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«El consumismo te esclaviza con la promesa de ser feliz»

Desde hace décadas el aparato mediático cerró filas para promover un estilo de vida basado en una simple actividad: consumir. Aparentemente la élite percibió en el consumo al mejor aliado de un sistema financiero que venía gestándose desde el Renacimiento y que consagró su desarrollo con el surgimiento de las grandes corporaciones.

Analizando, incluso superficialmente, este mecanismo al cual se nos incentiva cotidianamente a través de distintas vías, es relativamente fácil percatarse que utiliza, como máximo estimulante, una promesa: la felicidad. Al asociar el acto de consumir con la posibilidad de que seas feliz, millones de personas se vuelcan a perseguir ese estado abstracto, históricamente codiciado, que representa ser feliz.

Pero dentro de la dinámica del consumo la felicidad es algo que jamás se alcanzará, pues haciendo honor a la épica canción de los Rolling Stones, “I can’t get no satisfaction”, se trata de un modelo explícitamente construido para evitar que llegues a tu fin y, en cambio, vivas atrapado en un proceso simulado de búsqueda de felicidad. Pero ser esclavo de este espejismo no es la única consecuencia de volcarte a consumir. También existen otros efectos como la pérdida de identidad, la alienación e incluso la pérdida de una autoestima genuina.

Y es que a fin de cuentas el problema de raíz, que origina las consecuencias recién mencionadas, se debe a que una persona deposita su identidad (esto es, su capacidad de diferenciación con respecto a la otredad) alrededor de los artículos y productos que compra. Paralelamente se olvida de buscar respuestas en su interior, desestima por completo el auto-conocimiento y comienza a asociar íntimamente su valor como individuo a aquellos objetos que posee. Y es precisamente por estas características psicosociales que el consumismo termina por ser una eficiente prisión para millones de personas.

A pesar de que el consumismo es un estilo de vida que ya estas alturas pudiese considerarse añejo, lo cierto es que con el paso del tiempo hemos sido testigos de manifestaciones cada vez más patológicas en torno a este fenómeno. Desde iglesias adquiridas para transformarlas en centros comerciales (con el peso simbólico que lleva implícita esta acción) o personas que venden sus propios órganos para adquirir el gadget de moda, hasta estudios que confirman que ciertas marcas activan la misma región neurológica en algunas personas que la detonada por principios religiosos.

Pero si bien estamos parados en el clímax del consumismo, también podríamos hablar de que, tal vez, estamos también viviendo el apogeo de una conciencia que eventualmente pudiese obligar a un rediseño de la actual filosofía de vida, algo que inevitablemente terminaría por impulsar un replanteamiento de las estructuras económica, cultural y, por qué no, psicosocial.

Esta conciencia ha encarnado en diversos movimientos que intentan hacer frente a la inercia masiva, sagazmente manipulada, que envuelve a la mayoría de la población. Hace unos días se habló en Pijama Surf de un movimiento global conocido como los Freegans, el cual, si bien fue tejiéndose desde principios de los setenta, en realidad no llegó a consumarse como tal hasta hace poco menos de veinte años. Sus miembros, además de ser veganos, una estricta corriente vegetariana, promueven la recolección de deshechos aún aprovechables (recordemos que uno de los axiomas del consumismo es desechar prontamente para sustituir el producto por uno nuevo).

Los Freegans han declarado una guerra frontal al comercio convencional y en especial a ciertos anti-valores que sostienen el actual sistema como la avaricia, la frivolidad y el materialismo. A cambio enarbolan como bandera la promoción de la generosidad, la libertad y la cooperación.

Otro movimiento interesante de reciente creación es el llamado “Decrecimiento”. Esta corriente propone la disminución  del consumo y la producción controlada, teniendo como premisa el respeto al medio ambiente, a la coexistencia de ecosistemas y al ser humano. Como su nombre lo indica, el Decrecimiento condena la máxima que rige el actual sistema financiero, es decir, el crecimiento económico a toda costa. Vale la pena enfatizar en que, según ha sido probado, el hecho de que un país crezca económicamente pocas veces se traduce en una mayor calidad de vida para sus habitantes.

Sustentado en una teoría expuesta por el filósofo y escritor Nicholas Georgescu-Roegen en su obra sobre bioeconomía The Entropy Law and the Economic Process (1971), el Decrecimiento tiene como antecedentes las corrientes anti-industriales del siglo XIX, encabezadas por Henri David Thoreau, en Estados Unidos, y Lev Tolstoi, en Rusia. Esta corriente remarcaba el valor de la individualidad y favorecía la creatividad sobre la rentabilidad.

En palabras el profesor español Carlos Taibo, un activo promotor de este movimiento alter-económico, quedan impresas las principales razones para condenar el crecimiento económico:

«En la percepción común, en nuestra sociedad, el crecimiento económico es, digamoslo así, una bendición. Lo que se nos viene a decir es que allí dónde hay crecimiento económico, hay cohesión social, servicios públicos razonablemente solventes, el desempleo no gana terreno, y la desigualdad tampoco es grande. Creo que estamos en la obligación de discutir hipercríticamente todas estas. ¿Por qué? En primer lugar, el crecimiento económico no genera —o no genera necesariamente— cohesión social. Al fin y al cabo, este es uno de los argumentos centrales esgrimidos por los críticos de la globalización capitalista. ¿Alguien piensa que en China hay hoy más cohesión social que hace 15 años? […] El crecimiento económico genera, en segundo lugar, agresiones medioambientales que en muchos casos son, literalmente, irreversibles. El crecimiento económico, en tercer término, provoca el agotamiento de los recursos que no van a estar a disposición de las generaciones venideras. En cuarto y último lugar, el crecimiento económico facilita el asentamiento de lo que más de uno ha llamado el “modo de vida esclavo”, que nos hace pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos, y sobre todo, más bienes acertemos a consumir.

»Por detrás de todas estas aberraciones, creo que hay tres reglas de juego que lo impregnan casi todo en nuestras sociedades. La primera es la primacía de la publicidad, que nos obliga a comprar aquello que no necesitamos, y a menudo incluso aquello que objetivamente nos repugna. El segundo es el crédito, que nos permite obtener recursos para aquello que no necesitamos. Y el tercero y último, la caducidad de los productos, que están programados para que, al cabo de un periodo de tiempo extremadamente breve, dejen de servir, con lo cual nos veamos en la obligación de comprar otros nuevos».

Pero más allá de reclutarte en las filas de alguna corriente anti-consumista  —de convertirte en Freegan, en Decreciente o en alguna otra de estas loables tribus contemporáneas— lo cierto es que si quieres hackear tu propio estilo de vida consumista basta con esforzarte un poco para ejercer conciencia cotidiana sobre tus actos, sobre tu auto-percepción y sobre tus principios.

Sería interesante que recapitularas un poco a propósito de tus posesiones materiales, con una perspectiva crítica, tratando de definir cuáles de ellas inciden realmente sobre tu calidad de vida. Y no se trata de abandonar todas tus pertenencias como Daniel Suelo, el dharma blogger, e irte a la montaña (lo cual tal vez no te haría mal). Se trata de entender cuáles son los objetos, artículos o productos que realmente enriquecen tu vida y te acercan a ese edénico estado que te promete el consumo, la felicidad.

Y ya entrado en esa reflexión, también sería bueno que analizaras aquello que en realidad te aporta felicidad (tratando de excavar más allá de los múltiples espejismos a los que hemos decidido atarnos). Finalmente, valdría la pena que definieras tus cualidades personales, tus mayores virtudes, con respecto al entono, incluyendo obviamente a la gente que te rodea, pero también respecto a tu propia persona. Y al final de este nutritivo proceso, lo más probable es que termines  por darte cuenta de que gozas de una identidad propia, que tu rol social poco tiene (o poco debería tener) que ver con lo que consumes, que vives rodeado de objetos que difícilmente harán más lúcida tu existencia, que pasas la mayor parte de tu vida trabajando para poder comprar cosas que ni siquiera quieres y, sobretodo, que la felicidad, por naturaleza, no tiene precio.

Este artículo ha sido publicado por Javier Barros del Villar en: www.pijamasurf.com

Onfray: La filosofía como escultura de sí mismo

Con total naturalidad, este filósofo francés habla de las experiencias vitales que han dado forma a su pensamiento. Bien sabe que si la filosofía no es capaz de dar respuesta a los acontecimientos que nos han marcado, de nada sirve. Pero lo más importante aún queda por decir, ya que ella no solo nos ayuda a digerir lo real, a darle sentido, sino que además debe ser, a través de lo aprendido, la herramienta con la que transformar el mundo que habitamos. Este es el hilo conductor de la filosofía de Michel Onfray, su leitmotiv, y será mejor no perderlo de vista.

Ni someter ni ser sometido
¿Cuáles son las experiencias vitales que determinaron el carácter de su filosofía? La primera la narra en La fuerza de existir (2006), en el epígrafe Autorretrato de un niño. Allí cuenta que su pueblo natal es Chambois y que hasta los 10 años aquel espacio que lo vio nacer fue el paraíso, ya que el campo le dio la libertad que ningún niño de ciudad conoce. Pero pronto, aquel día soleado que era su infancia se oscurece. Hijo de campesinos, el dinero empieza a faltar y sus padres deciden mandarlo a Giel, un orfanato dirigido por salesianos que hace las veces de internado para niños de familias sin recursos. Describirá ese momento con una frase demoledora: «Fallecí a la edad de 10 años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daban ganas de vivir eternamente». Giel cumplió con todo lo que la palabra orfanato promete. Su pedagogía se resumía en dos principios: violencia física y violencia psicológica. En aquel lúgubre lugar, Onfray pasó cuatro años de su vida entre golpes, humillaciones, culpas generadas y bajo el peso de una jerarquía cuyo único fin era el de generar criaturas sumisas. Pero algo les salió mal a aquellos salesianos, algo que entró por una puerta única: los libros. Onfray se hizo con una pequeña biblioteca y cada noche trepaba por la escalera de la lectura logrando ver más allá de esa terrible institución. Así, aprendió que había otros mundos, otras vidas y, lo que es más importante, construyó una interioridad que ya nadie jamás podría arrebatarle. Pero Giel le dio algo más, un principio vital que define tanto su forma de vida como aquello que busca con su pensamiento: la rebeldía. Una rebeldía que se resume en la fórmula “ni someter ni ser sometido”.

Saber decir “no”
La segunda experiencia vital decisiva la cuenta en Política del rebelde (1997). Tenía 16 años y su padre le había conseguido un trabajo en la fábrica de quesos que coronaba el pueblo. Un lugar dotado de un halo realmente poderoso: o trabajabas ahí o no trabajabas. Su dueño era un tal Monsieur Paul, y es fácil imaginar el complejo de superioridad que inundaba sus venas: las vidas de todos sus vecinos, su presente, su futuro, le pertenecían por completo. Onfray acepta el trabajo y el 1 de julio 1975 entra por primera vez en las tripas de un animal que antes solo conocía por los olores y los ruidos con los que regaba todo pueblo. La experiencia no pudo ser más decisiva, ya que conoció de primera mano el poder de toda fábrica: el cuerpo y el espíritu quedan por completo moldeados por la función realizada en la cadena de producción. Cada hombre se convierte en una pieza más del engranaje y el tiempo libre solo sirve para curar el cansancio. Con el fin del verano acaba también la condena, pero la libertad durará poco, porque a los 18 años se ve obligado a regresar a la fábrica. Ahora bien, esos dos años de paréntesis no han pasado en balde: Onfray ha comenzado sus tratos con la filosofía, y lo ha hecho por algo bien sencillo; ella habla, a través de pensadores como Marx, Nietzsche, Stirner, Bakunin, Proudhon o Kropotkin, del dolor de que tu vida no te pertenezca. Con semejantes socios, era imposible que la vuelta a aquella fábrica acabara bien… En mitad del trabajo, Onfray se llena de rabia y, después de discutir con el capataz, se va por la puerta. Lo más curioso será la reacción de Monsieur Paul, el dueño de la fábrica, ya que después de escuchar el relato de lo acontecido, decide llamar a Onfray y ofrecerle un ascenso: quiere convertirle en capataz. Para cualquier otra persona de aquel pueblo la oferta sería más que tentadora, pero no para nuestro filósofo, que le escupe un “no” contundente. De aquel recuerdo, Onfray escribe en su Política del rebelde (1997): «Lo que jamás olvidaré, lo que llevaré conmigo a la tumba y nunca dejará de trabajarme el alma, es la mirada de quienes asistían a la escena ese día en que me despedí. Una mezcla de envidia y desesperación, un deseo de expresar lo que no podían permitirse el lujo de decir. Al escribir hoy este libro que desde entonces llevo en mí, pienso en los ojos vacíos de quienes no pueden entregar su mandil».

Maestro de rebeldía
El aguijón de la filosofía ya había entrado en la piel de Onfray, que decide estudiarla. De su época universitaria él no cuenta nada, por lo menos en sus libros, tal vez porque lo que lo que interesa es lo que vino después: termina la carrera, saca la oposición, comienza a dar clases en el Lycée de Caen y al duodécimo año dimite de su puesto. La razón es doble: en primer lugar, Onfray ya ha publicado varios libros que están funcionando bien, con lo que eso significa a nivel económico, pero, sobre todo, está cansado de todo lo que es y rodea al engranaje educativo: una burocracia laberíntica, una pedagogía caduca basada en la mera repetición y unos planes de estudios en los que al profesor se le deja muy claro qué se enseña y qué no. Pero antes de irse del instituto, Onfray dejará un regalito: su Antimanual de filosofía (2001). Un libro plagado de preguntas incómodas: “¿Por qué vuestro instituto está construido como una cárcel?”, “¿Es el que cobra el salario mínimo el esclavo moderno?”, “¿Por qué no os masturbáis en el patio del instituto?”, “¿Es absolutamente necesario mentir para ser Presidente?”, “¿Has probado ya la carne humana?…”. Todo un recital de interrogantes, de dispositivos, que lo que buscan es activar en el alumno esa rebeldía que en Giel intentaban extirpar por todos los medios.

Democratizar el conocimiento

Con el fin de sus años de profesor de instituto no termina la actividad docente de Onfray, ya que el mismo año que se va, en 2002, logra algo que parecía del todo imposible: abrir la Universidad Popular de Caen, un espacio intermedio entre el elitismo de la Universidad y la improvisación de los cafés filosóficos. Pero, sobre todo, un lugar que ayude a democratizar el conocimiento, es decir, a hacer que sea accesible al mayor número de personas. Para ello, Onfray propone una triple fórmula: gratuidad, libertad de asistencia y eliminación de exámenes.
Los que crean que Caen está demasiado lejos, que lo que allí ocurre no puede llegar hasta nosotros, están equivocados, ya que el contenido de las clases que Onfray imparte cada año en esa Universidad Popular está disponible en un proyecto realmente ambicioso: una contrahistoria de la Filosofía. La idea: recuperar líneas marginales del pensamiento, autores cuyas ideas han sido silenciadas u obviadas por ser peligrosas, por ir contra lo establecido. De momento, Onfray va por el volumen número ocho. Cinco ya han sido ya traducidos al español: La sabiduría de la antigüedad (2006); Los cristianos hedonistas (2006); Los libertinos barrocos (2007) y Los ultras de las luces (2007). ¿Algunos de los filósofos que desfilan por sus páginas? Diógenes, ese ateniense que apodado “el Perro” arremetía contra todo lo establecido, contra la ley y contra las buenas costumbres; Montaigne, el padre de un texto –los Ensayos– en el que el cristianismo y el hedonismo se funden mostrando un todo libre de radicalismo, abierto al diálogo y, por mucho que cueste creerlo, al placer que el cuerpo puede proporcionar; Cyrano de Bergerac, un espadachín temido, hombre de pluma afilada, enemigo de la Iglesia y –en palabras de Onfray– un perfecto seguidor de Dionisio; D’Holbach y su apuesta por una Ilustración en la que, de una vez por todas, se saque a Dios de la escena… La lista de pensadores recuperados por Onfray es larga, pues trata de dejar a los menos posibles fuera de sus páginas.

Honestidad intelectual
Michel Onfray ha logrado algo que en estos tiempos se ve poco entre los filósofos: pensar para vivir y vivir acorde a cómo se piensa. En este punto reside la fuerza y el atractivo tanto de su obra como de su personalidad. Porque si cada uno de sus libros señala un tramo del camino a recorrer, sus actos muestran a un hombre que cumple con la palabra escrita, que con una fuerza extraordinaria avanza siguiendo la hoja de ruta, y esta es la mayor prueba –en realidad la única– que un filósofo puede dar de honestidad intelectual. Con Onfray se podrá o no estar de acuerdo, pero desde luego, es un ejemplo único de lo que la filosofía, cuando esta se vive, cuando esta se siente, es capaz de ofrecer. De hijo de campesinos a fundador de una Universidad Popular que persigue democratizar el conocimiento. Testimonios como el de Michel Onfray son indispensables para que no se olvide el valor de la filosofía, para que ella pueda continuar –y con buena salud– una vida que ya tiene 2.500 años.

Este artículo ha sido escrito por Gonzalo Muñoz Barallobre en: www.filosofiahoy.es

La MUJER en la filosofía

Marie Le Jars de Gournay (1565-1645), mujer culta y ampliamente respetada en su tiempo (aunque más tarde fuera olvidada), gran seguidora de los escritos de Montaigne, aseguraba en su obra Sobre la igualdad de hombres y mujeres que “estrictamente hablando, el ser humano no es ni masculino ni femenino: los sexos distintos no están ahí para establecer y señalar una diferencia, sino que sirven solamente para la reproducción. La única característica esencial radica en el alma dotada de inteligencia”. Marie decidió permanecer soltera y, producto de su gran cultura y tesón para el estudio, fue artífice de uno de los salones franceses más eminentes en el que se reunían intelectuales de diverso calado donde se hablaba sobre literatura, política o filosofía. El mismísimo cardenal Richelieu fue un confeso admirador de Marie.
Apoyándose en algunas tesis del mencionado Montaigne (que llegó a tratar a nuestra protagonista como a una “hija adoptiva espiritual”), De Gournay centró su pensamiento en la reflexión sobre la muerte y en la necesidad de imprimir un sentido a nuestra vida. Pero, sobre todo, puso sobre el tapete la cuestión del género al afirmar que si bien hombre y mujer se diferencian físicamente, en su interior, sin embargo, albergan una característica idéntica: poseen un alma. Y es que no dudó en denunciar que si las mujeres no alcanzaban puestos más destacados en el panorama cultural de la Francia que le tocó en suerte vivir, era debido a la carencia de posibilidades para formarse.
Por esta razón, nunca dejó de animar a sus amigas y conocidas, a través de sus libros y en las reuniones que ella misma organizaba, a emplear su intelecto y a adquirir el aprendizaje necesario para situarse al mismo nivel intelectual que los hombres para, con el tiempo, demostrar la igualdad de los sexos a este respecto. En un breve texto titulado Quejas de las mujeres, harta de las falsas acusaciones que sobre ella se cernían (brujería, prostitución, demencia, “vieja solterona”, etc.) llegó a escribir que “más de uno dice treinta tonterías y todavía triunfa, por su barba o por el orgullo de sus supuestas capacidades”.

Poco más que niños grandes

Como explica el profesor mexicano Marco Arturo Toscano Medina, cuando la historia de la filosofía se ha hecho cargo de la mujer (aunque haya sido colateral y parcialmente), “da la impresión que se ocupa de una realidad que no es completamente humana”. Si tenemos en cuenta que la filosofía responde a la universal y perentoria necesidad humana de dar solución a los grandes interrogantes de la existencia, es difícil entender cómo hay quien ha intentado hacer de esta disciplina un campo destinado exclusivamente a los hombres. El problema es que, cada vez que las mujeres han intentado hacerse un hueco en la filosofía, prosigue Toscano Medina, han sido “condenadas a ser y existir en un mundo construido por el varón”, por lo que escapar de los fuertes prejuicios arraigados en la sociedad en cuestión ha supuesto un esfuerzo en ocasiones insuperable.
Immanuel Kant, por ejemplo, inmerso de lleno en el complejo contexto de la Ilustración, declaró en una clase del curso 1790–1791 que “las mujeres son siempre niños grandes, es decir, no se fijan nunca un objetivo, sino que se dejan caer ahora aquí, ahora allá, pero no contemplan objetivos importantes; esto último es tarea del hombre”. En aquella misma época, sin embargo, en la que el acceso de las mujeres a la cultura seguía sujeto casi por completo a la condición de que sus familias ostentaran un alto nivel económico, o que se decantaran por la vía religiosa de un monasterio, existían auténticas filósofas que se vieron condenadas a vivir bajo la sombra de las grandes figuras masculinas como el propio Kant, Fichte, Schelling o Hegel, entre otros ejemplos.

Libertad, igualdad y fraternidad… para ellos
Es el caso de Olympe de Gouges (1748–1793), autora de la primera declaración de los derechos de la mujer en 1791. En ella acusaba a la Asamblea Nacional de París de haber publicado una Constitución dirigida en exclusiva a los “hombres y ciudadanos”, en la que quedaban excluidas las mujeres.
Después de un matrimonio forzado con un viejo empresario, y tras quedar viuda, adujo sin temor que el casamiento supone “la tumba de la confianza y el amor”. En sus escritos, que tuvieron gran repercusión, trataba diversos temas (la religión, el matrimonio, el celibato, la sociedad, etc.). A pesar de que la revolución fuera acogida como un soplo de aire fresco por gran parte del pueblo francés frente a los abusos del Antiguo Régimen, bajo el estandarte del famoso lema revolucionario Libertad, igualdad, fraternidad, Olympe de Gouges pensaba que la situación de las mujeres, a pesar de todo, no había cambiado ni un ápice. Con una voluntad férrea, reclamó un trato de igualdad en cualquier aspecto para hombres y mujeres. Lo importante, pensaba, no es demostrar que la naturaleza de ambos sexos no difieren en lo esencial, sino obligar al Estado a que la ley les sea aplicada de igual forma: los derechos no son un privilegio que puedan dispensarse aleatoriamente. En su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, Olympe llamaba la atención a sus compañeras de esta forma: “Mujer, ¡despierta! La campana que toca la razón resuena por todo el universo; ¡conoce tus derechos! El reino poderoso de la naturaleza ya no está rodeado de prejuicios, fanatismo, escepticismo y mentiras. Solo la ley tiene derecho a poner límites a esta libertad cuando degenera caprichosamente, pero debe ser igual para todo el mundo”. El punto clave de la libertad, aseguraba la enérgica Olympe, reside en que la sociedad admita que cualquier ciudadano, sea cual sea su condición o su sexo, pueda progresar sin impedimentos artificiales mediante la libre ejercitación de sus capacidades. Olympe de Gouges murió ejecutada en defensa de esa misma libertad, tras oponerse frontalmente a la represión jacobina que por aquel entonces comandaban Marat y Roberspierre. La acusación del tribunal revolucionario: reaccionaria.

Contra el silencio
Si viajamos por un momento hasta la actualidad descubrimos, tras la aparición de los grandes grupos feministas del siglo XX, que lo que llamamos “masculinidad” y “feminidad” no son notas esenciales de la naturaleza humana, como pensaban Kant, Rousseau o Schopenhauer, sino constructos sociales o culturales que pueden ser modificados con el esfuerzo de una sociedad. Aquella expulsión premeditada de las mujeres del mundo de la cultura, afirma la profesora Rubí de María Gómez, “se expresa como omisión histórica que ha borrado los rastros dejados por mujeres. Afirmarse como mujer no significa dejar de ser parte de la humanidad”. Desde muy pronto, en mitos difíciles de fechar, el Sol fue identificado con el varón, junto a las características de la fuerza, la actividad y la responsabilidad, mientras que a la mujer se le adscribían notas más oscuras (Luna), como la falta de creatividad o la irracionalidad. Hasta bien entrado el siglo XX, escribe María Rosa Palazón, “el principal negocio femenino fue, pues, seducir para engendrar”.
Para evitar estridencias que pudieran afectar al tranquilo devenir masculino de la historia de la filosofía, la estrategia a seguir fue clara: silenciar el ejercicio intelectual de las mujeres. “Ha llegado el momento –continúa Palazón– de no seguir esgrimiendo la igualdad abstracta, inmersa en los marcos teóricos y la praxis en uso. Poco habremos avanzado si nuestro único objetivo es que las mujeres ocupen los oficios y los puestos de mando antes reservados para los hombres, respetando el mismo estatus opresor, injusto, enajenante y enajenado”.
Ya en el siglo XIX existieron algunas mujeres que, tras la aventura ilustrada en la que la filosofía prosiguió su recorrido eminentemente masculino, fueron conscientes de su condición y decidieron tomar parte activa en ella a través de la política y la filosofía. Hedwig Dohm (1831–1919), que vivió cerca y conoció de primera mano la élite intelectual de Berlín, fue una de ellas. Es necesario que se escriba menos teoría sobre las mujeres; ya era hora de que los postulados que quedaban expuestos en los libros se pusieran en práctica: lo relevante es examinar la vida cotidiana de cualquier mujer para darse cuenta de que su situación no es comparable a la de los hombres.

La conquista del voto
El período de la Ilustración no debía pasar en balde. Sus principios debían aplicarse sin excepción a todos los seres humanos: el derecho a la educación solo puede ser universal, la desigualdad es producto de la diferencia existente en el proceso de socialización entre mujeres y hombres. Solo de este modo, a través del desarrollo intelectual, pueden aquellas interesarse por la política e intervenir, así, en los temas que incumben a los miembros de cualquier sociedad. Para ello, sin embargo, era necesario el sufragio universal. A este respecto, Dohm escribía en uno de sus tratados, titulado La naturaleza y el derecho de las mujeres: “Exigimos el derecho al voto como nuestro derecho. Pero ¿por qué tengo que demostrar primero que tengo este derecho? Soy un ser humano, pienso, siento, soy ciudadana del Estado. ¿Por qué se equipara a la mujer con los idiotas y los criminales? No, con los criminales no. Al criminal se le priva de sus derechos políticos solo temporalmente; de modo que tan solo la mujer y el idiota pertenecen a la misma categoría política”.
No fue hasta finales del siglo XVII cuando se publicó por vez primera un libro bajo el título de Historia de las mujeres filósofas (en la actualidad se puede encontrar en la editorial Herder), escrito por Gilles Ménage y dedicado, según el autor, a “la más sabia de las mujeres actuales y del pasado”: Anne Lefebvre Dacier, una intelectual francesa, editora y traductora de clásicos griegos y latinos. Cuando Umberto Eco echó un vistazo a la obra, explicó que, tras haber hojeado al menos tres enciclopedias actuales sobre filosofía, no encontró ninguno de los nombres que cita Ménage en su llamativo libro. El autor italiano aseguró tras este análisis que “no es que no hayan existido mujeres que filosofaran; es que los filósofos han preferido olvidarlas, tal vez después de haberse apropiado de sus ideas”.

Usurpando, que es mujer

Lo cierto es que Eco no andaba desencaminado. Una de las primeras mujeres conocidas bajo el título de scientific ladies (apelativo surgido en Inglaterra en el siglo XVII) fue Anne Finch Conway (1631–1679), quien, a pesar de sus achaques crónicos de migraña y de las dificultades económicas familiares, se dedicó fervientemente al estudio. Solo se conserva uno de sus escritos: Principios de la más antigua y más moderna filosofía, donde presenta la naturaleza (en oposición al sistema de Descartes) como un gigantesco organismo vivo, y no como una inerte máquina. Todos los cuerpos están repletos de vida, de manera que la oposición cartesiana de cuerpo y alma es, a ojos de Anne, innecesaria y superflua. El cuerpo es una suerte de espíritu concentrado, mientras que el espíritu, a su vez, es un cuerpo etéreo. Llamativamente, Conway llamó a cada una de estas sustancias vivas que pueblan el universo y que actúan en la naturaleza de un modo que resulta muy familiar: “mónadas”, cada una de las cuales son indivisibles, y que, además, encierran en su totalidad la complejidad del mundo. Sin embargo, el concepto de mónada ha pasado a la historia de la filosofía como un concepto propio del sistema de Leibniz, quien no tuvo reparos en explicar en distintos lugares de su obra que las ideas de Conway le habían influenciado hondamente.

La extraña pareja… igualitaria

Otro ejemplo del influjo que las mujeres han tenido en la historia de la filosofía es el de Harriet Hardy Taylor Mill (1807–1858), esposa de uno de los pensadores más estudiados en las facultades de Humanidades y Ciencias Económicas,
John Stuart Mill. Este, concienciado de la injusta situación que vivían las mujeres casadas, renunció a todos los derechos que el contrato matrimonial le otorgaba sobre Harriet. Ambos se influyeron mutuamente y de su trabajo conjunto emanaron algunas de las tesis más importantes del pragmatismo de John: todos los seres humanos albergan el mismo derecho a su realización personal para, así, obtener la felicidad; la lucha por la igualdad y la emancipación de las mujeres; el derecho de autodeterminación, etc. En uno de los escritos de Harriet leemos: “Por qué cada mujer tiene que ser mero accesorio de un hombre, sin que se le permita tener intereses propios: la única razón que se puede dar es que así lo quieren los hombres. Los que tienen el poder consiguen que los súbditos consideren durante mucho tiempo como sus virtudes apropiadas aquellas cualidades y aquella conducta que agradan a los gobernantes”.

El camino por andar

Aunque hemos repasado solo algunos de los ejemplos menos conocidos, es indudable que el campo de la filosofía realizada por mujeres está repleto de ejemplos aún por descubrir esperando a que alguien les dé voz. A modo de homenaje y como invitación para la investigación de los lectores de Filosofía Hoy, también debemos mencionar por su importancia a Hipatia, Diotima, Fintis, Marguerite Porète, Christine de Pizan, Teresa de Ávila, Margaret Cavendish, Emily Dickinson, Rosa Mayreder, Rosa Luxemburgo, Alexandra Kollontai, Lou Andreas-Salomé, Simone Weil, Indira Gandhi, Simone de Beauvoir, Sarah Kofman, Natalia Ginzburg, Victoria Camps o Martha Nussbaum, sin olvidar a aquellas que, con la ayuda de la literatura, hicieron del mundo un lugar más habitable, como las hermanas Brönte, Safo, Jane Austen, Gabriela Mistral, Flora Tristán, George Sand, Ana María Matute o Virgina Woolf. Y es que “un día existirá la muchacha y la mujer cuyo nombre no signifique meramente una oposición a lo masculino, sino algo por sí, algo que no se piense como un «completamiento» y un límite, sino solo vida y existencia: la persona femenina” (Rilke).

Este reportaje ha sido escrito por Carlos Javier González Serrano y publicado en: www.filosofiahoy.es

«Apología de lo cotidiano»

La publicación de un trabajo de filosofía de creación, no de una glosa de historia de la filosofía, ni un manual de divulgación o un estudio académico de interpretación sobre una corriente, escuela o autor, es algo tan poco frecuente en catalán y castellano que ya adquiere los visos de noticiable. Y si la obra en cuestión se transforma en un éxito que ya va por la segunda edición, agotada su primera tirada de 4.500 ejemplares (éxito relativo, por supuesto, pero innegable teniendo en cuenta que los lectores naturales de filosofía quizá sean aún más escasos que los de poesía), entonces estamos frente a todo un verdadero fenómeno.

Ese fenómeno se llama La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad (Quaderns Crema y Acantilado en catalán y castellano respectivamente) del profesor de la Universitat de Barcelona Josep Maria Esquirol, autor de El respeto o la mirada atenta (2006) y El respirar de los días (2009), entre otros títulos. Una obra que se aparta tanto obviamente de la popular autoayuda«porque uno de sus objetivos es denunciar los discursos banales sobre la felicidad y la superación», explica Esquirol, como del sesudo e indigesto estudio académico. «Después de 30 años en las aulas, utilizar la jerga filosófica era lo más fácil, pero de lo que se trataba era de expresar una idea de fondo con el lenguaje comprensible de la experiencia», dice el filósofo acerca de la asequibilidad de la obra, quizá la gran clave de su éxito en librerías.

Lo cierto es que las ideas de Esquirol son ya de por sí seductoras porque apuntan a la recuperación o más bien a la interrogación de lo propio de la condición humana en el frío, monocorde y cada vez más nihilista mundo tecnificado que nos rodea. Y su tesis de partida completa o corrige las premisas existencialistas. «En la filosofía contemporánea, en buena parte deudora de Heidegger y Sartre, se impone la concepción de la existencia como decisión y proyecto, a través de un movimiento de expansión. Me parece una idea muy rica, pero parcial. Y en cambio muy cercano a la experiencia de la vida es el movimiento de recogimiento y amparo. Para poder proyectarse al exterior, primero hay que estar en el espacio protegido de proximidad de la casa», explica Esquirol.

Del mismo modo que se vio obligado a desarticular «el par conceptual de vida cotidiana y existencia inauténtica», tan común entre ciertas apropiaciones divulgativas, «para recuperar la hondísima riqueza de la experiencia cotidiana que nos pasa desapercibida», dice el pensador que hace sin ambages «una apología de la cotidianidad». Para Esquirol «la condición de resistente responde a nuestra manera de ser, de estar en el mundo, que quizá necesite ser intensificada en nuestro contexto existencial de disgregación y erosión del sentido, para pensar la resistencia tanto en términos políticos y temporales como también ontológicos», señala.

La resistencia de la que habla Esquirol es la de lo humano, frente a la muerte o derrumbe del humanismo moderno que postula Sloterdijk. «Resistencia a la disgregación que no es tanto una crítica a la tecnificación del mundo, como una denuncia de la demanda de actualidad, que nos pierde y confunde. Resistir es ser uno mismo», aclara. Y el segundo factor de disgregación que «lleva a la pérdida del hombre y de lo humano», advierte, «es la banalización del lenguaje, incluso en su registro científico y técnico, pero vacío y desconectado del sentido profundo de nuestra experiencia de la vida».

Su concepción del lenguaje es en parte deudora de Habermas, que lo define como emancipación. «Cuando me dirijo a alguien, lo quiero como interlocutor, no como esclavo, dice Habermas. Yo intento una variación sobre esa idea muy rica sobre la intención del lenguaje como amparo, en un diálogo con Lévinas, a quien considero un compañero de viaje. El lenguaje revela, en fórmulas tan sencillas como el saludo, el cuidado y la solicitud para con el otro, para con el prójimo», explica. Quizá en este último sustantivo se encuentra la llave de su filosofía de la resistencia íntima, porque la «intimidad» por la que aboga «es sinónimo de proximidad, de la cercanía afectiva, que no tiene que ver con la distancia física, sino con el espacio experiencial del afecto, con la idea de prójimo y el rostro del otro», concluye.

Este artículo ha sido publicado por Matías Néspolo en: www.elmundo.es

«Filósofos en cartel: irracionalidades del presente»

«Y así la ciudad nuestra y vuestra vivirá a la luz del día y no entre sueños, como viven ahora la mayor parte de ellas por obra de quienes luchan unos con otros por vanas sombras o se disputan el mando como si éste fuera algún gran bien. Mas la verdad es, creo yo, lo siguiente: la ciudad en que estén menos ansiosos por ser gobernantes quienes hayan de serlo, ésa ha de ser forzosamente la que viva mejor y con menos disensiones que ninguna; y la que tenga otra clase de gobernantes, de modo distinto.
-Efectivamente -dijo.
-¿Crees, pues, que nos desobedecerán los pupilos cuando oigan esto y se negarán a compartir por turno los trabajos de la comunidad viviendo el mucho tiempo restante todos juntos y en el mundo de lo puro?
-Imposible -dijo-. Pues son hombres justos a quienes ordenaremos cosas justas. Pero no hay duda de que cada uno de ellos irá al gobierno como a algo inevitable al revés que quienes ahora gobiernan en las distintas ciudades.
-Así es, compañero -dije yo-. Si encuentras modo de proporcionar a los que han de mandar una vida mejor que la del gobernante, es posible que llegues a tener una ciudad bien gobernada, pues ésta será la única en que manden los verdaderos ricos, que no lo son en oro, sino en lo que hay que poseer en abundancia para ser feliz: una vida buena y juiciosa. Pero donde son mendigos y hambrientos de bienes personales los que van a la política creyendo que es de ahí de donde hay que sacar las riquezas, allí no ocurrirá así. Porque cuando el mando se convierte en objeto de luchas, esa misma guerra doméstica e intestina los pierde tanto a ellos como al resto de la ciudad».

Fragmento de La República de Platón, Libro VII

La filosofía no muere, está en permanente estado de nacimiento

La Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla iniciará un programa de actividades en defensa de la Filosofía. Su objetivo es comunicar a la sociedad y a la opinión pública la importancia fundamental que tiene la filosofía dentro de la educación secundaría y el bachillerato muy especialmente. El razonamiento lógico, la capacidad de hablar y argumentar correctamente, la actitud crítica ante la realidad y uno mismo, la capacidad de discernir la realidad social y tomar consciencia de la misma son aspectos que son fundamentales para la plena formación del educando, del estudiante de secundaria y aún más de Bachiller.

Estos contenidos curriculares y objetivos que se trabajan en educación con el saber filosófico se perderán con la reforma educativa en marcha. Competencias como la social y ciudadana, el desarrollo de la autonomía e iniciativa personal, la competencia cultural y artística y hasta la competencia lingüística no podrán desarrollarse plenamente con la pérdida de la filosofía. La Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla considera que esta ley es en sus bases y su redacción una auténtica tropelía en contra de la educación. La situación es más grave, si cabe, si consideramos que también se pierden asignaturas como dibujo, tecnología o música. Además, mientras en otras comunidades se están llegando a acuerdos de máximos dentro de la flexibilidad que permite la LOMCE para mantener asignaturas y horarios que cualquier especialista en educación considera fundamentales, curiosamente en el ámbito de gestión directa del MEC se está optando por extirpar las asignaturas que “entretienen” como señaló nuestro Excmo. ministro José Ignacio Wert. ¿A qué se debe que quizás en el territorio más urgentemente necesitado de filosofía, de diálogo, de autocrítica, de la laxitud propia que imprime en los dogmas políticos, sociales y religiosos la ilustración que proporciona una buena educación filosófica, se decida eliminar la filosofía?

A todas luces parece una irresponsabilidad y un error que sin duda tendrá consecuencias a medio y corto plazo en las dos plazas africanas de soberanía española. Por todos estos motivos la Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla tratará de fomentar y difundir la importancia de la filosofía en la sociedad, así como su presencia en el sistema educativo. Con este objetivo comienza en Cadena Ser Melilla un programa de Radio titulado “Para tomarse el día con Filosofía” que se emitirá todos los martes de 13:05 a 13:25. En el que los distintos miembros de la Asociación hablaran de la necesidad y la importancia de la filosofía, así como de algunas de las grandes figuras del pensamiento. Con esto pretenden reunir todos los apoyos necesarios y posibles para continuar defendiendo el papel insustituible que tiene la enseñanza filosófica en toda sociedad que pretenda llamarse democrática y en toda educación que quiera llevar el apelativo de calidad.

Este artículo ha sido publicado por la Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla en: www.luzdemelilla.es

 

«Se necesitan jóvenes críticos»

El filósofo y escritor Leonardo Da Jandra expuso que solamente reincorporando la ética en las escuelas se pueden formar generaciones y sociedades sanas y armoniosas.

Al impartir la conferencia «Principios de filosofía cósmica» con motivo del XXII aniversario de la Universidad Vasconcelos, consideró que nunca como en la actualidad la juventud había estado tan sometida y ajena a hacer una aportación a la sociedad en que viven.

«Veo como nunca antes en la historia de la humanidad, a pesar de los momentos adversos por los que ha pasado la civilización humana, una intencionalidad perversa muy estudiada, muy precisa, para estabular las conciencias de los jóvenes».

Recalcó en ese sentido que un error grave del sistema educativo fue prescindir de la ética y la filosofía, pues en las aulas ahora se están creando hombres y mujeres acríticos. «Las universidades no solo deben formar a buenos profesionistas sino a buenos seres humanos, ese es el punto fundamental», subrayó.

Ante estudiantes y catedráticos de la UNIVAS, Da Jandra exhortó a reflexionar el comportamiento cotidiano y a recordar que la libertad no sirve si no se tienen valores.

«Piensen que están en este planeta no para tener éxito fregando a los demás, se viene a este planeta para dejar una memoria aunque se microscópica de aportación, cuando uno cumple con uno mismo en esta dinámica lo demás ya no importa», dijo.

El autor de «Filosofía para desencantados» advirtió que quienes desde su juventud no tienen la inquietud de ayudar a una persona se deshumanizarán por completo. «El único éxito que percibo ahora es ayudar a los demás, el que tiene talento debe a ayudar, aprovechar su don y que no se convierta éste en una base egocéntrica», reiteró.

¿Qué vale nuestra vida si no creemos en ninguna trascendencia? ¿Para qué nos preocupamos?, cuestionó Leonardo Da Jandra. Enfatizó que «o nos salvamos juntos o nos condenamos parejo».

El filósofo ponderó la necesidad de que los jóvenes se interesen por el bien colectivo y expuso que para logar el paso del egocentrismo al sociocentrismo es fundamental el trabajo de las universidades y de los centros educativos.

Señaló que la lealtad y el agradecimiento son preceptos básicos en el comportamiento humanístico que no deben olvidarse e hizo notar a los universitarios la urgencia de construir una sociedad ética, con principios y consciente, recuperar la filosofía para reflexionar críticamente y acabar con la sociedad cancerígena que tenemos.

Este artículo ha sido publicado en: www.noticiasnet.mx

Ojo con él

Reseña de «Campo de retamas» escrita por José Luis Pardo

Los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio, reunidos en su libro ‘Campo de retamas’, no son los residuos superficiales de su prosa, sino que brillan por sí solos

Decía Nietzsche que los aforismos deben ser cumbres, de tal manera que la lectura de un libro de sentencias habría de causar en el espíritu la impresión de ir saltando de pico en pico, prescindiendo del trabajo afanoso y arriesgado de la subida y del interminable y tedioso proceso de descenso, de tal modo que quien lee se vea siempre sorprendido por la fórmula, no sabiendo nunca “cómo ha llegado allí” ni tampoco cómo podrá coronar la cumbre siguiente sin despeinarse, con el mismo gesto elegante y despreocupado con el que David Niven y Cantinflas, en la versión cinematográfica de La vuelta al mundo en ochenta días, utilizan al pasar junto a ellas la providencial nieve de las montañas para enfriar una botella de champán que, cómo no, llevaba preparada en la despensa del globo. En este sentido, puede que los aforismos de Nietzsche pertenezcan a la misma estirpe que los de La Rochefoucauld e incluso que los de Lichtenberg, pero está claro que su linaje no es el mismo que el de los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio, espléndidamente reunidos en su último libro, Campo de retamas.

El hecho de que un pecio sea, técnicamente, el resto de un naufragio, nos indica solamente que no es una “sentencia”, término que —para empezar, en su acepción judicial— sugiere la confección de un veredicto resolutorio e inapelable, aunque nos hurte toda la larga y compleja instrucción del sumario que ha llevado a esa conclusión. Una sentencia es siempre un éxito, la salida terminante y acabada de un proceso (pues un proceso judicial interminable, sin declaración de culpabilidad o de inocencia y sin reparto de responsabilidades, como los que a menudo parecen tener lugar en nuestros tribunales, va siempre acompañado, para nosotros, de una resonancia angustiosa y kaf­kiana de fracaso, de expectativas insatisfechas). Los pecios de Sánchez Ferlosio tienen más bien el aire de un comienzo, de un incipit, de una incoación de final incierto que, ciertamente, arroja una luz sobre el asunto que trata, pero no es la del relámpago o el fogonazo de una iluminación deslumbrante y definitiva que localiza en la oscuridad el blanco posible de un disparo, sino más bien la de “una bombilla temblorosa e impávida, desafiando la ominosa noche, en la ciudad bajo los bombarderos”, como dice uno de ellos. Y, si algún parentesco se les hubiera de buscar, sería más bien con escritos del tipo de las Voces de Antonio Porchia (“La verdad tiene muy pocos amigos, y los muy pocos amigos que tiene son suicidas”) o de los Pensamientos despeinados de Stanislaw Jerzy Lec (“Es difícil andar con la cabeza alta sin darse aires”).

Se ha dicho a veces que los pecios de Sánchez Ferlosio son como “la otra cara” de su escritura, la vertiente paratáctica, breve, directa e inmediata de una prosa habitualmente cargada de subordinaciones, intrincados vericuetos y prolijos apéndices que dibujan un mapa de pensamiento lleno de laberintos. Pero es posible que esta contraposición sea en sí misma artificial, como la que su autor denuncia a menudo en el presuntuoso contraste entre lo profundo y lo superficial. Quiero decir que estos pecios no son los residuos “superficiales” de una prosa que, en otras manifestaciones, enunciaría un pensamiento más “profundo”, no son maneras comprimidas de expresar lo que en otros textos se dice con mayor escrupulosidad. Es más, ni siquiera creo que pueda decirse que son construcciones sintácticas “directas”. Si en algún sentido son “restos” de algo, podría sostenerse que son más bien frases subordinadas sueltas y perdidas de su contexto, al que han dejado de necesitar para brillar por sí solas como esa bombilla temblorosa recién citada, frases accesorias emancipadas de su conexión con la principal como retamas que, en lugar de ofrecerse como simple combustible para hornos que cocinan discursos de relleno o masticables para lectores iracundos, se convierten en extrañas flores de racimo, formaciones de malas hierbas que adquieren una inesperada belleza, “flores del mal” de un conocimiento impensado. Y en ese punto muestran un elemento fundamental del “método” de esta escritura, a saber, que en ella lo subordinado se insubordina contra lo presuntamente principal y adquiere un protagonismo inhabitual, que los desvíos aparentemente secundarios son en ella lo más importante, y el “argumento” general solamente un pretexto, como cuando su autor “comenta” textos periodísticos, coplas populares o fórmulas ideológico-propagandísticas. Y si lo de “método” hay que ponerlo entre comillas es porque esta transformación no ocurre nunca de modo deliberado, sino que acontece justamente como un naufragio que arruina el equilibrio argumental o al menos lo torpedea, como el resultado imprevisible pero irremediable que impide al jardinero podar del todo las excrecencias improductivas que invaden los cultivos, porque a menudo encuentra algo más y algo diferente de lo que creía estar buscando. La escritura de Sánchez Ferlosio nunca es “profunda” en el sentido de “oscura” o de “solemne”; puede ser difícil, pero nunca abandona la claridad.

También por ello es corriente, tanto a propósito de los pecios como de los ensayos, subrayar la “originalidad” de Sánchez Ferlosio, extremo este que con razón suele indignarle. Porque su obra está tan vinculada a la trama viva de nuestra tradición cultural que exhibe siempre la inconfundible condición de lo impersonalmente originario, sin tener que depender para nada de la “originalidad” literaria característica del estilo personal, invariablemente obsesionada por la novedad y la distinción. Pero es completamente injusto hacer de Ferlosio un escritor “raro”, “heterodoxo” o (aún peor) “maldito”. Alguien dijo una vez que todas las grandes obras están escritas en una suerte de “lengua extranjera”, y no hay mayor elogio para un escritor que decir de él que ha sido capaz de mostrarnos nuestra lengua como si fuera otra, de hacernos sentir extraños a lo que decimos de tan inadvertido como nos pasa; pero en este caso no hay dudas de que esa lengua extranjera es el castellano llano, cuyo cuidado no consiste en salvaguardas académicas, sino en el ejercicio sistemático y continuado de la lengua para decir a alguien algo acerca de algo. Y, en este punto, Sánchez Ferlosio sigue siendo un ejemplo cabal de lo que significa ser un escritor. Que eso se haya convertido en una “rareza” debería, como decía cierto usuario de las tarjetas black pillado in fraganti, hacernos reflexionar.

José Luis Pardo

Este artículo fue originalmente publicado el 15 de mayo de 2015 en el suplemento Babelia de El País

¿Necesitamos tantos científicos?

El avance de la tecnología hace que EE UU se plantee la recuperación de las humanidades y el arte en su sistema educativo

Facebook nos hizo replantearnos nuestra noción sobre la privacidad. Gracias a Google nos preguntamos si tenemos derecho al olvido. Ahora llega la tecnología móvil a nuestras muñecas, un reloj puede analizar nuestra última carrera o las calorías que acabamos de quemar y Estados Unidos se pregunta si las humanidades se han convertido en un estudio irrelevante o son más necesarias que nunca.

La tecnología nos ha impuesto todo tipo de “métricas” para asuntos que en realidad no se pueden medir, argumenta Leon Wieseltier, editor cultural de la revista The Atlantic. Wieseltier ha sido una de las últimas voces en desatar la polémica al hacer un llamamiento en defensa de la educación en humanidades frente a la oleada de campañas para educar y reclutar científicos en EE UU. Sin filósofos, políticos ni pensadores, alega, ¿quién va a redefinir los límites morales y éticos que sigue rompiendo el avance de la tecnología?

“Se asignan valores numéricos a cosas que no pueden capturar los números. Conceptos económicos inundan ámbitos no económicos. ¡Los economistas son nuestros expertos en felicidad! Donde antes quedaba la sabiduría, ahora reina la cuantificación”. El ensayo de Wieseltier, Among the Disrupted, publicado por The New York Times y en el que comentaba una obra del escritor Mark Greif, ha sido interpretado también como una crítica a la tecnología. Las palabras del intelectual vibran con intensidad en un momento de debate en EE UU sobre lo que muchos consideran como un énfasis excesivo en la educación científica frente a las artes y las humanidades.

“Para aquellos que piensan que todo lo que necesitamos son programas de ciencias, les recomiendo que miren a los lugares donde se ha hecho así anteriormente”, afirma Deborah Fitzgerald, decana de la Facultad de Historia y Ciencias Sociales del Massachusetts Institute of Technology (MIT). “En esos países ahora hay generaciones de licenciados sin preparación para ser políticos ni jueces, que no confían en el pensamiento crítico para resolver problemas humanos”.

El MIT de Boston, donde el 100% de sus alumnos estudian grados científicos, obliga a los estudiantes a tomar un cuarto de sus asignaturas en el ámbito de las ciencias sociales o el arte. Fitzgerald, profesora de Historia de la Tecnología en el MIT, asegura que el último empuje de los estudios de humanidades surgió a principios del siglo XX “en reacción al enorme abrazo que se había dado justo antes a las ciencias”. La decana lo describe como un “péndulo” que va y viene a lo largo de la historia.

El estallido intelectual y romántico en la Inglaterra del siglo XVIII, dice Fitzgerald, fue una respuesta a la oleada de migrantes rurales al Londres de la revolución industrial, cuando la población de la capital se multiplicó dos veces y media en solo 100 años. La reubicación de la población, explica Clay Shirky en su obra ‘Cognitive Surplus’ sobre la creación de conocimiento colaborativo, donde también hace una parábola entre aquel momento y el actual, que provocó tanto la destrucción de los modos de vida antiguos como la creación de un nuevo modelo urbano.

Si lee este texto en una pantalla digital, está viendo un ejemplo de cómo la última revolución tecnológica es la que ya ha introducido dispositivos electrónicos y móviles en casi todas nuestras actividades diarias. Los institutos enseñan a los alumnos a escribir el lenguaje de los ordenadores y el código HTML, PHP o JavaScript se suma a las asignaturas de idiomas. En EE UU, la tendencia ha cobrado tintes políticos.

El senador republicano y candidato a la presidencia en 2016 Marco Rubio bromeó recientemente si “merece la pena tomar un préstamo de 40.000 dólares para licenciarse en Filosofía Griega, ya que el mercado para contratar a filósofos griegos es muy competitivo”. Rubio no es el único que ha rechazado la importancia de subvencionar la educación en humanidades. Su compañero de partido y gobernador de Carolina del Norte, Pat McCrory, declaró en 2013 que no quiere “subvencionar una licenciatura que no vaya a garantizar un empleo”.

Los defensores de la importancia de las humanidades se muestran preocupados también por el énfasis que ha realizado la Administración Obama en programas conocidos como STEM (Science, Technology, Engineering and Mathematics) y cuyo objetivo es aumentar el número de estudiantes de ciencia y tecnología en los institutos, pero no incluye más recursos ni más horas para las clases de humanidades.

Obama ha vinculado estas iniciativas con la demanda de ingenieros e informáticos que ejerce el sector tecnológico, siguiendo las líneas de líderes como Steve Jobs o Bill Gates. El fundador de Microsoft declaró ante el Congreso que EE UU sufre “la escasez de científicos e ingenieros con experiencia para desarrollar la próxima generación de inventos revolucionarios”. Sin embargo, voces como el columnista de The New York Times Nicholas Kristof alertan de que por cada licenciado en filología inglesa en EE UU, ya hay siete en una rama de negocios.

Wieselter lidera las voces que recuerdan que toda tecnología “ha sido utilizada antes que comprendida completamente” y que esa comprensión llega desde el conocimiento de las humanidades y el arte, no sólo la tecnología. “Siempre hay un hueco entre la innovación y el entendimiento de sus consecuencias. Ahora vivimos en ese paréntesis y es el momento adecuado para reflexionar”.

En la actualidad, 1.5 millones de estudiantes de primaria en EE UU no reciben clases de música y otros 4 millones tampoco participan en lecciones de artes visuales, según datos del Centro Nacional de Estadísticas de Educación. El 100% de los estudiantes de escuelas públicas, un total de 23 millones, nunca tienen una clase de danza ni de teatro.

Zakaria denuncia que el estudio de las artes y las humanidades es percibido como “un lujo costoso” y que el énfasis en las asignaturas de ciencias se debe a una “malinterpretación” de los datos que pone a EE UU “en una vía muy peligrosa”. El autor de ‘En defensa de la educación progresista’ pide la creación de un sistema educativo que promueva la creatividad y el pensamiento crítico. Y cita a Steve Jobs, fundador de Apple, quien aseguró en la presentación del iPad en 2007 que en “el ADN de Apple no es la tecnología, sino su combinación con las artes y con las humanidades, lo que nos aporta el resultado”.

“Puedes juntar a todos los Zuckerberg del mundo pero si los aíslas y no los combinas con las razones, el por qué de lo que están haciendo, tendríamos un mundo muy difícil de manejar”, dice Dave Csyntian, presidente de la organización See The Change, que aboga por la inmersión en programas de ciencias a edades más tempranas. “El pensamiento crítico es imprescindible”.

Csyntian reconoce que la idealización de creadores como el fundador de Facebook puede atraer a muchos adolescentes hacia la tecnología, pero puede ser un arma de doble filo. “La tecnología nos ayuda a responder el qué con aparatos en nuestra muñeca, nuestro reloj, nuestro teléfono… pero nos estamos perdiendo el por qué”. Esa cuestión, afirma, depende del pensamiento crítico de los alumnos como de los ciudadanos, y “si sacamos esa parte de la ecuación, nos estamos perdiendo algo fundamental”.

“La industria demanda cualificaciones científicas e informáticas, pero son el arte y las humanidades las que lo unifican todo”, dice Edward Abeyta, asesor del decanato de la Universidad de California en San Diego. Abeyta argumenta que no se puede obviar cómo un estudiante de música aprende a trabajar en equipo en una orquesta, adquiriendo cualidades que va a necesitar en el futuro. “Somos una nación de creadores e innovadores. Sin el arte, sin el diseño, lo perderíamos”.

El último presupuesto de Obama destinó 3.100 millones de dólares a programas de educación pública, sin que la tendencia haya mejorado significativamente el nivel de los estudiantes ni resolver la falta de profesionales especializados que demanda el mercado. EE UU sigue atascado en el puesto 29 del informe PISA en matemáticas y el 22 en ciencias, por detrás de países como Estonia, Taiwan, Singapur, Suiza y Holanda.

Según Csyntian, una de las razones es que los estudiantes no reciben clases de física o matemáticas hasta una edad más tardía que en Europa o Asia. “Lo entendemos como un catalizador para que los alumnos puedan tomar mejores decisiones de cara al futuro”. Esas decisiones dependen para Csyntian de que los adolescentes entren en contacto con el conocimiento científico desde una edad temprana. “Sea en el campo que sea, les ayuda entender cómo funciona el mundo que nos rodea”.

Para Wieseltier, “el procesamiento de información no es el máximo al que puede aspirar el espíritu humano, como tampoco lo es la competitividad en una economía global”, dice en respuesta a la filosofía de compañías como Google. “El carácter de nuestra sociedad no puede quedar determinado por ingenieros”.

Diversas campañas como la impulsada por el presidente Obama han ayudado a concienciar a la población de que EE UU necesita más profesionales en el ámbito de las ciencias y la tecnología. Sin embargo, asegura Csyntian, todavía no se ha comprendido del todo que lo más importante es el contacto de los alumnos con esos contenidos a una edad más temprana para que puedan elegir mejor.

“La innovación no es solo un asunto técnico sino de comprensión de cómo funcionan las personas y las sociedades, lo que quieren y lo que necesita”, escribe Zakaria. “América no va a dominar el siglo XXI haciendo chips sino reimaginando cómo interactúan los ordenadores y otras tecnologías con los seres humanos”.

Este artículo fue originalmente publicado el día 10 de mayo de 2015 en el diario El País

Razones para leer FILOSOFÍA

Si el ámbito del pensamiento nunca ha estado exento de paradojas, éstas parecen hacerse más agudas e imprevisibles en el presente siglo. Mientras la filosofía queda relegada al ostracismo en los planes de estudio de Secundaria y Bachillerato para mayor gloria de los tecnócratas que idearon la Lomce, los espacios de debate pierden presencia e influencia en los medios de comunicación y la vida pública (o pretenden hacerse pasar por filosóficos cuando en realidad son otra cosa) y las críticas que emanan del modelo socialdemócrata rara vez trascienden el contexto partidista, la materia vive un auténtico esplendor editorial, de difícil parangón en la España del último siglo. A las reediciones de clásicos, sometidos a un trabajo crítico e interpretativo cada vez más exigente, y en formatos altamente competitivos en cuanto a atractivo y legibilidad (lejos quedan los viejos mamotretos académicos a prueba de criterios estéticos), se unen los lanzamientos de filósofos contemporáneos con una ambición en cuanto a número de lectores que hace tiempo dejó de ser discreta, por no hablar de las muchas colecciones para neófitos, textos divulgativos y hasta adaptaciones de títulos emblemáticos en formato cómic. Si en las últimas décadas se dieron precedentes rayanos en fenómenos como la autoayuda (basta citar Más Platón y menos Prozac, de Lou Marinoff, todo un best-seller que sirve más bien como manual de asesoramiento filosófico, una disciplina de larga tradición en países como Francia y EEUU que en España se encuentra aún en pañales), el lector parece haberse puesto ahora del lado de la filosofía de manera más directa, dispuesto a acudir a las fuentes de primera mano o, al menos, con intermediarios de mayor confianza. Podrían ponerse sobre la mesa varios argumentos para discernir esta paradoja, pero existe una idea esencial: en tiempos de inestabilidad y cambio, cuando no está muy claro qué espera a las sociedades a la vuelta de la esquina, y con estructuras muy sensibles modificadas para garantizar la continuidad del sistema socieconómico en términos a su vez permanentemente descalificados, la figura del lector se confunde con la del ciudadano y quien acude a un libro lo hace buscando respuestas. Del mismo modo, ensayos de otras disciplinas próximas como la economía (el ejemplo de Thomas Piketty es proverbial) ocupan actualmente en las librerías estantes que hace sólo unos años quedaban reservados a los ases de la novela. Ocurre, sin embargo, y como es bien sabido, que la filosofía no da respuestas, sino que hace preguntas. El procedimiento, sin embargo, viene funcionando desde hace algunos miles de años y, aunque con altibajos, el balance puede darse por satisfactorio: es en la formulación de preguntas donde el lector/ ciudadano encuentra el propio combustible intelectual para sostenerse en un ambiente cada vez más adverso. De cualquier forma, que sean cada vez más los lectores que demandan filosofía, y que las editoriales respondan en consecuencia, demuestra que una política educativa empeñada en restringir el pensamiento está condenada al fracaso. Y si es cierto que Peter Sloterdijk nunca saldrá tan rentable como Stephen King, también lo es que el best-seller ha sufrido en los últimos años su propia involución capitalista: las ventas millonarias quedan distribuidas cada vez en menos títulos, y ya no resulta demasiado extraño que los filósofos de la caverna puedan hablar de tú a novelistas mucho más promocionados en lo que a hacer caja se refiere. Todo esto viene a cuenta, al cabo, a que hoy se celebra la última jornada de la Feria del Libro de Málaga. Y, dado que la múltiple oferta editorial responde a la urgente necesidad de lectura filosófica, no está de más apuntar ciertas recomendaciones.

Para empezar, por una cuestión de cercanía, magisterio, oportunidad e influencia, conviene subrayar el reciente lanzamiento a cargo de Galaxia Gutenberg del nuevo tomo de las Obras completas de María Zambrano, el que corresponde a la primera entrega, con una detallada y completa revisión editorial de Jesús Moreno. Destaca en su índice el primer libro que publicó la pensadora veleña, Horizontes del liberalismo (1930), en el que Zambrano lanzaba un órdago respecto a cuestiones más que candentes en este 2015: la posición del individuo entre las ideologías económicas, la desconfianza hacia los credos revolucionarios («Una política de esencia revolucionaria no significa necesariamente una revolución») y el lamento por el devenir de una doctrina liberal que, en virtud de la interpretación más voraz del capitalismo, se aferró al individualismo más extremo hasta borrar todo rasgo de fe en el nosotros. Contiene el volumen asimismo otros tres títulos fundamentales: Los intelectuales en el drama de España (1937),Pensamiento y poesía en la vida española (1939) y Filosofía y poesía (1939), en el que Zambrano define y estructura su propio sistema filosófico: la razón poética, un procedimiento con el que la pensadora plantea una seria superación de Ortega en su determinación integral y que ejerció una enorme influencia durante el siglo XX. En estos libros, primerizos pero de una autoridad ya más que solvente, armados a la sombra de la Guerra Civil y el exilio que habría de sobrevenir poco después, María Zambrano pregona su advertencia esencial: la consagración del racionalismo como marco único para el pensamiento y la praxis sólo puede conducir al desastre. El estallido de la Segunda Guerra Mundial en el mismo 1939 y los horrores que Europa contó hasta su fin le dieron la razón con demasiada celeridad.

Una de las editoriales que en los últimos años ha mostrado mayor interés en alimentar su catálogo filosófico es Errata Naturae, tanto con títulos recientes como con cuidadas reediciones y traducciones de clásicos muy diversos (su atención a Henry David Thoreau ha sido especialmente celebrada). De entre sus últimos lanzamientos merece ser destacado La inmensa soledad del francés Frédéric Pajak (1955), un autor que combina sin tapujos la filosofía, la novela y el cómic y que en este libro sienta en la misma mesa a Friedrich Nietzsche y Cesare Pavese (con Turín como mar de fondo) para bordar una aproximación libre y poética a sus vidas, sus ideas, sus épocas, sus confluencias y sus desencuentros. El mismo sello rescató recientemente el Manual para la vida feliz del griego Epicteto, referencia clave de la escuela estoica, en un volumen completado con un ensayo de Pierre Hardot . El libro merece una lectura completada con una anterior propuesta de Errata Naturae, publicada hace dos años, a la que merece la pena volver por su carácter fundacional: Filosofía para la felicidad, de Epicuro, con la hermosa traducción de Carlos García Gual y Javier Palacios Tauste. Claro, que si de clásicos se trata, Alianza nunca falla con su colección de filosofía en su apartado de libros de bolsillo: este mismo mes han vuelto a las librerías losPensamientos de Pascal con la traducción de Xavier Zubiri, y muy poco antes lo hicieron In vino veritas de Kierkegaard, Los judíos de Jesús Mosterín, la Política de Aristóteles, Investigación sobre el conocimiento humano de David Hume y el Tratado teológico-político de Spinoza, sólo por citar unos cuantos. Las bases de la civilización occidental siguen por lo tanto accesibles y a buen precio.

De vuelta a la filosofía contemporánea, una de las últimas entregas que mayor impacto ha cosechado en España en los últimos años es la Tetralogía de la ejemplaridad de Javier Gomá (1965), puesta en circulación por la editorial Taurus con cuatro obras del pensador bilbaíno, de lectura independiente pero con evidentes conexiones: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible. La recuperación y agrupación de los mismos responde a la cada vez más vehemente exigencia social de ejemplaridad por parte de los representantes públicos (una exigencia que permite a Gomá argumentar que, si bien la ejemplaridad puede sufrir una crisis en el presente en cuanto a la praxis, su ideal se mantiene bien álgido) en un contexto marcado a fuego por la corrupción. En el último catálogo de la editorial Sexto Piso destaca El alma de las marionetas, del filósofo británico John Gray (1948), una aproximación a la libertad del ser humano a través de la obra literaria de Stanislaw Lem, Jorge Luis Borges y otros escritores. Altamente recomendable es la lectura de Mis chistes, mi filosofía, un volumen del esloveno Slavoj Zizek (1949) publicado por Anagrama el pasado marzo que propone una lectura irónica e irreverente, aunque no por ello menos comprometida, de algunas de las causas del dolor de cabeza de nuestro tiempo, a cargo del considerado «filósofo más peligroso de Occidente». Una opción siempre recurrente es la del gran apóstol del ateísmo, el francés Michel Onfray (1959), del que circula en las librerías un abundante catálogo con perlas recientes como su Antimanual de filosofía (Edaf, 2013) y Nietzsche, el cómic hagiográfico facturado junto a Maximilien Le Roy y publicado en España por la ya citada editorial Sexto Piso en 2012. Si surge el ánimo de equilibrar, se puede acudir a los Escritos libertarios de Albert Camus que divulgó en España Tusquets el año pasado. Aunque para los lectores de filosofía siempre quedará Fernando Savater (1947): su última obra al respecto, ¡No te prives! Defensa de la ciudadanía, publicada por Ariel también el año pasado, resulta más que pertinente.

Entre todas estas orillas abundan las colecciones divulgativas, como Filosofía para profanos, la deliciosa serie de libritos que firman a cuatro manos la pensadora Maite Larrauri y el dibujante Max y que publica Tàndem. Por no hablar de las adaptaciones al manga de títulos como Así habló Zaratustra y El capital que publica Herder. Hay para todos. Mejor darse el gusto.

Este artículo ha sido publicado por Pablo Bujalance en: www.malagahoy.es