Fue
en el Romanticismo cuando surgió la teoría
de la identidad como autenticidad. Esta forma de entender la identidad
la han defendido de una u otra manera autores como Heidegger, Nietzsche u
Ortega y Gasset. Fragmento de una imagen de Stefan Keller en Pixabay.
¿Por qué hacemos lo que tanta gente hace? ¿Cómo ser nosotros
mismos? ¿Cómo descubrir la identidad de cada uno? ¿Qué nos hace
diferentes? En este artículo exploramos una pregunta fundamental de la
filosofía, la cuestión de la identidad, y lo hacemos a través de una
serie de filósofos que pensaban que la identidad de cada uno consistía
en ser uno mismo, en ser auténtico.
Por Javier Correa
Cuando queremos conocer un objeto cualquiera basta con que
preguntemos qué es ese objeto para así conocer su naturaleza, su
esencia. Con los seres humanos, en cambio, esta pregunta es
insuficiente, pues a la pregunta «¿qué es esto?» la respuesta «un ser
humano» no agota toda la realidad de los individuos. Con los seres
humanos podemos no solo preguntar qué somos, sino también preguntar
quiénes somos, es decir, podemos preguntar por nuestra identidad, por
ese carácter individual que todo ser humano tiene y que nos hace únicos.
Pero ¿cómo abordar la pregunta por la identidad?
La cuestión de la identidad
La gaya ciencia, de Nietzsche (Edaf).
El problema de la identidad —así como el de la libertad— es
un problema típicamente moderno que se enraíza en una creciente
preocupación filosófica por el individuo. Es la Modernidad el
momento histórico en el que este tipo de cuestiones florecen y adquieren
un protagonismo sin igual. Dentro de la Modernidad, fue más
concretamente en el Romanticismo cuando surgió la teoría que en este
artículo vamos a exponer: la identidad como autenticidad. Esta forma de
entender la identidad la han defendido de una u otra manera autores como
Heidegger, Nietzsche u Ortega y Gasset.
Los filósofos de la autenticidad defienden la idea de que la
identidad de una persona sería aquella forma de ser que la hace
genuinamente auténtica, ella misma y no una copia de otra cosa.
Esta forma de entender la identidad introduce una secularización de la
idea del yo: si antes se tenía que estar en contacto con Dios
para ser una persona auténtica, ahora, según esta teoría —como apunta
el filósofo canadiense Charles Taylor—, «la fuente con la que debemos
entrar en contacto se encuentra en lo más profundo de nosotros».
Con esta forma de entender la identidad, además, se empieza a desmoronar la que es para Nietzsche una idea profundamente cristiana: la idea de igualdad.Y
esto ocurre porque la autenticidad de cada uno resalta no tanto lo que
tenemos en común, sino justamente lo que nos diferencia como individuos;
lo que nos hace originales, auténticos.
Esta visión de la identidad de cada uno como lo que nos hace diferentes, originales y únicos tiene sus raíces en autores como Jean-Jacques Rousseau y Johann Gottfried Herder.
Para este último, por ejemplo, cada uno tiene su propia medida, una
forma de ser que nos hace inigualables. En este sentido, las diferencias
visibles y patentes entre los humanos adquieren una significación
moral: tengo un modo de vivir que es el mío y de esta forma debo vivir.
La ética de la autenticidad presupone así una identidad propia esencial a
mí, una forma de ser única que yo descubro, que ya estaba y a la que yo
debo obedecer, pues es lo verdaderamente mío.
Para Johann Gottfried Herder, cada
uno tenemos una forma de ser que nos hace inigualables. Las diferencias
visibles entre los humanos adquieren una significación moral: tengo un
modo de vivir que es el mío y de esta forma debo vivir. La ética de la
autenticidad presupone así una identidad propia esencial a mí
Hay algunos autores dentro de esta teoría, como Nietzsche u Ortega y Gasset, para los que esta forma de ser genuinamente propia no se descubre en el interior de uno mismo, sino que se crea.
Ser auténtico, tener mi propia identidad, se basa para estos filósofos
en la creación individual de esta semilla que me hace auténtico. Nietzsche dice en La gaya ciencia que «dar estilo a nuestro carácter constituye un arte» y hay que saber «integrarlo en un plan artístico».
La inautenticidad: no ser uno mismo
Ser y tiempo, de Heidegger (Trotta).
Pero no todos somos auténticos y, si lo somos, no lo somos todo el rato.
Esta teoría de la autenticidad dibuja, como si de un reverso se
tratase, un estado antagónico al de la identidad auténtica y genuina: el
estado de inautenticidad. El estado en el que uno no es uno mismo, su
propia versión, sino una versión común o, como decía Ortega, un
«hombre-masa». Algunos filósofos han llamado a este ser inauténtico el
estado de lo uno [das Man en alemán], aquel que vive en los «se» (hace lo que se hace, dice lo que se dice, etc.).
En este estado de inautenticidad, para Heidegger, el modo de ser propio de cada uno está ahogado, se pierde en un mar de actitudes comunes a los demás. A este respecto dice el filósofo alemán en Ser y tiempo
que «gozamos y nos divertimos como se goza» e incluso nos «apartamos
del ‘montón’ como se debe hacer». Cuando estamos en este estado de
inautenticidad, no somos «nadie determinado», pero somos todos. Somos la
masa y se convertirá en tarea vital de cada uno explorar sus
posibilidades para encontrar su identidad propia, su autenticidad.
Más que ser o no ser auténtico, para Adorno se trata de poder ser o no poder ser auténtico
La jerga de la autenticidad, de Adorno, en edición junto con Dialéctica negativa (Akal).
Es importante señalar que esta forma de concebir la identidad
desde el binomio autenticidad/inautenticidad no está exenta de
problemas o dificultades teóricas. La crítica más importante la
enunció el filósofo alemán Theodor Adorno, que ya denunció el carácter
vacuo del término «autenticidad» en su famoso libro La jerga de la autenticidad.
Para este autor, «ser fiel a uno mismo» es tan indeterminado que está lejos de indicar cómo vivir una vida buena.
El prefijo «-idad», dice Adorno, es «la sustantivación de una
propiedad». Así, dignidad es lo que tienen en común las personas dignas.
En cambio, «autenticidad no nombra nada auténtico en cuanto propiedad
específica», y es que siempre se puede ser un auténtico policía, pero
también un auténtico ladrón, y en ambos casos seguiríamos siendo
auténticos.
Además, Adorno añade una crítica social: ¿quién puede aspirar a esta autenticidad, a este ser distinto, a apartarse del vulgo? Solo una pequeña minoría que tiene el tiempo necesario para labrarse, para descubrir su auténtico yo o crearlo. Mientras, la gran mayoría tiene que entregarse a las tareas diarias y comunes para ganarse la vida. Más que ser o no ser auténtico, para Adorno se trata más bien de poder ser o no poder ser auténtico, parece que ahí está la cuestión para el filósofo alemán.
El silencio puede ser un objeto de consumo, un imperativo moral, un escape o una forma de resistencia y en esas posibilidades de lo no enunciado se detiene John Biguenet en su último libro.
John Biguenet publicó diez libros, entre los que se incluye Oyster, a novel, The Torturer’s Apprentice: Stories y The Rising Water Trilogy.
Silencio, de John Biguenet.
Biguenet no ahorra fundamentos. Desde la economía a los
sentidos, desde la filosofía a los estudios culturales, atraviesa
diversos campos para intentar responder a estas preguntas.
Porque, en definitiva se trata de escuchar, escuchar qué habla el
silencio de nosotros mismos. En ese recorrido asoma como valor de
mercado, cifrado en diversos ejemplos como el del transporte aéreo
(“Pocas industrias son tan agresivas a la hora de cobrar por disminuir
el escándalo que ellas mismas producen.
Pero mientras que las
aerolíneas se han vuelto extorsivas a la hora de exigir dinero a cambio
de servicios que antes eran gratuitos, las quejas por esos cargos
adicionales rara vez abarcan el elevado precio de admisión de las salas
de espera VIP en los aeropuertos, que se encuentran entre las más exitosas boutiques del silencio”), o los esfuerzos de una relojería suiza para lograr un producto tan silencioso que justifique su precio de 400 mil dólares.
También aparece cierto lugar incuestionable que el silencio ha asumido en pautas sociales, producciones culturales y hasta obras artísticas,
algo que podría considerarse un oxímoron pero que no deja de ser
cierto. Acaso, ¿la contemplación no forma parte del arte en acto? Y, ¿es
el silencio, en ese sentido, un modo para escapar de la voz de un otro?
O, por el contrario, ¿una forma para dejarnos habitar por esa otredad?
Un huracán
Al respecto, Biguenet se detiene en su propia biografía y recupera una de las consecuencias que sufrió tras el huracán Katrina.
Para el 2005 él vivía en Nueva Orleans con su familia. Perdieron todo. Y
entre tantas otras cosas, Biguenet perdió su capacidad de leer. “Creo
que lo que nos sucedió tiene que ver con que la lectura requiere
silenciar el yo. Frente a un desastre o una enfermedad, uno se aferra a
su yo. Y no se atreve a soltarlo”, concluye entonces.
Es así como
este libro propone numerosas premisas, siempre desde la tangibilidad de
una crónica, de una sensación o de un dato. Sin embargo, en esa búsqueda
y en esa polisemia, el recorte se agota en la arbitrariedad de lo
inmediato. Sin ir más lejos, Biguenet recupera una cita de Theodor Adorno sobre un silencio posible,
en una interpretación que acota a su mera literalidad. La afirmación,
volcada en Crítica de la cultura y sociedad, es bien conocida: “Escribir
un poema después de Auschwitz es barbarie”.
Luego de la terrible inundación provocada por el Huracán de Nueva
Orleans, el autor escribió columnas como escritor invitado para el New
York Times.
Para Biguenet se vuelve una suerte de sentencia o demanda que se explica en la imposibilidad de salir del trauma.
No obstante, sabemos que a lo que se refería Adorno estaba lejos de
constituir una opinión o proclama. El texto se pregunta por la
(im)posibilidad de representar lo irrepresentable. La pregunta se
plantea una y otra vez frente al Holocausto: ¿cómo narrar lo
inenarrable? ¿Cómo delinear las fronteras de la forma que
inevitablemente impone el significado?
La tensión es la misma que
enmarca los ecos de la palabra de Primo Levi –en tanto sobreviviente que
da testimonio, en tanto presencia de aquello sin representación–, y
también acompaña lo que Hannah Arendt termina caracterizando como la
banalidad del mal.
Es allí donde –para volver al interés de Biguenet– el silencio asumiría densidad ontológica, aspirando a la productividad imaginaria de la memoria.
No obstante, este trabajo no deja de ser una apuesta mucho más modesta,
que no se asume filosófica –lo deja en claro el autor desde un
comienzo– pero cuya curiosidad tampoco puede desconocerse, contribuyendo
con preguntas que no dejan de ser pertinentes bajo una mirada original,
aunque más no sea para pensar lo que oímos y lo que no, en definitiva
un sentido que –según el planteo de Biguenet– se define en la
materialidad de aquello más cercano.
Silencio John Biguenet Ediciones Godot Trad. Matías Battistón 128 págs.
Para
Kierkegaard, hemos de aceptar nuestra libertad, y también, el peso que
esta conlleva: la responsabilidad. Es necesario dar el salto… aunque
nadie dijo que fuera fácil.
Søren
Kierkegaard fue el primero en observar una de las paradojas del ser
humano al relacionar su libertad con una de sus principales dolencias:
la angustia. Abriendo el camino para el existencialismo, el filósofo
danés marcaría el curso que seguiría la filosofía en el siguiente siglo.
Nos adentramos en su vida y su pensamiento.
Por Matías Giarratana, consultor psicológico
Søren Aabye Kierkegaard, filósofo y teólogo danés (Copenhague 1813–1855).
Recibió de su padre, quien influyó profundamente en él, una severa
educación religiosa. Estudió Teología en Copenhague, donde se doctoró en
1840 con la tesis Sobre el concepto de la ironía, pero no
consiguió la carrera de clérigo. En los años 1841 y 1842 estuvo en
Berlín y fue alumno de Schelling. Posteriormente vivió en Copenhague y,
gracias a un pequeño capital que le dejó su padre, pudo dedicarse a la
creación de sus libros: publicó cerca de treinta obras, la mayor parte
bajo seudónimo.
Su vida estuvo dominada, según sus propias manifestaciones, por angustias casi obsesivas,
relacionadas con alguna circunstancia familiar desconocida, a la que
alude repetidamente. Fue también objeto de su angustiada preocupación el
rompimiento, a causa de algún impedimento por su parte, del compromiso
matrimonial con Regina Olsen.
“La vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia delante”. Søren Kierkegaard
Contexto histórico
Cuando analizamos la vida de cualquier autor es fundamental conocer cuál fue el contexto histórico que le tocó vivir,
ya que de ese contexto histórico y de su experiencia personal al vivir
ese entorno resultará, y no es de extrañar que así suceda, toda su obra.
Kierkegaard vivió justo en el desarrollo final de la guerra napoleónica.
Dinamarca apoyó a Francia, lo que supuso el bombardeo de los barcos
británicos desde la costa, e igualmente, una fuerte batalla con las
tropas españolas. Esto desembocaría en que Dinamarca perdiese el
territorio de Noruega, que terminaría formando parte de Suecia, lo que
sumiría a Dinamarca en una grave crisis, no solo económica, sino también
política.
A partir de esta depresión se desarrolló una excepcional
época literaria en la historia de Dinamarca, en donde se encuentra
nuestro filósofo. En esta crisis es en donde Kierkegaard desarrolla su filosofía existencialista que nos habla de la angustia.
Kierkegaard dice que el hombre es inevitablemente libre.
Vivimos en un mundo en el que no estamos determinados y esto es lo que
nos lleva a la angustia
Kierkegaard le habla al hombre concreto que sufre.
Él se da cuenta de que cada persona es un ser único, y que este
individuo está sometido a las cosas que le ocurren en su vida cotidiana,
con lo cual cada existencia es una existencia única. Es por eso que el
filósofo se da cuenta de que, si quiere describir y analizar a una
persona en particular, a la que tiene que recurrir, antes que nadie, es a
su propia persona y a su propia vida.
En El concepto de la angustia (1844) considera la existencia humana como una paradoja,
debido a que el hombre está suspendido entre su propia finitud y la
infinitud que se le revela de alguna manera. De la imposibilidad de
resolver esta paradoja deriva la angustia. Más adelante veremos que la
angustia tiene que ver con otro concepto al que llega Kierkegaard, que
si bien está relacionado con esta paradoja, es mucho más profundo y nos
interpela a nivel personal sobre cuáles van a ser nuestras decisiones en
la vida.
El pensamiento de Kierkegaard es uno de los principales precedentes del existencialismo, influyendo notablemente en otros filósofos como Heidegger, Jaspers, Sartre y Unamuno.
¿Qué es la angustia para Kierkegaard?
Kierkegaard habla de la angustia no desde un lugar de pasarlo
mal, sino que analiza lo que significa la existencia, el “estar aquí”.
No estamos determinados desde lo racional, ni desde lo biológico, sino
que somos arrojados a este mundo con elementos y circunstancias que no
podemos controlar, que son imponderables.
Esto es lo que nos supone un peso en nuestra vida, que inevitablemente nos lleva a la angustia.
En esta vida necesitamos tomar decisiones, y estas decisiones nos van a
llevar a realizar ciertas actividades en detrimento de otras, pues no
podemos abarcar todo al mismo tiempo. Tomar ciertas decisiones nos
obliga a renunciar a otras actividades. Aquí nos encontramos con la
angustia del devenir, con la angustia del qué será de nosotros y de
nuestro futuro, en un mundo en el que nos encontramos vacíos y solos.
Estas decisiones que debemos tomar son, por lo tanto, importantes, lo
que hace que nos dé miedo equivocarnos. De allí la famosa frase de
nuestro autor: «La angustia es el vértigo de la libertad».
“La angustia es el vértigo de la libertad”. Søren Kierkegaard
Esta libertad, dice Kierkegaard, hay que aceptarla. Y
también que la misma conlleva un peso, en el sentido de la
responsabilidad por esa misma libertad. Para disfrutar de esta libertad
hay que animarse a dar un salto, pero bien sabe Kierkegaard que el
vértigo que implica ese salto no es nada fácil. Debemos tomar decisiones
y tener fe en el camino que hemos elegido y afrontar esta angustia de
la libertad, aceptarla, llevándola con nosotros.
Kierkegard está buscando que vivamos una vida auténtica, aunque seguramente incluirá angustia. Pero bien vale la pena llevar esa carga, antes de llevar una vida inauténtica alejada de nuestro verdadero ser.
La brasileña Marilena Chaui Souza regresa con La nervadura de lo real para recorrer las dificultades de un autor permeable a muchas interpretaciones al que piensa como una escultura barroca.
Baruch Spinoza, bautizado como el “Príncipe de la inmanencia”.
Algunos filósofos se
sienten cómodos entre los límites de lo actual; otros, no desfallecen
hasta pensar la totalidad. Este es el camino de Spinoza. Su filosofar gusta de lo eterno y necesario;
respira con conceptos que se despliegan hasta lo que el filósofo
judeo-holandés entiende como la sustancia infinita o Dios. Pero, a la
vez, su mirar incisivo piensa también lo político, celebra la fiesta de
la libertad de la razón, y del individuo concreto dentro un Estado que
permita pensar y decir lo que se piensa. Gimnasia de la metafísica de la
razón y de una aproximación a la emancipación política de la modernidad
antiautoritaria que fascina a la filósofa brasileña y profesora de
Filosofía moderna en la Universidad de São Paulo Marilena Chaui Souza en
La nervadura de lo real. Imaginación y razón en Spinoza, reeditada recientemente por Fondo de Cultura Económica.
Freud admitió una “dependencia absoluta” con respecto a Spinoza.
Chaui asume las dificultades en la lectura de un autor constructor de un sistema complejo, permeable a muchas interpretaciones.
Por eso el Spinoza a ser comprendido es como “una escultura barroca”,
cuya interpretación se multiplica “en puntos de vista interminables”,
que componen un “caleidoscopio que gira frente a nuestros ojos,
deshaciéndose y rehaciéndose en mil formas y colores”. Una obra que para
algunos es “atea y fatalista”, o “mística y embriagada de Dios”, para
otros. En esa pluralidad de modos de compresión del filósofo nacido en
Ámsterdam, es posible encontrar al difusor de “un racionalismo extremo
que llevó a la razón matemática a exageraciones metafísicas jamás
alcanzadas ni antes ni después de ella”, o a un defensor de “un monismo
naturalista”, afín a materialismos futuros; o a quien identifica la
realidad única de lo que Spinoza llama la sustancia infinita con la
naturaleza, en un juego filosófico de tenor panteísta.
Pero respecto al heredero y crítico de Descartes, algunas cuestiones son tan seguras como la dureza del hierro: el autor de la Ética explicada según el modo geométrico no
fue comprendido en su tiempo, fue estigmatizado como “sofista”,
“filosofastro impuro e hipócrita”, y procreador de una obra
“pestilente”. Más allá de su pensamiento en sí mismo, Spinoza derramó un peligroso ácido disgregador del orden y la seguridad,
al punto de que el teólogo Van Mansvelt, celoso defensor de las
“verdades edificantes” de su tiempo, advertía que “la paz y la seguridad
de la República se ven minados cuando tamaños errores pueden ser
enseñados, publicados y difundidos”.
El siglo XIX nos acostumbró a
la figura de los poetas malditos, desde Hölderlin, hasta Baudelaire o
al Conde de Lautréamont. Pero el barroco siglo XVII conoció el
antecedente de Spinoza como filósofo maldito, solo luego continuado por
los rayos provocadores de lo dionisíaco nietzscheano. Spinoza maldito por ser el libre pensador expulsado por su comunidad judía originaria, que no podía asimilar su ser distinto;
maldito por su comprensión racional moderna del texto bíblico; maldito
por identificar la salvación con la felicidad que destila la sabiduría
como amor a Dios, pero no como sometimiento a la Iglesia y el trono
papal; maldito por disfrutar de la austeridad y el pulir cristales para
sobrevivir, sin necesidad de pompas institucionales ni del refugio de
las filosofías universitarias, de las religiones, o de la bendición del
poder.
La inevitable colisión entre el racionalismo de Spinoza y
el dogmatismo de la religión lo condenan a ocultarse en la marginalidad,
solo apoyado por algunos amigos, y por Johan de Witt, acaso su
disimulado protector, el Gran Pensionario, una suerte de primer ministro
de una Holanda que en los tiempos de Spinoza pasó de ser potencia
mundial a desgarrase en luchas internas, la guerra con Francia, y el
asesinato feroz del propio de Witt.
Spinoza nació en Holanda.
Spinoza comprendía la distancia entre su vuelo de altura y los poderes constituidos. Pero esto no lo inhibió en su Tratado teológico-político,
en el que la razón va “más allá de la simple razón”, para desnudar las
falacias teológicas, la falsedad de la doctrina de los milagros, y para
negar al Dios personal y providente judeo-cristiano al que se le eleva
oraciones o pedidos.
Dios no es Padre creador, juez y
administrador de castigos. Lo único divino es la propia razón que, en
Spinoza, entiende la realidad como una sustancia infinita, de infinitos
atributos, aunque el humano solo pueda acceder a dos de ellos, el
pensamiento, y la extensión donde las cosas y los cuerpos se acomodan; y
los modos o manifestaciones particulares propias de lo que hay de
multiplicidad en la realidad.
La razón divinizada seguramente redime a Spinoza de la acusación de ateísmo, pero no lo prosterna, nunca, ante los dogmas que apelan a una larga tradición para buscar una engañosa legitimidad.
Desde tiempos de la Revolución Industrial, y con el auge del positivismo a finales del siglo XIX, hemos vivido sujetos al imperativo delprogreso. Un concepto que Christopher Ryan cuestiona en Civilizados hasta la muerte,
contundente y revelador ensayo en el que pone sobre la mesa el precio
que hemos tenido que pagar por esa continua y quizá mendaz sujeción al
continuo progreso.
Christopher Ryan comienza este necesario manifiesto contra el progreso, publicado en Capitán Swing, con una constatación: “La fe en el progreso -la promesa y la premisa de la civilización- se derrite como un glaciar”.
Resulta indudable que los avances científicos y tecnológicos han
mejorado nuestro mundo hasta convertirlo en un lugar más cómodo y
accesible, pero quizá no más habitable, pues, como
asegura el autor, “un análisis detallado permite observar que muchos de
los supuestos dones de la civilización son poco más que una compensación
parcial por el precio que ya hemos pagado, o que en realidad causan
tantos problemas como afirman resolver”.
Hace ya más de tres siglos, el filósofo Jean-Jacques Rousseau no tuvo reparos en denunciar que toda civilización acaba
por destruir el componente más bondadoso y humano de nuestra sociedad. Y
es que, si echamos un vistazo a nuestro alrededor, por ejemplo en el
ámbito de la medicina, han aparecido nuevos remedios para subsanar males
que, precisamente, los propios humanos hemos puesto sobre la mesa: han
surgido enfermedades infecciosas que nunca fueron un problema hasta que
comenzamos a domesticar animales de manera industrial y desproporcionada
(y también, por supuesto, masiva y cruel). Ryan no se muerde la lengua a
la hora de denunciar estos hechos: “La gripe, la varicela, la
tuberculosis, el cólera, las enfermedades cardíacas, la depresión, la
malaria, la caries, la mayoría de los tipos de cáncer y casi todas las
enfermedades importantes responsables de causar sufrimiento a gran
escala a nuestra especie derivan de algún aspecto relacionado con la
civilización: animales domesticados, pueblos y ciudades densamente
poblados, alcantarillas abiertas, alimentos contaminados con pesticidas,
perturbaciones en nuestro microbioma, etc.”.
Ryan defiende que el progreso, la ilusión básica de nuestra era, se ha agotado. Además, los escenarios distópicos (cuando antes la utopía era lo más característico del progreso) se han convertido en moneda de uso corriente y, lo que es más preocupante, se han vuelto más reales y amenazantes: vertidos de petróleo y desperdicios al océano, niveles apabullantes de CO2, y todo, afirma Ryan, “mientras que los partidos políticos nombran a patanes que son incapaces de ponerse de acuerdo sobre qué está sucediendo, y ya no digamos sobre qué hacer al respecto”.
También el psicoanalista Carl Jung, privilegiado analista de su tiempo y predilecto discípulo de Freud(aunque
su relación acabó muy deteriorada), explicaba en sus días que se vive
con una “pérdida de vinculación con el pasado”, sin arraigo alguno, lo
que conduce a vivir “más del futuro y de sus promesas quimeras de una
era dorada que del presente”. Y en sus memorias, apuntaba: “Desenfrenadamente se arroja uno a lo nuevo llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego.
No se vive ya de lo que se posee, sino de promesas, no a la luz del
presente día, sino en las tinieblas del futuro en que se aguarda el
auténtico amanecer”. Igualmente, el célebre economista Keynes escribió
en 1928: “Por primera vez desde la creación, el ser humano se
enfrentará con su problema real, su problema permanente: cómo usar su
libertad respecto de las preocupaciones económicas, cómo ocupar su ocio,
que la ciencia y el interés habrán ganado para él”.
Ya nos encontramos en ese tan ansiado futuro, y las cosas, lejos de mejorar, han empeorado en muchos campos de nuestra existencia.
De forma muy amena y enriquecedora, Christopher Ryan repasa y analiza
todos los testimonios que, desde el pasado, nos vienen avisando de los
peligros de centrarnos en ese nunca alcanzado, pero siempre anhelado,
progreso. Pero, como él mismo apunta, “cuando uno avanza en la dirección
equivocada, el progreso es lo último que se necesita. El progreso que
define nuestra época a menudo se parece más a la progresión de una
enfermedad que a su curación. La civilización a menudo parece estar
tomando velocidad con la misma vertiginosidad con la que desaparecen las
cosas por el desagüe”.
Más allá del sustancioso y muy instructivo desarrollo de las críticas al progreso que lleva a cabo en este muy recomendable Civilizados hasta la muerte, el aspecto fundamental del libro de Ryan es que nos invita a pensar y cuestionar nuestro mundo.
Dónde estamos, qué hicimos, qué haremos y, sobre todo, qué tipo de
ficciones nos estamos contando para quedar tranquilos sobre nuestra
posición y nuestras acciones en el escenario que ocupamos. Y se
pregunta: “¿Acaso la feroz creencia en el progreso es una especie de
analgésico, un antídoto de fe en el futuro para un presente cuya
contemplación resulta demasiado aterradora?”. Lo que nos diferencia de
otras civilizaciones (Roma, Sumeria, Grecia, Egipto o los mayas) es que
todas sus crisis desembocaron en problemas y conflictos regionales, pero
la civilización que ahora se derrumba a nuestro alrededor es global.
El gran
mérito del libro de Ryan es que nos empuja a reflexionar sin sentirnos
dogmatizados o violentamente dirigidos. A través de un análisis
descriptivo de cuanto nos rodea y tras mostrar diferentes testimonios
del pasado, Civilizados hasta la muerte reúne un imprescindible material para preguntarnos si hemos instrumentalizado nuestras acciones y nuestro entorno hasta el punto de que ni siquiera ya seamos libres
para elegir lo que está por llegar. “Cada día creamos el mundo que
nosotros y nuestros descendientes vamos a habitar”, concluye.
La obra toma partido, desde luego, pero pone ante el lector numerosas vías para que éste pueda decantarse por la que considere más oportuna. Más justa. Más humana. Ryan habla de la “aceptación”, en contraposición a las constantes “negociación y depresión” a la que nos aboca la enfermiza obsesión por el progreso. El autor plantea, en fin, una atenuación del sufrimiento individual y global, reemplazando las estructuras multinacionales jerárquicas por redes progresistas de pares y colectivos organizados horizontalmente, construyendo una infraestructura energética más local y menos contaminante, reduciendo el gasto armamentístico y reorientando los recursos hacia una renta básica global que fomentara una reducción de la población mundial de forma inteligente y no coercitiva. Y asegura: “Una vez empezáramos a recorrer esta senda, cada paso nos acercaría a un futuro que reconoce, celebra, honra y reproduce los orígenes y la naturaleza de nuestra especie. Este es, en mi opinión, el único camino a casa”.
Hannah Arendt y María Zambrano
representan dos de las cumbres del pensamiento filosófico del siglo XX.
Un periodo histórico que sintieron y pensaron en y desde lo más íntimo.
Olga Amarís Duarte, doctora en Filosofía y traductora,
publica un libro fundamental para acercarse a ambas figuras a través de
la dolorosa, pero también enriquecedora, vivencia del exilio que ambas
sufrieron. “El exilio es, pues, creador”, dejó escrito María Zambrano
(1904-1991). Tanto la pensadora malagueña como Hannah Arendt
(1906-1975) padecieron, de primera mano, los horrores de tan
problemática experiencia, alienadora como pocas pero también rica en
contrastes. Una experiencia que Olga Amarís Duarte toma como centro
neurálgico de su nueva obra, Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano
(Herder), redactado con una prosa muy fluida y con profundo
conocimiento del pensamiento de sendas mujeres, cualidades que invitan a
cualquier lector, lego o especializado, a introducirse en los complejos
y apasionantes vericuetos del pensar de ambas.
Escribe la autora en el prefacio que “todo exilio tiene una faceta de conquista y todo exiliado es un conquistador en potencia
que irrumpe con su conspicua diferencia en una sociedad que, en
principio, no cree necesitarle”. Por eso, continúa, “la gran proeza del
exiliado consiste en hacerse imprescindible por insustituible”. Y, desde
luego, Arendt y Zambrano se hicieron imprescindibles como conocedoras
de primera mano de un tiempo de oscuridad (como Arendt lo denominó), en el que los totalitarismos y los señalamientos se convirtieron en moneda corriente de una Europa que naufragaba en términos políticos, sociales y antropológicos.
Es además nuestro tiempo, como recuerda Duarte, “el de los setenta millones de desplazados forzados”; un tiempo en el que la experiencia del destierro, del exilio y de la errancia
vuelven a estar tristemente en boga. Fundamentalmente porque, a fin de
cuentas, constituye una vivencia común: el exilio lo sufre quien lo
experimenta en sus propias carnes, pero también el espectador que asiste
a él. Por eso, se apunta en este libro, se hace urgente “pensar y
repensar el exilio como lo hicieron María Zambrano y Hannah Arendt, sin
escatimar en los sinsentidos y en el horror, para llegar, finalmente, a
comprenderlo en su totalidad poliédrica”.
Ello por una razón muy clara, que Arendt expresa con dureza teórica y retórica en el prólogo de Los orígenes del totalitarismo (1951), en un fragmento que Olga Amarís Duarte recoge en su obra y que supone el pistoletazo de salida de su libro:
La comprensión no significa negar
el horror, deducir de precedentes lo que no tiene igual o explicar los
fenómenos mediante tales analogías y generalidades que no se sientan ya
ni el impacto de la realidad ni el choque de la experiencia. Significa,
más bien, examinar y soportar de forma consciente el fardo que nuestro
siglo ha puesto sobre nosotros sin negar su existencia ni someterse
dócilmente a su peso. La comprensión, en suma, implica un enfrentamiento
no premeditado, atento y resistente con la realidad, cualquiera que
ésta sea.
Duarte
expresa de una forma sencilla lo complejo. Con la habilidad del escultor
experimentado, este imperdible volumen muestra cada pormenor con
suavidad, sin perder con ello ningún detalle por el camino. Es un libro que se lee con gusto literario, con el que se aprende y se viaja a hombros de Arendt y Zambrano: sintiendo, padeciendo, educándonos con ellas. Porque si en algo creyeron ambas autoras fue en esa antigua paideia
(formación o educación) griega, que cincela el espíritu no tanto para
contar con las herramientas intelectuales necesarias como para tener el valor suficiente para no sortear la realidad.
Tanto
Zambrano como Arendt, desde sus particulares y tan distintos estilos,
trascendieron su propia realidad, mas no para soslayarla, sino para poder convivir con la inquietud
que les suscitaba, en una labor constructora del exiliado. Como apunta
Duarte, en ambas pensadoras “el exilio se convierte en un acontecimiento
propiciatorio e iniciático que, en complicidad con los tejemanejes de
la historia, logra aquello que el místico sólo consigue empezar a
vislumbrar tras arduos ejercicios ascéticos”, de manera que “alcanza en
el salto abismático hacia lo desconocido un estado total de desarraigo”.
Tanto Arendt —con su concepto de “vida desnuda”— como Zambrano —con la
experiencia descarnada del exilio— reivindican más justamente “la posición privilegiada del límite
que se abre en toda crisis para empezar a poner los cimientos de un
modo alternativo de expresión y de intelección capaz de comprensión
total de la realidad, incluyendo aquellas regiones desterradas”. En esto
fueron maestras y, casi se puede decir, guías espirituales.
Pero no. Ni en Zambrano ni en Arendt el pensamiento queda petrificado en las zonas etéreas de la filosofía. Ambas pujan por tocar el suelo de la realidad, de su realidad, para pensarla y, a partir de ese contacto filosófico, emerger en y con la acción. Hay que comprenderlo todo y del todo, aunque no por un gusto fatuo o diletante por lo teórico, sino, más bien, con la mente puesta en la acción que, también y por supuesto, se traduce a veces en el pensar. Pero un pensar sin acción resulta inoperante y vacío.
En este
sentido apunta muy certeramente Olga Amarís Duarte que no debemos creer,
sin embargo, que “la experiencia del exilio es concebida por ambas
autoras como un estado pasivo de aceptación y de sublimación de los
acontecimientos de la época”. En Arendt, por ejemplo, “el refugiado se convierte en partícipe de la vita activa,
influyendo y conformando la esfera pública mediante sus actos y sus
palabras”; en Zambrano, se resurge a una vida nueva que “va instituyendo
una patria tras otra, porque todas las ciudades han sido fundadas un
día por un extranjero que vino de lejos con la sola intención de crear, de dar sin más”.
Un libro
necesario, de prosa excelente y cautivadora, y sin duda uno de los
ensayos más relevantes publicados en nuestro idioma en los últimos años.
Un viaje tan detallado como agradable por el corazón y las vivencias de
dos pensadoras que se dejaron la vida en el desarrollo de su propio pensar:pensaron porque vivieron y vivieron porque pensaron.
Quizá en esta doble direccionalidad se encuentre su mayor hondura: en
la decisión de existir en la tensión del pensamiento que se implica con
los retos de su tiempo. Inexcusablemente.
La búsqueda conjunta de un sentido al sinsentido en los que el ejercicio de pensar anduvo en cuarentena,el
descubrimiento y el desarrollo de una línea de pensamiento muy singular
y personal, en crítica abierta contra el canon y porosa a fuentes de
conocimiento más alternativas y de carácter tan subjetivo como los
sueños, la imaginación y la tradición religiosa, son algunos de estos
puntos de conexión en dos discursos que se dan la mano, aun en la
distancia.
Olga Amarís Duarte, Una poética del exilio, p. 305.
En
lugar de intentar predecir lo que sucederá con precisión, los estudios
de futuros se centran en diseñar escenarios y en crear diferentes
historias sobre el futuro. Imagen de Wokandapix en Pixabay.
«El
futuro no es un espacio vacío; es como el pasado, es un aspecto activo
del presente. Pensar en el futuro equivale a cambiar el hoy». Son
palabras de Sohail Inayatullah, politólogo y futurista, primera cátedra
UNESCO de Estudios sobre el Futuro. Uno de los activos que los estudios
de futuros aportan a la creación de conocimiento es la capacidad de
pensar en alternativas. Es crucial crear futuros alternativos. Lo que
distingue el pensamiento de futuros de otros enfoques es su enfoque en futuros (plural) y no en futuro (singular).
Por Isabel F. Peñuelas
En
lugar de intentar predecir lo que sucederá con precisión —por ejemplo,
si las tasas de interés van a subir o a caer, o las posibles
modificaciones en los valores de cambio de divisas—, los estudios de
futuros se centran en diseñar escenarios y en crear diferentes
historias sobre el futuro. Son útiles para abrirnos al futuro, crear
diferentes posibilidades, hacer que el presente sea memorable, permitir
la emergencia de cosas nuevas, planificar y evitar el peor de los casos
posibles, desafiar a la rutina empresarial o simplemente para generar
pensamiento creativo.
«Los futuros alternativos
desafían la noción de que lo que sucede está determinado. Más bien, se
considera algo de lo que los humanos son responsables. O, como
argumentan Milojevic y otras feministas, algo que ha sido hecho por el
hombre puede ser rehecho por las mujeres». Sohail Inayatullah
Si hablamos de estudio de futuros, el Dr. Sohail Inayatullah tiene mucho que decir.
Es el responsable de la cátedra UNESCO de Estudios del Futuro
Universiti Sains Islam, en Kuala Lumpur (Malasia), y profesor de
Ciencias Políticas en el Instituto de Estudios del Futuro de la
Universidad de Tamkang, en Taiwán. Ha sido profesor en la Universidad de
Sunshine Coast (Australia), en el Centro de Estudios Estratégicos y
Políticos de Brunei Darussalam y en el Centro de Programas, Inteligencia
y Lucha contra el Terrorismo de la Universidad Macquarie en Sydney.
Es actualmente una de las grandes voces en los Estudios de Futuros a nivel global. Formado
en la Universidad de Hawaii, hizo su doctorado sobre el filósofo
surasiático Shrii P. R. Sarkar, examinando su teoría de la historia y su
visión del futuro y comparando su teoría en espiral de la historia con
otros macrohistoriadores como Ibn Khaldun, Karl Marx, Pitirim Sorokin y Arnold Toynbee, uno de los temas sobre los que es especialista.
Para
Inayatullah, ser futurista significa tomar conciencia y asegurarse de
que hacemos todo lo posible para ser parte de la solución y no del
problema.«Ver el futuro no como un estado final, sino
como un viaje de aprendizaje. En este viaje buscamos evolucionar desde
la planificación tradicional al aprendizaje de acción y a la prospectiva
narrativa, contando historias que nos ayuden a dar sentido al mundo y a
transformarlo», dice. Inayatullah insiste en que los futuristas deben
construir puentes entre historiadores y utópicos; deben comprender
múltiples campos; buscar la novedad, pero no dejarse deslumbrar por la
última idea de moda sobre lo que está por llegar.
Los
estudios de futuros son útiles para abrirnos al futuro, crear
diferentes posibilidades, hacer que el presente sea memorable, permitir
la emergencia de cosas nuevas, planificar y evitar el peor de los casos
posibles, desafiar a la rutina empresarial o simplemente para generar
pensamiento creativo
¿En qué medida se puede predecir el futuro? Le
trasladamos la pregunta a Inayatullah, para quien la investigación es
bastante clara sobre este punto. «La predicción asume un universo
cerrado y que no somos cómplices en los mundos que vemos y creamos», nos
responde. «Pero el acto de predicción puede cambiar lo que intentamos
predecir. En consecuencia, es mucho más productivo ver el mundo como un
sistema adaptativo complejo de múltiples variables que interactúan
simultáneamente de formas conocidas y novedosas».
Esa es la razón, nos dice, por la que los Estudios de Futuros han ido cambiando
desde el pronóstico a lo largo de una sola línea temporal al desarrollo
de escenarios de futuro alternativos; han evolucionado de la predicción
a la pregunta sobre cómo usar el futuro, es decir, a cómo podemos usar
el futuro para cambiar el hoy. «De esta forma el futuro se convierte en
un puente epistemológico que nos ayuda a repensar el tiempo para
enfocarse en la actualidad en las visiones del mundo y las metáforas que
subyacen en nuestra concepción del futuro, y nos ayuda a crear un
camino de transformación para alcanzar nuestro futuro preferido».
En opinión de Sohail Inayatullah,debemos
empezar por desafiar las visiones de futuro obsoletas, las prácticas
que no funcionan pero que aún seguimos utilizando y que constituye lo
que él llama el «futuro habitual». Necesitamos desafiar ese
futuro rutinario, dice el experto, para anticiparnos al futuro y así
mitigar riesgos y crear nuevas oportunidades. Los futuristas se centran
en mejorar las alternativas. «Se concentran en la visión de dónde
deseamos estar en lugar de dónde ya estamos —señala Inayatullah—. El
reto es hacer que el futuro sea real, que no sea una especulación
ficcional, necesitamos ligar el futuro a la estrategia y para eso
utilizamos técnicas como el backcasting, que nos permiten
identificar las acciones que necesitamos realizar para materializar
nuestro futuro preferido y el aprendizaje adaptativo de acción para
empujar el futuro desde el terreno de la fantasía, el sueño o el cuento
de hadas a una realidad posible».
En su pensamiento sobre
el futuro, los mitos y las metáforas subyacentes con las que
contemplamos el mundo juegan un papel fundamental. ¿Por qué son
tan importantes las metáforas? Nos explica que las metáforas definen
quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser. «Por ejemplo, en la crisis
actual de covid-19, la narrativa es definitoria. ¿Es la pandemia una
guerra? Si es así, ¿quién está en la primera línea? ¿Cuál es nuestro
deber? ¿Con quién estamos luchando? ¿O es una puerta de entrada a algún
lugar?».
«Como sugirió al principio de esta crisis Arundhati Roy, la pandemia podría ser la puerta de entrada a un nuevo renacimiento que desafiase los dogmas tradicionales y nos condujese a un despertar interior. Pero alternativamente podemos representar nuestra respuesta como la del martillo y el baile:
durante el martillo hacemos confinamientos para protegernos, y durante
el baile los abrimos para garantizar que fluye la economía. La narrativa
que se use definirá la estrategia resultante. Nuestro objetivo es
ayudarnos a nosotros mismos y a las instituciones a tomar conciencia de
qué narrativas usamos para construir la realidad y usar las que
coinciden con nuestra visión de futuro preferida. A menudo no somos
conscientes de las narrativas que nos atrapan, pero la forma de avanzar
siempre pasa por alinear la narrativa con la estrategia».
«Ver
el futuro no como un estado final, sino como un viaje de aprendizaje.
En este viaje buscamos evolucionar desde la planificación tradicional al
aprendizaje de acción y a la prospectiva narrativa, contando historias
que nos ayuden a dar sentido al mundo y a transformarlo», dice Sohail
Inayatullah
La propuesta metodológica de
Inayatullah para realizar un Análisis causal de capas en las fases de
profundización del futuro es utilizada actualmente en numerosos
proyectos de investigación en este campo. ¿En qué consiste esa
profundización en las causas? Según nos explica el propio Inayatullah,
el Análisis causal en capas (o Análisis causal estratificado, Causal Layered Analysis, CLA), sugiere que hay muchos niveles de realidad.
La letanía, o de lo que hablamos a diario: los datos, los titulares…
El sistema, o quienes ordenan la realidad, las organizaciones.
Las cosmovisiones, o diferentes perspectivas de la realidad.
Y los mitos y metáforas centrales.
Se puede entender, nos dice el experto, como una forma de deconstruir la realidad,
«mapear las perspectivas de las partes interesadas, articular una
transformación del hoy y del mañana, alinear mundos diferentes para
crear uno nuevo, y también como trabajo interno, lo que se llama el CLA
de uno mismo».
Respecto a la pandemia del covid-19,
por ejemplo —continúa explicando Sohail Inayatullah— si el titular es
sobre las muertes, necesitamos un sistema sanitario y de vigilancia e
información para reducir las infecciones y las muertes, la cosmovisión
es biomédica y la metáfora es la del martillo y la danza. Sin embargo,
si el titular es que la enfermedad es una invasión de fuerzas
extranjeras, entonces lo que necesitamos es un sistema para encontrar
quiénes son los culpables, la cosmovisión es geopolítica y la metáfora
es «el enemigo afuera y el enemigo dentro».
«En esta narrativa —señala Inayatullah— no nos sorprenderá ver que los ataques a otras etnias aumentan
a medida que el público se entera de que los invasores están dentro y
deben ser detenidos. Si el titular es ‘un aire más limpio’ entonces el
sistema es cómo la desaceleración de la economía reduce la
contaminación, la visión del mundo es la salud pública y la metáfora
central es ‘la salud primero’. Si el titular es ‘la enfermedad que
llega’, entonces el sistema se centra en la búsqueda de vacunas y curas.
La financiación es para la ciencia y la tecnología y nuevas empresas y
productos farmacéuticos, la visión del mundo es ‘la ciencia global’ y la
metáfora es ‘la búsqueda de la bala de plata’. Este análisis nos lleva a
profundizar en las soluciones, encontrar nuevas narrativas y
vincularlas con estrategias».
El Análisis causal de capas, oCLA,
puede usarse también para cuestionar cuál es el problema al que cada
persona se enfrenta, lo que Sohail Inayatullah llama el CLA de uno
mismo. Por ejemplo, muchas personas se sienten atrapadas en su
vida, tienen un yo que desea la libertad y otro al que le gusta la
rutina. La visión del mundo es a menudo la tensión entre los padres
dando mensajes contradictorios: encontrar un trabajo y encontrar la
felicidad. La vieja metáfora podría ser «la jaula de oro»; la nueva
podría ser «el creador de oro».
«En
la UNESCO se ha creado una cátedra centrada en los estudios de futuros,
sistemas anticipatorios y alfabetización sobre futuros. El objetivo es
guiar al mundo en el uso de los futuros para crear una dirección, una
trayectoria diferente para el planeta». Inayatullah
El primer escenario, ‘apocalipsis zombi’. Ilustración cedida por Inayatullah.
La UNESCO tiene un sistema global de presidencias o cátedras que trabajan juntas.
El propio Sohail Inayatullah nos explica cuál es su papel como
futurista en su programa de Futures Literacy en tanto que responsable de
la cátedra de Estudios de Futuros y por qué necesitamos Alfabetización
de Futuros: «Gracias a los esfuerzos de Riel Miller, en UNESCO se ha
creado una cátedra centrada en los estudios de futuros, sistemas
anticipatorios y alfabetización sobre futuros. El objetivo es guiar al
mundo en el uso de los futuros para crear una dirección, una trayectoria
diferente para el planeta. El futuro a menudo se ve como algo lejano.
Buscamos utilizar los Estudios de Futuros para mejorar la formulación de
políticas. Por ejemplo, con el Banco Asiático de Desarrollo, hemos
utilizado los Estudios de Futuros para repensar la dirección del banco y
organizar talleres de prospectiva en diferentes naciones para evaluar
esa dirección y alinearla con los objetivos globales de desarrollo
sostenible. Muchas organizaciones tienen centros de Estudios de Futuros:
la Policía Federal de Australia tiene un centro de prospectiva, la
Interpol tiene también un centro. Numerosos gobiernos en Asia tienen
centros nacionales que asesoran a ministros y presidentes de gobierno.
Ninguna organización puede permitirse el lujo de ser complaciente, ya
que la velocidad del cambio continúa acelerándose y destruye los viejos
paradigmas de construcción de la realidad».
El segundo escenario, la ‘gran pausa’. Ilustración cedida por Inayatullah.
En el contexto de la pandemia se está hablando mucho del mundo postcovid y
en concreto de propuestas por las que Inayatullah aboga, como la renta
básica universal, el cambio de papel de organizaciones como la OMS o
Europol como resultado de los escenarios de futuro que ha desarrollado
en distintas organizaciones. Para el futurista, el análisis de
escenarios nos puede ayudar claramente en el contexto postcovid.Aunque
podemos aprender muchas cosas del covid-19, defiende, una de ellas es
que debemos estar preparados para el futuro. Los escenarios nos ayudan a
pensar en alternativas, ya que no conocemos el futuro.
«En colaboración con la profesora Ivana Milpkevich, al principio de la pandemia identifiqué cuatro futuros posibles para prepararnos para las alternativas y encontrar soluciones robustas.
El
primer escenario, al que llamamos el ‘apocalipsis zombi’, es un futuro
basado en nuestras emociones; culpamos y usamos al otro para retener e
incrementar nuestro poder.
El segundo escenario, la ‘gran
pausa’, consiste en reducir la velocidad para acelerar. Hacemos cambios,
pero solo a corto plazo, y en 2021, volvemos a tener un sistema frágil.
El tercero es el ‘gran despertar de la salud global’.
Representa la apertura, la posibilidad. En este futuro, triunfan la
innovación y la apuesta por una tierra más limpia, y la ciencia y la
tecnología lideran el camino.
El cuarto lo hemos llamado la
‘gran desesperación’: siete años de depresión o recesión. Estamos solo
al comienzo de un futuro peor que vendrá.
Tercer escenario: el ‘gran despertar de la salud global’. Ilustración cedida por Inayatullah.
¿Qué debe hacer entonces una compañía o una organización para estar mejor preparada para el futuro? El
problema más importante en opinión de Inayatullah es saber si estás
viviendo la narrativa creada por otra persona o creando tu propia
narrativa. Los métodos de futuros nos ayudan a descubrirlo y cambiar
nuestra manera de avanzar hacia el futuro para que, en vez de empujar
una roca cuesta arriba, sea como deslizarse río abajo hacia nuestra
visión. «Nuestros métodos están estructurados. Están destinados a ser
utilizados tanto por expertos como ciudadanos. De hecho, en cada
proyecto de futuros, es siempre necesario preguntarse: ¿quién no está en
la sala? ¿Y cómo podemos incorporar su perspectiva para asegurarse de
que participan todos los agentes de ese futuro?».
Cuarto escenario: la ‘gran desesperación’. Ilustración cedida por Inayatullah.
Para estudiar el futuronecesitamos verlo como un viaje de aprendizaje. Desafiar
al futuro acostumbrado, anticipar los problemas emergentes, crear
escenarios alternativos, visualizar el mundo que deseamos, encontrar
maneras de hacerlo realidad, es decir, asegurarnos de que nuestra
estrategia contempla la letanía, el sistema, la visión del mundo y la
metáfora de los que antes nos hablaba Inayatullah.
Y, finalmente, necesitamos convertirnos en el cambio que deseamos ver. «Me gustaría cerrar esta conversación con una advertencia relacionada con el covid-19 —nos dice el politólogo y futurista antes de terminar—, una narrativa en que sea la puerta de entada a un mundo nuevo. Un aviso tormentoso para que nos preparemos frente al mundo de lo que podríamos tener enfrente que nos ayude a hacer que la edad de las pandemias sea corta. Siguiendo la narrativa de Jacinta Ardern, la Primera Ministra de Nueva-Zelanda de ‘un equipo de seis millones de personas’, creo que ha llegado el momento de imaginar y crear un equipo planetario de ocho billones.
En virtud de la obra de Massimo Recalcati “El complejo de Telémaco” (Anagrama, 2016) donde el autor detalla con claridad meridiana la caída de la autoridad paterna como ley, en la espera del hijo de Ulises, vinculamos con la actualidad decadentista en torno a la concepción de la institucionalidad originada desde preceptos democráticos, que sólo se cumplen por el momento en un orden simbólico como lo es el llamado o la convocatoria a elecciones. La que no casualmente cada cierto tiempo se pretende postergar o incluso evitar por justificaciones varias (ideales en tiempos pandémicos) constituyéndose lo electoral en el dispositivo de doble filo, que nos alerta como síntoma de ser el último de los resguardos antes de que el corpus democrático deje paso a fenómenos como los autoritarismos electorales, que son precisamente la reacción enfermiza que genera la caída de la autoridad política (complejo de Telémaco).
El bien jurídico mayor de cualquier ciudadano en el presente occidental ante un derecho colectivo es que le sea garantizado una vida en democracia, y cuando esto no ocurre, el mismo ciudadano debe agotar las instancias para llevar adelante este reclamo en todas las sedes y ante todas las instancias judiciales. No podrían objetarse ante esto, cuestiones metodológicas o de fueros, la justicia en cuanto tal, debe preservar y hacer cumplir el precepto democrático por antonomasia que el único soberano es el pueblo, pero la traducibilidad de esto, debe manifestarse mediante un cambio de lo democrático, tal vez redefiniéndolo o disolviéndolo en sus partes más oscuras, lo más democráticamente posible, sería que quiénes pretenden vivir bajo sociedades más democráticas, planteen en sus parlamentos o asambleas, mediante diputados, legisladores o ciudadanía común, proyectos que cambien el eje de las democracias, y que no sólo sea semántica, de lo contrario y tal como lo venimos observando, más temprano que tarde, se impondrá de hecho y no seguramente en forma pacífica o armoniosa, el cambio, nodal, radical y substancial, tan necesario e indispensable.
Esto mismo se podría lograr bajo elección, tal es la razón fundante de las reformas que proponen los regímenes semidirectos (que mediante consulta popular, permitieron el Brexit) los plebiscitos por autonomías (Cataluña, Escocia) o la elección en Turquía, que cambio de sistema de gobierno (de parlamentarismo a un presidencialismo) por un plebiscito, o por un resultado electoral.
“El simple hecho de que haya elecciones no basta para que estas sean competitivas. Piénsese en todos los instrumentos de que disponen los que están en el poder…Las reglas afectan a los resultados. Incluso pequeños detalles como la forma y el color de las boletas, la ubicación de los lugares de votación, la fecha en que tiene lugar puede afectar el resultado. Por lo tanto, las elecciones, inevitablemente son manipuladas…Hay algunas voces que afirman que en la actualidad estamos asistiendo al surgimiento de un fenómeno cualitativamente nuevo, “El autoritarismo electoral”…El hombre de poder en ejercicio no es necesariamente la misma persona: puede ser un miembro del mismo partido o un sucesor designado de alguna otra manera…” (Przeworski, A. “Qué esperar de la democracia”. Siglo veintiuno editores. Buenos Aires. 2016).
“¿Qué son exactamente los autoritarismos electorales? La respuesta pasa por señalar que no son -bajo ningún concepto- sistemas democráticos, aunque permitan a veces un juego multipartidista en elecciones regulares para la designación de los cargos ejecutivos y legislativos. No lo son porque se trata de regímenes que quebrantan los principios de libertad y de transparencia, y que convierten las elecciones en instrumentos de consolidación del poder. Sin embargo, debido a su extraña mezcla de instituciones formalmente democráticas con prácticas autoritarias, estos regímenes no calzan en las categorías tradicionales. Además, estos sistemas suelen presentar un entramado institucional parecido al de las democracias representativas, si bien ninguna de sus instituciones ejerce funciones garantistas ni de contrapeso al poder establecido. Así, en el marco de esta estéril institucionalidad, el único (y principal) sitio de contestación es el de la arena electoral y, por eso, la celebración de elecciones es muy importante. Las elecciones, en este entramado, se convierten en algo más que en un ritual de aclamación, ya que forman parte sustancial del juego político. Por ello, los momentos electorales están cargados de conflicto y tensión, ya que las autoridades quieren seguir manteniendo el control de las instituciones y los opositores quieren arrebatárselo. Es en este marco en el que se produce una dura pelea, donde quienes detentan el poder pretenden controlar la administración electoral y el conteo de los votos, así como limitar los espacios de los partidos opositores y manipular los medios de comunicación… Es en este momento, el de las elecciones, cuando los autoritarismos electorales se juegan su destino, ya que, en función de la capacidad de la oposición de presionar, movilizar y sumar nuevos aliados, se puede impulsar una agenda democratizadora. (Martí Puig, S. http://www.elperiodico.com/es/noticias/opinion/autoritarismo-electoral-1304201)
“En la actualidad, para juzgar el desarrollo de la democracia en un país determinado, la pregunta que hay que hacer no es ¿quién vota? Sino ¿sobre qué asuntos se puede votar?” (Bobbio, The future of democracy. 1989. P. 157.)
Como usted bien sabrá estimado lector, lo único de más que posee la presente pluma son palabras, pero a modo incluso de abonar la argumentación de este propio artículo, y como testimonio real de la posible existencia del autoritarismo electoral en el que nos encontraríamos subyugados, a modo de preservar la integridad de estas palabras condenadas a la censura por el régimen que se pretende perpetrar en el poder, mediante el viciado y perverso juego, de una aclamatoria de mayorías, solamente dejaremos a las citas textuales que planteen los escenarios de autoritarismo electoral citados.
Solamente nos corresponde hacer la pregunta, como duda, como inquietud, no como inquina, provocación o denuncia. El escarnio, la censura y la segregación, cultural, social y económica del que somos objeto por parte de quiénes se erigen en autoridad, por la ratificatoria de mayorías, que dan en llamar democracia, no es más que un mínimo costo, nimio e imperceptible, que cada cierto tiempo se le exige a la humanidad, para ver sí es merecedora de contar con la posibilidad de ejercer su raciocinio y vivir en libertad.
“En la extraña combinación de ficción política y realidad, tanto los pocos que gobiernan como los muchos gobernados pueden verse limitados-podríamos decir incluso reconformados- por las ficciones de las que depende su autoridad” (Morgan, E. Inventing the people. Nueva York. 1988).
La autoridad se funda en la razón de la que nos hubiera gustado prescindir, para siquiera hacernos la pregunta que lleva como título el presente artículo. Ojalá que usted tenga una respuesta y sepa qué hacer con ella.
Si no estamos de acuerdo con nuestros sistemas de organización que mejor que el día de mañana ponerlo en juego para ver si nos salimos del mismo, si lo abolimos. Bueno, esto que era una idea, un ejercicio teórico, ya está ocurriendo, en nuestras democracias occidentales, sí, mediante votación de los ciudadanos, pero sin que se les informe que solamente lo democrático se expresa mediante votaciones cada tanto, en donde la única democraticidad ejercida es tal convocatoria electoral en donde se convoca a la “horda” a que ratifiquen a sus oficialismos.
La
inglesa Margaret Cavendish (1623-1673). Diseño hecho a partir de una
ilustración de Sampathkumar 1640280 distribuida por Wikimedia Commons
bajo licencia Creative Commons CC BY-SA 4.0.
Margaret Cavendish es la autora de la primera novela de
ciencia ficción escrita por una mujer. Hizo una rehabilitación
filosófica de la fantasía. Escribió también varios libros de filosofía
natural y participó en numerosos debates sobre esta temática. Fue
invitada a una reunión de la Royal Society londinense, cuando solo
participaban hombres, en la que se hablaría de microscopia, materia de
la que ella tenía un amplio conocimiento.
Por Melina A. Varnavoglou
¿Cuántas veces se nos ha acusado a las mujeres de
«fantasiosas»? ¿De «no tener los pies en la tierra», de vivir en «una
realidad aparte»? Seguramente muchas y, si nos fijamos en los diferentes ámbitos que transitamos, quizás hasta varias veces por día.
Hasta hace no tanto, aún circulaban estudios que pretendían
probar, en una suerte de eugenesia revisitada, que el cerebro de las
mujeres tenía el hemisferio derecho (encargado de controlar la vida
emocional) más desarrollado y los hombres, en cambio, el
izquierdo («el cerebro racional»). Aún hoy existen anuncios
publicitarios y productos segmentados para público femenino que nos
instan a aprovechar nuestro costado «sensible» y «romántico».
Expulsarnos del mundo de lo racional
Como tod@s, las mujeres podemos equivocarnos, decir mentiras, y como veremos en este artículo, nada hay de malo en fantasear;
pero esta idea de asignar al género femenino como el portador exclusivo
y natural de una imaginación inusitada tiene la contrapartida de
expulsarnos del mundo de la racionalidad.
La intención de estas intervenciones, por lo general, apunta a desautorizar nuestra palabra
y deslegitimar nuestro criterio, en pos de mantener la hegemonía y la
primacía de un criterio oficial que puede estar asociado al «masculino»,
algo así como lo que hoy se menta con el popularizado término de gaslighting1.
En el campo de la filosofía, esta operación tuvo y tiene
consecuencias graves: sepultar, casi por completo, el pensamiento de
cientos de mujeres en la historia de las ideas. Tal es el caso
de la escritora y filósofa inglesa Margaret Cavendish (1623-1673), cuya
vida y obra podemos leer como una refinadísima respuesta —propia de una
duquesa de Newcastle— al gaslighting del que fue objeto en los
círculos intelectuales y científicos exclusivamente masculinos de su
época (como sucederá con su intervención en la Royal Society de Londres
en 1667).
En lugar de rigorizar su método filosófico hacia una exposición más «ordenada» y «racional», la estrategia de Mad Marge (la Loca Marge,
como era vituperada) será radicalizar su diferencia, mostrando que la
filosofía no está tan separada como se cree del mundo de la fantasía,
dando lugar así a un pensamiento único e influyente.
La vida y la obra de la escritora y
filósofa inglesa Margaret Cavendish podemos leerlas como una
refinadísima respuesta al fenómeno «luz de gas» del que fue objeto en
los círculos intelectuales y científicos exclusivamente masculinos de su
época
Margaret Cavendish, La Primera
«Dado que no puedo ser Enrique I, ni Carlos II, me
tomaré el esfuerzo, sin embargo, de llegar a ser Margaret, La Primera;
aunque no tenga ningún Poder, Tiempo u Ocasión para ser un gran
Conquistador como Alejandro o el César; de la misma manera, ya que
tampoco seré la Señora del Mundo, porque ni la Fortuna ni el Destino me
serán dados para ello, fue que me hice mi Propio Mundo»2.
Así se presenta nuestra filósofa en su libro Descripción del Nuevo Mundo, cuyo título completo es: … llamado el Mundo Resplandeciente, escrito por la triplemente noble, ilustre y excelente princesse, la Duquesa de Newcastle.
Mirado a simple vista y desde nuestra época, ciertamente este título parece el de una lady con mucho ego
(e ínfulas de princesa) que vive dentro de un cuento de hadas. Y
probablemente un poco así sea, pero veremos que toda esta retórica está
debidamente justificada.
Además de ser duquesa, título noble que tiene por casarse con
el duque de Newcastle (William Cavendish), Margaret fue dama de honor
de María Enriqueta (la primera «princesa real» —o sea, la
primera en suceder a un rey varón en el trono de Inglaterra—) y la
acompañó en su exilio en París en 1644, luego de que estallara la Guerra
Civil Inglesa y las fuerzas realistas fueran derrotadas.
Después de la restauración monárquica (1660), que la trae de nuevo a Inglaterra, escribe esta utopía, donde
una chica viaja a través del Polo Norte, sorteando diferentes peligros y
aventuras, hasta llegar a un mundo compuesto por animales parlantes y
otras criaturas, además de los humanos. Luego de erigirse en reina de
este «mundo resplandeciente» organiza una invasión contra el mundo
anterior… ¡comandada por hombres-pez arriba de submarinos! Publicada en
1666, se considera la primera novela de ciencia ficción escrita por una mujer.
Sin contradecir esto, es importante decir que esta novela decidió publicarse acompañando a otra obra: sus Observaciones sobre Filosofía Experimental. Dedicado a «todas las nobles y loables señoritas», explica esta decisión del modo siguiente:
«La presente Descripción de un Nuevo Mundo se escribió como un apéndice a mis Observaciones sobre Filosofía Experimental y,
teniendo cierta similitud y coherencia una con la otra, fueron unidas
ambas como dos mundos distintos por sus dos polos. Pero, ya que a la
mayoría de las mujeres no les placen los argumentos filosóficos, he
separado algunas de las observaciones citadas y así estas están aparte
por sí mismas, por lo que debo expresar mis respetos presentándoles
tales imaginaciones como si fueran mis contemplaciones. La primera parte
es romántica; la segunda, filosófica; y la tercera es puramente
imaginada, o (si así puedo llamarlo), fantástica».
Podemos pensar que Margaret Cavendish lo que quizás pretendía con este libro era dar a conocer su filosofía, elaborando
este artificio literario (una novela entretenida) para que así las
mujeres de su época no acostumbradas a leer este tipo de textos lo
hicieran.
Mientras muchas mujeres rara vez
llegaban a publicar sus obras, o de hacerlo utilizaban un seudónimo,
Cavendish fue una de las primeras en firmar con su nombre propio
Aunque fuera rica, el caso de Margaret Cavendish es atípico entre otras mujeres de su estatus que escribían.
Mientras muchas rara vez llegaban a publicar sus obras, o de hacerlo
utilizaban un seudónimo, Cavendish fue una de las primeras en firmar con
su nombre propio. No contenta con esto, colocaba además en sus libros
un grabado con un frontispicio… de sí misma.
Imagen del frontispicio extraída del libro Fantasías filosóficas, de la editorial Rara Avis.
Échale un vistazo a esta figura. Pero como si fuera por casualidad pura, no fijes tus ojos, no deben posarse en ella, pues como sombras a la luz que destella, solo sabe representar; porque todavía su belleza escapa de la maestría del mejor pintor, para intentar estas bellas líneas en su rostro capturar.
Mira el dibujo de su alma, su ingenio, su juicio. Luego lee las líneas que escribió sin desperdicio dibujadas por el lápiz de las fantasías, piezas que solo ella puede decir: son mías. Traducción de Camila Zito Lema
Fantasear es filosofar
Vayamos entonces directamente a ver en qué consisten estas «fantasías» tan centrales en el pensamiento de nuestra filósofa. De la mano de la editorial argentina Rara Avis llegan por primera vez a l@s lectores de habla hispana sus Fantasías filosóficas.
Publicadas mucho antes que El mundo resplandesciente y Observaciones…, aquí el registro fantástico, más que una parte, constituye el todo.
No hay aún tal necesidad de separar ciencia de literatura, o aquel
reparo de estar haciendo pasar sus «imaginaciones por contemplaciones».
Escrito al cumplir 30 años y en solo tres semanas, este libro pareciera
concentrar el pensamiento de Margaret Cavendish en estado puro. Como
bien explica Claudia Aguilar en su prólogo, «Cavendish no solo produce
mundos resplandecientes, sino que es autora de un mundo filosófico en
una completa continuidad, o, mejor dicho, fusión de lo filosófico y lo
literario, fusión que produce una fantasía filosófica».
Estas consisten en pequeñas epístolas, elegías
—también hay diálogos—, a veces rimadas (que la traducción se encarga
muy bien de reponer) y con juegos de palabras o preguntas abiertas.
Este método de exposición filosófica ya propone una forma de leer su contenido: estimulando
la imaginación. No buscando dar definiciones cerradas, sino suscitando a
esforzarse en «pensar más». Como pasa, por ejemplo, con las fábulas o
los acertijos. Deja en claro Cavendish: «No es a través de conocimiento,
sino de conjeturas, que es posible expresar los distintos movimientos
de todo lo que se mueve en la mente».
Además de esto, las fantasías «existen». Actúan
efectivamente como fuerzas vivas en la naturaleza y también desempeñan
un rol anímico: ayudan a los pensamientos y la razón a enriquecerse y a
equilibrarse entre sí. Como explica lúdicamente:
«Pensamientos no molesten, no molesten al alma con
discusiones, tomando partido, con miedo esperanza y dubitaciones. Bailen
en cambio con las musas, con pie medido, escoltando a las fantasías
cuando las encuentran en su camino».
La fantasía enseña a la razón a bailar, y esto no se trata de una forma de decir, sino la condición para poder pensar.
Porque, según la metafísica de Cavendish, la materia se ordena en
«complexiones», formando «figuras» que la mente, a través del baile
entre los «espíritus racionales» (pensamientos) y «sensitivos»
(sensaciones), aprende a reconocer y así distingue, por ejemplo, la
figura de un animal de la de una planta que la de los objetos.
Fantasías filosóficas, de Margaret Cavendish, publicado en Argentina por Rara Avis.
La metáfora del baile se elige porque sirve para describir la
regularidad o irregularidad con la que se dan los movimientos entre la
materia y la mente. En su propuesta, razonar más que a un cálculo, se parecerá a un concierto:
«Así, estos espíritus se mueven de manera medida, se
funden y ubican en las figuras, produciendo un concierto, una armonía, a
través del número».
Este modelo le permite pensar su relación de manera cambiante pero también precisa para describir diferentes facultades.
Cuando un objeto se presenta a los sentidos y los espíritus racionales
«bailan enseguida» su figura, a esto le llamamos memoria. Cuando la
bailan, sin que esté presente el objeto, estamos rememorando. Y cuando
bailan la figura «a la perfección», es decir, «sin perder ni la más
mínima parte de aquellas figuras traídas por los sentidos», podemos
hablar de entendimiento.
Como cuando bailamos ya sin pensar si estamos o no haciendo
bien los pasos, cuando bailamos habiendo incorporado plenamente todos
los movimientos. Sin recurrir ni a una idea (una coreografía)
ni a los sentidos (mirar cómo bailan los demás, por ejemplo) para
hacerlo. Por eso declara contundentemente que «la voluntad consiste en
elegir un baile».
De este modo, Cavendish hará una rehabilitación filosófica de la fantasía, en tres sentidos:
al introducir la «fantasía filosófica» como método de exposición;
luego, al describir la fantasía como una fuerza vital dentro del mundo
natural, y por último, por restablecerla como una facultad en sí misma,
en pie de igualdad con la razón.
Como en su novela, Margaret Cavendish conjurará ambos mundos
(pero esta vez, sin atacar ninguno) mostrando que las fantasías son de
alguna manera este instrumento «de pasaje», a través del cual podemos
acceder a aquello que la naturaleza, como decía Heráclito en sus Fragmentos, ama ocultar. Pero que resplandece3. Así, el pensamiento en lugar de conocer, descubre.
Escrito al cumplir 30 años y en solo tres semanas, el libro Fantasías filosóficas pareciera concentrar el pensamiento de Margaret Cavendish en estado puro
Un materialismo espiritualizado
A contramano del espíritu racionalista de su época, para Cavendish la tarea de la filosofía no sería la de ir a «iluminar» u ordenar la materia sensible según un orden lógico (la matesis universalis/matematización del mundo), sino la de estar atent@s a la expresión de la propia lógica material del mundo.
De ella participan los «espíritus sensitivos» y los
«espíritus racionales» que, como hemos visto, operan sobre la materia
(bailan) dando lugar a diferentes figuras. Estas fuerzas
intelectuales y sensibles habitan la materia y la mente a la vez, no
pertenecen exclusivamente al sujeto. Por eso, para Cavendish no sería
posible distinguir, como en la propuesta de Descartes, entre una res cogitans y una res extensa separadas.
Margaret Cavendish conoció personalmente a Descartes y discutió varios de sus argumentos en sus Cartas filosóficas.
Ambos investigaron, por ejemplo, sobre la posibilidad o no de una
explicación mecánica de la naturaleza. Sin embargo, la obra de ella
quedó absolutamente relegada en comparación al cartesianismo.
Al respecto, comparto la excelente pregunta que se hace Renata Prati en su reseña del libro: «¿Cómo habría sido la historia del pensamiento y la cultura occidentales si su obra fundacional, en vez de las cartesianas Meditaciones metafísicas, de 1641, hubieran sido estas Fantasías filosóficas, publicadas en 1653 por la muy singular duquesa de Newcastle?».
Hagamos ahora mismo el ejercicio. Comparemos una parte de la Meditación primera de Descartes con la Epístola a la contemplación de Cavendish.
La Meditación primera, de Descartes:
«Aunque los sentidos nos engañan a veces respecto de
las cosas poco sensibles y muy alejadas, existen quizá muchas otras de
las que no se puede razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su
intermedio: por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido
con una bata teniendo este papel en las manos y otras cosas por el
estilo».
La Epístola a la contemplación, de Cavendish:
Contemplando junto al fuego en el frío invernal, salen mis pensamientos de cacería por el pajonal. Las persiguen, y si alcanzan a las fantasías, La persecución traerá algarabías. Si matan al ciervo o alcanzan a la liebre, Animan a la mente con verso alegre.
Qué sensibilidades filosóficas tan distintas, ¿no?
La diferencia va mucho más allá, creo, del tema que tratan o del estilo.
Cavendish no solo elige metáforas para explicar, sino que las metáforas
que elige para el pensamiento son activas. En lugar de examinar los
sentidos para llegar a una certeza indubitable, el deseo de conocimiento
involucra al cuerpo en toda su ferocidad. Sus pensamientos «salen de
cacería».
Del soliloquio en la comodidad de una habitación cerrada
«vestido con una bata, junto al fuego», al cual la parafrasea casi
exacto («junto al fuego en el frío invernal»), se pasa a la
incertidumbre del afuera; transportando así la «escena del pensar» al
aire libre, en relación con otras especies además de la humana.
Cavendish no solo elige metáforas
para explicar, sino que las metáforas que elige para el pensamiento son
activas. En lugar de examinar los sentidos para llegar a una certeza
indubitable, el deseo de conocimiento involucra al cuerpo en toda su
ferocidad. Sus pensamientos «salen de cacería»
Margaret Cavendish, naturalista
Si algo podemos decir de la filosofía de Margaret Cavendish es que es
naturalista. Para ella la tesis en la que se apoyará la gran mayoría de
la filosofía moderna, según la cual sólo seres humanos tienen el don de
la razón y el resto de las especies no, se reduce a un supuesto de
superioridad antropocéntrico que no tiene fundamento.
Tal como se pregunta:«¿Por qué no podrían los vegetales, al
igual que los animales, tener vista, audición, gusto, tacto, si el
mismo tipo de movimiento mueve el mismo tipo de materia en ellos? ¿Quién
sabe si la savia de las plantas, tal vez, podría ser de la misma
sustancia y grado que el cerebro?».
El conocimiento moviente
Cavendish también conoció personalmente a Thomas Hobbes.
Sus historias de vida son similares: ambos vivieron la guerra civil,
fueron tutores o acompañantes de reyes, se exiliaron en París y fueron
influenciados por la filosofía de Descartes. Pero, ante todo, compartían
la siguiente tesis fundamental: la idea de que el movimiento es la
fuente del conocimiento.
Es por eso que para Cavendish todo lo que se mueve (plantas, animales, humanos, hadas) puede tener conocimiento, diferenciándose así de la materia inerte, sin movimiento. De este estudio del movimiento físico (a menudo llamado fisicalismo)
surgirán para ambos pensamientos políticos también, que Cavendish no se
limita en expresar en un tono tan aguerrido como el del Leviatán:
«La guerra natural y la paz proceden de la
autopreservación, que pertenece únicamente a la figura, porque nada es
aniquilado en la naturaleza, salvo las impresiones particulares o las
distintas complexiones que el movimiento realiza de la materia,
movimiento que en cada figura se esfuerza en mantener lo que ha creado.
Cuando algunas figuras destruyen a otras, lo hacen por su mantenimiento o
su seguridad».
Empañando las lentes cientificistas
En 1667, con varias obras publicadas bajo el brazo, y si bien
cuestionada, con una fama considerable, Margaret Cavendish irrumpe en
la Royal Societyde Londres. Fundada cinco años antes,
y constituida «para el avance de la ciencia natural», es una de las
primeras «comunidades científicas» que existen. Formaron parte de ella
personajes como Isaac Newton, Charles Darwin, Gottfried Leibniz, Albert Einstein… Stephen Hawking. Si seguimos la lista de quienes la integraban vemos que el elenco es exclusivamente masculino.
Pero Cavendish fue invitada a participar de una reunión, en la que se presentarían los experimentos de Robert Boyle, asistente de Robert Hooke, quien acababa de publicar su libro Microscopia, materia en la que Margaret tenía un amplio conocimiento.
Durante el exilio en París, Margaret adquirió una colección de microscopios y telescopios gigantesca,
dos de ellos elaborados por Torricelli. Es decir, tenía acceso y
conocía cómo funcionaban estos instrumentos dos décadas antes de esta
reunión, donde la microscopia fue expuesta como el método que permitiría
conocer, al poder observar la composición interna de los objetos, la
naturaleza entera.
Cavendish compartía con Hobbes la idea de que el movimiento es la fuente del conocimiento
Ante esto Cavendish, tuvo naturalmente una posición crítica que había ya expresado en sus Observaciones sobre Filosofía Experimental: «¿Cuál es la más verdadera luz, posición, medio que permitiría presentar a un objeto naturalmente tal como es?».
Le era imposible aceptar que un instrumento por observar con
aumento un corte de material en un momento fijo y en condiciones
aisladas pudiera dar un conocimiento absoluto e invariable de la
naturaleza. Estaba tan comprometida y convencida de los
infinitos cambios de la materia que veía en la microscopia más que una
verdad definitiva, simplemente un instrumento de investigación, que,
como todos, puede darnos un conocimiento limitado de la naturaleza.
Esto es lo que en filosofía posteriormente llamaremos criticismo:
la idea de que es imposible un conocimiento objetivo por parte del
sujeto, y la propuesta de que, al decir de Kant, solo podemos conocer cómo conocemos.
Contemporáneos de Cavendish, Hobbes (quien, por
ejemplo, comparó la bomba de aire de Robert Boyle con las pistolas de
juguete que usaban los niños «solo que más cara y sofisticada») y John Locke, también adoptaron una posición crítica ante la microscopia, pero como muestra la investigadora Ema Wilkins, ella fue la única cuyos argumentos fueron desestimados (¿gaslighting?)
en la Royal Society, acusándola de contradecir el método experimental,
por estar «sacando sus teorías de su propio cerebro fantástico».
Más que un insulto, lo tomaremos como un elogio: el cerebro de
Margaret Cavendish es fantástico y con él que dio lugar a una singular
filosofía. Como ya ella misma se defendió:
Porque todas las fantasías que hay en mi cerebro yo las imprimiría y con ellas el mundo celebro. No importa si están bien expresadas, mi voluntad está realizada y eso es lo que más place a las damas.
Notas:
[1] El término proviene de la obra de teatro británica Gas Light,
escrita por Patrick Hamilton en 1938, la cual tuvo diferentes
adaptaciones estadounidenses en el cine. El argumento habla de un hombre
que intenta convencer a su mujer de que está loca, manipulando pequeños
objetos de su entorno e insistiendo constantemente en que ella está
equivocada o que está padeciendo lagunas de memoria cada vez que ella
menciona estos cambios. El término alude a las lámparas de gas —luz de
gas (gas light)— que el marido usa en el ático mientras busca
el tesoro escondido. La mujer avista dichas luces y él le insiste en que
no son más que delirios.
[2] La traducción es nuestra. Original en inglés: «Though
I cannot be Henry the Fifth, or Charles the Second; yet, I will
endeavour to be, Margaret the First and, though I have neither Power,
Time nor Occasion, to be a great Conqueror, like Alexander, or Cesar;
yet, rather than not be Mistress of a World, since Fortune and the Fates
would give me none, I have made One of my own».
[3] A diferencia de su hermano, Cavendish no tuvo
acceso a formación clásica (estudio de griego y latín), pero pareciera
comprender bastante bien la etimología de la palabra fantasía.
Proveniente del verbo griego φαίνει (phainei), quiere decir «aparecer», «mostrarse», «hacerse visible», también «brillar» o «resplandecer».
El filósofo
francés, que no solía emocionarse con nada que tuviera que ver con
religión, quedó perplejo ante lo conseguido en este continente por la
orden fundada por Ignacio de Loyola en 1540.
Un hermoso ejemplo del barroco guaraní que brotó del encuentro entre los indígenas y los jesuitas en Paraquaria. – Foto: Getty Images
El
filósofo de la Ilustración Voltaire (1694-1778), normalmente un gran
crítico de la religión organizada, estaba tan enamorado de un
extraordinario periodo de 159 años de historia de América del Sur que se
sintió impulsado a describirlo así:
“El
asentamiento en Paraguay, realizado solo por los (jesuitas) españoles,
parece, en algunos aspectos, un triunfo de la humanidad. Parece expiar
las crueldades de los primeros conquistadores. Los cuáqueros en América
del Norte y los jesuitas en América del Sur… le dieron una nueva luz al
mundo”.
Ese “triunfo de la humanidad”
eran unas misiones fundadas por los jesuitas en la extensa zona del
Paraná, en el sureste de América, conocidas como “reducciones”, que en el castellano de los siglos XVI y XVII significaba “comunidades”.
Voltaire no fue el único en resaltar sus méritos.
Otro de los patricios de la Ilustración, el filósofo francés Montesquieu (1689-1755), las definió como “la curación de una de las más terribles heridas infligidas por hombres contra otros hombres”.
Y, más tarde, el yerno de Karl Marx, Paul Lafargue (1842-1911), las declaró el primer Estado socialista de todos los siglos.
Quizás, pero con un origen profundamente arraigado en la religión.
El mejor mal
Para
cuando los jesuitas llegaron a las tierras de los guaraníes, que ya
pertenecían a la corona española, había pasado un siglo de aquel
“encuentro de culturas” con toda su conquista y colonia.
A
los aborígenes en esas tierras que hoy son parte de los modernos
Paraguay, Argentina, Bolivia, Brasil, Chile y Uruguay no les quedaban
más que dos opciones:
trabajar bajo el sistema de las encomiendas para
los terratenientes españoles, quienes los explotaban a cambio de
“salvarlos” a través del cristianismo, “educarlos” para que hablaran
español y “protegerlos” de los enemigos o…
arriesgarse a ser presa de los bandeirantes,
o cazadores de esclavos, también llamados paulistas (pues tenían su
base en São Paulo, la frontera en esa época), que con frecuencia
organizaban incursiones para atrapar indígenas y venderlos como
esclavos.
La
orden jesuita había recibido la bendición formal del papa Pablo III en
1540 y sus sacerdotes y hermanos se fueron a los confines del mundo
conocido a predicar el evangelio cristiano.
A América del Sur llegaron en 1549, con la intención de implementar la bula de 1537 de ese mismo Papa, Sublimis Dei, que prohibía expresamente la esclavitud de los pueblos indígenas y buscaba proteger su libertad y derecho a la propiedad.
Con eso en mente, en 1604 se formó una nueva provincia jesuita llamada Paraquaria,
para comenzar la labor misionera entre los indios guaraníes, que
habitaban en pequeños asentamientos bajo la autoridad de caciques.
2 jesuitas, 10 caciques
La
primera incursión de los jesuitas en la región selvática del río Paraná
fue emprendida en diciembre de 1609 por dos sacerdotes, Marcelo de
Lorenzana (1565-1632), el superior en Asunción y su joven asistente,
Francisco de San Martín.
Un cacique local,
Arapizandú, que demostró estar bien dispuesto a aprender sobre el
evangelio cristiano, invitó a los dos jesuitas a celebrar sus misas
navideñas en una rústica choza en su asentamiento.
A
los pocos días, nueve caciques más de la zona acudieron al lugar. Se
habían enterado de que los jesuitas estaban a punto de fundar una
reducción, un paso que parecía ser una opción menos mala que las que tenían.
«(Era)
ya el único espacio de libertad posible que les restaba a los indígenas
y a él se acogieron mayoritariamente fue la reducción»
Aunque eso no quiere decir que todos les dieran la bienvenida.
El
sacerdote jesuita, misionero y escritor peruano Antonio Ruíz de
Montoya, autor de “Conquista espiritual hecha por los religiosos de la
Compañía de Jesús en las provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y
Tape”, relata por ejemplo que…
“Los chamanes encabezaron la resistencia contra los jesuitas. Los demonios nos han traído a estos hombres -decía
uno de estos dirigentes a su gente- pues quieren con nuevas doctrinas
sacarnos del antiguo y buen modo de vivir de nuestros antepasados, los
cuales tuvieron muchas mujeres, muchas criadas y libertad en escogerlas a
su gusto y ahora quieren que nos atemos a una mujer sola”.
No obstante, durante 1610 se desarrolló la primera reducción jesuita de San Ignacio Guasu en territorio guaraní.
El esfuerzo fue tan exitoso que los misioneros jesuitas fundaron muchas más reducciones entre 1610 y 1707.
De
éstas, un total de 30 sobrevivieron finalmente a la extensa destrucción
causada por repetidas incursiones bandeirantes, que obligaron a algunas
reducciones a tener que mudarse de ubicación varias veces.
Mano a mano
Una
reducción comprendía normalmente a dos jesuitas y hasta 5.000 hombres,
mujeres y niños guaraníes; cuando uno de los existentes crecía
demasiado, se formaba un nuevo asentamiento.
La genialidad de las reducciones radicaba en su desarrollo como empresa genuinamente colaborativa jesuita-guaraní.
Los jesuitas nunca habrían tenido éxito en sus esfuerzos sin el conocimiento de los guaraníes,
que podían identificar lugares adecuados para nuevos asentamientos con
abundante suministro de agua, abundante piedra para la construcción y
tierra fértil para el cultivo; y los guaraníes no podrían haber
prosperado materialmente sin la experiencia técnica de los jesuitas, que
incluía el trabajo del hierro.
Únicamente
los jesuitas más capaces eran seleccionados para este exigente trabajo
misionero, y las solicitudes de puestos en Paraquaria excedieron con
creces las plazas disponibles.
Los que eran
enviados a Sudamérica aprendían rápidamente la lengua guaraní y,
liderados por hombres como el padre Ruíz de Montoya, publicaron los
primeros diccionarios guaraníes, y les enseñaron a los indígenas a leer y
escribir su, anteriormente no escrito, idioma.
Además
de alcanzar elevados índices de alfabetización en guaraní, según
algunos historiadores, los pobladores de las reducciones tenían buenos
conocimientos del latín, español, alemán, aritmética y música.
En
los talleres próximos a la iglesia, cada reducción desarrolló sus
propias áreas de especialización, que incluían trabajos en hierro y
platería, carpintería, dorado, tejido y fabricación de instrumentos
musicales.
En tres lados de la plaza había viviendas para familias guaraníes individuales. Cada reducción tenía un koty guasu o albergue separado para viudas, huérfanos y mujeres solteras.
Todo ello estaba construido al estilo barroco guaraní, el único barroco autóctono de América.
El agua corriente y el saneamiento completo estaban disponibles para toda la comunidad, y todas contaban con un hospital.
Prosperidad y envidia
La justicia estaban en manos del cacique, que ocupaba el cargo parokaitara o poro puaitara, o ‘el que da órdenes’ en guaraní.
Notablemente, no había pena de muerte así
que es probable que haya sido la primera sociedad occidental en
abolirla, si se tiene en cuenta que el primero en hacerlo en Europa fue
el ducado de Toscana en 1786.
Bajo el cacique o corregidor, estaban los alcaldes o vírayucu -que
significa ‘el primero entre los que llevan vara’-, quienes velaban por
las buenas costumbres, castigando a los holgazanes y vagabundos.
Para
cumplir, los indígenas tuvieron que marchar al ritmo de un aparato
traído de Europa, el reloj mecánico, que dictaba lo que antes sólo sus
costumbres y la naturaleza les había indicado, desde cuándo despertar
hasta cuándo volver a descansar, y todo entre medias.
Cada reducción operaba una economía de trueque y, con muchas posesiones en común, era una comunidad autónoma y autosuficiente.
Existía
la propiedad privada -parcelas que le pertenecían a los indígenas y les
proporcionaban su sustento familiar- y la tierra de Dios -comunal, en
la que todos trabajaban por turnos y cuyos beneficios se invertían en
gastos, mejoras o el fomento de la economía de la reducción-.
A
través de métodos de cultivo eficientes, la variedad y el volumen de
productos cultivados en una reducción, incluida la yerba mate, y la
cantidad de ganado y caballos criados en ellas a menudo excedían las
normas prevalecientes.
Tantos logros, que incluyeron la producción de magníficas esculturas, arte y música barroco guaraníes, despertaron los celos de ciertos pobladores que deseaban la expulsión de los jesuitas y la imposición el control colonial.
El principio del fin
Pero
por más obedientes y exitosos que fueran, el destino de los guaraníes
que vivían en las reducciones nunca estuvo en sus manos. Estaba amarrado al de los jesuitas y a merced de la política internacional.
La
corona española se benefició durante varias décadas de la existencia de
las misiones que le servían de barrera contra la expansión portuguesa, e
incluso contribuyó a armar y entrenar una milicia guaraní para
protegerse de las incursiones de los vecinos del norte.
Siete
reducciones al este del río Uruguay fueron trasladadas a territorio
portugués; sus 29.000 habitantes y los jesuitas recibieron la orden de
trasladarse a la orilla occidental.
Los
jesuitas obedecieron, pero los guaraníes se sublevaron. Y esa milicia
que la corona española había patrocinado tuvo que enfrentarse contra los
ejércitos de ambos poderes coloniales.
La sangrienta guerra culminó en 1756 con la batalla de Caiboaté en la que murieron más de 1.500 guaraníes, incluido su carismático líder, Sepe Tiaraju.
Las demás
Sobrevivían,
sin embargo, las reducciones en territorio español. Pero, nuevamente,
su destino se vio truncado por eventos ajenos a su voluntad.
Con
el correr de los años, la Compañía de Jesús había sido desde el brazo
derecho de los papas en la lucha de la Iglesia contra el protestantismo
hasta la fuente de brillantes eruditos y teólogos, así como misioneros
que difundieron la fe en Asia y América del Norte y del Sur.
Para
mediados del siglo XVIII, los jesuitas eran un formidable ejército
espiritual, que contaba con unos 23.000 miembros, tenía 800 residencias,
700 colegios y universidades y supervisaba 300 misiones. Además, eran
los confesores de los gobernantes católicos en toda Europa y educaban
tanto a los hijos de los nobles y de la creciente clase media, como a
los de las masas.
Uno
de sus principales enemigos fue Sebastião José de Carvalho e Melo, el
marqués de Pombal en Portugal, quien culpó a los jesuitas de la rebelión
de los guaraníes del nuevo territorio portugués y empezó una campaña
para acabar con ellos.
Los acusó de estar
detrás de un complot para asesinar al rey en 1758; los expulsó de
Portugal; los acusó de haber establecido un reino independiente en
América del Sur donde, según él, habían esclavizado a los indios y se
habían enriquecido con su trabajo. Voltaire mismo repitió esas historias en su novela “Cándido”.
Las
acusaciones no cayeron en oídos sordos. Otros, incluidos colonizadores
de las ciudades aledañas a las reducciones amargados al verlas prosperar
más, habían inventado rumores similares.
Varios
gobiernos empezaron a tomar medidas activas contra la Compañía de
Jesús, entre ellos el rey Carlos III, quien la desterró de España y de
sus colonias en el extranjero en 1767.
A
partir de entonces, sin el ímpetu de los jesuitas, las reducciones
fueron abandonadas gradualmente y algunos guaraníes comenzaron a
trasladarse a las zonas urbanas.
Epílogo
El 21 de julio de 1773, el papa Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús.
Las
fabulosas construcciones y obras de arte que los guaraníes habían
creado en esas tierras parecían destinadas a no ser más que despojos
hasta que en el siglo XX se inició un esfuerzo de recuperación y
conservación.
Hoy en día, las impresionantes
ruinas de las reducciones de la que fue Paraquaria son un recordatorio
perdurable de algo que, a pesar de sus defectos, fue un “triunfo de la
humanidad”.
Un triunfo que la UNESCO ha declarado Patrimonio de la Humanidad.