los pájaros, en los adultos –esos seres
incomprensibles–, en el juego), y se ve y se juzga frágil por primera
vez, sujeto al cambio, que no sabe aún cómo conjugar ni manejar. Pero
siempre están los padres para reinstaurar el equilibrio perdido. A pesar
de ello, van apareciendo, igualmente, las primeras ideas sobre la caducidad, sobre la fugacidad de todo cuanto sucede,
y cobra consciencia (¡qué palabra, qué gran carga la conciencia!),
paulatina o súbitamente, de que todo eso que ve ante sí tiene un
comienzo y tiene también un final. Es el amanecer de los contrarios en
el ánimo del niño, que piensa aún ese cambio como algo genérico, extraño
y ajeno, que todavía no puede aplicarse a su individualidad, porque se
piensa permanente, eterno: intocable.
La
naturaleza, para el alma infantil, se configura como una madre y como un
refugio, pero también como escenario inherente al ser humano donde
puede correr, saltar y jugar. Sobre todo jugar. Donde puede comunicarse, en una extraña unión, con todo lo que la circunda: sin opresión ni sumisiones,
aunque todo juego, por supuesto, tenga sus normas. Porque ahí están los
adultos para decir «basta»: basta de juegos, basta de tiempo ocioso,
volvamos a la obligación. Y el niño, así, cae en la cuenta de que ese
presente de la diversión ya pasó, y que el tiempo transcurre, avanza, se desliza sin que tengamos dominio sobre él.
¿Quién no sintió, de niño, las horas de la siesta como una suspensión
soporífera de la vida, en la que un cierto hedor temporal adulto
estrangulaba y colapsaba las ganas, las ansias, las fuerzas de la
infancia, que pujaban por no perder ni un solo segundo de ese presente
que escapa y que, misteriosamente, los adultos dejaban ir mientras
dormían o veían el informativo o una telenovela?
También los niños se sorprenden de estos saltos generacionales,
y se preguntan por la exclusividad de su experiencia, y de si esos
adultos, que tantas trabas ponen a su libertad, son iguales a ellos.
Surge así la sorpresa por verse diferente de aquellos que los guían y tutelan: les proporcionan una extraña y enrarecida seguridad que, a la vez, restringe y lima su libertad.
Se presiente ya, aunque no se entiende –ni se quiere entender–, la
angustia por ese tiempo fugitivo que los adultos compartimentan y
despachan como si fuera una posesión de la que pueden disponer a su
antojo.
La filosofía, y su enseñanza, es necesaria en las instancias más tempranas de la educación porque niños y niñas, desde muy pronto, comienzan a revelarse como inocentes –pero muy fervientes– escrutadores de la realidad.
La pregunta surge espontáneamente, y una de las primeras expresiones
que aprendemos a balbucear, junto a «mamá» o «papá», es «por qué». Un
«por qué» dirigido casi siempre a esos mismos progenitores que, en
muchas ocasiones, se conforman con responder con un insuficiente y ufano
halo de autoridad: «Porque es así», «Porque lo digo yo». Una extraña
semántica que no sacia la natural curiosidad infantil o
que, de hacerlo (debido a la connatural confianza que emana de los
niños respecto a sus padres o profesores), cercena nuestras capacidades
críticas y creativas.
Es este el horizonte desde el que debemos afrontar el derecho (y añadiría, la obligación civil) a una enseñanza integral desde la niñez, que no se resigne a –ni se agote en– una contaminada pedagogía utilitarista
encaminada en exclusiva a la obtención de un empleo, y que, en fin,
tome la filosofía (y las humanidades en general) como una disciplina
fundamental para que niños y niñas cuestionen la pérdida de libertad que los adultos sufren y asumen deliberada y paulatinamente a medida que avanzan en su camino hacia etapas más avanzadas de la vida.
La
filosofía forja la necesidad interior de mantener y desarrollar un
progresivo compromiso individual con cuanto nos rodea. Como apuntó la
pensadora Hannah Arendt,
atreverse a insertar el propio yo en el mundo y comenzar una historia
personal es la potencia que fomenta la filosofía. Nada más y nada menos.
Pero esta tarea resulta imposible en soledad. La acción no puede llevarse a cabo en el aislamiento:
la acción real se efectúa con y frente a los demás, en el espacio
público, allí donde nos vemos las caras e intercambiamos palabras,
discursos. De otra manera, si nos ceñimos al espacio privado, a la casa
(a un voluntario arresto domiciliario del pensamiento propio), nuestras
acciones no repercuten ni pueden repercutir en el otro, y acabamos convertidos, tristemente, en individuos que todo lo padecen y todo lo consienten: adviene entonces la manipulación desde instancias de muy diverso calado, políticas, económicas, estatales.
Es por
ello, también, que desde los poderes establecidos se nos trata como una
masa indiferenciada, como «humanidad» o «ciudadanía»; porque la masa es indolente e inoperante –en términos de disidencia– y se deja manejar, sobre todo emocionalmente. Ahí están las fake news,
el imperio de la posverdad. Sin embargo, el individuo es impredecible y
tiene la capacidad de convencer y mover a otros a la acción. La filosofía despierta este ahínco por pensar y pensarnos
desde la individualidad para intervenir en la colectividad que somos y
conformamos. Hacer filosofía es una forma de cuidado y de preservar lo
más propiamente humano: el pensamiento que se traduce en acción.
Quienes hacemos, ejercemos, enseñamos o fomentamos la filosofía, también formamos una polis, una ciudadela rebelde
frente a esa violencia institucional que nos quiere tristes,
automatizados, homogéneos, dependientes y separados, y que anhela una
gran masa informe a la que poder manejar a su antojo y al albur de las
circunstancias de turno. Precisamente, enseñar y hacer filosofía es atreverse a decir «yo pienso» o, es más, «yo pienso esto o lo otro», con y frente
al otro; un otro que, a su vez, expresa sus convicciones y diferencias y
las confronta con sus semejantes. Y todo porque quien hace filosofía
asume el riesgo de poder estar equivocado.
Los niños se preguntan por el porqué a medida que despiertan a un mundo que intuyen comprensible y descifrable pero que se les hace inasumible en su pluralidad e inmensidad. De ahí el «por qué» interrogativo y bellamente indagatorio que barrunta y se asoma a todos los porqués. El adulto acaba por perder esta faceta, tan fundamental, de preguntarse la razón por la que las cosas suceden, y las asume de una manera cada vez más preocupante, más indolente. Si educamos a las nuevas generaciones en esta irrazonable y tan perniciosa y perversa inercia, se perderá con ello la capacidad para cuestionar quiénes queremos ser en un mundo en el que, con una funesta normalidad, nos vemos empujados y finalmente obligados a ser, tan sólo, quienes podemos ser, sin plantearnos quiénes podemos llegar a ser. Ayudemos a cada niña, a cada niño, a todos los protagonistas de cada aventura infantil (y juvenil), a no perder ese ahínco –tan humanamente natural y espontáneo– de preguntar: sin vergüenza ni temor a ser amonestados. Porque la pregunta es principio, pero también el fin, de la filosofía.
Confucio fue un pensador chino cuyo pensamiento fue bautizado con el nombre de confucianismo. Nacido en el año 551 a.C en una familia noble, es considerado uno de los pensadores más relevantes de la historia. Su filosofía ha tenido un gran impacto no sólo en China, sino en todo el mundo. La base de sus enseñanzas es la buena conducta, la meditación y el cuidado de la tradición.
Frases más famosas de Confucio
El hombre sabio busca lo que desea en su interior; el no sabio, lo busca en los demás.
El mayor error es sucumbir al abatimiento; todos los demás errores pueden repararse, éste no.
El camino de la verdad es ancho y fácil de hallar. El único inconveniente estriba en que los hombres no lo buscan.
El arquero es un modelo para el sabio. Cuando le ha fallado al blanco, busca la causa en sí mismo.
La educación genera confianza. La confianza genera esperanza. La esperanza genera paz.
No hay error en admitir que tú solo no puedes mejorar tu
condición en el mundo; para crecer, necesitas aliados con los que crecer
juntos.
Una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por
estas cuatro columnas: padre valiente, madre prudente, hijo obediente,
hermano complaciente.
Cuando veas el bien, procede como si nunca pudieras alcanzarlo
completamente; cuando te veas frente a frente con el mal, procede como
si fueras a probar el calor del agua hirviendo.
No pretendas apagar con fuego un incendio, ni remediar con agua una inundación.
Es el hombre el que hace grande a la verdad, y no la verdad la que hace grande al hombre.
Quien volviendo a hacer el camino viejo aprende el nuevo, puede considerarse un maestro.
Estas tres señales distinguen al hombre superior: la virtud, que
lo libra de la ansiedad; la sabiduría, que lo libra de la duda; y el
valor, que lo libra del miedo.
Cuando veas un hombre bueno, piensa en imitarlo; cuando veas uno malo, examina tu propio corazón.
No hay error en admitir que tú solo no puedes mejorar tu
condición en el mundo; para crecer, necesitas aliados con los que crecer
juntos.
Un pueblo gobernado despóticamente y en el que se mantiene el
orden por medio de castigos, puede evitar la infracción de la ley, pero
perderá su sentido moral.
El hombre que mueve montañas empieza apartando piedrecitas.
El núcleo del confuncianismo es el humanismo y la ética: «No que no quieras que los otros te hagan a ti, no lo hagas a los otros».
Mucho se ha escrito sobre la figura de la filósofa y escritora ruso-alemana Luíza Gustávovna Salomé, más conocida como Lou Andreas-Salomé
(San Petersburgo, 1861-Gotinga, 1937). Se trata de uno de los
personajes más singulares y sobresalientes de finales del siglo XIX y
principios del XX, vinculada a grandes artistas, escritores y filósofos
coetáneos como Nietzsche, Freud o el poeta Rainer María Rilke,
con quienes mantuvo una relación muy estrecha tanto intelectual como
personalmente, hasta el punto de haber influido de manera definitiva en
la obra de todos ellos.
Es en Rilke
(1875-1926) sobre quien nos centramos en esta ocasión, entresacando
algunas evidencias que muestran la relevancia que el pensamiento y el
carácter de la escritora rusa dispusieron en la obra filosófico-poética
del autor checo. Para ello, y como hilo argumental, utilizaremos los
testimonios que la propia Andreas-Salomé desgranó en un diario escrito a
propósito de su experiencia junto a Rilke en su país de nacimiento,
justo en los albores del siglo XX, y que apareció traducido en
castellano en 2011 por Roberto Bravo de la Varga bajo el título Rusia con Rainer. En este volumen se evidencia la importancia capital que Lou Andreas-Salomé mantuvo en el desarrollo intelectual y personal deuno de los poetas más importantes del siglo XX. La obra y la personalidad de Rilke no se entenderían sin la influencia de una de las mujeres más fascinantes de la historia.
Rainer María Rilke y Lou Andreas
Salomé se conocieron a petición del poeta el 15 de mayo de 1897. Rilke
se encontraba en Múnich. Acababa de dejar atrás su Praga natal, lugar
que encerraba todos sus demonios infantiles. Demonios que, por cierto,
le acompañarían durante toda su vida. En la capital muniquesa frecuentó los círculos culturales del momento, al igual que Lou Andreas-Salomé,
de la que había oído, entre otras cosas, sobre su particular relación
con el filósofo Friedrich Nietzsche, al que el poeta admiraba.
Tal como apunta Antonio Pau en la biografía sobre el autor checo (Vida de Rainer María Rilke. La belleza y el espanto,
Trotta, 2007), en aquel momento Rilke tenía veintidós años; Lou tenía
catorce más. Ella era una mujer casada con el catedrático orientalista
Friedrich Carl Andreas («el viejecito», tal y como la escritora se
refería a él), con quien mantuvo una relación abierta a lo largo de toda
su vida, preservando así una libertad impensable para los cánones de la época. Por entonces, Rilke
era un joven inseguro y excéntrico que no tardaría en sucumbir a los
encantos de aquella mujer madura de extraordinaria belleza, por
lo que acabó por enamorarse de ella (aunque hay quien sostiene, como
Antonio Pau, que Rilke era incapaz de amar). Por suerte para el poeta,
fue correspondido por Andreas-Salomé, si bien a la manera de la
escritora, con una intensidad tan atronadora como efímera.
Nació así un vínculo emocional muy
estrecho que duró durante toda la vida del poeta (muerto él en 1926;
Lou le sobrevivió once años más). Si bien la relación sentimental no fue
muy larga, unos dos años, acabó transformándose paulatinamente en una relación más materno-filial
(Rilke buscó en Lou a la figura de su madre ausente), de cuyo
desarrollo conservamos una jugosa evidencia epistolar de extraordinaria
belleza. Resulta claro que durante el período en el que estuvieron
juntos se fraguaron, en el interior del poeta, una serie de posos que
resonarían en toda su obra poética posterior.
La hondura de la relación debió de ser abrumadora, como queda patente en los escritos conservados por uno y otro lado. Un fragmento de Andreas-Salomé en su obra Mirada retrospectiva es del todo esclarecedor:
Si durante años fui tu mujer, fue
porque tú fuiste para mí una realidad que descubría por primera vez:
cuerpo y alma, indiferenciables de cualquier otra. Palabra por palabra
habría podido confesarte lo que tú me dijiste al confesar tu amor: «Sólo
tú eres real». Así nos convertimos en esposos aun antes de habernos
hecho amigos, y nuestra amistad apenas si fue elegida, sino que vino de
bodas igualmente subterráneas. No se buscaban en nosotros dos mitades:
nos reconocimos, con un escalofrío, en la abrumadora totalidad. Y así
fuimos hermanos, pero como de tiempos remotos, antes de que el incesto
se convirtiera en sacrilegio.
La respuesta, igualmente maravillosa, bien pudiéramos encontrarla en este poema que el autor checo incluyó en El libro de las horas, obra en la que Lou Andreas-Salomé está muy presente:
Apágame los ojos, y te seguiré viendo, cierra mis oídos, y te seguiré oyendo, sin pies te seguiré, sin boca continuaré invocándote. arráncame los brazos, te estrechará mi corazón, como una mano. Párame el corazón, y latirá mi mente. Lanza mi mente al fuego y seguiré llevándote en la sangre.
Estos versos aparecieron publicados
finalmente dentro del aludido poemario, en un contexto que escapaba del
todo de lo que debiera ser una declaración de amor, pues Rilke lo acabó
encajando en uno de sus momentos más solemnes de oración dirigida a
Dios, a «su» Dios. Pero en realidad, en sus inicios, fue Lou
Andreas-Salomé la que le había inspirado ese arrebato tan sublime de pasión, tal como apuntan tanto Antonio Pau como Federico Bermúdez-Cañete en el estudio preliminar de su traducción del Libro de las horas.
La influencia de Andreas-Salomé afectó no sólo a la maduración
personal del autor (por ejemplo, que Rilke asumiera el nombre de «Rainer
María» se debe a ella, dejando atrás el apelativo infantil y
afrancesado de «René», o que su caligrafía pasara de ser sucia y
farragosa a limpia y clara). La importancia de la presencia de la
escritora en la vida del poeta debemos adscribirla, también y sobre
todo, a su contribución para desarrollar «el espacio interior» de Rilke, desde el punto de vista del crecimiento de dos de los pilares fundamentales de su ideario poético: el del misticismo y la introspección de su primera gran etapa madura, así como el de la mirada exterior hacia las cosas.
Este proceso de crecimiento
se dio en tres momentos bien diferenciados. El primero de ellos
podríamos definirlo como la del presentimiento, transcurrido desde su
primer encuentro hasta el momento de sus viajes a Rusia (1897-1899), y
que incluye tanto su período en Wolfratshausen, en el que vivieron
durante dos meses como «casados aun no siendo amigos», como la etapa
posterior en la que ya no compartían relación carnal alguna, si bien
seguían estando lo suficiente cerca el uno del otro como para que el
autor pudiera desarrollar un prolífico período de inspiración que le
permitió desarrollar algunas obras tan notables como «El libro de la
vida monástica» (primera parte de El libro de las horas), Para festejarme, La princesa Blanca o el enigmático relato «Canción de amor y muerte del alférez Joseph Rilke».
El segundo momento o período de la revelación, que será aquí
analizado con más detalle, corresponde a sus dos viajes por el vasto
territorio del imperio de los zares, patria de la
autora («mi patria es el Volga, a donde llego una y otra vez», escribió
ella), y que realizaron en dos etapas. Por último, el periodo de las
resonancias, comprendido desde el retorno de Rilke a Alemania (para
alejarse definitivamente, pues ya no volvieron a verse salvo en algún
encuentro esporádico, lo que no impidió que siguieran manteniendo un
intercambio epistolar muy relevante) hasta el final de los días del
poeta. Pero centrémonos ahora en la experiencia rusa.
«En Rusia lo extraño es cotidiano y lo cotidiano es extraño».
Así se refería Lou Andreas-Salomé a su patria, aquella que le
arrebataron en su niñez, tal y como expone en el diario redactado en su
segundo viaje por la tierra de sus antepasados, esa tierra que fluía por
su sangre como el curso del Volga en su transición desde Oriente a
Occidente, y a la que le cantó de esta manera:
Aunque estés lejos, te contemplo. Aunque estés lejos, te entregas a mí en un presente que nada puede destruir. Rodeas mi vida, eres mi paisaje. Me envuelves una y otra vez con tu risueña grandeza.
No resulta extraño comprender pues el
interés de Rilke por una de las tierras que más influiría en su espíritu
poético (al igual que Italia y España). Rusia: un país de cielos infinitos, montañas, isbas, estanques, chopos, abedules e individuos sencillos pero que albergaban en su interior una grandeza reservada solamente a los espíritus más puros,
tal y como explicaría la propia Lou Salomé. De ahí que podamos imaginar
cuál debió de ser la emoción que tuvo que experimentar el poeta cuando
le fuera propuesto acompañar al matrimonio Andreas en una visita corta
pero fecunda al inmenso territorio ruso.
Como apunta Antonio Pau, aquel primer viaje duró apenas una semana, en la que visitaron Moscú y San Petersburgo. De la primera ciudad siempre recordarían el sonido de las campanas del Kremlin
y la vivencia de la Pascua, celebración esta última que para el poeta
fue crucial y de la que dejaría constancia en su obra más conocida y
celebrada, las Elegías de Duino. Durante aquel periplo, además, podemos destacar un primer encuentro con Tolstói,
ya convertido en una celebridad y al que Lou Andreas-Salomé define como
«un hombre sencillo, que vivía en su casa como si fuera un extraño».
Pero sin duda lo más destacable fue la aparición de un asombro tan
determinante que cristalizaría en la necesidad de un segundo viaje, que
realizarían al año siguiente, ya solos los dos, tras haberse preparado
intelectualmente durante un año con la intención de sentir y entender,
como si fuera una ofrenda, el alma de un pueblo al que ambos tildaban de
sagrado.
El 10 de mayo de 1900, Lou
Andreas-Salomé y Rainer María Rilke regresan a Moscú. Allí les espera el
príncipe Sergéi Ivanovich Shajovskoi, miembro de la antigua nobleza
rusa y escritor amigo de Chéjov;
Shajovskoi actuaría como cicerone en su visita al palacio del Kremlin y
sus museos, además de ayudarles a organizar el viaje que estaban a
punto de realizar. En aquella peregrinación, la pareja se adentra en el
corazón de la Rusia más ancestral, viajando, además de a la ciudad de la
patria moscovita («el verdadero origen del pueblo ruso», según sostiene
la autora), a Tula (donde vuelven a encontrarse con Tolstói en su
mítica hacienda Yasnaia Poliana), Kiev, Poltava,
Sáratov y otra serie de enclaves repartidos por buena parte de la
geografía del extenso país que une Oriente y Occidente.
Visitaron toda suerte de museos,
monumentos de toda clase e iglesias, edificios supervivientes de épocas
de tiranía ideológica. En ellos apreciaron una amplia muestra del arte
ruso. Debemos aquí destacar un aspecto importante del mencionado diario
de viaje, pues, a veces, el texto se transforma en una riquísima guía de arte
en la que se suceden minuciosas descripciones de cúpulas, iconos o
cuadros con apasionados comentarios y opiniones críticas que reflejan el
alcance del conocimiento enciclopédico en la materia que Lou
Andreas-Salomé albergaba. De hecho, es en este aspecto en el que podemos
encontrar una de las marcas que mejor y más hondamente muestra la
influencia de la escritora sobre el pensamiento del poeta checo, sin
duda desarrollado en parte gracias al influjo de Lou Andreas-Salomé.
Bien es sabido que, en Rilke, el arte juega un papel fundamental, así como el misticismo panteístico y el existencialismo.
Su idea trascendente de lo que supone
la expresión artística está muy próxima, si no es la misma, a la que
tiene la escritora rusa. Tan sólo hay que analizar algunas de las
disertaciones que aparecen en el diario para confirmarlo. Para Lou
Andreas-Salomé, el artista se convierte en una suerte de sacerdote que es capaz de evocar el alma de las cosas,
transformando lo espiritual en algo sensible. Es un intermediario entre
el ser humano y Dios. En ese proceso de unificación del mundo resulta
muy importante la contemplación, y por ello la mirada
objetiva —o lo que es lo mismo, la objetivación de las cosas, si
hablamos en términos rilkeanos— se convierte en una necesidad imperiosa.
Hay que mirar al mundo sin el influjo subjetivo,
abandonar las ideas preconcebidas; solamente decir, describir, hacer que
las cosas hablen por sí solas, que nos muestren su alma. Eso es lo que
ha de conseguir el artista, que es un ungido de Dios, tal y como también piensa Rilke sobre el poeta.
Este papel sacro del artista,
a juicio de Andreas-Salomé (y también para Rilke), lo ejercen
igualmente los hombres de campo, una figura retórica repleta de
simbolismo y a la que conocen y enaltecen tras adentrarse en el
microcosmos de las aldeas rusas y de sus paisajes. De hecho, ambos
sostienen que fue precisamente el viaje hacia aquel mundo rural repleto de silencios, interioridad, religiosidad (singular, sin duda, ya que en ella confluye la ortodoxia eslava con el paganismo de las supersticiones) y arraigo con la tierra
uno de los momentos más álgidos de su segundo viaje. Dos fueron los
acontecimientos más señalados de aquella experiencia: el primero de
ellos, su estancia durante una semana en Kresta, pequeña aldea cercana a
la ciudad de Yoroslov. Allí, en el calor de una isba tradicional,
inmersos en una cultura ancestral sencilla pero igualmente grandiosa,
compartieron experiencias con la esencia de lo que Lou define como «el
hombre ruso»: el ser que aglutina en su interior la más arcaica pero a
la vez más joven de todas las almas posibles. El alma del auténtico
hombre ruso es el alma de un niño, aseguraba la escritora
(¿reminiscencia de su relación con Nietzsche?). Dicho legado se
encuentra fosilizado, encapsulado, a la espera de que alguien pueda
liberarlo (tal vez los artistas o los poetas). Para Lou Andreas-Salomé,
el ruso es consciente de esta verdad, y de ahí derivaría su fuerte espiritualidad y, en contraste, su carencia de voluntad frente a los cambios, lo cual le conduce inexorablemente al ascetismo
y a la vida interior individual que, paradójicamente, le abre la puerta
a la comunidad (todos los rusos piensan de la misma manera y eso les
conecta entre sí, defendía la escritora).
De esta manera, el alma del pueblo
ruso se ha preservado incorruptible frente a las transformaciones de las
épocas sucesivas. No obstante, Lou Andreas-Salomé ya apuntó que dicho
tesoro de la humanidad no estaba exento de los peligros de «la mala
educación», que en aquella época ya se dejaba sentir en Rusia por tres
vías diferentes: la de «los educadores del pueblo», es decir, aquellos
hombres que formarían parte de la Intelligentsia revolucionaria
posterior y que se embarcaron en misiones educativas en las aldeas en
la última parte del siglo XIX. A ellos les acusa de sembrar un cierto nihilismo entre el campesinado, un hecho que, como sabemos y a la larga, serviría para que el vacío generado en estas gentes por la muerte de Diosfuese cubierto por el espíritu revolucionario
que, a la postre, sería determinante en el éxito de la Revolución de
1917. Por otro lado están los clérigos de la ortodoxia oficial, a
quienes Salomé no duda en criticar por su corrupción y egoísmo.
Finalmente, también alude al daño provocado por los desertores de la
nobleza tradicional, convertidos ahora en guías espirituales «del
pueblo», como en el caso de Tolstói, a quien admira pero sobre el que no
deja de denunciar su manera despótica de tratar a la masa, mostrando
así sus prejuicios de clase.
Todas estas amenazas existen, y el
«auténtico» hombre ruso, que tiene en el campesino a su máximo
exponente, debe sortearlos para que no desaparezca la grandeza de su
ser, la sencillez, la cual da paso a un espacio en el que se puede
asumir absolutamente todo: «Grande es aquel que se procura un espacio para hacer o sentir todo tipo de cosas», apuntaba Lou Andreas-Salomé.
A poco que analicemos estas
cuestiones, reconoceremos algunas ideas del cuerpo filosófico-poético
más maduro de Rilke, el periodo conocido como visionario. Recordemos que
hay una figura sobre la que el poeta erige su cosmogonía, la del pastor,
incluido en un paisaje de cielos infinitos que aparece bien
representado en su afamado poema «Trilogía española». Poema, por cierto,
escrito durante la estancia del poeta en Ronda y al que el filósofo MartinHeidegger
se refirió como el más importante de Rilke. Recordemos que el poeta
checo fue una influencia determinante para el pensador alemán, como él
mismo confesó.
Pero la experiencia campesina de la pareja no terminaría aquí:
durante el segundo viaje ruso visitaron también al poeta campesino
Spiridon Dimitriovich Drozhahn, admirado por la pareja y del que Rilke
tenía algún poemario. De su hospitalidad (vivieron en su isba junto a su
familia durante unos días) da testimonio Lou Salomé en sus diarios. De
aquellos días hay que reseñar un hecho que quedó grabado en una de las Elegias de Duino:
la imagen de un caballo que trotaba al atardecer por una de las estepas
de la ribera del Volga en su descenso hacia el sur. También el río,
siempre tan presente en estos diarios rusos, así como los bosques,
montañas y, en definitiva, todo el paisaje sobre el que ambos escritores
reflejan la imagen de un Dios.
Mucho se ha hablado de la «teología rilkeana«, puesta de manifiesto, esencialmente, en El libro de las horas.
Algunos incluso han afirmado que aborda una idea de Dios manifestado
pero ausente. Lou Andreas-Salomé, que comparte con el poeta la misma
idea teológica —que podríamos tildar como panteística—, afirma en estos
diarios rusos:
Dios es lo sustantivo, lo
redentor, lo que expresa por completo nuestro ser, porque nos entregamos
a él prácticamente sin reservas de forma total.
Por otro lado, también proclama que Dios está en las cosas, en lo cercano, y que a él llegamos cuando…
… las cosas se abren francamente,
convirtiéndose en una patria insospechada, una experiencia completamente
nueva, la más humana y la más gratificante que existe, tan profunda que
espíritus como Spinoza se ahogaron en ella y balbuceando la llamaban
Dios.
En ambos se urde la idea de un Dios (manifestado pero desconocido en esencia, absconditus) que está junto al ser humano, más cerca de lo que éste sospecha. Por eso no es necesario ningún intermediario en su diálogo. No son necesarias las intermediaciones; tan sólo existe la oración, el recogimiento individual como única vía de contacto con lo Absoluto, con Dios. De ahí que en Rusia se pueda encontrar más fácilmente al Padre: allí todo es inmensidad, todo es naturaleza, auténtico elemento de la espiritualidad rusa.
Otra
propuesta más de desaceleración, downshifting, decrecimiento, slow
life, «vamos a llevarnos bien», o cómo se le quiera llamar, por Óscar
Sánchez…
Está esa frase de Valéry -aguda como todas las suyas- que yo repito tanto para mí mismo: la vida es interesante por los extremos pero se conserva por el medio.
¿Y si tratamos de invertirla, visto que el Gran Juego mundial nos está
arrinconando a una existencia de subsistencia perruna? La vida pasaría,
así, a ser interesante por lo que la conserva, y menesterosa de los
extremos. No otra cosa es, quizá, lo que hicieron civilizaciones
estáticas como la China o el Japón históricos, hasta que llegamos como
una gran lavadora a centrifugarles hacia un exterior que era ya nuestro
previamente. Ellos, con sus kimonos, sus cerezos, su caligrafía, sus
esterillas, su ceremonia del té, etc., centrados en sus artes domésticas
un instante antes de que les hiciésemos saltar por los aires. No hace
falta que dure milenios, ni que aceptemos en el ínterin una sumisión
acrítica, sólo que busquemos los placeres idiotas de una vida
reproductiva. Es reproductiva porque entiende que la cacareada Historia
Universal ya no tiene nada mucho más que ofrecer, y le duele menos vivir
de la rentas que alimentar tontas esperanzas. Y es reproductiva porque
relega la originalidad que ha sido cultivada con fanatismo el último
siglo y medio a una necesidad meramente interna. Quiero decir que se
puede ser ininterrumpidamente original en la República Independiente de
tu Cerebro, pero al servicio exclusivo del entorno inmediato.
Privatizemos
también nosotros el espectáculo globlal que parece divertir y lucrar
tanto a los agentes económicos. Los extremos son lo falso, en el sentido
en que Deleuze hablaba de «la potencia de lo falso», no como algo
opuesto radicalmente a lo verdadero, sino como lo que intensifica
mediante tradición o invención el disfrute de las repeticiones. Y de
cara a la totalidad social, lo imprescindible para su mantenimiento
justo y ni un gesto más. De esta manera, se realizaría el sueño
posmoderno del hombre-archipiélago: unidos únicamente por lo que nos
separa, como el mar entre las islas…
Tales
células domésticas no serían cerradas, ni unipersonales, ni se
definirían por los conocidos patrones tradicionales. «¿Quieres ser de
los míos, participar de nuestras rutinas y esparcimientos?», o «¿puedo
sumarme a los tuyos en este punto, que me interesa mucho para mejorar mi
salud (por ejemplo)?» -este tipo de preguntas, este tipo de gente…
Costumbres y prácticas reproductibles, imitables, válidas para los que
viven, no para los que codician. Una suerte de profundización del
liberalismo clásico en lo concerniente a los derechos individuales (nada
que ver con el atroz neoliberalismo actual) compatible, por qué no, con
un socialismo en el uso público de los medios de producción (nada que
ver, pues, con el viejo sovietismo). La vida como una continuidad
biológica, la muerte como repuesto generacional, y la cultura como
economía -etimológicamente hablando: las normas que rigen en lo propio,
en el oikos, en el domus-, en vez de esa losa que nos
han echado encima de interpretar la vida como deseo ilimitado, la muerte
como frustración inevitable y la economía como forma única de
cultura… El romántico Novalis incitaba, sin saberlo, a la locura
capitalista con los siguientes términos: dar a lo corriente un sentido
sublime, a lo cotidiano una apariencia misteriosa, a lo conocido la
dignidad de lo desconocido, a lo finito un semblante infinito…
Así
que démosle la vuelta también y imprimamos a lo sublime un sentido
corriente, a lo misterioso una apariencia cotidiana, a lo desconocido la
dignidad de lo conocido, y a lo infinito un semblante finito. Es una
idea, o el principio de ella, o tal vez no más que una patochada
«casual» (en el sentido de la ropa «casual»), pero es que andamos algo
desesperados de ideas…
No sé ser triste en verdad
ni ser verdaderamente alegre.
Créanme: no sé ser.
¿Serán las almas sinceras
también así, sin saberlo?
¡Ah, ante la ficción del alma
y la mentira de la emoción,
con qué placer me da calma
ver una flor sin razón
florecer sin tener corazón!
Pero, en últimas, no hay diferencia.
Si florece la flor sin querer,
sin querer las personas piensan.
Lo que en ella es florecer
es, en nosotros, tener consciencia.
Luego, hasta nosotros como a ella,
cuando el Hado la hace pasar,
las patas de los dioses llegan
y unas y otras nos vienen a pisar.
Está bien, mientras no vengan
vamos a florecer o a pensar.
3-4-1931, Fernando Pessoa (traducción de Carlos Ciro)
Jacques Taminiaux inicia un ensayo sobre Hannah Arendt y Martin Heidegger con una cita del Teeteto de Platón. Esta cita no es original de Taminiaux: es una referencia a La vie de l’esprit
de Hannah Arendt. En esta referencia singular, Arendt nos recuerda la
absoluta seriedad con que Platón relata la historia de la joven
campesina de Tracia. La escena original del Teeteto sobre la joven de Tracia dice así:
«Es lo mismo que se cuenta de Tales, Teodoro. Este,
cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y
se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de
él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que
tenía delante y a sus pies. La misma burla podría hacerse de todos los
que dedican su vida a la filosofía. En realidad, a una persona así le
pasan desapercibidos sus próximos y vecinos, y no solamente desconoce
qué es lo que hacen, sino el hecho mismo de que sean hombres o cualquier
otra criatura. Sin embargo, cuando se trata de saber qué es en verdad
el hombre y qué le corresponde hacer o sufrir a una naturaleza como la
suya, a diferencia de los demás seres, pone todo su esfuerzo en
investigarlo y examinarlo atentamente».
Después Platón repetirá:
«En su avidez por conocer las cosas del cielo, perdió de vista lo que
se encontraba a sus pies» (174a y siguientes). Aristóteles evocó una vez
más la figura de la joven de Tracia en la Ética a Nicómaco cuando pone el énfasis, a propósito de Tales, en la compatibilidad entre ser sophós(sabio) y no ser, al mismo tiempo, phrónimos (prudente). Taminiaux evocará a su vez a Heidegger en Die Frage nach dem Ding dónde hay un pasaje sobre la joven de Tracia que dice lo siguiente:
«La pregunta ¿qué es una cosa? debemos, pues,
caracterizarla como de las que hacen reír a las criadas. ¿Y por qué
razón no debería tener una criada la oportunidad de reír? (…) La
filosofía es este pensar por el cual no podemos iniciar nada y a
propósito del cual las criadas no pueden evitar reírse. Esta definición
de la filosofía no es un simple chiste: debe de ser meditada. Nos iría
bien recordar de vez en cuando que podemos caer en un pozo sin poder
llegar al fondo durante un buen rato».
La joven de Tracia es —dice Platón— «ingeniosa y simpática».
Se ríe alegremente y en el resonar de su carcajada modifica la sombría
concentración del filósofo. Tales de Mileto es considerado como el padre
de la Filosofía, pero también representa una metáfora: la del filósofo
distraído. Distracción y carcajada se contraponen en esta escena alusiva
a las dificultades del filósofo para vivir en el mundo y situarse en la
vida cotidiana junto a los otros. La joven de Tracia se sorprende y
goza del desamparo de Tales: la contemplación de los astros lo tiene
fascinado y no se da cuenta de las otras cosas concretas que tiene
delante de las narices.
Platón dirá sobre Tales: «En su avidez por conocer las cosas del cielo, perdió de vista lo que se encontraba a sus pies»
La metáfora de la joven de Tracia —una de las versiones más
antiguas sobre la posición femenina como modo peculiar de inserción en
el mundo— es, claramente, en la época de los posfeminismos, una
fuente de inspiración. En los sistemas políticos actuales, defensores
de la «igualdad de género», el posfeminismo reivindica el género como
una especie de invención, como una fórmula más o menos arbitraria de
construcción —lo que Judith Butler llamará perfomances—. Esto ha conducido a la batalla de los feminismos en la segunda década del siglo veintiuno.
La joven de Tracia nos permite, en cambio y casi por contraposición, situar el asunto del género en el discurso clásico, entendiendo
por clásico el pasado más antiguo en el presente más actual. Hablar de
mujeres y filosofía hoy, o de la cuestión del lugar desde donde las
mujeres se acercan a la filosofía, es tanto una evidencia (hombres y
mujeres en igualdad) como un problema que se plantea .desde el estatuto
de interrogante a la Filosofía misma, entendiendo la Filosofía como el
resultado del conjunto de producciones históricas en este campo, pero
también como un lugar de enunciación, un punto de partida.
El principal motivo por el que la joven de Tracia contribuye a
localizar este interrogante es que no lo solemos encontrar en las
orientaciones generales desde el discurso de género actual.
Trabajar este tema a partir de las metáforas femeninas puede contribuir a
desvelar algunos de los matices más delicados de la cuestión. No tanto
saber que las mujeres pueden filosofar (lo cual es evidente), sino desde
qué lugar las metáforas en femenino cuestionan —o subvierten— a la
Filosofía como «episteme».
Nosotras no somos, en definitiva, profesionales de la Filosofía. Tal vez no lo seremos nunca.
Cincuenta años de del estreno de «La naranja mecánica»
Stanley Kubrick sin duda era un lince, y por eso rodó la inigualable novela de Anthony Burguess
diez años después de su publicación, adivinando el tremendo impacto que
supondría. Pero en realidad trastocó radicalmente su tono y su trama,
como toda buena adaptación al cine suele y casi debe hacer. Lo
curioso es que el público y la crítica, por su parte, inventaron también
una tercera versión de la novela (Burguess se quejaba en el prólogo de
que Kubrick había hecho de su novela una fábula, es decir, una suerte de
teatrillo de guiñol), según la cual La naranja mecánica era una película acerca de la ultraviolencia. Mi hipótesis de partida para esta rememoración es que La naranja mecánica,
versión fílmica, no es eso, no es una película de ultraviolencia ni
física ni moral, por mucho que esa fuese la recepción que se le dio en
su estreno incluso por el propio Kubrick. Porque si se mira bien, dentro
de su propia y épica filmografía, mucho más violentas sin comparación
alguna resultan ser Senderos de gloria, antes (la guerra más cruel, una guerra de atrición, rematada por fusilamientos injustos), o El resplandor, después (nada menos que un padre tratando de “talar” con un hacha a su familia[1]), por no hablar de la fila interminable de crucificados de Espartaco,
toda una procesión de lentas agonías. No, esto es una trivialidad o un
tópico infundado, piedra de escándalo para la taquilla y nada más. En La naranja… nadie sale seriamente perjudicado, si lo ponemos al lado de los cientos de personajes que caen bajo el fuego de Salvar al soldado Ryan en
sus primeros minutos, salvo un aburrido matrimonio sin rostro, y la
insanía del protagonista más que sadismo o agresividad descontrolada no
es más, en mi opinión, que la demostración del poder puramente muscular e
indiferenciado de un adolescente que habita en los márgenes.
Y ahí es donde quería llegar: lo mismo le da al protagonista sacudir a
un mendigo por indefenso y fracasado que camelarse a dos chicas sólo
con pedirlo y sin despeinarse, todo ello no son más que reafirmaciones
de lo único que un adolescente posee, que es fuerza sin dirección y
necesidad de reconocimiento. Porque cuando ingresa en esa especie de
reformatorio, no muestra ninguna rebeldía antisistema, todo lo
contrario: destaca por ser el más integrado y colaborador, aunque apenas
nadie allí crea que lo hace con sinceridad. Y es que Alex no es sincero
en nada, sólo pone a prueba su aptitud en un caso u otro, lo mismo para
ser jefe de la banda que para apuntarse el primero a la terapia -a la
que no hay que olvidar que se presenta voluntario. De modo que toda la
película tiene esa peculiar estética que yo encuentro típica del soñar
despierto de un adolescente, y ese es el verdadero tema de la película, a
la vez que la explicación más cabal de que a ellos les guste siempre
tanto. A todo joven le gustaría ser el jefe, llevar doble vida
nocturna, burlar las normas de los adultos e incluso imponerse
finalmente cuando estos tratan de cambiarlo (Alex piensa que está por
encima de sus truquitos psicológicos conductistas, porque sabe o cree
saber que él no tiene propiamente psicología, sino tan sólo
impulso). Por eso digo que la película de Kubrick no es más que
estética, porque no hay ningún elemento crítico o ético en el film. De
hecho, la novela terminaba de muy diferente manera, y Kubrick suprimió
el capítulo 20 donde sí que había una clara intención de mensaje por
parte de Burguess. Pero es que la película es marcadamente estética
incluso en el plano más superficial, es decir, visual: el bar de las
anfetas, el argot pseudorruso, el uniforme de la banda, la cárcel tan
esquemática, la escultura fálica, las galerías donde Alex va a ligar,
Beethoven… Nada real, todo es como le gustaría a un adolescente que
fuera su mundo, es decir, que la película sería, desde mi punto de
vista, la representación del deseo (simplista pero asertivo) de un
diecisieteañero macarrilla de los años sesenta. Escena típica que me
sirve de prueba: cuando Alex, el chaval (no es más que un chaval) vuelve
a casa reformado, habla con sus padres en una habitación de decoración
imposible: pinchos metálicos por toda la pared en vez de papel pintado.
¿Pondrían esto en su casa unos padres tranquilos y convencionales? No,
eso es lo que a Alex le gustaría ver, puesto que a él no le pone
nervioso, ya que él está nervioso siempre, es un cuchillo de
ansiedad mal afilado. De hecho, tal decoración no está ni insinuada en
la magnífica novela de Anthony Burguess…
¿Qué es, entonces, La naranja mecánica, esa película icónica
y tan temida que cumple ahora medio siglo? Pues es el mundo de los años
sesenta tal como es imaginado y sentido por un chico impetuoso
perteneciente a una sociedad rica pero sin más normas a seguir que la
seguridad y el confort. Como esto no es gran cosa ni por asomo nada
satisfactorio si uno tiene la edad y las energías para algo mejor, no es
extraño que Alex cometa algunos crímenes para desfogarse, pero ahí se
queda todo su inconformismo y toda su rabia; la política, ¡oh hermanos
míos!, o el activismo social, nuestro buen drugito Alex ni la huele. Y
esto sí que es una buena crítica por parte de la película, que es sin
duda una gran película: que, después de todo, el protagonista está
absolutamente neutralizado, desactivado desde el principio, no puede ni
podrá hacer nunca nada ni nada ha hecho hasta el momento. El mundo real
seguirá su curso con o sin adolescentes nerviosos generando pequeños
incidentes violentos en las calles. Pero eso no era la novela. La novela
era mucho más que eso, era una especie de alegato libertario en
oposición al totalitarismo de la época, y era un caudal de fantasía y de
Neolengua. La novela estaba llena de guiños, y, si no, véanse…
Pues bien, me porto mal, con las crastadas, los tolchocos y los
juegos con la britba y el viejo unodós unodós, y si me lovetan, tanto
peor, oh hermanos míos, y a decir verdad no puede gobernarse un país si
todos los chelovecos se comportan como lo hago yo de noche. De modo que
si me lovetan y son tres meses en este mesto y otros seis en aquél, y
luego, como tan bondadosamente me lo advierte P. R. Deltoid, la próxima
vez, a pesar de la gran ternura de mis veranos, hermanos míos, es el
propio y gran zoo del Más Allá, yo digo: «Lo justo es justo, pero una
lástima, señores míos, porque ocurre que no puedo soportar el encierro.
Mi empresa será, en ese futuro que extiende unos brazos nevados y
prístinos ante mí, antes de que el nocho se imponga o la sangre entone
un coro final en el metal retorcido y los vidrios aplastados del camino,
que no me loveteen otra vez». Hermoso discurso. Pero, hermanos, este
morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da
verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y
entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los liudos son
buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus
placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy
cliente del otro negocio. Además, la maldad es cosa del yo, del tú o el
mí en el odinoco de cada uno, y así es desde el principio para orgullo y
radosto del viejo Bogo. Pero el no-yo no puede tener lo malo, de modo
que los vecos del gobierno y los jueces y las escuelas no pueden
permitir lo malo, pues no pueden admitir el yo. ¿Y acaso nuestra
historia moderna, hermanos míos, no es el caso de los bravos y malencos
yoes peleando contra esas enormes maquinarias? Todo esto lo digo en
serio, oh hermanos. Pero lo que hago lo hago porque me gusta.
En capítulo 4, Parte Primera. O en capítulo 5, Parte Tercera:
-¿Y usted, qué saca de todo esto, señor? -pregunté-. Quiero
decir, aparte el dengo que le darán por el artículo, como usted lo
llama. Es decir, ¿por qué se opone tanto a este gobierno, si puedo tener
el atrevimiento de preguntárselo?
F. Alexander se aferró al borde de la mesa y dijo, apretando los
subos, calosos y todos manchados con el humo de los cancrillos: -Alguien
tiene que luchar. Hay que defender las grandes tradiciones libertarias.
No soy hombre de partido, pero si veo la infamia procuro destruirla.
Los partidos nada significan. La tradición de libertad es lo más
importante. La gente común está dispuesta a tolerarlo todo, sí. Es capaz
de vender la libertad por un poco de tranquilidad. Por eso debemos
aguijonearla, pincharla… -Y aquí, hermanos, el veco aferró un tenedor y
descargó dos o tres tolchocos sobre la pared, de modo que el tenedor se
dobló todo. Después, lo arrojó al suelo. Con voz bondadosa dijo:- Come
bien, pobre muchacho, pobre víctima del mundo moderno -y pude videar
bastante claro que la golová no le funcionaba muy bien-. Come, come.
Puedes comerte también mi huevo.
-Pero yo dije: -Y yo, ¿qué saco de todo esto? ¿Me curarán lo que
me hicieron? ¿Podré volver a slusar la vieja sinfonía Coral sin sentir
náuseas? ¿Podré vivir otra vez una chisna normal? ¿Qué me pasará,
señor?…
Simone Weil, el único gran espíritu de nuestro tiempo
Así la llamó Albert Camus. Simone Weil nació en el París de
1909. Falleció exiliada, en Inglaterra, en 1943. Pese a su temprana
muerte, con solo 34 años, consiguió dejar una producción filosófica que
nos sigue fascinando. Compasiva, crítica, atenta y luchadora, Weil es
una pensadora a la que hay que conocer.
Por Mercedes López Mateo
De Simone Weil nos han llegado multitud de historias:
que ya con cinco años dejó de comer azúcar en solidaridad con los
soldados de las trincheras de la Gran Guerra, que quiso tirarse en
paracaídas sobre la Francia ocupada, que sus lágrimas conmovieron a Simone de Beauvoir
en una ocasión entre los muros de la Sorbona… Pero ¿qué sabemos sobre
su filosofía? Repasamos el pensamiento, repleto de mística y compromiso
político, de quien Albert Camus consideró «el único gran espíritu de nuestro tiempo».
1 Malheur. El malheur es la
desgracia. Va más allá del dolor físico o el malestar pasajero. Se trata
de un nivel de sufrimiento extremo y profundo que está presente en la
vida de todo ser humano, sin excepción, y que supone un enigma para la
humanidad. Es la pregunta sin respuesta de Cristo en la cruz: «Padre,
Padre, ¿por qué me has abandonado?». Simone Weil no busca dar una
solución al problema que supone la existencia de desgracia en el mundo,
sino apreciarla como un medio para abrirse a él.
«La extrema grandeza del cristianismo procede del hecho de que no
busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso
sobrenatural del sufrimiento». Debido al malheur, nuestra alma
queda vaciada y, de esta manera, dispuesta a acoger el sufrimiento del
prójimo. Para Weil, esta función tiene un carácter político, pues todo
ser sumido en la desgracia se encuentra invisibilizado, silenciado en
nuestra sociedad. Este malheur está ligado a otro concepto
central en la filosofía de Simone Weil: la fuerza, pues es la que, al
desplegarse, provoca la desdicha.
2 La fuerza. A este concepto le dedicará un espacio central en La Ilíada o el poema de la fuerza, ya que, para Weil, esta es la verdadera protagonista del poema épico de Homero. El texto en castellano se recoge en La fuente griega,
donde explica que existen dos tipos de fuerza, aunque normalmente
acostumbramos a identificar una, la más tosca: aquella que mata sin
pudor y destruye al hombre.
El malheur es un nivel de sufrimiento extremo y profundo que está presente en la vida de todo ser humano sin excepción
Sin embargo, «la otra fuerza» es mucho más sutil, pues es «la que no
mata todavía. Matará seguramente, o matará quizá, o bien está suspendida
sobre el ser al que en cualquier momento puede matar». En otras
palabras, esta fuerza se corresponde con la potencia del mundo para
reducir al hombre a una mera cosa, de convertirlo en piedra. La fuerza
es capaz de que un ser con alma quede muerto en vida. Cuando la fuerza
se despliega hasta el extremo y provoca la desgracia, el ser humano se
encuentra completamente desarraigado del mundo.
3 El desarraigo. Weil explica que todo ser humano,
del mismo modo que tiene necesidades físicas como comer o dormir,
también tiene necesidades del alma. De todas ellas, la más importante —y
olvidada en nuestros días— es la necesidad de arraigo. A ello dedica su
última gran obra, de 1943, poco antes de fallecer, Echar raíces.
Estas raíces pueden tomar diferentes formas: una comunidad en la que
arraigar puede construirse en base a elementos como un pasado común, una
tierra compartida, una lengua o una religión, por ejemplo.
Por otro lado, en su análisis identifica varias fuentes de desarraigo
en nuestra sociedad, como son el colonialismo, el fascismo de su época o
la condición obrera en el sistema capitalista de producción (por
ejemplo, el paro o la alienación). El desarraigo, además, se reproduce
con velocidad, porque todo aquel que está desarraigado, desarraiga a los
demás.
4 Lo sagrado del ser humano. La persona no es
sagrada, no hay nada de sagrado en ella. «Lo que es sagrado, lejos de
ser la persona, es lo que en un ser humano es impersonal». Weil pone de
ejemplos de lo impersonal a la verdad y a la belleza, que son perfectas.
Al igual que en la ciencia hay una parte de sagrado, gracias a su
verdad, y en el arte, gracias a su belleza, nosotros también podemos
llegar a nuestra parte sagrada, transitando a lo impersonal.
De todas las necesidades del alma, la más importante —y olvidada en nuestros días— es la necesidad de arraigo
Pese a esta necesidad de arraigo y comunidad de la que hablamos, para
poder acceder a lo impersonal necesitamos alejarnos de todo y realizar
ese proceso en una «soledad moral». Esta distancia es importante para no
confundir la idolatría de la comunidad con lo sagrado de lo impersonal.
Cegarnos en el «yo» desde nuestra alma nos impide transitar a lo
sagrado, «pero la parte del alma que dice ‘nosotros’ es todavía
infinitamente más peligrosa».
5 Metaxu. Weil recupera este concepto de la tradición griega de la que tanto bebe. Lo presenta en su obra La gravedad y la gracia y literalmente significa «entre medio». La imagen más clara para entender la función del metaxu
es la de un puente o un muro: «Dos encarcelados en celdas vecinas que
se comunican dando golpes en la pared. La pared es lo que los separa,
pero también lo que les permite comunicarse. […] Toda separación es un
vínculo».
Simone Weil entiende el mundo como un metaxu entre el ser
humano y Dios, es decir, aquello que los separa, pero que al mismo
tiempo los conecta y posibilita su relación. Todo metaxu debe comprenderse como un medio y jamás como un fin, de lo contrario, correremos el riesgo de instalarnos en ellos. Un metaxu es un peldaño que nos acerca a lo trascendente, no un ídolo o una meta en la que detenernos.
6 Amor fati. Simone Weil toma el amor fati
del estoicismo, aunque esta idea también está presente en otras
tradiciones como la cristiana (paralelismo al que dedica obras como Intuiciones precristianas o La fuente griega, en las que revela una gran similitud entre ambas). El amor fati hace
referencia a la aceptación del orden del mundo y de los designios
divinos, como lo fue el «sí sin condiciones» de María en la Anunciación.
La elección del ejemplo es muy importante, porque el amor fati se diferencia en un detalle imprescindible de lo que entendemos por resignación: la valentía de un «sí» activo.
Frente al despliegue de la fuerza que consume a toda persona sin
excepción, propone respetarla y aceptarla. No obstante, esto no la
convierte en una conformista. Como veíamos con el metaxu, toda
realidad que nos obstaculiza puede servir también para avanzar. Por esa
razón, Weil tuvo durante toda su vida un horizonte utópico en la mirada.
El amor fati implica aceptar lo que es y luchar siempre por lo que debería ser.
El amor fati se diferencia en un detalle imprescindible de lo que entendemos por resignación: la valentía de un «sí» activo
7 Anathema sit. Un ejemplo de este inconformismo lo encontramos en relación al principio de anathema sit.
A pesar de su origen judío, Simone Weil tuvo tres experiencias
religiosas que la acercan al catolicismo, en Asís (Italia), Portugal y
Solesmes (Francia). Aun así, decidió vivir su espiritualidad a su
manera, siendo crítica con los dogmas, y no llegó nunca a bautizarse.
Las 35 razones por las que se mantuvo en el umbral de la Iglesia las
presenta en Carta a un religioso, su correspondencia al padre dominico Jean Couturier en 1942.
Uno de estos motivos es el anathema sit, el castigo que
condena a la excomunión a todo aquel que cometa una herejía al no
cumplir con los preceptos de la Iglesia. Weil identifica esto como un
signo de totalitarismo inaceptable para la esencia del cristianismo.
Tanto en su filosofía como en su vida espiritual y personal, la
parisiense siempre estaba del lado de los marginados como también lo
estuvo Cristo.
8 Anarquismo. Desde bien temprano Simone Weil fue
conocida como «la virgen roja», apodo puesto —algunos opinan que
despectivamente— por su gran maestro del liceo Alain debido a su
pensamiento político «radical». Ya en 1932, con solo 23 años, se unió a
grupos anarcosindicalistas, participando además en huelgas contra la
precariedad proletaria. Así, en 1940 escribió Nota sobre la supresión general de los partidos políticos, donde dice que «todo partido es totalitario en germen y en aspiración».
Por si fuera poco, formó parte de la columna Durruti, el grupo de
milicianos anarquistas que batalló en la Guerra Civil Española para
hacer frente a la sublevación militar ilegítima del general Franco. Su
diario de aquellos meses está recogido en sus Escritos históricos y políticos,
una obra tan crítica como revolucionaria, pues a pesar de sus
desacuerdos con algunos métodos antifascistas españoles, anima a tomar
las armas y combatir a su lado.
En 1940 escribió Nota sobre la supresión general de los partidos políticos, donde dice que «todo partido es totalitario en germen y en aspiración»
9 Crítica al marxismo.A pesar de
su presencia en huelgas, sindicatos y batallas, la posición de Simone
Weil dentro del marxismo era del todo heterodoxa. En especial, marcaba
distancias con las decisiones tomadas por Stalin y con la URSS en
general. Su crítica más contundente, demoledora y realista a la
filosofía marxista de la historia viene en sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social.
Allí explica que, aunque consiguiéramos acabar con el capitalismo, la
opresión que recae sobre los trabajadores seguiría existiendo, ya que
lo que debe cambiar es el modelo de producción, no solo la propiedad
privada de sus medios. Además, el socialismo científico y el capitalismo
no distan tanto en otro elemento: la fe ciega en el progreso infinito
gracias a la ciencia y la técnica.
10 Fábrica Renault y Alsthom. Pero su crítica no acaba ahí. En La condición obrera recoge una carta donde dice que «los grandes jefes bolcheviques pretendían crear una clase obrera libre y ninguno de ellos […] había puesto sin duda los pies en una fábrica». Por esta razón, Simone Weil decide en 1934 y 1935 trabajar como operaria en las fábricas de Renault y Alsthom, donde experimenta la desgracia, el hastío y el agotamiento físico y mental que todos los obreros sienten a diario. En este diario de fábrica, Weil propone como alternativa para dejar de ser «carne de trabajo» reorganizar el sistema de producción, es decir, hacer que deje de ser tan servil que nos arranque de la dignidad humana.
La dialéctica del amo y el esclavo es uno de los
pasajes más famosos de la filosofía hegeliana. En este fragmento, Hegel
describe la lucha entre dos conciencias que buscan ambas el
reconocimiento de la otra. La dialéctica del amo y el esclavo termina en
una dominación y en un reconocimiento imperfecto. Un tipo de relación
que, a pesar de no ser universal, describe perfectamente muchas de las
dinámicas en las que estamos inmersos.
Por Javier Correa Román
Georg Wilhelm Friedrich Hegel es uno de los filósofos más importantes de la historia de Occidente. Nacido
en 1770 en Stuttgart, es el máximo exponente del idealismo alemán.
Desarrolló una amistad con el poeta Hölderlin y el filósofo Schelling y
fue el intelectual más importante de su época.
Pese a que sus primeros escritos son teológicos y religiosos, no tardará en adentrarse en la filosofía.
En 1801, Schelling le invita a Jena, el centro cultural más importante
de la Alemania en aquel tiempo. Allí dio clases hasta 1807, cuando
publicó su Fenomenología del espíritu, el que es considerado su libro más importante. Es en esta obra donde se localiza el pasaje que vamos a analizar.
La dialéctica del amo y el esclavo
En la dialéctica del amo y el esclavo, Hegel inserta a la conciencia en un escenario social.
Un escenario en el que la conciencia no está sola, sino que entra en
contacto con otra conciencia. Cuando la conciencia está sola, no se
siente amenazada como certeza de conocimiento (nadie duda de ella). En
el momento en que aparece otra conciencia, en cambio, esta seguridad
tambalea. Cuando estamos solos determinamos la verdad sin oposición de
nadie más, pero cuando llega otra conciencia no podemos estar tan
seguros.
Para Hegel, los demás son fundamentales en la constitución de nuestra propia identidad.
A pesar de que suponen una amenaza para nuestra certeza y nuestro deseo
de ser la verdad del mundo, sin los demás no podríamos formar nuestra
identidad. ¿Por qué? Porque para formar nuestra identidad es necesario
el reconocimiento y esto solo lo puede proporcionar otro ser humano.
En el momento en que aparece otra conciencia, nos sentimos amenazados como certeza del mundo
En la dialéctica del amo y esclavo hay un concepto que es fundamental: el deseo.
Hegel llama deseo al movimiento de la conciencia hacia el exterior. El
deseo de la conciencia es para Hegel el proceso por el que la conciencia
sale de sí misma y conoce el mundo. Ocurre que, visto de esta manera,
el deseo es siempre una negación porque, cuando conoce los objetos, los
agota. En otras palabras, la conciencia descubre un objeto nuevo y lo
conoce («¡oh, una mesa!») y, en ese mismo instante, ese objeto se
consume, se agota (porque ya lo ha conocido).
En un mundo conformado solo por objetos, el deseo es pura insatisfacción.
El motivo es que los objetos se agotan en cuanto los conocemos. El
deseo de la conciencia es su movimiento hacia el mundo, pero según
conoce un objeto, necesita pasar a otro para mantener el deseo.
Cuando llega un ser humano —otra conciencia— para la conciencia supone una amenaza.
Hasta ahora era nuestra conciencia la que determinaba la verdad del
mundo: esto es una silla, esto está bien, esto está mal. El mundo no
opone resistencia cuando lo conocemos (el bolígrafo no grita: «¡No soy
un bolígrafo!»). La llegada de otro ser humano supone la llegada de
alguien que puede empezar a dudar de nuestras verdades en el mundo («yo
creo que en esto te equivocas»). La seguridad que tenía nuestra
conciencia como garante y certeza del conocimiento empieza a tambalear.
La conciencia no tolera esto. Para Hegel, el deseo
de la conciencia quiere ser absoluto e independiente. Cada ser humano
quiere tener la verdad sin que haya nadie que desafíe su conocimiento.
El ser humano que llegó en segundo lugar quiere también ser lo que
determina la verdad del mundo. Este es el verdadero conflicto: dos
conciencias que quieren ser las que determinan la verdad de las cosas.
Sin embargo, a pesar de ser una amenaza, la llegada de otro ser humano es también una oportunidad.
¿Oportunidad? ¿Por qué? Porque, como dijimos antes, los objetos se
consumen en el mismo instante en el que conciencia los conoce. No dan
más juego y, por eso, nuestra conciencia estaba insatisfecha. La
conciencia de otro ser humano, en cambio, no se agota. En otras
palabras, cuando sentenciamos: «Esto es así», el mundo no nos aplaude ni
nos verifica. Si otra conciencia dice: «Tiene razón, es así», nuestra
conciencia se siente reconocida y satisfecha.
Se abre entonces una oportunidad para que nuestra conciencia pueda estar satisfecha.
La oportunidad pasa por el reconocimiento de otro ser humano, por el
hecho de que otro ser humano reconozca que tenemos razón, que somos la
verdad del mundo. El conflicto surge porque, en este encuentro entre dos
seres humanos, ninguno quiere ceder. Ambos quieren ser reconocidos como
la certeza del conocimiento.
El verdadero conflicto son dos conciencias que quieren ser las que determinan la verdad de las cosas
En un primer momento, en el choque inicial, los dos seres humanos —las dos conciencias— se ven la una a la otra.
Se reconocen. Una ve a la otra y ve que la está viendo. Hegel dice: «El
movimiento es, por tanto, sencillamente el movimiento duplicado de
ambas autoconciencias. Cada una de ellas ve a la otra hacer lo mismo que
ella hace». Es decir, las dos conciencias saben que lo que ven no es un
objeto, saben que la otra conciencia también le está mirando. En este
punto, ¿qué ocurre? ¿Cómo reaccionan las dos conciencias una respecto a
la otra?
Lo que quiere cada conciencia es doblegar a la otra para que la reconozca como verdad del mundo.
La conciencia de cada ser humano, dice Hegel, es egoísmo total y su
único deseo es determinar la verdad del mundo. En este choque, entonces,
cada una se siente amenazada. La conciencia no quiere matar a la otra
conciencia porque la dejaría otra vez en un mundo de objetos sin ningún
tipo de reconocimiento. La conciencia necesita afirmarse, someter a la
otra conciencia. En resumidas cuentas, y como señala el profesor Darín
McNabb:
«El deseo no desea la muerte del otro, sino que
desea el deseo del otro, desea que el otro lo reconozca. El paso de la
postura del deseo a la postura del reconocimiento da un giro a la
maquinaria dialéctica introduciendo una nueva dinámica que resultará no
en la muerte de uno, sino en una peculiar relación entre los dos, uno
como amo y el otro como esclavo».
¿Y quién es el amo y quién es el esclavo? La conciencia que se erigirá como ganadora, la que llamaremos «el amo», será aquella que en la lucha no le tenga miedo a nada. Aquella que no tenga miedo a desprenderse de sus «contingencias», aquella —dice Hegel— que no le tenga miedo ni a la muerte. Por poner un ejemplo más cotidiano, en una relación de pareja el amo es aquel o aquella que no muestra miedo a que la relación se acabe. La conciencia-amo es la que puede «mostrar que no está vinculado a ninguna existencia determinada, a la vida».
Esta lucha es fundamental para las dos conciencias porque la identidad de cada una depende de que la otra la reconozca.
En otras palabras, la conciencia se ha dado cuenta de que su identidad
solo puede constituirse a través del otro, a través de su
reconocimiento. A diferencia de los animales —y este es un punto clave
de la tesis hegeliana—, nuestra conciencia no desea objetos (pues estos
dejan a la conciencia insatisfecha), sino que nuestra conciencia desea
el deseo del otro, su reconocimiento. Desea que reconozcan sus verdades y
sus certezas. «El ganador es el amo —resume McNabb— y el que se rinde,
el esclavo. Lo que este pierde y el amo gana es el honor, el
reconocimiento».
La conciencia que se erigirá como ganadora, la que llamaremos «el amo», será aquella que en la lucha no le tenga miedo a nada
Pasemos a analizar la relación entre amo y esclavo. El
amo es ahora reconocido como tal. Es, en palabras de Hegel, un «ser
para sí». Es la certeza del mundo y no lo es porque él lo diga, sino
porque otro —y esta es la clave— también lo cree así. Lo que el amo
sentencia como verdad, el esclavo lo reconoce. Este último, habiéndose
dejado llevar por su miedo a la muerte y a la finitud, se ha convertido
en un «ser para un otro» más que en un «ser para sí». El esclavo es, en
este punto, una conciencia que se niega a sí misma como verdad del
mundo.
Para el amo, lo mejor del esclavo es que a él no tiene que negarlo, porque el esclavo se niega a sí mismo. La
derrota del esclavo en la lucha de ambos significa que el esclavo no es
absoluto e independiente, sino que es un ser más débil que el amo. El
esclavo lo reconoce como dueño y certeza del mundo y le reafirma
constantemente. Pero hay más: en esta nueva situación, el amo ahora
puede disfrutar los objetos o cosas que antes le causaban tanto problema
porque el esclavo se ocupa de ellos mediante el trabajo. En esta nueva
relación el esclavo trabaja para el amo.
Ahora, el amo domina al esclavo consumiendo lo que produce. Mientras
que el primero se siente libre y disfruta del trabajo del esclavo, este
trabaja para él. Para el amo, es una situación perfecta. Ha conseguido
imponerse y ahora disfruta de los beneficios. Sin embargo, ¿es esta
situación tan idílica? ¿Está satisfecho el deseo del amo? No del todo
porque en esta relación empiezan a surgir problemas.
Con el paso del tiempo, el amo se da cuenta de que su
reconocimiento descansa en un otro —el esclavo— que es un ser
insignificante, una conciencia dependiente. ¡Un esclavo! ¡Un
ser miedoso y débil! ¿Qué valor tiene que nos reconozca una persona
débil y cobarde, dice Hegel? De repente, el amo no tiene la certeza de
ser verdaderamente el amo. Le entran dudas. Que sea un esclavo el que lo
confirme no le da ninguna seguridad. El amo ahora descubre las
consecuencias indeseables de esta situación: el reconocimiento de un ser
sumiso no tiene apenas valor.
En este momento, el amo materialmente apenas tiene carencia, pero espiritualmente está vacío.
Su espíritu se rebaja al mero consumo de cosas que el esclavo prepara
para él con su trabajo. Respecto al esclavo, ¿qué es lo que le va a
permitir alcanzar la libertad? Su servidumbre consiste en tres pilares:
el miedo, el servicio y el trabajo. En la lucha a vida o muerte el
esclavo sintió miedo, un miedo no tanto a su oponente, como ya dijimos,
sino miedo a la muerte. Esta experiencia de miedo, a la conciencia del
esclavo le ha:
«Disuelto interiormente, le ha hecho temblar en sí
misma y ha hecho estremecerse cuanto de fijo había en ella. Pero este
movimiento universal puro, la fluidificación absoluta de toda
subsistencia, es la esencia simple de la autoconciencia, la negatividad
absoluta, el ser-para-sí-puro».
El primer paso para la liberación del esclavo es ser consciente de su condición de esclavo. Cuando
el esclavo acepta su miedo, entonces se da cuenta de su propia
situación de esclavitud. En otras palabras, el esclavo empieza a dejar
de ser esclavo en el momento en que es consciente de su servidumbre. A
partir de aquí, las cosas empiezan a cambiar poco a poco. Veamos lo que
ocurre en el ámbito del trabajo del esclavo.
Lo que es distintivo del esclavo es que su actividad, el
trabajo, no agota ni extingue los objetos como antes hacía el amo, sino
que los trabaja y, así, los transforma. Volvamos a la relación
de pareja: la conciencia-ama tan sólo consume los regalos hechos por la
conciencia-esclava. Esta última, sin embargo, no consume objetos, sino
que los hace y esto es una diferencia crucial. Es fundamental porque con
esto la conciencia-esclava forja con su trabajo un mundo a su imagen y
semejanza. Con el trabajo, el esclavo plasma su propia subjetividad en
el objeto; expande su identidad a los objetos con los que trabaja. Estos
dejan de ser meros objetos naturales para convertirse en productos
humanos.
El trabajo, dice Hegel, condena al esclavo, pero también le libera.
El amo dejaba que el esclavo tratase con los objetos del mundo porque
él aspiraba a la independencia de los objetos y al reconocimiento del
esclavo. Y el amo, recordamos, quería esto para tener su deseo
satisfecho. Pero ahora el esclavo experimenta una relación con los
objetos de forma diferente y mucho más positiva, ya que mediante su
trabajo es cómo el esclavo se encuentra a sí mismo.
El amo descubre las consecuencias indeseables de esta situación: el reconocimiento de un ser sumiso no tiene apenas valor
En resumen, el esclavo atisba su independencia personal a través de su trabajo.
Cuando trabaja, el esclavo ejerce su libertad para dar la forma que
quiere a los objetos. El mundo va tomando la forma que él lo da. Esta es
la razón principal de que el esclavo deje de sentirse enajenado de sí
mismo. Volviendo a nuestro ejemplo: fabricar objetos para que el otro
los consuma en la pareja puede ser servil, pero en este hacer, en este
fabricar, uno se da cuenta de sus propios gustos y se desarrolla a sí
mismo.
La relación ya no queda entonces tan clara. El
esclavo es un poco más independiente y ha encontrado una forma de lidiar
con los objetos (el trabajo) de forma que estos no se consumen y, a la
vez, le permiten desarrollarse. El amo, en cambio, se ha descubierto más
dependiente, pues depende del reconocimiento de alguien inferior. No
debemos pensar que es el esclavo el que sale ganando, porque, desde el
punto de Hegel, hacia finales de este apartado no hay mucha diferencia
entre el amo y el esclavo: ninguno de los dos es totalmente libre ni
totalmente dependiente.
Llegados a este punto, la dialéctica no ha producido lo que
los dos buscan: la libertad, la independencia y el reconocimiento del
otro. El reconocimiento en esta dinámica ha sido sesgado y
parcial, no mutuo (¡ha sido una lucha!), lo que ha dejado a los dos en
una condición terriblemente insatisfecha e infeliz.
Conclusiones
Varias cosas resultan importantes de este pasaje. El
primero es constatar que la identidad necesita el reconocimiento del
otro para constituirse. Esto ha influido enormemente en los movimientos
políticos de nuestra época. Estos, según autoras como Nancy Fraser, han variado desde las peticiones económicas hacia reivindicaciones identitarias y de reconocimiento.
Otra cosa importante a tener en cuenta es que Hegel no postula que así sean todas las relaciones entre humanos, pues —como hemos visto— el reconocimiento que se da no es un reconocimiento simétrico. El contexto que describe Hegel es el de un reconocimiento imperfecto y de lucha. Para llegar a una situación de reconocimiento igualitario la conciencia tendrá que recorrer aun varios capítulos de la Fenomenologíadel espíritu .