A pesar de los avances tecnológicos, de eso que en Occidente llamamos “progreso”,
de la prosperidad económica o del Estado de bienestar, sobre las mentes
pensantes que todos llevamos de un lado para otro continúan
sobrevolando las mismas cuestiones desde hace milenios: los
interrogantes que giran en torno a la muerte, el origen del universo o el propósito de la vida. Ejemplos sobre la manera en que los seres humanos tratamos de dilucidar si algo de lo que hacemos o pensamos tiene algún sentido trascendente han
existido a lo largo de toda nuestra historia escrita, nos conectan en
el tiempo de manera intergeneracional desde épocas tan remotas como el
segundo milenio antes de nuestra era, momento en el que creemos que fue
compuesto de manera oral el más antiguo de los llamados libros védicos,
el Rigveda. De estos textos, los Vedas, surgieron a su vez los —ahora— afamados Upanishads, cuyo contenido novedosamente filosófico inspiró a grandes mentes como la de Beethoven, para quien Brahman estaba «presente en cada parte del espacio» (A.C. Kalischer, Beethoven’s Letters with explanatory notes, J.M. Dent & Sons, 1926, pp. 393-394) o Arthur Schopenhauer. Dentro del pesimismo de este último, la lectura de los textos védicos representó, según sus propias palabras, un profundo consuelo:
¡Qué significado tan rotundo,
definido y siempre coherente tiene cada línea! En cada página nos salen
al encuentro pensamientos profundos, originales y sublimes, mientras una
elevada y santa seriedad flota sobre todo el conjunto […]. Es la
lectura más gratificante y conmovedora que se puede hacer en este mundo:
ella ha sido el consuelo de mi vida y será el de mi muerte (Arthur
Schopenhauer, Parerga y Paralipómena II).
Pero ¿qué son los Vedas y los Upanishads? Los Vedas son los textos más antiguos de la tradición india, base de la religión védica antes del florecimiento del hinduismo.
Se desconoce su autoría, como suele ocurrir con las compilaciones
escritas de tradiciones orales, pero fue aprovechado por los teólogos
indios para vincularlos con sabios antiguos que habrían llegado a la
revelación tras largas meditaciones. Nótese el cambio con respecto a otras religiones: fueron los sabios quienes consiguieron llegar a la revelación,
nadie bajó en este caso de los cielos a hacer el trabajo por ellos,
sino que abrieron su propio camino hacia el «conocimiento», que es
precisamente lo que significa veda. Este conocimiento estaba ahí,
esperando ser descubierto, porque para los seguidores de esta corriente
es infinito, siempre estuvo disponible a falta de ser desvelado.
El último tramo de ese saber védico es el que ocupan los Upanishads, una especie de culminación, y su significado etimológico habla en este caso de la acción de sentarse a los pies de un maestro para escuchar sus enseñanzas.
Antes de que comenzaran a ser escritos, entre el 800 y el 400 a.C.,
estas palabras reveladas ya habían sido traspasadas oralmente de
generación en generación (vid. J. M. Abeleira, Upanishads,
Penguin Clásicos, 2021, pp. 5-6), como había ocurrido con los demás
Vedas o, en tiempos similares, con otros textos tan cruciales como los poemas homéricos, y continuaron elaborándose después, incluso hasta el siglo XV de nuestra era.
Si los Vedas se centran en las enseñanzas de carácter ritual, en oraciones y mantras, los Upanishads abren la puerta a las grandes cuestiones existenciales del ser humano y, por primera vez, a la práctica de la autorreflexión y el autoconocimiento como método para hallar respuestas;
de ahí que, a pesar de su longevidad, la lectura apaciguadora de estos
relatos resulte atemporal. Se trata de narraciones con diferentes
personajes, historias que esconden la sabiduría entre líneas; los
protagonistas de estos textos se enfrentan a los problemas existenciales
desde una portentosa determinación: lograr responder a las cuestiones de una manera certera, hallar la verdad absoluta en las respuestas.
Estamos navegando, por tanto, las mismas olas en las que Sócrates pretendía hallar la definición universal o Descartes las ideas innatas. Así, en el camino en busca de respuestas de los personajes de los Upanishads aparece la figura del gurú, intermediario entre el protagonista y una divinidad que aquí se llama Braman y que tiene connotaciones panteístas: se le vincula con el Absoluto, la realidad última, la Naturaleza en su totalidad. En los Upanishads,
entonces, estas figuras divinizadas sirven para indicar al protagonista
el camino a la verdad por medio del diálogo, la metáfora, la moraleja o
la analogía simbólica. La búsqueda del aprendiz se centra en el conocimiento de esa realidad última allá fuera, Brahman, así como del espíritu o alma dentro de nosotros, atman, y del vínculo que este último puede fortalecer con el primero, algo que puede lograrse, por ejemplo, con la práctica del yoga, concepto que también forma parte de las enseñanzas védicas.
En
la historia del pensamiento occidental, las teorías presocráticas
fueron desvinculándose de una fundamentación puramente metafísica para
explicar la realidad o, al menos, abrieron la conversación hacia la independencia de la filosofía con respecto al mito; las orientales, ejemplificadas en los Upanishads, se arraigan en este caso en una base que va más allá de lo físico, pero lo hacen obligándonos a mirar hacia dentro,
nos llevan hacia nuestro interior, nuestra conciencia. Su Absoluto es
una entidad inmaterial, sin forma ni atributos, trascendental, pero sólo
llegamos a ella cuando nos percatamos de que lo que llevamos dentro
(alma, atman), no es más que una parte de aquél. Todo esto trae con facilidad a la memoria la Idea Suprema de Platón, cuya teoría de las Ideas o de las Formas bebió precisamente de corrientes orientales y pitagóricas, el determinismo estoico, el Uno de Plotino o la iluminación interior de Agustín de Hipona.
Uno de los textos más conocidos dentro de esta última compilación védica es el Katha Upanishad, recopilado dentro de los diez primeros libros (y, por tanto, también de los más antiguos) que conforman los ciento ocho Upanishads.
En él se narra la historia del niño Nachiketa, cuyo padre se había
comprometido a realizar un sacrificio que implicaba deshacerse de todas
sus pertenencias, incluida su familia. El padre, sin embargo, únicamente
se deshizo de lo material, pero se quedó con su mujer y sus hijos, lo
cual decepcionó a Nachiketa y así se lo hizo saber. Enfadado, el padre
le dijo entonces que se desharía de él, pero enviándolo directamente a
Yama, el señor de la muerte en la mitología hindú. Nachiketa, obstinado,
decidió marchar por su cuenta en busca de tal deidad y, tras esperar a
las mismas puertas de la muerte durante tres días, su determinación
conmovió a Yama, quien le concedió tres deseos por la osadía sin esperar
lo imprevisto de la última petición del muchacho: Nachiketa quería
saber lo que había después de la muerte, si algo de él permanecería en
este mundo, si todo era perecedero. Tras muchas reticencias, Yama
termina ofreciéndole el conocimiento deseado, que pasa por relacionar el interior del ser humano con el del Absoluto (Brahman), por darnos cuenta de que nuestra alma pertenece de algún modo al orden de la Naturaleza y, por tanto, que formamos parte del Todo; si interpretamos al padre de Nachiketa como nuestro yo entregado a los deseos materiales y al propio chico como nuestra conciencia, el vínculo Brahman-Atman queda de la siguiente manera: sólo
encontrándonos a nosotros mismos, a nuestro verdadero ser,
conseguiremos librarnos de los desasosiegos e incluso del miedo a la
muerte.
Es en ese conocimiento del Absoluto, en ese sustento psicológico, donde nuestro ser encuentra sosiego: todos los individuos formamos parte de lo mismo. Como reza una de las frases de los Upanishads destacadas por el mismísimo Arthur Schopenhauer: «Yo soy todas esas criaturas en su totalidad y fuera de mí no hay nada».
l acercamiento convencional al suicidio es psiquiátrico. Si
preguntamos al ciudadano medio por qué la gente se suicida,
probablemente citaran los trastornos mentales y la depresión en la
respuesta. Las personas en el Occidente actual tienden a pensar que el
suicidio es una acción profundamente individual, algo enraizado en el
drama interno de la mente humana y que el suicidio es un problema médico
o mental que pertenece al campo de la psicología y la psiquiatría y no
al de la sociología. Pero este enfoque no reconoce las causas sociales
del suicidio que son las que trata Jason Manning en su libro Suicide. The Social causes of self-destruction.
Ya Durkheim argumentó que el suicidio varía de forma predecible de una
sociedad a otra y que era algo explicable con las condiciones sociales
externas. La gente se suicida por divorcios y rupturas emocionales, por
el desempleo y los problemas económicos, etc. En este artículo voy a
intentar resumir las ideas y planteamientos de Manning. Manning es
sociólogo y utiliza en este libro como referencia teórica la llamada
Sociología Pura (de la que ya hemos hablado aquí)
de su maestro Donald Black, un enfoque teórico controvertido y del que
daré mi valoración actual más abajo. Sin embargo, no es necesario
adherirse a esa teoría para entender y revisar lo esencial de lo que
quiere transmitirnos el autor. Jason considera que el suicidio es una
conducta social y que se puede explicar sociológicamente. Según Jason,
el suicido es resultado del conflicto y es más probable que unos
conflictos lleven al suicidio que otros.
Como siempre, es necesario partir de alguna definición de suicidio y Manning usa una definición bastante amplia: “suicidio es la autoaplicación de violencia letal”.
A partir de ahí, habría que definir qué es letal, que es autoaplicación
y demás, y la cosa se complicaría y nos daríamos cuenta de que la
letalidad es un continuo, de que el suicidio no es algo homogéneo y
existen muchos tipos y variaciones, pero ahora iremos viendo todo ello.
Suicidio y Conflicto
Como decía, Jason trata el suicido en este libro en el contexto del conflicto. El conflicto, según lo define Donald Black es un “choque entre bien y mal que ocurre cuando alguien provoca o expresa una queja/agravio/reclamación”.
La gente puede condenar a los demás por arrogancia, avaricia,
impaciencia o estupidez. Podemos criticar a alguien porque no muestra
interés en nosotros, o porque muestra demasiado interés y se mete en
exceso en nuestros asuntos. Nos quejamos porque nos insultan, nos
abandonan, nos traicionan, nos hacen trabajar demasiado, etc. El
conflicto es ubicuo e indisociable de la condición humana, todos tenemos
intereses diferentes y no hay manera de conciliarlos a la perfección.
Y la gente maneja el conflicto de diferentes maneras. Podemos huir,
alejarnos de los que nos ofenden, podemos hablar y negociar soluciones,
podemos quejarnos a una tercera parte que haga de mediador, o podemos
usar la agresión y la violencia. A todas estas conductas se les llama en
sociología manejo del conflicto o control social, es
decir, todas estas maneras de expresar o manejar las quejas, de definir y
de responder a la desviación (con respecto a las normas) son formas de
control social. El conflicto da lugar a una gran variedad de conductas:
cotilleo, pleitos, arrestos, peleas, protestas, manifestaciones,
huelgas, genocidios…y también a suicidios. El conflicto causa suicidio y
muchos suicidios son una manera de responder al conflicto. Esto es, el
suicidio es una forma de manejo del conflicto o de control social. En
realidad, un suicidio concreto podría pertenecer a una o más categorías
de manejo del conflicto, como por ejemplo el escape, la protesta o el
castigo.
El suicido puede ser una forma de escapar del conflicto, de mostrar
la desaprobación y retirarse de la situación pero también de alterar o
de intervenir en ese conflicto. El suicidio también puede ser una
técnica de protesta. Tenemos el ejemplo del gran número de monjes
budistas que se han quemado a lo bonzo para protestar contra el control
chino del Tibet o el de Thich Quang Duc en Vietnam en 1963 contra la
política discriminatoria del budismo del presidente católico Ngo Dinh
Diem. Pero el suicidio como protesta no ocurre sólo a nivel político
sino también a nivel interpersonal; muchos suicidios o intentos de
suicidio son una protesta contra la conducta de los padres, de una
pareja, o una llamada de ayuda a amigos o familiares para cambiar una
situación. En un estudio que cita Manning, el 14% de las personas que
habían realizado un intento de suicidio mencionaron que “alguien
cambiara de opinión” como una influencia importante en su acto.
El suicidio puede también ser un acto de castigo de las personas que
quedan atrás. En sociedades tradicionales, la gente cree que el suicidio
desata fuerzas sobrenaturales que castigarán a la persona que se
considera responsable de que el fallecido se quitara la vida. Pero el
castigo no procede sólo de seres sobrenaturales sino que en muchas de
estas sociedades hay unas normas que hacen que si una persona del clan A
se suicida como respuesta a una ofensa cometida contra ella por alguien
del clan B, entonces los miembros del clan A piensan que el clan B es
responsable de esa muerte y tiene que repararla económicamente o de
alguna manera. Hablamos de ello en esta entrada sobre el suicidio con intención hostil.
Pero también en nuestras sociedades el suicidio puede ser un acto de
venganza y puede usarse como castigo para infligir un daño psicológico
en los que quedan atrás. El suicidio inspira una culpa tremenda en estas
personas que irremediablemente piensan que podrían haber hecho más para
impedirlo. Un estudio de notas de suicidio en Louisville, Kentucky,
revela que en el 22% se mencionan las acciones de otras personas como
causa del suicidio y por lo menos implícitamente se les culpa de ello,
pero en el 9% se culpa a alguien de una manera franca y hostil.
Por tanto, el suicidio es a menudo una forma de protestar, castigar o
de expresar una queja o agravio contra otras personas. Sea un acto de
evitación, llamada o de agresión, estos suicidios son un tipo de control
social, una manera de responder a conductas que el perpetrador ve como
injustas u ofensivas. En la medida en que la auto-destrucción es control
social, una respuesta a unos agravios percibidos por el suicida,
estamos hablando de una conducta moralista, podríamos hablar de un
suicidio moralista. Por supuesto, no todos los
suicidios son moralistas o causados por conflictos. Según datos del CDC
norteamericano y un estudio propio, Manning estima que un tercio
aproximadamente de los suicidios son causados por conflictos. Pero,
además de estas cifras, nos falta considerar otro tipo de suicido
moralista. No todos los suicidios moralistas se deben a agravios o
quejas contra otra gente. En algunos casos las quejas son contra uno
mismo y lo que el suicida busca es castigarse a sí mismo por alguna mala
acción que cree haber cometido. Hablaríamos de un control social de uno
mismo. ¿Por qué va nadie a manejar un conflicto cometiendo suicidio?
¿Por qué los manifestantes se queman a sí mismos a lo bongo en lugar de
quemar las casas de sus enemigos? ¿Cuándo intentará una persona
agraviada hacer daño a alguien haciéndose daño a sí mismo? ¿Bajo qué
circunstancias los perpetradores de ofensas se ejecutarán a sí mismos?
¿Qué hace que surjan los conflictos suicidas para empezar?
Hay muchas formas de responder a estas preguntas y Jason Manning
intenta responderlas de una manera sociológica. Esto no quiere decir que
Jason niegue la validez de las ideas psicológicas o psiquiátricas. El
dolor psicológico, la desesperanza o percibir que uno es una carga puede
hacer más probable que alguien intente suicidarse. La genética y la
neuroquímica influyen en la conducta humana y hay personas que sufren
una tristeza prolongada sin razones externas aparentes o unas respuestas
extremadamente severas a factores estresantes externos. Pero los
individuos humanos no operan en un vacío y sabemos que las
circunstancias externas tienen una poderosa influencia. Mientras que es
verdad que las personas deprimidas tienen más riesgo de suicidarse,
también es verdad que la mayoría de ellas no se suicida y que muchas
personas que lo hacen no están deprimidas en el sentido psiquiátrico del
término. Dice Manning: “Podríamos describirlos como “deprimidos por”
algo -la pérdida de un trabajo, una relación rota, una humillación, una
enfermedad debilitante- pero no necesitamos apelar a una misteriosa
condición mental para identificar la fuente de su sufrimiento”. También,
aunque alguien tenga un trastorno mental que les predispone al
suicidio, es a menudo un evento social -un conflicto- lo que al final
desencadena el acto. Sean cuales sean los condicionantes biológicos o
psicológicos, el suicidio varía claramente con el ambiente social.
Suicidio y Sociología Pura
El paradigma que sigue Manning para enfocar el suicidio como conducta
social es el de la Sociología Pura, una estrategia de explicaciones
desarrollada por el sociólogo Donald Black. La persona interesada puede
leer este artículo que
he citado anteriormente. Básicamente, Black dice que toda conducta
social humana ocurre en un configuración determinada del espacio social,
conocida como la geometría social o la estructura social. Diferentes
estructuras producen diferentes conductas y la geometría social explica
las variaciones en la vida social. Cada conflicto tiene su propia
estructura social, dependiendo de si es un conflicto entre personas
íntimas o entre extraños, entre alguien del mismo rango social o entre
personas de diferente nivel socioeconómico, entre personas de la misma
cultura o diferente, etc. Esta estructura social predice cómo se
manejará y resolverá el conflicto. Pero el espacio social no es algo
estático sino que su estructura cambia con el tiempo. Por ello, al
espacio social habría que añadir el tiempo social, que consiste en la
forma en que cambia el espacio social con el tiempo. Por ejemplo, las
relaciones empiezan, las relaciones se rompen, la gente encuentra un
empleo, la gente se queda en paro, etc., y todo esto provoca cambios en
el nivel de intimidad, en el estatus social y en todos los parámetros de
esa geometría social.
Pero para hablar de las causas sociales del suicidio no necesitamos
adherirnos para nada a esta forma de interpretar las cosas. Mi
valoración personal es que la sociología pura de Black no es más que un
lenguaje muy glamuroso y llamativo que en el fondo no dice nada que no
podamos decir de una manera más llana. Utiliza su propia terminología
para llamar a las cosas (mencionaré algunas) y eso da la impresión de
que nos está diciendo cosas nuevas sobre la realidad que no sabíamos,
pero eso me parece que no es más que una ilusión. Incluso formula
algunas de sus ideas en forma de teoremas (“la ley es una función
curvilínea de la distancia relacional”, por ejemplo) lo que le da una
pátina aparentemente científica, pero tampoco nos permite hacer
predicciones que no podamos hacer sin ese lenguaje. Tal como yo lo veo,
es una manera alternativa y elegante de contar las cosas pero no una
explicación científica de la realidad. Así que vamos a ver ahora algunas
causas sociales del suicidio y evitaré el lenguaje de la sociología
pura, salvo en ciertos momentos.
Suicidio y Desigualdad
En la mayoría de las sociedades vemos una distinción entre clase alta
y clase baja, dominantes y subordinados, aquellos a los que se mira
hacia arriba y aquellos a los que se mira por encima del hombro. Esto es
la desigualdad social, también llamada estratificación y en sociología
pura representa lo que se llama la dimensión vertical del espacio social
(la elevación social). En biología evolucionista, y en otras
disciplinas, se llama estatus y es evidente que los humanos (y otros
animales) viven en sociedades jerárquicas. Por tanto, lo llamemos como
lo llamemos, es verdad que los humanos somos criaturas ávidas de estatus
y que para nosotros el prestigio, el lugar en la jerarquía, es algo
esencial. En este apartado vamos a hablar de factores sociales
relacionados con el estatus y de su relación con el suicidio.
Manning revisa estudios históricos, que vienen desde Durkheim, sobre
si el suicidio ocurre más en las capas sociales más aventajadas o en las
de menor nivel socioeconómico. Durkheim cita la menor tasa de suicidio
en países pobres (como Irlanda) comparada con países más ricos ( como
Francia). Otros studios han encontrado una mayor tasa de suicidio entre
las personas con menos educación y menos recursos sociales así que esta
relación no está tan clara. La mayoría de estos estudios no diferencian
bien ser pobre o desempleado de convertirse en pobre y desempleado. Y
aquí la cosa parece estar más clara: descender en la jerarquía o en el
estatus es una factor de riesgo para el suicidio (señalado también por
el propio Durkheim).
Una forma de pérdida de estatus, la pérdida de riqueza, parece estar
sólidamente demostrado que aumenta el riesgo de suicidio. Manning cita
varios estudios de la crisis del 2008 que así lo encuentran, tanto en
Europa como en Norteamérica y Sudamérica. También hay estudios de
“autopsia sociológica” de casos de suicidio, como uno en Reino Unido,
que encuentra que el desempleo jugó un papel en 20% de los estudios y
algún tipo de deuda económica en un 10%. Descender en la escala social
parece ser más peligroso que estar en una escala social baja. Y no sólo
perder el empleo. También hay estudios que encuentran que perder la
propia casa, el ser desahuciado, aumenta cuatro veces el riesgo de
suicidio. Pero la riqueza puede incluir nuestra capacidad para ganarnos
la vida y para cuidar de nosotros mismos y de los nuestros. En ese
sentido, nuestro cuerpo y nuestra salud es un activo importante y las
enfermedades supondrían un descenso en nuestro estatus, y un riesgo para
el suicidio. Merece la pena señalar que el estatus es un problema
comparativo y que tendemos a ver el estatus como un juego de suma cero,
es decir, si alguien lo gana otro lo pierde. Esto complica mucho la
valoración del impacto de la situación económica en el suicidio. Por
ejemplo, parece ser más perjudicial que alguien pierda su empleo
mientras los demás en su entorno lo mantienen o mejoran su situación que
perder el empleo si todas las personas a tu alrededor lo pierden
también. En este sentido, no sólo el paro sino el hecho de no mejorar la
propia situación con respecto a lo que progresan los demás podría ser
un factor de riesgo para el suicidio.
La pérdida de la reputación, de la respetabilidad o prestigio, es
otro tipo de pérdida de estatus. A veces, la pérdida de empleo o una
discapacidad puede causar esta pérdida de reputación o de prestigio,
pero en muchas otras ocasiones la pérdida puede deberse a acusaciones de
haber cometido algo inmoral o ilegal. Muchas personas se quitan la vida
en relación a este tipo de acusaciones y esto es algo que hemos visto
con relativa frecuencia tras linchamientos en redes sociales en los
últimos tiempos. El rechazo y la condena social tienen un terrible
impacto psicológico en el ser humano; la condena al ostracismo es una
especie de muerte social y la ruptura del sentido de conexión y
pertenencia es uno de los factores de riesgo ampliamente aceptados, por
ejemplo en la teoría interpersonal del suicidio de Thomas Joiner. La vergüenza y la humillación pública, la pérdida del honor, pueden disparar la autodestrucción.
Manning revisa otros tipos de desigualdades como las que pueden
ocurrir dentro de la familia entre los mayores y los jóvenes o entre las
mujeres y los hombres y pone ejemplos transculturales de diversas
sociedades tradicionales. Pero, para acabar este apartado, mencionaré un
último tipo de conflicto relacionado con la desigualdad. Se trata del
conflicto entre un individuo y una organización. Aquí podrían entrar los
suicidios protesta, a los que ya me he referido antes, o los conflictos
con una empresa o corporación. Cuando alguien se siente agraviado o
tiene una queja contra una organización poderosa (de un estatus o
elevación muy alto), el riesgo de suicidio es elevado porque los medios
legales o de otro tipo no suelen dar resultado (la empresa va a tener
más dinero y mejores abogados normalmente), lo que deja al individuo con
un sentimiento de humillación y de maltrato que predispone al suicidio.
Un ejemplo relativamente reciente podría ser la epidemia de suicidios
que ocurrió en France Telecom, empresa que al final fue condenada por
acoso laboral masivo.
Suicidio y Relaciones Sociales
Si la desigualdad es una dimensión vertical, las relaciones y los
vínculos que tenemos con los demás representarían una dimensión
horizontal en nuestro espacio social. Las relaciones con los demás
pueden ser más íntimas o más cercanas o más o menos interdependientes. Y
esta proximidad o intimidad puede variar por conflictos (rupturas,
divorcios, traiciones, etc) y la gente puede estar en una posición más
central o más marginal en estas redes sociales. En este apartado vamos a
hablar de cómo los cambios en esta dimensión de las relaciones sociales
se asocian al suicidio.
Es algo conocido por lo menos desde los tiempos de Durkheim que
cuanto más integrada esté una persona menor es su riesgo de suicidio y
que cuanto más aislada mayor va a ser ese riesgo. Estar casado, tener
hijos, estar implicado con una comunidad religiosa o con otro tipo de
asociaciones, etc., son factores que disminuyen el riesgo de suicidio.
Por contra, cuanto más débiles sean los vínculos de una persona con la
comunidad, cuantos menos amigos y mayor el aislamiento en general, mayor
es el riesgo. El divorcio es un factor de riesgo mayor en los hombres.
La explicación puede ser que las mujeres tienen una mayor red social que
los hombres y los hombres se quedan más aislados tras el divorcio, y
también que los hombres pierden en muchos casos una relación muy
importante: la relación con sus hijos. El duelo es también un factor de
riesgo para el suicidio. Los conflictos de pareja son un factor de
riesgo para el suicidio. Según datos del CDC hasta un tercio de los
suicidios están relacionados con este tipo de problemas de pareja.
También son un factor de riesgo los conflictos familiares. Cuando dos
personas tienen una relación funcional de interdependencia, es decir,
cuando necesitan al otro para su supervivencia y bienestar sea por
razones económicas, de salud u otras, el riesgo de suicidio aumenta. La
razón puede ser que el escape de la situación u otras vías de solución
no son posibles por lo que la solución al conflicto puede ser el
suicidio.
Dentro de este apartado de las relaciones personales podríamos
incluir las relaciones y los conflictos con uno mismo y el suicidio
podría ser una manera de manejar un conflicto con uno mismo. Como ya he
comentado más arriba, una persona puede juzgarse de una manera muy dura a
sí misma. Roy Baumeister habla de que el suicidio es “un escape de una
autoconciencia aversiva”. Según Baumeister, la mayoría de suicidas no
sólo están escapando de sí mismos sino más específicamente de sus duros
juicios acerca de sí mismos. Venimos hablando de que el suicidio
puede ser entendido como una conducta social, una manera de manejar o de
escapar de un conflicto. Como tal, se trata de una interacción social
con dos lados: el individuo que protesta y el estado, un marido celoso y
una mujer que le abandona, etc. Tener en cuenta a ambas partes y la
estructura de la relación nos ayuda a entender mejor el suicidio. Pero
nos faltaría un aspecto más. Las interacciones sociales rara vez se
limitan a dos partes. La mayoría de las conductas sociales llaman la
atención de terceras partes y el papel que jueguen estas terceras
personas puede ser crucial. La mayoría de personas recurre a amigos,
familiares o sacerdotes para intervenir de alguna manera en sus
conflictos y la capacidad de encontrar o no el apoyo necesario puede ser
determinante. Aquí también entraría el papel de los terapeutas,
psiquiatras y psicólogos. Cuanto más aislada y con vínculos más débiles
se encuentra una persona, menor va a ser su probabilidad de encontrar el
apoyo que podría ayudarle a enfrentar o salir de la situación de
conflicto. Un buen apoyo de tercera personas podría ayudar a prevenir el
suicidio.
Conclusiones
Toda conducta humana es compleja e imposible de atribuir a un sólo
factor, es mucho más probable que conductas como el suicidio sean
multideterminadas y que interaccionen muchos factores distintos
probablemente de formas que todavía desconocemos. Este libro de Jason
Manning se centra en los factores sociales, que sin duda son muy
importantes. Pero la crítica que hacíamos a un enfoque exclusivamente
psiquiátrico o psicológico la podemos hacer a este modelo sociológico.
La mayoría de las personas que sufren una ruptura amorosa no se suicida,
ni la mayoría de las personas que se queda en paro, ni la mayoría de
las personas que tiene deudas, etc. Desde una perspectiva de sociología
pura, la misma geometría social no lleva al suicidio a todas las
personas.
Hemos mencionado diversos factores que contribuyen al riesgo de
suicidio. Evidentemente, cuando estas factores ocurren de forma
simultánea, el riesgo se multiplica. Si una persona sufre una
combinación de problemas, como una infidelidad por parte de su pareja,
una humillación pública, la pérdida del trabajo, etc…el riesgo de que el
suicidio se convierta en la salida o en la forma de manejar la
situación aumenta. A veces, como decía Seattle, hay “crisis inmediatas”
pero otras veces hay “crisis acumulativas”, es decir, una acumulación de
dificultades a lo largo de un periodo prolongado de tiempo. Como
ejemplo de intervención de múltiples factores podemos ver este caso
extremo referido por Black de un hombre que se suicidó después de matar a
su ex-mujer y a ocho familiares:
“Los homicidios ocurrieron seis días después de que su mujer
finalizara el divorcio que acabó no solo con la relación con su esposa
sino con la relación con su hijastra y otros miembros de la familia. Su
mujer había obtenido también una sentencia que le condenaba a
financiarla económicamente en el futuro, a hacer unos pagos de 10.000
dólares, autorizaba que ella se quedara con el anillo de diamantes como
regalo de matrimonio e incluso que ella se quedara con el perro de la
familia (la única relación estrecha que le quedaba). Había perdido su
trabajo recientemente lo que hacía difícil cumplir con estos pagos
económicos a su ex-mujer, sus gastos legales en abogados y los pagos de
la casa.”
Creo que aunque en el fondo Manning no nos cuenta nada nuevo, hace una buena revisión de la importancia de los factores sociales en el suicidio, así como un intento de encuadre teórico sin dejar fuera de la ecuación a los factores biológicos y psicológicos. Y tiene sin duda razón en que, en muchos casos, la intervención fundamental para ayudar a una persona con riesgo de suicidio no va a ser un antidepresivo o una psicoterapia (o no solo), sino que puede ser ayudarle a encontrar un techo, unos ingresos, mediar en un conflicto que tenga con otra persona o institución o ayudarle a recuperar su reputación o a evitar relaciones de dependencia.
Popularmente, cuando observamos la
historia de la ciencia, tenemos la sensación de que la ciencia avanza,
de que cada vez vamos acumulando más conocimiento. Thomas Kuhn, sin
embargo, introduce una nueva perspectiva que rechaza esta visión. Para
este autor, el movimiento de la ciencia es un movimiento basado en
rupturas y discontinuidades. En esta nueva perspectiva, el concepto de
paradigma tiene un papel central.
Por Javier Correa Román
Thomas Samuel Kuhn (1922-1996) es uno de los teóricos de la ciencia más importantes del siglo pasado. Doctorado en Física, impartió clase en algunas de las universidades más prestigiosas del mundo, como Berkeley, Princeton o el MIT,
todas ellas en Estados Unidos. Con el tiempo, se adentró en la
filosofía de la ciencia, disciplina que analiza la práctica científica y
los fundamentos de la ciencia. Su obra revolucionó la filosofía de la
ciencia y aportó una visión completamente novedosa.
En el siglo XX, la filosofía de la ciencia tuvo principalmente tres momentos diferenciados.
El primero de ellos es el correspondiente al positivismo. Del
agotamiento de este nacieron las propuestas de otro destacado filósofo
de la ciencia: Karl Popper
(1902-1994). La visión que Popper tenía de la ciencia era una visión
continuista y acumulativa, es decir, para Popper, la ciencia avanza poco
a poco de tal forma que cada vez vamos adquiriendo más conocimiento.
El tercer momento clave en la filosofía de la ciencia del siglo XX corresponde a la propuesta de Thomas Kuhn.
A diferencia de la visión continuista y acumulativa de la ciencia que
tenía Popper, Kuhn entiende el movimiento de la ciencia como un
movimiento rupturista (esto es, un movimiento discontinuo) basado en las
crisis y las revoluciones científicas. Lo verdaderamente novedoso de la
propuesta de Kuhn consiste en estudiar la ciencia de una forma
histórica. Por eso, en algunas ocasiones, se dice que su teoría ha
supuesto un «giro histórico» de la filosofía de la ciencia.
El libro más importante de Kuhn es La estructura de las revoluciones científicas, editado en el año 1962.
En este libro se presenta su nueva forma de entender el avance de la
ciencia. A pesar de haber muchos conceptos fundamentales que organizan y
articulan esta propuesta novedosa (como «generalizaciones simbólicas»,
«modelos», «valores» o «ejemplares»), en este artículo nos vamos a
centrar en uno de los conceptos que más han influido a los filósofos
posteriores: el concepto de «paradigma».
Antes de comenzar con el análisis del concepto de paradigma, es
necesario primero explicar qué dos tipos de momentos históricos vive la
ciencia según Kuhn. Estos dos momentos corresponden a la ciencia normal
y la ciencia revolucionaria.
Ciencia normal y ciencia revolucionaria
A lo largo de la historia, Kuhn distingue dos maneras de «hacer ciencia». El primero de estos modos es el que Kuhn llama el modo «normal» de hacer ciencia. Esta forma de hacer ciencia es el modo usual en el que operan los científicos en su día a día y a lo largo de la historia. El segundo modo de hacer ciencia es el que Kuhn llama el modo «revolucionario» o «no-normal», que se da solo en algunos momentos puntuales de la historia.
Pensar va más allá de una capacidad para poder competir con los demás. Javier López Alós nos describe en su libro El intelectual plebeyo
que la vida intelectual no debe quedar reducida a una pedagogía
extractivista, donde se extrae nuestra vida desde el rendimiento y la
prisa, como si las cosas existieran para ser rebasadas.
Por Manuel Antonio Silva de la Rosa
En la actualidad, a los que queremos dedicar tiempo y espacio
para poder pensar, nos arrebata la vida al estar haciendo algo, pero
esa rapidez indica solamente un pensar mínimo. El impulso
emancipador que tiene el pensar queda simplificado a una técnica
competitiva que va sofocando el sentido y la fuerza de nuestra libertad.
Para poder comprometernos e implicarnos con honestidad necesitamos
estar atentos a las problemáticas de la realidad.
En un contexto donde el ámbito académico nos exige no sólo el dar clases,
sino producir cierta cantidad de artículos al año, ir y crear
coloquios, presentar proyectos de investigación, hacer informes,
papeleo, gestión, sentarse en su escritorio para contestar correos,
buscar financiamiento para poder generar proyectos, asistir a reuniones,
figurar en comités, etc. —total, son un sinfín de cosas por hacer—, el
pensar se acota a una simple gestión de nuestro comportamiento en cada
actividad y lugar al que asistimos. Tristemente hemos trasladado el
pensar a la simple administración, organización y gestión del
aprendizaje.
Este mecanismo en el que nos encontramos anclados lo único que produce es una parálisis vertiginosa.
Es un tiempo de prisa donde no hay momento para pensar desde y con los
demás. Existe una apariencia de que estamos en movimiento, simulando que
estamos construyendo una vida intelectual, recreando la vida, pero en
el fondo estamos ajetreadamente dando vueltas en un lugar que se
mantiene inmóvil. De esta manera, la dinámica en la que nos encontramos
nos demanda que seamos capaces de gestar un pensar original, pero al
mismo tiempo pone ciertas dificultades para dejarnos conducir por el
devenir del pensar compartido.
El libro de López Alós nos sumerge en esta problemática desde una narrativa crítica.
A mi juicio, realiza un análisis asertivo donde desmantela el
encumbramiento de los criterios de productividad, además de ver cómo
funciona el absolutismo de lo instantáneo o la excepcionalidad de la
repercusión pública. En concreto, el autor se embarca en la exploración
de las condiciones de posibilidad de una vida intelectual y de una
normatividad adecuada a ello. Lo que me llama la atención del libro es
que el pensar no es una mera capacidad en donde se pone en juego la
competitividad, sino una actividad compartida.
El que piensa está actuando, está realizando una acción, y toda acción significa movimiento y significatransformación. Es
un pensar que transforma nuestra vida desde la relación de unos con
otros y de unas con otras. En el capítulo cuatro, que lleva por nombre Lo plebeyo como estilo, nos describe el talante que tiene el intelectual plebeyo.
«El intelectual plebeyo no tiene un público
propiamente dicho al que dirigirse, cualquiera puede ser parte y él
mismo forma parte de esos cualquiera. En otros términos, hay
posibilidad, pero no expectativa: no da por sentada la presencia de los
otros y, a la vez, nadie lo espera. El encuentro es factible, pero no se
toma por garantía y derecho. Desde esta posición difícilmente se oirá
al intelectual plebeyo protestar que no se le hace caso, no se le
entiende o que el público no está a la altura de su obra».
El autor se embarca en la
exploración de las condiciones de posibilidad de una vida intelectual y
de una normatividad adecuada a ello. Llama la atención del libro que el
pensar no es una mera capacidad en donde se pone en juego la
competitividad, sino una actividad compartida
Esta lectura me hizo recordar a un escrito de una maestra querida que tuve en la licenciatura: Eneyda Suñer. Ella dice:
«El pensar en serio es demandante, nos exige tiempo y
soledad y el intelectual que vive para el incienso no tiene tiempo,
quiere ser el ajonjolí de todos los moles, ser citado, reclamado,
escuchado en todos los foros y homenajeado, esto lo hace lector de
manuales que le presenten a él ya digerido, aquello que él a su vez va a
presentar ultradigerido a los demás, o se vuelve repetidor de lo que
leyó y pensó en sus juventudes y que no ha vuelto a replantearse en
serio, o, lo que es peor, se hace plagiario de las ideas ajenas que él
tiene la facilidad de presentar como suyas sin mucha profundidad, pero
presumiendo de una aparente originalidad».
El libro El intelectual plebeyo me invita a reconocer la falta que nos hace pensar desde la honestidad más que desde la carencia del reconocimiento. López
Alós señala que el pensamiento es un modo de acción social donde
debemos tomar en cuenta la experiencia del tiempo y el espacio y, por
otro lado, indaga en la subjetividad del intelectual en cuanto a
cuestiones sobre todo de vocación, responsabilidad y estilo. Siguiendo
el hilo de lo que desarrolla el autor en la obra, considero que está de
fondo la suma importancia de acoger la pregunta dialéctica que
desarrolla Gadamer, para quien la clave está en sospechar aquello que
dices que sabes.
Es fundamental cuestionar nuestra manera de saber.
Se requiere abrir espacio para plantear nuevas preguntas. Para que la
resistencia del pensar alegre florezca es necesario cultivar y compartir
en un diálogo fructífero la sospecha interna. Si bien es necesario
tener tiempo a solas para poder pensar, nuestro pensamiento no puede
anquilosarse bajo el solipsismo.
Para que el pensamiento sea creativo, necesita de una resonancia y disonancia, requiere de un diálogo sincero y pausado.
Pero este diálogo no es nada más un intercambio de ideas. No se trata
de imponer verdades o dominar el pensamiento. El intelectual plebeyo
está en el horizonte de nuestras preguntas. Estas preguntas se
potencializan en el arte de dejarnos llevar por una conversación. En ese
juego dialéctico que tiene la conversación «el preguntar es más un
padecer que un hacer. La pregunta se impone; llega un momento en que ya
no se le puede seguir eludiendo ni permanecer en la opinión
acostumbrada».
El libro El intelectual plebeyo
me invita a reconocer la falta que nos hace pensar desde la honestidad
más que desde la carencia del reconocimiento. López Alós señala que el
pensamiento es un modo de acción social donde debemos tomar en cuenta la
experiencia del tiempo y el espacio
Para que la dialéctica del preguntar pueda ponerse de pie necesita del contacto con lo otro. Uno de los elementos importantes que pone López Alós en su libro es la capacidad de atender la vida. Esto me hizo recordar a María Zambrano en Esencia y forma de la atención, donde dice:
«Elejercicio de la atención es la base de
toda actividad, es en cierto modo la vida misma que se manifiesta. No
atender es no vivir […] La atención es en cierto modo la misma
conciencia cuando se despierta. Por difusa que sea siempre tiene un
centro, un imán que la fija. Y cuando la atención está, por así decir,
suelta, cuando vaga libre en modo espontáneo y casi imperceptible para
el sujeto, va en busca de algo. La atención es ávida, hambrienta, como
el ser humano, se diría. Cuando la atención se despierta, lo mismo que
cuando el hombre se despierta, va hacia algo; no se despierta
simplemente, se despierta a, hacia, al encuentro de la realidad y dentro
de ella hacia algún punto o aspecto de ella. Y lo cierto es que la
atención sólo se fija, sólo descansa de su ávida búsqueda, cuando
encuentra algo así como un argumento. Esto es algo que los educadores no
deben nunca de olvida».
Termino recuperando lo que Javier López Alós enfatiza en su libro, la importancia del pensar alegre: «Hablaríamos, entonces, de una alegría que brota también del ejercicio del pensar para con los otros y que, al mismo tiempo, produce pensamiento. Se da un efecto transformador en el encuentro con el otro, que me afecta, que nos potencia en el hacer recíproco y que, cuando se produce, llegamos a sentir como verdadera celebración». Celebro con alegría encontrar una amistad intelectual y una confianza mutua de pensar en libertad y cooperación.
Da la impresión, en ocasiones, cuando nos sentimos desamparados y sin consuelo, de que la auténtica matria –acogedora, confortable y vivificante– es la infancia. Quizá, los adultos sólo creamos ficciones para poder
regresar a ese tiempo en el que todo está lleno de asombro, de una
maravillosa y envolvente sensación de pertenecer a este mundo. E
incluso deseamos con toda nuestra fuerza abandonar ese tempestuoso mar
al que llamamos «edad adulta», en el que muchas veces nos vemos
obligados a vivir como auténticos náufragos: solos, abandonados y a la deriva.
Todo relato
vital encierra ese doble movimiento: el del adulto que quisiera
regresar a una tierra perdida, de la que se siente para siempre
desterrado, y el del niño o la niña que, con los «ojos en pasmo» (en expresión de José Ortega y Gasset), observa cuanto le rodea con mirada virgen, casi extraviada, pero por eso mismo cargada de ilusión ante lo novedoso.
El niño siente dentro de síuna incontrolable inmensidad que también observa ahí fuera
(en el cielo, en los pájaros, en los adultos –esos seres
incomprensibles–, en el juego), y se ve y se juzga frágil por primera
vez, sujeto al cambio, que no sabe aún cómo conjugar ni manejar. Pero
siempre están los padres para reinstaurar el equilibrio perdido. A pesar
de ello, van apareciendo, igualmente, las primeras ideas sobre la caducidad, sobre la fugacidad de todo cuanto sucede,
y cobra consciencia (¡qué palabra, qué gran carga la conciencia!),
paulatina o súbitamente, de que todo eso que ve ante sí tiene un
comienzo y tiene también un final. Es el amanecer de los contrarios en
el ánimo del niño, que piensa aún ese cambio como algo genérico, extraño
y ajeno, que todavía no puede aplicarse a su individualidad, porque se
piensa permanente, eterno: intocable.
La
naturaleza, para el alma infantil, se configura como una madre y como un
refugio, pero también como escenario inherente al ser humano donde
puede correr, saltar y jugar. Sobre todo jugar. Donde puede comunicarse, en una extraña unión, con todo lo que la circunda: sin opresión ni sumisiones,
aunque todo juego, por supuesto, tenga sus normas. Porque ahí están los
adultos para decir «basta»: basta de juegos, basta de tiempo ocioso,
volvamos a la obligación. Y el niño, así, cae en la cuenta de que ese
presente de la diversión ya pasó, y que el tiempo transcurre, avanza, se desliza sin que tengamos dominio sobre él.
¿Quién no sintió, de niño, las horas de la siesta como una suspensión
soporífera de la vida, en la que un cierto hedor temporal adulto
estrangulaba y colapsaba las ganas, las ansias, las fuerzas de la
infancia, que pujaban por no perder ni un solo segundo de ese presente
que escapa y que, misteriosamente, los adultos dejaban ir mientras
dormían o veían el informativo o una telenovela?
También los niños se sorprenden de estos saltos generacionales,
y se preguntan por la exclusividad de su experiencia, y de si esos
adultos, que tantas trabas ponen a su libertad, son iguales a ellos.
Surge así la sorpresa por verse diferente de aquellos que los guían y tutelan: les proporcionan una extraña y enrarecida seguridad que, a la vez, restringe y lima su libertad.
Se presiente ya, aunque no se entiende –ni se quiere entender–, la
angustia por ese tiempo fugitivo que los adultos compartimentan y
despachan como si fuera una posesión de la que pueden disponer a su
antojo.
La filosofía, y su enseñanza, es necesaria en las instancias más tempranas de la educación porque niños y niñas, desde muy pronto, comienzan a revelarse como inocentes –pero muy fervientes– escrutadores de la realidad.
La pregunta surge espontáneamente, y una de las primeras expresiones
que aprendemos a balbucear, junto a «mamá» o «papá», es «por qué». Un
«por qué» dirigido casi siempre a esos mismos progenitores que, en
muchas ocasiones, se conforman con responder con un insuficiente y ufano
halo de autoridad: «Porque es así», «Porque lo digo yo». Una extraña
semántica que no sacia la natural curiosidad infantil o
que, de hacerlo (debido a la connatural confianza que emana de los
niños respecto a sus padres o profesores), cercena nuestras capacidades
críticas y creativas.
Es este el horizonte desde el que debemos afrontar el derecho (y añadiría, la obligación civil) a una enseñanza integral desde la niñez, que no se resigne a –ni se agote en– una contaminada pedagogía utilitarista
encaminada en exclusiva a la obtención de un empleo, y que, en fin,
tome la filosofía (y las humanidades en general) como una disciplina
fundamental para que niños y niñas cuestionen la pérdida de libertad que los adultos sufren y asumen deliberada y paulatinamente a medida que avanzan en su camino hacia etapas más avanzadas de la vida.
La
filosofía forja la necesidad interior de mantener y desarrollar un
progresivo compromiso individual con cuanto nos rodea. Como apuntó la
pensadora Hannah Arendt,
atreverse a insertar el propio yo en el mundo y comenzar una historia
personal es la potencia que fomenta la filosofía. Nada más y nada menos.
Pero esta tarea resulta imposible en soledad. La acción no puede llevarse a cabo en el aislamiento:
la acción real se efectúa con y frente a los demás, en el espacio
público, allí donde nos vemos las caras e intercambiamos palabras,
discursos. De otra manera, si nos ceñimos al espacio privado, a la casa
(a un voluntario arresto domiciliario del pensamiento propio), nuestras
acciones no repercuten ni pueden repercutir en el otro, y acabamos convertidos, tristemente, en individuos que todo lo padecen y todo lo consienten: adviene entonces la manipulación desde instancias de muy diverso calado, políticas, económicas, estatales.
Es por
ello, también, que desde los poderes establecidos se nos trata como una
masa indiferenciada, como «humanidad» o «ciudadanía»; porque la masa es indolente e inoperante –en términos de disidencia– y se deja manejar, sobre todo emocionalmente. Ahí están las fake news,
el imperio de la posverdad. Sin embargo, el individuo es impredecible y
tiene la capacidad de convencer y mover a otros a la acción. La filosofía despierta este ahínco por pensar y pensarnos
desde la individualidad para intervenir en la colectividad que somos y
conformamos. Hacer filosofía es una forma de cuidado y de preservar lo
más propiamente humano: el pensamiento que se traduce en acción.
Quienes hacemos, ejercemos, enseñamos o fomentamos la filosofía, también formamos una polis, una ciudadela rebelde
frente a esa violencia institucional que nos quiere tristes,
automatizados, homogéneos, dependientes y separados, y que anhela una
gran masa informe a la que poder manejar a su antojo y al albur de las
circunstancias de turno. Precisamente, enseñar y hacer filosofía es atreverse a decir «yo pienso» o, es más, «yo pienso esto o lo otro», con y frente
al otro; un otro que, a su vez, expresa sus convicciones y diferencias y
las confronta con sus semejantes. Y todo porque quien hace filosofía
asume el riesgo de poder estar equivocado.
Los niños se preguntan por el porqué a medida que despiertan a un mundo que intuyen comprensible y descifrable pero que se les hace inasumible en su pluralidad e inmensidad. De ahí el «por qué» interrogativo y bellamente indagatorio que barrunta y se asoma a todos los porqués. El adulto acaba por perder esta faceta, tan fundamental, de preguntarse la razón por la que las cosas suceden, y las asume de una manera cada vez más preocupante, más indolente. Si educamos a las nuevas generaciones en esta irrazonable y tan perniciosa y perversa inercia, se perderá con ello la capacidad para cuestionar quiénes queremos ser en un mundo en el que, con una funesta normalidad, nos vemos empujados y finalmente obligados a ser, tan sólo, quienes podemos ser, sin plantearnos quiénes podemos llegar a ser. Ayudemos a cada niña, a cada niño, a todos los protagonistas de cada aventura infantil (y juvenil), a no perder ese ahínco –tan humanamente natural y espontáneo– de preguntar: sin vergüenza ni temor a ser amonestados. Porque la pregunta es principio, pero también el fin, de la filosofía.
Este proyecto, en forma de seminario online, nos acerca al pensamiento de muy diversos autores, siempre desde la perspectiva del diálogo socrático como método para la acercarnos a la justicia y de la recuperación del «amor por la ciudad» que la filosofía, en su búsqueda de la verdad, ejerce no sin dificultades a lo largo de la historia, en colisión muchas veces con los enemigos de la razón.
Confucio fue un pensador chino cuyo pensamiento fue bautizado con el nombre de confucianismo. Nacido en el año 551 a.C en una familia noble, es considerado uno de los pensadores más relevantes de la historia. Su filosofía ha tenido un gran impacto no sólo en China, sino en todo el mundo. La base de sus enseñanzas es la buena conducta, la meditación y el cuidado de la tradición.
Frases más famosas de Confucio
El hombre sabio busca lo que desea en su interior; el no sabio, lo busca en los demás.
El mayor error es sucumbir al abatimiento; todos los demás errores pueden repararse, éste no.
El camino de la verdad es ancho y fácil de hallar. El único inconveniente estriba en que los hombres no lo buscan.
El arquero es un modelo para el sabio. Cuando le ha fallado al blanco, busca la causa en sí mismo.
La educación genera confianza. La confianza genera esperanza. La esperanza genera paz.
No hay error en admitir que tú solo no puedes mejorar tu
condición en el mundo; para crecer, necesitas aliados con los que crecer
juntos.
Una casa será fuerte e indestructible cuando esté sostenida por
estas cuatro columnas: padre valiente, madre prudente, hijo obediente,
hermano complaciente.
Cuando veas el bien, procede como si nunca pudieras alcanzarlo
completamente; cuando te veas frente a frente con el mal, procede como
si fueras a probar el calor del agua hirviendo.
No pretendas apagar con fuego un incendio, ni remediar con agua una inundación.
Es el hombre el que hace grande a la verdad, y no la verdad la que hace grande al hombre.
Quien volviendo a hacer el camino viejo aprende el nuevo, puede considerarse un maestro.
Estas tres señales distinguen al hombre superior: la virtud, que
lo libra de la ansiedad; la sabiduría, que lo libra de la duda; y el
valor, que lo libra del miedo.
Cuando veas un hombre bueno, piensa en imitarlo; cuando veas uno malo, examina tu propio corazón.
No hay error en admitir que tú solo no puedes mejorar tu
condición en el mundo; para crecer, necesitas aliados con los que crecer
juntos.
Un pueblo gobernado despóticamente y en el que se mantiene el
orden por medio de castigos, puede evitar la infracción de la ley, pero
perderá su sentido moral.
El hombre que mueve montañas empieza apartando piedrecitas.
El núcleo del confuncianismo es el humanismo y la ética: «No que no quieras que los otros te hagan a ti, no lo hagas a los otros».
Mucho se ha escrito sobre la figura de la filósofa y escritora ruso-alemana Luíza Gustávovna Salomé, más conocida como Lou Andreas-Salomé
(San Petersburgo, 1861-Gotinga, 1937). Se trata de uno de los
personajes más singulares y sobresalientes de finales del siglo XIX y
principios del XX, vinculada a grandes artistas, escritores y filósofos
coetáneos como Nietzsche, Freud o el poeta Rainer María Rilke,
con quienes mantuvo una relación muy estrecha tanto intelectual como
personalmente, hasta el punto de haber influido de manera definitiva en
la obra de todos ellos.
Es en Rilke
(1875-1926) sobre quien nos centramos en esta ocasión, entresacando
algunas evidencias que muestran la relevancia que el pensamiento y el
carácter de la escritora rusa dispusieron en la obra filosófico-poética
del autor checo. Para ello, y como hilo argumental, utilizaremos los
testimonios que la propia Andreas-Salomé desgranó en un diario escrito a
propósito de su experiencia junto a Rilke en su país de nacimiento,
justo en los albores del siglo XX, y que apareció traducido en
castellano en 2011 por Roberto Bravo de la Varga bajo el título Rusia con Rainer. En este volumen se evidencia la importancia capital que Lou Andreas-Salomé mantuvo en el desarrollo intelectual y personal deuno de los poetas más importantes del siglo XX. La obra y la personalidad de Rilke no se entenderían sin la influencia de una de las mujeres más fascinantes de la historia.
Rainer María Rilke y Lou Andreas
Salomé se conocieron a petición del poeta el 15 de mayo de 1897. Rilke
se encontraba en Múnich. Acababa de dejar atrás su Praga natal, lugar
que encerraba todos sus demonios infantiles. Demonios que, por cierto,
le acompañarían durante toda su vida. En la capital muniquesa frecuentó los círculos culturales del momento, al igual que Lou Andreas-Salomé,
de la que había oído, entre otras cosas, sobre su particular relación
con el filósofo Friedrich Nietzsche, al que el poeta admiraba.
Tal como apunta Antonio Pau en la biografía sobre el autor checo (Vida de Rainer María Rilke. La belleza y el espanto,
Trotta, 2007), en aquel momento Rilke tenía veintidós años; Lou tenía
catorce más. Ella era una mujer casada con el catedrático orientalista
Friedrich Carl Andreas («el viejecito», tal y como la escritora se
refería a él), con quien mantuvo una relación abierta a lo largo de toda
su vida, preservando así una libertad impensable para los cánones de la época. Por entonces, Rilke
era un joven inseguro y excéntrico que no tardaría en sucumbir a los
encantos de aquella mujer madura de extraordinaria belleza, por
lo que acabó por enamorarse de ella (aunque hay quien sostiene, como
Antonio Pau, que Rilke era incapaz de amar). Por suerte para el poeta,
fue correspondido por Andreas-Salomé, si bien a la manera de la
escritora, con una intensidad tan atronadora como efímera.
Nació así un vínculo emocional muy
estrecho que duró durante toda la vida del poeta (muerto él en 1926;
Lou le sobrevivió once años más). Si bien la relación sentimental no fue
muy larga, unos dos años, acabó transformándose paulatinamente en una relación más materno-filial
(Rilke buscó en Lou a la figura de su madre ausente), de cuyo
desarrollo conservamos una jugosa evidencia epistolar de extraordinaria
belleza. Resulta claro que durante el período en el que estuvieron
juntos se fraguaron, en el interior del poeta, una serie de posos que
resonarían en toda su obra poética posterior.
La hondura de la relación debió de ser abrumadora, como queda patente en los escritos conservados por uno y otro lado. Un fragmento de Andreas-Salomé en su obra Mirada retrospectiva es del todo esclarecedor:
Si durante años fui tu mujer, fue
porque tú fuiste para mí una realidad que descubría por primera vez:
cuerpo y alma, indiferenciables de cualquier otra. Palabra por palabra
habría podido confesarte lo que tú me dijiste al confesar tu amor: «Sólo
tú eres real». Así nos convertimos en esposos aun antes de habernos
hecho amigos, y nuestra amistad apenas si fue elegida, sino que vino de
bodas igualmente subterráneas. No se buscaban en nosotros dos mitades:
nos reconocimos, con un escalofrío, en la abrumadora totalidad. Y así
fuimos hermanos, pero como de tiempos remotos, antes de que el incesto
se convirtiera en sacrilegio.
La respuesta, igualmente maravillosa, bien pudiéramos encontrarla en este poema que el autor checo incluyó en El libro de las horas, obra en la que Lou Andreas-Salomé está muy presente:
Apágame los ojos, y te seguiré viendo, cierra mis oídos, y te seguiré oyendo, sin pies te seguiré, sin boca continuaré invocándote. arráncame los brazos, te estrechará mi corazón, como una mano. Párame el corazón, y latirá mi mente. Lanza mi mente al fuego y seguiré llevándote en la sangre.
Estos versos aparecieron publicados
finalmente dentro del aludido poemario, en un contexto que escapaba del
todo de lo que debiera ser una declaración de amor, pues Rilke lo acabó
encajando en uno de sus momentos más solemnes de oración dirigida a
Dios, a «su» Dios. Pero en realidad, en sus inicios, fue Lou
Andreas-Salomé la que le había inspirado ese arrebato tan sublime de pasión, tal como apuntan tanto Antonio Pau como Federico Bermúdez-Cañete en el estudio preliminar de su traducción del Libro de las horas.
La influencia de Andreas-Salomé afectó no sólo a la maduración
personal del autor (por ejemplo, que Rilke asumiera el nombre de «Rainer
María» se debe a ella, dejando atrás el apelativo infantil y
afrancesado de «René», o que su caligrafía pasara de ser sucia y
farragosa a limpia y clara). La importancia de la presencia de la
escritora en la vida del poeta debemos adscribirla, también y sobre
todo, a su contribución para desarrollar «el espacio interior» de Rilke, desde el punto de vista del crecimiento de dos de los pilares fundamentales de su ideario poético: el del misticismo y la introspección de su primera gran etapa madura, así como el de la mirada exterior hacia las cosas.
Este proceso de crecimiento
se dio en tres momentos bien diferenciados. El primero de ellos
podríamos definirlo como la del presentimiento, transcurrido desde su
primer encuentro hasta el momento de sus viajes a Rusia (1897-1899), y
que incluye tanto su período en Wolfratshausen, en el que vivieron
durante dos meses como «casados aun no siendo amigos», como la etapa
posterior en la que ya no compartían relación carnal alguna, si bien
seguían estando lo suficiente cerca el uno del otro como para que el
autor pudiera desarrollar un prolífico período de inspiración que le
permitió desarrollar algunas obras tan notables como «El libro de la
vida monástica» (primera parte de El libro de las horas), Para festejarme, La princesa Blanca o el enigmático relato «Canción de amor y muerte del alférez Joseph Rilke».
El segundo momento o período de la revelación, que será aquí
analizado con más detalle, corresponde a sus dos viajes por el vasto
territorio del imperio de los zares, patria de la
autora («mi patria es el Volga, a donde llego una y otra vez», escribió
ella), y que realizaron en dos etapas. Por último, el periodo de las
resonancias, comprendido desde el retorno de Rilke a Alemania (para
alejarse definitivamente, pues ya no volvieron a verse salvo en algún
encuentro esporádico, lo que no impidió que siguieran manteniendo un
intercambio epistolar muy relevante) hasta el final de los días del
poeta. Pero centrémonos ahora en la experiencia rusa.
«En Rusia lo extraño es cotidiano y lo cotidiano es extraño».
Así se refería Lou Andreas-Salomé a su patria, aquella que le
arrebataron en su niñez, tal y como expone en el diario redactado en su
segundo viaje por la tierra de sus antepasados, esa tierra que fluía por
su sangre como el curso del Volga en su transición desde Oriente a
Occidente, y a la que le cantó de esta manera:
Aunque estés lejos, te contemplo. Aunque estés lejos, te entregas a mí en un presente que nada puede destruir. Rodeas mi vida, eres mi paisaje. Me envuelves una y otra vez con tu risueña grandeza.
No resulta extraño comprender pues el
interés de Rilke por una de las tierras que más influiría en su espíritu
poético (al igual que Italia y España). Rusia: un país de cielos infinitos, montañas, isbas, estanques, chopos, abedules e individuos sencillos pero que albergaban en su interior una grandeza reservada solamente a los espíritus más puros,
tal y como explicaría la propia Lou Salomé. De ahí que podamos imaginar
cuál debió de ser la emoción que tuvo que experimentar el poeta cuando
le fuera propuesto acompañar al matrimonio Andreas en una visita corta
pero fecunda al inmenso territorio ruso.
Como apunta Antonio Pau, aquel primer viaje duró apenas una semana, en la que visitaron Moscú y San Petersburgo. De la primera ciudad siempre recordarían el sonido de las campanas del Kremlin
y la vivencia de la Pascua, celebración esta última que para el poeta
fue crucial y de la que dejaría constancia en su obra más conocida y
celebrada, las Elegías de Duino. Durante aquel periplo, además, podemos destacar un primer encuentro con Tolstói,
ya convertido en una celebridad y al que Lou Andreas-Salomé define como
«un hombre sencillo, que vivía en su casa como si fuera un extraño».
Pero sin duda lo más destacable fue la aparición de un asombro tan
determinante que cristalizaría en la necesidad de un segundo viaje, que
realizarían al año siguiente, ya solos los dos, tras haberse preparado
intelectualmente durante un año con la intención de sentir y entender,
como si fuera una ofrenda, el alma de un pueblo al que ambos tildaban de
sagrado.
El 10 de mayo de 1900, Lou
Andreas-Salomé y Rainer María Rilke regresan a Moscú. Allí les espera el
príncipe Sergéi Ivanovich Shajovskoi, miembro de la antigua nobleza
rusa y escritor amigo de Chéjov;
Shajovskoi actuaría como cicerone en su visita al palacio del Kremlin y
sus museos, además de ayudarles a organizar el viaje que estaban a
punto de realizar. En aquella peregrinación, la pareja se adentra en el
corazón de la Rusia más ancestral, viajando, además de a la ciudad de la
patria moscovita («el verdadero origen del pueblo ruso», según sostiene
la autora), a Tula (donde vuelven a encontrarse con Tolstói en su
mítica hacienda Yasnaia Poliana), Kiev, Poltava,
Sáratov y otra serie de enclaves repartidos por buena parte de la
geografía del extenso país que une Oriente y Occidente.
Visitaron toda suerte de museos,
monumentos de toda clase e iglesias, edificios supervivientes de épocas
de tiranía ideológica. En ellos apreciaron una amplia muestra del arte
ruso. Debemos aquí destacar un aspecto importante del mencionado diario
de viaje, pues, a veces, el texto se transforma en una riquísima guía de arte
en la que se suceden minuciosas descripciones de cúpulas, iconos o
cuadros con apasionados comentarios y opiniones críticas que reflejan el
alcance del conocimiento enciclopédico en la materia que Lou
Andreas-Salomé albergaba. De hecho, es en este aspecto en el que podemos
encontrar una de las marcas que mejor y más hondamente muestra la
influencia de la escritora sobre el pensamiento del poeta checo, sin
duda desarrollado en parte gracias al influjo de Lou Andreas-Salomé.
Bien es sabido que, en Rilke, el arte juega un papel fundamental, así como el misticismo panteístico y el existencialismo.
Su idea trascendente de lo que supone
la expresión artística está muy próxima, si no es la misma, a la que
tiene la escritora rusa. Tan sólo hay que analizar algunas de las
disertaciones que aparecen en el diario para confirmarlo. Para Lou
Andreas-Salomé, el artista se convierte en una suerte de sacerdote que es capaz de evocar el alma de las cosas,
transformando lo espiritual en algo sensible. Es un intermediario entre
el ser humano y Dios. En ese proceso de unificación del mundo resulta
muy importante la contemplación, y por ello la mirada
objetiva —o lo que es lo mismo, la objetivación de las cosas, si
hablamos en términos rilkeanos— se convierte en una necesidad imperiosa.
Hay que mirar al mundo sin el influjo subjetivo,
abandonar las ideas preconcebidas; solamente decir, describir, hacer que
las cosas hablen por sí solas, que nos muestren su alma. Eso es lo que
ha de conseguir el artista, que es un ungido de Dios, tal y como también piensa Rilke sobre el poeta.
Este papel sacro del artista,
a juicio de Andreas-Salomé (y también para Rilke), lo ejercen
igualmente los hombres de campo, una figura retórica repleta de
simbolismo y a la que conocen y enaltecen tras adentrarse en el
microcosmos de las aldeas rusas y de sus paisajes. De hecho, ambos
sostienen que fue precisamente el viaje hacia aquel mundo rural repleto de silencios, interioridad, religiosidad (singular, sin duda, ya que en ella confluye la ortodoxia eslava con el paganismo de las supersticiones) y arraigo con la tierra
uno de los momentos más álgidos de su segundo viaje. Dos fueron los
acontecimientos más señalados de aquella experiencia: el primero de
ellos, su estancia durante una semana en Kresta, pequeña aldea cercana a
la ciudad de Yoroslov. Allí, en el calor de una isba tradicional,
inmersos en una cultura ancestral sencilla pero igualmente grandiosa,
compartieron experiencias con la esencia de lo que Lou define como «el
hombre ruso»: el ser que aglutina en su interior la más arcaica pero a
la vez más joven de todas las almas posibles. El alma del auténtico
hombre ruso es el alma de un niño, aseguraba la escritora
(¿reminiscencia de su relación con Nietzsche?). Dicho legado se
encuentra fosilizado, encapsulado, a la espera de que alguien pueda
liberarlo (tal vez los artistas o los poetas). Para Lou Andreas-Salomé,
el ruso es consciente de esta verdad, y de ahí derivaría su fuerte espiritualidad y, en contraste, su carencia de voluntad frente a los cambios, lo cual le conduce inexorablemente al ascetismo
y a la vida interior individual que, paradójicamente, le abre la puerta
a la comunidad (todos los rusos piensan de la misma manera y eso les
conecta entre sí, defendía la escritora).
De esta manera, el alma del pueblo
ruso se ha preservado incorruptible frente a las transformaciones de las
épocas sucesivas. No obstante, Lou Andreas-Salomé ya apuntó que dicho
tesoro de la humanidad no estaba exento de los peligros de «la mala
educación», que en aquella época ya se dejaba sentir en Rusia por tres
vías diferentes: la de «los educadores del pueblo», es decir, aquellos
hombres que formarían parte de la Intelligentsia revolucionaria
posterior y que se embarcaron en misiones educativas en las aldeas en
la última parte del siglo XIX. A ellos les acusa de sembrar un cierto nihilismo entre el campesinado, un hecho que, como sabemos y a la larga, serviría para que el vacío generado en estas gentes por la muerte de Diosfuese cubierto por el espíritu revolucionario
que, a la postre, sería determinante en el éxito de la Revolución de
1917. Por otro lado están los clérigos de la ortodoxia oficial, a
quienes Salomé no duda en criticar por su corrupción y egoísmo.
Finalmente, también alude al daño provocado por los desertores de la
nobleza tradicional, convertidos ahora en guías espirituales «del
pueblo», como en el caso de Tolstói, a quien admira pero sobre el que no
deja de denunciar su manera despótica de tratar a la masa, mostrando
así sus prejuicios de clase.
Todas estas amenazas existen, y el
«auténtico» hombre ruso, que tiene en el campesino a su máximo
exponente, debe sortearlos para que no desaparezca la grandeza de su
ser, la sencillez, la cual da paso a un espacio en el que se puede
asumir absolutamente todo: «Grande es aquel que se procura un espacio para hacer o sentir todo tipo de cosas», apuntaba Lou Andreas-Salomé.
A poco que analicemos estas
cuestiones, reconoceremos algunas ideas del cuerpo filosófico-poético
más maduro de Rilke, el periodo conocido como visionario. Recordemos que
hay una figura sobre la que el poeta erige su cosmogonía, la del pastor,
incluido en un paisaje de cielos infinitos que aparece bien
representado en su afamado poema «Trilogía española». Poema, por cierto,
escrito durante la estancia del poeta en Ronda y al que el filósofo MartinHeidegger
se refirió como el más importante de Rilke. Recordemos que el poeta
checo fue una influencia determinante para el pensador alemán, como él
mismo confesó.
Pero la experiencia campesina de la pareja no terminaría aquí:
durante el segundo viaje ruso visitaron también al poeta campesino
Spiridon Dimitriovich Drozhahn, admirado por la pareja y del que Rilke
tenía algún poemario. De su hospitalidad (vivieron en su isba junto a su
familia durante unos días) da testimonio Lou Salomé en sus diarios. De
aquellos días hay que reseñar un hecho que quedó grabado en una de las Elegias de Duino:
la imagen de un caballo que trotaba al atardecer por una de las estepas
de la ribera del Volga en su descenso hacia el sur. También el río,
siempre tan presente en estos diarios rusos, así como los bosques,
montañas y, en definitiva, todo el paisaje sobre el que ambos escritores
reflejan la imagen de un Dios.
Mucho se ha hablado de la «teología rilkeana«, puesta de manifiesto, esencialmente, en El libro de las horas.
Algunos incluso han afirmado que aborda una idea de Dios manifestado
pero ausente. Lou Andreas-Salomé, que comparte con el poeta la misma
idea teológica —que podríamos tildar como panteística—, afirma en estos
diarios rusos:
Dios es lo sustantivo, lo
redentor, lo que expresa por completo nuestro ser, porque nos entregamos
a él prácticamente sin reservas de forma total.
Por otro lado, también proclama que Dios está en las cosas, en lo cercano, y que a él llegamos cuando…
… las cosas se abren francamente,
convirtiéndose en una patria insospechada, una experiencia completamente
nueva, la más humana y la más gratificante que existe, tan profunda que
espíritus como Spinoza se ahogaron en ella y balbuceando la llamaban
Dios.
En ambos se urde la idea de un Dios (manifestado pero desconocido en esencia, absconditus) que está junto al ser humano, más cerca de lo que éste sospecha. Por eso no es necesario ningún intermediario en su diálogo. No son necesarias las intermediaciones; tan sólo existe la oración, el recogimiento individual como única vía de contacto con lo Absoluto, con Dios. De ahí que en Rusia se pueda encontrar más fácilmente al Padre: allí todo es inmensidad, todo es naturaleza, auténtico elemento de la espiritualidad rusa.
Otra
propuesta más de desaceleración, downshifting, decrecimiento, slow
life, «vamos a llevarnos bien», o cómo se le quiera llamar, por Óscar
Sánchez…
Está esa frase de Valéry -aguda como todas las suyas- que yo repito tanto para mí mismo: la vida es interesante por los extremos pero se conserva por el medio.
¿Y si tratamos de invertirla, visto que el Gran Juego mundial nos está
arrinconando a una existencia de subsistencia perruna? La vida pasaría,
así, a ser interesante por lo que la conserva, y menesterosa de los
extremos. No otra cosa es, quizá, lo que hicieron civilizaciones
estáticas como la China o el Japón históricos, hasta que llegamos como
una gran lavadora a centrifugarles hacia un exterior que era ya nuestro
previamente. Ellos, con sus kimonos, sus cerezos, su caligrafía, sus
esterillas, su ceremonia del té, etc., centrados en sus artes domésticas
un instante antes de que les hiciésemos saltar por los aires. No hace
falta que dure milenios, ni que aceptemos en el ínterin una sumisión
acrítica, sólo que busquemos los placeres idiotas de una vida
reproductiva. Es reproductiva porque entiende que la cacareada Historia
Universal ya no tiene nada mucho más que ofrecer, y le duele menos vivir
de la rentas que alimentar tontas esperanzas. Y es reproductiva porque
relega la originalidad que ha sido cultivada con fanatismo el último
siglo y medio a una necesidad meramente interna. Quiero decir que se
puede ser ininterrumpidamente original en la República Independiente de
tu Cerebro, pero al servicio exclusivo del entorno inmediato.
Privatizemos
también nosotros el espectáculo globlal que parece divertir y lucrar
tanto a los agentes económicos. Los extremos son lo falso, en el sentido
en que Deleuze hablaba de «la potencia de lo falso», no como algo
opuesto radicalmente a lo verdadero, sino como lo que intensifica
mediante tradición o invención el disfrute de las repeticiones. Y de
cara a la totalidad social, lo imprescindible para su mantenimiento
justo y ni un gesto más. De esta manera, se realizaría el sueño
posmoderno del hombre-archipiélago: unidos únicamente por lo que nos
separa, como el mar entre las islas…
Tales
células domésticas no serían cerradas, ni unipersonales, ni se
definirían por los conocidos patrones tradicionales. «¿Quieres ser de
los míos, participar de nuestras rutinas y esparcimientos?», o «¿puedo
sumarme a los tuyos en este punto, que me interesa mucho para mejorar mi
salud (por ejemplo)?» -este tipo de preguntas, este tipo de gente…
Costumbres y prácticas reproductibles, imitables, válidas para los que
viven, no para los que codician. Una suerte de profundización del
liberalismo clásico en lo concerniente a los derechos individuales (nada
que ver con el atroz neoliberalismo actual) compatible, por qué no, con
un socialismo en el uso público de los medios de producción (nada que
ver, pues, con el viejo sovietismo). La vida como una continuidad
biológica, la muerte como repuesto generacional, y la cultura como
economía -etimológicamente hablando: las normas que rigen en lo propio,
en el oikos, en el domus-, en vez de esa losa que nos
han echado encima de interpretar la vida como deseo ilimitado, la muerte
como frustración inevitable y la economía como forma única de
cultura… El romántico Novalis incitaba, sin saberlo, a la locura
capitalista con los siguientes términos: dar a lo corriente un sentido
sublime, a lo cotidiano una apariencia misteriosa, a lo conocido la
dignidad de lo desconocido, a lo finito un semblante infinito…
Así
que démosle la vuelta también y imprimamos a lo sublime un sentido
corriente, a lo misterioso una apariencia cotidiana, a lo desconocido la
dignidad de lo conocido, y a lo infinito un semblante finito. Es una
idea, o el principio de ella, o tal vez no más que una patochada
«casual» (en el sentido de la ropa «casual»), pero es que andamos algo
desesperados de ideas…
No sé ser triste en verdad
ni ser verdaderamente alegre.
Créanme: no sé ser.
¿Serán las almas sinceras
también así, sin saberlo?
¡Ah, ante la ficción del alma
y la mentira de la emoción,
con qué placer me da calma
ver una flor sin razón
florecer sin tener corazón!
Pero, en últimas, no hay diferencia.
Si florece la flor sin querer,
sin querer las personas piensan.
Lo que en ella es florecer
es, en nosotros, tener consciencia.
Luego, hasta nosotros como a ella,
cuando el Hado la hace pasar,
las patas de los dioses llegan
y unas y otras nos vienen a pisar.
Está bien, mientras no vengan
vamos a florecer o a pensar.
3-4-1931, Fernando Pessoa (traducción de Carlos Ciro)
Jacques Taminiaux inicia un ensayo sobre Hannah Arendt y Martin Heidegger con una cita del Teeteto de Platón. Esta cita no es original de Taminiaux: es una referencia a La vie de l’esprit
de Hannah Arendt. En esta referencia singular, Arendt nos recuerda la
absoluta seriedad con que Platón relata la historia de la joven
campesina de Tracia. La escena original del Teeteto sobre la joven de Tracia dice así:
«Es lo mismo que se cuenta de Tales, Teodoro. Este,
cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y
se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de
él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de las que
tenía delante y a sus pies. La misma burla podría hacerse de todos los
que dedican su vida a la filosofía. En realidad, a una persona así le
pasan desapercibidos sus próximos y vecinos, y no solamente desconoce
qué es lo que hacen, sino el hecho mismo de que sean hombres o cualquier
otra criatura. Sin embargo, cuando se trata de saber qué es en verdad
el hombre y qué le corresponde hacer o sufrir a una naturaleza como la
suya, a diferencia de los demás seres, pone todo su esfuerzo en
investigarlo y examinarlo atentamente».
Después Platón repetirá:
«En su avidez por conocer las cosas del cielo, perdió de vista lo que
se encontraba a sus pies» (174a y siguientes). Aristóteles evocó una vez
más la figura de la joven de Tracia en la Ética a Nicómaco cuando pone el énfasis, a propósito de Tales, en la compatibilidad entre ser sophós(sabio) y no ser, al mismo tiempo, phrónimos (prudente). Taminiaux evocará a su vez a Heidegger en Die Frage nach dem Ding dónde hay un pasaje sobre la joven de Tracia que dice lo siguiente:
«La pregunta ¿qué es una cosa? debemos, pues,
caracterizarla como de las que hacen reír a las criadas. ¿Y por qué
razón no debería tener una criada la oportunidad de reír? (…) La
filosofía es este pensar por el cual no podemos iniciar nada y a
propósito del cual las criadas no pueden evitar reírse. Esta definición
de la filosofía no es un simple chiste: debe de ser meditada. Nos iría
bien recordar de vez en cuando que podemos caer en un pozo sin poder
llegar al fondo durante un buen rato».
La joven de Tracia es —dice Platón— «ingeniosa y simpática».
Se ríe alegremente y en el resonar de su carcajada modifica la sombría
concentración del filósofo. Tales de Mileto es considerado como el padre
de la Filosofía, pero también representa una metáfora: la del filósofo
distraído. Distracción y carcajada se contraponen en esta escena alusiva
a las dificultades del filósofo para vivir en el mundo y situarse en la
vida cotidiana junto a los otros. La joven de Tracia se sorprende y
goza del desamparo de Tales: la contemplación de los astros lo tiene
fascinado y no se da cuenta de las otras cosas concretas que tiene
delante de las narices.
Platón dirá sobre Tales: «En su avidez por conocer las cosas del cielo, perdió de vista lo que se encontraba a sus pies»
La metáfora de la joven de Tracia —una de las versiones más
antiguas sobre la posición femenina como modo peculiar de inserción en
el mundo— es, claramente, en la época de los posfeminismos, una
fuente de inspiración. En los sistemas políticos actuales, defensores
de la «igualdad de género», el posfeminismo reivindica el género como
una especie de invención, como una fórmula más o menos arbitraria de
construcción —lo que Judith Butler llamará perfomances—. Esto ha conducido a la batalla de los feminismos en la segunda década del siglo veintiuno.
La joven de Tracia nos permite, en cambio y casi por contraposición, situar el asunto del género en el discurso clásico, entendiendo
por clásico el pasado más antiguo en el presente más actual. Hablar de
mujeres y filosofía hoy, o de la cuestión del lugar desde donde las
mujeres se acercan a la filosofía, es tanto una evidencia (hombres y
mujeres en igualdad) como un problema que se plantea .desde el estatuto
de interrogante a la Filosofía misma, entendiendo la Filosofía como el
resultado del conjunto de producciones históricas en este campo, pero
también como un lugar de enunciación, un punto de partida.
El principal motivo por el que la joven de Tracia contribuye a
localizar este interrogante es que no lo solemos encontrar en las
orientaciones generales desde el discurso de género actual.
Trabajar este tema a partir de las metáforas femeninas puede contribuir a
desvelar algunos de los matices más delicados de la cuestión. No tanto
saber que las mujeres pueden filosofar (lo cual es evidente), sino desde
qué lugar las metáforas en femenino cuestionan —o subvierten— a la
Filosofía como «episteme».
Nosotras no somos, en definitiva, profesionales de la Filosofía. Tal vez no lo seremos nunca.