En las últimas décadas, la literatura dedicada a la autoayuda, la psicología positiva y las llamadas “nuevas espiritualidades”, como en el caso del mindfulness,
ha crecido exponencialmente y ocupa gran parte de las estanterías
destinadas al ensayo en numerosas librerías. Estas “luminosas”
corrientes suelen venderse como un producto aparentemente inofensivo presentado bajo capa de crecimiento personal. Un producto que, sin embargo, oculta contraproducentes dictaduras afectivas
asociadas al más despiadado neoliberalismo, que se apropia
emocionalmente de los individuos y los transforma en sujetos del
rendimiento en total connivencia con las grandes corporaciones
mundiales.
En primer lugar, fomentan lo que algunos autores han denominado “privatización del estrés”: no sólo es que el estrés se haya patologizado y hecho extensivo a grandes capas de la sociedad, sino que se culpabiliza a quien lo sufre por no saber gestionarlo,
por no contar con las herramientas necesarias para neutralizarlo. Como
si, en efecto, fuéramos máquinas que hay que rentabilizar. Más aún: que
se tienen que rentabilizar a sí mismas. Este tipo de libros silencian el
hecho de que el estrés responde, casi siempre, a causas sistémicas,
y se obvian las formas de hacerle frente desde un punto de vista
social. Por supuesto, no sólo el estrés, sino también otros trastornos
como la ansiedad, la depresión o los déficits de atención.
Gran parte
de la literatura de autoayuda fomenta –con una violencia silenciosa y
hasta complaciente– el establecimiento y continuidad de un statu quo que perpetúa las desigualdades sociales.
La felicidad, con la que se comercializa como si fuera un producto que
puede adquirirse en forma de recetas mágicas o productos milagrosos, se
ha convertido en toda una industria que ha conseguido despolitizar el estrés,
convirtiéndolo en un asunto estrictamente privado y particular: es el
individuo quien ha de enfrentarlo en soledad, lo que da como resultado, a
su vez, una religión del yo que, falsamente endiosado, y tras comprobar
que también está sujeto al fracaso, cae fácilmente en el abatimiento y
la zozobra emocional.
Muchas de
estas fórmulas (“Cree en ti mismo”, “No hay nada imposible”, “Con
esfuerzo lo lograrás”, «Querer es poder», etc.) no son más que
prescripciones soterradas para mantener el poder. Si es
el individuo quien tiene el problema, quien ha de aprender a gestionar
sus emociones y sentimientos, se exime de culpa a las empresas, al
Estado o a cualquier otro organismo que pueda estar ejerciendo aquella silenciosa opresión.
No en vano se ha dicho que la máxima de nuestros tiempos es la de
“adaptarse o morir”: adaptarse a unas condiciones sociales, laborales,
psicológicas… de cuya introducción el individuo no tiene culpa más que
como sujeto paciente, pero es una culpa que, sin embargo, tiene que ser
expiada y aliviada por el sujeto mismo. En este sentido, la autoayuda y
el pensamiento positivo provocan un autocontrol que roza lo obsesivo y,
lo más preocupante, causan una miopía social que nos aleja de la colectividad y de los auténticos responsables de las desigualdades sociales.
Si no gestionas tus emociones, serás tú el responsable de no encajar en
la sociedad: así opera la lógica de la autoayuda y del pensamiento
positivo.
Por eso, es indudable la relación que existe entre estrés (y ansiedad, y depresión, etc.) y opresión social. La nueva servidumbre no es física o material, aunque también, sino eminentemente emocional,
pues el individuo ha de aparentar sin descanso una cordura mental en un
escenario en el que resulta muy difícil mantenerla. Por ello, en
paralelo, se ha patologizado el pensamiento disidente o crítico:
quien protesta tiene un problema, ya sea emocional o de inadaptación
social. Bajo la apariencia de un lenguaje transformador (“Llega a ser
quien eres”, “Puedes alcanzar lo que te propongas”, etc.), el
pensamiento positivo y sus esbirros apoyan el sostenimiento del statu quo y, mientras se centra en el yo y en crear seres obsesionados con su situación personal, descuidan las vulnerabilidades sociales, el cuidado por lo común,
por las estructuras colectivas y la interdependencia. Los individuos
acaban aferrándose a tales fantasías de felicidad al no encontrar
proyectos de crecimiento comunes: la retórica de la autoayuda camufla la
posibilidad de la lucha política porque debilita la solidaridad y la
búsqueda común de la justicia social. El problema eres tú: aprende a gestionarte.
Quizá sea
útil recordar en este punto, y para terminar, uno de los libros más
comprometidos que se escribieron a lo largo del siglo XX, redactado por
la apasionada pluma de Simone Weil: las Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social
(1934). En esta obra, Weil apunta con extremada finura que “los
miembros de una sociedad opresiva no se distinguen sólo por el lugar más
elevado o más bajo en el que se encuentran enganchados al mecanismo
social, sino también por el carácter más consciente o más pasivo de sus
relaciones con dicho mecanismo”. Por eso, defiende Simone Weil, más que
nunca es tiempo de ejercer la dignidad del pensamiento,
en particular del filosófico, que si bien no nos libera de las cadenas,
sí nos hace conscientes de ellas. Y es que, predijo Weil, “Nunca se vio
el individuo tan a merced de una colectividad ciega, y nunca se vieron
los hombres más incapaces no sólo de someter sus acciones a sus
pensamientos, sino hasta de pensar”.
Conviene hacer un esfuerzo por pensar y pensarnos en medio de esta tiranía emocional a la que, con tanta complacencia, nos entregan las nuevas “espiritualidades”, y afirmar, con Simone Weil, que “todo lo demás se puede imponer desde afuera por la fuerza, movimientos del cuerpo incluidos, pero nada en el mundo puede obligar a un hombre a ejercer el poder de su pensamiento ni sustraerle el control de su propio pensamiento”, porque, en lo que se refiere al pensamiento, el individuo es superior a la colectividad. Las colectividades no piensan; por eso es tan necesario que haya individuos que lo hagan y nos inviten a despertar: colectivamente.
En la producción literaria de Edgar Allan Poe encontramos dos ensayos que destacan sobre el resto: el Eureka y la Filosofía de la composición. Del
primero admiro su penetrante olfato, capaz de rastrear a distancias
infinitas, atravesando el vacío y dejando atrás las estrellas fijas, los secretos más inaccesibles del cosmos. Y eso sin más ayuda que la de su imaginación. Es probable que el filósofo pesimista Philipp Mainländer
lo conociera y que inspirase su cosmogonía. Del segundo, sin duda me
quedo con aquello que precisamente algunos de sus contemporáneos y más
fieros críticos rechazan: su sistematicidad. A lo largo de sus páginas,
Poe despliega un abultado muestrario de principios literarios. Hay
quienes han señalado que esta antipática presentación encubre una
parodia del positivismo inglés, y que habría que leerla a la luz del
sarcasmo y la chanza. Pero cuesta compartir esta opinión, porque
contiene no pocas reglas que terminan mostrándose muy provechosas y que
no estimo sino como sinceros regalos, sin otras intenciones. Hay una en
concreto que llama mi atención. En resumidas cuentas, afirma que toda obra debe contener, a su modo y maneras, un estribillo que funcione como el eje de toda la narración. Nos lo dice así:
El placer nace solamente de la
sensación de identidad, de repetición. Resolví diversificar y acrecentar
este efecto, manteniendo, en general, la monotonía de sonido, a la vez
que alteraba continuamente el pensamiento; vale decir que decidí
producir de continuo nuevos efectos, variando la aplicación del
estribillo, sin que éste sufriera mayores cambios.
Una obra no
debe ser más que la repetición, ampliada y diversificada, de un solo
pero provechoso estribillo. Un pensamiento único debe abrirse camino en
el alma y retorcerse hasta hallar finalmente su hueco en el cénit de la
narración. A la postre, nos damos cuenta de que aquí late la estructura
narrativa del monomito, sólo que esta vez es un estribillo el que debe
emprender la travesía; una travesía, sin embargo, que no es por mar ni
tierra ni aire, sino por el alma.
Edgar Allan Poe
Si
se nos permite así decirlo, Dios debe de haber leído a Poe y aplicado
esta regla rigurosamente en la obra de la naturaleza. Su estribillo
elegido nos suena a todos, sin excepción. Y aunque es una única cosa,
adopta diversas formas según el contexto, igual que las distintas clases
de lluvia. Nadie se libra de su encuentro. Con que se oiga una vez, se
graba en la memoria para siempre, fijándose como el bajo continuo de la
existencia. Es, sí, un estribillo monótono en el libro de la vida, pero
también estimulante en grado sumo; aun en su forma más débil, inspira a
un tiempo las mejores y las peores ideas sobre la Tierra. Hablo, por
supuesto, del mal.
Del mal parece estar suficientemente versado el escritor austríaco Robert Musil, uno de cuyos personajes literarios da título a este artículo: Törless. El tema principal de la novela que nos ocupa, Las tribulaciones del estudiante Törless, no es el mal, pero sí que hay mucho, muchísimo mal presente en sus hojas. Un mal refinado, astuto, ladino. Si me preguntan: el peor mal que pueda concebirse.
Lo pondría justo al lado del mal brutal, del que carece de cualquier
complejo y cumple a rajatabla con sus amenazas. El mal empingorotado, el
que se reviste de dignidad, puede ser tan perjudicial como el mal
brutal y sincero, sobre todo a toro pasado, cuando descubrimos con
consternación que sus primeros y tímidos temblores ya anunciaban un
seísmo de grandes proporciones. De esta suerte de mal nos habla Musil en
la novela. Y de este mal, en verdad terrorífico, satánico, les voy a
hablar a continuación.
Como
algunas veces habrán escuchado, el mal suele presentarse con su cara más
amable y familiar. De este modo puede causar más daño. Quien lo recibe,
lo recibe con los brazos abiertos, dejando desprotegida su carne más
blanda y allanando el camino más corto a su corazón. De hecho, el mal
más devastador, y pienso en el terremoto de Lisboa del año 1755, suele
cobijarse primero bajo el ala de aquel en quien más confianza se ha
depositado. En el caso de Lisboa, Dios, el amado Dios,
se convierte en fratricida. Acaba con poco menos de cien mil almas en
quince minutos, corta el resuello de la fe y demuestra, como decimos,
que el mal proviene de lo mejor conocido. Si decimos con Schelling
que el mal es algo, bien un elemento positivo, bien una privación,
entonces podemos atribuirle, si me lo permiten, una especie de
sabiduría. El mal sabe bien que para herir más profundamente y
para asegurarse de que la herida no sane nunca, tiene que ir de la mano
de la decepción; y con ella, la humillación, la profanación, la
vejación y el desprecio. Un mal sin estos componentes no es mal, es
sólo brutalidad. Para que sea mal, tiene que hallar eco en quien lo
recibe, tiene que ser capaz de parasitar al huésped y adueñarse de su
aliento.
Pero no lo
reconocemos (y padecemos) en toda su extensión hasta que lo entendemos.Y
lo entendemos cuando reconocemos que es posible, esto es, que hay
razones que lo preceden y que lo incorporan con mayor o menor
inteligibilidad al discurso racional. Cuanto más se entiende el mal, más duele,
porque la razón parece haber abandonado en un punto específico el
concurso de las facultades humanas. En todo acto horroroso interviene
una duda muy concreta, a saber: ¿cómo y dónde encaja ahora esto en el
mundo?, y una certeza, también muy concreta: de algún modo, en algún
lugar. El mal exige una comprensión que él mismo obstaculiza, porque no parece de este mundo, y sin embargo es el hálito que anima la vida, que de forma clandestina mueve sus resortes.
Así pues,
tenemos por un lado que el mal exige comprensión, y por el otro que
supone un escándalo en virtud de su naturaleza paradójica, que, como
diría Kierkegaard,
pone a la ética en suspensión teleológica. Parece que está fuera y
dentro del mundo, que puede y rehúye explicarse. Por eso quien sufre un
mal, si bien sabe que no alcanzará a entenderlo del todo, no deja de
sacudirlo en busca de respuestas. Gran parte de su capacidad de
seducción reside en este hecho, que es como un irresistible anzuelo que
zarandea frente a nuestros ojos, ávidos de contemplar la imposible
verdad que oculta. Pero esto no quita que, al margen de que lleguemos a
su comprensión o no, sea absolutamente aterrador. Que pueda haber una
serie de motivos, enlazados quién sabe por qué lógica mefistofélica, por ejemplo, para cometer el asesinato de un inocente, hiela la sangre a cualquiera.
El mal, por consiguiente, aumenta con el conocimientode su génesis y desarrollo.
Cuantas más razones le asisten, más grande se hace, más aterrador se
vuelve. El ser humano, si bien no de forma explícita, siempre ha tenido
intuición de esta hipótesis. En el plano jurídico, por ejemplo, la
premeditación se considera un agravante. En el plano moral, vemos que se
excusan los males eternos e inmotivados llamándolos «leyes de la
naturaleza», porque carecen de razones de ser, porque parecen
no ir precedidos de ninguna motivación. La muerte y la vejez, en fin, no
escandalizan a nadie. No pueden ser males más que en un sentido
figurado o poético. En cambio, a los males que, entre comillas, más razones le acompañan, el escándalo está asegurado.
Y no me interpreten mal. Una razón no justifica un crimen. De ningún
modo lo vuelve… razonable. Una razón, en este contexto, puede ser, de
hecho, una sinrazón. Puede ser un error manifiesto, una
inversión de la ética, un atentado contra el sentido común, un
sacrilegio contra la vida; lo que ustedes deseen. Pero si un padre acaba
con la vida de su hijo, inmediatamente todos nos volvemos hacia sus
motivaciones. Y lo primero que nos decimos no es: «Está loco», sino que
nos preguntamos: «¿Por qué?». Pues de un modo oscuro e impreciso
intuimos que hay razones detrás. Piensen ahora en las complejas
relaciones que se establecen entre los miembros de una familia, tan
proclives a la discordia. ¡Cuántas razones para herirse y qué bien se
entiende que debe de haberlas!
Robert Musil
Este
afán de conocer el porqué, a simple vista inocente, nos delata. Nos
transporta a un lugar siniestro. Y nos arrastra a un espanto mayúsculo.
«¿Cómo pudo haber matado a su hijo?». En esta pregunta, en el cómo, observo
el reconocimiento tácito de su facticidad, y un poco, pero sólo un
poco, su aprobación como acto autorizado dentro del alambicado sistema
de relaciones humanas. Pero ¿de veras es concebible un cómo?¿Es
que puede haber una razón para matar a un inocente? Entonces, ¿por qué
nos lo preguntamos? Si de verdad no creyéramos en que hay una respuesta,
no habríamos preguntado.
Habría que
cuestionarse hasta qué punto parte del horror procede de que nos haga
dudar acerca de nuestras capacidades para reproducir un acto semejante.
Ante un crimen salvaje, las piernas flaquean y nos ruborizamos; ante un
crimen salvaje, la razón, el criterio de lo bueno y de lo malo, el óbice
de nuestras pasiones más violentas, se torna sospechosa. Pero sin
razón, todo el orden moral se descompone. Y deseamos que los peores delitos se cometiesen al margen de todo razonamiento.
¿Cómo es posible que un crimen atroz venga acompañado de razones, de
entendimiento y de voluntad, y no venga, como debería ser siempre, como
por ensalmo, por un salto epistemológico inexplicable, por un hiato
mágico, por algo de todo punto heterogéneo, algo que bajo ninguna luz
pueda alcanzar a adoptar una figura, algo de otro mundo y tan ajeno a
nuestra realidad que nos fuerce a decir: «Esto no me concierne para
nada»? Pero el mal, desgraciadamente, tiene muy poco que ver con la locura.
En la
novela de Musil, me parece a mí, se disecciona este mal sirviéndose de
la afilada amistad de un grupo de estudiantes. Veámoslo ahora.
Malas ideas
El arco argumental de Las tribulaciones del estudiante Törless sigue las pautas de las novelas de aprendizaje (Bildungsroman) típicamente alemanas. Nos narra la historia de un adolescente que deberá crecer sorteando numerosos desencuentros:
romperá lazos con la misma facilidad con que los creó; sufrirá
episodios de abulia, donde su imaginación echará a volar y será víctima
de pensamientos intrusivos y violentos; observará con estupor en sus
compañeros comportamientos que prematuramente juzgará con la severidad
propia de quien no se ha apartado aún de la mirada punitiva de sus
padres; y se verá arrojado a una guerra de respeto disputada por
muchachos arrogantes y ávidos de reconocimiento que provocará que
termine replanteándose muchos de sus presupuestos morales. Sin embargo, todo esto no es sino el marco donde se encuadra un mal de dimensiones considerables.
La novela
comienza con la entrada de su protagonista, Törless, en una escuela de
cadetes. Lo acompañan varios de sus mejores amigos: los acaudalados
Beneberg y Reiting, y el humilde Basini. Pero al poco se produce el robo
de unas pocas monedas de las arcas de uno de los amigos mencionados:
Beineberg. Aunque nadie conoce aún la identidad de su perpetrador, las
primeras especulaciones apuntan, cómo no, a quien podría estar más
necesitado de cometer el crimen: el más pobre de todos ellos, Basini. Lo
que comienza como un rumor sin pruebas, no obstante, acaba confirmado
cuando el propio Basini, tras las amenazas de sus compañeros, reconoce
haber sustraído esas monedas. Las había robado para pagar una deuda.
Pero implora que este hecho no salga a la luz, o podrían echarlo del
instituto. A cambio del silencio de sus compañeros ofrece su servidumbre. He aquí el principio del calvario para el joven.
Una falta
leve, como puede ser la de Basini, debe tener una respuesta
proporcionada: un pequeño escarnio, una colleja o, dependiendo del rigor
con que el director acate las normas, una expulsión. Pero juzgamos la
última como la opción más severa de todas. Así debería ser. Estoy seguro
de que Basini, en el momento que confesó su autoría, pensó que la
expulsión era, con toda seguridad, lo peor que podía pasarle y, tal vez,
como solemos expresarlo a veces, el fin del mundo. No podía
haber nada peor que eso. Las consecuencias serían nefastas:
desaprovechar la gran oportunidad que le habían ofrecido de labrarse una
posición social, quedar mal ante sus amigos y el mundo académico,
manchar su expediente para siempre, y tener que volver a casa cabizbajo y
asumiendo que pronto el flagelo de su madre restallaría sobre su
espalda.
Sin embargo, cuando nos ponemos en lo que creemos peor, cuando nos volvemos, como suele decirse, pesimistas,
en realidad seguimos siendo mucho más optimistas de lo que creemos. El
peor de los peores futuros posibles no suele ser, ni mucho menos, el
futuro más oscuro que sí nos depara el destino. La vida siempre golpea más fuerte de lo que podemos llegar a imaginar.
A menudo el pesimismo es, por tanto, una concesión, una indulgencia,
sobre todo, optimista, que trata de amortiguar el seguro topetazo del
futuro. Gracias a él, nos libramos de asumir, mediante aserciones de
cuño dramático, que las condiciones serán luego mucho más terribles.
Esto es lo que desgraciadamente le ocurrió a Basini: se acogió a un
pesimismo que enseguida quedaría desacreditado por una realidad
implacable.
Poco
después del robo, Reiting, que ha obligado a confesar a Basini, le
cuenta a Törless sobre lo sucedido. Le explica que ha llegado a un
acuerdo con Basini: a cambio de su silencio, Basini tiene que hacer
ciertas cosas por él, tiene que postrarse ante su voluntad y convertirse
en algo así como su criado. Esta conversación marca un punto de
inflexión en la novela, puesto que Törless responde a su amigo con
cierta indignación, como dando a entender que con ello Reiting está
siendo excesivamente benévolo con Basini. ¿Por qué le da esa
oportunidad? Lo que Törless desea, o piensa que desea, es el destino más
duro para el italiano. Cualquier otra cosa que no sea su denuncia es
cobardía y debilidad. Esta conversación es un hito importante en la
novela porque, páginas después, nos daremos cuenta de que, precisamente,
lo que parecía más inflexible e incluso malvado (una respuesta rápida,
sin posible apelación, que defenestre de un empujón a lo que comenzaba a
ser un fiel amigo), se mostrará como la alternativa más inocente y, sin
duda, menos malvada de todas. Pero, de momento, Törless es el malvado y
Reiting el misericordioso. En un rápido juego de manos que nuestra
mirada no ha podido seguir, Musil ha deslizado sobre terreno fértil las
semillas de una especie de árbol del mal que brotará lentamente pero que no se detendrá hasta que sea casi imposible extirpar de raíz.
Cabe
preguntárselo: ¿qué recorrido habría tenido el mal con un Basini
expulsado del colegio? Uno muy corto. Tan corto que apenas si se le
hubiese podido denominar «mal». En realidad, si así hubiese sucedido,
presumo que la vida de Basini no hubiese cambiado tanto. Tal vez hubiese
acabado estudiando otra cosa o intentándolo de nuevo en otra escuela de
cadetes. Tal vez, incluso, su madre no se lo hubiese tomado tan a pecho
y, atendiendo a su situación, hubiese comprendido el acto de su hijo,
no tan deshonroso en el fondo. Nada para echarse las manos a la cabeza.
Pero el mal escoge siempre el camino más largo, aquel que le garantiza un desarrollo continuado
de su contenido. Su camino, de hecho, a veces atraviesa momentos que,
de forma aislada, pueden llegar incluso a resplandecer de bondad. Todo
sea por un final peor. La línea que traza el mal en el espacio está
constituida de puntos discretos en los que entran todo tipo de matices y
de grados intermedios. Para que pueda darse el mal en grado sumo, por
ejemplo, en el amor, de antemano tiene que
aprovisionarse durante años del cariño que se ha propuesto derribar de
un plumazo. Cuanto más tiempo pasa, mayor es la recompensa. Por este
motivo, el vate malvado de Musil no hace que echen a Basini, sino que lo
mantengan encerrado, como en un pote en salmuera, siendo curado poco a
poco, tal y como sin duda prefiere su alimento el demonio.
Tortura
Törless
está molesto con Reiting. ¿Por qué defiende a Basini? ¿Por qué lo
protege? ¿Por qué parece hacer todo lo posible por evitar su denuncia al
director? Por su parte, Reiting piensa que Törless no es más que un
ciego idealista, alguien que todavía no ha comprendido que los
principios y los valores son sombras de una realidad mucho mayor que
siempre se impone. Una realidad mostrenca que reclama dominación. Una
realidad moldeada por la voluntad y reconquistada por quienes son
capaces de imponerse brutalmente sobre los demás. Resulta, como
imaginábamos, que Reiting no es tan benévolo. No defiende a Basini
porque quiera aliviar las vergüenzas de su amigo, más pobre que ellos,
sino porque quiere ajusticiarlo según unos principios que nos recuerdan a
los que Calicles despliega en el Gorgias de Platón. Tiene la fuerza y, por tanto, el derecho. Del mismo modo que en La soga de Hitchcock,
donde los protagonistas se ven justificados para cometer un asesinato
en razón de su superioridad intelectual, los amigos de Törless asumen
que el pequeño hurto de Basini les permite desviarse de la justicia
establecida y hacer con él lo que quieran. Aunque nadie le ha
preguntado, están convencidos de que Basini ha renunciado voluntariamente a todos sus derechos, también el de ser tratado como una persona. Lo
que le hace rechinar (no mucho) los dientes a Reiting, entiendo, es que
Basini haya dado al traste con su esperanza (completamente impostada)
de que pudiese ser diferente a los demás. Una vez más, el pobre ha
demostrado la bajeza de su catadura moral: ha robado a sus amigos. Así
pues, en un silogismo ciertamente apresurado, se demuestra que todos los
pobres carecen de criterios éticos. No tienen valores ni principios. Y
Basini y Beineberg, quienes por un momento han llegado a creer en
Basini, pueden por fin convertir su afectada decepción en hostilidad
para con el italiano. Maldita sea la hora en que pensaron que Basini
podía ser, pese a sus orígenes, uno más, uno de ellos. La traición debe pagarse.
Tenemos
que Basini ha pecado a cuenta de la confianza (si es que merece tal
nombre) que Beineberg y Reiting han depositado en él. Y estos se
sienten, o dicen sentirse, heridos. Pero es un dolor atildado. No nos
dejemos engañar: es el aspaviento buscado por quien ha hecho de su
adversario un falso amigo cuya primera falta le servirá de excusa para
aplastarlo. ¿Cómo, pues, van a dejar que Basini se vaya de rositas? En
esta situación, Musil le hace decir a Beineberg:
Por mí, podéis hacer lo que
queráis; el dinero no me importa y la justicia tampoco. En la India le
habrían atravesado las vísceras con una afilada caña de bambú; por lo
menos, sería divertido. Basini es tonto y cobarde. Eso será una lástima
para él; en cuanto a mí, me tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirle a
tales gentes. Son insignificantes, y lo que pueda suceder en su alma es
cosa que no sabemos.
Basini ya
no es merecedor ni siquiera de la reprobación moral de sus semejantes,
porque al haber cumplido con su destino de pobre, al haber demostrado
voluntariamente que pertenece al despreciable círculo de eternos
malhechores de la humanidad, está fuera de las categorías con que se
juzgan por lo general a los miembros regulares de la sociedad. La lógica
perversa que subyace a la declamación de Beineberg es esta: la falta de
Basini es la prueba de que ningún pobre merece vivir. A ojos de sus
antiguos amigos, Basini ya no es un ser humano. Ha tropezado con un
escalón y se ha caído hasta lo más bajo de la escalera ontológica.
Beineberg dice más adelante:
Lo mismo me da que lo acusemos
ahora, que le demos una paliza o que, de puro gusto, lo atormentemos
hasta que quede medio muerto; porque no puedo imaginarme que un
individuo como ese llegue a tener alguna significación dentro del
maravilloso mecanismo del mundo. Me parece un elemento sólo fortuito,
que ha sido creado fuera del orden general.
Basini es ya un elemento fuera del orden general. Un sujeto de pruebas. La carne donde la perversidad puede desatarse sin mancharse. De todo lo que se haga con él no quedará registro. No es una profanación stricto sensu, porque
no le subyace una dignidad lastimada. Tampoco es violencia, porque el
sujeto de la violencia no puede ser sino el ser humano. Puede ser
atravesado por una caña de bambú, se le puede retorcer el pescuezo y
matarlo, o se le puede someter a voluntad hasta que ya no se le necesite
más.
Dado que, según mi tesis, el mal escoge el camino más largo y doloroso, el grupo de amigos decide convertir a Basini en un esclavo expuesto diariamente a todo tipo de penalidades.
Inequívocamente, pese a que Törless se ha opuesto al principio, es
seguro que este acabará siendo seducido por las malas ideas de los
demás. Pero ¿por qué Basini y no Törless, Beineberg o Reiting? Porque
pertenece a un colectivo social que todavía no ha conquistado su
reconocimiento. Basini ha caído tan fácilmente porque su dignidad no
constituye un atributo conquistado, sino regalado. A principios del
siglo XX, el proletariado, la clase a la que pertenece
Basini, no había logrado ninguna conquista moral de peso. A mucho tirar,
los burgueses, en un acto de cinismo insuperable, se disputaban su
agradecimiento; pero no el agradecimiento sincero y definitivo, sino el
agradecimiento mínimo y suficiente para aliviar el remordimiento.
Piensen en la película de Luis Berlanga: Plácido. «¡Siente a un pobre a su mesa!». Su dignidad, pues, es una dignidad falsa, prestada con usura.
De un
soplo, Basini se ha quedado sin representación social, humana,
metafísica. Ha cumplido con su destino: reconocer su estatuto ontológico
de pobre. Ahora sólo queda que pague. Que pague por un crimen cuyas
consecuencias quedan redobladas si las perpetra un pobre, y que pague
por haber traicionado la confianza de quienes creyeron en su
regeneración moral. Pues es así: el pobre, a principios del siglo XX,
está en manos de sus tutores, quienes le procuran una reconversión de
todas sus facultades, orientada a la extracción de sus vicios más
culpables y de sus faltas eternas. Pero el pobre no debe convertirse
jamás en un nuevo miembro de los círculos pudientes; antes bien, debe
continuar en el foso. Lo que debe cambiar, eso sí, es su carácter, a
menudo indomable, espontáneo, molesto. El rico puede expoliar a sus
semejantes, porque la jerarquía es cosa tan natural como la existencia
misma, pero el pobre no puede rebelarse contra quien lo somete, porque
entonces el orden se subvierte. Y el orden es divino.
Culminación
A mitad de
novela, Beineberg le dice a Törless que su interés por Basini va más
allá del aleccionamiento, que quiere aprender con él. Y añade
que por eso quiere atormentarlo. Es su pérfida forma de aprender. A
Törless le asaltan las dudas. Y ¿si la empatía para con los más
desfavorables no fuese más que una forma débil de condescendencia? Y ¿si
no hace falta? La condescendencia pertenece a esa clase de atributos
anticuados que ya no encajan tan bien entre la juventud de principios
del XX, ávida de un nuevo orden moral. Por lo pronto,
tanto Reiting como Beineberg, de quienes tiene, con matices, buena
opinión, se han mostrado de acuerdo en torturar a Basini. ¿Quizá se lo
merece de verdad? ¿Le asisten razones al hombre superior para hacer lo
que quiera con sus congéneres inferiores, una vez estos, eso sí, hayan
dado su permiso implícito por medio de la subversión de la norma? Nietzsche
afirma que los poderosos se inventan sus propias leyes y que luego
olvidan que lo han hecho. Y que así es como se constituye la verdad. El
estadista más famoso de Alemania, Heinrich von Treitschke, afirma que
Alemania tiene el derecho de aplastar a los Estados menores por el
simple hecho de que estos carecen de un gran ejército. El poder, el sometimiento, la destrucción del rival pertenecen al orden general del universo.
Y ¿si resulta que el rostro amable que ha encontrado en Basini es la
máscara de quienes ocultan un plan para invertir los roles sociales y,
con ello, la ley más antigua del universo? Basini, qué duda cabe, es un
enemigo.
Cada uno de
los amigos piensa en una forma diferente de servirse de Basini. Por su
parte, Beineberg, que está obsesionado con la filosofía india,
desea purificarse a sí mismo a través del cuerpo lacerado de Basini. Lo
obligará a desnudarse, a arrastrarse como un gusano por el suelo, a
subirse a techos altos para que se sienta como un muñeco de trapo, como
si pudiera redirigir hacia sí mismo los efectos benefactores de una
redención sin costes. Como si neutralizar el deseo de otro mediante la
renuncia al miedo y al orgullo contase igual, a ojos del orden general,
que hacerlo con uno mismo. El misticismo burgués y acomodado que se
había apoderado de la Alemania de principios de siglo (pienso en Rudolf
Steiner) se encarna ahora en Beineberg. El cuerpo debe ser purificado por vía del dolor
(de otro, a ser posible). Beineberg sueña con realizar el sacrificio
ante los ojos de su padre, un soldado que ha vuelto enajenado de la
India y que se yergue en su imaginación, pienso, al modo como cuelga la
gigantesca campana en la catedral que el compositor Aleksandr Scriabin
desea construir para musicalizar el gran y último sacrificio de la
humanidad, donde toda vida, la de los burgueses primero, debe perecer y
salir renacida (pero sin menos dinero).
Reiting
tiene otros planes, pero no puede decirlos en voz alta. Törless
sospecha de él, de lo que hace con Basini cuando nadie mira, cuando todo
parece estar en calma. Y envidia su suerte. El maltratado cuerpo de
Basini, lleno de arañazos y moretones, resulta de una gran belleza bajo
la luz mortecina del escondite donde los redentores se juntan y, en
secreta complicidad, torturan a su antiguo amigo. El cuerpo de Basini,
sobre todo cuando nadie más se encuentra presente, se vuelve para
Törless como aquel trozo de alabastro con forma de deidad que la codicia
de los coleccionistas ha mutilado. Törless se aproxima aquí más que
nunca al peligro, pues sus amigos, pese a todo, guardan una distancia
prudencial con su víctima, que aparece ante sus ojos como un medio para
alcanzar fines más altos y como algo que puede abandonarse sin mayores
dificultades. Beineberg descarga su furia con Basini esperando una
compensación espiritual. Reiting tres cuartos de lo mismo: desea su
cuerpo, aliviarse con él. Cuando tiene ganas, le hace caso, pero cuando
no, se desentiende de él. Pero Törless se relaciona con Basini de una
forma más profunda y difícil de extirpar. Törless se entiendecon Basini.
Además de su cuerpo, desea su alma. De un modo que no comprende
completamente, está enamorado de la persona en que se ha convertido
Basini, de ese amante servil que ha aprendido a gozar confusamente con su malograda situación.
Le importa, sobre todo, que Basini siga sufriendo así, que siga siendo
lo que es. Su atractivo radica en su padecimiento. Su preocupación hacia
el italiano raya en lo auténticamente perverso.
Fotograma de la película de Volker Schlöndorff
Pero el mal
que se ha apoderado de Törless no tiene nada que ver con sus
inclinaciones homosexuales. No entiendan mal a Musil. El mal tiene que
ver con el hecho de que Törless, bajo el influjo homófobo que ejerce
sobre él la sociedad de su tiempo, no va a aceptar jamás que la
atracción que siente sea propiedad suya y no una suerte de arcano
sibilino lanzado por Basini. Musil lo dice claro: Törless no ve a un
Basini físico, corpóreo, un objeto de amor, sino una visión. Cuanto más
se sienta atraído Törless, más culpa tendrá Basini de provocar esas
visiones. Más enfadado estará con él. Todo el goce es redirigido hacia
su parte negativa. Törless no es quien desea a Basini; Basini, el pobre
Basini, el que apenas si se tiene en pie, es quien hace que Törless lo
desee. ¿No es este un mal supremo, puesto que hace de la sola existencia
de la víctima la razón por la que esta debe seguir sufriendo? ¿No nos
recuerda demasiado a esa clase de argumentos infames que han esgrimido
los mayores demonios de nuestro siglo pasado? Para llegar hasta aquí, el
mal ha trabajado infatigablemente. Pero al final ha logrado que la
homosexualidad se castigue serveramente y se considere como una
inversión del orden general. Uno de los primeros en denunciar esta
situación de un modo eminentemente filosófico, Otto Weininger, ratifica esta situación:
En efecto, se ha incluido el
fenómeno dentro de la esfera de la psicopatología, considerando la
inversión como un síntoma de degeneración, y como enfermos a los
invertidos.
Lo
que debería haber sido un episodio aproblemático, ha llevado a una
persona al borde de la muerte. Un fenómeno que se puede observar con
cierta asiduidad, el de la «cálida amistad de juventud», como la llama
Weininger, donde los amigos pueden llegar a acercarse más que de
costumbre, que nunca carece de un sentido sexual, se ha convertido en un
juego sádico.
Si no fuese por el mal, ¿cómo deberíamos explicar que de la más intensa
amistad pueda surgir el más cruel sadismo? No me lo puedo explicar sino
de la siguiente manera: cualquier relación humana llevada hasta el
extremo, como es el caso de la amistad de juventud, es indistinguible de
la maldad. Hay un momento decisivo, tanto en la más extrema bondad como
en la más extrema maldad, en que ambas pueden caer de un lado o de otro
independientemente de la naturaleza moral del impulso que hayan cogido.
El alborozo puede ser tan grande que incluso la bondad puede derivar en
maldad. Puede creerse tan buena que no se responsabilice ya de nada. Lo
único que le preocupa no es repartir bien entre los demás, sino
volverse la representación del Bien. Y ya no ve las miradas de quienes
se suponía que tenía que cuidar. Cuando se pierde de vista a las
personas, el mal triunfa inexorablemente. Y da igual que haya sido en
pos de un sistema de filosofía con una ética perfectamente coherente y
sin ningún fleco suelto.
Törless y
Basini al final se acuestan. Pasan una noche juntos, desnudos,
abrazados. Pero esto no significa que Törless haya podido romper la
férula que lo tiene atado al sistema de prejuicios de su época. No es
una redención. Sigue pensando lo mismo. De hecho, entiendo esto como la
consumación del proyecto que al principio habían puesto en marcha
Reiting y Beineberg pero que luego han abandonado por desinterés.
Törless no volverá a hablar del asunto con Basini. Lo culpará de su
suerte y de sus artes seductoras, y pondrá tierra de por medio. El
idealista, pues, ha caído. Ahora comparte con sus cómplices la creencia
de que la culpa de Basini es indisociable de su carácter inteligible. El mal ha ganado.
A Basini le
costará mucho recomponerse. Ya queda muy poco del Basini que entró en
la escuela de cadetes. Además, en un último acto de sadismo, Beineberg y
Reiting desnudan a Basini y lo empujan a una plaza, donde antes habían
congregado a una multitud de estudiantes bajo la promesa de desvelar la
identidad del ladrón. Todos lo patean, se ríen de él, incluso llegan a
leer una carta de su madre, en la que en un tono tierno le pide a su
hijo que se comporte bien. Nunca volverá a ser el mismo. No se nos dice
qué pasará con él en el futuro. De hecho, Musil lo desaloja de las
últimas páginas del libro. Es como si le diese por muerto.
El director llama a Törless a su despacho para aclarar lo sucedido. Törless le habla de un modo filosófico, oscuro, alambicado. Todo tiene sentido dentro de su cabeza, pero es incapaz de hacérselo entender. El mal también necesita recapacitar, encajar las piezas de su pasado. Es algo costoso. El director llama a varios profesores, porque no sabe si su alumno está delirando. El único que parece captar el sentido de su balbuceo es el profesor de teología, puesto que está acostumbrado a justificar el mal en el mundo. Lo llaman providencialismo. Parece que todo tiene un porqué, aunque no sea fácil de entender. Törless es un buen malvado. Tiene un comentario ingenioso para cada falta. Parece que todo lo que le ha ocurrido a Basini puede justificarse. También hubo quien justificó el terremoto de Lisboa. Y eso es espantoso.
¡Tú deliras, orgullosísimo europeo
del siglo diecinueve! Tu saber no ha llevado a la consumación de la
naturaleza, sino que destruye la tuya propia. Mide sólo durante un
instante tu altura como cognoscente en comparación con tu capacidad de
actuar (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. II Intempestiva, Nietzsche).
Acción y reflexión, pasión y razón, individuo y sociedad.
Como si de caminos irreconciliables se tratase, estas dicotomías han
sido abordadas desde las conversaciones más triviales hasta los círculos
filosóficos. Y es que, si bien delimitar dos áreas tan complejas de la
vida humana es prácticamente imposible, la filosofía no ha dejado de intentarlo.
El objeto del presente ensayo será el de abordar este debate en el marco del siglo XIX, en un contexto en el que el sujeto cognoscente hegeliano comenzaba a mostrar sus carencias, olvidando, en su progreso dialéctico, la subjetividad. Søren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche pertenecen —o así se ha establecido tradicionalmente— a aquellos que advierten de los monstruos que crea el sueño de la razón.
Søren Kierkegaard, un pensador existencial
Lo más
llamativo a primera lectura de la producción filosófica de Søren
Kierkegaard no parece ser su contenido, sino, más bien, su forma. Frente
al estereotipo de pensador sistemático predominante en la época, Kierkegaard se reivindicaba a sí mismo como un pensador subjetivo,
“acentúa la subjetividad del lector frente a la objetividad del texto”.
Este autor, en su escribir, busca interpelar al lector. No responde a
la pretensión de exponer una teoría filosófica de forma neutral: en su
misma intención están presentes sus dudas y visión propias. Kierkegaard
no tiene como objetivo convertirse en un académico desligado de su
Dinamarca natal, sino que, al igual que KarlMarx,
cultiva el género periodístico como forma eficiente de acercarse a sus
coetáneos. Para Kierkegaard, la filosofía venía ocupándose de examinar
el espejo, cuando lo que debe llevar a cabo es el examen de uno mismo a
través de él, como expresa en Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo. La meta, más que exponer una teoría omniabarcante, es sacudir conciencias. En este sentido, para el pensador danés el personaje que se muestra como el mayor y mejor ejemplo de pensador existencial, y que, como tal, estará presente de una u otra forma a lo largo de toda su obra es Sócrates.
La palabra de un hombre de quien
no puede afirmarse que cristianamente le deba algo, pues era un pagano,
pero a quien personalmente creo deberle tanto, alguien que también vivió
bajo circunstancias que, según mi parecer, se corresponden del todo con
las condiciones de nuestro tiempo: me refiero al sencillo sabio de la
Antigüedad (Para un examen de sí mismo recomendado a este tiempo, Kierkegaard).
Según Kierkegaard, y como explica James Collins en El pensamiento de Kierkegaard, Sócrates tenía un “apasionado y humilde interés por la felicidad”, y
su acción no se encontraba meramente significada en el pensamiento,
sino que era ejercitada en hechos reales. Es decir, no consideraba a
Sócrates como un hombre reflexivo o, al menos, no creía que ese fuera su
rasgo más determinante. El móvil de Sócrates no era la razón, sino la pasión.
En esta línea, Kierkegaard se manifiesta en contra la prudencia,
defendiendo un actuar no por insensatez, sino en contra de la sensatez.
No
se debe dejar de tener presente que, ante todo, y así reconocido por el
mismo Kierkegaard, el objetivo primordial de la actividad filosófica
que desempeña es encontrar una razón por la que vivir o morir y, para él, esto implica la búsqueda de un cristianismo capaz de aliviar la angustia existencial.
Marcado profundamente por la muerte de sus familiares, la separación de
su amada Regine Olsen y la incomprensión de un mundo que le resultaba
cruel, necesitó encontrar una escapatoria. Ésta se trata de la fe, una
paradoja que nace de la bifurcación entre la incertidumbre objetiva,
aquello que es de una determinada manera y somos incapaces de entender; y
la certeza subjetiva, que consiste en la decisión y la apuesta
apasionada. Cuando Sócrates fue condenado a muerte, y clama en la Apología
que “es absurdo aferrarse a la vida si se pierde aquello por lo que
merece la pena estar vivo”, Kierkegaard entiende que se está produciendo
un salto de fe. Muere por algo sobre lo que no puede estar seguro, esto es, muere de forma insensata y apasionada.
El salto de fe a través de la pasión
Este morir apasionado, esta decisión imprudente, es la que abre un abismo fundamental con el pensamiento kantiano.
Así, para Kierkegaard en la vida del hombre existen tres estadios, no
en un sentido temporal, aunque puedan darse varios de ellos en una misma
vida, sino como posibilidades de existencia. En primer lugar, el estadio estético,
representado por Don Juan, se caracteriza por la concupiscencia y la
entrega a los placeres carnales e inmediatos. El esteta es representado
en Diario de un seductor, víctima de un profundo individualismo. En segunda instancia, el estadio ético
(que podríamos igualar al imperativo categórico kantiano) es en el que
el hombre, habiendo comprendido que debe darse a la comunidad, basa sus
acciones en un profundo sentido del deber al que llega por la razón. Por
último, la superación del estadio ético se produce en el estadio religioso,
superación en la que, al partir de la condición del hombre como
“síntesis de infinito y finito”, como equilibrio dialéctico y, por ende,
como un ser marcado por su ansia de imposibilidad, sólo podrá ver
aliviada la angustia de las limitaciones de su existencia a través de
Dios. Por tanto, el individuo capaz de alcanzar el estadio religioso es
aquel que acepta el carácter paradójico de la existencia. El ejemplo que con más claridad ilustra esta posibilidad de realización es Abraham en Temor y temblor,
que recibirá el apodo de caballero de la fe. El actuar de Sócrates
respondería a este último estadio de la existencia, pues no actúa por
simple deber, sino que lleva a cabo una apuesta, un decisión drástica.
Esta aceptación de lo paradójico de la existencia es el salto de fe, cuyo sustento, precisamente por este carácter contradictorio e irracional, se encuentra en la duda. Es por ese motivo que Kierkegaard critica una de las más famosas tesis de Hegel: el hecho de que todo lo racional es real, y todo lo real es racional. Aquí se presenta el razonamiento opuesto: la imposibilidad de la racionalidad de Dios es la base de la fe.
Kierkegaard arguye que Hegel identifica dos dimensiones diferenciadas
de la cosa como una sola: la esencia —lo que algo es— y la existencia
—el hecho de que algo sea—. Ésta se presenta como la distinción entre lo
universal y lo particular, que en la filosofía de Hegel consiste tan
sólo en la determinabilidad particular del ser universal de hombre.
Kierkegaard contrapone la razón especulativa al pathos (pasión).
Aquella primera se concibe como una solución obtenida a partir de una
reflexión abstraída de la existencia, mientras que la pasión se conforma
como resolución, es decir, como salto en el sentido mencionado. Se
constata la defensa de la pérdida de la existencia en el proceso de
reflexión hegeliano. Sabemos qué es la vida, pero no sabemos vivir. En
palabras de Löwith: “Desde el triunfo del ‘sistema’ ya no es uno mismo
quien ama, cree y obra: sólo se quiere saber qué es todo eso”.
El exceso de la razón en “La época presente”
Kierkegaard marca una ruptura con el concepto de verdad fruto del análisis objetivo,
puesto que, para él, la verdad no es sino un principio práctico. El
elemento que determina la separación de Kierkegaard respecto a Hegel,
quien sostiene que la búsqueda de la verdad ha de ser desinteresada por
lo concreto, es —coincidiendo con Marx— el especial interés del ser
humano en la contingencia, al que ofrecerán una respuesta muy distinta:
para Kierkegaard la existencia se encuentra en la individualidad, en el
ser arrojado al mundo, mientras que para Marx la existencia tiene
categoría social.
Esta concepción de la verdad como principio práctico terminará en la feroz crítica a la abstracción hegeliana
que Kierkegaard ejerce en una obra, breve pero potente, en la que
contrapone la época de la Revolución, caracterizada por la pasión, a la
época presente (expresión que da título al texto), representada por la
más profunda indolencia:
La época presente es esencialmente
sensata, reflexiva, desapasionada, encendiéndose en fugaz entusiasmo e
ingeniosamente descansando en la indolencia.
El exceso de reflexión, en la concepción kierkegaardiana, actúa como aletargamiento.
La pasión, por otro lado, resulta constituyente de la acción concreta
del hombre existencial. Es aquí pertinente la siguiente puntualización:
cuando Kierkegaard se refiere a la pasión, no alude a una emoción
momentánea y pasajera fruto del impulso, sino que la entiende como una
manera de vivir que conforma un carácter. La reflexión no es, pues,
criticada en sí misma, sino por su falta de practicidad, al ser la
pasión consecuencia de una reflexión condición de posibilidad con su
foco en la acción concreta.
Es
reseñalable que, a pesar de la posibilidad de una reflexión excesiva
como elemento asesino de la pasión, ésta no es algo así como un enemigo a
aniquilar. Así, la clásica división entre razón y pasión no supone de ningún modo una especie de equilibrio entre fuerzas antagónicas. Más bien, el pathos
se produce en una dimensión existencial, nos viene dado, y es mediante
esa experiencia por la que somos capaces de encontrar la verdad. No es
que la pasión sea la negación de unos valores racionales, sino que en
ella reside la voluntad creadora de nuevos valores para poder existir en la realidad. La razón procede de forma contemplativa, mientras que la pasión es potencia creadora.
La nivelación
es el fenómeno que deviene consecuencia del exceso de reflexión. Nadie
actúa ya tomando por guía la distinción entre el bien y el mal, sino por
la sumisión en la ambigüedad. De este modo, dejan de existir las
relaciones tal y como se habían conocido hasta entonces: el profesor
estricto y el adolescente díscolo, el hombre y la mujer y el amo y el
esclavo hegelianos han dejado de entrar en conflicto; simplemente se
observan en la distancia.
El vínculo se está acabando porque
en realidad ya no se están relacionando el uno con el otro en el
vínculo, sino que la relación se ha vuelto un problema, en el que las
partes, como en un juego, se observan unas a otras en lugar de
relacionarse, y se cuentan mutuamente los recíprocos reconocimientos de
relación, en lugar de la entrega resuelta de un verdadero vínculo.
El único sentimiento que tiene en sí la capacidad de sustentar tal nivelación es la envidia,
en la que Kierkegaard distingue dos facetas: el egoísmo propio y la
oposición reflexiva de los circundantes. Prueba de esto son los dos
momentos correspondientes al sometimiento del individuo: a un juez
interno que le impide pasar a la acción y a la superación del mismo que,
al ser lograda, producirá la envidia de los demás que tratará de
detenerlo.
El público
constituye el fantasma necesario para que la nivelación —a través de la
envidia— pueda darse de forma efectiva, y sucede con la ayuda de la
prensa, que se convierte en abstracción. El concepto de “público” en
Kierkegaard es base de sus más evidentes críticas a la abstracción fruto
del pensamiento hegeliano. El público no se trata solamente de un
conjunto de individuos que conforman una sociedad, sino de “una monstruosa nada”.
No es simplemente el pensamiento imperante, puesto que incluso en las
mayorías existe la responsabilidad de los individuos respecto a aquello
que defienden. Sin embargo, el público “puede llegar a ser lo opuesto”, un mecanismo de opresión
para los individuos que no les permite realizarse. Su voluntad debe ser
la de una nivelación creada por la abstracción donde no está permitido
sobresalir y en la que siempre se podrá juzgar una cosa y, a su vez, su
contraria.
Kierkegaard acerca del individuo y la comunidad
Existe una
cierta lectura de la obra de Kierkegaard que interpreta esta crítica en
clave individualista al considerar lo colectivo como factor opresivo,
dando lugar a una concepción de libertad negativa y sus correspondientes
consecuencias políticas reaccionarias. Esta será la lectura, entre
otras tantas, de Lukács, quien sostuvo que las
carencias que encuentra Kierkegaard en su sociedad no son sino las
debilidades de la burguesía a la que él pertenecía. Si bien es cierto
que, aunque Kierkegaard no pueda ser tomado como un autor
revolucionario, sino que es más bien conservador, una interpretación tan
tajante ha quedado desacreditada con el paso de los años. Una filosofía dirigida al individuo no es necesariamente individualista.
A pesar de que Kierkegaard ensalce al sujeto, la comprensión errónea de
esto como defensa del individualismo frente a una construcción de
comunidad es algo que él mismo desmiente y rechaza:
La contemporaneidad con personas
reales, cuando cada una de ellas es algo, en un instante real y una
situación real, fortalece al individuo. Pero la existencia de un público
no crea ni una situación ni una comunidad. […] La abstracción que los
individuos en forma paralogística crean, aliena a los individuos en
lugar de ayudarlos (La época presente, Kierkegaard).
Kierkegaard
no efectúa una contraposición entre individuo y comunidad, ni
identifica a esta última necesariamente con una masa abstracta, sino que
se erige en la defensa de la existencia con sentido de los integrantes
de la misma. El público no se identifica con la comunidad, puesto que
resulta imposible obtener con él una aproximación personal. No existe
una interacción, sino que simplemente un tercero observa.
Se puede hablar a toda una nación en el nombre de público, y, sin embargo, el público vale menos que una sola persona real (La época presente, Kierkegaard).
Nietzsche y la historia
No son
pocas las similitudes, a pesar de que a primera vista pueda resultar
extraño, entre un filósofo que ante todo se define como un escritor
religioso y aquel que vaticina y anuncia la muerte de Dios. Tanto Søren Kierkegaard como Friedrich Nietzsche comparten cierta crítica a la sociedad imperante de su época en búsqueda de nuevos valores y en el rescate del individuo.
Habiéndose
previamente constatado que para Kierkegaard la verdad se presentaba como
un principio práctico en el estadio religioso, se aprecia en el
pensamiento nietzscheano la verdad en un plano más allá del bien y del
mal. Para Nietzsche, el concepto, que es el nombre en el que se encierra
una existencia del mundo, mata la vida debido al olvido del ser humano de su condición de creador del mismo.
Se equiparan, de esta forma, concepto y realidad, cuando éste es
simplemente una creación humana. El ser humano se ha subordinado al
concepto, otorgándole una especie de autoridad metafísica. Esta férrea
adecuación de los sucesos a los conceptos no tiene en cuenta que la realidad es dinámica y caótica.
En la Segunda consideración intempestiva, la concepción de verdad de Nietzsche es encarnada en su crítica a la historia que, al igual que la verdad, debe ser fruto del espíritu creador del ser humano,
y no de un meticuloso estudio que diseccione los acontecimientos
pasados mortificándolos. La historia, para este autor, es concebida en
su época como una ciencia cuya meta sea dilucidar qué fue lo que ocurrió
en un determinado momento histórico:
Estos ingenuos historiadores
denominan “objetividad” justamente a medir las opiniones y acciones del
pasado desde las opiniones comunes del momento presente: aquí ellos
encuentran el canon de todas las verdades. Su trabajo es adaptar el
pasado a la trivialidad del tiempo presente (zeitgemass)
mientras, por el contrario, llaman “subjetiva” a cualquier
historiografía que no tome como canónicas aquellas opiniones comunes y
normales.
La
historia, tal y como se concibe según Nietzsche, no pretende crear nada
nuevo, simplemente juzgar desde una cómoda posición aletargada lo que
una vez sucedió. Y el problema no es tanto la imposibilidad de referirse
propiamente a lo sucedido en el pasado mientras uno se halla inserto en
otras condiciones culturales e históricas, pues “todo pasado es digno
de ser condenado”, sino la implicación de un estancamiento. La
historia no es creada por sujetos con un determinado interés, sino que
sólo es observada en tanto que objeto de estudio como historia muerta. Así, la objetividad se convierte en pasividad: el exceso de conocimiento de los sujetos que estudian la historia se vuelve imposibilidad de crearla. El hombre, a través del pathos, debe enfrentarse a ella con espíritu creador, y “transformar la historia en obra de arte”.
Sin embargo, la “objetividad” a
menudo no es más que una palabra: en lugar de esa oscura calma
relampagueante en el interior e inmutable externamente del ojo
artístico, no aparece más que la exageración de la calma, de modo
similar a como la falta de páthos y de fuerza moral suele a
veces disfrazarse de fría y penetrante contemplación. […] Es entonces
cuando se busca, ante todo, lo que en general no llama la atención y
cuando la palabra más seca se supone más justa. Se llega incluso al
punto de suponer que precisamente a quien no le interesa en absoluto un momento del pasado es el más adecuado para describirlo (Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida. Segunda consideración Intempestiva, Nietzsche).
Una vez más, en contraposición a Hegel, como con Kierkegaard y Marx, se resalta la importancia de un interés por la realidad concreta y el presente.
No es legítimo tratar al pasado como si fuera algo totalmente ajeno; el
acercamiento debido ha de ser llevado a cabo mediante el interés del
momento presente. Tanto en las ideas de Nietzsche como en las de
Kierkegaard, la libertad se halla íntimamente ligada a
la existencia. Para Kierkegaard, la libertad se encuentra al dar el
salto de fe, en la superación de la angustia a través del mismo. Por
otra parte, para Nietzsche, la libertad es lavoluntad de querer, la afirmación de la vida.
Por tanto, según este autor, la libertad exige la desvinculación con
los valores occidentales tradicionales, y ha de tener como objetivo el amor fati, esto es, amor al destino. Este amor fati no se reduce a una mera resignación con tintes estoicos, no es pasividad, sino afirmación plena.
La repetición y el eterno retorno
El concepto de repetición resulta crucial en ambos autores. Si Heráclito
ya sentenció, mucho tiempo antes, que no hay posibilidad de bañarse dos
veces en el mismo río, Constantin Constantius (pseudónimo bajo el que
Kierkegaard firma La repetición) lo reafirma en Berlín, ciudad
en la que fue una vez feliz, y a la que decide volver. Allí alquila la
misma posada, acude a los mismos lugares… y, sin embargo, se da cuenta
de que es imposible repetir su juventud. Ahí es donde se establece una
diferencia fundamental: lo que Constantin estaba llevando a cabo era una
rememoración, no una repetición. Precisamente, el recuerdo hace
infelices y melancólicos a los hombres, porque la repetición lleva en su
misma esencia la novedad. “El que sólo desea esperar es un pusilánime”,
mientras que “quien desea la repetición ha de tener, sobre todo,
coraje”. Al igual que la fe, la repetición es una paradoja que se
escoge.
En estas obras de Kierkegaard podemos observar una especial influencia en el existencialismo francés del siglo XX. Albert Camus, por ejemplo, dirá que la vida es esencialmente absurdo, y sostiene como metáfora más representativa la imagen de Sísifo
subiendo una y otra vez la piedra hasta la cima de la colina; un
sinsentido en el cual “hay que imaginarse a Sísifo feliz”. Salvando las
distancias entre estos autores, sí podríamos decir, haciendo uso de este
símil, que cada vez que Sísifo sube la colina encuentra novedad, y de
la misma forma todo acontecimiento que ocurre dos veces es un
acontecimiento nuevo. No se renuncia a la herencia de las generaciones
precedentes, sino que se toma desde el interés existencial. Vivir en el
pasado es perjudicial en tanto que depositamos ahí nuestro presente y
dejamos escapar la existencia, pero saltar consiste en una apuesta que
se lleva a cabo en el existir presente para un futuro incierto y oscuro.
En la obra de Nietzsche es destacada la importancia del concepto de eterno retorno. De la misma forma que Kierkegaard llama melancólico al individuo que vive en el recuerdo, Nietzsche dirá que la memoria es mortificadora, y que el sujeto feliz es capaz de olvidar.
Ve al hombre resentido como un hombre con un exceso de historia, pues
“sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna
jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente” (La genealogía de la moral).
Al ser humano le es debida, en cierto modo, la ahistoricidad. El eterno
retorno tiene por base el deseo de que los acontecimientos se repitan,
por crueles que sean; no es una resignación a lo impuesto, no es pasividad: es un profundo sí a la vida, el mayor acto de amor por ella. Esta es la relación que mantiene con el mencionado amor fati.
Según Deleuze en Diferencia y repetición,
la repetición es la forma común en Kierkegaard y Nietzsche. También
matizará que no es necesaria la obtención de novedad a partir de la
repetición, siendo esto imposible, sino que constituye una tarea de
libertad para Kierkegaard, así como el objeto mismo del querer para
Nietzsche.
La
diferencia entre Kierkegaard y Nietzsche es la diferencia entre “saltar y
bailar”. Así, en Kierkegaard el movimiento es entendido como un
reencuentro entre Dios y el yo, mientras que el eterno retorno está
fundado en el movimiento de la physis sobre la muerte de Dios y
la disolución del yo. El movimiento de Kierkegaard toma lugar por
encima de todas las leyes de la moral; el de Nietzsche, siendo lo más
natural de todo, tiene por base la corporalidad.
La superación del nihilismo
Se atribuye a Chesterton
la afirmación de que “quien deja de creer en Dios pasa a creer en
cualquier cosa”. Quizá Nietzsche estuviera de acuerdo, pues su proyecto
no se estanca en un nihilismo provocado por la ausencia de dioses: es menester encontrar nuevas pasiones que eleven al ser humano. Cuando en La gaya ciencia
el loco de la plaza anuncia la muerte de Dios, se pregunta cómo se ha
desencadenado la Tierra de su Sol, cómo se ha bebido el agua del mar.
“Llego temprano”, sentencia más tarde. El último hombre todavía no es
capaz de convertirse en Übermensch porque,
desprovisto de todos sus valores vitales, es todavía el ser más
despreciable. El nihilismo es una etapa necesaria para la construcción
del nuevo hombre, pero la más oscura y difícil de todas. Es por este
carácter novedoso por el que no se trata de pensar a Nietzsche como un
nostálgico de su época que tilda de débiles a quienes no comparten su
épica, sino que debemos entender que la filosofía nietzscheana mira al
presente; no habla del teatro antiguo, sino del teatro del porvenir.
Toda filosofía exige un despertar.
La salida de la caverna, el hombre que se vuelve mayor de edad,
resolverse a matar al hijo, superar la muerte de Dios. La necesidad de
llegar más allá de la angustia o del nihilismo arrastra un desencanto,
una cierta pérdida de la inocencia a la que nos aferramos. Al tratar la
tormentosa relación de Nietzsche y Wagner,
Safranski lanza una pregunta que asalta a Nietzsche, y que le hace
sentir que su filosofía se tambalea: “Pero el hecho de tener razón,
¿compensa el amor perdido?”. ¿Qué pasa con aquellos elementos que no
queremos dejar atrás? ¿Con la religión, con el arte, con la tradición,
con el amor? Camus dirá que “el hombre es preso de sus verdades; en el
momento en el que las descubre, no puede apartarse de ellas” (El mito de Sísifo). Entonces nuestra última alternativa será, como sugiere Nietzsche, dotar a la verdad del poder suficiente para bailar entre esas cadenas:
Es preciso haber amado la religión y el arte, como se ama a la madre y a la nodriza: de otra manera no se puede llegar a ser sabio. Pero es menester dirigir la mirada más allá, saber crecer más todavía, por encima de todo eso; si nos quedamos dentro de esos límites no comprenderemos todo aquello (Humano, demasiado humano, Nietzsche).
La exposición ‘AstrónomAs’ quiere
dar a conocer a las mujeres que han dedicado sus noches y sus días al
estudio de la astronomía. Su versión digital, en la web www.astronomas.org, incluye información de 270 astrónomas que
trabajan o han trabajado en una o en varias de las catorce disciplinas
en las que se ha estructurado la muestra, y recoge además los más
variados acentos de etnias, ámbito geográfico, categoría profesional o
diversidad funcional.
Además de la información sobre cada una de las
astrónomas, ‘AstrónomAs’ se complementa con diversos materiales que
incluyen una contextualización de la astronomía con otras ciencias, su
relación con la cultura (cine, literatura, arte, etc.), cuadernillos
pedagógicos descargables, juegos interactivos, podcast y vídeos. Todo
ello arropado por una bandasonora original compuesta
por Paula Espinosa, joven futura astrofísica y talento musical,
finalista en 2020 del programa de La Voz de Antena 3 TV.
Además de facilitar la divulgación de las
investigaciones realizadas por mujeres científicas en la astronomía y
astrofísica, las innovaciones afines y las perspectivas futuras en estos
campos, ‘AstrónomAs’ quiere fomentar las vocaciones científicas y tecnológicas en general, y entre las niñas y adolescentes en particular.
Con todo ello se pretende no solo incrementar la
cultura científica, tecnológica e innovadora en la sociedad española,
sino, además, mejorar la educación científica–técnica en todos los
niveles, especialmente entre la gente joven.
La exposición ‘AstrónomAs’ ha sido realizada por
un grupo interdisciplinar de personas tanto del ámbito de la astronomía
como de la historia de la ciencia y de la docencia en distintos niveles,
y gracias a la colaboración de la Fundación Española para la Ciencia y
la Tecnología del Ministerio de Ciencia e Innovación. Entre los autores
de la exposición figuran las investigadoras del Instituto de Filosofía
del CSIC Eulalia Pérez Sedeño y Ana Romero de Pablos.
‘AstrónomAs’ es una exposición patrocinada por la
FECYT (Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología) y la SEA
(Sociedad Española de Astronomía) que busca destacar el papel y el
trabajo de las mujeres en la Astronomía.
La exposición puede verse en digital a través de la web http://www.astronomas.org, y también en formato físico, para lo cual hay disponibles para su descarga 16paneles en castellano, gallego, catalán y euskera.
Wittgenstein ha fascinado por su extraña, contradictoria y
genial vida y ha influenciado, con su filosofar, a buena parte del
pensamiento de los años que van desde su muerte (en 1951) hasta la
actualidad. Según Anthony Kenny, es el pensador más relevante
del siglo XX. Para Von Wright uno de los más grandes e influyentes de
nuestro tiempo. El economista Keynes, amigo y benefactor suyo, llegó a
llamarle “Dios”. Y Broad, aunque en tono irónico, lo comparó con el dios
nórdico Odin. Y si queremos un testimonio de la actitud de alguien que
se mira en el espejo de Wittgenstein, oigamos estas palabras de su amigo
Oets Bouwsma: “He encontrado en Wittgenstein un magnífico tónico, como
si fuese una purga… ¡Qué firme se mantiene contra el hábito de
conformarse con simples sinsentidos arraigados! He de hacer todo lo
posible por someterme a sus vapuleos y aprender a hablar libremente, de
tal modo que pueda exponer ante él todos mis trapos sucios. ¡Ojalá me
fuera posible hablar!”. Wittgenstein aparece así como distante y
próximo, duro y entrañable, comprensivo e implacable. Este inquietante
personaje fue, además, profesor, arquitecto, escultor, ingeniero,
farmacéutico, enfermero, maestro de escuela y casi monje. Y ha sido,
obviamente, un filósofo extraordinario aunque algunos le llegaran a
tomar por mago, que, no lo olvidemos, es el antecesor del filósofo.
Sumemos a lo anterior películas como la de Derek Jarman o novelas como
la de Bruce Duffy sobre su insólita vida o, de manera más
sensacionalista, el libro de Kimberley Cornisch que hace de Wittgenstein
un espía de los soviéticos en los años treinta. Más moderadamente, John
Moran se refiere a su viaje a la Unión soviética y su simpatía,
moderada también, por el modo de vida ruso. Nada extraño en una persona
influenciada por Tostoi con su ideal de sencillez y su desprecio por una
civilización occidental que consideró vacía y convencional.
Wittgenstein ha sido, obviamente, un filósofo
extraordinario, aunque algunos le llegaran a tomar por mago que, no lo
olvidemos, es el antecesor del filósofo
La gestación de un extraño libro
Ludwig Josef Johann Wittggenstein nace en Viena en 1889, el mismo año del nacimiento de Heidegger,
y muere de cáncer en Cambridge en 1951. Se nacionalizó británico,
aunque nunca perdió su acento germano. Sus últimas palabras diciendo que
todo había estado bien han dado lugar a variadas interpretaciones. Tal
vez la más correcta es la que supone que lo que quiso decir es que nada
hay que decir. En Linz y en el Liceo parece que coincidió con Hitler, y
en su casa tuvo la oportunidad de tratar con lo más depurado del arte en
aquella época en la que el Imperio Austrohúngaro está en pleno
esplendor. Por ejemplo, con Mahler, Schönberg o Loos. Su familia, bien
retratada por A. Waugh, fue además de sumamente rica, un núcleo musical
de importancia. Mucho de lo escrito por nuestro autor lo pone de
manifiesto. La música estuvo siempre presente en su vida y en su obra.
Fue el último de ocho hermanos, tres de los cuales se suicidaron. Y él
estuvo a punto de hacerlo en más de una ocasión. Para nuestra fortuna no
llegó a realizarlo.
La música y la tragedia siempre estuvieron muy presentes en su casa, en su infancia, en su familia
Comenzó estudiando ingeniería en Berlin y Manchester.
Continuo preocupándose por la fundamentación de la matemática y esto le
abrió el camino a la lógica y, finalmente, a la filosofía. A la
lógica le impulsaron los contactos y lecturas con Frege y Russell. A la
filosofía le había ayudado a llegar sus lecturas de Schopenhauer. En la
Primera Guerra Mundial va preparando esbozos que culminarán en el único
libro publicado en su vida, el Tractatus, texto hermético,
personal y que se ha leído como si de algo cabalístico se tratara. Se
publica en 1921 y podemos encontrar trazos de él en sus Diarios de 1914 a 1916. Habría que señalar que Tierno Galván traduce el Tractatus en 1957.
Eso que no se puede decir…
La versión del «Tractatus» en Alianza incluye prólogo de Bertrand Russell. La traducción es de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera.
Expuesto de una manera muy resumida, se nos dice que una proposición tiene sentido si puede ser verdadera o falsa.
Por ejemplo, si afirmo que Kim Bassinger es rubia dicha proposición
tiene sentido puesto que es posible verificar si es rubia, teñida o no, o
no lo es. Las proposiciones que tienen sentido son, por tanto, las de
la ciencia o las que emitimos para referirnos al mundo todos los días. Y
esto es posible porque nuestro lenguaje “pinta” o representa los hechos
del mundo; es decir, nuestro lenguaje y la realidad poseen la misma
forma lógica. Reflejamos como en un espejo la realidad.
Lo que no refleja la realidad, sino que es un embrollo de
palabras, como le sucedería a la filosofía tradicional, es un sinsentido
que deberíamos evitar. Solo lógica, por tanto, o ciencia. Con esto se quedó el neopositivismo del Círculo de Viena que vio en el Tractatus
su nueva Biblia. El mundo se muestra, no se puede decir, puesto que
para hacerlo tendríamos que salir del lenguaje. Pero, y esto es
decisivo, en lo que se puede decir se muestra aquello que más nos podría
importar, como es la religión la ética o la estética. En lo que se
dice, en suma, se manifiesta lo que no se puede decir y que es lo
realmente valioso. Y a tal valor le llamó lo místico, lo inexpresable.
En una breve conferencia que dio sobre la ética en el año treinta da
algún ejemplo de qué es eso tan importante que no se deja decir. Así,
que el mundo existe, el milagro de la existencia, es una experiencia que
se salda en el puro silencio. De ahí como destellos nacen la admiración
estética, la apertura al océano religioso o el deber que cada uno ha de
poner en practica. Wittgenstein estaba obsesionado con que no le
entendiera nadie. Y es que debe de ser muy angustioso intentar decir lo
que no se puede decir.
En lo que se dice, en suma, se manifiesta lo que no se
puede decir y que es lo realmente valioso. Y a tal valor le llamó lo
místico, lo inexpresable
La segunda vida de Wittgenstein
Trotta ha publicado las «Investigaciones filosóficas» de Wittgenstein. Esta edición corre a cargo de Jesús Padilla.
Una vez que cree haber resuelto los problemas de la filosofía renuncia a su herencia y se retira a
unos pueblos perdidos de Austria con la esperanza de encontrar la paz
de ánimo que le otorgaría la vida rural. La experiencia fue un fracaso.
Retorna como catedrático a Cambridge y allí comienza, después de un
periodo de tanteo y transición, lo que se ha dado en llamar, con toda
razón, su “segunda filosofía”. Esta segunda filosofía queda reflejada en
sus Investigaciones filosóficas, escritas entre 1945 y 1949 y
publicadas después de su muerte. Su concepción de la filosofía será muy
distinta a la de su primera época, plasmada en el Tractatus.
Introduce ahora la noción de “juego de lenguaje” según la cual, por
medio de reglas, nos referimos a las más diversas circunstancias de
nuestra vida. El chiste sería un juego de lenguaje con sus propias
reglas como lo sería el filosofar. El significado ahora habría que
buscarlo en el uso que hagamos de nuestras expresiones y estas tienen
lugar en los citados juegos o “formas de vida”.
Algunos piensan que, mientras en el Tractatus el lenguaje queda dogmáticamente limitado, en las Investigaciones se amplían de tal manera sus funciones que todo se convierte en trivialidad.
Es lo que les habría ocurrido a aquellos discípulos que se dedicaron a
investigar el lenguaje ordinario y poco más. Otros, por el contrario,
piensan que nos coloca en el auténtico suelo en el que se posa el animal
humano, elimina los sueños metafísicos y nos es de gran utilidad en la
vida cotidiana. Por otro lado, ya no cae en la paradoja de decir que
nada hay que decir sobre lo místico, sino que debemos resignarnos a los
distintos juegos de lenguaje que usamos los humanos. De la obsesión se
ha pasado a una sana modestia. Pero siendo Wittgenstein siempre un gran
reductor que destruye castillos en el aire.
El viaje del Tractatus a las Investigaciones filosóficas lo es de la obsesión a una sana modestia, pero siendo Wittgenstein siempre un gran reductor que destruye castillos en el aire
Un loco genial (y al revés también)
Wittgenstein fue un lógico que desarrolló las tablas de verdad, un místico sin creencia
alguna y que enlaza con el budismo zen, un ciudadano políticamente
incorrecto que no perteneció a ninguna tribu, un solitario que buscó la
paz, agobiado por la culpa y en un mundo convulso y un filósofo que,
negando la filosofía tradicional enseñó, como nadie, a filosofar. Se
podría pensar que su esoterismo, hipergrafía, puesta de manifiesto en
sus distintos Diarios o en todo lo que se ha recogido en los
manuscritos y escritos a máquina, su excéntrica sexualidad que le
inclinó tanto hacia sus más que amigos Pinsent y Skinner como a la suiza
Margarita Respinger, hacen de él un personaje digno de ser estudiado
bajo la óptica de algún trastorno en el lóbulo temporal. Podría ser
puesto que genio y patología en muchas ocasiones van juntos. Todo eso no
quitaría un ápice a su libre creatividad, a su independencia, a su
originalidad y a su pasión por unir vida y obra.
Sobre el autor
De sobra conocido por haber llevado la filosofía a los medios de comunicación y a todas partes donde él fuera, Javier Sádaba ha ejercido durante tres décadas como catedrático de ética en la Universidad Autónoma de Madrid. Allí llegó después de pasar por Tubingen, Roma, Nueva York… Sus intereses lo han guiado hacia los vericuetos de la vida buena, la filosofía de la religión (de las religiones), la bioética, las neurociencias y la figura de Ludwig Wittgenstein, que explora en este artículo.
Alfonso Rodríguez Castelao es uno de los máximos
representantes de la cultura gallega. Escritor, artista y político, fue
férreo defensor del nacionalismo de su tierra. El pensamiento de
Castelao lo sitúa en el anticolonialismo, antiimperialismo y
antirracismo.
Por Cristina Arufe
Ya desde muy pequeño, la vida de Castelao (1886-1950) se ve marcada por la emigración y el exilio. Pasa
su infancia entre su Galicia natal y Argentina, donde su padre había
emigrado en busca de un futuro mejor. Es allí donde descubre el mundo de
la caricatura a través de las publicaciones de la revista Caras y caretas, y nace su interés artístico, que le acompañará toda la vida.
Al volver a Galicia, estudia Medicina en Santiago de Compostela, aunque apenas llegará a ejercer como médico. En sus propias palabras, «fixenme médico por amor a meu pai; non exerzo a profesión por amor á humanidade»
(«Me hice médico por amor a mi padre, pero no ejerzo por amor a la
humanidad»). Castelao quiere ser artista, y es durante su época
universitaria cuando empieza a codearse con diversos intelectuales y
artistas de la época, con quienes, además de compartir su interés por el
arte, comparte también inquietudes políticas. Es así que, además de
artista, comienza a desenvolver su faceta política.
Tras la sublevación militar que dio lugar a la guerra civil
española y a la posterior derrota republicana, Castelao, como otros
intelectuales españoles contrarios al régimen, abandona el país.
En un primer momento viaja a Nueva York, para asentarse definitivamente
en Buenos Aires en 1950. Allí se instala y compagina su vida política
con su faceta artística. Desde Argentina sigue promoviendo la cultura
gallega, y en 1944 publica Sempre en Galiza, una colección de
ensayos donde plasma su ideario en lo relativo a lo político y social,
en la que el autor conecta literatura con el nacionalismo político. La
obra se publicó en Buenos Aires, y en el franquismo, esta —y otras obras
de Castelao— fue censurada. Hasta 1986 no se pudo publicar en España.
Durante su época universitaria
Castelao empieza a codearse con intelectuales y artistas de la época,
con quienes, además de compartir su interés por el arte, comparte
también inquietudes políticas
Castelao ha sido siempre un defensor tanto de los oprimidos como de la heterogeneidad de los pueblos. Renegó siempre de todo nacionalismo que fuera excluyente por raza:
«Para nós, os galegos, afeitos a percorrermos o
mundo e a convivir con tódalas razas, o nacionalismo racista é un delito
e tamén un pecado». Sempre en Galiza
(«Para nosotros, los gallegos, acostumbrados a
recorrer el mundo y convivir con todas las razas, el nacionalismo
racista es un delito y también un pecado»)
El escritor y profesor de Filosofía Xosé Carlos Garrido Couceiro, en O pensamento de Castelao,
explica cómo la homogeneidad europea que veía la diferencia como un
error que debía ser subsanado es el contrapunto a la ideología
nacionalista de Castelao. Para Castelao, todas las naciones
debían defender aquello que las hace singulares: su idioma —en el caso
de tenerlo—, su cultura, llegando como consecuencia a la implantación de
un autogobierno. Estas ideas eran para el autor gallego no solo
aplicables a la situación de su tierra, sino que eran extrapolables a
diferentes territorios que se encontraban en una situación similar.
En lo que respecta al ser humano, para Castelao el concepto de nación y el hombre van de la mano, y no se puede comprender una sin el otro.
El hombre construye la realidad, ordenándola de un modo que la
convierte en su mundo. El ser humano no puede ser concebido como un ente
abstracto. El hombre es un ser social, que ha de ser siempre definido
por el mundo que habita; mundo que, por otro lado, él mismo ha creado.
El hombre es un individuo en el mundo, un producto del espacio que él
mismo colabora a construir.
El peculiarismo propio del ser humano al inventar nuestros propios caminos hace que asumamos nuestra libertad. Recuerda aquí a las ideas existencialistas de Jean-Paul Sartre,
que afirmaba que el ser humano estaba «condenado a ser libre (…) o si
se prefiere, no somos libres de dejar de ser libres». Nadie se puede
imponer la libertad porque es intrínseca al ser humano, es parte de la
esencia humana. El hombre, al crear y marcar sus propios caminos,
actuando en base a esta libertad constantemente, se responsabiliza de su
existencia, acciones y decisiones. El hombre «o es libre siempre y todo
entero libre, o no es nada». En la línea de estas ideas iba la
propuesta de Castelao para el nuevo emblema de Galicia, al que incorpora
la frase «Denantes mortos que escravos» («Antes muertos que esclavos»).
Para Castelao, el hombre construye
la realidad, ordenándola de un modo que la convierte en su mundo. El
ser humano no puede ser concebido como un ente abstracto. Es un ser
social, que ha de ser siempre definido por el mundo que habita; mundo
que él mismo ha creado
Afirmaba Marx en su tesis número XI de Tesis sobre Feuerbach (1845)
que «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos
el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».
Castelao creía firmemente en esta filosofía de la praxis. Para él, la
defensa de unos ideales perdía el sentido si dichos ideales no se
convertían en acción. Aquellos que buscan nada más que la defensa de
unos ideales, simplemente buscan honor y posteridad, sin voluntad de
poner en acción ese pensamiento.
Su cometido como autor fue el de comunicar y propulsar temas
en relación a la singularidad, identidad y memoria del pueblo gallego. Su obra se caracteriza por la dura crítica social disfrazada en ocasiones de sarcasmo. En Cousas
(1926-1929) combina su faceta de escritor con su faceta como
ilustrador. La obra se compone de viñetas en las que ilustra la realidad
de una Galicia rural y oprimida por el caciquismo. Protagonizadas por
niños, agricultores, mujeres, caciques, emigrantes…. Las viñetas nos
transmiten mediante el uso de ironía y metáforas, los problemas que
afectaban al pueblo gallego en aquel momento: la división de bandos
durante la guerra, la realidad de la emigración o la corrupción política
de la época.
Muchas de sus obras forman parte del imaginario de la cultura gallega.
Es por esto que en 1964 fue homenajeado por el Día das Letras Galegas.
Para la Real Academia Gallega de Bellas Artes su obra por los
«extraordinarios méritos artísticos».
En momentos de cambio y confusión, la esperanza en un futuro mejor se esboza en ocasiones como algo utópico, inverosímil, pero ¿cabe plantearse esos conceptos de utopía y esperanza de una manera más profunda? ¿Merece la pena hacerlo para, con ello, afrontar nuestras propias vidas?
Lo
“utópico” tiende a banalizarse en la agitada actualidad, a entenderse
únicamente como algo irrealizable, un escenario quimérico sólo acorde al
contenido de series de televisión o novelas. La utopía ha perdido notoriedadpara significarse simplemente como algo arbitrario o irreal,
pero este no es el alcance que el término tiene si se sigue a uno de
los teorizadores primordiales del concepto en su modo filosófico, el
alemán Ernst Bloch (1885-1977), quien replanteó lo utópico no sólo como un pensamiento sino como método para conformar nuestra existencia humana, tanto en lo personal como en lo social.
A su juicio, los individuos estamos inacabados (somos “seres-siendo”) y nos sentimos empujados por una tendencia o impulso al que llamamos esperanza y que nos lleva a trabajar por conseguir lo “aún-no-realizado”,
que se manifiesta como una visión que plantea todo un abanico de
posibilidades de futuro. Mediante la utopía nos volvemos inconformistas,
dejamos de aceptar una realidad tal y como es y comenzamos a
cuestionarnos cómo debería ser y a buscar su cambio, la manera de
conseguir que se haga realidad. En Bloch, de holgados conocimientos
literarios y profundo estudio de Hegel, el saber no debe ser solamente “contemplativo”, sino también “creativo”, convertido en un “optimismo militante” que pueda transformar la realidad mediante la conciencia de futuro, de utopía. Si el inconsciente de Freud bebe del pasado, este nuevo saber mira al futuro.
Bloch es,
por tanto, el ejemplo más importante de la formulación de un vínculo
entre la esperanza y la visión utópica, especialmente con su obra El principio esperanza (Das Prinzip Hoffnung).
En ella, la utopía es la representación realista de aquel “horizonte de
posibilidades que atraviesan todo lo real” y con ella se enfatiza el
relieve de lo que supone el sujeto para la historia. El
planteamiento de Bloch eleva la mirada al futuro, pero no como un
“prolongador del presente”, sino como un logro de ese “aún-no-realizado”
o “aún-no-consciente”, lo que todavía no vemos posible que
podamos llegar a ser. La utopía no es ya una visión ilusoria, una meta
imaginaria que nos gustaría conseguir: es una aspiración, la pretensión
de lograrlo, y la esperanza se convierte entonces en un “principio
rector del pensamiento y de la acción” del ser humano.
Pero
la esperanza no se queda ahí, no es un sentimiento edulcorado que nos
encandila y adormece. Tras el levantamiento del muro de Berlín, que el
filósofo definió negativamente como un bloqueo que hacía incompatible el
socialismo con la libertad y la igualdad, inauguró una serie de cursos
con la pregunta “¿Puede frustrarse la esperanza?” en la Universidad de
Tubinga en 1961, último ente académico en el que trabajó. En aquel
curso, su respuesta a tal pregunta fue afirmativa: la esperanza sí puede frustrarse, y lo hace “para honra de sí misma”,
para convertirse en la finalidad de la utopía ya que, de lo contrario
“no sería esperanza”. La utopía es lejana, un “horizonte futuro” que
debe estimularnos, hacernos tener esperanza, entendida como “esperar activamente”,
para poder alcanzarla. Quizá no lleguemos a hacerlo, a lograr ese
objetivo utópico, pero habernos levantado en su busca gracias a la
esperanza y haber fracasado puede dar lugar a un cambio inesperado.
La esperanza, entonces, dice Bloch, tiene que ser necesariamente frustrable
porque 1) “está abierta hacia delante”, no se va a referir a lo que ya
ha ocurrido y, por tanto, queda “en suspenso” y al abrigo de un cierto
factor de azar; 2) está inserta en “el campo del todavía-no”, aún no es fallida, pero aún tampoco victoriosa y, por tanto, no es segura y puede frustrarse.
A partir del germen que representa la esperanza para el individuo, nacen las posibilidades de futuro, las posibilidades de que una realidad transformadora se manifieste. Aunque no hayamos alcanzado aún “la salvación”, tampoco la hemos perdido porque “el proceso del mundo no está decidido todavía”, somos como los guardagujas que deciden por qué vías transita el ferrocarril, siendo esas vías nuestra propia vida. En una sociedad en crisis como la nuestra, no sólo económica o afectada por los efectos de una pandemia, sino acechada por el pesimismo y el vacío existencial, la manera en la que Bloch engendra en su filosofía la utopía y su relación con la esperanza parece más necesaria que nunca.
El pensamiento de Edmund Husserl (1859-1938) renovó de manera decisiva la filosofía del siglo XX. Pero a estas alturas del siglo XXI la fenomenología, a la que él dio nombre y forma, no se ha dejado trasladar al museo de los filósofos cual una mera pieza de anticuario. Sea como análisis de la subjetividad que constituye sentido y verdad objetivos, sea como descubrimiento del mundo originario de la vida, la filosofía de Husserl sigue inspirando a generaciones de fenomenólogos e interesando a los estudiosos de cualquiera de las múltiples formas de la experiencia humana. La lenta publicación de la montaña de manuscritos del legado científico de Husserl, que a día de hoy no ha concluido, hace necesario disponer de guías fiables que orienten a los lectores en la excavación infinita de los fenómenos que emprende la fenomenología trascendental. Valor especial de esta Guía es que el llamado en las últimas décadas nuevo Husserl u otro Husserl: el filósofo de la corporalidad y de la intersubjetividad, de la historicidad y de la aventura moral, puede entenderse en continuidad profunda con el Husserl clásico, y ambos se refuerzan uno al otro.
Guía Comares de Husserl, editada por Agustín Serrano de Haro
(IFS – CSIC). Colección Guía Comares. Número en la colección 11. ISBN
978-84-1369-216-6. Páginas 370. Fecha publicación 07-09-2021
Archivos adjuntos:
La filósofa argentina Mariana Castillo asegura que disfruta
leyendo a los griegos, pero que no los quiere como objeto de museo, sino
para pensar los problemas que tenemos y nos afectan hoy. «A mí me
interesa poder contribuir con algo y que no signifique solo una
alimentación del ego académico, de pensarnos y leernos únicamente entre
quienes formamos parte de este ámbito». De los problemas actuales de
nuestra sociedad y de la labor de la filosofía hablamos con ella.
Por Luciana Wisky
Mariana Castillo Merlo es doctora en Filosofía, directora del departamento de Filosofía de la Universidad Nacional del Comahue
(Patagonia, Argentina) e integrante de la Red Argentina de Colectivas
Feministas de Filosofía (RACFF). Asume la filosofía desde una
perspectiva práctica y cree que debe ayudarnos a pensar nuestras
problemáticas actuales.
Hablamos con ella sobre los análisis de la pandemia, el
trabajo de la filosofía y el lugar de las emociones en nuestra sociedad,
en especial en el derecho. Ella sostiene que «pensar el
derecho como un ámbito puramente ‘racional’ es una ficción imposible.
Somos emociones también y es inevitable que estén presentes en todo lo
que hacemos».
Me gustaría comenzar por la pregunta sobre si cree que hay
una diferencia en cómo se hace filosofía en la capital de Argentina
respecto del sur del país, donde usted está. Sí, es muy diferente. A nosotres,
desde acá, todo nos cuesta más. Yo estudié el profesorado y la
licenciatura en Filosofía en la Universidad de Comahue e hice mi
doctorado en la Universidad Nacional de La Plata. Lo que más se percibe
tiene que ver con las opciones: acá todavía —en la Universidad de
Comahue— no tenemos un doctorado en Filosofía, por ejemplo. Es un
proyecto que tratamos de sacar adelante, pero todavía no sale. En la
capital y alrededores tienen opciones que acá nos cuestan un montón.
Ahora es muy diferente con el tema de la virtualidad. Eso abrió un
poco más el juego y ahora quizás es más fácil. Por ejemplo, tenemos
becaries que están haciendo seminarios desde la comodidad de su hogar. De hecho, nosotres
les decimos que aprovechen a hacerlos todos porque no es tan fácil de
otro modo. No tiene que ver con los modos de filosofar, pero sí con el
acceso y con las posibilidades que, en otras universidades, no tenemos.
La agenda que existe en Buenos Aires es mucho más prolífica en
actividades, porque además somos pocos quienes nos dedicamos a la
filosofía acá. Sigue existiendo, lamentablemente, una lógica de
centro-periferia en ese sentido. Con la distribución de recursos humanos
y de fondos para la investigación eso se hace más evidente.
«Es algo propio de la filosofía
tomar un poco de distancia para poder pensar y analizar. Es necesaria
una distancia estética de los problemas para poder analizarlos mejor»
Además de dedicarse a la filosofía, es docente en la carrera
de enfermería. Me pregunto si en este contexto ha cambiado la
perspectiva filosófica respecto de los dilemas y desafíos que se
presentan. Sí. Sobre todo se notó el año pasado, cuando les
docentes cumplíamos un rol de acompañamiento a los estudiantes. Ahora
es otro ritmo, porque parece que ya nos habituamos un poco a la
pandemia. Una nueva normalidad… En nuestro caso, además de dictar la
materia, el trabajo era acompañar a les estudiantes que se encontraban con mucha angustia porque muches
ya están trabajando en el sistema de salud. Justo ayer recordaba, con
el curso de bioética para la carrera de Filosofía, una pregunta que me
hacían y que aparece recurrentemente en la escena actual y que es ¿quién
cuida a los que cuidan? Porque hay un sentimiento de desamparo en estas
personas que se encuentran velando por la salud del resto desde el
primer momento. Elles siguen siendo los más expuestos.
Volviendo un poco a la pregunta… Hay tanto por hacer en ese cruce entre filosofía y pandemia…
Pero también es cierto que está tan saturado el tema que creo que la
gente prefiere despegarse un poco. Lo mismo pasa en mis clases de
bioética. Armé una suerte de repositorio de temas relacionados al covid,
pero les estudiantes buscan en el espacio del aula más bien un
refugio; aunque inevitablemente surgen preguntas y, sobre todo, cuando
tocamos temas que ahora con la pandemia se han vuelto más mediáticos…
En lo personal, considero que es un buen ejercicio tomar cierta
distancia de las cosas cuando están demasiado cerca y nos atraviesan
para tratar de entender desde otro lugar. Creo que es algo propio de la
filosofía esto de tomar un poco de distancia para poder pensar y
analizar. Es decir, se puede pensar en esos problemas, que es algo que
hacemos desde la filosofía práctica, pero creo que es necesaria una
distancia estética para poder analizarlos mejor.
Justamente pensaba que ahora con esto de la «crisis producto
de la pandemia» parece que aparecieron ciertos problemas ineludibles
cuando en realidad, para las personas que vienen pensando en la salud
desde una perspectiva integral, son cosas que se vienen pensando y
analizando desde hace rato. Claro, es cierto que han tomado otra dimensión, pero muchos estaban ahí. Justo ayer di la clase sobre ética del cuidado,
que son temas que siempre trabajamos, pero hablar de cuidado hoy no es
lo mismo que hablar de cuidado en la prepandemia. No suena con la misma
intensidad. Tomó otra densidad el problema sobre quién se ocupa de las
tareas del cuidado, quién cuida, quién cuida a los cuidadores, cómo se
reparten los cuidados, etc., preguntas que ya habían aparecido con las
críticas del feminismo pero que se vieron agravados con la pandemia y
que obligan a que se piensen otro tipo de políticas y otro tipo de
abordajes, especialmente cuando hablamos de políticas públicas. Antes,
quizás para muches pensar en eso era necesario, pero no era urgente, como se ha vuelto ahora.
Me parece interesante esa distinción que hace de necesidades
lejanas y necesidades urgentes, porque me pregunto qué se esconde detrás
de esa urgencia cuando son problemas que venimos arrastrando hace un
montón, pero que no importaban o eran para ser tratados más adelante. Lo
pensaba también en relación a un tema que usted también trabaja, que es
la gerontología, que suele ser ignorada. Es cierto… Hace
rato que vengo trabajando con el programa para adultos mayores de
nuestra universidad, pero hay problemas que tomaron un impacto público
que antes no tenían. Les viejes la vienen pasando mal
hace mucho tiempo y ahora quizás nos damos cuenta de eso, desde una
lógica que nos atraviesa, que es la del adultocentrismo. Por ejemplo,
discusiones sobre el triaje, es decir, discusiones acerca de a quién le
va el respirador y a quién no. Esto te lleva a pensar en la juventud, la
valoración que tiene en nuestra sociedad y el lugar que le damos a la vejez.
Yo estoy muy metida en el trabajo de la Universidad y siempre estamos
pensando en qué hacemos desde ahí para generar espacios para otro tipo
de educación, para acercarlos e incorporarlos en los espacios que
transitamos. Es una preocupación que traía de antes y que tampoco
encuentra mucho eco ahora, porque también aparecen otros problemas que
tienen que ver con la exclusión que genera la virtualidad, por ejemplo.
La gente mayor todavía la pasa muy mal.
En estos días pensaba en la vacunación y en cómo hacen les viejes.
Aquí, para anotarte para la vacunación lo tenés que hacer a través de
una app o por la web. Mucha gente no tiene acceso a esos medios, o no
manejan bien un celular, o no tienen señal. Eso te obliga a pensar en
otros recursos… No podés pensar siempre desde el modelo de alguien joven
que maneja internet. Es demasiado excluyente.
«Qué sentido tienen las
iniciativas que buscan derechos para un grupo identitario determinado en
una realidad que no se modifica y sigue promoviendo las desigualdades
sociales. Esos derechos son necesarios, pero son un parche para un
problema que sigue sin resolverse»
Durante la pandemia dictó un seminario destinado a repensar
la vulnerabilidad desde la filosofía práctica. ¿Por qué creía que era
necesario trabajar sobre ese término? El curso surgió como
una necesidad personal de re-pensar el concepto de vulnerabilidad. Si
bien desde la filosofía se viene pensando desde hace mucho tiempo, con
la pandemia de golpe y sin aviso descubrimos que «todes somos
vulnerables». Antes parecía que sólo si pertenecías a ciertos grupos lo
eras. Mi idea con este seminario fue trabajar sobre este concepto porque
resonaba en muchos discursos políticos y mediáticos con una dispersión
semántica importante. Me pareció que un aporte de la filosofía podía
ser, precisamente, aclarar qué sentido y qué consecuencias tiene el
término cuando lo usamos. Dicto bioética, pero, además, dicto filosofía
del derecho. Desde ese cruce me interesa pensar en cierta lógica de
reparación. Es decir, cómo el sistema jurídico garantiza derechos para
ciertos grupos, pero eso no resuelve los problemas. La pregunta que les
hago a mis estudiantes es qué sentido tienen las iniciativas que buscan
derechos para un grupo identitario determinado en una realidad que no se
modifica y sigue promoviendo las desigualdades sociales. No discuto que
esos derechos sean necesarios para dar visibilidad y reconocer a grupos
que históricamente fueron excluidos, pero creo que no dejan de ser un
parche para un problema que sigue estando ahí sin resolver. Porque en
definitiva se pone el acento en las personas y no en las condiciones.
Yo no diseño políticas públicas. No es lo que hago. Pero lo que puedo
hacer desde mi lugar es pensar qué ocultamos detrás de estos términos
que se utilizan para pensar ciertas problemáticas. Eso es algo de lo que
podemos hacer desde la filosofía: problematizar conceptos.
Justamente porque se habla de sujetos vulnerables y no de
relaciones que hacen que ciertas personas, por el lugar que ocupan en la
sociedad, estén más expuestas a la violencia y opresión… Sí,
me interesa subrayar justamente esa distinción. Hay una vulnerabilidad
intrínseca, compartida, ético-antropológica, en la que estamos todes,
pero hay otras vulnerabilidades que son impuestas. Hay condiciones
estructurales que hacen que ciertas personas o grupos de personas sean
expuestas a mayores niveles de violencia. Justamente por eso me interesa
pensar qué decimos cuando decimos «vulnerabilidad» o cuando decimos
«personas vulnerables».
La idea en este curso era hacer un poco la genealogía del término,
ver cuándo se comienza a usar, ya que está muy ligado al discurso
neoliberal de los 90, cuando se busca una asepsia en el lenguaje… Decir
vulnerables queda mejor que decir pobres. Hay una cuestión retórica,
discursiva, que oculta mucho. Y el otro punto era analizar ciertas
emociones que acompañan a estos discursos. Vengo estudiando el rol de
las emociones trágicas y ahora estoy más ocupada en analizar la
compasión como emoción política. Y es todo un problema, porque suena
bien ser compasivo. Tiene una carga cultural muy fuerte, teñida de la
tradición judeo-cristiana. La idea del buen samaritano es el mejor
ejemplo. Nuestras sociedades están fundadas en el dolor y lo que hacemos
es gestionar esos dolores y esos sufrimientos. Esto determina el modo
en que se conforman y organizan las personas y las sociedades.
Lo que busco señalar es que hay ciertas emociones a las cuales se
apela cuando se quiere despertar cierta «sensibilidad social» que pueden
resultar peligrosas, además de que no aplican para todes igualmente. Con esto quiero decir que la compasión no se la damos a todes
por igual. Nos compadecemos de algunos, nos compadecemos de una persona
si se presenta de una cierta manera, si se adapta a los criterios de lo
que acordamos que será objeto de compasión. Y ahí siempre surge la
pregunta acerca de qué entra y qué no entra en la escena pública, qué
dolores son aceptados y cuántos quedan ocultos. Hay ciertos pactos
sociales que determinan qué sufrimientos podemos ver y cuáles no, por
ejemplo.
Yo, además, estudio la Poética de Aristóteles, y aunque haya
pasado tanto tiempo desde que la formuló, la cuestión de la
identificación y la relación con las emociones sigue funcionando de la
misma manera. Sólo de aquellos con los que nos identificamos como
iguales podemos compadecernos (y eso ocurre bajo ciertas condiciones).
Además, tiene que ser un sufrimiento que no sea voluntario o
consecuencia directa de nuestras acciones. Esto es fundamental, porque
si la persona es responsable directa de su sufrimiento, no nos
compadecemos de ella.
«Nuestras sociedades están
fundadas en el dolor y lo que hacemos es gestionar esos dolores y esos
sufrimientos. Esto determina el modo en que se conforman y organizan las
personas y las sociedades»
Aristóteles escribe la Poética durante la crisis política ateniense, y ahora que menciona que sus reflexiones todavía resuenan, ¿qué nos dice la Poética hoy para interpretar la crisis política actual? En mi tesis de licenciatura y de doctorado trabajé sobre la Poética, y siempre estoy volviendo a ella. Mi trabajo se inserta dentro de una línea de revisión de la Poética
que tiene unos treinta años y que hace una lectura ético-política de la
obra. La pregunta que me motivaba era por qué él, en medio de un
contexto tan caótico, de crisis política, se puso a pensar en la
tragedia, en cómo hacer tragedias… ¿Qué pensaba? Y bueno, creo que, en
un momento de derrumbe total, apostar al arte y a la educación (porque
el teatro tenía una función educativa muy fuerte en la Grecia clásica)
es una apuesta para pensar no cómo sostener eso que se está
desmoronando, sino más bien cómo construir otra vez una comunidad. Me
parece que, a partir de la tragedia, existe la posibilidad de que
construyamos una comunidad de sentido y de sentimientos también, de
emociones que podrían eventualmente ofrecer una salida para pensar la
polis, la comunidad, nuestras sociedades democráticas. Eso es lo que
hace vigente un pensamiento como el de Aristóteles.
¿Esta tradición es la del giro afectivo? No. La tradición que recupera la Poética
desde una perspectiva ético-política viene por otra vertiente que no es
la del giro afectivo, pero coinciden temporalmente, y eso es
interesante. A mí me gusta, a la hora de pensar los giros al interior de
la filosofía —que a veces parecen modas filosóficas—, ver cómo
convergen ciertos problemas y temas. Sobre el giro afectivo me resulta
interesante la propuesta del antropólogo francés Didier Fassin. Él dice
que nuestras sociedades contemporáneas están bajo la égida de un
gobierno humanitario, desde una óptica muy foucaultiana, en términos de
gobierno, dispositivos, prácticas y demás. Y señala cómo en este
contexto aparecen en escena los sentimientos morales en primer plano. Es
interesante pensar qué significa eso y cómo eso impacta en la
filosofía, pero también en el conjunto de las ciencias sociales y
humanas. Él analiza este gobierno humanitario desde una doble
temporalidad: una de larga duración, que de alguna manera recupera toda
la tradición filosófica respecto de los sentimientos morales y la
vinculación entre la afectividad y la moralidad; y luego hay otra
temporalidad, de más corta duración, que hace que de alguna manera esa
historia de larga duración se convierta en condición de posibilidad para
poner en primer plano esos sentimientos morales. Ese cruce definiría a
nuestro tiempo presente.
También es interesante la crítica al lugar de las ciencias sociales y
humanas en este contexto y a un cambio de vocabulario, que parece haber
teñido todo de afectividad. Muchos términos que eran propios de la
teoría crítica, por ejemplo, ahora se pasan por el filtro de las
emociones. Otra francesa, Revault D’Allones, se refiere a esto como
«inflexión compasional» y advierte cómo la lógica de la compasión y el
sufrimiento impregna nuestros discursos.
¿Por ejemplo? Por ejemplo, ¿por qué dejamos de
hablar de justicia para referirnos a la compasión? Si hablamos de
compasión, ¿estamos hablando de justicia y derechos? ¿Qué ganamos o
perdemos en ese movimiento? Yo ahí veo un problema respecto no sólo de
los términos, sino también de las herramientas que utilizamos para el
análisis. Volviendo, por ejemplo, al tema de los grupos vulnerados,
nosotres (quienes nos dedicamos a las humanidades y las
ciencias sociales) les construimos como grupo, como objeto de estudio de
nuestro análisis, y después ¿qué hacemos con elles?
Me interesan estas reflexiones porque también nos obligan a una
revisión de nuestras prácticas y de las responsabilidades que nos caben
como practicantes de una disciplina. Responsabilidades que tienen que
ver con repensar qué herramientas teóricas ofrecemos y cómo presentamos
determinados problemas. Una pretende, con lo que hace, aportar algo al
mundo. Yo asumo la filosofía desde una perspectiva práctica. Si bien
disfruto mucho leyendo a los griegos, no los quiero como objeto de
museo, sino para pensar nuestras problemáticas. Para mí tiene que haber
una repercusión de eso que hacemos. A mí me interesa poder contribuir
con algo y que no signifique solo una alimentación del ego académico, de
pensarnos y leernos únicamente entre quienes formamos parte de este
ámbito.
La filosofía siempre está pensando problemas y temas nuevos que,
incluso, muchas veces no se incluyen en la formación de grado. Por eso
me parece importante poner la lupa sobre ciertos términos y fenómenos,
como el de las emociones. En lo personal, creo que se utiliza la
compasión como resorte político que viene a resolver todo. Suena raro
que sea posible, mejor sospechar… Eso también se puede ver en el campo
de la bioética con la estrategia de cultivar la compasión para
«humanizar las prácticas». ¿Qué quiere decir eso? ¿Cómo y por qué se
deshumanizaron? ¿Hay una participación y una reflexión crítica de los
agentes implicados sobre esto? ¿Es necesaria una ley para humanizarnos,
como las de parto humanizado o la de derechos de los pacientes?, por
poner solo un ejemplo más…
«Hay ciertas emociones a las
cuales se apela cuando se quiere despertar cierta ‘sensibilidad social’
que pueden resultar peligrosas. La compasión no la damos por igual. Nos
compadecemos de una persona si adapta a los criterios de lo que
acordamos que será objeto de compasión»
Es muy interesante pensar la relación íntima que existe entre el derecho y las emociones. ¿Podría desarrollarlo un poco más? Recién
mencionaba lo de los giros de la filosofía y cómo convergen ciertos
problemas. La vinculación entre derecho y emociones es un buen ejemplo
de ello, porque algunas de las discusiones que parecen propias de la
filosofía se llevan a otros ámbitos y adquieren otros sentidos. Decir
que el ámbito jurídico es el ámbito de lo racional, exento de pasiones,
es un lugar común que asume cierta concepción de las emociones y eso es
lo que hay que discutir. Nussbaum, una autora que trabajamos bastante
con el grupo de investigación, tiene un texto en el que repara en cómo
se crean leyes y se toman decisiones judiciales basadas en las
emociones, aunque muchas veces no se problematicen lo suficiente.
Pensar al derecho como un ámbito puramente «racional» es una ficción imposible. Somos emociones también y es inevitable que estén presentes en todo lo que hacemos. Quizás ahora somos un poco más conscientes de ello. Por eso es importante revisar la propia historia de la filosofía. La Retórica de Aristóteles es un buen ejemplo de cómo las emociones inciden en las decisiones que tomamos, en general, y en el ámbito jurídico, en particular. Pensemos en la modificación, en nuestro código penal, de la idea de «crimen pasional» por la figura de «femicidio». La modificación no resuelve la violencia de género, y podemos cuestionar cuán eficaz es un sistema punitivo, pero ese pequeño cambio nominal le da visibilidad a un problema y aborda de manera diferente la cuestión de la responsabilidad del homicida y el papel que juegan las emociones en el derecho. Hay toda una vertiente que estudia la vinculación derecho y literatura, precisamente enfatizando en cómo la literatura aporta un ejercicio para el razonamiento moral y otra forma de pensar el papel de las emociones en nuestras vidas.
Hace diez años el director hungaro Bela Tarr estrenó una de las películas más espantosas de la historia del cine,El caballo de Turín. No es que sea mala hasta la vergüenza ajena o algo parecido (estilo, no sé, El mapa de los sentidos de Tokio), es que ni es. No-es como no-es una pieza musical de John Cage, o sea, eso mismo, no-es. Con el agravante de que dura dos horas y media de no-ser (to me on,
en griego, lo digo porque soy un tonto y siempre me ha hecho gracia),
en vez de los casi cinco minutos de la tomadura de pelo cageiana. Rehuso
contaros nada de ella, por si hay algún ocioso amante de abismarse en
las películas coñazo mientras pela patatas (muy protagonistas, en esta
peli, las patatas, por cierto, tanto o más que los humanos) o se pinta
las uñas de negro, y aún así ni a ese frikonazo se la recomendaría.
Bien, de acuerdo, se la recomendaría, pero bajo la estricta condición de
que la vea en la siguiente página, y así puede pasar rápido cuando se
aburra y ahorrarse el ominoso bucle musical que le sirve de fondo.
Frente al vicio de castigar al espectador, la virtud de las elipsis
forzadas… Pero una cosa buena tiene la cinta que hay que reconocerle, y
son los primeros planos y a veces primerísimos planos del la faz del
noble equino que da nombre al infierno cinematográfico correspondiente. Warren Ellis
no, el avatar manco de Warren Ellis no da ni pena, siempre con la vista
fija en la desolación y el vendaval, y su hija, la pobreza rubia, más
le hubiera valido que se la hubieran llevado los gitanos… Es el jamelgo
el que resume en su semblante genérico el fin de todo lo vivo, la
consunción total del mundo, el triunfo de la oscuridad absoluta. Tarr se
pasó de profundo, fue tan profundo que más bien devino hundido, y
encima se hizo el interesante declarándola la última película de su
carrera, a ver si así nos convencía de que fuese también la última
película de la historia del cine y la primera y única a proyectar y
reponer eternamente en el Tártaro insaciable de muerte…. (Sigue vivo,
nuestro querido director… También Cioran pasó de los ochenta… ¿¿¿Por
qué???)
Pero Tarr iba intelectualmente muy mal encaminado, que es lo que me importa ahora. El caballo de Turín
pretende ser el caballo que, según una de las leyendas urbanas pioneras
del siglo XX, Nietzsche habría abrazado en enero de 1889 en Turín un
instante antes de que la sífilis y los dioses le volvieran completamente
loco. No sé si recordáis la anécdota, que es tan cierta como la de la
manzana de Newton, pero mucho mejor trovata. Lo cuenta como nadie Curt Paul Janz,
el músico suizo que se atrevió en los sesenta a escribir la biografía
monumental del filósofo, casi al inicio de su cuarto volumen:
El 7 de enero (eso le dice Overbeck a Kóselitz el 15 de enero)
Nietzsche «se cayó en la calle y fue levantado [y] estuvo a punto de ir a
parar acto seguido a un manicomio privado y de rodearse así de esos
aventureros que, en Italia más que en ninguna otra parte, concurren en
tales ocasiones». Elisabeth Fórster cree poder informar de que fue el
patrono de Nietzsche, Fino, quien lo recogió de la calle y lo llevó a
casa, poniéndolo así a seguro. También el 8 de enero «el asunto se
convirtió en un escándolo público, el patrono… acababa de estar… en la
policía y con el cónsul alemán; una hora todavía… la policía no sabía
nada» (Overbeck.) Sobre este incidente, que Overbeck sólo menciona como
«escándalo público» y, por desgracia, sin citar fuentes, así como
localizándolo falsamente, con seguridad, cuatro días al menos demasiado
pronto, el 3 de enero, Erich Podach narra (en 1930) la conmovedora
historia de cómo Nietzsche, en la parada de coches de punto, cree que un
viejo caballo es maltratado por su cochero y, entre sollozos y
lágrimas, se echa al cuello del animal abrazándolo. Aunque Podach
testimonió aquí una trasmisión oral de la tradición local de Turín, y
que él recordó después de años, siempre queda la pregunta de si en
realidad se produjo un mal trato realmente llamativo de un animal, o si
Nietzsche se lo figuró simplemente con su mirada ya turbia. Hay que
considerar además otra cosa: Nietzsche nunca mostró especial afinidad
para con los animales, sólo usa de «el animal» abstractamente, como el
ser vivo cobijado en la seguridad de su instinto, frente al hombre,
inseguro a causa de sus prejuicios morales y extraño de sus fundamentos
naturales, al que designa como el «animal imperfecto». Con el caballo
únicamente entró en contacto directo en su época de servicio militar
como «artillero a caballo». De ello sólo se encuentran recuerdos muy
aislados, así por ejemplo cuando informa a Malwida v. Meysenbug, el 13
de mayo de 1877, respecto a una pintura de un caballero del Palazzo
Brignole de Génova, y le dice que él encuentra que «en el ojo de ese
potente corcel está todo el orgullo de esa familia», o cuando el 13 de
mayo de 1888, en carta al Sr. v. Seydlitz, incluye la penosa escena de
cómo en un duro paisaje invernal el cochero niega el agua al animal
maltratado. Nietzsche califica entonces aquello como una «moralité
larmoyante», nombrando a Diderot como fuente de la cita. Ultimamente
Anacleto Varrecchia ha llamado la atención sobre otra posibilidad: la
escena de Crimen y castigo (1.* parte, cap. 5) de Dostoiewski, donde
Raskolnikov sueña cómo campesinos borrachos dan palos a un caballo hasta
que muere, y él, dominado por la compasión, se abraza al cuello del
animal muerto y lo besa.
Nietzsche no atestigua en ninguna parte (así que habrían de
aparecer aún pruebas de ello) que hubiera leído esta obra de Dostoiewski
o, al menos, de que hubiera conocido este episodio sacado de ella. Pero
el relacionar con él el incidente de Turín presupone tal conocimiento; o
bien la deducción contraria: a partir del incidente de Turín podría
suponerse ese conocimiento, no atestiguado en parte alguna; ello sería
interesante. Pero de un modo u otro, la cadena causal resulta débilmente
unida sin otras pruebas de ello.
Como se ve, Janz no se toma el episodio en serio, y enseguida pasa a
referir lo que sucedió de verdad, el modo en que, en el lapso de unos
pocos días, se produjo el desmoronamiento y Nietzsche cayó primero en
garras de una clínica psiquiátrica y después en las de su madre y su
hermana, los seres que más detestaba de la Historia Universal. Fue,
desde luego, un incidente mucho más prosaico, y hasta más ridículo y
divertido1.
Pero, ya digo, lo del noble equino era bien bonito. Hay quien añade al
injerto novelesco la guinda que dice que Nietzsche antes de desplomarse
susurró al oído del caballo un “Mutter, ich bin dumm”, o sea, “Mamá, soy un idiota (o bobo, o gilipollas)”,
a modo de despedida del mundo y de conclusión final de su filosofía.
Naturalmente, Nietzsche era un imbécil integral, eso es seguro, aunque
sólo fuese por la mala vida que se dió, pero eso no significa que
cualquier imbécil por serlo vaya a ser o podamos llegar a ser un
Nietzsche. Existe una aristocracia también de la imbecilidad, como
reconocería el propio Nietzsche. El caso es que Bela Tarr hace su
película partiendo de esto y lo que le sale más bien es Arthur Schopenhauer.
Un Schopenhauer más negro y pesimista que el propio Schopenhauer que
Nietzsche primero admiró y luego combatió, puesto que Bela Tarr
escenifica la extinción de todo, hasta de la Voluntad de Vivir,
que queda reducida a la pesadilla de dos seres atornillados a una
habitación oscura fingiendo querer sobrevivir. Yo creo que Schopenhauer
no quería eso, aunque pregonase que sí. Lo que es seguro es que el
pensamiento maduro de Nietzsche era lo contrario de eso, su antítesis
absoluta. Si los franceses nos han hecho creer que Nietzsche fue la
antítesis de Hegel
es porque no entienden nada de Hegel, ya que Nietzsche de quien
realmente quiere desmarcarse máximamente es de Schopenhauer, o, si se
quiere, de Alemania, de la décadence, de Bismarck, del Reich y de la Santidad Cultural -Nietzsche siempre mencionaba su “miedo terrible a que un día me hagan santo”-, en resumen: de Richard Wagner.
Sin embargo, así es como como lo enfocó Bela Tarr en su película, yo
creo que como pretexto culto para dar al espectador un baño pavoroso de
nihilismo…
Y, sin duda, Nietzsche podía ser muy nihilista, como en los Ditirambos de Dionisos, compuesto el año anterior, 1888, al derrumbamiento psíquico y a su muerte a todos los efectos, cuando escribía:
El desierto crece: ¡ay de aquel que en sí cobija desiertos!
Rechina piedra contra piedra, el desierto engulle y estrangula,
La monstruosa muerte mira ferviente parpadeando y masticando -su vida es la trituración…
No olvides, hombre, que has tomado prestada la voluptuosidad: tú -eres la piedra, el desierto, eres la muerte…
Pero eso es el hombre, ese hombre para que el que Zaratustra
pide una y otra vez el crepúsculo que haga posible el amanecer del
superhombre. Porque desde la perspectiva del superhombre -y eso es el Übermensch:
no un individuo concreto, y menos una nación elegida, sino una
perspectiva posible de valoración de lo inmanente-, las cosas se ven de
modo muy distinto, y sin relación alguna con Schopenhauer, ni con Hegel,
ni con Wagner, ni con el Reich ni con Bela Tarr2; se ven tal que así:
Vosotros hombres superiores, ¿qué os parece? ¿Soy yo un adivino? ¿Un soñador? ¿Un borracho? ¿Un intérprete de sueños? ¿Una campana de medianoche?
¿Una gota de rocío? ¿Un vapor y perfume de la eternidad? ¿No lo
oís? ¿No lo oléis? En este instante se ha vuelto perfecto mi mundo, la
medianoche es también mediodía, – el dolor es también placer, la
maldición es también bendición, la noche es también sol, -idos o
aprenderéis: un sabio es también un necio.
¿Habéis dicho sí alguna vez a un solo placer? Oh amigos míos,
entonces dijisteis sí también a todo dolor. Todas las cosas están
encadenadas, trabadas, enamoradas,- -¿habéis querido en alguna ocasión
dos veces una sola vez, habéis dicho en alguna ocasión «¡tú me agradas,
felicidad! ¡párate! ¡instante!»? ¡Entonces quisisteis que todo vuelva!
-Todo de nuevo, todo eterno, todo encadenado, trabado, enamorado… oh, entonces amasteis el mundo,-
-Vosotros eternos, amadlo eternamente y para siempre: y también al dolor decidle: ¡pasa, pero vuelve!
Pues todo gozo quiere -¡eternidad!
Todo gozo quiere la eternidad de todas las cosas, quiere miel,
quiere heces, quiere medianoche ebria, quiere sepulcros, quiere consuelo
de lágrimas sobre los sepulcros, quiere dorada luz de atardecer-
¡Qué no quiere el gozo!, es más sediento, más cordial, más
hambriento, más terrible, más misterioso que todo sufrimiento, se quiere
a sí mismo, muerde el cebo de sí mismo, la voluntad de anillo lucha en
él,-
-Quiere amor, quiere odio, es sumamente rico, regala, disipa,
mendiga que uno solo lo tome, da gracias al que lo toma, quisiera
incluso ser odiado,-
-Es tan rico el gozo, que tiene sed de dolor, de infierno, de
odio, de oprobio, de lo lisiado, de mundo, – pues este mundo, ¡oh,
vosotros lo conocéis bien!
Vosotros hombres superiores, de vosotros siente anhelo el gozo,
el indómito, bienaventurado, -¡de vuestro dolor, oh fracasados! De lo
fracasado siente anhelo todo gozo eterno.
Pues todo gozo se quiere a sí mismo, ¡por eso quiere también
sufrimiento! ¡Oh felicidad, oh dolor! ¡Oh, rómpete, corazón! Vosotros
hombres superiores, aprendedlo: el gozo quiere eternidad,
-el gozo quiere eternidad de todas las cosas, ¡quiere profunda, profunda eternidad!3
Ya me diréis qué demonios tiene que ver nada de esto con las
angustias infinitas que se han inventado los existencialistas después
apelando a Nietzsche o con el tostón de película em blanco y negro del
pobre caballo que encima de azotado termina en el establo más ceniciento
y muermazo del cine mundial. Pese a ser el más solitario y mortificado
de los filósofos, o precisamente por serlo (“sabía que nunca llegaría
hasta mi una palabra humana”, escribe en confidencia a un amigo en sus
últimos tiempos4),
Nietzsche es precisamente el hombre que se ha cargado filosóficamente
hablando a todos los plastas que van de nigromantes como Ingmar Bergman,
Emil Cioran, Bela Tarr, Giorgo Agamben y la recontramadre que los
parió, sin excepción más cristianos retorcidos y más paulinos caídos del
caballo -otro caballo…- que el propio Nazareno, para el que por cierto
Nietzsche jamás tuvo una palabra mala. Si no fuese por el redomado
empeño que tuvo en afirmar a machamartillo la justicia intrínseca a la
desigualdad entre los hombres -uno de los leit motivs más recurrentes de las dos primeras partes del Zaratustra-, y por su odio visceral a la gente corriente5,
ya por entonces a punto de ser convertida en masa, casi podría decir
que, para mi, con lo que Friedrich Nietzsche más tiene en común es con
esto:
Clara y tierna es mi alma.
Y claro y tierno es mi cuerpo:
todo lo que no es mi alma también.
Si falta uno, faltan los dos.
Y lo invisible se prueba por lo visible,
hasta que lo visible se haga invisible y sea probado a su vez.
En todas las edades el mundo ha dispuesto sobre lo bueno y lo malo.
Pero yo que conozco la correspondencia exacta
y la imparcialidad absoluta de las cosas,
no discuto,
me callo y me voy a bañar al río para admirar mi cuerpo.
Hermoso es cada uno de mis órganos y mis atributos,
y los de otro hombre cualquiera sano y limpio.
No hay en mi cuerpo ni una pulgada vil;
nobles son todos los átomos de mi se
r y ninguno me es más conocido que los otros.
(…)
Curt Stoevin. Retrato de Friedrich Nietzsche
Nunca hubo mayor inicio que ahora, Ni mayor juventud o vejez que ahora, Y nunca habrá mayor perfección que ahora, Ni más cielo ni más infierno que ahora.
Impulso, impulso, impulso, Siempre el impulso procreador del mundo.
De la penumbra surgen los iguales antagónicos, siempre la sustancia y el incremento, siempre el sexo, Siempre un tejido de identidad, siempre la distinción, siempre la creación de la vida.
De nada sirve elaborar; sabios e ignorantes lo saben.
Seguros como los más seguros, íntegros e inconmovibles, bien cimentados, afianzados y a plomo, Fuertes como caballos, afectuosos, altivos, eléctricos, Yo y este misterio estamos aquí
(…)
Sé que soy augusto, No inquieto a mi espíritu para que se me justifique o se me comprenda, Veo que las leyes elementales no piden disculpas, (Creo, después de todo, que no me muestro más orgulloso que el nivel según el cual construyo mi casa).
Existo como soy, eso basta, Si pasa inadvertido en el mundo, estoy satisfecho, Si todos y cada uno lo advierten, estoy satisfecho.
Un mundo lo advierte y para mí el mayor, y ese soy yo, Y si llego a poseer lo mío ahora o en diez mil o en diez millones de años, Puedo aceptarlo jubilosamente hoy, o con igual júbilo esperar.
Mi apoyo se apuntala y se ensambla con granito, Me río ante lo que llaman disolución, Y conozco la amplitud del tiempo.
Canto a mí mismo, Walt Whitman, 1885.
1
También es divertida la anécdota que cuenta que en varias de sus casas
alquiladas Nietzsche se embriagaba de sí mismo y bailaba y cantaba en
pelotas por todo el apartamento, y yo esta sí me la creo, pero lo cierto
es que sus arrendatarios, en cualquier caso, pensaban de él que era “un
gentil e intachable catedrático”, y de eso sí tenemos pruebas.
3 Así habló Zaratustra, V, La canción del noctámbulo, Alianza, Madrid 1981, 9ª. ed. p.428-429, ligeramente retraducido por mi.
4 Thomas Mann dice muy bien algo terrible, en Schopenhauer, Nietzsche, Freud (Alianza, LB H 4421, pg. 21): “Ecce Homo, esa obra tardía horrorosamente serena, que fosforece en una última sobreirritación de la soledad…”
5
Por el mismo motivo, supongo, por el que no tragaba a su familia: por
vivir enfangados en banalidades en vez de en cumbres y abismos
arrebatados, por insistir en que vistas bien, por ejemplo, en vez de
preocuparse por Sócrates, etc.