Archivo de la categoría: Opinión

Aportaciones de nuestros miembros y seguidores.

«La filosofía es un servicio público». Una entrevista a José Antonio Marina

¿Debería haber en política más filósofos que ayudaran a solventar los problemas?

-No. Los filósofos del siglo XX se equivocaron tanto en política que casi mejor que estén fuera. Lo que sí debería haber es una parte de la filosofía que es el pensamiento crítico, absolutamente imprescindible para el buen funcionamiento de una sociedad democrática. Sin él, es muy fácil adoctrinar a la gente y tomarle el pelo.

-¿Cómo ha de introducirse ese pensamiento crítico?

-De manera transversal a través de la educación. Precisamente estoy trabajando en ello desde la Universidad de Padres. Desde ella insistimos mucho en que los niños deben aprender sobre estas cuestiones desde los 4 años. Por ejemplo, en Francia se ha puesto en marcha un taller de Filosofía para pequeños de esa edad. Lo primero que tienen que conseguir durante un año es escuchar lo que dice el otro. También se les enseña a guardar el turno y a explicar las cosas. Es algo que les divierte muchísimo. Creo que también dentro de cada una de las asignaturas debería enseñarse a pensar críticamente sobre ellas mismas.

¿Por qué la educación no está siendo uno de los ejes del debate en la precampaña electoral?

-Porque a la gente no le interesa la educación. Solo se habla mucho del tema como de Santa Bárbara cuando truena, de manera que cada vez que aparece un informe PISA todo el mundo dice ‘esto es horrible’… Por eso, en las encuestas del CIS, nunca aparece la educación entre las prioridades de la gente. En la última, solo interesaba a un 7%. Y eso es grave porque quiere decir que no se han dado cuenta de lo importante que es la educación para nuestro futuro, no solamente social sino también económico. Subir 20 puntos en PISA supone subir el PIB un 35.

-Los colegios jesuitas han empezado a dar clases sin asignaturas y sin exámenes. ¿Aprueba ese modelo?

-Sí. Hay que introducir métodos así, que sean muy transversales. Lo que sucede es que son muy costosos de implementar, y no me estoy refiriendo al dinero. Lo que necesitan fundamentalmente es un cambio en los profesores. Espero que los jesuitas hayan empezado por la formación de su profesorado. Esto tiene que ver además con un cambio que se dio en el año 2000 en el sistema educativo de Europa: se introdujo todo un sistema organizado no por asignaturas sino por competencias. Cuando el PSOE desarrollo la ley de educación incluyó las competencias pero sin quitar las asignaturas, lo cual provocó una situación con dos sistemas contradictorios. Por otra parte, cuando apareció la distribución de las ocho competencias seleccionadas por la UE yo quise poner en marcha una campaña para decir que faltaba una: la filosofía. Se enseña lengua, tecnología, matemáticas, ciencia…, pero no se enseña a reflexionar críticamente sobre ellas. Me parecía un sistema absolutamente antieuropeo porque la creación de Europa fue el pensamiento crítico. Así, el sistema educativo de Europa lo que puede conseguir es formar una sociedad aparentemente muy competente, pero desde el punto de vista personal y social, muy vulnerable.

-¿Dónde está la gran filosofía, la que proponía un gran ideal a la sociedad de su tiempo?

-Eso se acabó después de los totalitarismos. Apareció una moda dentro de la filosofía que era el pensamiento débil: mejor no hacer grandes proclamas porque se habían pasado de rosca. Mi idea de la filosofía va por ahí. Por eso puedo decir que la filosofía es un servicio público. Porque la filosofía no son las grandes construcciones conceptuales de Hegel, del marxismo, de los naturalistas nazis, unas moles megalo-conceptuales. La filosofía es una cosa muy precisa: el estudio de la inteligencia, su funcionamiento, sus límites y las cosas que ha hecho a lo largo de la historia.

-Pero sin ideal, ¿no estamos condenados a conformarnos con el orden establecido, tal y como se preguntaba Javier Gomá en un artículo?

-Tomado desde una teoría de la inteligencia, eso funciona de otro modo. La inteligencia funciona por proyectos. Y uno de los grandes proyectos que tiene es el de dignificar la especie humana, ese es el gran proyecto ético. Un proyecto en el que estamos intentando redefinirnos como especie. Y eso también lo admite Javier Gomá. El gran proyecto ético es el más ambicioso, el más urgente y el que enlaza la filosofía con la vida de todos los días y con la felicidad de toda la especie humana.

-¿Cuán creativo ha de ser un filósofo?

-Tiene que ser creativo con los problemas heurísticos, es decir, con aquellos cuya solución desconoce. Cuanto más complejos, difíciles y universales sean los problemas, más creatividad hay que tener. Y los problemas más serios y difíciles que tenemos ahora son los que afectan a la felicidad personal y a la dignidad de la convivencia, es decir, problemas éticos. En Occidente, hemos llegado después de muchas experiencias muy dramáticas al mejor modelo que se nos ha ocurrido para resolver los problemas. Un modelo que está basado en la racionalidad científica, la capacidad técnica, la democracia política y el mercado libre económico. Lo que pasa es que son cuatro patas que no tienen ningún sistema de frenado y que dejadas solo a su dinámica pueden conducir a cualquier cosa. Todas ellas necesitan enmarcarse en un marco ético para no ser instituciones suicidas.

Pero ese marco ético ya existe. ¿Qué está fallando?

-Sí. Pero justo en este momento quienes no se lo creen son los propios filósofos. Casi todos los filósofos que salen de las facultades de Filosofía de España son escépticos en temas morales. Y son cuestiones fundamentales. Conquistar los derechos humanos fue una epopeya de la inteligencia. La idea de que pertenecemos a una humanidad única es una idea muy reciente. Y se rompe con mucha facilidad. ¿Por qué matan los islamistas radicales a los cristianos? Pues porque creen que pertenecen a otra especie y que son como material desechable.

Una lectura para estos tiempos de precampaña electoral.

La rebelión de las masas de Ortega y Gasset.

Una entrevista publicada por M. Elena Vallés en: www.laopinioncoruna.es

«El desconcierto» (Temas de hoy, o de 1983…)

El artículo que os presentamos a continuación lo hemos encontrado rastreando la hemeroteca de El País, donde un 27 de marzo de 1983, José Luis Sampedro, una de las mentes más lúcidas de nuestro tiempo (y de aquel) escribía sobre la confusión, el desconcierto y los miedos que no sólo se fraguaban en aquella época sino que ya eran una realidad. Treinta y dos años después podemos leerlo con toda la actualidad que conforma cada pensamiento de este texto. La crisis del 83 y la del 2008 enredadas entre palabras.
Disfrútenlo…Y piénsenlo.

Se repite continuamente que la humanidad, y, ante todo, el mundo occidental padecen una época de crisis. Pero, ¿de qué crisis se trata? Para el autor de este trabajo, la escala de esta crisis puede asimilarse a la de una ruptura global, sin precedentes desde el Renacimiento. El sistema de desarrollo industrial del que se esperaron todos los frutos ha rozado sus límites al menos en tres frentes. Sus límites físicos, ante la proximidad de agotamiento de los recursos no renovables; sus horizontes políticos, que han entrado en colisión con la resistencia del mundo pobre; y sus límites psicológicos, por el desdén de la civilización industrial hacia las necesidades no materiales del hombre. El modelo, en consecuencia, según Sampedro, se encuentra agotado y al igual que en otros momentos históricos de trasformación radical es necesario un urgente cambio de actitud que propicie la instauración de un nuevo orden material y moral del mundo.

Este gran desconcierto., este desequílibrio, este desordenado removerse, esto que llamamos crisis. ¿Dónde aquel optimismo, aquel planear seguro, aquella fe en el progreso?,»No sabemos lo que nos pasa, y eso es justamente lo que nos pasa», precisaba hace medio siglo Ortega en repetida frase. Ahora incluso es más grave: no sabem os a veces lo que somos, y, en consecuencia, no somos del todo. Cómo reconocía el presidente Carter en un discurso: «Percibimos la crisis en las crecientes dudas sobre el sentido de nuestras vidas y en la pérdida de la unidad de fines para nuestra nación».Abundancia de medios, gracias a los prodigios técnicos, pero pobreza de fines. ¿Acaso se ofrece de verdad otro que no sea la riqueza material? Es decir, sobrevivir en la abundancia; pero subsistir no es vivir. Sociólogos y psicólogos señalan el agotamiento de las utopías. Para G . Steiner, «hoy nos encontra mos en una situación sin precedentes: los jóvenes no poseen más ventanas utópicas que abrir», mientras que, hasta hace poco, siempre las hubo: Rusia en 1917, la guerra de España, el Frente Popular, la primavera de Praga, el Chile de Allende o la China de Mao».

¿Qué crisis?

¡Qué contraste con épocas anteriores! El siglo XVI, con los descubrimientos geográficos y los inventos, prometía al hombre occidental la conquista del mundo; el XVII le deslúmbraba con la razón; el XVII, con los horizontes de la Ilustración; el XIX, transido de historia, con el progreso … ; el XX nos ha ofrecido hasta ahora el desarrollo económico, pero el hambre sigue donde estaba y, en el resto, la abundancia no basta para vivir contentos. Bien porque se sigue deseando más o porque, como escribían en los muros de la Sorbona los estudiantes de mayo de 1968, «nadie puede enamorarse de una tasa de crecimiento».

Esto que llamamos crisis. Ahora bien, ¿qué crisis? ¿Dónde, de quién? Se afirma que es mundial, pero si preguntáramos al pastor andino, al pescador malayo, al campesino indio, reaccionarían con estupor. La crisis mundial no es vivida (aunque ciertamente sea padecida) por una gran mayoría de la humanidad. La conciencia de estar viviendo una crisis (caracterizada por Granisci, por Brecht, o por ambos, como la etapa en que «lo, viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer») sólo se da en los países ricos y en los estratos sociales altos de los países pobres: esta constatación sugiere ya que la crisis se genera en el mundo económicamente desarrollado. Con eso nos asomamos ya a las causas, como luego diré.

Es en ese mundo industrial¡zado donde más se debate a diario sobre la crisis, sin por eso haber aclarado al menos el significado de ese vocablo. Asombra la vaguedad del concepto crisis y la ausencia de una definición científica más o menos generalmente aceptada. Compruébese con una referencia, nada menos que en la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales, donde, en su artículo Crisis, James A. Robinson enumera los conceptos siguientes, a su juicio relacionados con el de crisis o incluso, posibles sustitutivos suyos: «Estrés, conflicto, tensión, pánico y catástrofe». Ciertamente sería difícil aplicar ninguno de ellos a la crisis actual, que, lejos de ser una situación grave y aguda como las enumeradas, es un proceso cuya persistencia ha desmentido a los primeros optimistas y que, sin duda, durará todavía largo tiempo, aunque pueda presentar recuperaciones transitorias.

Esa duración obliga a reflexionar porque además, a difem rencia de la gran depresión iñiciada en 1929, todo está en cuestión,y no sólo la economía: artes, religiones, creencias, instituciones como la familia e incluso la capacidad del sistema industrial para superar la crisis. Y escribo industrial porque aquí me refiero tanto al mundo capitalista como al comunista; por eso algunos piensan ya en la sociedad posindustrial.

La crisis de los optimistas

Ante esa intensidad y generalidad de la crisisl los optimistas del sistema confían en una mera de crecimiento: algo comparable a una crisálida, de la que emergía luego la brillante mariposa, encamando esa misma civilización. ¿El argumento optimista? Esencialmente, la magia de la técnica. La crisis de la energía será resuelta, según ellos, por la técnica energética; la del hambre, por la futura nutrición, y así sucesivamente. Hasta el pensamiento, esa carcoma interior que no nos deja en paz, delegará en la memoria de los bancos de datos y en el poder analítico de las computadoras.

Así es su futuro. Entretanto, uno recuerda que la técnica prometía a los ricos la paz del ocio, pero en realidad ha traído la angustia del paro, sin librar por eso’ del hambre a los pobres. Y además ha llegado con ella lo no previsto: la degradación del medio ambiente, inquietante para los técnicos’de la naturaleza. En cuanto a los científicos sociales, no digamos: desde la impotencia de los economistas frente a la inflación con paro hasta la de los políticos, psicólogos y Sociólogos ante las guerras, los armamentos, el terrorismo, la droga, las religiones exóticas o inventadas. y otros intentos de buscar hacia afuera la identidad que nos falta por dentro. La verdad es que resultan dudosos y hasta negativos a veces los dones aportados al hombre mismo por una técnica tan eficaz para enfrentarse con las cosas.

La crisis de los humanistas

Por eso, y porque este gran desconcierto nace y se vive más en los países adelantados, muchos oponemos una interpretación alternativa y contemplamos la crisis no como una perturbación transitoria del crecimiento, sino como el ocaso de un sistema que ha llegado a su final histórico. De la agitada crisálida actual no emergerá la mariposa con alas de acero y con motor de uranio, sino otra cosa. ¿Cuál? Nuestra utopía -y al aportar una utopía llenamos ya un vacío de la crisis es que surja, sencillamente, el hombre.Quede bien claro que eso no significa rechazar la técnica, sino sólo su tiranía, impuesta por una ciencia cuyos prodigios deslumbran, pero no iluminan. Y quede claro todavía que nuestra interpretación no es pesimista, sino, al contrario, ultraoptimista, en el sentido de que mientras los optimistas se conforman con mantener un sistema favorable a los objetos (aunque los disfracen profesando verbalmente unos u otros ideales) nosotros aspiramos a una vida centrada en el hombre. Más aún, tenemos la esperanza de que la crisis, al liquidar el sistema agotado, pueda conducir a un modelo de desarrollo humanizado.

En otras palabras, interpretamos esta crisis como una ruptura global, un golpe de timón en la historia de Occidente, sin precedentes desde el Renacimiento. Es entonces cuando el europeo se instala egocéntricamente como individuo frente al (y distinto del) mundo, al que consídera su botín. Con Descartes, definitivamente, el hombre pasa de criatura a creador, y desde entonces impulsa la explotación tecnocrática de su universo, siguiendo la vía hoy llamada desarrollo.

Ahora bien, ese desarrollo ha engendrado esta crisis y ha entrado a su vez en,crisis al acercarse a sus límites. Límites, en primer lugar,fisicos, pues aunque sean discutibles las fechas dadas por el Club de Roma para el agotamiento de recursos no renovables, sigue siendo verdad elemental que el crecimiento indefinido no es posible en un medio limitado.

Además, el desarrollismo de los ricos entra en conflicto político con la resistencia de los pobres,. hoy todavía débil, pero creciente. Por último, límites psicológicos en el seno mismo del mundo desarrollado, por el desdén de la civilización industrial hacia las necesidades no materiales del hombre que, insatisfechas, se manifiestan en los desequilibrios individuales y sociales aludidos anteriormente.

Pues, ¿acaso ese modelo ofrece a las masas algo más que elevar el nivel de consumo, oficialmente llamado nivel de vida? ¡Como si consumir más equivaliese a vivir mejor! Si hoy escribiera Marx, cuyo centenario acabamos de celebrar, tendría que completar la alienación debida a las relaciones de producción con la impuesta por las relaciones de consumo.

Por una doble estrategia

Nos encadenamos, en efecto, con nuestros pagos a plazos, para obtener los bienes cuya necesidad inventa la publicidad o el falso prestigio social, y sacrificamos un satisfactorio bienestar al, .siempre inalcanzable (y por eso frustrante) mejorestar. Por supuesto, muchísimos se sienten satisfechos por el consumismo, pero eso mismo muestra hasta qué punto han sido amputadas las facultades humanas para vivir plenamente otros goces no cosificados. Así es como pueblos enteros venden su condición humana por el plato de lentejas que les ofrece la economía de mercado.

A la vista de esos límites, la crisis se nos apa rece como un ocaso y, a la vez, una aurora. Y mientras alborea y se afirma el día del hombre, ¿qué hacer?

Pues lo que han hecho siempre los de un mundo nuevo durante la transición desde lo viejo. Vivir una doble vida, como los cristianos en la Roma antigua, con una doble estrategia: subsistir en el marco declinante mientras preparan el futuro; cooperar con lo destructivo de toda crisis para edificar sobre las ruinas; soportar en la calle los edictos imperiales mientras refuerzan la fraternidad creadora en las catacumbas. Con ese criterio, por ejemplo, los ciudadanos conscientes rechazamos el consumismo, aunque compremos lo necesario.

Desde esa óptica, por dar ejemplo a escala mundial, el nuevo orden económico internacional ya resulta viejo, aun no habiendo nacido. El Tercer Mundo hará bien en sacar lo que pueda de ese proyecto anticuado, pero hará mucho mejor si defiende sus culturas propias y lucha por economías nacionales menos dependientes.

Por eso yo no veo ambigüedad ninguna en la presencia de un país intermedio como España en Nueva Delhi, sino, al contrario, un ejercicio de la doble estrategia ante el cual me felicito como español: convivir en el área de poder político mundial en donde estamos, pero contribuir a la defensa de otras culturas humanas como la nuestra.

Es decir, luchando así por la pluralidad de los estilos de vida y contra la uniformidad planetaria, que. es de temer pueda acabar impuesta a todos por la combinación del poderío militar con técnicas concentracionarias.

Para esa doble estrategia es indispensable una toma de conciencia que, afortunadamente, empieza a extenderse. En declaraciones tercermundistas, en reivindicaciones de grupos marginados y en serios estudios científicos empieza a difundirse la idea de que más no es sinónimo de mejor, y de que ser es más importante que tener. Y, para pasar a los actos, esa conciencia debe apoyarse en la solidaridad de los grupos y los pueblos cuyas varias identidades culturales tiende a borrar la uniformidad cosificada del desarrollo actual.

La crisis favorece esa lucha contra los modelos impuestos desde los países ricos, porque ha sembrado en éstos la incertidumbre, el desconcierto y la falta de sentido de su identidad, desprestigiando entre ellos mismos el mundo tecnificado que han construido o, al menos, erosionando los valores en que se basa.

Doble estrategia, en suma, para aprovechar la crisis como transición hacia el desarrollo integral del hombre, que no es sólo homo oeconomicus (mero productor y consumidor), sino también hombre estético, ético, religioso y, simplemente, vividor y gozador de sí mismo, en un empleo sensato de la vida. Esta es la conclusión ineludible cuando se entiende la crisis como una ruptura histórica contra la civilización de los objetos.

José Luis Sampedro es catedrático de Estructura Económica en la Universidad Complutense de Madrid, y autor de varias novelas.

Artículo publicado en El País el 27 de marzo de 1983, por José Luis Sampedro.

Vida sin cultura

Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado, al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me comentaba que el problema -o, más bien, el síntoma- no eran los bajos niveles de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el futuro. El preocupado editor -un buen editor, de buena literatura- añadía que, además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad, desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los colores a los curanderos espirituales de antaño.

De querer preocupar todavía más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto. Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad, los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.

El pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este pseudolector -en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos- no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos llamado, durante siglos, «cultura».

Quien escuche una opinión semejante rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías, extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo. Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo cultural.

Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?

Paradójicamente, nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico, ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo, permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad, memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector: tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles: las mira pero no las ve.

De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras, marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser sustituida, en la enseñanza escolar, por la «lógica del emprendedor» no hace sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos significa la «lógica del emprendedor», aquella sustitución es perfectamente representativa del modo de pensar dominante en la actualidad.

El mundo político se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la cultura -o de una determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación- es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad, la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta conquista de la felicidad.

Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.

Artículo publicado en El País, por Rafael Argullol.

Crisis de los pilares que afectan a Occidente

‘‘Damos la libertad por un hecho, y por eso no entendemos su increíble vulnerabilidad’’

Nial Ferguson (1964- ) historiador británico

Los valores centrales de Occidente están en crisis. Por un lado está el ‘‘capitalismo liberal’’, el cual podemos posicionar como el fundamento de la filosofía social de la población. Eso quiere decir que los derechos a la propiedad, el trabajo y las inversiones se ejercen bajo la tutela de un Estado que permite las condiciones para que esto se de. Lo que se busca  es  evitar los abusos de poder del gobierno y de los grandes capitales. El valor que se resalta aquí es el de la meritocracia, con el cual, el que logra las mejores cosas, es el más preparado para ello.

La crisis del capitalismo liberal se precipitó por la falta de regulación sobre actores económicos. En la práctica, esto quiere decir que los monopolios domésticos se han transformado en corporaciones transnacionales, las cuales, bajo un sistema neoliberal, han rebasado a las autoridades en muchas instancias.

La ‘‘corporatización’’ de lo social y la subsecuente privatización del espacio público ponen en evidencia la tácita y a veces obvia relación que existe entre Estado y empresa, lo cual seria más fielmente un representativo de relaciones de lealtad y fidelidad feudales, que de autonomía y separación de las esferas políticas.

Por otro lado está el ‘‘libre mercado’’, filosofía económica contemporánea que técnicamente equipara el tablero de competencia de los actores que participan en la economía. Aquí la clave es que el gobierno no intervenga directamente en la planeación de variables económicas, para que las leyes de la oferta y la demanda distribuyan justamente lo que a cada quien le corresponde, como resultado de lo que se trabajó e intercambió. El valor que se resalta con esto es el de la competencia sana y abierta.

La crisis de los libres mercados se pone en evidencia por el desarrollo del Estado. Este actor político, que debiese estar fungiendo como árbitro, ha crecido no sólo en tamaño, sino en atribuciones de todo tipo, lo que ha hecho del concepto y la práctica del libre mercado un mero adorno.

Por último, está la ‘‘democracia republicana’’, filosofía política que institucionaliza caminos reales de participación ciudadana organizada para un pueblo  soberano. En este caso, la representación debe velar por los intereses del pueblo. El valor determinante para este sistema es el de la colaboración social en las decisiones oficiales.

Tristemente, cada vez es más fácil darse cuenta de que se vota, pero no siempre se logra una resonancia con lo que se exige. Asimismo, el nivel del discurso público se reduce gracias a los medios de masa y su estandarización de contenidos, lo que debilita la calidad de las resoluciones y, por ende, afecta a la democracia.

Es por todo esto que Occidente está fracasando en su afán de liberar a sus colectividades. Las autoridades participan en las economías con la excusa de salvarlas de sí mismas. La competencia y la meritocracia del capitalismo se estancan por la injerencia de grupos con mucho capital que tuercen las leyes a su favor, evidenciando aún más la paradoja de un gobierno grande que no ha hecho más que someterse a sus demandas. ¿Y qué decir de la República en sí misma? Concepto que determina la soberanía de la ciudadanía y el respeto del espacio común.

Creo que el fracaso de la democracia como forma efectiva de representación es, en este contexto, algo secundario, si tomamos en cuenta que lo público como tal está desapareciendo por debajo del poder avasallador del capital y demás intereses privados.

Por eso digo que la democracia se ha convertido en propaganda de relaciones públicas y consentimiento sociopsicológico. En algunos casos, el autoritarismo ha sido el remedio, arrojándonos de facto siglos atrás en cuestiones de organización social efectiva.

Este artículo ha sido publicado por Juan Carlos Guerra en: www.elhorizonte.mx

Sin música, sin filosofía, sin alma

Siempre se pone de ejemplo el sistema educativo finlandés –considerado como el mejor de los evaluados por el informe PISA–, porque se ha demostrado que es uno de los más efectivos

Y en eso tendrá mucho que ver la estabilidad del sistema porque en Finlandia la educación es uno de los temas sobre el que existe total consenso político ya que todos los partidos hace tiempo que comprendieron su importancia. Consenso que ha logrado que el sistema educativo del país alcance estabilidad, lo que permite que se desarrolle sin sobresaltos y con grandes resultados educativos.

Por el contrario, nuestro país, España, ha sufrido importantes cambios en su sistema educativo, dependiendo del partido que gobierne, porque hemos sido incapaces de ponernos de acuerdo en algo tan importante para el funcionamiento de la sociedad. Cambios que se han venido centrando en el aspecto ideológico más que en el educativo porque nunca fuimos capaces de alcanzar el necesario consenso para conseguir el imprescindible gran pacto en educación que la sociedad está demandando. Un pacto que consiga dotar de estabilidad al sistema educativo.

Pues bien, en esta incesante búsqueda de no sé qué, por no sé qué motivos, se encuentran todas las comunidades autónomas, y la nuestra no ha querido ser menos. Así es que, en base a una rentabilidad que no acertamos a entender, en educación, la Ley de Calidad para la Región –un poco pretencioso el nombrecito– ha establecido que los estudiantes de primer ciclo de Secundaria, por ejemplo, vean reducidas sus horas lectivas en las enseñanzas de Música y Artes Plásticas de forma obligatoria. Este recorte es similar en el resto de cursos y en Bachillerato, donde también pierde peso como obligatoria la Filosofía. Sí, la Filosofía también o, lo que es igual, el estudio de una variedad de problemas fundamentales acerca de cuestiones como la existencia, el conocimiento, la verdad, la moral, la belleza, la mente y el lenguaje.

Es decir, queremos hacer una sociedad en la que a los jóvenes se les limite la capacidad de pensar, de sentir, de emocionarse y sin esa capacidad es difícil alcanzar otros logros, pero la pérdida de horas de clase obligatorias de esas materias se contempla en los nuevos currículos que la consejería de Educación ha elaborado con el pretexto de dedicar el 70% del horario lectivo a «las materias básicas», según la citada Consejería. Es decir, están perdiendo peso en los nuevos planes de estudio, para Secundaria y Bachillerato, fundamentalmente Música, Plásticas y Filosofía, y una sociedad no debería de prescindir de las asignaturas que hacen pensar y sentir al individuo, aunque quizás es lo que se pretenda.

Nos consta que los profesores de las asignaturas que pierden peso en los nuevos planes de estudio para Secundaria y Bachillerato no cesan en su empeño de hacer reflexionar a los responsables de tamaño despropósito. «Seguimos considerando que la pérdida de la Historia de la Filosofía para el conjunto de alumnos empobrece el conocimiento de nuestra propia identidad cultural occidental y limita una formación integral que sirva para afianzar la madurez personal del alumno».

No, no puede concebirse un plan de estudio coherente si no se establece un equilibrio entre las disciplinas artísticas, humanísticas y científicas. Países como Francia o Finlandia imparten Filosofía –incentivan la capacidad de reflexionar– desde educación primaria y son países tan por encima de nosotros en resultado escolar que nos produce rubor. Ángel Gabilondo, catedrático de Metafísica en la Universidad Autónoma nos dice que: «La filosofía es determinante para impulsar el camino hacia un pensamiento crítico, racional y razonable», y de esto tenemos muchas carencias.

Artículo publicado por Pity Alarcón, en www.laopiniondemurcia.es

¿Qué es la filosofía?

1. Una reflexión sobre lo que realmente importa

Los seres humanos no logramos vivir cabalmente como tales –aunque sí podamos satisfacer nuestras necesidades básicas y prosperar económica y socialmente– cuando nuestra vida no se sitúa en un horizonte suficiente de comprensión de nuestro ser y de nuestro actuar, tanto a nivel individual como a nivel social.

La filosofía es un constante e inagotable cuestionar sobre lo que realmente importa. Esa reflexión atraviesa y constituye toda la historia de occidente. Se equivocan quienes sostienen que la filosofía es accesoria, que su radio de acción no llega a la vida, que el pensamiento no es transformador ni revolucionario. La historia acontecida, para quien quiera conocerla, muestra con creces lo contrario.

La maltrecha Europa obedece a un proyecto filosófico y es –a pesar de todas las distorsiones– su plasmación. Se trata de un proyecto ético-político en el que la vinculación de la ética con la metafísica resulta probada.

En el origen histórico-filosófico que nos constituye, ética, filosofía y política iban de la mano y eran una. Nuestro descalabro actual es la consecuencia (al menos en buena medida), de haber perdido esa fructífera y esencial unidad. Porque no hay política posible que no esté gobernada por el sentido de lo justo y lo injusto.

2. Una cierta sabiduría humana

La filosofía es concebida por Sócrates, maestro de Occidente, como “sabiduría de las cosas humanas”; esas que realmente importan; una sabiduría que se alcanza cuando se conocen las diferencias y se va a la esencia. Hasta el momento nada parece indicar que las ciencias puedan sustituir a la filosofía en esta tarea. Su cometido es otro; puede ser útil dominar la naturaleza y contribuir al progreso, perocomprender el mundo que construimos y en el que somos es algo irrenunciable.

Para poder llevar a cabo esta comprensión, Sócrates y Platón nos proporcionaron claves maestras. Así, hay que destacar el rendimiento de la diferencia entre apariencia y realidad; una distinción que, en último término, se ha de remitir a la diferencia ontológica. Desde ella se explica de manera impecable la necesidad del recuerdo (anamnesis). En cualquier caso, no se puede olvidar que la filosofía es el recuerdo y el recordatorio de la diferencia.

3. La filosofía en la escuela y la universidad

Es de importancia capital que la filosofía se enseñe en la escuela y que se le reconozca el papel esencial que desempeña para la formación de la humanidad en cada persona. Si la filosofía desaparece de la escuela o se la arrincona, se pone en riesgo el cultivo de lo más específicamente humano; se merma la capacidad de crítica; se enrola con más facilidad a los estudiantes en el ejército anónimo de los servidores del mercado; se amputa fácilmente la posibilidad de la diferencia y la creatividad; se engrosa la masa anónima de trabajadores especializados y escasamente desarrollados personal, intelectual y moralmente. En definitiva, se ponen las condiciones idóneas para que triunfe la maquinaria que sirve a los intereses financieros y de poder de unos pocos a los que, desde luego, poco les importa la verdad y la justicia.

Si la filosofía se menosprecia porque lo que aporta no contribuye directamente a la competitividad en la sociedad globalizada, cabe sospechar que los gobiernos estén buscando una instrucción en la escuela que sirva sólo a los intereses del mercado. Una instrucción que luego se quiere perfeccionar en la universidad, redefinida ahora como una fábrica de dóciles cerebros especializados. Lejos queda la idea original de un ayuntamiento de maestros y profesores entregados al estudio y la investigación, libres e independientes de intereses espurios. Ya no interesa la búsqueda de la verdad y el conocimiento, porque no aporta beneficios empresariales. Así, junto con esta servidumbre institucional e institucionalizada, también desaparecen la autonomía y libertad personales.

————————–

Carmen Segura Peraita es Profesora titular de Filosofía en el Departamento de Filosofía Teorética de la Universidad Complutense. Becaria de la Alexander von Humboldt-Stiftung, ha realizado diversas estancias de investigación y docencia en universidades europeas e iberoamericanas. Entre otros libros ha publicado: La dimensión reflexiva de la verdad, Hermenéutica de la vida humana y Fracasos de la razón. Además, ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas.

Artículo publicado en: www.lamarea.com

Hermenéutica del sentido

Luis Garagalza, profesor de la Universidad del País Vasco, publica en Editorial Anthropos su libro “El sentido de la Hermenéutica”, cuyo subtítulo reza “La articulación simbólica del mundo”. En esta rica obra filosófica se estudia la Hermenéutica contemporánea, fundada por H.G. Gadamer, como una filosofía de la comprensión e interpretación del sentido, a través de su simbólica, es decir, del lenguaje simbólico.

En la primera parte, se descubre el lenguaje como el hilo conductor del pensamiento contemporáneo a partir del humanismo. En la segunda parte, se analiza el lenguaje en la tradición filosófica y cultural, especialmente en el romanticismo y el simbolismo. En la tercera parte, se proyecta la relación entre el sentido y el sinsentido, caracterizando a este último liminarmente como la negatividad y el mal.

Si en el Preámbulo del libro el autor plantea la Hermenéutica como una filosofía existencial abierta al sentido simbólico, en la Conclusión se replantea la Hermenéutica como una filosofía existencial abierta a un sentido que limita con el sinsentido. Finalmente se trata de afirmar el sentido, así como de asumir el sinsentido críticamente, hasta abrirlo a una trascendencia cultural y simbólica, en la línea de G. Durand y H. Corbin.

Pero el profesor Garagalza aporta a una tal Hermenéutica simbólica una impronta personal inconfundible, la cual consiste en proponer una versión radical del sentido en correlación conflictiva con el sinsentido, una visión dialéctica inspirada por E. Cassirer, pero corrigiendo su idealismo. En efecto, mientras que la Hermenéutica simbólica moderna funciona imaginalmente de arriba abajo, la Hermenéutica garagalziana funciona radicalmente de abajo arriba, desde la periferia del sentido y su frontera con el sinsentido.

El sentido de la Hermenéutica consiste precisamente en mantener abierta la pregunta por el sentido de la existencia. Pero al preguntar por el sentido de la existencia se alude ya al sinsentido: no habría pregunta por el sentido sin la sospecha o la impresión de un cierto sinsentido y absurdo. Sentido y sinsentido resultarían, pues, correlativos. Quizás podría decirse que la interpretación pretende precisamente dar sentido a lo que se ofrece de entrada como sinsentido, articularlo, asumirlo o integrarlo. Interpretar el sinsentido puede ofrecer ya una cierta apertura, un esbozo de sentido, el inicio de una búsqueda, aunque sea una búsqueda inacabable. La necesidad de búsqueda puede servir para comprender que la interpretación humana consiste en asumir, sobrellevar y aceptar el sinsentido efectivo, patente, literal, intentando abrirlo a un sentido interior, latente, afectivo, que si se presenta no lo hace de un modo directo, sino simbólico.

Lo que interesa en el libro que comentamos es la pregunta por el sentido humano, existencial, concreto, más que la razón pura, esencial y abstracta que ha imperado en nuestra filosofía metafísica y en nuestra cultura occidental. El sentido de la hermenéutica se inserta, pues, en la línea de la crítica de la metafísica, pues resulta ser un sentido implicado con el sinsentido, un sentido que no es inmutable, estático, sino que va aconteciendo, cuando acontece, a través de la apertura de la interpretación . Podríamos comparar la razón de la metafísica con la luz del sol que expulsa a la oscuridad como el héroe expulsa al dragón en las mitologías patriarcales, una luz presuntamente pura y sin sombras. El sentido de la hermenéutica se parecería a la luz más débil de la luna, que coexiste con la oscuridad, que la penetra sin eliminarla, posibilitando otro modo de visión en la que lo preponderante no es ya la mera visión sino la audiovisión mixta.

Se trataría entonces de tomar conciencia de que nuestras interpretaciones son interpretaciones, nuestros símbolos, símbolos, nuestras teorías y modelos teorías y modelos, para no confundirlas con la realidad misma dogmatizándolos. Esa toma de conciencia crítica y autocrítica no es una aniquilación total, aunque sí propicia una transgresión del sentido literal, ideológico o dogmático, para entenderlas ahora como propuestas humanas o antropológicas y liberar su sentido simbólico.

Por todo ello, y por su claridad expositiva de las grandes corrientes hermenéuticas de nuestra cultura, esta es una gran obra aportativa de filosofía hermenéutica. Su propuesta es una Hermenéutica radical de carácter emergentista, ya que se concibe el sentido emergiendo desde el sinsentido demergente. Esta radicalidad emergentista estaría en línea con el emergentismo, propiciado tanto por la física como por la biología contemporánea.
La Hermenéutica emergentista de Luis Garagalza se reclama del trasfondo socrático, cuando piensa el sentido radical como un eros daimónico: el cual es una potencia de sentido que emerge de la impotencia o sinsentido (la pena o penuria, el deseo radical). De este modo, el emergentismo tanto filosófico como científico obtendría un auténtico eco socrático-platónico: esta es una de las pistas más fructíferas procedentes de la riqueza de esta obra hermenéutica. La cual precisa de una lectura más concienzuda para aquilatar todas sus virtualidades.

Y es que en efecto, como dice nuestro autor, detrás de la Hermenéutica se agazapa una hermética, simbolizada por Hermes, “el dios que procede del inframundo mítico-vivencial pero accede al Olimpo (conciencia solar) sin desprenderse de su proveniencia: surge conjuntamente con el mito (en la vivencia, en el mundo de la vida), pero hace posible el despliegue del logos, la ciencia-conciencia y la crítica”. Diríamos entonces que Hermes es eros revertido en logos, lo sentido revertido en el sentido, consignificando así la “erotología” de la existencia humana.

(Bibliografía)
—Luis Garagalza, El sentido de la Hermenéutica. La articulación simbólica del mundo. Editorial Anthropos, Barcelona y México, 2014.

Artículo de Andrés Ortiz-Osés, publicado en www.blogs.periodistadigital.com

La rebeldía de la cultura

Hace lo suyo que leí un reportaje en Newsweek que hablaba sobre las preferencias de padres de todo el mundo en cuanto a lo que querían que estudiasen sus hijos. Había una clara tendencia, instalada sobre todo en China y EE UU: los padres, celosos del futuro de sus proles, manifestaban una absoluta preferencia hacia conocimientos prácticos y técnicos. Entre ellos la economía y el comercio eran las reinas. Las humanidades, por el contrario, caían en el abismo de la inutilidad.

Aquí en España hemos visto cómo sistemáticamente se han reducido en los institutos materias como filosofía, lengua, literatura, historia, etc. queriendo hacerlas pasar por superfluas. Y lo que es más grave: la gente ha asumido que es así. Un amigo profesor me ha dicho infinidad de veces: “Se quiere formar mecánicos, no ciudadanos críticos que se hagan preguntas o se cuestionen las cosas”.

Hace años recuerdo haber leído en una revista inglesa que, en una universidad, el departamento de Filosofía iba a ser reemplazado por uno nuevo de marketing.

Otra anécdota: hace no mucho, una estudiante francesa de filología me comentó que hoy en día se estudiaba idiomas para después hacer un máster de comercio internacional, que es donde está ‘la pasta’, y por tanto la supervivencia.

¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico?

Evidentemente, uno no tiene nada en contra del comercio y la economía así en abstracto (más allá de las brutales injusticias y desigualdades que se crean en nombre de estas palabras). Tampoco de que el mundo se llene de profesionales prácticos y precisos. De técnicos sobresalientes que hagan que todo funcione como un reloj.

Pero… ¿funciona todo como un reloj?

No. Lo que me alarma es que este proceso venga acompañado de una creciente desvalorización y olvido de la cultura y las humanidades. De las ciencias suaves que nos convierten en algo más que bestias. ¿Cuántas barbaridades depredadoras se han cometido en nombre del pragmático comercio y del progreso económico? Guerras, colonialismo, explotación, deforestación, hambre, apoyo a dictaduras.

“En mi trabajo no entran en juego consideraciones morales”, decía hace no mucho en un reportaje sobre bancos de inversión uno de estos estupendos técnicos.

¿Entonces hay aspectos de la vida en los que la moral entra y otros en los que no? Eso, en mi ingenuidad, no lo comprendo. Porque la crisis financiera provocada por las malas prácticas de estos bancos ha generado pobreza y sufrimientos humanamente incalculables. ¿Y no entran en juego consideraciones morales?

Durante dos años sucedió que traté con personas del ámbito del comercio, del marketing, etc. Profesionales estupendos, de una seguridad y precisión irreprochables en su trabajo. Sin embargo, en lo general, sus cálculos siempre fallaban. ¿Por qué? Porque reducen el mundo a números, a estudios de mercado, a planes de optimización del beneficio, a ofertas y demandas. Y esa es una visión paupérrima, incompleta, de la realidad. Ésta no puede comprenderse sin la historia, sin la filosofía, sin la literatura, sin la antropología, sin un conocimiento verdadero del ser humano.

Los seres humanos somos mucho más que consumidores. Las sociedades no son mercados. No todo lo que hay en el universo puede reducirse a marcas. No todo está obligado a ser económicamente rentable.

La cultura es el único antídoto contra estas peligrosísimas idioteces. Porque a mí me parece que tras este convertirnos a todos en robots hay algo verdaderamente siniestro e intencionado. Un salvaje ataque contra la democracia y la libertad verdadera, que es muy distinta de la de “los mercados”.

Por eso la cultura no puede limitarse a ser un adorno que uno se cuelga para lucir en las cenas, como se pretende, sino un instrumento que nos permita manejarnos en la vida. Tomar las decisiones correctas y justas. Si uno quiere ser justo, claro.

Artículo de José Miguel Vilar-Bou, publicado en: www.eldiario.es

La necesidad que la vida tiene de la filosofía

Pobre Filosofía… La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, la conocida como Ley Wert, le ha propinado su último empellón, y después de suprimir su obligatoriedad en el Bachillerato y dejar a la Ética también como optativa en la ESO, parece condenada a vagar por el sistema educativo como simple maría. En España, cualquiera puede alcanzar su titulación universitaria sin haber tenido el más mínimo contacto con esta disciplina, que, a los ojos de quienes gestionan nuestra sociedad, parece ubicarse en la categoría de aprendizajes superfluos o lujosos, inútiles a la hora de enfrentarse a las exigencias del mercado laboral y de la vida en general. Y sin embargo, todos los sabios que, hasta esta última hora, ha aportado al mundo la filosofía, estuvieron empeñados en considerar que esta disciplina era la matriz de la que salían los demás saberes, los cuales se debían de remitir a ella en primer lugar para descubrir su razón de ser, y antes de poder echar a volar con cierta autonomía. ¡Qué ingenuos esos filósofos, vistos desde estas alturas de la posmodernidad!

Pero en ese camino que nos ha traído hasta aquí hemos ido perdiendo algo más que un saber meramente dirigido a diletantes y desocupados; y lo podemos comprobar si, tal y como suelen hacer los filósofos (y también los historiadores), indagamos en el sentido de ese recorrido, intentamos responder a la pregunta de por qué la filosofía ha pasado a ser tan prescindible. Para llevar a cabo esta pesquisa, no hace falta, pues, salirse de los caminos previstos por la propia filosofía, acostumbrada a preguntarse por qué las cosas son como son (o dicho según la fórmula habitual, preguntarse por el ser de las cosas), que no es sino el paso previo para, con ayuda de ese auxiliar de la filosofía que es la ética, descubrir después lo que las cosas deberían ser. No tendremos, pues, que recurrir a otros métodos que los de la propia filosofía para intentar averiguar las razones de su decadencia.

Nos referiremos solamente a la última etapa de la historia de Occidente (la civilización que, por lo demás, vio nacer a la filosofía), en la cual se han alcanzado los logros más espectaculares y los avances más decisivos de la historia de la humanidad. Esta parte de nuestra historia tuvo su origen en el Renacimiento, aunque de modo más o menos soterrado la revolución que entonces hizo eclosión había echado sus raíces en el siglo XIV, a la altura del tiempo en que Guillermo de Ockham puso patas arriba la escolástica al afirmar que en el mundo no existían las realidades globales, los conceptos o ideas, solo existían los individuos; no existía, pues, el bosque, que era un mero invento de la mente, un “flatus vocis”, un soplo de voz, solo existían los árboles individuales. La fe debía de ir por otros derroteros, pero la razón debía de atenerse a aquella verdad y aplicar los correspondientes recortes, los de su célebre navaja, a cualquier intento de explicación de las cosas que no se atuviese a ese punto de partida, el que exigía desprenderse de todos los aditamentos, inferencias, prejuicios o abstracciones que impidiesen reconocer la desnuda realidad de los hechos concretos e individuales.

Aquello fue la bomba; una bomba de efectos retardados que, efectivamente, hizo explosión un par de siglos más tarde, en el Renacimiento, la edad en la que precisamente, dejándose impulsar por las emanaciones de tales pensamientos, irrumpieron los individuos rompiendo los moldes sociales que durante toda la Edad Media les habían tenido encasillados e incluso anulados. Surgió también la atracción por el estudio de los hechos concretos, por el experimentalismo y su derivación todavía filosófica: el empirismo. Galileo, mientras tanto, formalizaba por vez primera el método científico. Los descubrimientos que llegaron de la mano de aquel emergente deseo de descubrir el mundo y sus cosas fueron innumerables y abarcaron todos los ámbitos del conocimiento. La revolución científica y los consiguientes avances tecnológicos se pusieron a andar… mejor será decir que echaron a correr.

La historia de Occidente, especialmente desde el Renacimiento, está marcada, pues, por el objetivo de acceder al conocimiento del mundo, de la realidad objetiva. Y resulta evidente que ha triunfado en ese objetivo. Pero a estas alturas es cuando toca preguntarse: ¿para qué sirve conocer? ¿Tiene algún sentido esa realidad a estas alturas tan bien desentrañada por la ciencia? De dar respuesta a esas preguntas es de lo que, precisamente, está encargada la filosofía. ¿Y cuál es la última respuesta sobre ello a la que ha accedido Occidente? La última respuesta es… ninguna. La realidad ha quedado maravillosamente explicada por la ciencia. Pero en paralelo, la filosofía ha desembocado en el nihilismo, es decir, en la conclusión de que ella, la filosofía misma ya no es necesaria; lo que se necesita, según esta perspectiva, es conocer las cosas y conformarse con ese conocimiento, porque el sentido que puedan tener es, de nuevo, un “flatus vocis”, un añadido que nosotros hacemos a las cosas, pero que estas no tienen ni precisan para ser lo que son, y a las que procede aplicar, por tanto, los remedios de la navaja de Ockham. No hay nada más. O dicho a la inversa: lo que hay, además de ese ser material y concreto de las cosas que ha logrado en gran parte desvelar la ciencia, es… nada. La filosofía, por tanto, no es necesaria. Suprimir la asignatura de filosofía de los planes de enseñanza es la lógica consecuencia de haber accedido a una sociedad bañada en el nihilismo. Solo interesa el conocimiento de lo real, no si esa realidad tiene algún sentido (se da por hecho que no). El Gran Hermano que rige los destinos de esta sociedad posmoderna ha comprendido que la función del sistema de enseñanza es formar científicos, sistemáticos observadores de objetos, de los datos de la realidad, y, consiguientemente, nihilistas.

Ahora bien, decía Ortega que “el ser fundamental por su esencia misma no es un dato, no es nunca un presente para el conocimiento, es justo lo que le falta a todo lo presente (…). Su modo de estar presente es faltar, por tanto, estar ausente”. Por eso, el simple conocimiento de lo dado no evita la sensación de que algo nos falta, así como la de extravío con que, para empezar, nos situamos en el mundo. “La vida es por lo pronto un caos donde uno está perdido”, decía precisamente Ortega. El mero conocimiento objetivo de las cosas, aquel que, sin embargo, nos ha procurado los enormes avances científicos a los que ha accedido nuestra civilización, no es suficiente para contrarrestar esa sensación de extravío que nos es inherente a la vez que insoportable. Necesitamos encontrar un sentido a la realidad para así hacerla soportable. En suma, nos ayuda a concluir Ortega, “el hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido”. Y para encontrar ese sentido necesitamos, seguimos necesitando a la filosofía. “La filosofía –es la forma de decirlo que tiene Hegel– (…) es algo que purifica lo real, algo que remedia la injusticia aparente y lo reconcilia con lo racional”. Sin filosofía, nos quedamos inermes y vulnerables ante el absurdo, que es la manera primordial que tiene el mundo de presentarse ante nosotros, eso que nos hace sentirnos perdidos. A falta de filosofía, hemos aceptado como premisa cultural la visión instrumental de la vida que no aspira a que esta tenga un sentido, sino solo a que nos diluyamos entre las cosas, entre la multiplicidad de los entes, a dejar desasistidos los hechos objetivos del sentido que nuestra razón está obligada a descubrir en ellos. Todo eso no nos hace, precisamente, más felices. Aunque nuestra cultura pretende hacernos coexistir pacíficamente con el absurdo, nuestras tripas no nos dejan aceptarlo. Así que o damos respuesta a nuestra necesidad de sentido o la industria de los psicofármacos seguirá haciendo el agosto (total, para nada: no son las alteraciones neurológicas la causa última de nuestra infelicidad, ni la bioquímica lo que la resolverá). O rehabilitamos a la filosofía y la restituimos en sus funciones de exploración de la posibilidad de que la vida tenga sentido y de lucha contra el absurdo, o será éste el que rija nuestros destinos.

El cogollo de la filosofía lo constituye la metafísica, que, a costa incluso del revolucionario Guillermo de Ockham, o más bien complementando sus vertiginosos presupuestos y todo lo que de fructífero aportaron a la historia del Occidente, es la rama de la filosofía encargada de buscar acomodo al ente individual, particular, cambiante, fragmentario y finito en el marco del ser sustancial, estable, imperecedero. Necesitamos de algo que nos permita trascender nuestra voluble individualidad, que, sin embargo, era para Ockham (y es para la cultura occidental que siguió sus pasos) lo único constatable; necesitamos encontrar para nuestra vida particular, efímera, insustancial y extraviada un sentido que nos redima de tales insuficiencias, algo que nos permita ponernos en la estela de un destino que, cuando nuestro insignificante ser individual haya desaparecido, siga sirviendo de soporte esencial y dando sentido a lo que fuimos. Porque aunque sus formas de decirlo hayan quedado superadas, aquellos escolásticos anteriores a Ockham también (solo “también”) tenían razón cuando decían que lo que tiene existencia auténtica no son los individuos, sino lo que ellos llamaban “universales”, es decir, lo que sirve de referencia ideal y modélica a nuestro ser individual.

¿Y cómo llegaremos a encontrar eso que ha de dar sentido a nuestra vida si nos quitan la filosofía?

Artículo de Javier Martínez Gracia, publicado en su blog «No es tarde todavía».

La (in)justicia de la ley

Son tiempos convulsos. Periódicos y boletines de noticias alertan sin tregua sobre los peligros de la debacle financiera. Los ciudadanos, preocupados además por el creciente desempleo, se ven abocados a elaborar planes de ahorro cada vez más ajustados que conducen al descenso del gasto y a la prudencia excesiva. En este contexto –plagado de desahucios, subidas fiscales, corrupción insultante, y movilización social–, se acude al Estado para defender las libertades y derechos adquiridos en las últimas décadas. Sin embargo, los ciudadanos no siempre encuentran el respaldo esperado en las leyes, y denuncian que la Justicia, con mayúscula, ha pasado a estar de parte de los más poderosos; así hacen suyo uno de los pensamientos fundamentales que Aristóteles expuso en el Libro I de la Política: “Algunos convierten todas las facultades en crematísticas, como si ese fuera su fin, y fuera necesario que todo respondiera a ese fin”.

Ciudadanía es participación
También fue Aristóteles quien se refirió a la ciudadanía como aquella condición que daba la oportunidad de “participar en la función deliberativa o judicial”. Es decir, los individuos que componen una polis no reciben el título de ciudadano por habitar un mismo lugar, ni por estar sujetos a los mismos deberes o disfrutar de los mismos derechos, sino por participar en el poder. De esta forma, la “vida buena” y las acciones virtuosas –conceptos que tan en profundidad estudió el estagirita– no consisten en la conservación de una mera estructura o en el respeto formal a una serie de reglas, sino en la apuesta por un modo de vida enfrentado con los planes que los diferentes grupos sociales, por separado, intentan imponer a la ciudad como fin supremo. Y es que en aquella Grecia de Aristóteles también rastreamos ciertos abusos que tan familiares resultan: “A causa de las ventajas que se obtienen de los cargos públicos y del poder –aseguraba–, los hombres quieren mandar continuamente, como si el poder procurase siempre la salud a los gobernantes”.
Debido a este último peligro, es necesario que exista un órgano que juzgue sobre lo conveniente y justo entre unos y otros. Pero avisa Aristóteles, “la mayoría son malos jueces acerca de las cosas propias”, pues juzgan mal lo que se refiere a sí mismos. En cualquier caso, la ciudad no debe ser una comunidad destinada exclusivamente a impedir las injusticias entre individuos o para facilitar el intercambio económico –si bien son aspectos necesarios–, sino para “vivir bien, con el fin de una vida perfecta y autárquica”. En definitiva, una ciudad deja de serlo cuando pierde una misma creencia en lo que es bueno para todos, no solo para una parte de sus habitantes.

¿Moralizar desde el tribunal?
Una de las cuestiones más debatidas a lo largo de la historia del Derecho, la Filosofía y la Sociología, es la de si el Estado debe encargarse no solo de impartir justicia, sino también de infundir moralidad. Hace algunos siglos se consideraba que la mayor parte de los delitos tenían por causa los excesos de las pasiones, pero el paradigma cambia progresivamente y, en la actualidad, en las sociedades occidentales los crímenes se comenten sobre todo en nombre de la necesidad.
El Derecho, como se entiende hoy día, es un sistema normativo cuya función fundamental es la de organizar la sociedad de acuerdo con determinadas normas de convivencia. Por ello, los tribunales no deberían funcionar como púlpitos (al menos, no conscientemente), sino como dispensadores objetivos de justicia. Sin embargo, las normas jurídicas no son las únicas a las que nos vemos sometidos: también podemos distinguir las del trato social (a las que Kant englobó bajo el nombre de “pragmática”) y, más allá, la moral. En la Introducción a la Filosofía del Derecho de Gregorio Peces-Barba, se lee: “La distinción entre Derecho y Moral no debe dificultar el esfuerzo por constatar las conexiones entre ambas normatividades en la cultura moderna, ni la lucha por la incorporación de criterios razonables de moralidad en el Derecho, ni tampoco la crítica desde criterios de moralidad al Derecho válido”.
A pesar de que una buena teoría es importante, esta no siempre se traduce en una buena práctica. Así, podemos preguntarnos qué sucede cuando determinados formaciones no judiciales (plataformas sociales, sindicatos, asociaciones benéficas, etc.) denuncian la injusticia de alguna ley o su dudosa o incorrecta aplicación. Además, hay que tener en cuenta que el Derecho cuenta con una ventaja fáctica sobre el resto de las normas: tiene de su lado el poder de la coacción, aprobado, hay que recordarlo, por los ciudadanos.
Es interesante plantear que, para Kant, el Derecho queda cumplido de manera satisfactoria por la legalidad misma, solo con la obediencia externa a la norma, por mucho que en nuestro fuero interno estemos en desacuerdo. Por otro lado, damos con el orden moral, que sí exigiría una adhesión interna al propio deber, aunque para alguien como Elías Díaz, profesor y filósofo del Derecho, también en este “lo deseable es lograr esa adhesión interior a la norma, disminuyéndose así las posibilidades de incumplimiento”.

La justicia como necesidad

En su Invitación a la filosofía, el filósofo francés André Comte-Sponville se pregunta si es posible que alguien no considere (absolutamente convencido) que la justicia es preferible a la injusticia. Para este pensador, moral y política no se oponen, “pero que la moral no basta para lograr la justicia, es una evidencia que demuestra que moral y política tampoco pueden confundirse”. Así, la pregunta es: ¿cómo elaborar, a través de un ejercicio ciudadano y político prudente y responsable, un catálogo justo de leyes?
El propio Kant, en el apéndice a Sobre la paz perpetua, no duda en afirmar que la auténtica política no debería dar un paso sin haber rendido antes pleitesía a la moral, “y aunque la política es por sí misma un arte difícil, no lo es, en absoluto, la unión de la política con la moral”. Se muestra más tajante unas líneas después: “El derecho de los hombres debe mantenerse como cosa sagrada”, por muchos que fueran los sacrificios que tuviera que hacer el poder dominante para mantener tal sacralidad. En última instancia, la política debe obedecer al Derecho… siempre que este, como deseaba Kant, estuviera basado en la moralidad, y por tanto, en el deber.
Estas concepciones más o menos puristas chocan contra aquellas que parecen imponerse, o que nos imponen, en la actualidad. Desde partidos políticos y organismos europeos y mundiales se apela a la “solidaridad” de los ciudadanos para respetar leyes que perjudican notoriamente a las capas menos favorecidas de la sociedad. El poder económico, al que Aristóteles tantos reparos puso –en el Libro I de la Política– cuando se convierte en un puro afán de enriquecimiento material, parece haber tomado las riendas de los códigos legales. Los tribunales de justicia, proclamados independientes de cualquier facción política, financiera o social, se ven de este modo contaminados por la aplicación de leyes injustas, hasta el punto de que los propios jueces no pueden más que justificarse, paradójicamente, explicando que tan solo “aplican la ley”.

Derecho a desobedecer
Pero también encontramos voces críticas, como la del fallecido filósofo del Derecho Felipe González Vicén, quien no dudó en afirmar que “mientras que no hay un fundamento ético para obedecer al Derecho, sí hay un fundamento ético absoluto para su desobediencia”. En una línea que se puede denominar kantiana radical, González Vicén aseguraba que no hay razón ética para seguir una ley que no es constitutivamente moral. En la misma senda, Luther King aseguraba que “quien infringe una ley porque su conciencia la considera injusta, y acepta voluntariamente una pena de prisión, a fin de que se levante la conciencia social contra esa injusticia, hace gala de un respeto superior por el derecho”.
Tal vez hubiera que comenzar por hacer un ejercicio socrático y preguntarse qué es una ley, qué es la justicia y qué la moral, y tras haber obtenido respuestas, reabrir el debate sobre la-justicia-de-la-ley. Un debate que, por su importancia, siempre ha de estar abierto y en que debe ocupar un papel predominante la filosofía, en su faceta de reflexión crítica sobre el presente.

Reportaje publicado en: www.filosofiahoy.es

Autor: Carlos J. González Serrano