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Charles Taylor: «Las personas no tienen claro hoy el sentido de la vida»

Charles Taylor (Montreal, 1931) es profesor emérito de Filosofía en la Universidad de McGill. Formado en Oxford, es un profundo conocedor de las corrientes del pensamiento contemporáneo. En su última obra, La era secular (Gedisa, dos volúmenes que suman más de 1.200 páginas) analiza el impacto de la ciencia, la Reforma protestante y las mejoras socioeconómicas en las transformaciones de los sistemas de creencias en Occidente. Está convencido de que la convivencia religiosa es posible y deseable, así como de que la fe, hoy en retirada, no desaparecerá. Sostiene la conveniencia de encontrar un nuevo lenguaje para explicar el presente, ante el agotamiento de las viejas palabras. Entre sus obras destacan Las fuentes del yo y La ética de la autenticidad (Paidós). El Gobierno canadiense le encargó, junto al sociólogo Gérard Bouchard, un trabajo sobre las diferencias culturales y la acogida de inmigrantes, hoy conocido como el informe de la comisión Bouchard-Taylor.

Pregunta. Usted ha estudiado el declive de las creencias religiosas, convencido de que ése es un cambio central en la sociedad actual. ¿Es así?

Respuesta. He intentado dar una perspectiva sobre uno de los cambios de era vividos durante los últimos doscientos años. Hemos pasado de una sociedad marcada por la cristiandad a otra abierta y diversificada. Ahora hay distintas formas de ser cristiano o ateo. Es una situación completamente nueva en la historia de la humanidad. Mi idea era describir el presente y comprender cómo se ha pasado de la fe a la falta de fe.

P. Y, ¿qué ha pasado?

R. Bueno, lo que se cuenta es siempre una narración, un relato, como dice Paul Ricoeur. Yo creo que la vida humana no se comprende sin un relato. Al analizar la situación de la espiritualidad y de la religión compruebo que hay muchas personas que buscan algo, sea una concepción atea o religiosa. Hay también muchas personas que lamentan la erosión de la cristiandad y se resisten a su desaparición. El desafío es entender a las dos partes, creyentes y no creyentes, y que convivan.

P. En su obra habla de ataques de los laicos a los cristianos. En España se da más bien lo contrario: hay creyentes que intentan convertir sus opiniones en leyes y prohibir el aborto.

R. El laicismo dirigido a contener la religión tiene sentido cuando hay una iglesia hegemónica, pero en Francia, Canadá, Estados Unidos, Alemania, se da una diversidad sin hegemonía posible por parte de una iglesia. Si España no está ahí, el laicismo contra una iglesia hegemónica es todavía pertinente. Pero lo que ocurre a veces en Occidente es que no hay un anticlericalismo contra el catolicismo, sino contra los musulmanes que, por ejemplo en Francia, son una minoría ya discriminada. El resultado es una marginación que acelera su sentimiento de exclusión. Algo muy diferente a lo que ocurrió en Francia durante la Tercera República. Entonces había un problema porque una parte de la población quería reinstaurar un régimen monárquico católico y había que luchar contra ello.

P. El futuro, ¿será más tolerante?

R. Tolerancia no es la mejor palabra. Una democracia no es tolerante, es un régimen de derecho, algo superior a la tolerancia. La cuestión es si somos capaces de mantener un verdadero régimen de derecho. En caso contrario, la mejor solución disponible es la tolerancia. Pero el objetivo ha de ser una democracia en la que cada cual tenga el derecho a expresar su opinión, a votar como quiera, a practicar la religión que acepte. ¿Soy optimista en cuanto al futuro del sistema de derecho? No creo que vaya a desaparecer, pero extenderse a todo el planeta… Ya vemos lo que ocurre en China, Rusia, Arabia Saudí. Lo probable es que haya avances y retrocesos. Ahí está la evolución de Rusia hacia una forma de dictadura larvada, pero Túnez es un ejemplo de evolución positiva. Sí, en el futuro habrá pérdidas y ganancias, avances y retrocesos. Es difícil pensar que el mundo vaya gradualmente hacia una democracia como cree Francis Fukuyama con el fin de la historia.

P. En los sesenta, dice usted, se vivió una revalorización del cuerpo asociada a una sexualidad menos prohibitiva, frente a la que reaccionaron las iglesias.

R. Hay muchas personas mayores que se sienten perturbadas por este cambio, sea por la mayor laxitud de las relaciones entre sexos o por el reconocimiento de los derechos de los homosexuales. Les choca. También había en la mayoría de religiones un vínculo muy fuerte respecto a esta moral sexual puesta en cuestión, pero las cosas han cambiado mucho y cambiarán más.

P. El referéndum en Irlanda sobre el matrimonio homosexual tuvo la oposición de la Iglesia católica. ¿Por qué tanta reticencia?

R. Hemos vivido siglos en la cristiandad, no en el cristianismo: una civilización donde todo, la moral, el arte, estaba inspirado por el cristianismo. La mayoría de las iglesias fueron formadas en esa concepción moral, coronada por el hecho de ser una moral considerada absolutamente válida, a salvo de la crítica. Es comprensible que quienes han gestionado estas iglesias se resistan a lo nuevo porque creen que cuestiona la lógica del cristianismo.

P. ¿Decía usted que las cosas cambiarán?

R. Es evidente. Muchos de los jóvenes que han votado en Irlanda se consideran todavía católicos, aunque discrepen de la jerarquía. Ésta ha hecho lo mismo en los dos últimos siglos. Pío IX condenó los derechos humanos y la democracia. La jerarquía adoptó una postura de oposición y de condena, una actitud que ha llegado hasta Benedicto XVI. Es una pena, pero hay que superarlo.

P. Usted asocia la idea de la muerte a la percepción de una pérdida del sentido de la vida

R. Hoy las personas no tienen claro el sentido de la vida. Hace siglos sabían que cada cual tenía que ganarse la salvación —como se decía en Quebec— obedeciendo a la Iglesia, siendo un buen cristiano. Y se tenía un temor inmenso a ser condenado. El significado de la vida era tan claro que nadie se quejaba de la falta de sentido. Con los cambios, hay quien cree que la vida no tiene sentido. Las reacciones pueden ir desde el intento de hallar sentido en el sinsentido, como Camus, hasta hundirse o paralizarse. Creo que hay algo en el ser humano que actúa contra esto: un deseo de sentido. Se puede decir que la vida no tiene sentido o que el sentido es incierto, pero hay constantemente en el hombre movimientos de significación que renacen en la vida y eso nos indica que somos menos distintos de los antiguos de lo que creemos, a veces con un sentimiento de superioridad.

P. ¿Superioridad?

R. Creemos ser superiores porque los antiguos estaban obnubilados y aceptaban las historias que les contaban y nosotros no. Somos menos distintos que eso aunque haya diferencias.

P. Cita usted a Camus. Es un rasgo de su obra utilizar tanto textos literarios como filosóficos.

R. Para explorar los distintos modos de significación de la vida, el lenguaje filosófico, que quiere ser muy claro, no es suficiente. Hay un pensamiento sutil, como decía Pascal. No hay solamente un pensamiento matemático capaz de explorar las distintas formas de significado. Para hablar como un filósofo hay que leer literatura, escuchar música, porque hay otras formas de expresar las cosas. El discurso del filósofo cojea un poco, debo decirlo, sin esa referencia a la literatura. En ella se da una riqueza, una densidad de pensamiento que falta completamente en otros textos. Yo intento navegar entre los unos y otros porque creo que es necesario.

P. También sostiene que el lenguaje actual ha perdido fuerza.

R. Nos hallamos en una nueva situación. Usaré una analogía: si voy a China, al principio estoy desorientado; tengo que aprender algo de la lengua, aprender conceptos que me son extraños, antes de poder hablar con las personas. Lo mismo ocurre cuando nace una nueva era. Aparecen problemas nuevos y no siempre tenemos las palabras adecuadas para expresar una opinión. Estamos obligados a encontrar el lenguaje que nos permita describir la nueva situación. Vivimos en una era en la que todo cambia muy rápidamente. Necesitamos un lenguaje que dé cuenta de los nuevos significados. Es un proceso sin fin.

Esta entrevista ha sido publicada por Francesc Arroyo en: www.elpais.com

Francesc Torralba: «La tarea del filósofo es transmitir la exigencia de pensar»

Varios son los pensadores y filósofos que han tratado de analizar a la luz de la razón los últimos tiempos. La crisis económica, más allá de los sucesos particulares de cada estado, ha sido una muestra de la situación e impacto que nuestras ideas como colectivo pueden tener en el mundo, de ahí que no sean pocos los que han querido hablar de una crisis “de valores”, más allá de lo meramente material. Entre estos pensadores está Francesc Torralba (Barcelona, 1967), profesor y director de la Cátedra Ethos de la Universidad Ramon Llull, además de autor de más de 70 obras en las cuales ha tratado de analizar los elementos centrales de la existencia humana: Dios, el sufrimiento, el dolor, la vida virtuosa o el sentido de la misma. Hablamos con él largo y tendido.

Para el ciudadano de a pie la filosofía es un campo arduo, complejo y en muchos casos destinado a una minoría intelectual. Las ventas de libros de divulgación científica o psicología demuestran, por el contrario, que el ciudadano de a pie está hambriento de conocimiento, de herramientas que le permitan vivir mejor su vida. ¿Por qué la filosofía está desligada? ¿Por qué no hay más autores que, como usted, ofrecen una visión accesible a la misma?
Entiendo que la filosofía nace en el ágora, en el seno de la plaza pública, y que emerge como un diálogo a fondo sobre las grandes cuestiones que asedian a la condición humana. Sin embargo, a lo largo de su historia se convierte en un monólogo académico para uso y consumo de académicos, articulado a través de un lenguaje críptico y excluyente, elitista y ajeno a los latidos del tiempo, para emplear una bella expresión de José Ortega y Gasset. Esta cerrazón o hermetismo académico tiene como consecuencia la marginación del verbo filosófico de la vida pública y el ostracismo de la razón ética, política y metafísica.
Sin embargo, a lo largo de la historia de la filosofía existe este doble tipo de movimiento: el esotérico, para uso y consumo de la tribu, y el exotérico, cuyo fin es suscitar un diálogo sobre las grandes cuestiones de fondo. Yo creo que ambos movimientos no son contradictorios, ni uno tiene que optar por uno de los dos polos de la disyuntiva. Cabe la posibilidad de articular una obra esotérica, pero también, simultáneamente, exotérica. Cuando el filósofo desaparece de la escena pública, otros agentes ocupan su lugar y pronto se convierte en una figura anacrónica, algo así como en un espectro cuya función es sacar brillo a las grandes figuras de la historia de las ideas. Creo que la tarea del filósofo es, por un lado, conservar la memoria del logos, pero, por otro lado, de innovación, la presencia activa en la sociedad para introducir algo que está muy ausente: la exigencia del pensar, el gozo de pensar, también la angustia de pensar.

En la actualidad, lo mismo que existen psicólogos, o coaches, se está desarrollando la figura del consejero filosófico (como nuestras compañeras de Equánima) que ofrecen un uso práctico de las enseñanzas filosóficas para resolver problemas de la vida diaria. ¿Qué opinión le merecen estas prácticas? ¿Cómo aplicar estos conceptos que nos ofrece la filosofía sin caer en la ‘autoayuda’? ¿Qué opinión le merece esta última?
Algo que se aprende a la hora de filosofar es el principio de no sucumbir a la generalización. De hecho, generalizar significa pensar mal, olvidar el matiz, los márgenes, la excepción, los subconjuntos que siempre existen dentro de un conjunto más amplio. La realidad siempre trasciende a la idea, al esquema, a la representación, con lo cual no se puede descartar de un plumazo a los que ejercen el asesoramiento filosófico, tampoco a quienes articulan una filosofía inteligible para uso y consumo del pueblo, con el fin de emitir un mensaje que sea significativo. Con frecuencia, la caída en la ininteligibilidad es una excusa para aparentar profundidad, es decir, un pretexto para aparentar algo que no se posee. La profundidad no tiene por qué estar reñida con la sencillez discursiva, con la simplicidad formal. Cuando uno lee textos de Epicteto, de Marco Aurelio, de Séneca, de Montaigne, de Pascal, de Arthur Schopenhauer o de E. M. Cioran, se encuentra con textos de gran calado que llegan al lector convencional y que activan en él el ejercicio de pensar, más todavía, el valor de examinarse a sí mismo. Solo se puede juzgar a posteriori, y con frecuencia se descarta esta literatura filosófica abierta al gran público desde la ignorancia de la misma o, simplemente, por resentimiento académico.

Existe en nuestra época una sensación de desesperanza, de pesimismo en el devenir de la humanidad. No obstante, con datos objetivos en la mano, el mundo no ha vivido nunca un momento mejor que el actual: hay más respeto por los derechos humanos, menos hambre, más libertad y mayor acceso a la cultura. En un cómputo global, vivimos mejor que nunca antes. ¿Es este, pese a lo que nos queda por recorrer, el mejor de los mundos posibles?
Decía Søren Kierkegaard que la esperanza se fundamenta en la posibilidad, mientras que la desesperación consiste en no ver posibilidad alguna. Uno se hunde en la nada cuando no vislumbra ningún intersticio, ninguna rendija por donde salir, por donde escapar del atolladero. La esperanza, que es virtud y motor básicas para la vida humana, bellamente descrita por Ernst Bloch y por Gabriel Marcel, es imprescindible para enfrentarse al presente y al futuro. Existen razones para la esperanza, pero también para la desesperación.
A juzgar por los dramas que acechan a la humanidad, el apocalíptico tiene argumentos de peso para desarrollar un discurso oscuro, un caldo de cultivo de la desesperación; sin embargo, desde la perspectiva histórica, existen razones objetivas para la esperanza. En el mundo global, tenemos una información en tiempo real de lo que ocurre en las antípodas del mundo. Ello suscita en nosotros la moral de derrota, la sensación de impotencia; sin embargo, la historia revela que, a lo largo de los dos últimos siglos, se ha logrado garantizar algunos derechos fundamentales que, en Europa, eran ciencia ficción o un lujo para minorías elitistas: el derecho a la educación, el derecho al sufragio universal, el derecho al trabajo, el derecho a la atención social y sanitaria, el derecho a la libertad de pensamiento, de expresión, de credo, de asociación, de movimientos. Naturalmente, esta evolución no puede, todavía, proyectarse a todo el planeta, pero la historia dibuja un rumbo que permite labrar la virtud de la esperanza.

Usted defiende la ética como una idea colectiva, una moral que ha de ir más allá del individuo. Sin embargo, el siglo XX, con toda probabilidad el más sangriento de la historia de Occidente, coincidió en buena parte con el auge de los modelos que antepusieron al colectivo por encima del individuo y sus derechos. Hoy esto persiste, equiparando individualismo con egoísmo, hablando del cuidado de las minorías pero negando al individuo, la minoría más pura que hay. ¿Hemos caído en el vicio del utilitarismo al asumir, indirectamente, que es moral que la mayoría arrolle al individuo en beneficio del conjunto? ¿Es en realidad la crisis del individualismo el elemento básico de la crisis de valores que vivimos?
Concibo la ética como un examen interior, como una crítica de la moral vigente, como la capacidad de deconstruir lo que está establecido como bueno o como malo en un sistema normativo colectivo. Entiendo que la ética es un discurso dialógico, crítico, racional y valorativo, que reflexiona sobre los hábitos y las costumbres colectivas de una época y las somete a un duro examen. De ahí, la incomodidad que supone siempre el ejercicio de la ética, porque es una labor de crítica y autocrítica, lo cual requiere tomar distancia y tener la audacia de someterse a uno mismo a examen. Uno de los males endémicos de la cultura líquida postmoderna es el individualismo. Cuando uno reflexiona éticamente, somete a crítica esta tendencia colectiva, tanto por las consecuencias que genera como por la frustración de suscitar este modelo de existencia.

Usted habla acerca de una ‘Revolución del corazón’, abogando en ella porque el fin no justifica los medios, por lo que los actuales episodios de violencia, insultos y agravios están lejos de la manera adecuada de realizar el cambio: “Esta manera de proceder es bárbara y primitiva, situada en un momento histórico anterior a la ilustración”. ¿No caemos en una visión demasiado idílica de la ilustración? ¿Acaso no fueron sus valores los que pusieron en marcha revoluciones, como la francesa, para las que la violencia no fue en absoluto ajena? ¿Hubiera sido posible un cambio así de un modo pacífico?

La violencia engendra violencia. La vía para alcanzar la paz no puede ser la violencia. Existe una violencia estructural que activa una violencia desesperada, pero esa primera violencia es fruto de la injusticia y de la desigualdad. Solo es posible la paz si hay justicia. Mientras en el mundo global las condiciones de vida de millones de seres humanos sean indignas, no puede haber paz. La desigualdad engendra el odio, el resentimiento, el rencor y, finalmente, estalla en violencia. Vivimos en un mundo global y, por tanto, todo es interdependiente. La injusticia que sufre una gran parte de la humanidad nos afecta y nos afectará a pesar de preservarnos dentro de una pequeña burbuja residencial con servicio de vigilancia permanente. Los flujos migratorios son imparables. Frente a ello, es esencial tomar consciencia de la situación, ponerse en la piel del otro y luchar vehementemente contra la globalización de la indiferencia.

¿Una igualdad impuesta tendría menos violencia? En la historia vemos sistemas basados en la igualdad que no han sido ni justos ni pacíficos…

La equidad básica es decisiva para lograr la paz. Mientras existan diferencias tan abismales como existen en el presente, es imposible imaginar un mundo pacífico, porque estas enormes diferencias generan rencor, resentimiento y rabia que no pueden ser contenidas de manera indefinida.

Esto nos lleva la siguiente pregunta, relacionada con lo que usted desarrolla en la Revolución ética: la revolución comienza por contar con el otro, verlo como un fin en sí mismo, no como un cliente, un enemigo, un instrumento. Este ideal altruista (vivir de cara a terceros, cuidar a los demás para que estos cuiden de ti, etc.) ha sido permanente a lo largo de la historia, especialmente en la cultura occidental. Si no ha funcionado, ¿es posible que se trate de un pensamiento erróneo? ¿Puede que la realidad sea que el ser humano es naturalmente egoísta y la negación de esa realidad sea el problema? ¿Debería la revolución enfocarse en la responsabilidad propia, que cada uno cuide de sí mismo (en lugar de exigir que los demás cuiden de él) antes de plantearse vivir para el otro?
En el ser humano coexisten dos pulsiones: la pulsión de vida (eros) y la pulsión destructiva (thanatos), o dicho de otro modo, el impulso empático y social y, a la vez, el impulso ególatra e individualista. La evolución es el fruto de la lucha por la supervivencia, pero también de la cooperación en el seno de la especie. Soy cuidado, luego existo. Si no hubiere sido cuidado durante mi gestación y después de ella, no existiría. El cuidar es constitutivo y fundamental para el porvenir de la especia humana, porque no somos seres autosuficientes, sino animales frágiles, vulnerables, dependientes y heterónomos.


Vivimos bajo el dogma de que es una obligación moral ayudar al prójimo. Ahora bien, cuando entra en juego la obligatoriedad, cuando el acto de caridad no es voluntario, ¿no pierde este su esencia?

En efecto, el amor es libre o no es amor, pero el amor que emerge de las profundidades del ser humano trasciende la mera inclinación sensual, el deseo efímero, la atracción física, y es percibido como una llamada interior que exige entregarse al otro, darlo todo a fondo perdido, actuar sin calcular, o dicho de otro modo, impele a darlo todo sin pensar en lo que se recibe. Este amor gratuito y sin cálculo, que no espera reciprocidad alguna, es el amor en estado puro.

Revolución, como tal, es un cambio brusco en la estructura sociopolítica de una nación, por tanto extremo y radical. ¿Cómo casa esta idea con la virtud de la moderación? ¿Dónde queda el justo medio aristotélico en el concepto de revolución?
La moderación no puede ser un pretexto para justificar la atroz injusticia estructural que corroe el mundo. No puede ser una tapadera para ocultar la devastadora corrupción que está destruyendo la legitimidad de las instituciones públicas, ni una palabra para justificar el silencio, la indiferencia, o simplemente la cultura de la pereza.

Usted hace hincapié en algunas de sus obras acerca de la necesidad de soñar, de lograr un ideal. Frente a él, contrapone el pragmatismo, aunque reconoce la necesidad de este para el desarrollo humano. ¿Del mismo modo que pecamos en ocasiones de un exceso de pragmatismo, hemos pecado de un exceso de idealismo al desvincularnos de la realidad empírica?
Dice Ernst Bloch que toda realidad viene precedida por un sueño. Se trata de soñar despiertos, pero de soñar, es decir, de imaginar mundos futuros más bellos, más armónicos, más justos, más participativos, más verdaderos, más equilibrados, pues solo si tenemos capacidad de visión, es posible activar el músculo social para hacer realidad tal horizonte.

En la actualidad, época de grandes logros científicos y avance imparable de la ciencia, la idea de espiritualidad parece que va contando cada vez con menos adeptos a pesar de que muchos de sus valores son los que identificamos como ideales morales. ¿Cómo nos afecta esta negación del ‘misterio’? Siendo la misma considerada por muchos filósofos como una idea fundamental para enfrentar la existencia (como consuelo, como esperanza, como aceptación del ‘destino’), ¿cual es el coste de negar la fe? ¿Es posible que la crisis de valores que vivimos hoy esté relacionada con la caída de la influencia de la religión y la fe en el mundo actual?
La razón es un instrumento poderoso, pero frágil a la misma vez. No es omnipotente, ni puede conocer la totalidad de la realidad. Algo escapa a nuestra comprensión. Immanuel Kant vislumbró sus fronteras y, después de él, Kierkegaard. La razón humana no tiene capacidad para contener la complejidad de lo real. El verdadero científico es consciente de sus límites, como lo es también el verdadero filósofo cuando tiene la audacia de discurrir sobre el misterio del ser.

¿Estamos condenados a la fe (no necesariamente religiosa) entonces?
La fe es el antídoto a la desesperación, pero la fe se expresa de múltiples modos y tiene distintos grados de intensidad. Creer en uno mismo es un modo de fe, como también lo es creer en el poder la comunidad humana para transformar la historia. La fe es la fuerza motriz que activa al ser humano a conquistar sus horizontes. Sin fe, sin esperanza, sin confianza en el propio potencial humano es imposible trazar un camino de liberación.

Esta entrevista ha sido realizada por Jaime Fdez-Blanco Inclán y publicada en: www.filosofiahoy.es

Entrevista a Habermas sobre Grecia, Alemania y la Unión Europea

Entrevista concedida por el filósofo alemán a Philip Oltermann para el periódico The Guardian.

Guardian: ¿Cuál es su veredicto sobre el acuerdo alcanzado el pasado lunes?

Habermas: El acuerdo sobre la deuda griega anunciado el lunes por la mañana es dañino, tanto en lo que hace a su resultado cuanto en lo tocante al modo en que ha sido logrado. Por lo pronto, el resultado de las conversaciones es desaconsejado. Aun si se considerara que los asfixiantes términos del acuerdo constituyen un curso correcto de acción, no es de esperar que esas reformas puedan ser llevadas a cabo por un Gobierno que ha confesado no creer en los términos de lo acordado.

En segundo lugar, el resultado carece de sentido en términos económicos, a causa de la mezcla tóxica de necesarias reformas estructurales del Estado y de la economía con ulteriores imposiciones neoliberales que que resultarán de todo punto desmoralizantes para una exhausta población griega y matarán cualquier ímpetu de crecimiento.

En tercer lugar, el resultado significa que un inerme Consejo Europeo se declara a sí mismo en total bancarrota:  el relegar de facto a un Estado miembro a la condición de protectorado contradice abiertamente los principios democráticos de la Unión Europea. Finalmente, el resultado es desastroso, porque fuerza al Gobierno griego a aceptar un fondo de privatizaciones económicamente cuestionable y predominantemente simbólico que no puede entenderse sino como un acto punitivo contra un gobierno de izquierda. Es difícil de imaginar que pueda infligirse un daño mayor.

Y, sin embargo, eso es lo que hizo el gobierno alemán cuando el ministro de finanzas Schäuble amenazó a Grecia con expulsarla del euro, mostrándose vergonzosamente como el disciplinador en jefe de Europa. Con ello, y por vez primera, el gobierno declaró manifiestamente su voluntad de imponer una hegemonía alemana a Europa: así, en cualquier caso, se ven las cosas en el resto de Europa, y esa percepción define la realidad que cuenta. Mucho me temo que el gobierno alemán, incluida su ala socialdemócrata, ha dilapidado en una noche todo el capital político que una mejor Alemania había acumulado en medio siglo. Y con “mejor” quiero decir una Alemania caracterizada por una mayor sensibilidad política y una mentalidad postnacional.

Guardian: Cuando el primer ministro griego Alexis Tsipras llamó a referendum el mes pasado, muchos otros políticos europeos lo acusaron de traición. La canciller alemana Angela Merkel, por otro lado, ha sido acusada de chantajear a Grecia. ¿Qué parte cree usted que carga con más responsabilidad en el deterioro de la situación?

Habermas: No estoy seguro de las intenciones reales de Alexis Tsipras, pero debemos reconocer un simple hecho: para permitir a Grecia volver a levantarse, la deuda que el FMI ha considerado «altamente insostenible» debe ser reestructurada. A pesar de esto, tanto Bruselas como Berlín le han denegado persistentemente al primer ministro griego la oportunidad de negociar una reestructuración de la deuda desde el principio. Para poder superar este muro de resistencia entre los acreedores, el primer ministro Tsipras optó al final por reforzar su posición con un referendum , y obtuvo más respaldo doméstico del esperado. Esta renovada legitimación forzó también al otro lado, bien a buscar un compromiso, bien a explotar la situación de emergencia de Grecia y actúar, incluso más que antes, insistiendo en la disciplina. Ya conocemos el resultado.

Guardian: ¿Es la actual crisis en Europa un problema financiero, político o moral?

Habermas: La crisis actual puede ser explicada tanto por causas económicas como por un fracaso político. La crisis de deuda soberana que emergió de la crisis bancaria tiene sus raíces en las condiciones subóptimas de una composición muy heterogénea de la unión monetaria. Sin una política económica y financiera común, las economías nacionales de los pseudo soberanos estados miembros continuarán distanciándose en términos de productividad. Ninguna política comunitaria puede sostener esa tensión a largo plazo. Al mismo tiempo, centrándose en evitar un conflicto abierto, las instituciones europeas están impidiendo las políticas necesarias para ampliar la unión monetaria a una unión política. Sólo los líderes de los Gobiernos que forman parte del Consejo Europeo están en posición de actuar, pero precisamente son los únicos que son incapaces de hacerlo en el interés de una Comunidad Europea unida porque piensan principalmente en su electorado nacional. Estamos atrapados en una trampa política.

Guardian: Wolfgang Streeck advirtió en el pasado de que el ideal habermasiano de Europa es la raíz de la actual crisis, no su remedio: Europa -advierte- no sólo no salvará la democracia sino que la abolirá. Muchos de los izquierdistas europeos sienten que los actuales acontecimientos confirman la crítica de Streeck al proyecto europeo. ¿Cuál es su respuesta a sus preocupaciones?

Habermas:  Dejando a un lado su predicción de una inminente desaparición del capitalismo, estoy de acuerdo con el análisis de Wolfgang Streeck. Con el curso de la crisis, el Ejecutivo europeo ha acumulado más y más autoridad. Las decisiones clave están siendo tomadas por el Consejo, la Comisión y el BCE, o en otras palabras, por las instituciones que están insuficientemente legitimadas o tienen falta de base democrática. Streeck y yo también compartimos el punto de vista de que este vaciamiento tecnocrático de la democracia es el resultado de un patrón neoliberal de políticas de desregulación del mercado. El equilibrio entre política y mercado se ha roto a costa del estado de bienestar. En lo que diferimos es en los términos de las consecuencias que se derivarán de estos predicamentos. Yo no veo cómo un retorno a los estados-nación que tienen que competir como grandes corporaciones en un mercado global puede contrarrestar la tendencia hacia la antidemocratización y el crecimiento de la desigualdad social -algo que, por cierto, también vemos en Gran Bretaña. Esas tendencias sólo pueden ser contrarrestadas después de todo, por un cambio en la dirección política, provocado por mayorías democráticas en un núcleo europeo más fuertemente integrado.  La unión monetaria debe ganar la capacidad para actuar a un nivel supranacional. En vista del caótico proceso político desencadenaado por la crisis en Grecia, no podemos permitirnos ignorar por más tiempo los límites del actual método de compromiso intergubernamental.

Jürgen Habermas es profesor emérito de Filosofía en la Universidad Johann Wolfgang Goethe de Frankfurt. Su último libro, The Lure of Technocracy, está publicado por Polity.

Esta entrevista fue originalmente publicada en The Guardian, en su edición del día 16-7-2015

Traducida por Ángel Vallejo

Cuando la diversión viene impuesta

Javier Gomá y Toño Fraguas exploran la tendencia social que nos obliga a divertirnos y nos explican cómo debemos tender hacia el autonoconocimiento para hallar la verdadera plenitud

Muchos de nosotros estamos deseando que llegue el verano para romper con la rutina y las costumbres anuales y descansar. Sosegarnos para divertirnos, para vivir un verano eufórico y exótico que nos haga experimentar miles de sensaciones nuevas y convertir sueños y anhelos en realidad.

Sin embargo, no tenemos tan claro que las metas tan altas que nos marcamos se cumplan, y podemos sentirnos frustrados a la vuelta de vacaciones porque nuestras expectativas no han sido cubiertas como esperábamos en nuestros elevados sueños. Es aquí donde surge el problema de la diversión impuesta por decreto, en la que todos, en mayor o menor medida, hemos caído y seguimos cayendo.

La tendencia a compartir en las redes sociales, o incluso a alardear de lo bien que lo pasamos, lo felices que somos, lo a gusto que estamos… Ese comportamiento puede leerse como un estadio provocado por la ansiedad de la ausencia de retos, o por que no somos capaces de enfrentarnos al silencio que nos devuelve el espejo si nos paramos apensar en nosotros mismos, bajarnos del tren y tomar un momento para ‘autopertenecernos’.

Javier Gomá y Toño Fraguas redibujan los conceptos de inteligenciasabiduría en busca de un crecimiento interior, que termine provocando una diversión que nos complazca y nos complete, que nos llene y responda a un reflejo de voluntad. Que lo que hagamos, sea porque realmente disfrutamos, no porque los demás lo hacen y no queremos ser menos, o por evitar quedarnos sin nada que contar cuando empiece septiembre.

El tiempo es la única dimensión

El filósofo Gomá nos regala un axioma al que deberíamos regresar a menudo. El tiempo es lo único que tenemos los seres humanos. Ese tesoro, efímero y a la vez constante y continuo, tiene que convertirse en nuestro aliado a la hora de invertirlo para nuestro gozo sincero.

«La filosofía proyecta luz sobre la vida» afirma Gomá, quien argumenta que ésta disciplina es la herramienta a la que debemos recurrir para desviar todas las variables a nuestro alcance hacia un único foco. Nosotros mismos y nuestras prioridades (sin que esto suponga volvernos egoístas y huraños).

Necesitamos un momento al día para ‘autoplantearnos‘. Ya que, en definitiva, «las costumbres son el remedio que nos hemos dado los hombres en respuesta a la brevedad de la vida, porque si cada mañana tuvieramos q inventar el mundo entero no hariamos otra cosa«.

Este artículo ha sido publicado por Annais Pascual en: www.cadenaser.com

– En este enlace podéis escuchar el podcast de la conversación radiofónica:

http://cadenaser.com/programa/2015/07/13/hoy_por_hoy/1436798527_423699.html

Vicente Serrano: «Nuestra tarea es la de pensar el presente, eso que a pesar de todo podríamos seguir llamando la contingencia moderna»

Vicente Serrano estudió Derecho en Valladolid por tradición familiar, aunque siempre le interesó más lo que había detrás de las normas, la ratio iuris. Terminada la carrera de leyes, decidió estudiar Filosofía y, tras la licenciatura en la Complutense, se doctoró con una tesis sobre la filosofía del Idealismo alemán. Después trazó una vida académica más o menos ortodoxa, con puntuales actividades de otra índole. Ha traducido y ha enseñado Filosofía y ha publicado libros y artículos. Eso es lo que sigue haciendo en Chile, país que le ha acogido generosamente, en la hermosa ciudad de Valdivia, en cuya Universidad Austral es profesor titular y donde dirige actualmente el Instituto de Filosofía y la Escuela de Graduados. Carlos Javier González Serrano charla con este filósofo y escritor para la revista Filosofía Hoy.

¿Qué es hoy la filosofía más allá de los muros de la universidad? ¿Tiene sentido hablar de filosofía no universitaria?

Veo difícil que la filosofía se pueda desligar de la universidad. Nunca lo ha hecho del todo o rara vez. De la universidad o de sus análogos en el mundo antiguo en forma de escuelas, de la Academia, del Liceo… Pero una cosa es la formación universitaria, que yo diría es casi imprescindible hoy en día, y otra cosa es que necesariamente la filosofía se confunda con la condición de profesor universitario. Sobran ejemplos de lo que digo. Por lo demás, yo distinguiría entre la producción académica en sentido estricto y el pensamiento filosófico sin más. Aunque seguramente no habría lo uno sin lo otro, la dinámica de productividad académica puede perjudicar a la primera en un mismo autor. Obedecen a reglas distintas y no fácilmente compatibles. Posiblemente, y consideradas conjuntamente, sin los aportes de la primera no se produce la segunda, pero lo cierto es que un autor con voluntad de pensar puede encontrar en ocasiones que la vida académica, con sus reglas, no se lo facilite y deba tomar algunas cautelas.

Tras una dilatada carrera como autor, en la que te has alzado con el Premio de Ensayo Anagrama por La herida de Spinoza, ¿cuál dirías que es actualmente la calidad de los libros que se escriben sobre filosofía?

Una vez más hay que distinguir esos dos tipos de producción de los que hablaba. La estrictamente académica, los papers y artículos indexados, tienen un gran nivel cuantitativo en todo el mundo, aunque como en todo hay mucha prescindible, mucha reiteración. El diseño de ese tipo de productividad (la palabra lo dice todo) procede de las disciplinas científicas puras y aplicado a las Humanidades genera cierta perversión, porque el modelo clásico de estas, y creo que sigue siendo vigente, es de larga distancia y requiere tiempo y meditación. Su forma es el libro, y no el informe que da cuenta de una investigación puntal y empírica, que es en lo que consiste el artículo científico en ciencias. El pensamiento filosófico es otra cosa, aunque sin duda se apoya en lo primero, y ahí creo que en eso estamos algo expectantes.

Entre tus obras encontramos un libro de muy atractivo título, Soñando monstruos. Terror y delirio en la modernidad, que muy bien podría entenderse como imprescindible antesala a La herida de Spinoza. Al principio de aquella primera obra, explicas que te resultó muy reveladora la posibilidad de que el genio maligno de Descartes, y no su cogito (“pienso, luego existo”), constituyera los auténticos albores de la modernidad. ¿Por qué?

Nuestra tarea es la de pensar el presente, eso que a pesar de todo podríamos seguir llamando la contingencia moderna. Durante los ya largos siglos modernos esa contingencia estuvo recubierta por construcciones metafísicas a partir de la trampa del yo cartesiano, que en múltiples versiones llegan hasta Sartre. Las filosofías del último tercio del siglo XX cuestionaron las premisa modernas y en eso creo que tuvieron una enorme importancia los llamados maestros de la sospecha (mal llamados así porque más que sospechar constatan): Freud, Nietzsche y Marx, que son sin duda los principales inspiradores del pensamiento contemporáneo. Si se consideran las nociones que cada uno de ellos propuso, el inconsciente, la voluntad de poder o el capital, creo que pueden muy bien expresar metáforas de ese genio maligno que subyacía al yo en el relato cartesiano, y a su vez este puede muy bien ser una metáfora casi perfecta de la contingencia moderna en la que todavía estamos. Las filosofías etiquetadas como posmodernas descubrieron, o más bien redescubrieron, ese fondo de lo moderno mas allá de la pantalla del yo. Niegan el relato del que el cogito depende y entonces, si nos atenemos a la tradición, resulta que lo que hay detrás es ese genio maligno, esa instancia anterior al yo, se genera una especie de ontología un tanto extraña de un ser obligado a desearse a sí misma, a desarrollar una constante persecución y fragmentación de sí, lo que es tanto como decir que también existe una constante fuga de su propia condición. Esa es, creo, una descripción de nuestro mundo. Reflexionar sobre ella ayuda a situarnos críticamente y a dar cuenta de algunos fenómenos de nuestra cotidianeidad. ¿De qué sirve la filosofía si no da cuenta de eso?

Vicente Serrano

Todos los títulos de tus libros encierran un tinte oscuro, enigmático, casi terrorífico. ¿Qué tienen que ver, y cómo se relacionan, el terror y la filosofía?

Creo que el género de terror, que como tal es una cosa moderna, una auténtica novedad, es el síntoma de una fisura en los relatos oficiales de la metafísica a los que me refería antes. Fue al tratar de dar cuenta de esa fisura y del fondo que se descubre al asomarse a ella cuando reparé en la centralidad de ese género y en la necesidad de comprender por qué surge como género en el momento en que surge. Precisamente en las mismas fechas en que Hegel cierra de nuevo esa grieta, o lo intentó, en un nuevo esfuerzo metafísico donde perfecciona la ocultación de lo que el genio maligno representa. La mejor filosofía y la más interesante del XIX y XX surge contra esa nueva versión, contra ese falso cierre hegeliano. Pero la literatura y el género de terror se anticipó en eso. El género de terror se permitió, en sus comienzos, transgredir y expresar lo que la filosofía con su espíritu de seriedad todavía no se atreve a hacer. En el clima de ese género a comienzos del XIX y en lo que representa están ya prefigurados los temas de la angustia y de la locura, los grandes temas de las filosofías del siglo XX, primero en el existencialismo y luego en el postestructuralismo. Es decir, que con el tiempo se produce un trasvase desde el género de terror y lo que allí se expresa a la filosofía del siglo XX y también a la literatura sin más, a la gran literatura. Ese trasvase, sus causas y etapas es lo que estudié en Soñando monstruos. El género en sí mismo hasta que se produce ese trasvase ya a fines del XIX (lo que viene luego es otra cosa), me parecía un buen vehículo para entender nuestro mundo, atravesado por esa contingencia de la que antes hablábamos. Pero eso no quiere decir que uno cultive el terror o la locura o la angustia, sino más bien la posibilidad de dar cuenta de su raíz para tal vez poder vivir la alegría con el afecto fundamental, como resistencia, que es lo que traté de mostrar en La herida de Spinoza. 

¿Sigue siendo la filosofía la búsqueda de aquello que Schelling y Novalis designaron como “lo incondicionado” [das Unbedingte], aquello que siempre permanece al margen de cualquier cambio?

Ellos producen en un momento de exaltación generalizada en su medio, en eso que se llamó el Romanticismo, y detectan desajustes y a la vez lo hacen desde una esperanza en encontrar un lugar donde anclarla. Necesitan algo que sustituya la divinidad perdida y de hecho, incapaces de hacerlo, vuelven a la vieja divinidad, como les reprochó Nietzsche. Esa idea es por tanto producto de una época y construida con materiales de la tradición filosófica ya perdida. La prueba de que lo incondicionado que buscan no existe ya para nosotros está precisamente en que Kant se ve obligado a introducirlo en la moral, es decir, no en lo que se da, sino en el orden del deber ser. De ahí surgen los derechos humanos como exigencia frente a la voracidad de lo real moderno. Más allá de eso, creo que el núcleo de lo que hay que pensar está en algo tan condicionado como es la vida afectiva. Y ahí el maestro, pese al tiempo transcurrido, sigue siendo Spinoza.

Entre tus libros destaca una magnífica introducción al pensamiento de Schelling que lleva por título Absoluto y conciencia. ¿Qué puede hoy enseñarnos este filósofo alemán?

Schelling es un pensador que ha tenido una larga trayectoria. En Absoluto y conciencia yo me ocupaba de su esperanzado y juvenil punto de partida, vinculado a esa idea de lo incondicionado de la que hablabas. Mi libro es por tanto un umbral para comprender ese arranque, pero también para comprender su fracaso, de lo que surge lo más interesante, que es su pensamiento posterior, que es un largo esfuerzo contra su primera filosofía, a la que él mismo llama filosofía negativa, como a la de Hegel mismo, a las que contrapone la llamada filosofía positiva. En esa obra posterior, la del llamado Schelling tardío, más allá de las adherencias pseudoteologicas y reaccionarias que posee, hay un monumental esfuerzo por pensar la ansiedad moderna y de ese esfuerzo beben muchas filosofías del siglo XX, aunque no siempre lo confiesen como en el caso de Heidegger.

En todas tus obras se observa un continuo tránsito entre literatos y filósofos. ¿Qué relación media entre literatura y filosofía?

Foucault decía que no había escrito nada más que ficciones. Supongo que hay modos de interpretar eso. Por mi parte creo que incluso el filósofo más estricto no puede dejar de usar metáforas y otros recursos que llamamos “literarios”. Antes me refería a eso. Tal vez el elemento que distingue a unas y otras es, además de la intención, formal: el uso deliberado o no de lo que podemos llamar la fantasía, además de las herramientas, pues en filosofía hablamos de las “ficciones”, que son conceptuales. Eso no quiere decir que sea pura fantasía. En el siglo XX no podemos tener un concepto ingenuo de la realidad que se tenía en el XVII o en el mundo antiguo, o incluso en el XIX. ¿No es el relato cartesiano, del que depende en gran medida la filosofía moderna, un relato, confesado como tal por el propio Descartes como una novelita? En Soñando monstruos comparaba ese momento fundacional del cogitocon la Metamorfosis de Kafka. ¿Y qué es la Fenomenología de Hegel sino una novela elaborada con conceptos, aunque no solo conceptos? Yendo más lejos: ¿alguien realmente cree que la naturaleza de Spinoza era real o más bien una ficción poético-conceptual que sin embargo permitía operar sobre nuestros afectos, tal como eso que aparece reflejado en la parte V de la Ética? Otra cosa son los tecnicismos propios de las filosofías adjetivas, el exigible y necesario rigor filológico de disciplinas que podemos llamar académicas, como la historia de la Filosofía misma, que en todo caso también operan inevitablemente con metáforas en el importante trabajo que desarrollan y que no son incompatibles con eso que llamo ficciones conceptuales.   

En 2005 publicaste un libro de sugerente título, Nihilismo y modernidad. Dialéctica de la antiilustración. ¿A qué “nihilismo” te refieres? ¿Existen formas contemporáneas de nihilismo? ¿Qué pervive hoy aún de la Ilustración alemana y europea en general?

Ese libro surge como un incidente, como un excursus del que no me pude ocupar cuando preparaba mi tesis sobre Fichte en el extinto Departamento II de la Complutense, pero un excursus al que dediqué después una investigación posdoctoral en el departamento de Filosofía IV de la misma Universidad. Al encontrarme con la famosa carta de Jacobi a Fichte en la que le acusa de nihilismo, que yo miso traduje, me di cuenta de que esa polémica anticipaba elementos de las polémicas en torno a la posmodernidad. Proyecté entonces los elementos de ese episodio de 1800 hacia el presente. Jacobi era un declarado antiilustrado, que defendía la divinidad premoderna, y me pareció que el término nihilismo en su evolución a partir de Jacobi contenía elementos clarificadores para comprender las relaciones entre Ilustracion y modernidad, que en mi opinión se suelen identificar erróneamente, pues tan moderno era Jacobi como Fichte, si bien el primero era antiillustrado y el segundo en principio no. La pregunta era: ¿la afirmación del nihilismo tan alejada aparentemente a fines del XX sigue siendo antiilustrada? La respuesta la doy en el libro y exige un recorrido por algunos autores clave del siglo XIX y XX. Es una contrahistoria del nihilismo.   

Nietzsche, Platón, Schopenhauer, Hobbes, Arendt… Si echamos un vistazo al pasado es fácil identificar a las más egregias autoridades en filosofía, pero ¿ocurre lo mismo en la actualidad? ¿Sigues la labor de algún pensador en particular?

Lo que llamas “grandes filosofías” son síntesis afortunadas capaces de reunir en unas nociones y categorías, o si prefieres en ficciones conceptuales, gran número de fenómenos de hechos, síntesis que iluminan nuestro lugar y nuestras relaciones mutuas en un mundo complejo y en nuestras vidas. Hoy falta eso. Vivimos en parte de viajes-síntesis, pero tenemos conciencia de que se desmoronan. Es obvio que antes o después llegarán pensadores que sean capaces de hacerlo, que introducirán algunas categorías que den con la tecla que nos falta para volver a edificar, al menos parcialmente, nuevos proyectos políticos y criterios éticos. 

Has sido director del Instituto Cervantes en Alemania (Múnich), has dado clase en España y en Europa, y ahora impartes docencia en Chile. ¿Existen diferencias cualitativas de un continente a otro a la hora de entender la filosofía? 

América tiene la energía que le falta a Europa. Muchas de las fuentes de su cultura, y aún vivas, son comparables a las de la Grecia clásica. Me refiero a la de los pueblos originarios que todavía subsisten, aunque con dificultades y precariamente en muchos casos, en todo el continente. Esas culturas, a pesar de todo, siguen vivas, y eso, que es una excepción en Occidente, se aprecia en la energía, en la vitalidad que posee una cultura en la que en todo caso Europa dejó sin duda una huella que sigue siendo hoy por hoy dominante. Pero a Europa le falta esa riqueza. Eso se aprecia incluso en la vida en las aulas, pero también en el sesgo en torno a lo latinoamericano que es como un magma por cristalizar y que es una promesa de vida para el pensamiento en este contexto globalizado y algo mortecino, en el que el Occidente europeo o de la América al norte del Río Grande sigue produciendo mucho más pero en una producción que vive de ilustres cadáveres.

Esta entrevista ha sido realizada por Carlos Javier González Serrano en su blog: https://apuntesdelechuza.wordpress.com, y también publicado en la revista Filosofía Hoy.

Javier Gomá: «En la cultura moderna no tenemos un lugar para pensar y sentir lo sublime»

El joven Javier Gomá tuvo, un tarde de otoño, el vislumbre de un mundo ordenado y con sentido. El resto de su vida intelectual lo consumió en cabalgar tras el resto de las piezas. No tuvo prisa, y cuando empezó a publicar, estaba ya todo en su sitio. De profesión filósofo —lo compagina con los dos mejores trabajos del mundo, para el gusto del entrevistador: director de la Fundación March y letrado del Consejo de Estado— heredó de Ortega y Gasset la cortesía de la claridad y la noción, menos que un esbozo en el filósofo madrileño, de la experiencia de la vida. En la última década ha publicado cuatro libros fundamentales Imitación y experiencia, Aquiles en el Gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible— todos ellos nacidos de un mismo aliento, que coronan una empresa ansiógena comenzada en su adolescencia. La editorial Taurus los reunirá en una sola caja en noviembre. También ha alcanzado maestría en el arte de decirlo todo con mil palabras en sus contribuciones aEl País, reunidas por Galaxia Gutemberg en el apetecible Todo a mil y en ahora en Razón: portería de inminente aparición. Le pedían que escogiera y él escogió quererlo todo y la razón la expuso con elocuencia aquí. Es el autor de esta definición de vida, al comienzo de su mejor pieza: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Nos recibió en la estupenda sede de la estupenda Fundación March. La charla se demoró y se hace preciso advertir que la entrevista es larga; el lector sabrá disculparlo: el tema era la vida.

Por convención, en Occidente se considera a Tales de Mileto el primer filósofo, y de él se cuenta una conocida anécdota: que un día caminaba mirando las estrellas y cayó en un agujero. Ese episodio fija el arquetipo de filósofo como sabio distraído y ensimismado. ¿Te reconoces en él?

No del todo, porque, en mi caso, desde muy pronto intenté hacer vivible una vida donde el ensimismamiento máximo al que te arrastra la vocación fuera compatible con una vida normal que te evita caer en el hoyo en el que cayó Tales. La fecha para mí es otoño de 1980. Yo tenía quince años y algo ocurrió allá bajo ese tamarindo literario que cito en los libros. Una especie de movimiento interior que me convirtió en un adolescente intelectual, espiritual y cultural. Sin embargo, comprendí que no debía actuar como se espera en el paradigma romántico, que es alimentar esa llama de fuego salvaje que es la vocación, sino que había que domesticarlo y no vivirlo como incompatible con esa biografía normal de ciudadano, hijo, padre, hermano, amigo, compañero, profesional, sabiendo muy tempranamente que la vocación es una irrupción sobrevenida sobre la existencia común de cada uno, un injerto raro, una anomalía vital y, por lo tanto, una tensión entre dos polos que nunca se reconcilian del todo. Los románticos tienden insensatamente a exaltar esa contradicción. Yo me esforcé por hacer lo contrario: buscar los modos de hacerlos compatibles o convivir con ellos, domesticando esa tendencia totalitaria que la vocación literaria tiene.

Lo que dices está en consonancia con la segunda anécdota que conocemos de la vida de Tales, que viene a matizar la primera. Porque Tales, el mismo que pensando en sus cosas se cae por un agujero, tenía unos conocimientos de astronomía que le permitieron predecir una gran cosecha de aceitunas: de modo que compró todas las planchas de aceite de la ciudad y se hizo rico. El filósofo tiene un ojo en la eternidad y otro en la mundanidad.

Así es, pero el paradigma romántico ha producido estragos. El romanticismo del siglo XIX, que tantas cosas buenas trajo, es un gran exceso, también en la filosofía. La filosofía en el siglo XIX y XX es una filosofía de energúmenos, contrapuesta a una filosofía mundana, que es aquella que se enriquece con el pulimento del roce social. Una filosofía energuménica la encontramos en el Zaratustra de Nietzsche, que piensa que ha tenido revelaciones alucinantes en lo alto de la montaña, como los profetas, y luego baja para difundirlas al mundo. Eso es el resultado de un estereotipo romántico. Es el que hoy prevalece, puesto que se ha generalizado el concepto del genio, que prácticamente se ha hecho equivalente a la expresión suprema de la individualidad. Ser individuo en grado eminente hoy es ser genio. En el ámbito filosófico eso ha alentado una filosofía energuménica, antisocial y antimundana.

Tu diálogo con el romanticismo es constante. En la introducción de Aquiles en el gineceo dices que tu vida ha sido la fuente de tus reflexiones, pero solo lo que tu vida tenía de típico y genérico. Vas a contrapelo de la filosofía contemporánea, obsesionada por negar una naturaleza común, y de la cultura dominante, que nos pide ser originales, únicos y geniales.

Sí, porque mi visión filosófica, que es transversal respecto a muchas disciplinas, incluye una revisión de la antropología vigente. La ejemplaridad es siempre ejemplaridad pública porque, por su propia naturaleza, el ejemplo es siempre ejemplo para alguien, lo cual implica que tiende a la universalidad, como ya vio Kant. Ahora bien, en el romanticismo la universalidad es imposible, en la medida en que todo el mundo se considera único, distinto y diferente. Por lo tanto, ninguna regla enunciada en el ejemplo de uno le es aplicable a los demás. Si yo quiero poner en marcha una filosofía basada en la ejemplaridad, hay que revisar esa antropología que excluye el carácter universal del ejemplo. Como muy bien dices, en las páginas introductorias de Aquiles en el gineceo sostengo que, por una parte, esa filosofía que propongo es existencial —a mí me parece que solo la filosofía existencial es filosofía, no en el sentido de que sea existencialista, sino solamente aquella que tenga que ver con las necesidades básicas del hombre y la mujer— y lo que sucede es que cuando busco una experiencia fundamental que iguale a todos los hombres y mujeres de este mundo encuentro que hay una que, siendo la más íntima que existe, es al mismo tiempo, la más universal. Y es que solemos entender que cuando te sumerges más en tu propio yo encuentras esencias nunca vistas, diferentes, especiales, de acuerdo con esa acuñación de Stuart Mill que equipara lo individual con la extravagancia. Por tanto, desde esta perspectiva, lo que nos hace individuales sería lo que nos hace diferentes. Mi tesis es la inversa. El universal vivir y envejecer —el hecho de que somos mortales— es la experiencia más íntima y a la vez algo que compartimos todos los hombres y mujeres del mundo. Así que, indagando sobre esa experiencia interior, no te separas del resto del género humano sino que te asimilas con los demás, cosa que luego desarrollo en Ejemplaridad pública. Y esa conclusión, que es una concepción revisada de la antropología en la que lo verdaderamente humano del hombre y de la mujer no sea lo que nos hace distintos sino lo que nos asimila, abre el camino a una posible ejemplaridad cuya esencia es la repetición del ejemplo y la tendencia a la universalidad.

En 2003 irrumpiste en el panorama filosófico con Imitación y experiencia, que ganó el Premio Nacional de Ensayo al año siguiente. Es tu obra más voluminosa e imagino que también la menos leída, porque impone un poco.

No te creas, ha tenido tres ediciones en tapa grande y una en bolsillo, y anualmente me va generando derechos. Sí que es la más voluminosa.

Pero es fundamental porque es el basamento de todo tu sistema. Sueles conceder importancia a que esa primera publicación llegara ya cumplidos los treinta y ocho años. En estos tiempos parece un signo de distinción tomarse el tiempo necesario para hacer un buen trabajo.

No es tanto que me tomara el tiempo necesario, como que necesitaba ser fiel a la vocación, a ese primer impulso. Siempre me presento como una persona con vocación literaria extrema, rapiñadora, totalitaria, que irrumpió cuando yo tenía quince años. La vocación se presenta como una visión. Esa visión me gusta definirla usando la metáfora de un puzle de, por ejemplo, cien piezas. La experiencia normalmente te ofrece cinco o siete de esas piezas puestas en su sitio, y quedan noventa y cinco por colocar. La vida es básicamente una experiencia de fragmentos. De pronto determinadas personas, animadas por una vocación, tienen la imaginación del puzle entero y ven el cuadro entero que se forma. Ven la montaña con su río, o la catedral o el rostro. Cuando eso te ocurre, y eso a mí me ocurrió muy tempranamente, sientes una compulsión extrema, urgente, un apremio, por encontrar un objeto que le dé fijeza, orden y sistema a esa visión, la cual, sin ese, objeto se va a diluir sin remedio. De joven te imaginas que puedes ser bombero, futbolista, diplomático, fotógrafo… de pronto, sin saber muy bien por qué, todas las competencias y habilidades se disparan en una sola dirección que tiene que ver con esa visión que has entrevisto y luego tienes la compulsión de pasar esa visión a una misión que es encontrar el objeto adecuado para ella: un lienzo, una partitura, un texto. Tuve una visión muy temprana y muy totalitaria y, sin embargo, una maduración muy tardía. Suelo decir que esos veinte años que transcurren desde la primera emoción hasta la aparición de mi primer libro se resumen con una sola palabra: ansiedad. No es tanto que me tomara el tiempo como que la visión no maduraba suficientemente. La visión requería un tiempo objetivo. Presumo de haber dedicado una fidelidad máxima hacia mi propia visión y por eso iba dejando pasar el tiempo hasta que la visión fuera madurando.

Y mientras ibas leyendo como un poseso.

La biblioteca de mi padre tuvo una gran importancia en mi vida. A partir de 1980 la ansiedad empezó a dominar mi vida —solo ahora, con la obra hecha, estoy empezando a conocer qué es la vida sin ansiedad— y leía ansiosamente. He sido siempre muy mal lector, un lector instrumental: no disfruto y no me guío por la brújula del placer, que es la única que todo buen lector debería seguir. De ahí me ha quedado un profundo desprecio a la beatería cultural, esa sacralización del libro, sus autores, la cultura, como si fuera la nueva religión de salvación. Lo único que cuenta es la emoción: el libro es su sirviente, su mayordomo. Esa emoción ansiosa me llevaba a leer horas interminables pero como un conquistador, como un violador que tira al suelo a su víctima antes de forzarla. La vocación no solo instrumentaliza los libros, también la vida, que es uno de sus problemas graves cuando se manifiesta en grado extremo, y las relaciones familiares, las amistades, los amores, las experiencias… La ansiedad brotó con gran fuerza y me encontré con que muchos de los libros a los que me iba impulsando estaban en la biblioteca de mi padre. Terminaba a las cuatro de la madrugada uno y cuando iba a devolver el libro a la biblioteca veía que el otro libro al que me llevaba el primero también estaba en la biblioteca de mi padre. Disfruté de esa especie de océano de conocimiento que representa una buena biblioteca paterna. Si no lo hubiera encontrado allí me hubiera ido a una biblioteca pública o me hubiera comprado el libro, pero hay momentos en que esa ansiedad requiere una cierta velocidad para encontrar un libro, y esa velocidad la encontré en la biblioteca de mi padre.

Imitación y experiencia me ha parecido muy emocionante, porque según iba leyendo me daba cuenta de que tenía algo de cuaderno de notas de toda una vida.

Absolutamente. Hay notas escritas en un cuaderno cuando tenía quince años que están literalmente en el libro publicado con treinta y ocho.

El tema principal del libro es la imitación, que va a ser la idea fuerza de todo tu pensamiento y que luego se reformula en la ejemplaridad.

En efecto. En la primera parte de Imitación y experiencia hice una especie de historia de la cultura occidental desde el punto de vista de la imitación y el ejemplo. Hay en la premodernidad tres clases: la imitación de las ideas platónicas, como manera de conocer la realidad, la imitación de la naturaleza, que se da sobre todo en el arte, y la imitación de los antiguos, que se da principalmente en la literatura y la retórica. Me di cuenta de que la imitación como tema filosófico se había tocado de manera tangencial, pero que nunca se había ensayado una teoría general. Lo primero que tenía que hacer era reconstruir toda la historia de la cultura occidental desde el punto de vista de la ejemplaridad, cosa que no estaba hecha en ninguna lengua con un carácter integrador. Esa historia no pertenecía a mi plan inicial: la acometí porque estaba por hacer.

Y tú descubres una cuarta clase de imitación, que se da con especial intensidad en la época griega arcaica, pero no se teoriza hasta la modernidad.

Exacto. De pronto descubrimos que, curiosamente, en toda esa extensa época de la cultura premoderna (hasta siglos XVII-XVIII) no se había teorizado la cuarta clase de imitación, que es la que un sujeto hace de otro sujeto,ambos seres personales libres y autónomos. Toda la cultura de la era arcaica está basada en ejemplos de ejemplaridad majestuosa de ciertas figuras ejemplares: héroes homéricos, escultura griega, historiografía… toda la cultura premoderna es una cultura de la ejemplaridad, y sin embargo nunca se había elevado al plano del concepto la imitación de unos por otros, cosa que sí se practica, por primera vez, en el siglo XX. Ya no es una imitación de los antiguos, de las ideas o de la naturaleza, sino la imitación de personas respecto a otras personas todas ellas dotadas de libertad y racionalidad. Mi empeño ahí era elaborar una teoría general de la imitación demostrando que no es que imitemos o no imitemos a nuestro gusto, sino que estamos arrojados a un universo de ejemplos. Todos somos ejemplos para todos. El problema no es si imitamos o no imitamos, que imitamos siempre por fuerza —contra lo que querría el dogma moderno de la autonomía del sujeto—, y no solamente los niños, sino que también los adultos, y además todo el tiempo; el problema es solo qué modelo escogemos y cómo utilizamos nuestra razón para elegir el modelo adecuado. No somos autónomos, como nos soñó Kant, pero sí somos racionales, porque podemos juzgar críticamente quién es el modelo digno de imitación. Heteronomía autónomamente asumida.

Javier Gomá para Jot Down 2

En el libro haces una aportación novedosa a la cuestión de los universales, que es la del universal concreto, que cristaliza en la persona.

Había que deshacer esa asociación que siempre ha habido entre lo universal y lo abstracto y que es la propia del lenguaje, un universal abstracto. En teoría, solamente puede ser universal, por lo tanto dotado de racionalidad, aquello que participa de la abstracción del concepto, del lenguaje, de la filosofía… como si lo concreto siempre estuviera destinado, por una especie de maldición, a no ser susceptible de razón, a ser una escalera que te sirve para elevarte al balcón del concepto pero luego empujas y tiras al suelo por inútil. Todo mi esfuerzo es por recuperar una noción del ejemplo como «universal concreto», para el que también utilizo la palabra «ejemplo personal». El ejemplo personal es la expresión máxima del ejemplo, porque es concretísimo, ya que todo el individuo está dotado por esencia de una unicidad irrepetible; y, sin embargo, en la medida que es modelo, está llamado a su repetición, a su imitación, a su reiteración. En suma: a una universalidad, que no es menos universal porque no sea conceptual.

Cuando Kant dice que Ilustración es salir de la minoría de edad y atreverse a pensar por uno mismo sin la guía del otro, no se le ocurre pensar que es precisamente a través de la guía del otro que uno puede llegar a pensar por uno mismo.

Se le ocurre de otra manera, porque en la segunda crítica utiliza la imitación pero como solo método pedagógico, sin comprender su profundidad sustantiva y su aptitud para llegar a pensar por uno mismo. En el siglo XX se descubre la cuarta clase de imitación, que tiene lugar entre personas, pero con una visión distorsionada: solo la practicarían niños, animales, masas y salvajes. Seres disminuidos, con un hándicap, menores de edad. La imitación podía estudiarse como un fenómeno premoderno o preadulto pero nunca como algo propio del sujeto moderno, autónomo y plenamente racional. La imitación como estadio intermedio hacia un estadio definitivo donde ya nadie imita, lo cual es un imposible. Se imita siempre, todos en todas las edades. Y no debemos darnos golpes en el pecho porque imitar puede ser racional. Obviamente, la imitación se corrompe —contagio, modas, fenómenos de masas, caudillismo— pero a la ciencia, la técnica o la razón pura o instrumental están expuestas también a sus corrupciones, como todo.

Aquiles en el gineceo es tu segundo libro, mucho más breve, y para mi gusto verdaderamente inspirado.

Es curioso, los que escribís elegís Aquiles. Muchísimas veces oigo esta preferencia. Álvaro Valverde, el espléndido poeta, le dedicó un muy hermoso poema. Ignacio Amestoy, uno de nuestros clásicos dramaturgos españoles, se ha inspirado en el ensayo para una de sus obras de teatro. Que un ensayo inspire una pieza dramática no creo que tenga muchos precedentes.

En él desarrollas la doctrina de los estadios de la vida. Todos experimentamos un estadio estético y otro ético antes de morir irremediablemente. Y es la figura de Aquiles la que te sirve para narrar la existencia entera del hombre. Pero para eso necesitas recuperar un episodio poco conocido de su biografía, que es su estancia en el gineceo de Esciros, viviendo oculto entre doncellas y efebos.

Muy pronto, todavía en el colegio, leí algo sobre la adolescencia de Aquiles. Y ahí vi muy tempranamente involucrado de modo latente lo que el Aquiles de muchos años después convierte en patente y que constituye uno de esos nudos de relaciones que componen el tapiz de mi filosofía. Aquiles es hijo de una diosa inmortal y de un hombre, así que está destinado a ser inmortal. Solo moriría en un caso, y es que fuera a la guerra de Troya. Su madre, más interesada en que disfrutara de una vida larga a que la tuviera buena y significativa, esconde a su hijo donde piensa que nunca nadie le va a buscar: en el gineceo, que es la parte dedicada a las mujeres en la corte del rey. Ese travestimiento de Aquiles sugiere la ambigüedad adolescente, sin identidad, sin individualidad, sin yo. De hecho, Aquiles, cuando está en el gineceo, no tiene nombre, es un ente abstracto, impersonal. Por otro lado, los griegos iniciaron una guerra contra Troya, en Asia (que representaba la lucha de la civilización helénica contra barbarie oriental), y la victoria pende de un hecho que ha anticipado el oráculo, que es que Aquiles participe en esa guerra. Solo si Aquiles participa la civilización triunfa sobre la barbarie. Por eso el astuto Ulises, vestido de mercader, entra en el gineceo y extiende su mercancía, haciendo que todas las doncellas se arremolinen alrededor atraídas por el brillo del oro, entre ellas Aquiles vestido de mujer. Ulises toca la flauta guerrera, Aquiles siente en el pecho un ardor bélico, se despoja de su vestido de mujer y decide ir a Troya para morir. La pregunta del libro, que hace juego con el subtítulo del libro —Aprender a ser mortal— es por qué Aquiles, que estaba destinado a ser inmortal, decide ir a Troya donde no solamente va a morir sino que va a morir joven. ¿Por qué prefiere la mortalidad a vivir de manera inmortal?

¿Cuál es tu respuesta?

Mi contestación es que lo que nos hace individuales es precisamente la mortalidad. El precio de morir es un precio digno de pagarse si el premio es ser individuales. Lo más alto que alguien puede ser es ser individual, ser ejemplo y tener un nombre. Aquiles se convirtió en Aquiles en el momento en que aceptó morir. Dio como barato la inmortalidad, la eternidad, algo que en mi planteamiento es siempre algo magmático, amorfo, sin identidad, sin personalidad, sin individualidad, característico del estadio adolescente. El gineceo representa esta adolescencia, el estadio estético, y Troya representa el estadio ético, el maduro. Allí encontré la clave de la verdad del destino del hombre y de la mujer.

Tus palabras son: «En la polis el sujeto acepta su mortalidad, el ciudadano es el heredero del héroe que acepta una vida breve. Cambia el autogoce de la adolescencia por casa y trabajo».

Cuando uno es joven se piensa a sí mismo como irreemplazable, eterno y absoluto, cuando uno madura y entra en el teatro de la finitud, en la sociedad, en la polis, descubre que el que es eterno, irreemplazable y único es, al mismo tiempo, reemplazable. Uno de los artículos decisivos de mi Razón: portería se titula precisamente «Único y prescindible».

Te interesa distinguir entre muerte y mortalidad.

Es importante distinguir entre muerte y mortalidad. La muerte es un hecho biológico bastante aburrido y sin ningún interés que le ocurre también a un mosquito, mientras que la mortalidad es la consciencia de tu propia naturaleza finita. Muchas veces se dice que la sociedad contemporánea esconde la muerte. Yo creo, por el contrario, que no hay un fenómeno más presente en la vida cotidiana —en los telediarios, películas, videojuegos, libros…— que la muerte como accidente biológico. Lo que sí se esconde es la mortalidad, la aceptación moral de nuestra contingencia y de sus limitaciones, que solo experimenta a fondo quien progresa del estadio estético al ético.

Dices que aprender a ser mortal es morir dos veces.

Exactamente. En realidad, una persona que hubiera aceptado en todas sus consecuencias el estadio ético, cuando llegue la muerte biológica no sería más que la consumación de una decisión ya tomada. Por otra parte, es importante destacar que la transición entre una y otra se produce a través de la doble especialización de la casa y el trabajo. La idea completamente dominante en nuestra cultura es que lo que nos hace individuales es lo que está al margen de la sociedad, extramuros de ella hallaríamos nuestra autenticidad, nuestro yo más sincero. Es aquel mundo soñador, fantasioso, romántico, más propio de la adolescencia…

Las extravagancias de Stuart Mill.

Extravagancias previas a la doble especialización de la casa y el trabajo, que se perciben en la cultura contemporánea como alienantes. Mi tesis es exactamente la contraria, que no estamos suficientemente alienados. A través de la doble especialización del oficio y de la casa se produce la socialización del individuo que antes se consideraba eterno pero que ahora se refiere a sí mismo como instrumento de una sociedad que le trasciende y que un día prescindirá de él porque morirá. En ese proceso de la socialización es donde encuentra su individualidad. Por eso en Aquiles digo que toda mortalidad es política. Al mismo tiempo, me interesa destacar la diferencia entre estadios y momentos. Por una parte, el hombre progresa del estadio estético al ético a través de la doble especialización, donde se socializa y al hacerlo halla, paradójicamente, la llave de su individualidad. Pero, por otra, en el estadio ético se mantiene del estadio anterior un momento estético, un eros, un deseo de infinito, de totalidad, de arrebato, un anhelo de humana perduración. Esa tensión, dentro el estadio ético, entre la socialización máxima y el momento estético es la materia de la que está hecho nuestro yo, único pero reemplazable.

Javier Gomá para Jot Down 3

Pero antes de ingresar en el estadio ético Aquiles ha vislumbrado la mortalidad, y por tanto la eticidad, en su amor a Deidamía, una de las doncellas, con la que tiene un hijo. Ha pasado de soñar con todas las mujeres a unirse a una única, aceptando el doloroso hecho de que también ella morirá. Es el único momento en el que hablas del amor en sentido carnal en toda la tetralogía.

En Aquiles cuento que el paso entre el estadio estético y el ético, el de la adolescencia a la madurez, muchas veces tiene una transición. El amor puede ser esa transición. Yo adscribo el amor romántico y pasional al estadio estético, lo que ocurre es que cuando te enamoras de otra persona, si es correspondido, acabas queriendo fundar una casa con esa persona. Y eso implica la necesidad de ganarte la vida, lo que presupone un proceso de especialización-socialización. Por tanto, hay una transición relativamente natural entre el amor romántico típico del estadio estético al amor ético típico del estadio siguiente. En el estadio ético eres ya individual, y lo que te hace individual es tu mortalidad, y donde tú percibes tu mortalidad es en el proceso de la doble especialización: casa y oficio.

Una última pregunta sobre Aquiles en el Gineceo. El universal vivir y envejecer es común a todos nosotros. Pero no todos lo experimentamos de la misma manera. No es lo mismo envejecer desempeñando un trabajo intelectualmente apetecible que otro que no lo sea. ¿De qué manera influyen las condiciones materiales de la existencia en la teoría de los estadios de la vida?

Es obvio que hay muchos destinos sobre la tierra. En Necesario pero imposible distingo entre «ley de vida» (nacimiento, juventud, estadios y muerte) y las «vidas sin destino», todas esas vidas truncadas y tachadas, que más bien parecen abortos de vida. La sociología, la economía, la psicología o la historia estudian estas diferencias. Pero, para una mirada ontológica, son solo accidentes. Entre Salomón, rey de los judíos, oAlejandro Magno, y ese inmigrante que salta las vallas de Ceuta o Melilla o cruza a nado el estrecho, sin más bienes que su cuerpo en peligro, muchos rasgos y circunstancias los diferencian, pero, ontológicamente, esos rasgos y circunstancias son accidentes respecto a lo verdaderamente sustantivo: ambos son mortales, ambos viven y envejecen sin absolutamente ninguna diferencia sustancial. Y esto que los iguala es muchísimo más profundo y esencial que todas aquellas circunstancias externas que los separa.

Completas la trilogía de la experiencia de la vida con Ejemplaridad pública. Allí propones una teoría política para después del nihilismo. Partes de un doble problema: el individuo, que es libre y autónomo, defiende con celo su subjetividad o su momento estético y, aunque está hastiado, porque sabe que algo no funciona, es reacio a socializarse. Por otro lado, el Estado, que es la polis, está necesitado de legitimación y es incapaz de concitar respeto o incitar a la virtud. Ese es el problema que atacas en el libro. El ensayo arranca con la noción de vulgaridad, que está más extendida que nunca y para la que pides un respeto. ¿Por qué?

Primero, como bien señalas, al principio del libro desarrollo un planteamiento positivo del nihilismo, que es la crítica más radical que una cultura nunca ha lanzado contra ella misma. La cultura occidental es la única que conozco que ha ejercitado radicalmente la autocrítica, y en eso Occidente debería ser imitado por otras culturas. El nihilismo tiene algo profundamente saludable, que es el cuestionamiento de la tradición. Un cuestionamiento que no necesariamente tiene que llevar a desestimar toda la tradición, sino apropiarse de ella solo en lo que siga siendo fecunda. ¿Pero a qué ha llevado el nihilismo? Más que usar conceptos con sentido moralizante —sociedad narcisista, individualista, consumista— escogí deliberadamente un concepto con connotaciones estéticas, como es el de vulgaridad, que me parece moralmente neutro y que no tiene ese punto de reproche edificante a nuestro tiempo. Habrás visto que me declaro hijo gozoso de mi tiempo, y es algo que caracteriza mi observación del mundo. He mantenido muchas veces que vivimos en el mejor momento de la historia universal y nadie, en los muchos foros en lo que he discutido, ha podido refutarme. Pero yo no hago una apología de la vulgaridad, sino que distingo entre apología y pedir un respeto. Pido respeto para la vulgaridad porque la vulgaridad es la hija —fea pero hija— del beso de dos fuentes absolutamente positivas que además representan la expresión más elevada del genio distintivo: la libertad y la igualdad. Cuando la libertad en el sentido de la liberación, algo constitutivamente del siglo XX, se une a la igualdad, entonces la consecuencia es la vulgaridad y, en la medida en que es el fruto de dos cosas tan positivas que se han unido por primera vez creando una civilización, como es la democrática, pido respeto para ella.

Uno de los riesgos de elaborar una teoría de la ejemplaridad era caer en el elitismo. Pero al contrario que en Ortega, tu teoría no desemboca en una defensa de una minoría selecta o clase rectora.

Si el nihilismo es pieza fundamental en mis libros es porque desmonta el tinglado del aristocratismo vigente en la cultura desde su aurora. Desde que una persona se encontró en la prehistoria con otra en la selva, una obedeció y otra mandó, creándose dos estamentos. La ejemplaridad estaba asociada tradicionalmente a esa aristocracia del estamento superior, un pequeño grupo de personas que se presentan ellas a sí mismas como modelo para una sociedad mayoritaria cuya única obligación es la docilidad, una mayoría a la que se le endilga, para mayor desvergüenza, el remoquete de «masa», como si fuera una sustancia indistinta, informe, compuesta, no por ciudadanos, sino por seres gregarios como ovejas. Estoy totalmente en contra de esos que se consideran a sí mismos minoría selecta, que llaman a los demás masas indóciles porque nos les obedecen con la puntualidad que ellos querrían. No creo en las masas, palabra que presupone una toma de postura. No existen las masas. Lo que existe son muchos ciudadanos que se agrupan, cada uno responsable y capaz de ejemplaridad. La raya decisiva no es la que separa en la sociedad a los egregios de los vulgares, sino la que, en el corazón de todos y cada uno de los ciudadanos, separa entre opciones ejemplares y opciones vulgares del uso de tu libertad individual. No hay seres cualitativamente distintos, sino todos iguales y responsables con opciones de mayor y menos excelencia moral.

Había algo potente en pedir un respeto para la vulgaridad, como un grito igualitario en contra del elitismo caduco y polvoriento, esa estructura aristocrática, autoritaria y jerárquica que se desvanece antes los avances del principio igualitario. Ese elitismo que ve la vulgaridad y dice: «Fijaos a dónde han llegado la igualdad y la libertad, tenemos que volver al aristocratismo de antes, fijaos qué horrible y repugnante es, cómo se autocondena sin necesidad de más explicaciones». Yo quería decir que a esa vulgaridad que vosotros, los eminentes, egregios y aristocráticos, despreciáis subyace una profundísima y original verdad, bondad y belleza, nunca antes conocida y que vosotros, los exquisitos, no entendéis. Lo que sucede es que mi libro toma la vulgaridad como punto de arranque, no de llegada. De hecho, el libro entero se estructura en la dialéctica vulgaridad-ejemplaridad.

Javier Gomá para Jot Down 4

Lo que quieres es reformar esa vulgaridad. El problema reside en vivir en una cultura no represora, de «libertad consumada» como dices tú, que es la nuestra, pero seguir utilizando un lenguaje de liberación.El problema no es ser libres, pues ya lo somos, sino hacer un uso virtuoso de nuestra libertad, y esto es lo que propones en Ejemplaridad pública.

Creo que la cultura actual —y muchos de los artículos que publicáis en Jot Down lo confirman— está viviendo un solapamiento extremo. El paradigma cultural ha pasado y la mayoría de los artistas, escritores, filósofos y poetas no se han enterado. El verdadero problema de los últimos tres siglos ha sido cómo ser libres frente a las opresiones tradicionales de la premodernidad. Ese proceso ha terminado. Terminó aproximadamente en los años sesenta o setenta del siglo pasado. ¿Quiere decir esto que no hay atentados contra la libertad? No, hay ochociento millones de atentados contra la libertad. La diferencia con antes es que esos atentados hoy se consideran ilícitos, no están legitimados por el universo simbólico en el que se producen. ¿Hay violaciones contra la mujer? Miles, desgraciadamente. La diferencia es que antes las violaciones se consideraban procesos educativos del adolescente aristocrático que violaba a la criada, el derecho que tenía el señor de acostarte con la campesina, etcétera… La cultura entera, con su fuerza de autocoacción consentida, permitía o bendecía la sujeción de la mujer. Ese proceso de liberación frente a presiones económicas, éticas, ideológicas y sociológicas tradicionales ha generado durante dos o tres siglos una gran cultura que defiendo, que es la del romanticismo, la liberación, la experimentación, la filosofía de la sospecha y de la transgresión…

La transgresión ha tenido un momento liberador muy importante, igual que la experimentación de las vanguardias o la sospecha de la filosofía. Los tres agentes han conspirado positivamente para que el proceso de liberación que estaba pendiente desde el siglo XVIII se consumase. Incluso cuando el artista dadaísta piensa que está desmontando la civilización está contribuyendo a la causa civilizatoria, porque con sus experimentaciones delirantes está demostrando que incluso en el ámbito del arte la libertad individual puede ampliarse y señala un camino. En el arte, de generación en generación, en el taller al artista se le enseñaba que había unos rasgos inherentes a la esencia del arte, como por ejemplo la forma, la proporción, la perspectiva, el color. Eso había sido desde las cuevas de Altamira hasta el siglo XIX. Arte significaba determinadas reglas que normalmente se enseñaban en los gremios, talleres o escuelas. De pronto un espíritu liberador, el de las vanguardias artísticas, ensaya producir artes que prescinde de esas reglas milenarias. Entonces tenemos el arte abstracto, sin figuras, o el cubista, que descompone la proporción, o el surrealista, que no tiene nada que ver con la realidad. Esas vanguardias nos enseñan y liberan de una tradición que se siente como opresiva. Y lo mismo ocurre con la moral. ¿Qué pretende la moral dominante? La moral de una época enuncia sus mandatos, que son históricos, como si tuvieran la misma fuerza que las leyes de la naturaleza. La cultura dominante dice de sí misma lo que podríamos decir de la lluvia o de la gravedad: es así, siempre ha sido así y siempre lo será.

¿Qué nos enseña la transgresión? Que algo que pensábamos que era naturaleza en realidad es historia, cultura, producto cambiante, opinable, revisable, reemplazable, y este descubrimiento nos libera. La transgresión tuvo un papel importantísimo en el proceso de liberación en los siglos XVIII, XIX y XX. La sospecha, que nace con Kant —no casualmente se llama filosofía crítica—, también. Con la filosofía crítica de la sospecha descomponemos la pretensión de verdad de los relatos tradicionales. De todos. No hay un relato tradicional que no haya sido desmontado por la filosofía del siglo XIX y XX. Y casi toda la filosofía de esos siglos es filosofía de la sospecha, cuyo objetivo es desmontar la pretensión de legitimidad de relatos tradicionales (políticos, filosóficos, culturales, ideológicos, religiosos, sociales), mostrar su falsedad, los intereses de parte que esconde y, con este derribo, permitir que la libertad individual se ensanche. Ahora bien, la libertad individual ha alcanzado su máximo ensanchamiento y progreso, de manera que lo que fue liberador por la filosofía de la sospecha, la transgresión moral y la experimentación artística durante tres siglos, que tuvo una gran potencia durante ese tiempo, ahora ha perdido totalmente esa potencia emancipadora. Se ha convertido en manierismo, en repetición, reiteración y epígono. Está muerto, no es fecundo. Y la gente no se ha enterado y repiten una y otra vez la misma canción ad nauseam. El tema ya no es ser libres, el tema importante de hoy es ser-libres-juntos, que significa la aceptación gozosa y positiva de determinadas limitaciones a tu libertad. Sin embargo, verás cómo los artistas transgresores inauguran en un museo con presupuestos del Estado y presencia de ministros, un arte en el que se insiste que el Estado es satánico, la sociedad nos aliena, la cultura nos sojuzga… Se presentan como transgresores aunque estén subvencionados por el Estado. ¡Qué pereza infinita de todos los que se llaman rebeldes, libertarios, provocadores, o transgresores! ¡Qué trasnochado y vacuo! Lo que hizo sonrojar a Calígula hace bostezar a ahora mis hijos. Por eso digo que ejercer hoy la transgresión es como hacertop-less en una playa nudista.

Es muy importante que la democracia se procure un relato nuevo, una poética, llegas a decir en uno de tus artículos. Y aquí entras en una discusión con las distintas ramas del liberalismo. ¿Por qué no podemos ir tirando con el respeto a la ley y una multitud de relatos privados? ¿Cuál es el peligro de una democracia en la que no haya un relato común que actúe de cemento social? En tu libro hablas del peligro de una democracia sin ideales.

Lo que pasa es que no hablo de ideales, en plural, hablo siempre del ideal que tiene que ser uno porque es una propuesta de perfección. Pero deja que te conteste a esta pregunta con diferentes ángulos. Efectivamente, voy recurriendo a diferentes polémicas utilizando, como un cazador-recolector que va cogiendo los frutos que le apetecen, para una finalidad que es mía. Como ves en Ejemplaridad pública debato con comunitaristas y liberales, pero no me paro ahí ni me defino porque no me interesa perderme en este debate sino usarlo para mis fines. Hay varios asuntos: primero, en la Antigüedad, hasta el Renacimiento, lo que estuvo presente fue el concepto de «paideia», que significa la propuesta de la perfección.

Paideia es un concepto de difícil traducción.

Si tuviera que resumirlo de alguna manera lo haría así: para los griegos, la cultura entera (paideia) es el sello que una generación puede imprimir en la cera de la generación siguiente, que es su alma. La pregunta es: cómo sería ese sello, ese ideal de perfección. Si yo tuviera la posibilidad de crear un sello —que en griego es «tipos», de ahí la idea de «prototipo» y el «arquetipo»— que pudieras marcar en el alma de la generación siguiente ¿cómo confeccionaríamos ese sello? ¿Qué perfección sería esa? Una perfección en todo caso unitaria; no hay una familiar, otra estética, otra sociológica… no, una perfección unitaria, de lo humano en su conjunto, respondiendo a la pregunta qué tipo de persona, así en general, alguien es o debe ser. En el Renacimiento eso se desmorona. Se descompone en esfera pública, regida por ley coactiva, y esfera privada, donde establece el dogma de la vida privada. Puedo hacer con mi vida privada lo que quiera mientras no perjudique a terceros. Y así se ha seguido en la cultura contemporánea, que es aquella en la que el espacio público está regulado por la ley coactiva y el privado está confiado al secreto de la vida privada, mientras no perjudique a tercero, se dice.

En tu opinión eso trae problemas.

Muchos problemas. En primer lugar, no existe la vida privada desde el punto de vista del ejemplo, porque todos somos ejemplos para todos. Siempre perjudicamos o beneficiamos a terceros con nuestro ejemplo. Todos producimos con nuestro ejemplo un impacto positivo o negativo en nuestro círculo de influencia. Además la verdad moral solo se revela por medio del ejemplo. Cuando quieres conocer una verdad científica o lógica has de usar instrumentos abstractos, como la matemática, pero la verdad moral solo se hace accesible a través del ejemplo. No es que el ejemplo ejemplifique la verdad moral, es que solamente se revela a través del ejemplo, soo ahí se propone a la intuición y se comprende. Si quiero explicarle a mi hijo qué es la honestidad, la valentía o la decencia jamás le remitiré a un diccionario o un tratado moral, sino que estos valores se le harán intuible a través del ejemplo, que es ese universal concreto. Eso que ves es una conducta decente, le diré. El ejemplo es, pues, el instrumento de nuestra educación sentimental. Si vivimos en una red de influencias mutuas somos maestros y discípulos mutuamente del acceso de los demás a las verdades morales. Ejemplaridad igualitaria. Por tanto tenemos la responsabilidad de nuestro propio ejemplo y del impacto que produce en nuestro círculo de influencia. De manera que es imposible que llevemos una vida sin perjuicio a terceros. Siempre producimos beneficio o perjuicio a terceros a través de nuestro ejemplo. Lo que sucede es que ese impacto no es jurídicamente punible ni debe serlo. Pero cuando se dice y se baila, en la canción de Alaska y Dinarama, que «a quién le importa lo que yo haga», mi respuesta (que desarrollo en Todo a mil) es que sí importa, y mucho, importa a todos. A ti te importa porque no es lo mismo un uso eminente de tu vida que un uso vulgar. Y además ese ejemplo importa muchísimo a los demás. Eso de que en tu vida privada puedes hacer lo que quieras sin perjuicio a terceros es imposible porque siempre perjudicas a terceros. En una democracia las leyes coactivas regulan la exterioridad de la libertad pero no en el corazón. Desde una perspectiva jurídica, la vida privada (que nos autoriza a elegir el estilo de vida que prefiramos sin interferencia pública) es una conquista irrenunciable de la modernidad. Pero ha sido una desdicha que lo que es cierto en el concepto jurídico se halla desplazado a lo moral: lo que es indiferente para el derecho, no lo es para ti mismo, para la moral, incluso para la viabilidad de la democracia.

Ese es el otro problema que señalas, que la ley coactiva no incita a la virtud.

La ley coactiva, aquella que amenaza con una sanción o una pena en caso de incumplimiento, solamente es capaz de regular los aspectos externos de la convivencia pero no es capaz de entrar en lo que asegura una convivencia bien ordenada, un corazón bien educado y con buen gusto. ¿Qué es más eficaz para una sociedad bien ordenada: que el ciudadano conozca y tema el castigo que la ley prevé en caso de incumplimiento o que cumpla la ley por convicción propia, porque tienes el corazón bien educado, porque de manera instintiva le repugnan determinados comportamientos antisociales? Ejemplaridad pública destaca con fuerza el problema de una democracia sin mores, sin costumbres, que la modernidad ha desechado como achaque del pasado. Todo lo contrario: las costumbres son el invento que hemos descubierto los hombres para remediar nuestra finitud. Si no existieran, tendríamos que inventar el mundo cada mañana como Adán en el paraíso. Como existen, confiamos el 90 % de nuestros asuntos la costumbre, lo cual nos permite concentrar la energía y la creatividad en lo realmente importante. Las costumbres pueden ser cívicas o anticívicas. Si fueran cívicas se llaman «buenas costumbres». Una sociedad asentada sobre buenas costumbres sería aquella en la que los ciudadanos son transportados suavemente, por el placer del hábito general, por las inclinaciones del corazón bien educado, hacia la virtud cívica, sin necesidad de amenaza de ley represora.

Javier Gomá para Jot Down 5

En el libro no llegas a proponer un contenido material para esas buenas costumbres o virtud cívica. ¿Me equivoco si pienso que la ejemplaridad que propones es un concepto formal?

El concepto de ejemplaridad es en una buena parte estructural-formal cuyo contenido varía históricamente. La ejemplaridad romana no es la misma que la japonesa o la rusa, ni la del siglo XII igual que el siglo XXI, pero en mi propuesta esta historicidad cambiante tiene dos límites. En primer lugar, solamente llamaré ejemplar a aquel ejemplo positivo que, si se generaliza a la sociedad, produce en ésta un efecto fecundo. No todos los ejemplos son así, por lo tanto no a todo tipo de comportamiento llamaré ejemplar. Los espartanos se deshacían de los niños tirándolos por el monte Taigeto. A eso jamás lo llamaría ejemplar, porque contradice uno de los principios básicos, que es la subsistencia o la dignidad humana. El requisito de la universalización del ejemplo es ya un requisito que condiciona en alta proporción el contenido de la ejemplaridad. Y segundo, la doble especialización que describo en el Aquiles como ejemplo cívico y como elemento constitutivo de tu individualidad. El secreto de la vida reside en hallar la llave de la individualidad en el proceso de socialización. Una sociedad bien ordenada estará constituida por individuos que han resuelto de una manera satisfactoria este proceso, lo cual condiciona también el contenido de la ejemplaridad.

Una de las tesis fuertes de tu libro es que todos los ciudadanos, por el hecho de especializarse doblemente en casa y en el trabajo, son ciudadanos públicos. Los políticos no son los únicos ciudadanos públicos. Todos lo somos.

Exactamente. Hannah Arendt, a la que todo el mundo ensalza, me parece una buena historiadora de la filosofía y una muy competente teórica de las ideas, pero no una gran filósofa. En La condición humanadefiende algo que no solamente es históricamente falso, sino que lo es filosóficamente también. Ella propone un concepto griego de virtud pública que presupone el abandono de la doble especialización, de tal manera que ser un personaje público exige poco menos que no fundar casa ni elegir oficio, sino vivir en una especie de ociosidad gozosa dedicada a la deliberación en la plaza. De tal manera que solamente los parados, los rentistas o los vagos podrían desarrollar esa virtud pública que ella defiende. En mi visión, lo público de la ejemplaridad es redundante, porque todo ejemplo es público. Igual que no existen lenguajes privados, como demostróWittgenstein, tampoco existen ejemplos privados. Por su propia naturaleza un ejemplo es ejemplar para alguien, luego es público. Cuando hablo de ejemplaridad pública incluye a todo individuo que deja el gineceo y se va a Troya pasando del estadio estético al estadio ético: este ya es plenariamente una persona pública sin necesidad de afiliarse a un partido político. De tal manera que los políticos profesionales serían una modalidad de las personas públicas, pero no admito que asuman el monopolio del concepto de lo público. Además el imperativo de ejemplaridad es un imperativo de todos los ciudadanos. Muchas veces me preguntan solo por el último capítulo de Ejemplaridad pública, el 30. Es un capítulo que, como una mera modalidad de lo que está comentado anteriormente, está dedicado a los políticos, funcionarios y casa real, insistiendo en que su responsabilidad no es de otra naturaleza a la del resto de ciudadanos; si acaso más intensa (un plus), pero no diferente (un novum). Pero todo hombre y mujer que realiza la doble especialización puede, con todo derecho y merecimiento, ser calificada de persona pública.

Hablábamos de los riesgos de una democracia sin ideal.

Sí, la nuestra es una democracia sin ideal. Y entiendo por ideal la propuesta de una perfección. Una perfección humana y política que seduce, ilumina la experiencia individual, moviliza fuerzas latentes y señala una dirección. El ideal es aquello que permite dos cosas muy importantes desde el punto de vista de la viabilidad de un proyecto político. Primero, el progreso, ya que el ideal es aquello que, por la evidencia de su perfección, lo quieres y activa energías. Y segundo, el ideal es la atalaya desde la que puedes juzgar el presente. Comparas el presente con ese ideal y haces la crítica. El ideal es, pues, requisito del progreso moral de los pueblos y de la sana crítica del presente.

Ahora bien, vivimos en una sociedad en la que el ideal es imposible. El hombre contemporáneo dice que el precio que tiene que pagar por ser libre e inteligente es la renuncia al ideal, lo cual equivale a condenarse a la vulgaridad, a no progresar, a no ejercer una crítica con altura y dirección. El ideal es una fuerza reformadora de la vulgaridad de la que antes hablábamos. Ante la vulgaridad hoy dominante tenemos tres posibilidades: la postura reaccionaria es señalar que esta vulgaridad es la prueba del fracaso democrático y que debemos volver a la sociedad jerárquica, ordenada y autoritaria de antes, que esa sí que funcionaba. La segunda actitud, que es la dominante, me parece mucho peor, y es la que tiene hoy la cultura general y se ve en todos los sitios, que es la actitud de la resignación. Es aquello de Churchill de que la democracia es el menos malo de los sistemas. Como si la madurez ciudadana implicara una renuncia a lo óptimo. Y luego está, en último lugar, la postura reformista, superadora, la del ideal, por la que abogo. Hoy el ideal parece imposible en una sociedad compleja, multicultural, desconfiada de los grandes relatos. El exceso de lucidez desmitificadora, la suspicacia generalizada, el cinismo ambiental, el petimetre que está ya de vuelta de todo antes de haber ido a ningún sitio: todo esto cierra las puertas al ideal. Pero lo necesitamos. Seríamos más sabios si conserváramos nuestra capacidad de entusiasmo para elevarnos a él. Aquel imperativo kantiano que decía «atrévete a pensar» deberíamos traducirlo ahora por un «atrévete a sentir».

Para cierto liberalismo la propuesta del ideal se confundiría con el perfeccionismo moral.

Siempre distingo entre el plano del ideal y el plano de la realidad. Es verdad que la propuesta de una perfección es difícil, pero una sociedad sin un ideal está llamada a envejecer, a repetirse, a ser acrítica con el presente porque no tiene una posición desde el que criticarla y está condenada a no progresar. Por eso, con gran osadía por mi parte, he propuesta una ciencia del ideal: el ideal de la ejemplaridad.

Dices osadía, pero sueles preferir el concepto de ingenuidad.

Me invitaron a dar unas conferencias en Estados Unidos en 2009 en varias universidades y escribí un artículo que luego formó parte de Ingenuidad aprendida. La academia americana, en mi campo, está dividida en dos departamentos: los propiamente filosóficos practican una mezcla de fenomenología, filosofía analítica y pragmatismo americano, extraña a la tradición filosófica continental, la cual se cultiva en los departamentos de humanidades y literatura comparada. Cuando estaba escribiendo lo que pretendía ser una especie de presentación transversal para el público americano de mi proyecto filosófico, me di cuenta de que mi conferencia iba a ser malentendida por ambos departamentos. Los de filosofía porque la verían demasiado literaria; los otros, porque la percibirían demasiado constructiva, demasiado «ingenua», puesto que mi propuesta no insiste en una reiteración de argumento de la lucidez, de la deconstrucción y de la descomposición, sino que tiene un elemento de emoción vibrante y entusiasmo. Mi ardid consistió en anticipar la crítica y convertirla expresamente la ingenuidad en mi método filosófico. Me gusta distinguir entre ser inteligente y ser sabio. Ser inteligente es procurarse los instrumentos adecuados para un fin; ser sabio es saber escoger bien los fines. Y un elemento de la sabiduría en esta vida consiste en tener la ingenuidad de reservar una parte en tu corazón para el entusiasmo, el eros que eleva, la emoción, sin permitir que se apague del todo la llama, aunque a veces parezca que todo conspira contra ella.

Javier Gomá para Jot Down 6

¿Por qué crees que eso de lo que hablas, esa lucidez cínica, ha calado tanto en los más jóvenes, que se supone que son los más inocentes e ingenuos?

Hay que entender que la cultura sigue un proceso lento. Nosotros hablamos con lenguaje prestado. Incluso cuando estamos solos pensando en algo verdaderamente íntimo, tenemos la sociedad metida porque no podemos pensar más que a través de palabras y las palabras son construcciones sociales. Entonces, todo lo que la gente piensa hoy lo hace con palabras prestadas. Esas palabras en préstamo eran vivas y nuevas en el siglo XVIII o XIX, llenas de frescura y potencia. Sus creadores las publicaron, luego se generalizaron, se masificaron y se convirtieron en la visión natural del mundo, ya olvidadas de su origen. El niño de hoy, que vive en una época que se está gestando poco a poco sobre bases completamente nuevas, piensa, mira y siente todavía con los esquemas de la cultura que ha sido dominante durante los últimos tres siglos pero que ahora decae. Es frecuente que, en fase epigonal, la cultura asuma su forma más rotunda, más hegemónica, más escolástica. Así ahora: todo el mundo ha interiorizado y repite las consignas de la liberación cuando esta ha perdido todo impulso emancipatorio. Ha calado tanto la filosofía de la sospecha que el descreimiento ya se ha convertido en imagen natural del mundo. El cinismo es la regla de vida. Un cinismo inteligente y estúpido. Inteligente en el sentido de que convierte a un niño de siete años en una persona difícil de engañar, suspicaz como el que más, pero estúpido porque se priva a sí mismo del ideario de los bienes que hacen esta vida no solo digna de ser vivida, sino digna de ser amada.

He leído que te defines como un literato y en tu obra la literatura tiene una gran presencia. La vocación filosófica para ti es una subespecie de la vocación literaria.

El hombre y la mujer tienen un problema. ¿Por qué, si están dotados de dignidad incondicional, están destinados a algo tan indigno como la muerte? Esto es un enigma extraordinario. Ese enigma, el experimentarlo en tu propia carne, que es el vivir y envejecer, produce una cierta emoción general hacia el mundo y hacia nosotros mismos en el mundo. Si recreas, celebras o lamentas esa emoción eres un poeta. Si la defines eres filósofo. La diferencia es muy pequeña. Es un instrumento que escoges. Un filósofo sin esa emoción previa, sin una visión del puzle completo, respecto a este mundo fragmentario en el que solamente diez o quince piezas están puestas, no es filósofo. Y no pasa nada. Será profesor de filosofía, divulgador de filosofía, editor, traductor, investigador… pero no será filósofo.

Richard Rorty dice que la literatura es más importante que la filosofía porque cumple con mayor eficacia la que debería ser misión de ambas, que para él es ampliar la imaginación moral de la gente. Pone el ejemplo de cómo fue mucho más importante para abolir la esclavitud la publicación de La cabaña del tío Tom que cualquier tratado filosófico reformista.

No hay novela que de alguna forma no sea ejemplar. Todas lo son porque proponen ejemplos positivos o negativos de conducta que modelan y educan el corazón. No solamente La cabaña del tío Tom. Por ejemplo, es sabido que la ley de quiebras que aprobó hizo en Inglaterra en el siglo XIX fue una consecuencia del impacto que tuvo una novela de Dickens. La novela produce en el lector una empatía con los personajes y sus destinos: identificación, compasión, indignación, protesta. Son ejemplos que, como antes comentábamos, hacen accesible la verdad moral en acción. En Materiales para una estética defiendo la función desempeñada por la estética subjetiva, que tanto contribuyó a la liberación, pero señalo el nuevo papel de la estética en una época nueva en la que la cuestión palpitante ya no es la «vivencia subjetiva» sino la «con-vivencia». El problema no es ser libres, sino ser libre juntos. Necesitamos un arte que sirva para presentar de manera seductora y atractiva los límites inherentes a la convivencia. Comprender que determinadas limitaciones son intrínsecas al individuo, no lo aniquilan, sino que le prestan identidad, lo elevan. Como decía Goethe: «limitarse es extenderse».

A veces pongo el ejemplo del lenguaje. El lenguaje es estrictamente un producto social. Como tal, una mentalidad liberadora lo vería como negativo, como opresor. Sin embargo, el lenguaje es aquello que te permite pasar de la barbarie a la civilización y te permite no solamente pensar con los demás, sino pensarte a ti mismo. Ahí tenemos un ejemplo de un producto social que te limita puesto que tienes que seguir una gramática, una sintaxis, una morfología y una semántica pero que al limitarte te extiende, te amplía y te enriquece. Y el arte que hoy está vigente es un arte desgraciado en una alta proporción, igual que la filosofía, puesto que no se han hecho cargo de que lo verdaderamente importante ahora no es repetir una vez más la condena de los límites en nombre de la libertad sino encontrar la manera de presentar de manera seductora y atractiva una poética democrática que alivie el gravamen de la convivencia, que la presente bajo un aspecto seductor.

En tu obra el diálogo con Ortega es fundamental. Y tanto en él como en Unamuno España es un tema filosófico. ¿Lo es también para ti?

No. Soy persona con vocación que ha tenido la visión de un ideal. Y el ideal se postula universal, no es de Córdoba, no es de Extremadura, no es de Burdeos, ni siquiera es de hoy. Te habrás fijado que, con un poco de ironía, dedico Ejemplaridad pública a una dama anticuada, la posteridad. Es que ni siquiera escribo exclusivamente para la gente de hoy. Los escritores ahora presumen de despreciar la posteridad y que le da igual lo que piensen los lectores del futuro. Una de las responsabilidades de la filosofía es tratar de moldear la conciencia de las generaciones futuras, esa imagen natural del mundo de la que antes hablamos. Nadie se hace cargo de esa imagen del mundo porque es demasiado general, es un todo. Solo la filosofía. Como las ciencias están tan especializadas, alguien tiene que hacerse cargo de todo. Y ese alguien es la filosofía.

¿Te interesa la actualidad? Lo pregunto por algo que Sánchez-Ferlosio decía de Savater. Algo así como: «Muy buen filósofo, pero está demasiado ocupado con la actualidad». La actualidad es algo muy común entre los filósofos españoles. Y en ti está ausente.

Sí, ausente deliberadamente. Y no por falta de oportunidades, no hace falta entrar en detalles. Parte de mi vida la dedico a declinar invitaciones a opinar sobre la actualidad periodística. Mis libros proponen un ideal que, aunque espacio-temporalmente condicionado, aspira a una cierta universalidad. He querido ser ferozmente fiel a esa misión que consiste en enunciar verbal y sistemáticamente ese ideal. He rehuido todo lo que estorba esa fidelidad. Así, al final, soy incluso más útil a mi país. En España no sobran casos de fidelidad a una vocación literaria y sí sobran opinadores de la actualidad… No sé si leíste un artículo que publiqué titulado Escurrir el bulto.

No, no lo he leído. Pero lo escurres.

Sistemáticamente. Además como escribí ese artículo, me sirve como comodín siempre que necesito utilizarlo. Cuando me preguntan algo sobre actualidad periodística les recuerdo que soy el autor de Escurrir el bulto. Todo esto nació porque un día salía de una cena y me llamaron de la radio. El director de La Vanguardia, el director de ABC y el de Público hablaban sobre independentismo y el director del programa me preguntó mi opinión. Atravesé un instante lúcido y dije una frase que luego me sirvió para escribir el artículo: «Vosotros no queréis mi opinión, vosotros queréis mi posición». Y además les dije que dejé de hacer exámenes tipo test cuando dejé el colegio. La ley de la política es la ley del amigo-enemigo. Y está bien que sea así, eso no lo critico, admito que cada sector de la realidad siga sus propias reglas. Un partido político aspira a ocupar el poder y mantenerse en él. Y los otros partidos, a desplazar al que lo ha ocupado. Y los grupos humanos se dividen clarísimamente: el que me ayuda es amigo y el que me estorba es enemigo. Y cada grupo crea un universo sentimental, ideológico, político y social que favorece ese fin práctico. Eso, que es la ley de la política, que está bien y es normal, me parece peligroso que se extienda, como está ocurriendo particularmente en España, a esferas que no son la política. Entonces resulta que en la cultura, en la opinión, en la ciencia y en los estilos de vida lo que quieren de ti no es tu opinión sino tu posición, que rellenes A, B, C o D del multiple choice. Y yo que (aparte de mis obligaciones personales y profesionales), solo quiero ser fiel a mi propia misión literaria, ocupar una posición y, por tanto, dejarme contagiar por el amigo-enemigo, no me apetece y me aburre, y por tanto me paso el día escurriendo el bulto.

Tu último libro, el que cierra la tetralogía, Necesario pero imposible, es un libro sobre religión.

No exactamente sobre religión. He hablado del tema de Dios y la inmortalidad del alma deliberadamente en el último libro porque quería presentar mi teoría de la ejemplaridad en mis libros anteriores de una manera que cualquier persona, cualquiera que fuese su ideología, pudieran sentirse persuadida por ella. Una presentación de los fundamentos de la experiencia antes de plantearse la hipótesis de una esperanza. De manera que cuando irrumpa esta en la meditación filosófica lo haga sobre unas bases que todo el mundo comparta. Es el coronamiento de un sistema cuyos fundamentos están previamente establecidos en el terreno de la experiencia de la vida, universal y compartida.

Javier Gomá para Jot Down 7

En principio podría parecer que religión y filosofía son incompatibles, porque para el creyente la filosofía está continuamente aguijoneando su creencia y aserrando el suelo que pisa, y para el filósofo la creencia puede prefigurar el resultado de su investigación, falseando de partida su propósito.

Yo diría más bien lo contrario, no ha habido filosofía importante en toda la historia de la filosofía occidental que no sea de alguna manera teológica. Hacer filosofía, pensar el ser, como diría Heidegger, en el fondo es adoptar el punto de vista de Dios, ver las cosas como las vería Dios, contemplar el todo. En ese sentido, elevarte al punto de vista de Dios, con independencia de que Dios exista o no exista, es lo que hicieron Platón,Aristóteles, Tomás de Aquino, Descartes, Kant… e incluso el propio Heidegger. Por eso antes decía que una de las cosas que más me preocupan en la cultura occidental es dónde ubica a lo sublime. No tiene un fácil emplazamiento en este mundo. Vivimos en un mundo donde está cuestionada la posibilidad misma de lo sublime. Salvo quizá en la teología y en la astronomía. Quienes practican la teología siguen creyendo en un relato épico. No conozco una filosofía que pueda ser considerada en verdad grande que no sea una secularización de la teología.

Te he oído decir que en la partida entre religión y ciencia siempre llegan a tablas.

La imagen me parece buena. Sentados ante el tablero del mundo, el ateo debe explicar de dónde viene todo, el creyente por qué todo está tan mal hecho si hay un Dios omnipotente y bueno que lo ha hecho como ha querido. El mundo no es divino y a veces parece antidivino pero no parece creíble tampoco que se haya producido a sí mismo. En ambos casos, las explicaciones me parecen, por lo general, bastante rocambolescas. De ahí las tablas.

¿Y qué opinión te merecen los cruzados del ateísmo, como Dawkins, Dennet, Hitchens y demás? Ferlosio los llama creyentes en la increencia.

Cuestiones como Dios o la inmortalidad del alma han pertenecido al centro de la tradición filosófica desde los presocráticos. De pronto, estas cuestiones abandonaron el escenario después de Kant. La cultura se hizo súbitamente atea. Y dio como asunto concluido, sin necesidad de mayor discusión, que la experiencia que perciben los sentidos agota la realidad, tiene el monopolio. Cuando el llamado «nuevo ateísmo» se pone en marcha, hace unos años, no hace más que llevar al terreno mediático-científico o al activismo social lo que en el ámbito filosófico es mainstream desde hace dos siglos. Ahora bien, a mí esta situación me parece una anomalía: el que Dios o la inmortalidad del alma sea un no-tema, cualquiera que sea la posición final de cada cual. Es natural, razonable, que el individuo que, como decía antes, tiene conciencia de su dignidad incondicional y al mismo tiempo de su destino indigno se interrogue si hay alguna posibilidad de que la historia de su yo continúe después de la muerte, si hay o no una prórroga a su individualidad condenada a la destrucción, si puede haber realidad más allá de la experiencia. Es una cuestión filosóficamente relevante, sin ningún género de duda, y digna de meditación constante.

El postulado del positivismo (que el mundo de la experiencia agota toda la realidad) es una creencia tan indemostrable como su contraria. Además, estos científicos cometen un error mayúsculo de método. Todos somos agnósticos, porque nada sabemos, pero todos somos creyentes, incluso los ateos. La ciencia positiva, instrumento óptimo para conocer las regularidades impersonales de la naturaleza, ¿qué puede enseñarnos sobre la hipótesis de un dios personal, trascendente, espiritual, que escapa a los fenómenos materiales repetitivos? Nada de nada: así de sencillo. Las relaciones interpersonales no son conocidas a través de la ciencia de la naturaleza sino que requiere un sentido especial, un sensus, que emparenta con la confianza, la credulidad, la mutualidad con el otro personal. Solo disfruta de una obra teatral quien, en términos deColeridge, suspendiendo su incredulidad «se cree» lo que está viendo: ¿quién soportaría a su lado a un aguafiestas que le recordase que todas las pasiones desatadas en escena son solo ficción, los personajes actores, y la acción pura fantasía? La verdad poética se esfumaría. Scheler demostró que la filosofía descansa en un previo eros del pensador y que el amante —que capta el valor del objeto— precede al conocedor. Y mirando las relaciones interpersonales, una disposición de apertura no solo permite el conocimiento de otro yo sino que condiciona la existencia misma de esa relación, de manera que aquí la fe crea su propia verificación: así la amistad o el amor, fundados en la confianza mutua que existe solo cuando recíprocamente se alimenta.

Todo esto lo ignoran esos científicos tan seguros de sí mismos y por eso equivocan su aproximación al problema de una manera extremadamente grosera. Es frecuente que las ideas religiosas de los científicos y filósofos sean muy pueriles, contenidos de su infancia que no han evolucionado conforme a su experiencia del mundo. Se inventan un maniqueo para darse el gusto de refutarlo. ¿Quién cree realmente aquello que ellos refutan? Hay gente, sí, pero no la más interesante intelectualmente. La argumentación de muchos de estos nuevos ateos es a veces erudita, con abundante información histórica y científica, pero ellos carecen de una empatía mínima con el objeto de estudio, de ese sensus, y sobre todo se percibe que toda esa argumentación más o menos articulada descansa en un punto de partida inicial ya tomado de antemano, depende de una toma de postura o una «opción fundamental» previa respecto al mundo y sus posibilidades muy simple, poco sofisticada, no justiciada, no refinada.

Sin duda volver a hablar de inmortalidad es una empresa audaz —o ingenua—, porque este tema, para el común de los hombres cultos, es cosa juzgada: nada nos espera tras la muerte. Me recuerdas a San Pablo, batiéndose el cobre (dialéctico) en el ágora.

Mi tesis en el Aquiles es que lo que nos hace individuos es ser mortales, finitos y contingentes, no ser inmortales como Aquiles en el gineceo. Necesario pero imposible es un libro hipotético, no es descriptivo, porque hablo sobre lo que no sé. Todo el libro se puede resumir en el intento de hacer razonable, verosímil, esta hipótesis sobre una prórroga post mortem de la individualidad que no puedo comprobar ni experimentar. Distingo entre el plano de la experiencia y el de la esperanza, que es el terreno de lo hipotético, creíble, razonable, verosímil, no de lo verdadero. ¿Cómo puedo hacer pensable y razonable para una conciencia moderna la esperanza de una continuidad de lo humano más allá de la muerte?

Si el individuo es mortalidad, su continuidad o supervivencia será en todo caso «mortalidad prorrogada», nada de eternidad, divinización o infinitud, como nos dicen Platón o Unamuno. En lugar de «alma inmortal» prefiero el concepto de «mortalidad que no cesa». Y cuando busco en la historia de las ideas, sin prejuicios, un precedente de eso que he fundado en Aquiles en el gineceo, el único ejemplo que conozco en época histórica de una continuidad de lo humano después de la muerte es la pretensión de los discípulos del galileo de la resurrección de este. Por eso hay un momento central en la segunda parte del libro en la que me sirvo de todos los estudios sobre el llamado «Jesús histórico». Allí hay una propuesta de una continuidad de lo humano, corporal, individual y mortal, incluso mortalidad llagada. Es una mortalidad que mantiene los signos de su paso doliente por el mundo.

Y ese ejemplo que encuentras, en virtud de su inaudita ejemplaridad, que tu llamas superejemplaridad, dices que merece un suplemento de crédito.

En torno al galileo ocurren tres hechos sorprendentes. Cada una de ellos por separado haría del galileo una figura única en la historia universal; la coincidencia de los tres al mismo tiempo es cuando menos intrigante y merecería una explicación de los historiadores que falta. Es chocante que haya seis millones de libros de filosofía sobre Sócrates y no haya un libro filosófico sobre el galileo en el que se tome en serio la hipótesis de su resurrección. Del galileo me interesa sobre todo su superejemplaridad en vida y su propuesta de esperanza (su resurrección). Hegel trata al galileo, y Kant también, entre otros muchos filósofos, pero de una manera que no hace justicia a esos dos elementos fundamentales.

Los tres hechos sorprendentes son los siguientes. El galileo encarna una ejemplaridad que por su carácter no solamente extraordinario sino excepcional merece llamarse superejemplaridad. El propio Nietzsche, enAnticristo, parece que va a refutar la figura de Cristo y no lo hace; resulta que el anticristo es en realidad solo un anticristianismo porque salva de su crítica a la figura de Cristo, al que considera lo más cercano que pueda pensarse a su ideal del superhombre si no fuera porque le resulta demasiado compasivo, a diferencia de San Pablo, a quien Nietzsche considera el origen de todos los males de la cultura occidental. Una superejemplaridad que por ejemplo Bloch, el autor de El principio esperanza, ateo, destaca como la más extraordinaria que ha existido nunca. Es decir, ni siquiera los anticristianos la niegan.

El segundo hecho que sorprende es cómo es posible que a un individuo con el que vivieron sus discípulos, poco después de morir, lo divinizasen. Hay casos de divinizaciones en las religiones politeístas: Alejandro Magno se diviniza, Julio César se diviniza: en una religión politeísta no tiene ninguna importancia. Pero los judíos habían sido educados de una manera casi histérica en el monoteísmo, y lo que definía ese pequeño pueblo monoteísta en un entorno de grandes imperios politeístas era justamente ese monoteísmo radical, que está desde el principio de la Biblia. Ese Dios que los judíos ni se atreven a pronunciar, al que tienen un respeto máximo, que es la contraposición lo humano, tras las resurrección lo ubican de repente en una persona histórica con la que han vivido, generando unos problemas doctrinales extraordinarios para ellos mismos, porque los riesgos de convertirse en una religión politeísta son muy grandes: Dios padre, Dios hijo (y luego Dios espíritu). Por tanto, si divinizan al galileo no es precisamente motivados por un impulso genuinamente judío, sino más bien por la irrupción de algo nuevo e incontrolable que les mete en problemas doctrinales y sociológicos, como es la expulsión del judaísmo, porque el cristianismo al principio era una secta del judaísmo.

El tercer hecho sorprendente es que ese judío iletrado, pobre y desubicado que itineró entre uno y tres años, que no tiene el poder carismático de un guerrillero como Mahoma, no es legislador como Moisés ni es un príncipe como Buda, un pobre profeta itinerante como ha habido muchos, que no escribe nada, que no funda nada, que no establece ninguna institución, es el desencadenante de la religión hoy en día más extendida en el planeta. Cualquiera de estos tres rasgos por separado convierte al individuo en algo extraordinario. Juntos en la misma persona es algo filosóficamente incitante. Luego está la hipótesis de la resurrección, indemostrable, fuera de la experiencia. Como hipótesis tiene la virtud de que es un eslabón que da sentido a la cadena de los tres hechos sorprendentes. Si resucitó es quizá porque lo divino nunca muere, si lo divino nunca muere es que ese individuo tenía algún elemento sobrehumano, que explica también su superejemplaridad, la divinización por los judíos y su importancia histórica. Lo que me interesa en la hipótesis de la resurrección es analizar el precedente histórico de una continuidad de lo humano y presentarla de una manera que sea razonable para una conciencia moderna culta, con independencia de si luego le presta o no su íntimo asentimiento.

¿Por qué crees que el hombre moderno descarta la hipótesis de la inmortalidad —o mortalidad prorrogada— casi de entrada?

Tiene sentido en perspectiva histórica. La figura del galileo es, en origen, solo la de una superejemplaridad que ofrece esperanza. Inicialmente incita un movimiento antisistema, pero a partir del siglo IV se convierte en una religión imperial. Pasa de ser una creencia existencial a una religión oficial de una cultura. Y cuando la religión es usada por la política tiene como objetivo la legitimación del orden y tener gratis, sin ley coactiva, la obediencia de los súbditos. ¿Qué es mejor: amenazar a tu súbdito con un castigo en caso de incumplimiento o imbuir en él una serie de ideas religiosas o patrióticas que hacen que obedezca por propia convicción, sin necesidad de coacción? Es mejor la religión: da explicaciones, alienta y se interna en tu propia conciencia. Durante mil años ese estallido social procedente del galileo, que era personalísimo y existencial, se convirtió en «cristiandad», religión cristiana, religión oficial de un Estado en pugna con otros Estados. En ese momento en teología política cuaja la visión cristiana de las cosas: la teología, la estética, la filosofía… Cuando el hombre moderno quiere ir poco a poco luchando por constituirse él en ciudadano autónomo, emancipado, se encuentra con una enorme resistencia por parte de los poderes anteriores, medievales, que pronostican el hundimiento de la civilización porque, dicen, sin Dios todo está permitido. Es decir, si no se sigue creyendo en el Dios de la teología política medieval se va a caer en el caos absoluto. Muchos apologetas del siglo XV, XVI y XVII se insisten en la fragilidad del hombre, en su consustancial corrupción, en el fracaso de lo humano necesitado de salvación… ¡en el siglo XVIII hasta las vacunas fueron condenadas! Lo querían menor de edad. Cualquier progreso del hombre emancipado de la tutela celestial se consideraba un desafío a Dios, cuyo trono se tambaleaba. Y lo que ha ocurrido es lo contrario. No es que sin Dios la anarquía y decadencia moral estén aseguradas sino al contrario: sin el Dios de la teología política, sin el Dios medieval, ha llegado la democracia, el proyecto civilizatorio de más éxito y de mayor altura moral de la historia universal.

Y cuando se le ofrece una posibilidad de pensar en una trascendencia ve…

Mil pretextos o ardides para volver a reducir al ciudadano a la minoría de edad.

Y eso es, en tu opinión, la esencia de su rechazo.

Exactamente. Se ha entendido que, desde el punto de vista psicológico, la religión es una regresión infantil. Desde el punto de vista ético, una vuelta al estado de súbdito y no de ciudadano. Desde el filosófico y científico, no atreverte a pensar la autonomía del mundo. Cuando la ciudadanía aspiró a su mayoría de edad encontró la religión del lado equivocado. Incluso cuando esa mayoría de edad ya era imparable, las estructuras del antiguo régimen, clero, aristocracia y corona, todavía pugnaban agónicamente por mantener la subordinación jerárquica de la mayoría de los ciudadanos en una sociedad aristocrática y estamental. Entonces es imposible que no asocies determinados problemas existenciales y filosóficos —como Dios o la inmortalidad del alma— a un intento de reducirte a tu infancia ética, política y cultural.

La última: ¿a quién ha querido imitar Javier Gomá en su vida?

Muchas veces me han preguntado si he tenido maestros, y no los he tenido. Soy una copia sin modelo. Primero, quizá las circunstancias han sido así. Segundo, quizá no he sentido la necesidad, la vocación produce unas habilidades. En las cosas importantes de la vida me considero una medianía sin relieve, un tipo del montón. Y lo digo con convicción y reivindicación. En Ejemplaridad pública y en Necesario pero imposible reivindico la figura de la medianía sin relieve: el señor que se levanta por las mañanas, cumple sus obligaciones, llega a casa, convive con sus hijos y va envejeciendo sin alharacas. Esa medianía sin relieve me parece épica, es la de Aquiles. Cuando digo medianía sin relieve no digo algo desechable, digo algo potente que me iguala gozosamente con todo el mundo. En Necesario pero imposible una de las secciones se titula: Todo el mundo, indicando dos: el todo del mundo que pertenece a todos por igual. Un yo del montón. Me gusta. También me gusta la expresión «el común de los mortales». Reúne en un mismo sintagma la idea de mortal y de común. Lo que nos hace comunes es el ser mortales y eso se crea una comunidad de mortales. Ahora bien, cuando tienes una vocación muy tiránica, despótico, totalitaria y que te ocupa todo el espacio, la vocación produce unas habilidades específicas, como la función crea el órgano. Sentí que poco a poco se iban desarrollando en mí las habilidades necesarias para ejercitar esa vocación. Y quizá eso ha hecho que no haya sentido una necesidad de encontrar un solo modelo, sino que más bien, como hacemos la mayoría, creas una figura ideal compuesta por la influencia de muchos modelos, sin concentrarlo en uno solo.

Esta entrevista ha sido escrita por Juan Claudio de Ramón en: www.jotdown.es

Las imágenes han sido realizadas por Guadalupe de la Vallina

Yves Michaud: «Con frecuencia, el lujo viene a llenar una vida vacía»

Está especializado en estética y filosofía del arte. Dirigió durante siete años la Escuela de Bellas Artes de París y creó la Universidad de todos los saberes, un singular proyecto de difusión del conocimiento en todas sus ramas a través de conferencias diarias. Es un gran conocedor de la cultura islámica y estudioso y teórico de la violencia. Vamos, que Yves Michaud (Lyon, 1944) no es un filósofo de los que están en la luna, sino hijo de su tiempo y de las cosas concretas de su tiempo; que se estremeció –como todos– con los atentados en el semanario Charlie Hebdo en la ciudad donde reside cuando solo debía ocuparse de la promoción de su último libro, El nuevo lujo. Experiencias, arrogancias, autenticidad, publicado en España por Taurus. Queríamos saber más sobre las implicaciones filosóficas, quizá antropológicas del lujo y nos interesaban sus respuestas concretas, precisas, tan ‘de este mundo’ como el Casio con brújula que le ayuda a saber la hora y a orientarse.

Una de las características del lujo es la necesidad de ser diferente y de ser considerado diferente. ¿Cree que esta necesidad de diferenciación es primaria, básica, como la protección o el alimento?
No en todas las sociedades, pero sí en la nuestra. En las sociedades donde el individualismo no existe o es más débil, la demanda de distinción y diferenciación también es más débil, o bien, está estrictamente controlada. Y sin embargo, también en ellas se pueden hallar ciertos trazos o estrategias de diferenciación. Me inclino en este punto a retomar las ideas de Darwin sobre la selección sexual: los individuos quieren, al menos, sobresalir y diferenciarse para encontrar compañeros sexuales. Es la razón por la que el lujo siempre tiene un carácter sexual bastante pronunciado. Ahí está la publicidad y sus anuncios, llenos, en la mayoría de los casos, de hermosas mujeres felinas y machos arrogantes.

¿Por qué el sector del lujo es capaz de sortear tan bien las crisis, mucho mejor que los demás?

Porque cada vez hay más ricos. No solamente en los países desarrollados, sino entre los que acceden al desarrollo, y eso es mucha gente. Existe un mercado creciente del lujo en países como Nigeria o África del Sur. El número creciente de ricos es también un fenómeno derivado de los monopolios y la concentración de la riqueza; existen los superricos, que tienen, en primer lugar, demasiado dinero y en segundo lugar, la necesidad de exhibirlo. Cito el libro de Robert Frank y Philip J. Cook, The winner-take-all society (La sociedad del ganador se lo lleva todo), que luego dio título a una canción de Abba allá por los años 80…

Si el lujo es una “constante antropológica“ como afirma en su libro, no tendría nada que ver con las clases sociales… ¿Cómo explicar esta contradicción aparente?
Porque toda sociedad conoce sus divisiones –no solamente en lo que respecta a las clases sociales definidas por la economía, sino también por costumbres sexuales, afinidades políticas o religiosas–. Los modos de diferenciación son necesarios y el lujo es uno de ellos, pero no el único. El secretismo, la distancia también marcaban las diferencias, por ejemplo, en la corte de las monarquías del pasado. Pero el lujo no es nunca algo lejano. Siempre me impresiona comprobar hasta qué punto las lecciones de antropología y de historia se olvidan en favor de los estereotipos arqueomarxistas que pueden tener su pertinencia, pero también su límite.

Es especialista en filosofía del arte y arte contemporáneo. ¿El arte es un lujo o una necesidad?

El arte es una necesidad para quienes lo hacen y lo practican –y hay muchas maneras de practicar el arte; desde tocando música o bailando hasta escribiendo en un periódico o haciendo pinturas malas el domingo por la mañana–. Ahora bien, el arte es un lujo cuando se convierte en algo caro y excepcional, sea porque demanda un virtuosismo particular para ser producido o porque existe una competición entre compradores que hace que aumente su precio y sus exigencias. Es preciso distinguir bien entre el arte como práctica y el arte como objeto de consumo. Según las distintas culturas se hace hincapié en uno, en otro o en ambos. Entre las clases populares, la preferencia es la de la práctica: cantar en un orfeón, hacer teatro amateur; entre las clases más pudientes se prefiere consumir. A veces, ambas concepciones se reúnen; pensemos en la difusión y la práctica de la música entre la burguesía del siglo XIX en Europa.

El lujo cambia y se transforma según la época. Si antes teníamos (y seguimos teniendo) el lujo de las “cosas“ y los bienes, parece que ahora hemos incorporado el lujo de las experiencias. ¿Cuál será el futuro del lujo
o los lujos futuros?

El futuro del lujo irá en dos direcciones; el de los objetos y el de las experiencias. El primero, porque habrá que diferenciarse. Los compradores chinos, por ejemplo, son poco sensibles hasta ahora a las experiencias porque en una sociedad “sin clases” lo importante es distinguirse. De igual manera, también los compradores japoneses son poco sensibles al lujo de las experiencias, en este caso porque su refinada cultura es ya una cultura de experiencias sutiles (la ceremonia del té, el arte del kimono, la artesanía…). Pero el lujo de experiencias se desarrollará considerablemente por tres razones: nuestra demanda insaciable de placer y hedonismo; nuestra capacidad técnica de inventar nuevas experiencias cada vez más sofisticadas y el hecho de que las experiencias son personales y, por ello, pueden ser declinadas de múltiples maneras y para todos los bolsillos (o casi): cada uno estará contento con las experiencias que le parecen lujosas, incluso aunque no lo sean para el vecino.

¿Admite el lujo una valoración “moral”: es bueno, es perverso…?

La eterna cuestión. Depende de lo que tomemos en cuenta; la cantidad de empleo y de puestos de trabajo que genera su industria o la vanidad de sus objetos y experiencias o, peor, la maldad que esconde esa necesidad de diferenciación social. Es difícil juzgar. Creo que un criterio podría ser el exceso y la violencia de la ostentación, pero se trata de un criterio sesgado, porque ya el lujo es, en sí mismo, excesivo…

¿El conocido “porque yo lo valgo” define un nuevo modelo de lujo democrático, para todos (cada uno en su nivel)?

Por lo que a mí respecta, yo veo en él una expresión de narcisismo y de individualismo contemporáneo: cada uno tiene la necesidad de reforzar el sentimiento de su propia valía. Y, efectivamente, eso se puede hacer en todos los niveles. En el libro menciono que la democratización del lujo tiene como contrapartida la “lujorización” del consumo cotidiano: a cada uno, su lujo. Por un lado, el lujo se construye de arriba abajo; y por otro, se aumenta de gama en el consumo ordinario.

La experiencia del lujo crea dependencia. ¿Cuáles son sus riesgos?

El riesgo es una dependencia del placer y un refuerzo narcisista. Vivimos en la sociedad de la adicción; por un lado, es muy práctico para quienes nos ofrecen productos y quieren volver a vernos; por el otro, también es práctico para nosotros, porque la adicción impide que nos hagamos preguntas y proporciona punto de anclaje. Cuando estoy enganchado a algo no me cuestiono nada. Y hay riesgos de que la adicción vaya en aumento…

El lujo es un mecanismo de distinción, pero ¿qué significa ser “distinguido”?

Hay distinciones y distinciones. En el sentido más elemental, la distinción es el hecho de estar apartado y resultar visible. Existe una noción más antigua que supone que la persona ‘distinguida’ ha trabajado su distinción buscando las mejores formas y la aprobación de los otros. Se aproxima a la definición del ‘hombre de calidad o de mérito’ de los moralistas del XVII. Entre este ser humano ‘elegante’, podríamos decir, y la persona distinguida por el hecho de ser meramente visible (Paris Hilton, por ejemplo) se encuentra el dandi del XIX… La distinción demanda también un cierto tipo de público y como hoy el público es el de los medios, el mero hecho de ser visible parece bastar. Este fenómeno me interesa mucho porque se trata de las personas ‘distinguidas de nuestra época’. Y, ahora, se puede argumentar que es algo un tanto rudimentario…

¿Puede alguien mantenerse ‘aislado’, o ajeno, al menos, al mundo del lujo?

Sí. Se puede buscar vivir de una forma sencilla, aunque, si no se trata de una pobreza forzada, hay un gran riesgo de que esta ambición de sencillez se convierte en una experiencia refinada y sofisticada y, por consiguiente, un lujo. A menudo, hoy día, las cosas sencillas se han vuelto muy caras; aquello que es fabricado y tratado es más barato que lo simple, no hay más que fijarse en la ropa o la comida.

Al terminar el libro uno tiene la impresión de que todo el lujo (y sus derivados) no sirven sino para rellenar un individuo que se siente vacío, que no es auténtico. ¿Cuál podría ser el contenido del verdadero ser auténtico?

Efectivamente, creo que el lujo, con frecuencia, viene a llenar (o rellenar) una vida vacía; si no sé quién soy ni lo que quiero, al menos me reconforta encontrar mi identidad en las apariencias del lujo. La búsqueda de la autenticidad es una forma de la búsqueda de sí mismo. Con la dificultad de que, si no se es persona, cómo se va a encontrar la autenticidad. Mi libro es una crítica también a la noción de la autenticidad: basta con que tengamos la impresión de vivir una experiencia para que la creamos auténtica. Detesto la jerga heideggeriana sobre la autenticidad.

Para usted, ¿cuál es el verdadero lujo?

El verdadero lujo para mí es el de la sencillez y el de la distinción de las cosas simples, pero no sería honesto si no dijera que esto también es caro. Vivir en una casa sencilla, sin ser invadido por los vecinos, en un entorno natural y teniendo placeres sencillos y de calidad… Todo eso necesita esfuerzos, lleva su tiempo y su dinero… Yo nunca voy a hoteles de lujo ni a tiendas de lujo y procuro vestirme de forma sencilla, pero un abono en la ópera –por ejemplo– cuesta bien caro, a menudo, demasiado caro…

Acabamos con una broma (muy seria) que usted usa en diversas partes del libro: la frase del publicista Jacques Séguéla: “Si a los 50 no tienes un Rolex, es que has malgastado tu vida“. ¿Tiene usted un Rolex?
No, no tengo un Rolex y, francamente, no entiendo a la gente que se encapricha de los relojes de lujo, a menos que se trata de una manera de colocar y conservar el “dinero sucio” (en español). Llevo desde hace muchos años el mismo reloj Casio, pero con una brújula. Y está muy bien para saber la hora y para poder orientarse. Hay muchos sitios donde no hay sol y donde no sabe uno dónde dirigirse al salir de un aparcamiento o de una estación de metro. Eso es lo que le falta a muchos hoy día; sentido de la orientación. Mejor que ansiar tener un Rolex, deberían sentir la necesidad de una brújula…

Este artículo ha sido publicado por Pilar Gómez en: www.filosofiahoy.es

Entrevista a Josep Monserrat Molas, Decano de Filosofía de la UB

Con ocasión del reconocimiento de la Facultad de Filosofía de la Universitat de Barcelona como una de las 50 mejores  facultades del mundo, entrevistamos a su Decano, Josep Monserrat Molas, para que nos cuente en qué han consistido los esfuerzos realizados para  llegar a colocarla en ese puesto.

1) ¿Cómo valora que la titulación de Filosofía de la UB esté entre las cincuenta mejores del mundo según el ranking?

Es una señal del reconocimiento internacional de nuestros estudios de filosofía. Si bien es cierto que la Universidad de Barcelona cuenta con un prestigio internacional consolidado estos últimos años, aparecer en tal excelente posición en este importante ranking que valora la calidad de las disciplinas académicas no deja de ser una satisfacción mundana añadida a nuestro trabajo real de cada día en la Facultad.

2) ¿Qué opina sobre estos rankings?

La inflación de la cantidad de rankings se debe a la necesidad que tienen los agentes de gobierno (del gobierno de lo que sea) de disponer de “datos” a partir de los cuales justificar decisiones, aunque sea a costa finalmente de desconocer la realidad misma a la que no se presta la debida atención. Deben tomarse con muchas precauciones y, aunque en ocasiones sus “resultados” son propicios (y permiten entrevistas como esta misma), no creo que deban usarse para justificar decisiones políticas. Su “validez” dependerá de la conmensurabilidad de lo que traten en cada caso y no sé yo si la realidad toda lo es. En cualquier caso, son un elemento fundamental de la ideología de la evaluación que pretende  cada vez más dominar y controlar la vida de las Instituciones (y de los individuos).

3) ¿Cuáles cree que son los puntos fuertes del Grado en Filosofía y los Máster de su Facultad? ¿cuáles son los puntos en los que podría mejorar?

Es una fortaleza poder disponer de varios núcleos temáticos, metodológicos e, incluso, de concepciones de la filosofía que son reconocidos en nuestro entorno e internacionalmente como valiosos. Un alumno de nuestro grado puede tener acceso a diferentes concepciones de la filosofía “en vivo” y no meramente explicadas por otros porque un buen número de profesores vuelcan los resultados de su tarea de investigación en la docencia. Con este bagaje los alumnos pueden posteriormente escoger entre los máster que se ofrecen, entre los que puede encontrar adecuada especialización, interdisciplinariedad e internacionalización. La vinculación de la docencia con unos equipos de investigación con resultados excelentes y una destacada internacionalización permiten una buena preparación también para los estudios de doctorado.

Mejorar, en todo, porque nada es perfecto. Pero es urgente la mejora en la coordinación docente y la mejora en la atención académica que deben culminar en una evaluación entendida no como examen sino como responsabilidad de un proceso de aprendizaje en común, sin olvidar que el acompañamiento al alumnado debería prestar atención personalmente a las diferentes necesidades e itinerarios de formación.

4) ¿Puede valorar la situación de la Filosofía en España y muy especialmente en su faceta educativa?

La situación es de una extrema gravedad. Puede que se esté reclamando algo así como filosofía por parte de ciertos sectores de la sociedad, pero a menudo de manera muy desdibujada y fácilmente sustituible por “humanidades” o “saberes de soluciones”. Ahora bien, pienso que sería muy útil la labor de la estricta filosofía en la dotación a la ciudadanía de instrumentos para que construyera el vocabulario y las herramientas conceptuales de análisis con las que debería intervenir en la realidad social y política. Ello justificaría la necesidad de la presencia de la enseñanza de la filosofía en la secundaria obligatoria. La filosofía también es necesaria en la revisión crítica de los saberes y las pasiones que gobiernan nuestro conocer, hacer y vivir. Su presencia en el bachillerato sería indispensable. Pero temo que algunas decisiones recientes, sumadas a otras anteriores, indican la puerta de salida y la conversión de la filosofía como algo residual en la educación reglada.

«Creo que todo es conversación. El monólogo no existe». Entrevista a Rafael Argullol

Hoy tengo el placer de poder entrevistar a Rafael Argullol. Ensayista, narrador y poeta, es catedrático de Estética y Teoría de las Artes en la Facultad de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra. Su obra se desarrolla en treinta libros en distintos ámbitos literarios. Entre ellos: poesía (“Disturbios del conocimiento”, “Duelo en el Valle de la Muerte”, “El afilador de cuchillos”), novela (“Lampedusa”, “El asalto del cielo”, “Desciende, río invisible”, “La razón del mal”, “Transeuropa”, “Davalú o el dolor”) y ensayo (La “atracción del abismo”, “El Héroe y el Único”, “El fin del mundo como obra de arte”, “Aventura: Una filosofía nómada”, “Manifiesto contra la servidumbre”). Como escritura transversal, concepción que desborda cualquier género, ha publicado: (“Cazador de instantes”, “El puente del fuego”, “Enciclopedia del crepúsculo”, “Breviario de la aurora”, “Visión desde el fondo del mar”). Y los más recientes: “Moisès Broggi, cirurgià, lany 104 de la seva vida” (2013), “Maldita perfección. Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza” (2013) y “Pasión del dios que quiso ser hombre” (2014).

Un autor poliédrico y nómada, y un viajero atento que se refleja en el transcurso de su obra. Para mí, personalmente, el mejor conversador que tenemos en la cultura filosófica española (la prueba son sus diálogos con Eugenio Trías, y Vidya Nivas Misra), y uno de los grandes ensayistas en español de losúltimos treinta años. Cualquier historia que se haga, deberá contar con su escritura.

Desde aquel joven estudiante, espía lector en cafeterías anónimas, he disfrutado con su obra inclasificable. Hoy puedo desvelar muchas tardes asombradas en cada pregunta: he tematizado nuestro presente informacional, el nuevo lector y espectador que se está forjando, su idea de una escritura transversal y su relación con el viaje, el dolor y su fenomenología, esos universales humanos que son el tiempo y la creatividad, el amor siempre, la conversación y su epifanía, el arte, la educación, o su último libro sobre Jesús de Nazaret, Cristo, esa pasión del dios que quiso ser hombre.

Es hora de poder compartir su reflexión con los lectores del Magazine INED21. Sin más presentaciones, les dejo con la entrevista: un tiempo para disfrutar siempre. Luego corran a la librería más cercana: sus libros les esperan como una tentación que han de cumplir.

1. Descartes, ese nómada que buscó la seguridad en el pensamiento, iniciaba la modernidad filosófica con su presupuesto subjetivista. Hoy estamos lejos de esa experiencia, aún siendo herederos de ella. ¿Qué peligros y posibilidades existen simultáneamente en este cambio histórico que implica la revolución informacional y comunicativa de nuestro mundo hiperconectado?

Descartes intentó poner de nuevo el hombre en el centro del mundo a través del pensamiento. La revolución científica del Renacimiento había destruido la jerarquía cósmica antigua y medieval. Ni la Tierra era el centro del mundo ni, consecuentemente, el hombre pertenecía a ese centro. Desde el punto de vista físico el hombre era una pura periferia, un grano de arena en una playa deshabitada, como ya afirmó Torquato Tasso. Nosotros todavía somos la consecuencia de ese intento cartesiano de retornar a un centro. Sin embargo, en la medida en que nuestra sociedad avance hacia una disolución del pensamiento el sentido de exilio y de despojo se acentuará. Si se confirma la pérdida de la cultura de la palabra el ser humano entrará en un callejón sin salida de difícil previsión.

2. Hace poco tiempo leía en una entrevista a R. Calasso una observación inquietante:“El peligro es la psique del lector. No significa que un libro fuerte hoy no encuentre sus lectores. Es el tejido psíquico lo que ha cambiado. Es un tejido que rechaza muchas cosas.”Más allá del catastrofismo o de la apología informacional, ¿cómo analiza estos cambios que se están produciendo en el lector y el espectador actual?

Creo que en nuestra época el problema no es que haya disminuido la venta de libros sino que ha disminuido la capacidad de lectura. Se lee poco y, además, lo que se lee acostumbra a ser de escasa calidad cultural. En los últimos veinte años se aprecia una disminución de potencia para enfrentarse a obras de una cierta complejidad. El lector acostumbra a intentar evitar las encrucijadas de la complejidad, algo que seguramente está vinculado a la pérdida de la memoria. La lectura y el aprendizaje a través de la memoria son dos hechos que actúan íntimamente unidos. El lector, cuando existe, se ha convertido en un lector superficial, epidérmico. Y algo paralelo se puede decir con respecto al espectador. Nuestros museos están llenos de turistas que desfilan por sus galerías pero que no se detienen a mirar. Mirar exige una lentitud y una libertad completamente incompatible con el vertiginoso consumo de imágenes que se propone en nuestros días.

3. Rafael Argullol no  es  un autor clasificable fácilmente, su  obra nómada atraviesa la poesía, la novela, el ensayo, y es  el creador de esa escritura transversal que ha  ¿Cómo se desarrolla en su  caso ese bucle fascinante entre escritura/pensamiento y vida? ¿Se entrelaza con la experiencia del viaje, tan presente en su  biografía y su  obra?

Mi escritura es, creo, una directa consecuencia de mi propia configuración mental y anímica. Para mí el mundo de las ideas y el mundo de las imágenes son dos mundos que, a menudo, se presentan superpuestos. Me gusta expresarme a través de sensaciones que contienen conceptos y a través de conceptos que se desarrollan en relatos. Alguna vez he dicho que si tengo algún método literario este es el de la continua alternancia entre microscopio y telescopio. A través del microscopio intento ir hacia el interior de la subjetividad; y cuando ese viaje ya se vuelve imposible giro la lente y, a través del telescopio, busco descubrir el entorno que me rodea. El nomadismo y la transversalidad que se me han atribuido son la consecuencia de esa doble mirada. A partir de este presupuesto he tendido a respetar poco los géneros literarios tradicionales.

4. Su propuesta y ejercicio de una escritura transversal es un volver a un origen antes de que la separación (sensaciones/ideas; mito/filosofía) se estableciera en el mundo griego. Una observación rápida: me parece tremendamente actual y llena de sugerencias para la escritura/lectura de nuestra nueva historicidad. ¿Qué consecuencias ha tenido esa escisión en la cultura occidental? ¿Qué precio hemos pagado como sujetos de esta cultura dividida?

El fomento del dualismo en nuestra cultura ha llevado a un frecuente divorcio entre la esfera del conocimiento y la esfera de la sensibilidad. Nietzsche lo resumió bien cuando denunció que en Occidente se había hecho una filosofía sin cuerpo. Nosotros conocemos a través de los sentidos, a través del cuerpo. Por tanto parece inaceptable un tipo de conocimiento que esté alejado de nuestra experiencia sensorial. Pienso que el conocimiento exige una simbiosis entre contemplación y acción, entre teoría y práctica. La vida, nuestra vida, es nuestro primer objeto de aventura y de descubrimiento. En consecuencia, nunca me he sentido cómodo con los escritores refugiados en la artificiosidad ni con los profesores de filosofía que no vivían según hablaban.

5. Hay toda una fenomenología del dolor en su obra Davalú y el dolor, RBA, 2001. Para compartir con nuestros lectores y que pueda servir de invitación a su lectura: ¿qué conocimiento, si se produce, nos proporciona el fenómeno del dolor, tan plural en sus tipos y manifestaciones? ¿Cómo le  ha transformado personalmente esa experiencia de la que nos deja  una narración tan minuciosa?

El mejor dolor es el que no existe. Pero ya que hemos sido concebidos como sujetos en el que el dolor también ejerce una función primordial lo más recomendable es extraer aprendizaje de esta circunstancia. Desde los orígenes mismos el hombre ha intentado aprender a través del dolor e incluso reconvertir el sufrimiento en sabiduría, tal como defendió Esquilo. Ahora bien lo que se narra en Davalú es mucho más un dolor físico que moral. Y en este sentido la filosofía y la literatura han producido una obra abundante respecto al dolor moral y escasa respecto al dolor físico. Ello se debe, de acuerdo con lo que expongo en este relato, a que para describir el dolor se necesita una distancia que el sufrimiento físico apenas acepta. Y tras él tendemos a la amnesia, a olvidar lo que ha sido el dolor. Seguramente la pintura, en su inmediatez sensorial, tiene mayor aptitud para captar el sufrimiento físico. En Davalú sólo la autograbación de lo que después fue el relato me permitió asegurar una narración en la que se desarrollaba una crónica del dolor. Sin esta autograbación yo también hubiera optado por el olvido y, por tanto, por la imposibilidad del relato.

6. Su obra El cazador de instantes. Cuaderno de travesí 1990-1995, Destino 1996; Acantilado 2007, última edición, me deslumbró por su belleza hace casi veinte años, siendo un joven estudiante de filosofía (aún guardo las anotaciones personales de la misma); tuvieron su continuación en El puente de fuego 1996-2001, Destino, 2003.Léanlos inmediatamente: una síntesis de experiencia más experimentación en tus palabras, que son una muestra extraordinaria de esa escritura transversal. Y paradoja de la vida (nunca creí que las podría utilizar con el autor…), desde ellas le hago varias preguntas sobre dos universales humanos fascinantes: el tiempo, y el amor. Allí escrib :En su relato oficial el hombre es un perseguidor de seguridades en tanto que en su relato secreto es un cazador de instantes, ¿no son ellos, esos instantes, la génesis de toda vocación creativa (artística, literaria, plástica, científica o filosófica) que le  sirven de texto invisible?, ¿reconoces los suyos ?; sobre el amor, y sigo recordándolo como la primera vez: Uno puede afirmar que ama cuando un cuerpo le hace olvidar todos los cuerpos que ha recorrido. Uno puede afirmar que, a pesar suyo, sigue amando cuando todos los cuerpos que recorre le hacen recordar aquel cuerpo que ya perdió, ¿qué nos desvela de nosotros y del otro la experiencia del amor?, ¿se puede volver del amor, o tan sóloregresamos?

En mi opinión toda la historia de la cultura, al menos en Occidente, es una lucha contra la muerte, es decir, contra nuestra condición mortal. Pero la muerte, en nuestras vidas, se expresa a través del tiempo, algo que hemos inventado los propios hombres como máscara de la muerte. Esto ha hecho que, como una gran paradoja, a la que el arte ha atendido siempre, los hombres confiemos a los instantes nuestras ilusiones de eternidad. Lo que Octavio Paz llamaba “consagración del instante” es nuestra única posibilidad de entrever lo eterno. De ahí que nosotros confiemos a determinadas actividades, como el arte o el amor, unas posibilidades de superación del tiempo y, en consecuencia, de enfrentamiento a la muerte, que, generalmente, en otras actividades no concebimos.

Con respecto a lo que llamamos amor creo que tenemos la sensación de que hemos sido incrustados en la vida con el conocimiento de la mitad de la frase y nos pasamos la vida buscando la otra mitad para comprender el significado que tal frase pueda tener. Quizá esto lo hacemos a través de la amistad o del saber o de la aventura o de la obra bien hecha pero, por lo común, hemos atribuido al amor una capacidad fulminante por encima de las otras dimensiones. En el amor desarrollamos nuestra ilusión de plenitud o, quizá utilizando una palabra poco utilizada, de entereza. O sea de superación de la escisión que continuamente nos acompaña. De ahí que hayamos dedicado tantas energías y tantas quimeras en esa dirección.

7. Siempre he creído que es el mejor conversador de la cultura filosófica española -una opinión que no es arbitraria, sin fundamento-, ahí están sus  obras con Eugenio Trías (El cansancio de Occidente, Destino, 2003), o con Vidya Nivas Misra (Del Ganges al Mediterráneo: un diálogo entre las culturas de la India y Europa, Siruela, 2004) para poder comprobar esta afirmació Hay otra razón de peso: se da en usted  esa destilación, no tan frecuente como pueda parecer, de conocimiento y sabiduría que se refleja en su  obra poliédrica. ¿Podría  compartir algunos de esos instantes/ideas/significado con cada uno de ellos y que otorguen luz a esos diálogos apasionantes?

A parte de estos diálogos explícitos que se comentan y que para mí fueron muy fructíferos creo que todo es conversación. El monólogo no existe. Ni siquiera existe en lo que podríamos considerar nuestros pensamientos más íntimos. Incluso en esos actúa una polifonía en el que lo que somos se contrasta con lo que deberíamos ser o con lo que desearíamos ser o con lo que creemos que seríamos; es decir, un conjunto de voces confrontadas entre sí. Partiendo de este presupuesto, no sólo han sido diálogos mis libros explícitamente titulados así sino también todos los demás. Por eso es importante que la experiencia esté incorporada a la propia obra. Por eso adquiere luz mi afirmación de que la literatura es igual a experiencia más experimentación. La literatura es exteriorizar la polifonía que hay en nuestro interior.

8. Es una clasificación generalista y poco matizada: arte clásico, arte romántico, arte de las vanguardias en el s. XX. Y como ha reflexionado, toda la modernidad estética se puede comprender desde dos líneas de desarrollo: “La modernidad estética se mueve entre dos polos aparentemente muy distantes: la conciencia de la estética del fragmento, que deriva en la poética del silencio, y los proyectos, desarrollos y despliegues en torno a la obra de arte total, integral. En toda la modernidad estética hay un fuerte elemento uto -apocalíptico”. Desde este incierto y acelerado s. XXI, ¿qué sensibilidad artística cree  que predomina en la situación actual? ¿Se está gestando una nueva estética en nuestro mundo presente, o sólo hay agotamiento y repetición saturada de esas tendencias apuntadas?

En el escenario de nuestro presente aparecen pocos indicios para identificar una estética compartida, más allá de los engranajes de simulacro y arbitrariedad vinculados al espectáculo y a la especulación. Pero esto no me preocupa. Me parece más importante que haya creadores que desde su propia soledad e intempestividad afronten la idea de realizar una obra. Estoy seguro de que estos creadores existen aunque sus voces de momento no sean las más escuchadas. Si nos ponemos en el lugar de ellos sus proyectos siempre estarán tensados por el fragmento y la obra totalizadora. Un artista, un escritor tiene que estar preparado para enfrentarse a lo contingente y fragmentario y, también, para establecer un duelo con lo trascendente.

9. Haciendo memoria de su experiencia como profesor universitario de Estética: ¿qué y cómo comprende  esta experiencia compleja de la tarea de enseñanza-aprendizaje? ¿Cuáles son las limitaciones y/o peligros de la educación actual desde su  perspectiva?

No hay un problema específico de la estética sino uno general que afecta a las Humanidades. Aunque también podría decirse que no hay un problema que afecte a las Humanidades sino a la cultura de la palabra. Esta es la cuestión fundamental, como ya comentaba más arriba. La dificultad de los estudiantes para enfrentarse a los procesos profundos y complejos de la lectura, así como la dejación tecnológica de la memoria, contribuyen a fomentar una mentalidad escasamente crítica y con una muy pobre potencia de relación entre fenómenos. Si tuviera que indicar un solo problema en la enseñanza actual indicaría este. Con el agravante de que la situación acrítica del estudiante ha acabado contagiando también al profesor.

10. Termino con su última obra: Pasión del dios que quiso ser hombre, Acantilado, 2014. Recordaba un fragmento de Javier Gomá en su última obra: Necesario pero imposible, Taurus, 2104: “Los filósofos hasta el día de hoy vuelven una vez y otra, incansables, a la figura de Sócrates, a quien mencionan a cada paso con ocasión o sin ella en sus cogitaciones, pero en cambio se olvidan casi siempre de ese otro ágrafo de Galilea, muerto en circunstancias similares, de vida y doctrina al menos tan incitantes para una meditación filosófica libre de prejuicios como las del ateniense y sin parangón posible en la proyección de su influencia sobre la historia de la humanidad.” pág 30. Desde su  perspectiva, ¿cuál es la comprensión que nuestra cultura occidental del s. XXI, hija de la secularización, tiene sobre su figura?

A mí la figura de Cristo, a estas alturas, me interesa como metáfora de la encarnación de lo espiritual. El gran triunfo histórico del cristianismo fue proponer la resurrección de la carne. Su gran error mantener una rígida separación entre cuerpo y alma, error ampliado por ciertas perspectivas filosóficas de nuestra cultura. En mi último libro, lo que relato es el difícil aprendizaje de ser hombre y, por tanto, de conseguir una cierta unidad entre pensamientos y sensaciones. En términos generales creo que las figuras de Sócrates y de Cristo, desligadas de herencias canónicas, son complementarias para entender nuestra confrontación con el significado de la vida. La pasión de Cristo implica el sacrificio trágico del héroe mientras que la biografía y la muerte de Sócrates representan una propuesta de sabia serenidad.

Esta entrevista ha sido publicada en la revista digital: www.ined21.com.

La imagen pertenece a Barcelonogy.com

Carlos García Gual: «Vivir sólo en el presente es vivir en una prisión intelectual»

Carlos García Gual (Palma de Mallorca, 1943) declara que a lo largo de su vida ha escrito sobre todo libros manejables para los lectores. «Yo soy un autor de prólogos y de libros de bolsillo», dice, y esboza una sonrisa. Pero la realidad es bien distinta. Dos veces premio nacional de Traducción (en 1978 por su versión de Vida y hazañas de Alejandro de Macedonia, de Pseudo Calístenes; en 2002 por el conjunto de su obra), catedrático de Filología Griega, investigador y estudioso en amplísimos terrenos, artífice de la legendaria Biblioteca Clásica de Gredos, García Gual estuvo hace unos días en la Fundación Juan March para repasar, en compañía de Javier Gomá, su trayectoria intelectual. Su infancia en Palma, la formación primera en la biblioteca de su abuelo, Barcelona y Madrid y aquella vieja Facultad de Letras a la que ha estado vinculado durante toda su vida profesional. Antes del acto el profesor se sentó a hablar con El Cultural.

Pregunta.- ¿Cómo ve alguien que ha dedicado su carrera a la docencia de los saberes clásicos el arrinconamiento de las Humanidades en la universidad española?
Respuesta.- Con pesimismo. Veo que el horizonte es oscuro en un doble sentido. Por un lado, hay un desprestigio general de las Humanidades por culpa de una sociedad cada vez más pragmática que busca el bienestar económico y nada más. Y por otro lado, hay un problema dentro de la propia universidad, un problema de falta de fondos; cada vez hay menos profesores, una mayor penuria para comprar libros, para acondicionar despachos…

P.- Está la sociedad, pero los políticos son los primeros que desprecian las humanidades. Es rarísimo que alguno las nombre en sus discursos.
R.- Es cierto. Y cuando hablan de cultura es siempre desde el plano económico, como en el caso del IVA cultural. Pero de la orientación cultural, de hacia dónde vamos culturalmente ninguno habla. Creo que existe una crisis que opera en diversos frentes. Se habla mucho de la crisis que afecta a las editoriales, que venden menos libros por culpa de la piratería de los contenidos, pero esa crisis tiene su origen, creo, en algo tan simple como que la gente lee mucho menos. Aunque es verdad que en España se leen bastantes libros en comparación con otros países, la gente lee novelas y cosas bastante ligeras. Ensayos o libros de más nivel cultural se leen muy poco, por no decir nada.

P.- Usted ha dado clase toda su vida en Filología. ¿También los alumnos leen menos?
R.- Leen muy poco. Gastan su tiempo atendiendo diversas pantallas y creen además que toda la sabiduría del mundo está en Google. Yo daba por supuesto que los alumnos de segundo o tercer curso de Clásicas, que es cuando llegan a mi asignatura, habían leído una serie de libros básicos, y no es así. A mí se me han quejado alumnos que decían que no tenía derecho a mandarles leer la Ilíada porque era muy gorda.

P.- Es llamativo porque estudiar clásicas hoy, tal y como está el mercado, solo puede ser vocacional.
R.- En realidad lo fue siempre, pero hoy es una vocación más peligrosa todavía. Los de mi generación al menos encontrábamos un puesto de trabajo al salir de la universidad. La enseñanza media tenía sus profesores de griego, de latín. Ahora esto ya no es así en la enseñanza pública y mucho menos en los colegios concertados, donde se consideran gravosas ese tipo de asignaturas.

P.- Cree, entonces, que el problema del nivel de los alumnos ha de atajarse desde los planes de enseñanza primaria y media.
R.- Creo que sí. A mí me da pena el descenso de la secundaria. Yo fui profesor de secundaria durante cuatro años en el Instituto Beatriz Galindo y era un instituto estupendo. Tengo amigos que siguen dando clase a esos niveles y están muy dolidos, incluso por hechos de disciplina que antes no se daban. Es verdad que ha aumentado mucho el alumnado, pero el nivel ha bajado tanto que no creo que pueda explicarse por esta razón. Y ya en la universidad yo echo de menos lo que en mi época se llamaban cursos comunes. Creo que la especialización empieza muy pronto y cuando eso se hace sobre una base cultural inexistente es peligrosísimo.

P.- Convénzame, como si fuera un adolescente indeciso, de que son importantes las humanidades, de que debo estudiar y conocer la cultura clásica.
R.- Pues mire: ahora hay la creencia de que basta con saber manejarse en el presente. Pero hay que conocer bien el pasado para entender qué es la vida. Quien vive solamente en un espacio, y sobre todo en un tiempo determinado y no conoce más, es como si viviera en una especie de prisión intelectual. Sin entender por qué estamos aquí y cómo hemos llegado a dónde estamos, creo que se reduce mucho lo que es la vida. Yo le diría que tiene que leer los grandes libros, o algunos de los grandes libros: el Quijote, la Ilíada, a Shakespeare. Así entenderá hasta dónde puede llegar el ser humano.

P.- ¿En qué aspectos de nosotros, de lo que somos, podemos rastrear la influencia de los mitos griegos?
R.- Bueno, los mitos son una parte limitada del mundo griego. Reflejan la gran imaginación de los griegos, su capacidad para crear un mundo de dioses y diosas de enorme humanidad. Los dioses griegos son tremendamente humanos, son también divertidos, patéticos… la sociedad griega, que está en la base de la nuestra, sintió la libertad, la humanidad que permitió la democracia, la filosofía, las matemáticas. Los griegos eran viajeros: Heródoto, Tucídides… Cuando uno lo compara con otras civilizaciones se da cuenta de que los griegos han sido el pueblo con más capacidad de aventura que ha existido.

P.- ¿Qué equilibrio mantienen en nuestra cultura la tradición griega y la judeocristiana?
R.- Yo creo que tenemos mucho de los griegos; más de lo que pensamos. Tenemos ese sentido de la libertad, de lo importante que es la conciencia individual. De ellos nos viene el gusto por el arte, la apertura hacia el mundo. Todo esto es muy griego. El cristianismo, aunque eliminó la religión antigua, conservó mucho de la cultura pagana. Por ejemplo, la poesía. La mitología pasó a formar parte de las ficciones poéticas, pero permaneció. La noción sobre el alma, la inmortalidad del alma, la ética, la conducta social, eso ya estaba en Platón y el cristianismo lo tomó de él y lo ha sabido conservar. Esa es la gran herencia clásica, que atraviesa la Edad Media y se renueva con el Renacimiento.

P.- ¿Recuerda cuando decidió que quería dedicarse a la Filología Clásica?
R.- Yo iba a hacer letras en la universidad y me gustaban por igual la filosofía, la literatura y el mundo antiguo, pero me decidí sobre todo porque había muy buenos profesores de Griego. Filosofía me desilusionó un poco y en Literatura no tuve tampoco mucha suerte. En cambio en Griego estaban Adrados, Laso, Fernández Galiano… eran excelentes profesores. Y auténticas referencias a nivel internacional. Entonces en la Facultad de Letras el Griego tenía mucho prestigio.

P.- ¿Y ahora?
R.- Ahora hay buenos especialistas, pero son más limitados.

P.- Volviendo a los textos griegos, es curioso que la Odisea se tradujera al español por primera vez en el siglo XVI y la Ilíada tardara aún dos siglos en llegar…
R.- Sí. Hoy tenemos ya muchas traducciones de ambas en castellano, como unas veinticuatro de la Ilíada y unas doce de la Odisea, y en inglés muchas más. Steiner bromeaba con esto, con que todos los años saliera una nueva traducción que venía a ser la definitiva. Pero la primera traducción de la Odisea, la de Gonzalo Pérez, que es de 1580, llegó aquí antes de que el texto estuviera disponible en inglés. Era una época en que España tenía una proyección importante hacia Europa y hacia América y fue entonces cuando se tradujo también a Virgilio. La de García Malo de la Ilíada, la del siglo XVIII, está bien, pero sobre todo es muy buena la segunda que se hizo, la de Hermosilla, que era preceptor de poética e hizo una traducción en endecasílabos que todavía se puede leer hoy con mucho agrado.

P.- Su labor como traductor ha obtenido el máximo reconocimiento a nivel nacional en dos ocasiones, en 2002 por el conjunto de su obra. ¿Piensa que el traductor es, todavía hoy, una figura no lo suficientemente reconocida?
R.- Eso ha ocurrido siempre. Ahora hay muy buenos traductores, pero siguen estando mal pagados, sobre todo porque no es lo mismo traducir un best seller, que se vende enseguida y el traductor, que tiene contrato con la editorial, cobra rápido, que traducir por tu cuenta y encima clásicos o libros de ensayo. Es muy importante reivindicar el papel del traductor porque es el que convierte en universal un texto.

P.- En los textos griegos en concreto, ¿qué se pierde en la traducción?
R.- La música, la belleza del léxico… pero yo creo que siempre se conserva lo fundamental. Esto depende de los géneros. En la poesía siempre parece que se pierde algo más. En prosa menos, en textos científicos no se pierde nada, también porque los términos son más universales.

P.- Se ha ocupado de la novela en sus obras, de sus orígenes y su desarrollo. Alguna vez ha declarado que le falta imaginación para escribir una.
R.- Sí, es que soy poco imaginativo…. Quizá estoy también incapacitado porque he leído demasiadas.

P.- ¿Procura estar al tanto de las novedades editoriales? ¿Lee novela contemporánea?
R.- No demasiado. Leo muy poca novela española, la verdad. Pero sí que leo bastante novela policíaca. Me gustan las de Leonardo Padura, las de Benjamin Black. Soy un lector muy disperso y siempre tengo abiertos varios libros.

P.- ¿Cómo ve la crítica literaria actual?
R.- Mal, muy mal, quizá algo mejor en suplementos como El Cultural, Babelia o el de ABC. Yo creo que una buena revista de crítica literaria debe tener sus críticos serios, de siempre, que tengan cierto prestigio y no les importe hacer críticas duras cuando proceda. Pero lo que tenemos ahora no es eso. Predomina la crítica blanda y elogiosa y eso es el lector quien lo paga, pues no se siente orientado. Se reseña además mucho best seller, y estos son libros que se ponen de moda pero no sirven para nada. Creo que han ido desapareciendo algunos críticos importantes y no está habiendo un recambio claro. Está todo muy mediatizado, existen presiones de las editoriales. En ese sentido me gusta más la crítica de cine, que orienta mucho mejor. ¡Al menos sabes, al terminar de leerla, si la película es buena o mala! Eso cada vez ocurre menos en la crítica literaria, que es ambigua o abiertamente elogiosa.

P.- Usted ejerce la crítica, pero me parece que cada vez menos. ¿Tiene que ver con que ha dejado de confiar en su utilidad?
R.- En realidad es porque me quita mucho tiempo. La crítica es un oficio muy duro porque hay que leerse bien los textos. Eso o haces propaganda, que es bien distinto y mucho más cómodo porque ni siquiera hay que leer los libros.

P.- Hay quien defiende que la crítica negativa no tiene demasiado sentido: si un libro no es bueno, no se da y ese espacio queda para reseñar uno que sí lo es.
R.- Eso puede tener sentido respecto a autores jóvenes; yo entiendo que con los jóvenes no hay que ser cruel, o no se debe. Pero con los consagrados se puede, aunque nadie se atreve. Por ejemplo, meterse con Pérez-Reverte: eso no lo hace nadie.

P.- ¿Le gusta alguno de los escritores consagrados?
R.- Alguno sí. Leí los primeros libros de Muñoz Molina y de Javier Marías; los actuales ya menos, quizá porque me he cansado. Me gustaba Mendoza en sus primeros libros, ahora me gusta menos con esta cosa cómica. Y Javier Marías me gusta poco ahora: creo que sus elucubraciones cada vez le comen más terreno a las novelas y las hacen difíciles de digerir. Ocasionalmente leo poesía, pero ya muy poco. ¡Es que leer bien poesía lleva mucho tiempo! Estoy al tanto más o menos de los de mi generación, pero me supera mucho la cantidad de poesía que se publica.

P.- ¿Y cómo es su relación con los textos clásicos? ¿Aún disfruta de su lectura?
R.- Sí, claro. Soy un lector continuo pero bastante poco original. Ahora hago más bien calas, voy a un pasaje, lo busco, lo leo y casi siempre me dice cosas nuevas. Esa es la magia de los clásicos. Uno de mis últimos libros, Sirenas, es un poco esto, la vuelta a estos pasajes; las sirenas en Homero, en Apolonio Rodio… leo un poco a saltos, esa es la verdad.

P.- ¿Y quiénes son sus autores de cabecera?
R.- Soy muy clásico: Homero, Platón. Vuelvo a los de siempre. Últimamente he traducido Edipo Rey, de Sófocles, y me sigue pareciendo una obra magnífica. Las Bacantes de Eurípides también. También me gustan mucho Las vidas de los filósofos, de Diógenes Laercio, que es el texto más divertido de toda la cultura griega. Son textos que me han acompañado siempre; es más, muchos de ellos los leí por primera vez siendo muy joven, en la biblioteca de mi abuelo.

Este artículo ha sido publicado por Alberto Gordo en: www.elcultural.com