Cincuenta años ya del estreno de La naranja mecánica, ¡oh, hermanos míos!

Óscar Sánchez Vadillo

Cincuenta años de del estreno de «La naranja mecánica»

Stanley Kubrick sin duda era un lince, y por eso rodó la inigualable novela de Anthony Burguess diez años después de su publicación, adivinando el tremendo impacto que supondría. Pero en realidad trastocó radicalmente su tono y su trama, como toda buena adaptación al cine suele y casi debe hacer. Lo curioso es que el público y la crítica, por su parte, inventaron también una tercera versión de la novela (Burguess se quejaba en el prólogo de que Kubrick había hecho de su novela una fábula, es decir, una suerte de teatrillo de guiñol), según la cual La naranja mecánica era una película acerca de la ultraviolencia. Mi hipótesis de partida para esta rememoración es que La naranja mecánica, versión fílmica, no es eso, no es una película de ultraviolencia ni física ni moral, por mucho que esa fuese la recepción que se le dio en su estreno incluso por el propio Kubrick. Porque si se mira bien, dentro de su propia y épica filmografía, mucho más violentas sin comparación alguna resultan ser Senderos de gloria, antes (la guerra más cruel, una guerra de atrición, rematada por fusilamientos injustos), o El resplandor, después (nada menos que un padre tratando de “talar” con un hacha a su familia[1]), por no hablar de la fila interminable de crucificados de Espartaco, toda una procesión de lentas agonías. No, esto es una trivialidad o un tópico infundado, piedra de escándalo para la taquilla y nada más. En La naranja… nadie sale seriamente perjudicado, si lo ponemos al lado de los cientos de personajes que caen bajo el fuego de Salvar al soldado Ryan en sus primeros minutos, salvo un aburrido matrimonio sin rostro, y la insanía del protagonista más que sadismo o agresividad descontrolada no es más, en mi opinión, que la demostración del poder puramente muscular e indiferenciado de un adolescente que habita en los márgenes.  

Y ahí es donde quería llegar: lo mismo le da al protagonista sacudir a un mendigo por indefenso y fracasado que camelarse a dos chicas sólo con pedirlo y sin despeinarse, todo ello no son más que reafirmaciones de lo único que un adolescente posee, que es fuerza sin dirección y necesidad de reconocimiento. Porque cuando ingresa en esa especie de reformatorio, no muestra ninguna rebeldía antisistema, todo lo contrario: destaca por ser el más integrado y colaborador, aunque apenas nadie allí crea que lo hace con sinceridad. Y es que Alex no es sincero en nada, sólo pone a prueba su aptitud en un caso u otro, lo mismo para ser jefe de la banda que para apuntarse el primero a la terapia -a la que no hay que olvidar que se presenta voluntario. De modo que toda la película tiene esa peculiar estética que yo encuentro típica del soñar despierto de un adolescente, y ese es el verdadero tema de la película, a la vez que la explicación más cabal de que a ellos les guste siempre tanto. A todo joven le gustaría ser el jefe, llevar doble vida nocturna, burlar las normas de los adultos e incluso imponerse finalmente cuando estos tratan de cambiarlo (Alex piensa que está por encima de sus truquitos psicológicos conductistas, porque sabe o cree saber que él no tiene propiamente psicología, sino tan sólo impulso). Por eso digo que la película de Kubrick no es más que estética, porque no hay ningún elemento crítico o ético en el film. De hecho, la novela terminaba de muy diferente manera, y Kubrick suprimió el capítulo 20 donde sí que había una clara intención de mensaje por parte de Burguess. Pero es que la película es marcadamente estética incluso en el plano más superficial, es decir, visual: el bar de las anfetas, el argot pseudorruso, el uniforme de la banda, la cárcel tan esquemática, la escultura fálica, las galerías donde Alex va a ligar, Beethoven… Nada real, todo es como le gustaría a un adolescente que fuera su mundo, es decir, que la película sería, desde mi punto de vista, la representación del deseo (simplista pero asertivo) de un diecisieteañero macarrilla de los años sesenta. Escena típica que me sirve de prueba: cuando Alex, el chaval (no es más que un chaval) vuelve a casa reformado, habla con sus padres en una habitación de decoración imposible: pinchos metálicos por toda la pared en vez de papel pintado. ¿Pondrían esto en su casa unos padres tranquilos y convencionales? No, eso es lo que a Alex le gustaría ver, puesto que a él no le pone nervioso, ya que él está nervioso siempre, es un cuchillo de ansiedad mal afilado. De hecho, tal decoración no está ni insinuada en la magnífica novela de Anthony Burguess…  

¿Qué es, entonces, La naranja mecánica, esa película icónica y tan temida que cumple ahora medio siglo? Pues es el mundo de los años sesenta tal como es imaginado y sentido por un chico impetuoso perteneciente a una sociedad rica pero sin más normas a seguir que la seguridad y el confort. Como esto no es gran cosa ni por asomo nada satisfactorio si uno tiene la edad y las energías para algo mejor, no es extraño que Alex cometa algunos crímenes para desfogarse, pero ahí se queda todo su inconformismo y toda su rabia; la política, ¡oh hermanos míos!, o el activismo social, nuestro buen drugito Alex ni la huele. Y esto sí que es una buena crítica por parte de la película, que es sin duda una gran película: que, después de todo, el protagonista está absolutamente neutralizado, desactivado desde el principio, no puede ni podrá hacer nunca nada ni nada ha hecho hasta el momento. El mundo real seguirá su curso con o sin adolescentes nerviosos generando pequeños incidentes violentos en las calles. Pero eso no era la novela. La novela era mucho más que eso, era una especie de alegato libertario en oposición al totalitarismo de la época, y era un caudal de fantasía y de Neolengua. La novela estaba llena de guiños, y, si no, véanse… 

Pues bien, me porto mal, con las crastadas, los tolchocos y los juegos con la britba y el viejo unodós unodós, y si me lovetan, tanto peor, oh hermanos míos, y a decir verdad no puede gobernarse un país si todos los chelovecos se comportan como lo hago yo de noche. De modo que si me lovetan y son tres meses en este mesto y otros seis en aquél, y luego, como tan bondadosamente me lo advierte P. R. Deltoid, la próxima vez, a pesar de la gran ternura de mis veranos, hermanos míos, es el propio y gran zoo del Más Allá, yo digo: «Lo justo es justo, pero una lástima, señores míos, porque ocurre que no puedo soportar el encierro. Mi empresa será, en ese futuro que extiende unos brazos nevados y prístinos ante mí, antes de que el nocho se imponga o la sangre entone un coro final en el metal retorcido y los vidrios aplastados del camino, que no me loveteen otra vez». Hermoso discurso. Pero, hermanos, este morderse las uñas acerca de la causa de la maldad es lo que me da verdadera risa. No les preocupa saber cuál es la causa de la bondad, y entonces, ¿por qué quieren averiguar el otro asunto? Si los liudos son buenos es porque les gusta, y ni se me ocurriría interferir en sus placeres, así que lo mismo deberían hacer en el otro negocio. Y yo soy cliente del otro negocio. Además, la maldad es cosa del yo, del tú o el mí en el odinoco de cada uno, y así es desde el principio para orgullo y radosto del viejo Bogo. Pero el no-yo no puede tener lo malo, de modo que los vecos del gobierno y los jueces y las escuelas no pueden permitir lo malo, pues no pueden admitir el yo. ¿Y acaso nuestra historia moderna, hermanos míos, no es el caso de los bravos y malencos yoes peleando contra esas enormes maquinarias? Todo esto lo digo en serio, oh hermanos. Pero lo que hago lo hago porque me gusta. 

En capítulo 4, Parte Primera. O en capítulo 5, Parte Tercera: 

-¿Y usted, qué saca de todo esto, señor? -pregunté-. Quiero decir, aparte el dengo que le darán por el artículo, como usted lo llama. Es decir, ¿por qué se opone tanto a este gobierno, si puedo tener el atrevimiento de preguntárselo?  

F. Alexander se aferró al borde de la mesa y dijo, apretando los subos, calosos y todos manchados con el humo de los cancrillos: -Alguien tiene que luchar. Hay que defender las grandes tradiciones libertarias. No soy hombre de partido, pero si veo la infamia procuro destruirla. Los partidos nada significan. La tradición de libertad es lo más importante. La gente común está dispuesta a tolerarlo todo, sí. Es capaz de vender la libertad por un poco de tranquilidad. Por eso debemos aguijonearla, pincharla… -Y aquí, hermanos, el veco aferró un tenedor y descargó dos o tres tolchocos sobre la pared, de modo que el tenedor se dobló todo. Después, lo arrojó al suelo. Con voz bondadosa dijo:- Come bien, pobre muchacho, pobre víctima del mundo moderno -y pude videar bastante claro que la golová no le funcionaba muy bien-. Come, come. Puedes comerte también mi huevo.  

-Pero yo dije: -Y yo, ¿qué saco de todo esto? ¿Me curarán lo que me hicieron? ¿Podré volver a slusar la vieja sinfonía Coral sin sentir náuseas? ¿Podré vivir otra vez una chisna normal? ¿Qué me pasará, señor?…

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Simone Weil

Simone Weil, el único gran espíritu de nuestro tiempo

Simone Weil (1909-1943) fue una filósofa francesa que se situó siempre del lado de los más débiles. Debido a sus ideales políticos y su lucha activa, desde muy joven la llamaron «la virgen roja». Montaje a partir de imagen de thefuturistics (CC BY-NC 2.0).

Así la llamó Albert Camus. Simone Weil nació en el París de 1909. Falleció exiliada, en Inglaterra, en 1943. Pese a su temprana muerte, con solo 34 años, consiguió dejar una producción filosófica que nos sigue fascinando. Compasiva, crítica, atenta y luchadora, Weil es una pensadora a la que hay que conocer.

Por Mercedes López Mateo

De Simone Weil nos han llegado multitud de historias: que ya con cinco años dejó de comer azúcar en solidaridad con los soldados de las trincheras de la Gran Guerra, que quiso tirarse en paracaídas sobre la Francia ocupada, que sus lágrimas conmovieron a Simone de Beauvoir en una ocasión entre los muros de la Sorbona… Pero ¿qué sabemos sobre su filosofía? Repasamos el pensamiento, repleto de mística y compromiso político, de quien Albert Camus consideró «el único gran espíritu de nuestro tiempo».

1 Malheur. El malheur es la desgracia. Va más allá del dolor físico o el malestar pasajero. Se trata de un nivel de sufrimiento extremo y profundo que está presente en la vida de todo ser humano, sin excepción, y que supone un enigma para la humanidad. Es la pregunta sin respuesta de Cristo en la cruz: «Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?». Simone Weil no busca dar una solución al problema que supone la existencia de desgracia en el mundo, sino apreciarla como un medio para abrirse a él.

«La extrema grandeza del cristianismo procede del hecho de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino un uso sobrenatural del sufrimiento». Debido al malheur, nuestra alma queda vaciada y, de esta manera, dispuesta a acoger el sufrimiento del prójimo. Para Weil, esta función tiene un carácter político, pues todo ser sumido en la desgracia se encuentra invisibilizado, silenciado en nuestra sociedad. Este malheur está ligado a otro concepto central en la filosofía de Simone Weil: la fuerza, pues es la que, al desplegarse, provoca la desdicha.

2 La fuerza. A este concepto le dedicará un espacio central en La Ilíada o el poema de la fuerza, ya que, para Weil, esta es la verdadera protagonista del poema épico de Homero. El texto en castellano se recoge en La fuente griega, donde explica que existen dos tipos de fuerza, aunque normalmente acostumbramos a identificar una, la más tosca: aquella que mata sin pudor y destruye al hombre.

El malheur es un nivel de sufrimiento extremo y profundo que está presente en la vida de todo ser humano sin excepción

Sin embargo, «la otra fuerza» es mucho más sutil, pues es «la que no mata todavía. Matará seguramente, o matará quizá, o bien está suspendida sobre el ser al que en cualquier momento puede matar». En otras palabras, esta fuerza se corresponde con la potencia del mundo para reducir al hombre a una mera cosa, de convertirlo en piedra. La fuerza es capaz de que un ser con alma quede muerto en vida. Cuando la fuerza se despliega hasta el extremo y provoca la desgracia, el ser humano se encuentra completamente desarraigado del mundo.

3 El desarraigo. Weil explica que todo ser humano, del mismo modo que tiene necesidades físicas como comer o dormir, también tiene necesidades del alma. De todas ellas, la más importante —y olvidada en nuestros días— es la necesidad de arraigo. A ello dedica su última gran obra, de 1943, poco antes de fallecer, Echar raíces. Estas raíces pueden tomar diferentes formas: una comunidad en la que arraigar puede construirse en base a elementos como un pasado común, una tierra compartida, una lengua o una religión, por ejemplo.

Por otro lado, en su análisis identifica varias fuentes de desarraigo en nuestra sociedad, como son el colonialismo, el fascismo de su época o la condición obrera en el sistema capitalista de producción (por ejemplo, el paro o la alienación). El desarraigo, además, se reproduce con velocidad, porque todo aquel que está desarraigado, desarraiga a los demás.

4 Lo sagrado del ser humano. La persona no es sagrada, no hay nada de sagrado en ella. «Lo que es sagrado, lejos de ser la persona, es lo que en un ser humano es impersonal». Weil pone de ejemplos de lo impersonal a la verdad y a la belleza, que son perfectas. Al igual que en la ciencia hay una parte de sagrado, gracias a su verdad, y en el arte, gracias a su belleza, nosotros también podemos llegar a nuestra parte sagrada, transitando a lo impersonal.

De todas las necesidades del alma, la más importante —y olvidada en nuestros días— es la necesidad de arraigo

Pese a esta necesidad de arraigo y comunidad de la que hablamos, para poder acceder a lo impersonal necesitamos alejarnos de todo y realizar ese proceso en una «soledad moral». Esta distancia es importante para no confundir la idolatría de la comunidad con lo sagrado de lo impersonal. Cegarnos en el «yo» desde nuestra alma nos impide transitar a lo sagrado, «pero la parte del alma que dice ‘nosotros’ es todavía infinitamente más peligrosa».

5 Metaxu. Weil recupera este concepto de la tradición griega de la que tanto bebe. Lo presenta en su obra La gravedad y la gracia y literalmente significa «entre medio». La imagen más clara para entender la función del metaxu es la de un puente o un muro: «Dos encarcelados en celdas vecinas que se comunican dando golpes en la pared. La pared es lo que los separa, pero también lo que les permite comunicarse. […] Toda separación es un vínculo».

Simone Weil entiende el mundo como un metaxu entre el ser humano y Dios, es decir, aquello que los separa, pero que al mismo tiempo los conecta y posibilita su relación. Todo metaxu debe comprenderse como un medio y jamás como un fin, de lo contrario, correremos el riesgo de instalarnos en ellos. Un metaxu es un peldaño que nos acerca a lo trascendente, no un ídolo o una meta en la que detenernos.  

6 Amor fati. Simone Weil toma el amor fati del estoicismo, aunque esta idea también está presente en otras tradiciones como la cristiana (paralelismo al que dedica obras como Intuiciones precristianas o La fuente griega, en las que revela una gran similitud entre ambas). El amor fati hace referencia a la aceptación del orden del mundo y de los designios divinos, como lo fue el «sí sin condiciones» de María en la Anunciación. La elección del ejemplo es muy importante, porque el amor fati se diferencia en un detalle imprescindible de lo que entendemos por resignación: la valentía de un «sí» activo.

Frente al despliegue de la fuerza que consume a toda persona sin excepción, propone respetarla y aceptarla. No obstante, esto no la convierte en una conformista. Como veíamos con el metaxu, toda realidad que nos obstaculiza puede servir también para avanzar. Por esa razón, Weil tuvo durante toda su vida un horizonte utópico en la mirada. El amor fati implica aceptar lo que es y luchar siempre por lo que debería ser.

El amor fati se diferencia en un detalle imprescindible de lo que entendemos por resignación: la valentía de un «sí» activo

7 Anathema sit. Un ejemplo de este inconformismo lo encontramos en relación al principio de anathema sit. A pesar de su origen judío, Simone Weil tuvo tres experiencias religiosas que la acercan al catolicismo, en Asís (Italia), Portugal y Solesmes (Francia). Aun así, decidió vivir su espiritualidad a su manera, siendo crítica con los dogmas, y no llegó nunca a bautizarse. Las 35 razones por las que se mantuvo en el umbral de la Iglesia las presenta en Carta a un religioso, su correspondencia al padre dominico Jean Couturier en 1942.

Uno de estos motivos es el anathema sit, el castigo que condena a la excomunión a todo aquel que cometa una herejía al no cumplir con los preceptos de la Iglesia. Weil identifica esto como un signo de totalitarismo inaceptable para la esencia del cristianismo. Tanto en su filosofía como en su vida espiritual y personal, la parisiense siempre estaba del lado de los marginados como también lo estuvo Cristo.

8 Anarquismo. Desde bien temprano Simone Weil fue conocida como «la virgen roja», apodo puesto —algunos opinan que despectivamente— por su gran maestro del liceo Alain debido a su pensamiento político «radical». Ya en 1932, con solo 23 años, se unió a grupos anarcosindicalistas, participando además en huelgas contra la precariedad proletaria. Así, en 1940 escribió Nota sobre la supresión general de los partidos políticos, donde dice que «todo partido es totalitario en germen y en aspiración».

Por si fuera poco, formó parte de la columna Durruti, el grupo de milicianos anarquistas que batalló en la Guerra Civil Española para hacer frente a la sublevación militar ilegítima del general Franco. Su diario de aquellos meses está recogido en sus Escritos históricos y políticos, una obra tan crítica como revolucionaria, pues a pesar de sus desacuerdos con algunos métodos antifascistas españoles, anima a tomar las armas y combatir a su lado.

En 1940 escribió Nota sobre la supresión general de los partidos políticos, donde dice que «todo partido es totalitario en germen y en aspiración»

9 Crítica al marxismo.A pesar de su presencia en huelgas, sindicatos y batallas, la posición de Simone Weil dentro del marxismo era del todo heterodoxa. En especial, marcaba distancias con las decisiones tomadas por Stalin y con la URSS en general. Su crítica más contundente, demoledora y realista a la filosofía marxista de la historia viene en sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social.

Allí explica que, aunque consiguiéramos acabar con el capitalismo, la opresión que recae sobre los trabajadores seguiría existiendo, ya que lo que debe cambiar es el modelo de producción, no solo la propiedad privada de sus medios. Además, el socialismo científico y el capitalismo no distan tanto en otro elemento: la fe ciega en el progreso infinito gracias a la ciencia y la técnica.

10 Fábrica Renault y Alsthom. Pero su crítica no acaba ahí. En La condición obrera recoge una carta donde dice que «los grandes jefes bolcheviques pretendían crear una clase obrera libre y ninguno de ellos […] había puesto sin duda los pies en una fábrica». Por esta razón, Simone Weil decide en 1934 y 1935 trabajar como operaria en las fábricas de Renault y Alsthom, donde experimenta la desgracia, el hastío y el agotamiento físico y mental que todos los obreros sienten a diario. En este diario de fábrica, Weil propone como alternativa para dejar de ser «carne de trabajo» reorganizar el sistema de producción, es decir, hacer que deje de ser tan servil que nos arranque de la dignidad humana.

Fuente:

¿Necesitamos el reconocimiento del otro para forjar nuestra identidad?

En las últimas décadas, las demandas políticas han virado desde posiciones económicas a posiciones más identitarias. Para comprender este viraje es fundamental el pasaje de Hegel: «la dialéctica del amo y el esclavo». Diseño realizado a partir de la ilustración de StarGladeVintage distribuida por Pixabay (CC0).

La dialéctica del amo y el esclavo es uno de los pasajes más famosos de la filosofía hegeliana. En este fragmento, Hegel describe la lucha entre dos conciencias que buscan ambas el reconocimiento de la otra. La dialéctica del amo y el esclavo termina en una dominación y en un reconocimiento imperfecto. Un tipo de relación que, a pesar de no ser universal, describe perfectamente muchas de las dinámicas en las que estamos inmersos.

Por Javier Correa Román

Georg Wilhelm Friedrich Hegel es uno de los filósofos más importantes de la historia de Occidente. Nacido en 1770 en Stuttgart, es el máximo exponente del idealismo alemán. Desarrolló una amistad con el poeta Hölderlin y el filósofo Schelling y fue el intelectual más importante de su época.

Pese a que sus primeros escritos son teológicos y religiosos, no tardará en adentrarse en la filosofía. En 1801, Schelling le invita a Jena, el centro cultural más importante de la Alemania en aquel tiempo. Allí dio clases hasta 1807, cuando publicó su Fenomenología del espíritu, el que es considerado su libro más importante. Es en esta obra donde se localiza el pasaje que vamos a analizar.

La dialéctica del amo y el esclavo

En la dialéctica del amo y el esclavo, Hegel inserta a la conciencia en un escenario social. Un escenario en el que la conciencia no está sola, sino que entra en contacto con otra conciencia. Cuando la conciencia está sola, no se siente amenazada como certeza de conocimiento (nadie duda de ella). En el momento en que aparece otra conciencia, en cambio, esta seguridad tambalea. Cuando estamos solos determinamos la verdad sin oposición de nadie más, pero cuando llega otra conciencia no podemos estar tan seguros.

Para Hegel, los demás son fundamentales en la constitución de nuestra propia identidad. A pesar de que suponen una amenaza para nuestra certeza y nuestro deseo de ser la verdad del mundo, sin los demás no podríamos formar nuestra identidad. ¿Por qué? Porque para formar nuestra identidad es necesario el reconocimiento y esto solo lo puede proporcionar otro ser humano.

En el momento en que aparece otra conciencia, nos sentimos amenazados como certeza del mundo

En la dialéctica del amo y esclavo hay un concepto que es fundamental: el deseo. Hegel llama deseo al movimiento de la conciencia hacia el exterior. El deseo de la conciencia es para Hegel el proceso por el que la conciencia sale de sí misma y conoce el mundo. Ocurre que, visto de esta manera, el deseo es siempre una negación porque, cuando conoce los objetos, los agota. En otras palabras, la conciencia descubre un objeto nuevo y lo conoce («¡oh, una mesa!») y, en ese mismo instante, ese objeto se consume, se agota (porque ya lo ha conocido).

En un mundo conformado solo por objetos, el deseo es pura insatisfacción. El motivo es que los objetos se agotan en cuanto los conocemos. El deseo de la conciencia es su movimiento hacia el mundo, pero según conoce un objeto, necesita pasar a otro para mantener el deseo.

Cuando llega un ser humano —otra conciencia— para la conciencia supone una amenaza. Hasta ahora era nuestra conciencia la que determinaba la verdad del mundo: esto es una silla, esto está bien, esto está mal. El mundo no opone resistencia cuando lo conocemos (el bolígrafo no grita: «¡No soy un bolígrafo!»). La llegada de otro ser humano supone la llegada de alguien que puede empezar a dudar de nuestras verdades en el mundo («yo creo que en esto te equivocas»). La seguridad que tenía nuestra conciencia como garante y certeza del conocimiento empieza a tambalear.

La conciencia no tolera esto. Para Hegel, el deseo de la conciencia quiere ser absoluto e independiente. Cada ser humano quiere tener la verdad sin que haya nadie que desafíe su conocimiento. El ser humano que llegó en segundo lugar quiere también ser lo que determina la verdad del mundo. Este es el verdadero conflicto: dos conciencias que quieren ser las que determinan la verdad de las cosas.

Sin embargo, a pesar de ser una amenaza, la llegada de otro ser humano es también una oportunidad. ¿Oportunidad? ¿Por qué? Porque, como dijimos antes, los objetos se consumen en el mismo instante en el que conciencia los conoce. No dan más juego y, por eso, nuestra conciencia estaba insatisfecha. La conciencia de otro ser humano, en cambio, no se agota. En otras palabras, cuando sentenciamos: «Esto es así», el mundo no nos aplaude ni nos verifica. Si otra conciencia dice: «Tiene razón, es así», nuestra conciencia se siente reconocida y satisfecha.

Se abre entonces una oportunidad para que nuestra conciencia pueda estar satisfecha. La oportunidad pasa por el reconocimiento de otro ser humano, por el hecho de que otro ser humano reconozca que tenemos razón, que somos la verdad del mundo. El conflicto surge porque, en este encuentro entre dos seres humanos, ninguno quiere ceder. Ambos quieren ser reconocidos como la certeza del conocimiento.

El verdadero conflicto son dos conciencias que quieren ser las que determinan la verdad de las cosas

En un primer momento, en el choque inicial, los dos seres humanos —las dos conciencias— se ven la una a la otra. Se reconocen. Una ve a la otra y ve que la está viendo. Hegel dice: «El movimiento es, por tanto, sencillamente el movimiento duplicado de ambas autoconciencias. Cada una de ellas ve a la otra hacer lo mismo que ella hace». Es decir, las dos conciencias saben que lo que ven no es un objeto, saben que la otra conciencia también le está mirando. En este punto, ¿qué ocurre? ¿Cómo reaccionan las dos conciencias una respecto a la otra?

Lo que quiere cada conciencia es doblegar a la otra para que la reconozca como verdad del mundo. La conciencia de cada ser humano, dice Hegel, es egoísmo total y su único deseo es determinar la verdad del mundo. En este choque, entonces, cada una se siente amenazada. La conciencia no quiere matar a la otra conciencia porque la dejaría otra vez en un mundo de objetos sin ningún tipo de reconocimiento. La conciencia necesita afirmarse, someter a la otra conciencia. En resumidas cuentas, y como señala el profesor Darín McNabb:

«El deseo no desea la muerte del otro, sino que desea el deseo del otro, desea que el otro lo reconozca. El paso de la postura del deseo a la postura del reconocimiento da un giro a la maquinaria dialéctica introduciendo una nueva dinámica que resultará no en la muerte de uno, sino en una peculiar relación entre los dos, uno como amo y el otro como esclavo».

¿Y quién es el amo y quién es el esclavo? La conciencia que se erigirá como ganadora, la que llamaremos «el amo», será aquella que en la lucha no le tenga miedo a nada. Aquella que no tenga miedo a desprenderse de sus «contingencias», aquella —dice Hegel— que no le tenga miedo ni a la muerte. Por poner un ejemplo más cotidiano, en una relación de pareja el amo es aquel o aquella que no muestra miedo a que la relación se acabe. La conciencia-amo es la que puede «mostrar que no está vinculado a ninguna existencia determinada, a la vida».

Esta lucha es fundamental para las dos conciencias porque la identidad de cada una depende de que la otra la reconozca. En otras palabras, la conciencia se ha dado cuenta de que su identidad solo puede constituirse a través del otro, a través de su reconocimiento. A diferencia de los animales —y este es un punto clave de la tesis hegeliana—, nuestra conciencia no desea objetos (pues estos dejan a la conciencia insatisfecha), sino que nuestra conciencia desea el deseo del otro, su reconocimiento. Desea que reconozcan sus verdades y sus certezas. «El ganador es el amo —resume McNabb— y el que se rinde, el esclavo. Lo que este pierde y el amo gana es el honor, el reconocimiento».

La conciencia que se erigirá como ganadora, la que llamaremos «el amo», será aquella que en la lucha no le tenga miedo a nada

Pasemos a analizar la relación entre amo y esclavo. El amo es ahora reconocido como tal. Es, en palabras de Hegel, un «ser para sí». Es la certeza del mundo y no lo es porque él lo diga, sino porque otro —y esta es la clave— también lo cree así. Lo que el amo sentencia como verdad, el esclavo lo reconoce. Este último, habiéndose dejado llevar por su miedo a la muerte y a la finitud, se ha convertido en un «ser para un otro» más que en un «ser para sí». El esclavo es, en este punto, una conciencia que se niega a sí misma como verdad del mundo.

Para el amo, lo mejor del esclavo es que a él no tiene que negarlo, porque el esclavo se niega a sí mismo. La derrota del esclavo en la lucha de ambos significa que el esclavo no es absoluto e independiente, sino que es un ser más débil que el amo. El esclavo lo reconoce como dueño y certeza del mundo y le reafirma constantemente. Pero hay más: en esta nueva situación, el amo ahora puede disfrutar los objetos o cosas que antes le causaban tanto problema porque el esclavo se ocupa de ellos mediante el trabajo. En esta nueva relación el esclavo trabaja para el amo.

Ahora, el amo domina al esclavo consumiendo lo que produce. Mientras que el primero se siente libre y disfruta del trabajo del esclavo, este trabaja para él. Para el amo, es una situación perfecta. Ha conseguido imponerse y ahora disfruta de los beneficios. Sin embargo, ¿es esta situación tan idílica? ¿Está satisfecho el deseo del amo? No del todo porque en esta relación empiezan a surgir problemas.

Con el paso del tiempo, el amo se da cuenta de que su reconocimiento descansa en un otro —el esclavo— que es un ser insignificante, una conciencia dependiente. ¡Un esclavo! ¡Un ser miedoso y débil! ¿Qué valor tiene que nos reconozca una persona débil y cobarde, dice Hegel? De repente, el amo no tiene la certeza de ser verdaderamente el amo. Le entran dudas. Que sea un esclavo el que lo confirme no le da ninguna seguridad. El amo ahora descubre las consecuencias indeseables de esta situación: el reconocimiento de un ser sumiso no tiene apenas valor.

En este momento, el amo materialmente apenas tiene carencia, pero espiritualmente está vacío. Su espíritu se rebaja al mero consumo de cosas que el esclavo prepara para él con su trabajo. Respecto al esclavo, ¿qué es lo que le va a permitir alcanzar la libertad? Su servidumbre consiste en tres pilares: el miedo, el servicio y el trabajo. En la lucha a vida o muerte el esclavo sintió miedo, un miedo no tanto a su oponente, como ya dijimos, sino miedo a la muerte. Esta experiencia de miedo, a la conciencia del esclavo le ha:

«Disuelto interiormente, le ha hecho temblar en sí misma y ha hecho estremecerse cuanto de fijo había en ella. Pero este movimiento universal puro, la fluidificación absoluta de toda subsistencia, es la esencia simple de la autoconciencia, la negatividad absoluta, el ser-para-sí-puro».

El primer paso para la liberación del esclavo es ser consciente de su condición de esclavo. Cuando el esclavo acepta su miedo, entonces se da cuenta de su propia situación de esclavitud. En otras palabras, el esclavo empieza a dejar de ser esclavo en el momento en que es consciente de su servidumbre. A partir de aquí, las cosas empiezan a cambiar poco a poco. Veamos lo que ocurre en el ámbito del trabajo del esclavo.

Lo que es distintivo del esclavo es que su actividad, el trabajo, no agota ni extingue los objetos como antes hacía el amo, sino que los trabaja y, así, los transforma. Volvamos a la relación de pareja: la conciencia-ama tan sólo consume los regalos hechos por la conciencia-esclava. Esta última, sin embargo, no consume objetos, sino que los hace y esto es una diferencia crucial. Es fundamental porque con esto la conciencia-esclava forja con su trabajo un mundo a su imagen y semejanza. Con el trabajo, el esclavo plasma su propia subjetividad en el objeto; expande su identidad a los objetos con los que trabaja. Estos dejan de ser meros objetos naturales para convertirse en productos humanos.

El trabajo, dice Hegel, condena al esclavo, pero también le libera. El amo dejaba que el esclavo tratase con los objetos del mundo porque él aspiraba a la independencia de los objetos y al reconocimiento del esclavo. Y el amo, recordamos, quería esto para tener su deseo satisfecho. Pero ahora el esclavo experimenta una relación con los objetos de forma diferente y mucho más positiva, ya que mediante su trabajo es cómo el esclavo se encuentra a sí mismo.

El amo descubre las consecuencias indeseables de esta situación: el reconocimiento de un ser sumiso no tiene apenas valor

En resumen, el esclavo atisba su independencia personal a través de su trabajo. Cuando trabaja, el esclavo ejerce su libertad para dar la forma que quiere a los objetos. El mundo va tomando la forma que él lo da. Esta es la razón principal de que el esclavo deje de sentirse enajenado de sí mismo. Volviendo a nuestro ejemplo: fabricar objetos para que el otro los consuma en la pareja puede ser servil, pero en este hacer, en este fabricar, uno se da cuenta de sus propios gustos y se desarrolla a sí mismo.

La relación ya no queda entonces tan clara. El esclavo es un poco más independiente y ha encontrado una forma de lidiar con los objetos (el trabajo) de forma que estos no se consumen y, a la vez, le permiten desarrollarse. El amo, en cambio, se ha descubierto más dependiente, pues depende del reconocimiento de alguien inferior. No debemos pensar que es el esclavo el que sale ganando, porque, desde el punto de Hegel, hacia finales de este apartado no hay mucha diferencia entre el amo y el esclavo: ninguno de los dos es totalmente libre ni totalmente dependiente.

Llegados a este punto, la dialéctica no ha producido lo que los dos buscan: la libertad, la independencia y el reconocimiento del otro. El reconocimiento en esta dinámica ha sido sesgado y parcial, no mutuo (¡ha sido una lucha!), lo que ha dejado a los dos en una condición terriblemente insatisfecha e infeliz. 

Conclusiones

Varias cosas resultan importantes de este pasaje. El primero es constatar que la identidad necesita el reconocimiento del otro para constituirse. Esto ha influido enormemente en los movimientos políticos de nuestra época. Estos, según autoras como Nancy Fraser, han variado desde las peticiones económicas hacia reivindicaciones identitarias y de reconocimiento.

Otra cosa importante a tener en cuenta es que Hegel no postula que así sean todas las relaciones entre humanos, pues —como hemos visto— el reconocimiento que se da no es un reconocimiento simétrico. El contexto que describe Hegel es el de un reconocimiento imperfecto y de lucha. Para llegar a una situación de reconocimiento igualitario la conciencia tendrá que recorrer aun varios capítulos de la Fenomenología del espíritu .

Fuente:

«Sentire aude!» Razón y sensibilidad como potencia política en la Modernidad: el camino es la belleza

Paula Barreiro Cores

El objeto del presente texto será ofrecer el marco en el que se encuadra el tratamiento de la dimensión estética de lo humano y su afectación y consecuencias en lo político, que en el siglo XIX cobra fuerza al tratarse de enmendar los errores de una Ilustración incapaz de apelar y hacerse cargo de la dimensión pasional del ser humano, a través de los planteamientos de Friedrich Schiller en sus Cartas para la educación estética de la humanidad y la propuesta de Hegel, Schelling y Hölderlin en El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, terminando con una aproximación al concepto de hegemonía gramsciano.

Schiller, autor fundamental en el desarrollo de esta cuestión, basa su exposición de la problemática en la dura crítica que realiza a la visión kantiana del ser humano caracterizada por su reduccionismo y rigidez fruto del planteamiento de la artificial oposición entre el deber y las inclinaciones, la ley y la sensibilidad, que reprime afectos y pasiones inherentes a la naturaleza humana.

En la producción filosófica de Kant se consagra el poder del mandato de la razón autónoma como autoridad más alta de lo humano para dar la solución correcta a todos los casos del mundo terrenal donde pudieran originarse conflictos o necesidades. Ésta funciona como un manual de instrucciones con respuesta a todo al que acudir para obrar bien, esto es, por deber; razón no contrastable con ninguna de otro orden distinto al moral.

La razón alcanza a conformar una serie de exigencias a imponer a los sujetos que podrían ser resumidas en el deber de la «forma de ley» (Luis Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política. Akal, Madrid, 2017, p. 183.), es decir, no tratar igualmente situaciones desiguales, ni desigualmente situaciones iguales; que el principio de una acción valga obligatoriamente para todos los casos del mismo tipo. Sin embargo, siendo estas exigencias de carácter formal evidente, cabe preguntarse si bastan para poder resolverse en un mundo material en el cual, para actuar, el ser humano en ocasiones se encuentra con razones morales cuyo seguimiento puede dar lugar a acciones distintas e incluso contradictorias y tiene que dar solución a una serie de preguntas cuyas respuestas no puede aportar la razón: cuáles son los tipos, a qué características reducir los casos para que encuadren en ellos, cuáles ignorar, qué hace a esas características dignas de guiar la acción por encima de otras, cómo traducir el deber a derecho, cómo articular una comunidad donde las exigencias racionales reinen por sí mismas, etc.

Resulta patente, llegados a este punto, que la razón teórica, aun siendo necesaria también en el nivel práctico, no es suficiente; no se basta a sí misma para resolver todas estas cuestiones. Marca los límites inobservables, pero no llega a lo que se encuentra dentro de ellos, ya que, tras llevar a cabo su tarea de eliminación de lo hipotético, de lo no universal, permanece todavía un espacio en el que se han de tomar decisiones, y éstas pertenecen a un orden práctico que la razón por sí sola no alcanza a solventar.

Para Schiller, esta tendencia racional a la universalización que somete a la naturaleza mediante el impulso formal provoca un abandono de la especificidad de los sucesos particulares que se dan en el mundo humano y de sus circunstancias negando la dimensión pasional que se juega en ellas. Por otra parte, de igual manera negativa, esta dimensión pasional, dirigida por el impulso sensible, es capaz de conducir en determinados seres humanos, los «salvajes», a la total inobservancia de los principios racionales. Es el uso articulado y armónico de ambos impulsos, de ambas facultades, lo propio del hombre cultivado:

El hombre puede oponerse a sí mismo de dos maneras: o bien como salvaje, si sus sentimientos se imponen a sus principios; o bien como bárbaro, si sus principios destruyen sus sentimientos. El salvaje desprecia el arte y honra a la naturaleza como su dueña absoluta; el bárbaro se burla de la naturaleza y la desacredita, pero, más despreciable que el salvaje, a menudo sigue siendo esclavo de sus sentidos. El hombre cultivado hace de la naturaleza su amiga: honra su libertad y se limita a reprimir su arbitrariedad (F. Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, Carta IV, Acantilado, Barcelona, 2021, p. 20).

La razón, al formular principios universales, no debe ignorar la materialidad de los sujetos en los que pretende su aplicación; y la sensibilidad no debe pasar por alto los principios de la razón, convirtiendo al ser humano en esclavo de sus pasiones. Ambas facultades han de funcionar de manera armónica, lo cual parece irrealizable teniendo en cuenta sus tendencias contradictorias. Pues mientras el impulso formal se instala en la inmutabilidad y fijeza de las reglas universales, el impulso sensible necesita de cambios que hagan posible la afectación sensorial específica; pero no si se repara en que tienen por objeto ámbitos distintos:

Las tendencias de ambos impulsos se contradicen, pero conviene subrayar que no lo hacen en el mismo objeto, y donde no hay contacto, no puede haber choque. Cierto es que el impulso sensible exige cambio, pero no exige que el cambio se extienda a la persona y su ámbito, ni que los principios varíen. El impulso formal insiste en la unidad y en la permanencia, pero no exige que, con la persona, también se inmovilice su estado, ni que la sensación permanezca idéntica. De modo que la naturaleza no los ha opuesto, y si aun así parecen estarlo, ello se debe a que estos impulsos han transgredido libremente la naturaleza al malinterpretar sus cualidades y confundir sus esferas (ibid., Carta XIII, p. 63).

De esta forma, para un funcionamiento armónico de facultades es necesario que ninguna se entrometa en el dominio de la otra, que la razón no decida en el dominio del sentimiento, y que el sentimiento no decida en el dominio de la razón. Schiller ve roto este equilibrio en la escena política ilustrada, donde se termina practicando un total abandono de lo sensible que limita el tratamiento de lo humano a los principios de una razón totalizante que ignora el campo de su aplicabilidad.

Es desde este punto que Schiller se vuelve crítico con la Revolución francesa, en la que se produce un intento de emancipación y construcción de un nuevo régimen apelando a la racionalidad y universalidad de los principios con un concepto de libertad excesivamente abstracto que no tenía en cuenta cómo estaba conformada la sensibilidad de los sujetos a los que se pretendía emancipar. Este experimento, que termina en el fracaso representado por el terror y la guillotina, símbolos del desajuste entre ley y naturaleza, da cuenta de lo «bárbaro» que resulta ignorar el material humano que aspira a la transformación.

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Por ello, es necesario hacer coincidentes los impulsos sensibles, los deseos y apetitos, con las exigencias de la razón de forma tal que se incorporen a la naturaleza humana, evitando así lo que denomina «salvajismo», y esto se consigue mediante la educación estética capaz de articular esta dualidad:

La razón realiza su cometido al establecer y proclamar la ley; el cumplimiento de la ley debe corresponder a la voluntad resuelta y al sentimiento vivo. Si la verdad ha de triunfar en el conflicto con las fuerzas, primero tiene que convertirse ella misma en una fuerza, y nombrar como representante suyo en el reino de las apariencias a un impulso; porque los impulsos son las únicas fuerzas motrices en el mundo sensible. Si hasta ahora la razón ha mostrado tan poco su fuerza victoriosa, no es culpa del entendimiento, que no ha sabido ponerla de manifiesto, sino del corazón, que no ha querido oírla y del impulso que no ha actuado en su favor (ibid., Carta VIII, p. 39).

Aquí se encuentra un punto de divergencia con la teoría kantiana, que, oponiendo el deber a la naturaleza, no valora como virtud ni tiene en consideración moral aquellas buenas acciones que son realizadas de forma espontánea y natural por los individuos cuya sensibilidad está educada conforme al cumplimiento del deber, sino que sólo otorga valor moral a aquellas acciones debidas que para ser llevadas a cabo requieren de un esfuerzo, que se oponen a unas inclinaciones y apetitos naturales que deben ser vencidos por quien las ejecuta. Para Schiller, la virtud no se encuentra solamente en ese respeto a una ley moral, que, en tanto supone un esfuerzo de represión de la inclinación y naturaleza humanas, es externa; sino que el hombre cultivado y virtuoso es aquel capaz de hacerla suya, adecuando a la misma su naturaleza interna hasta encontrarse predispuesto sensiblemente a su cumplimiento.

Este ideal armónico es apreciado por Schiller en la cultura griega, que, con base en una educación estética, supo «conciliar en una humanidad espléndida la juventud de la fantasía con la madurez de la razón» (ibid., Carta VI, p. 25). En contra de la visión de Platón, que, advirtiendo de la peligrosidad que supone la estetización de la política —por ocultar con adornos y bellas formas poéticas que apelan a los afectos y pasiones contenidos poco convenientes para la convivencia en comunidad—, llega a sugerir la expulsión de los poetas de la πόλις, sellando una desavenencia que viene de antiguo (República, 607b). Schiller demuestra una visión excesivamente idealizada de esta sociedad en la que, a su parecer, no se encontraban escindidos el deber y la naturaleza al modo kantiano, sino que se encuentran en funcionamiento armónico: la ley comunitaria, sin esfuerzos ni tensiones, era incorporada en la naturaleza sensible de los individuos y su cumplimiento no se realizaba a costa de la represión de las inclinaciones.

La escisión entre naturaleza y ley fruto de los planteamientos kantianos de las dos primeras críticas queda superada por la Crítica del juicio, que media entre la Crítica de la razón pura y la Crítica de la razón práctica, tratando la cuestión del gusto, de lo bello, a la que remite Schiller. El juicio de lo bello se distingue del resto de juicios por unas características muy concretas, la legitimidad de la reclamación de un asentimiento universal y el desinterés:

Cuando se trata de si algo es bello, no quiere saberse si la existencia de la cosa importa o solamente puede importar algo a nosotros o a algún otro, sino de cómo la juzgamos en la mera contemplación (intuición o reflexión). (…) No hay que estar preocupado en lo más mínimo de la existencia de la cosa, sino permanecer totalmente indiferente, tocante a ella, para hacer el papel de juez en cosas del gusto (Immanuel Kant, Crítica del juicio, parágrafo 2, Austral, Barcelona, 2013, p. 129).

En el momento de la percepción de la belleza el sujeto del juicio se encuentra en una actitud contemplativa y desinteresada, no mantiene una pretensión de relacionarse o apoderarse del objeto que se juzga como bello, sino que es indiferente a su existencia, se centra en la pura forma. Por ello, al no tener cabida ningún tipo de interés del sujeto privado, ni estar en juego o determinar el juicio ninguna de sus particularidades individuales o su vida concreta, es posible reclamar un asentimiento por parte del resto de sujetos que contemplan aquello que juzga bello, pues el fundamento de dicho juicio se encuentra en el sujeto trascendental en el que se produce la perfecta concordancia e idoneidad entre las facultades de la imaginación y el entendimiento, comunes a todos los seres humanos.

El gran mérito de la belleza es la reconciliación armónica y articulada de elementos con tendencias opuestas como son el impulso formal y sensible, lo racional y lo material, la ley y la naturaleza, la razón y las pasiones, en lo que Schiller llama «impulso de juego», capaz de dar sentido unitario a un concepto de humanidad que aparentaba naturaleza dual y contradictoria:

Por razones trascendentales, la razón exige que se dé una unión entre impulso formal e impulso material; es decir, debe existir un impulso de juego, porque sólo la unidad de realidad y forma, de casualidad y necesidad, de pasividad y libertad, pueden completar el concepto de humanidad. esta exigencia es obligatoria para la razón, porque en virtud de su esencia misma exige la perfección y la abolición de todos los límites, y porque la acción exclusiva de uno u otro de ambos impulsos impide alcanzar la perfección de la naturaleza humana y le impone un límite. Por lo tanto, en cuanto la razón proclama «Debe existir la humanidad», establece con ello la ley: debe existir la belleza (Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, Carta XV, ed. cit., p. 74.).

Es la belleza la encargada de realizar el trabajo de mediación, el «objeto común de ambos impulsos» (ibid., p. 75) exigido por la propia razón, que requiere de su acción conjugada para perfeccionar la naturaleza humana. La existencia de la humanidad implica la existencia de la belleza universal como punto de encuentro entre las dos dimensiones de lo humano que parecían escindidas, y el modo en el que éstas se enlazan no es otro que la cultura, que determina esa manera en la que ambos impulsos se encuentran y tiene por tarea retener a cada uno de ellos en su dominio de forma que ninguno se entrometa en el ámbito del otro, evitando de esta forma el salvajismo y la barbarie que resultaría de la no conciliación de la dualidad (vid. Luis Alegre Zahonero, El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política, op. cit., p. 182):

La misión de la cultura es velar por los dos impulsos y asegurar que ninguno de ellos transgreda sus límites, pues debe ser equitativa con ambos, y no sólo afirmar el impulso racional frente al sensible, sino también éste frente a aquél. Su quehacer es por lo tanto doble; primero, proteger la vida sensible de las intrusiones de la libertad; y, segundo, asegurar la personalidad ante el poder de las sensaciones. Lo primero se consigue educando la facultad de sentir, lo segundo, desarrollando la facultad de razonar (Schiller, Cartas sobre la educación estética del hombre, Carta XIII, ed. cit., p. 64.).

La cultura a la que, como se ha visto, el autor considera superior es la estética, pues sólo ésta tiene la capacidad de educar la sensibilidad para que responda naturalmente a las exigencias de la razón en una articulación armónica a través de cual es alcanzable la libertad. Para Schiller, tal aspiración se había ejemplificado en la πόλις griega, modelo de comunidad política donde «tanto por la forma como por el contenido de sus obras, tanto por la dimensión filosófica como creativa de su cultura […] supieron conciliar en una humanidad espléndida la juventud de la fantasía con la madurez de la razón» (ibid., Carta VI, p. 25) e incluso «filosofía y poesía podían intercambiar sus funciones, porque cada una hacía honor a la verdad a su manera» (ibid., p. 26).

Esta conciliación unitaria de las esferas de lo humano que se entendían escindidas tiene su clara proyección en lo político. Una comunidad política deseable en la que se da esta condición se constituye de forma tal que, a pesar de formar una totalidad, no se anulen las individualidades y sensibilidades de quienes habitan en ella, es decir, a través de la libertad a la que se llega mediante la belleza.

Los Estados griegos (que recordaban a un organismo como el pólipo, pues en ellos cada individuo gozaba de una vida independiente, pero, cuando era preciso, podía identificarse con la comunidad en su conjunto) dieron paso a un artificioso mecanismo de relojería donde se reúnen incontables piezas inertes para formar una nueva totalidad mecánica (ibid., p. 28).

El gran error de la Modernidad y del proyecto político de la Ilustración, como se ha constatado, es precisamente ignorar esta dimensión sensible del ser humano, «quedando abolida poco a poco la vida concreta de los individuos para asegurar que la totalidad abstracta persiste en su indigente existencia» (ibid., p. 29), integrándolos en un mecanismo que reprime su independencia. Así, el Estado moderno «permanece siempre ajeno a sus ciudadanos, cuyos sentimientos no le dicen nada» (idem). Anuncios Informa sobre este anuncioPrivacidad

Tratando de dar solución a este problema de abandono y represión de lo sensible que plantea Schiller y a la radical separación entre los filósofos y las clases populares redactan Hegel, Schelling y Hölderlin El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, donde, a la luz del fracaso de la Revolución francesa, proponen «un programa político formulado en oposición del aspecto mecanicista inherente a la concepción analítica y racionalista de la interacción social» (Manfred Frank, El Dios venidero. Lecciones sobre nueva mitología, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994, p. 158). En él se expone la forma de educación estética que creen más deseable y efectiva para alcanzar su pretensión de interesar al pueblo y crear «un mundo para el ser moral» (Hegel., Escritos de Juventud, El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán, FCE, Madrid, 2003, p. 219): una nueva mitología.

En la misma línea a la que apuntaba Schiller en su posición crítica con la Modernidad, como demuestra el uso de un lenguaje relativo al mecanicismo con el que describe al Estado como un «artificioso mecanismo de relojería» en el que sus habitantes son «piezas inertes», los autores mencionados también contemplan un tratamiento del ser humano que lo reduce a «engranajes mecánicos» (idem) del cual no puede existir una idea. Éstas sólo pueden ser tal de lo que es objeto de libertad, y nada considerado de forma mecanicista lo es. Por tanto, siendo el Estado un impedimento para la libertad de los individuos, debe desaparecer. Para estos autores las ideas —como la verdad, la libertad o el bien— remiten o están subordinadas a otra idea superior, la belleza, que unifica a todas las demás como «acto supremo de la razón» (ibid., p. 220) y, en consecuencia, el filósofo debe prestar tanta atención a la estética como el poeta, aun siendo ésta el principal ámbito de desarrollo del mismo.

Con esta base se constata que, para crear una conexión entre la filosofía y lo popular, «es necesario construir un vínculo sensible con el pueblo» (vid. Luciana Cadahia, El círculo mágico del estado. Populismo, feminismo y antagonismo. Lengua de Trapo, Madrid, 2019, p. 114), esto es, un vínculo estético. Para ello, el filósofo que se hace cargo de esta dimensión debe contraponerse a aquellos sin ningún tipo de sentido estético, incapaces de ser ingeniosos y a los que «no comprenden [nada de las] ideas y que son lo suficientemente sinceros para confesar que todo les es oscuro, una vez que se deja la espera de los gráficos y de los registros» (Hegel, Escritos de Juventud, ed. cit.,p. 220). De esta forma, tratan de recuperar la posición que para ellos ocupaba la poesía en la Edad Antigua, la de «maestra de la humanidad» (idem) con una dignidad superior al resto de ciencias y artes.

Esta nueva religión no está dirigida únicamente a las clases populares para, de forma pedagógica, elevarlas y hacer que las ideas les sean interesantes, ni ha de ser exclusiva de la élite intelectual, «nada de una religión elitaria para los pocos por encima de la superstición universal» (José María Ripalda, La nación dividida. Raíces de un pensador burgués: G.W.F. Hegel, FCE, Madrid, 1977, p. 216), sino que ha de superar «la distancia entre razón y sensibilidad, clases superiores e inferiores» (idem) conciliando las esferas de lo humano que se habían visto escindidas y superando también, por otra parte, la distinción de clases que separaba a la filosofía del pueblo:

Al mismo tiempo, escuchamos frecuentemente que la masa [de los hombres] tiene que tener una religión sensible. No sólo la masa, también el filósofo la necesita. Monoteísmo de la razón y del corazón, politeísmo de la imaginación y del arte: ¡esto es lo que necesitamos! […] Tenemos que tener una nueva mitología, pero esta mitología tiene que estar al servicio de las ideas, tiene que transformarse en una mitología de la razón (Hegel, Escritos de Juventud, ed. cit.,p. 220).

Existen en este punto dos condiciones: la nueva mitología ha de ser racional, pero la racionalidad no es suficiente para resultar atractiva ni capaz de convencer con argumentos que se limiten a ella, así que, a su vez, ha de ser estética y conformarse siendo una «razón sensible que conecte con lo popular» (Luciana Cadahia, El círculo mágico del estado. Populismo, feminismo y antagonismo, op. cit., p. 114). De esta manera, se produce un «doble movimiento» (ibid., p. 115) en el cual la filosofía debe volverse mitológica y la mitología, filosófica, racional; los filósofos deberán sensibilizarse y el pueblo racionalizarse hasta alcanzar unidad entre sí:

Mientras no transformemos las ideas en ideas estéticas, es decir, en ideas mitológicas, carecerán de interés para el pueblo, y, a la vez, mientras la mitología no sea racional, la filosofía tiene que avergonzarse de ella (Hegel, Escritos de Juventud, ed. cit., p. 220).

Se trata, en todo caso, de alcanzar una forma de expresión de la teoría que, al mismo tiempo que no ignore la dimensión sensible de lo humano quedándose en un esquematismo o dogmatismo de la razón, tampoco se limite solamente a ella. El objetivo es elevar al pueblo a la altura de los filósofos, de los ilustrados, y, a su vez, que éstos desciendan a las necesidades del pueblo de forma tal que entre ellos no existan contradicciones, sino que formen parte de una misma humanidad:

Así, por fin, los [hombres] ilustrados y los no ilustrados tienen que darse la mano, la mitología tiene que convertirse en filosófica y el pueblo tiene que volverse racional, y la filosofía tiene que ser filosofía mitológica para transformar a los filósofos en filósofos sensibles. Entonces reinará la unidad perpetua entre nosotros (idem).

Los filósofos, sabios y sacerdotes pasarán a diluirse en la misma unidad que las clases populares quedando fundidos en una articulación que, aun siendo unitaria, no permita que terminen siendo anulados los individuos y sus afectos y particularidades y que, por otro lado, despliegue su fuerza como conjunto: «nos espera la formación igual de todas las fuerzas, tanto de las fuerzas del individuo [mismo] como de las de todos los individuos» (idem), reinando “la igualdad universal de todos los espíritus» (idem).

Estos autores, en esencia y como se ha visto, llaman al cumplimiento de una necesidad primordial para fundar un orden político que obedezca a la nota de universalidad sin ahogar ni ignorar las sensibilidades de aquellos a quienes se dirige. Esto es, la construcción de un lenguaje que apele a la totalidad del ser humano sin distinguir clases sociales o intelectuales, un lenguaje del pueblo en su conjunto que será «la última, la más grande obra de la humanidad» (idem).

Si bien la falta de atención a la potencia política de la sensibilidad queda patente en el fracaso de la Revolución francesa, no es una cuestión que pueda ser reducida únicamente a este periodo histórico; encontramos una lógica política similar en la cosmovisión marxista clásica según la cual los elementos culturales son un mero reflejo superestructural de aquello que ocurre en una base económica. Sin embargo, existe en su desarrollo posterior una concepción de lo político que excede el planteamiento totalizador del marxismo clásico: la concepción gramsciana de la hegemonía.

Frente al racionalismo del marxismo clásico, que presentaba a la historia y a la sociedad como totalidades inteligibles, constituidas en torno a «leyes» conceptualmente explicitables, la lógica de la hegemonía se presentó desde el comienzo como una operación suplementaria y contingente (E. Laclau y C. Mouffe, Hegemonía y Estrategia Socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Siglo XXI, Madrid, 1987, p. 11).

La hegemonía, concebida como proceso de universalización de afectos e intereses con vocación de conquista del poder político para un resultado emancipador, ha de tener como primer terreno a disputar el ámbito de la cultura. En él se portan concepciones del mundo concretas que determinan la forma en que se vive y siente la realidad, elemento fundamental a tener en cuenta para la movilización que revierta el orden establecido y que delimita los términos en que se da la posibilidad:

Hay que hablar de lucha por una nueva cultura, o sea, por una nueva vida moral, que por fuerza estará íntimamente vinculada con una nueva intuición de la vida, hasta que ésta llegue a ser un nuevo modo de sentir y de ver la realidad, y, por tanto, mundo íntimamente connatural con los «artistas posibles» y con las «obras de arte posibles» (A. Gramsci, «Arte y lucha por una nueva civilización», en Antología, Akal, Madrid, 2013, p. 432).

Esta conquista de la dirección cultural de la sociedad, es decir, la universalización del sentido común del grupo social que aspira al poder, ha de ser previa a la conquista del poder político. La opresión que ejerce la clase dominante sobre los subalternos no es solamente económica, es decir, limitada al poder material consistente en la propiedad de los medios de producción, con el consecuente sometimiento de quienes los trabajan, sino también de esta índole, en palabras de Marx y Engels:

Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritual­mente (Karl Marx y Friedrich Engels, La Ideología Alemana. Grijalbo, Barcelona, 1974, pp. 50-51).

El ámbito cultural y, de igual manera, el político, dejan de ocupar una posición absolutamente determinada y supeditada a lo económico, de forma que «se convierten en el impulso por el que una clase es capaz de proyectar sobre el futuro su visión del mundo«, en potencia y medio movilizador que adquirirá fuerza en tanto sea capaz de articular los afectos y pasiones del sujeto a emancipar y se haga cargo de la dimensión sensible del mismo (vid. Manuel Romero Fernández, 2020, «El lugar de lo político en la teoría (pos)marxista». Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social):

El elemento popular «siente» pero no siempre comprende o sabe. El elemento intelectual «sabe» pero no comprende o, particularmente, «siente» […] El error del intelectual consiste en creer que se pueda saber sin comprender y especialmente sin sentir ni ser apasionado (no sólo del saber en sí, sino del objeto del saber), esto es, que el intelectual pueda ser tal (y no un puro pedante) si se halla separado del pueblo-nación, o sea, sin sentir las pasiones elementales del pueblo, comprendiéndolas y, por lo tanto, explicándolas y justificándolas por la situación histórica determinada; vinculándolas dialécticamente a las leyes de la historia, a una superior concepción del mundo, científica y coherentemente elaborada: el «saber». No se hace política-histórica sin esta pasión, sin esta vinculación sentimental entre intelectuales y pueblo-nación. En ausencia de tal nexo, las relaciones entre el intelectual y el pueblo-nación son o se reducen a relaciones de orden puramente burocrático, formal; los intelectuales se convierten en una casta o un sacerdocio (Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Tomo 2, Era: México, 1999, pp. 47-47).

Quedan constatados en esta cita los puntos comunes entre el análisis gramsciano y la propuesta de El más antiguo programa sistemático del idealismo alemán: es necesario construir un vínculo sensible entre intelectuales y pueblo sin caer en el error tradicional consistente en la fe en una verdad, en un saber, que para ser alcanzado debe ignorar o reprimir la dimensión pasional natural al ser humano. No es posible saber «sin comprender y especialmente sin sentir ni ser apasionado» (idem), ni el intelectual puede encontrarse separado del pueblo, pues ha de comprender sus afectos para enlazarlos al saber al que aspira, no puede éste «desvincularse emocionalmente de aquello sobre lo que indaga» (Luciana Cadahia, El círculo mágico del estado. Populismo, feminismo y antagonismo, op. cit., p. 113). Sin el vínculo estético preciso, la relación entre los intelectuales y las clases populares es, como ya se advertía en el Programa, exclusivamente formal o burocrática, permaneciendo lo suficientemente alejados para que los primeros se conviertan en una «casta o un sacerdocio» separado radicalmente de su pueblo. Para Gramsci, este problema queda solventado en la figura del intelectual orgánico, aquel que por su posición en el esquema social tiene la capacidad de influir y transformar las ideas y el sentido común de una sociedad, pensando por y para su clase.

La problemática del abandono de la sensibilidad que ya señalaba Schiller resulta ser una constante a lo largo de la historia de la relación entre la filosofía y el pueblo que no lograban nunca vincularse, de forma tal que cualquier proyecto político liderado o ideado por la primera fracasase por la ausencia de conexión con el segundo. Por esto, tanto Schiller como los autores del Programa y, más tarde, Gramsci, resaltan la importancia de una cierta educación estética capaz de crear un lenguaje común en el que pueblo e intelectuales se entiendan.

«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo» (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, Biblioteca de autores socialistas): el camino es la belleza.

Fuente: https://elvuelodelalechuza.com/2021/12/13/sentire-aude-razon-y-sensibilidad-como-potencia-politica-en-la-modernidad-el-camino-es-la-belleza/

Cioran, Borges y la filosofía

Alfredo Abad

La asimilación de Cioran como un filósofo no deriva de un capricho. Por el contrario, en él la filosofía cobra su identidad, su necesaria especificidad a través de la cual es concebible. No otra razón le atañe a quien con suficiencia puede descartar la comodidad del pensamiento, a quien con extrema probidad supo desasirse de los dones que ofrece cualquier escolasticismo, ya sea por la facilidad de remitirse a un canon cualquiera o a la indulgencia derivada por la pertenencia a una capilla de pensamiento.

Es imposible encontrar estos últimos rasgos en Cioran. Alejado de las modas intelectuales supo mantenerse al margen, y dicha firmeza constituye su logro, su legado no sólo teórico sino eminentemente ético. La filosofía cobra mayor amplitud en la medida de asimilarla a una manera de ser, de obrar, de vivir. No comprender esta actitud equivale a desprenderse de la expresión más comprometedora y lúcida que envuelve todo filosofar. Cioran conservó esta característica durante toda su experiencia vital e intelectual. A pesar de la desavenencia teórica que sostuvo con la filosofía, concebir un distanciamiento total se afianza en una inadecuada manera de concebir la filosofía: apreciada sólo como un aspecto puramente teórico que deriva en un marginamiento práctico. En cambio, el estrecho vínculo que en realidad se establece entre Cioran y la filosofía se define a través de la manifestación, explícita en su obra y en su vida, de un estímulo vital desde el cual no pueda dejar de estar presente una reflexión nacida en el seno de la praxis. Olvidar esto es excluir el más estimable don de toda reflexión filosófica, aspecto que, hay que reconocerlo, fue ajeno, o al menos no se presenta como algo consciente dentro del entramado crítico del autor a partir de su estrecha visión y definición de lo que la filosofía estrictamente teórica representa.

¿Olvidamos acaso el sentido negativo, el rechazo visceral que el rumano establece en su obra cuando esquematiza su propio pensamiento en contra de la filosofía? De ninguna manera. No obstante, el enfoque desde el cual Cioran parte es auténticamente filosófico. Su intento de exclusión se entiende en relación a una comprensión de la filosofía como ejercicio conceptual marginado de la presencia vital, de la savia inmediata de la vivencia. No otra cosa ilustra Cioran cuando orienta su interés hacia los textos en los que se evidencia esta característica a través de los autores que lo atraen. El rechazo enfático que nutre el pensamiento cioraniano en contra de la filosofía se gesta a partir de la comprensión de la misma como derrotero teórico marginado de la existencia. La exclusión de la raíz vital que conmueve, que explora la realidad más cercana al ser humano como lo son sus emociones. Por tal motivo, encontramos en Cioran un rasgo por el cual la filosofía escudriña un ámbito con el que constantemente choca: la individualidad. El valor de ésta radica en la recepción que el individuo hace de su contexto y de su aprehensión íntima. El rechazo frente al academicismo y la conceptualización objetiva de una filosofía que promulga un afán universalista no lo realiza Cioran desde la negación per se de estas características, sino desde la estimación de que tales características niegan la confrontación plena, vívida y arraigada del hombre: su propia individualidad, su cuestionamiento radical íntimamente ligado a lo que su ser revela como constitutivamente roto. Si se piensa desde este punto de vista la concepción que Cioran tiene de la filosofía, podrá obviarse todo el contenido absurdo de acusaciones contra el autor, cuyos fundamentos se centran en una defensa de la filosofía desde el campo teorético y conceptual. En cambio, con mayor profundidad y mejor óptica, habrá de desplazar el interés hacia la perspectiva brindada por un cuestionamiento básico en el cual el ser humano destaca su plenitud crítica, su más acendrada búsqueda, su más ahincado interrogante. ¿Quién o qué es? En esta pregunta se arraiga la especulación cioraniana. No percibirlo implica un desatino en el abordaje de un autor para quien el afianzamiento de este malestar, el del interrogante mismo, se percibe a lo largo de toda su obra. Anuncios Informa sobre este anuncioPrivacidad

Por supuesto, ante el síntoma que se arraiga en la crítica cioraniana de la filosofía, se destaca el academicismo, el típico escolasticismo que ahora sí de manera clara emerge como el gran escollo, o mejor, el gran imposible que Cioran tiene en mente a la hora de exponer su fastidio ante la filosofía. El inconveniente que allí se configura es la incapacidad de establecerse en ese contexto un sentido original, auténtico, personal, de la reflexión filosófica. Este distanciamiento es sin lugar a dudas uno de los atributos más importantes de toda su obra. Desligar esta postura de una posición filosófica es sencillamente una consideración obtusa. Cómo Cioran suministra una orientación definitiva en torno al camino que debe seguir cada quien como acceso directo e insoslayable hacia la filosofía es, así, un programa en el cual su propia vida-obra es ejemplo.

Por supuesto, hay algo de afectación en el desagrado suyo por la filosofía. Ingenuidad rotunda sería mostrar una consideración diáfana en torno a ese rechazo. Pero, a fin de cuentas, ¿qué actitud en un escritor tan paradójico lo es? Que Cioran muestre esa afectación es algo que subrepticiamente deja revelar su escritura. Hay demasiada bilis en sus textos cuando se enfrenta a los académicos, un muy enfático rechazo hacia la valoración generalizada que tanto caracteriza a la profesión docente cuando no pasa de ser un actividad de recepción y transmisión de ideas ajenas. Nula entonces le parece una actividad en la cual no hay mucho de genuino y propio.

Al hacer claridad sobre su manifiesto antifilosófico, al puntualizar su rechazo en torno a ciertas prácticas y también por supuesto, especificidades teóricas de la filosofía, cobran mayor amplitud y legitimidad sus apreciaciones en torno a la idea de filosofía que le hace sugerir «el último de los delicados». A partir de ahí, del perfil que dibuja del autor argentino en la ya célebre carta a Fernando Savater, logra consolidar no sólo lo que representa Jorge Luis Borges sino la idea que de la filosofía éste le sugiere. La constitución de una particular manera de concebir el pensamiento filosófico a través de la levedad borgiana está fundada en toda una concepción previa. La encontramos en otros textos cioranianos, dispersa, mas al fin de cuentas lo suficientemente consolidada y clara. La filosofía es un estilo, y uno que revela específicamente un compromiso con la levedad que acarrea la carencia de un compromiso ideológico o dogmático.

De esta manera es posible comprender que el pensamiento que Cioran logra destacar en Borges es justamente coincidente con el que ha incorporado en gran parte de su obra. Lo que el rumano encuentra en el argentino es su propia idea de un pensamiento al margen del fanatismo, del dogma, del sistema. Obviamente bajo un procedimiento, un estilo y una constitución de sus obras completamente distintas, pero lo suficientemente emparentadas en ciertos puntos. «Jamás me sentí atraido por espíritus confinados en una sola forma de cultura. No arraigarse, no pertenecer a ninguna comunidad, tal fue mi divisa» (Cioran, carta a Fernando Savater. Œuvres Gallimard, 2007, p. 1606). Bajo esta óptica es comprensible por qué una forma tan amplia de expandirse en un saber tan vasto como el de Borges es apreciada por Cioran. Borges por supuesto, no perteneció a ninguna comunidad, su espíritu si acaso puede ser precisado, convivió con la pluralidad, más allá de cualquier pertenencia a un reducto ideológico. A partir de una curiosidad ilimitada, Borges es el prototipo de un espíritu que lleva al extremo la necesidad y la amplitud por un saber que no se sustenta en el qué, en la sustancialidad ideológica, sino en su propia expresión. En otras palabras, es claro que el escepticismo que permea la obra de Borges invoca con bastante claridad la imprescindible relación de un pensamiento con la variabilidad de sus formas, con el pluralismo que lo envuelve, con la diversidad a la cual está conectado.

No por otra razón Cioran se expresó de esta manera: «(…) en él todo está transfigurado por el juego, por una danza de hallazgos fulgurantes y sofismas deliciosos» (idem). No se trata obviamente sólo de un juego. Es más que un despliegue de ideas, de teorías, de elucubraciones metafísicas sin asidero. Se trata de una consideración que tiene en el ámbito estético su mayor sustento. El juego se da por la fascinación que Borges hace manifiesta en la presentación de las ideologías, de las culturas, de los antagonismos, de las posturas filosóficas y, sobre todo, por el asombro que los identifica. Estas son las presencias fundantes desde donde se convoca y motiva su derrotero. En la invocación a unos hallazgos en cuyas aperturas se concentran estos juegos, prevalece el acrecentamiento artístico por el cual se especifica la necesidad humana de crear, de ampliarse, de afianzarse en la multiplicidad de su potencialidad. Este es el rasgo común de la mentalidad del argentino: el juego, el arte, el pluralismo en todos sus órdenes. De esta manera su escepticismo nace a raíz no de una concepción primigenia que lo fundamente, sino de una derivación causada por la amplitud, por la imposibilidad de permanecer y arraigarse en una única percepción del mundo. Por ello mismo la filosofía en él se vuelve arte, se vuelve literatura, y ante todo, fantástica. Tanto por desencanto como por exigencia altiva de un norte estético. La filosofía deja de ser una reflexión sustancial, se torna juego en el que el ser humano justifica su existencia. Se torna sofística, lejos del carácter peyorativo del término, porque la filosofía siempre lo ha sido, muy a pesar de quien quiera asumir una distinción entre ambas.

Es en este sentido como hay que entender el apelativo de delicado con el cual Cioran interpreta la concreción estética de Borges implicada en los ámbitos en los que se desenvuelven sus textos, sus preocupaciones. «Borges podría convertirse en símbolo de una humanidad sin dogmas, ni sistemas» (ibid., p. 1607.). En efecto, un espíritu libre de la pesadez ideológica, de la consigna fanática, de la pretensión de alcanzar una verdad, es enteramente, un espíritu delicado. Pero ante todo, un espíritu signado por la suficiencia que proporciona la estética, es decir, la conciencia que establece el sentido proporcionado por la plenitud de una apertura creativa en la cual el juego con las ideas es fundamental. Liberadas del peso de una significación, de una sustancialidad, las ideas cobran un matiz escéptico, marginadas así de las facetas que consigna Cioran justo al inicio de su Genealogía del fanatismo. Al margen entonces de las manías que las animan, las ideas pueden expresar el sentido desde el cual Borges llega a abrazar su pluralidad. En efecto, como efectos creativos y expresiones humanas, las distintas visiones de mundo se acogen en la amplísima recepción que el argentino realiza.

A este tipo de sacralización estética del mundo, de irrealidad dignificada por el arte, de malabarismo de lo ilimitado como lo llama el propio Cioran, es a donde apunta la expresión, no la significación, de Borges. Porque en efecto, para marginarse de un dogma, de una verdad, es necesario identificarse con la ligereza del escepticismo y con el acogimiento de una vitalidad que sobre el fondo de la ficción logra consolidarse. ¿Se entiende así la proyección de este tipo de posibilidad? Que el sustento de nuestras búsquedas, de nuestras interpretaciones, de nuestras orientaciones, esté dado por la majestuosidad de la ficción. ¡Cómo apoyarnos en el vacío! Tal es la consigna que se aprecia en la práctica de este esteta. Las ideas devienen figuraciones cuando su recepción está definida por su propia movilidad, por el intercambio libre en el cual la Razón más que validez universal se asume como instrumento creativo ajeno a una verdad. ¿Puede hallarse una en Borges? Quizá la displicencia con que asume la posibilidad de adherir a un programa, a una pertenencia, a una ideología.

Este sano escepticismo, esta pletórica diversidad, esta profunda ligereza, son los rasgos a donde apunta la impronta de Borges. Pero por supuesto, son los mismos que en algunas oportunidades se reconocen en Cioran porque, en efecto, implican de cierta manera su propia visión desencantada. Desde ella se consolida su crítica a la filosofía, la cual no es otra cosa que su idea de filosofía, su marginamiento de los sistemas, su adhesión a la constitución improvisada, fragmentaria, libre de totalidades inapenables. De ahí su interés, su invocación a un manifiesto casi utópico: la especificidad dada en Borges de una filosofía que se orienta sólo bajo la presencia del esteta. Una declaración semejante subvierte las pretensiones de los discursos rígidos y fuertes, desdeñados aquí con tanta sublimidad. Se erige contraria a la pretensión de consolidar filosóficamente una reflexión o experiencia especular del mundo, del Ser, de la Verdad. Coinciden pues ambos autores en la medida de no asimilar la legitimidad de la filosofía en función de sus fortalezas teóricas, de sus arraigos conceptuales en férreos sistemas. Si bien existen estas coincidencias, son sobre todo las implicaciones de sus interpretaciones las que tienen unos matices distintos.

En Cioran la filosofía muestra una condición deleznable en la medida de hacer explícita su necesidad de imponer una imagen de mundo que forzosamente hay que legitimar y sustentar. Esta imposición no solo margina las dudas, sino que constriñe la inescrutabilidad y misterio mismo del ser humano, de acuerdo a la perspectiva enteramente contradictoria, y en cierto sentido trágica, del pensador rumano. Para Borges, en cambio, la filosofía muestra una condición que no necesariamente se acoge como negativa, a pesar de las reticencias escépticas que circunscriben su postura. El hecho estético, el aspecto formal, la ligereza que demanda una adopción de tal perspectiva, involucran un sentido más amplio.

Pero la especificidad del horizonte estético con el que Borges perfila la filosofía, y sobre todo las especulaciones metafísicas, no es un rasgo carente de sustento. El mismo Nietzsche lo subraya no pocas veces cuando ante todo, define la forma como la única sustancialidad (enlos fragmentos póstumos Nietzsche especifica la idea de una consideración estética del mundo al afirmar que la forma es el contenido, el cómo es el qué. Cfr. 1887 11 [3]). El peculiar abordaje sobre las distintas filosofías, pensamientos, imaginarios y sueños que Borges destaca tiene un fondo estético. En éste se demarca la consideración y el sentido de lo que Cioran reconoce en su carta a Savater. No deja de ser sugerente este atractivo puesto que involucra un ámbito ajeno a Cioran mismo: la inmersión en una utopía, la cual, al mismo tiempo, representa cabalmente sus aspiraciones a un mundo sin dogmas, sin ideologías, sin verdades fundantes, un mundo escéptico al fin y al cabo. En efecto, es quizá una utopía, la mayor de todas. Quizá por eso sea en los sueños, en las fantasías, en la constitución de un infinito interpretativo en donde Borges exponga con mayor amplitud y profundidad también su idea de lo que la filosofía y el pensamiento en general logran desplegar. Al impugnar la cohesión de una filosofía que pueda ofrecer respuestas y sentidos definitivos, Cioran, desde una orilla distinta, pesimista, pero tan lúcida como la de Borges, orienta su crítica hacia el recorrido por un sendero problemático y paradójico por el cual el ser humano transita. El mismo que Borges supo recorrer en sus laberintos, el mismo que logró plasmar en la infinidad de reflejos que nos circundan.

Post scriptum. ¿Cómo resolver los equívocos de un autor? Quizá no sea posible, ni deseable. Quizás sus contradicciones alienten la suma de posibilidades que somos en cada caso. Veinte años antes que apareciera la carta comentada en el anterior texto, Cioran tenía una visión muy distinta de Borges. Al menos eso deja consignado en su Cuaderno de Talamanca, en donde se revela una imagen completamente adversa. En él escribió: «Borges, un creador, un Pauhan con éxito. Todos sus puntos de partida son literarios; peor, librescos. Fue hecho para tener éxito en Francia, en donde se ama sobre todo lo procesado, el truco, lo falso. Borges o la astucia universal» (Cioran, Cahier de Talamanca, Mercure de France, Paris, 2000, p. 26). En este cuaderno hay un par de alusiones más, no las aboradaremos aquí, basta con esta, lo suficientemente contundente pero no necesariamente inequívoca. Así lo deja ver el paso del tiempo, las ruinas de todas nuestras opiniones. ¿Qué es un autor en todo caso? No es una palabra o pensamiento incontrastable o inmutable. Estamos hechos de fragmentos, podemos asumirlo así, de discrepancias y de movimientos distintos. De fuerzas y debilidades. ¿Qué valor tiene la opinión de un escéptico? El mismo de la sustancia deleznable de la que estamos hechos.

Fuente:

Walter Benjamin

José A. Zamora (IFS) y Jordi Maiso publican «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas», de Walter Benjamin.

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Publicado el libro «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas» de Walter Benjamin. Edición, traducción y estudio introductorio de Jordi Maiso y José Antonio Zamora (IFS-CSIC)

Redescubiertos en los años 1960, «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» y (en menor medida) la «Pequeña historia de la fotografía» han alcanzado el estatuto de clásicos y se han convertido en referencia insoslayable en los campos de la reflexión estética, la filosofía de la imagen, la teoría de los medios o los estudios culturales de las últimas décadas. Sin embargo, como apuntan los editores del volumen en su iluminadora introducción, sólo en conjunción con las reflexiones del propio Walter Benjamin sobre la ruptura de tradición y las transformaciones de la experiencia, así como con la vivencia epocal de su generación, marcada por la Gran Guerra, y la necesidad de responder al auge del fascismo en Europa también en los terrenos de la cultura y el arte, es como se puede abarcar cabalmente el sentido de estos textos. Además de estas dos piezas seminales, completan el libro los ensayos «Carta de París II: Pintura y fotografía» y «Experiencia y pobreza», que aporta agudísimos atisbos respecto a la relación entre el desarrollo tecnológico y la experiencia humana.
 

Walter Benjamin. La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas. Ed. y trad.: Jordi Maiso y José Antonio Zamora. Madrid: Alianza Editorial, 2021 – Colección: El libro de bolsillo, 4074 – ISBN: 978-84-1362-443-3

http://ifs.csic.es/es/article/jose-zamora-ifs-jordi-maiso-publican-obra-arte-era-su-reproductibilidad-tecnica-otros

Filosofía: una nota a pie de página

De la filosofía pueden decirse dos cosas. La primera es que su existencia es muy reciente: tiene apenas 2500 años. Cosas mucho más antiguas –los paisajes de nuestra infancia, el rinoceronte blanco, decenas de especies de helechos–han desaparecido y la humanidad ha sobrevivido. Si la filosofía quedase enteramente desplazada no solo de las escuelas, sino de la faz de la tierra –de su memoria común- seguiríamos estando vivos, quizás «iletrados y cerriles», como sostenía Platón en el Crátilo, pero sin ninguna conciencia de nuestra iletradez y nuestro cerrilismo. No pasaría nada porque no notaríamos nada. Al contrario de lo que pretendía Hegel, no hay ninguna relación entre realidad y racionalidad. No todo lo que ocurre es racional, no, pero sí, en cambio, es normal. Todo lo real –digamos– es normalísimo ¿El maná del cielo? Normal ¿Los bombardeos? Normales ¿La llegada del hombre a la luna? Normal ¿La llegada de los nazis al poder? Normal. ¿La desaparición del planeta tierra? Normal también. Vivir en la extrañeza perpetua, desprendidos de la realidad, sería imposible, desaconsejable y patológico, pero una normalidad sin costuras acabaría conduciéndonos al precipicio si nuestra vida no fuese rescatada de la rutina por algunos momentos inesperados de extrañeza salvífica, como a veces ocurre con la belleza y con el amor.

O lo diré de otra manera: vamos cediendo al abismo objetos cuya memoria desaparece inmediatamente de nuestra percepción. Para caer en la cuenta de las cosas que nos faltan, de las que hemos perdido, de las que nos han robado, sería necesario crearlas de nuevo. ¿Desaparecen las aves? En su lugar hay aviones ¿Desaparecen los ríos? En su lugar hay un centro comercial. ¿Desaparecen los tomates? En su lugar hay «tomates». Lo desaparecido, al desaparecer, empeora nuestra existencia, pero nuestra existencia está siempre llena de otras cosas y no notamos el empeoramiento. No echamos nada en falta. Cada época de la historia, digamos, es la época más completa de la historia. Hasta que una magdalena de Proust nos recuerda lo que hemos extraviado. Ahora bien, como su propia obra demuestra, una magdalena de Proust es un azar muy improbable en una vida humana. Tendríamos que crear de nuevo los árboles, reemplazados por cables y postes, para percatarnos de su necesidad; si los creáramos de nuevo, sin embargo, dejaríamos de notar inmediatamente la mejoría que introducen en nuestras vidas como no notamos el empeoramiento que causa su desaparición. 

De ahí la necesidad de la filosofía. La única magdalena de Proust –fuente de extrañeza salvífica– que podemos introducir a voluntad en nuestra existencia común es la filosofía, que sirve para recordarnos las cosas que nos faltan, las que hemos perdido, las que nos han robado. Sin filosofía todo nos parecería igualmente normal. Si desapareciera la filosofía de nuestras escuelas –y, aún más, de la memoria de la tierra–, el color verde, el dolor de los demás, la belleza del amado y la enormidad del cielo estrellado dejarían de producirnos asombro; quedarían definitivamente absorbidos en la normalidad, que es, de algún modo, la inermidad total frente al poder. La dimensión filosófica del color, del dolor, del amor y de las estrellas quizás no precede sino que sucede al descubrimiento de la filosofía. No olvidemos, en cualquier caso, que todo empezó con un tipo llamado Tales que cayó a un pozo mientras contemplaba el cielo nocturno; y que de él sacó también Kant, muchos siglos después, la ley moral que reside en el alma de los humanos.

De la filosofía podemos decir, pues, que es joven y que podría desaparecer, junto a cosas mucho más antiguas, sin que ocurriese ninguna catástrofe inmediata, o sin que percibiésemos ningún cambio a nuestro alrededor, porque nos sirve –la filosofía– precisamente para que el mundo nos resulte benéficamente extraño y no solo destructivamente normal. Ahora bien, sobre la filosofía hay que añadir también un segundo dato inquietante: que es la única disciplina que no conoce ningún progreso. Podemos decir, no sé, que Pasteur demostró inequívocamente que la teoría de la generación espontánea –de Aristóteles a van Helmont– era errónea; y que, en términos cinéticos, la navegación a vela quedó superada por la máquina de vapor, superada a su vez por el motor de explosión. En el campo de la filosofía, sin embargo, no hay ningún progreso; los filósofos no se superan los unos a los otros. Sus obras, si se quiere, se acumulan y se citan sin negarse. Es verdad que Galileo dejó atrás el uso que la Iglesia hacía de la obra aristotélica para frenar la ciencia, pero Aristóteles, que hablaba de animales inexistentes, sigue estando tan vivo -o mucho más- que Sloterdijk o Zizek, por citar dos filósofos contemporáneos. Como sabemos, el filósofo inglés Whitehead escribió en una ocasión que «toda la historia de la filosofía occidental es una nota a pie de página de Platón». Puede parecer una provocación bravucona, pero en realidad con esta frase Whithead viene a decirnos que las grandes preguntas fueron formuladas hace 2500 años y que seguimos sin encontrarles respuesta. Al parecer, la única respuesta que se nos ocurre ahora es suprimir las preguntas de los currículos escolares.

¿Qué nos enseña la filosofía? Que los grandes problemas no tienen solución; solo pueden pensarse. Eso es lo que realmente quiere decir «pensamiento»: dar la vuelta a un problema, en bucle, en espiral, tocando fugazmente el objeto, como avispas en torno a una tortilla de patata, sin posarnos ni saciarnos jamás. ¿Y por qué querríamos enunciar en las escuelas problemas que no tienen solución, preguntas que no tienen la respuesta al final de ningún libro de sudokus? Vivimos en una «sociedad de mercado», lo que quiere decir que es por un lado sociedad y por otro mercado, con encajes entreverados entre las dos partes, siempre –por cierto– con ventaja para el mercado. Las sociedades y los mercados aman las soluciones. Las sociedades, digamos, son conservadoras; los mercados, digamos, son revolucionarios. Las escuelas ¿deben servir a la sociedad? ¿O deben servir a los mercados? Se nos olvida que el término «escuela» procede etimológicamente de la palabra «skholé», que en griego quería decir «ocio» o «tiempo libre», y que remitía –es decir- al tiempo liberado, a un lado y otro, de los trabajos de la reproducción y del peso de la tradición. «Escuela» es, por tanto, ese espacio que toda sociedad democrática se reserva al margen de la producción y de las respuestas fosilizadas recibidas para hacerse preguntas en libertad; «escuela» es, pues, sinónimo de «filosofía», como lo es también -según recuerda Carlos Fernández Liria– de «ciudadanía». Una escuela sin filosofía es sencillamente un oxímoron. Por eso mismo, una escuela privada o concertada jamás podrá ser una verdadera «escuela».

La escuela no debe servir ni a la sociedad ni al mercado. Debe protegerse y protegernos, al contrario, de las dos fuerzas. En España hay muy poca escuela, y la que queda se conserva gracias al esfuerzo heroico de maestros y profesores que tienen que deslizar el cielo nocturno, por una rendija, en un pequeño bancal permanentemente ocupado por los bancos y por la tradición; es decir, por la desigualdad y la doctrina. La enseñanza privada y concertada –no lo olvidemos– sigue estando en manos de la Iglesia y de las empresas; y nuestros gobiernos, de izquierdas y de derechas, no solo han cedido terreno a la privatización del saber –o, valga decir, a la desescolarización de España– sino que han reducido a harapos la escuela pública mientras «privatizaban» sus currículos, pensados para satisfacer dos funcionalidades contradictorias entre sí y las dos ajenas a la definición misma de la «escuela». Por un lado, a la escuela se le pide que responda a las demandas de una sociedad de mercado estratificada y desigual. Esto implica, en términos de currículo, la eliminación o reducción de las asignaturas humanistas en favor de una nueva materia, «economía y emprendimiento» (mercado), y de la siempre ineludible «religión» (tradición); implica el disparate de la escuela bilingüe, que considera la lengua una «herramienta económica» y no un regazo cognitivo; e implica la tecnologización de la enseñanza, vendida como una revolución pedagógica mientras que sus artífices –los magnates de Silicon Valley– llevan a sus niños a escuelas tradicionales sin pantallas donde los profesores escriben en pizarras y los alumnos en cuadernos (porque saben que el poder y el conocimiento residen en la relación entre la mano y la mente). 

Pero a los profesores se les pide más. Una vez ha entrado el mercado en la escuela, como el mar en el casco de un barco bombardeado por debajo de la línea de flotación, se les pide que dediquen todas las horas de clase y de tutorías a achicar el agua. Se les pide que «eduquen en valores» a los alumnos. Incluso se crea una asignatura con ese nombre: una declaración de derrota y una burla un poco humillante a maestros y profesores que han dedicado años a estudiar en la universidad y a prepararse una oposición. Se les pide, pues, que pongan sus conocimientos al servicio del mercado y se les pide al mismo tiempo que corrijan en las aulas los terribles efectos económicos, culturales y éticos del mercado; y esto en condiciones materiales cada vez más degradadas. Es evidente que ahí no hay sitio ni tiempo para la filosofía. Ya es bastante con que algunos de ellos, los más fuertes, los más valientes, los más apasionados, consigan no pedir una baja por depresión e incluso deslizar, sí, un poco de cielo nocturno, de rondón, en las cabezas de nuestros niños, más formateadas que nunca por la clase social de sus padres, el hedonismo de masas y el cepo tecnológico. 

Contra esto no puede hacer nada la filosofía, es verdad, un frágil pie de página en las costuras del capitalismo. Lo normal es que desaparezca y que desaparezcan con ella la extrañeza del color verde, del amor, del dolor ajeno, de las estrellas y del planeta tierra. Seamos conscientes, al menos, de que todas estas extinciones están relacionadas. No, no podemos serlo. Para eso necesitaríamos precisamente la filosofía.

Esta entrada fue publicada originalmente el 1 de diciembre de 2021 en Eldiario.es, en el siguiente enlace: https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/filosofia-nota-pie-pagina_129_8540452.html

Vindicación de la filosofía

Entrevista de Paco Beltrán a Jahel Queralt e Íñigo González, con ocasión de la publicación de su libro «Razones públicas: una introducción a la filosofía política». En el vídeo se hace una razonada defensa de la filosofía, sin eludir la visión crítica. Un estupendo documento de mano de tres profesionales amenos y rigurosos.

Contra la dictadura de la felicidad: el dañino pensamiento positivo

Carlos Javier González Serrano

En las últimas décadas, la literatura dedicada a la autoayuda, la psicología positiva y las llamadas “nuevas espiritualidades”, como en el caso del mindfulness, ha crecido exponencialmente y ocupa gran parte de las estanterías destinadas al ensayo en numerosas librerías. Estas “luminosas” corrientes suelen venderse como un producto aparentemente inofensivo presentado bajo capa de crecimiento personal. Un producto que, sin embargo, oculta contraproducentes dictaduras afectivas asociadas al más despiadado neoliberalismo, que se apropia emocionalmente de los individuos y los transforma en sujetos del rendimiento en total connivencia con las grandes corporaciones mundiales.

En primer lugar, fomentan lo que algunos autores han denominado “privatización del estrés”: no sólo es que el estrés se haya patologizado y hecho extensivo a grandes capas de la sociedad, sino que se culpabiliza a quien lo sufre por no saber gestionarlo, por no contar con las herramientas necesarias para neutralizarlo. Como si, en efecto, fuéramos máquinas que hay que rentabilizar. Más aún: que se tienen que rentabilizar a sí mismas. Este tipo de libros silencian el hecho de que el estrés responde, casi siempre, a causas sistémicas, y se obvian las formas de hacerle frente desde un punto de vista social. Por supuesto, no sólo el estrés, sino también otros trastornos como la ansiedad, la depresión o los déficits de atención.

Gran parte de la literatura de autoayuda fomenta –con una violencia silenciosa y hasta complaciente– el establecimiento y continuidad de un statu quo que perpetúa las desigualdades sociales. La felicidad, con la que se comercializa como si fuera un producto que puede adquirirse en forma de recetas mágicas o productos milagrosos, se ha convertido en toda una industria que ha conseguido despolitizar el estrés, convirtiéndolo en un asunto estrictamente privado y particular: es el individuo quien ha de enfrentarlo en soledad, lo que da como resultado, a su vez, una religión del yo que, falsamente endiosado, y tras comprobar que también está sujeto al fracaso, cae fácilmente en el abatimiento y la zozobra emocional.

Muchas de estas fórmulas (“Cree en ti mismo”, “No hay nada imposible”, “Con esfuerzo lo lograrás”, «Querer es poder», etc.) no son más que prescripciones soterradas para mantener el poder. Si es el individuo quien tiene el problema, quien ha de aprender a gestionar sus emociones y sentimientos, se exime de culpa a las empresas, al Estado o a cualquier otro organismo que pueda estar ejerciendo aquella silenciosa opresión. No en vano se ha dicho que la máxima de nuestros tiempos es la de “adaptarse o morir”: adaptarse a unas condiciones sociales, laborales, psicológicas… de cuya introducción el individuo no tiene culpa más que como sujeto paciente, pero es una culpa que, sin embargo, tiene que ser expiada y aliviada por el sujeto mismo. En este sentido, la autoayuda y el pensamiento positivo provocan un autocontrol que roza lo obsesivo y, lo más preocupante, causan una miopía social que nos aleja de la colectividad y de los auténticos responsables de las desigualdades sociales. Si no gestionas tus emociones, serás tú el responsable de no encajar en la sociedad: así opera la lógica de la autoayuda y del pensamiento positivo.

Por eso, es indudable la relación que existe entre estrés (y ansiedad, y depresión, etc.) y opresión social. La nueva servidumbre no es física o material, aunque también, sino eminentemente emocional, pues el individuo ha de aparentar sin descanso una cordura mental en un escenario en el que resulta muy difícil mantenerla. Por ello, en paralelo, se ha patologizado el pensamiento disidente o crítico: quien protesta tiene un problema, ya sea emocional o de inadaptación social. Bajo la apariencia de un lenguaje transformador (“Llega a ser quien eres”, “Puedes alcanzar lo que te propongas”, etc.), el pensamiento positivo y sus esbirros apoyan el sostenimiento del statu quo y, mientras se centra en el yo y en crear seres obsesionados con su situación personal, descuidan las vulnerabilidades sociales, el cuidado por lo común, por las estructuras colectivas y la interdependencia. Los individuos acaban aferrándose a tales fantasías de felicidad al no encontrar proyectos de crecimiento comunes: la retórica de la autoayuda camufla la posibilidad de la lucha política porque debilita la solidaridad y la búsqueda común de la justicia social. El problema eres tú: aprende a gestionarte.

Quizá sea útil recordar en este punto, y para terminar, uno de los libros más comprometidos que se escribieron a lo largo del siglo XX, redactado por la apasionada pluma de Simone Weil: las Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social (1934). En esta obra, Weil apunta con extremada finura que “los miembros de una sociedad opresiva no se distinguen sólo por el lugar más elevado o más bajo en el que se encuentran enganchados al mecanismo social, sino también por el carácter más consciente o más pasivo de sus relaciones con dicho mecanismo”. Por eso, defiende Simone Weil, más que nunca es tiempo de ejercer la dignidad del pensamiento, en particular del filosófico, que si bien no nos libera de las cadenas, sí nos hace conscientes de ellas. Y es que, predijo Weil, “Nunca se vio el individuo tan a merced de una colectividad ciega, y nunca se vieron los hombres más incapaces no sólo de someter sus acciones a sus pensamientos, sino hasta de pensar”.

Conviene hacer un esfuerzo por pensar y pensarnos en medio de esta tiranía emocional a la que, con tanta complacencia, nos entregan las nuevas “espiritualidades”, y afirmar, con Simone Weil, que “todo lo demás se puede imponer desde afuera por la fuerza, movimientos del cuerpo incluidos, pero nada en el mundo puede obligar a un hombre a ejercer el poder de su pensamiento ni sustraerle el control de su propio pensamiento”, porque, en lo que se refiere al pensamiento, el individuo es superior a la colectividad. Las colectividades no piensan; por eso es tan necesario que haya individuos que lo hagan y nos inviten a despertar: colectivamente.

Fuente:

Las tribulaciones del estudiante Törless: el buen malvado

José Carlos Ibarra Cuchillo

Introducción

En la producción literaria de Edgar Allan Poe encontramos dos ensayos que destacan sobre el resto: el Eureka y la Filosofía de la composición. Del primero admiro su penetrante olfato, capaz de rastrear a distancias infinitas, atravesando el vacío y dejando atrás las estrellas fijas, los secretos más inaccesibles del cosmos. Y eso sin más ayuda que la de su imaginación. Es probable que el filósofo pesimista Philipp Mainländer lo conociera y que inspirase su cosmogonía. Del segundo, sin duda me quedo con aquello que precisamente algunos de sus contemporáneos y más fieros críticos rechazan: su sistematicidad. A lo largo de sus páginas, Poe despliega un abultado muestrario de principios literarios. Hay quienes han señalado que esta antipática presentación encubre una parodia del positivismo inglés, y que habría que leerla a la luz del sarcasmo y la chanza. Pero cuesta compartir esta opinión, porque contiene no pocas reglas que terminan mostrándose muy provechosas y que no estimo sino como sinceros regalos, sin otras intenciones. Hay una en concreto que llama mi atención. En resumidas cuentas, afirma que toda obra debe contener, a su modo y maneras, un estribillo que funcione como el eje de toda la narración. Nos lo dice así:

El placer nace solamente de la sensación de identidad, de repetición. Resolví diversificar y acrecentar este efecto, manteniendo, en general, la monotonía de sonido, a la vez que alteraba continuamente el pensamiento; vale decir que decidí producir de continuo nuevos efectos, variando la aplicación del estribillo, sin que éste sufriera mayores cambios.

Una obra no debe ser más que la repetición, ampliada y diversificada, de un solo pero provechoso estribillo. Un pensamiento único debe abrirse camino en el alma y retorcerse hasta hallar finalmente su hueco en el cénit de la narración. A la postre, nos damos cuenta de que aquí late la estructura narrativa del monomito, sólo que esta vez es un estribillo el que debe emprender la travesía; una travesía, sin embargo, que no es por mar ni tierra ni aire, sino por el alma.

Edgar Allan Poe

Si se nos permite así decirlo, Dios debe de haber leído a Poe y aplicado esta regla rigurosamente en la obra de la naturaleza. Su estribillo elegido nos suena a todos, sin excepción. Y aunque es una única cosa, adopta diversas formas según el contexto, igual que las distintas clases de lluvia. Nadie se libra de su encuentro. Con que se oiga una vez, se graba en la memoria para siempre, fijándose como el bajo continuo de la existencia. Es, sí, un estribillo monótono en el libro de la vida, pero también estimulante en grado sumo; aun en su forma más débil, inspira a un tiempo las mejores y las peores ideas sobre la Tierra. Hablo, por supuesto, del mal.

Del mal parece estar suficientemente versado el escritor austríaco Robert Musil, uno de cuyos personajes literarios da título a este artículo: Törless. El tema principal de la novela que nos ocupa, Las tribulaciones del estudiante Törless, no es el mal, pero sí que hay mucho, muchísimo mal presente en sus hojas. Un mal refinado, astuto, ladino. Si me preguntan: el peor mal que pueda concebirse. Lo pondría justo al lado del mal brutal, del que carece de cualquier complejo y cumple a rajatabla con sus amenazas. El mal empingorotado, el que se reviste de dignidad, puede ser tan perjudicial como el mal brutal y sincero, sobre todo a toro pasado, cuando descubrimos con consternación que sus primeros y tímidos temblores ya anunciaban un seísmo de grandes proporciones. De esta suerte de mal nos habla Musil en la novela. Y de este mal, en verdad terrorífico, satánico, les voy a hablar a continuación.

Como algunas veces habrán escuchado, el mal suele presentarse con su cara más amable y familiar. De este modo puede causar más daño. Quien lo recibe, lo recibe con los brazos abiertos, dejando desprotegida su carne más blanda y allanando el camino más corto a su corazón. De hecho, el mal más devastador, y pienso en el terremoto de Lisboa del año 1755, suele cobijarse primero bajo el ala de aquel en quien más confianza se ha depositado. En el caso de Lisboa, Dios, el amado Dios, se convierte en fratricida. Acaba con poco menos de cien mil almas en quince minutos, corta el resuello de la fe y demuestra, como decimos, que el mal proviene de lo mejor conocido. Si decimos con Schelling que el mal es algo, bien un elemento positivo, bien una privación, entonces podemos atribuirle, si me lo permiten, una especie de sabiduría. El mal sabe bien que para herir más profundamente y para asegurarse de que la herida no sane nunca, tiene que ir de la mano de la decepción; y con ella, la humillación, la profanación, la vejación y el desprecio. Un mal sin estos componentes no es mal, es sólo brutalidad. Para que sea mal, tiene que hallar eco en quien lo recibe, tiene que ser capaz de parasitar al huésped y adueñarse de su aliento.

Pero no lo reconocemos (y padecemos) en toda su extensión hasta que lo entendemos.Y lo entendemos cuando reconocemos que es posible, esto es, que hay razones que lo preceden y que lo incorporan con mayor o menor inteligibilidad al discurso racional. Cuanto más se entiende el mal, más duele, porque la razón parece haber abandonado en un punto específico el concurso de las facultades humanas. En todo acto horroroso interviene una duda muy concreta, a saber: ¿cómo y dónde encaja ahora esto en el mundo?, y una certeza, también muy concreta: de algún modo, en algún lugar. El mal exige una comprensión que él mismo obstaculiza, porque no parece de este mundo, y sin embargo es el hálito que anima la vida, que de forma clandestina mueve sus resortes.

Así pues, tenemos por un lado que el mal exige comprensión, y por el otro que supone un escándalo en virtud de su naturaleza paradójica, que, como diría Kierkegaard, pone a la ética en suspensión teleológica. Parece que está fuera y dentro del mundo, que puede y rehúye explicarse. Por eso quien sufre un mal, si bien sabe que no alcanzará a entenderlo del todo, no deja de sacudirlo en busca de respuestas. Gran parte de su capacidad de seducción reside en este hecho, que es como un irresistible anzuelo que zarandea frente a nuestros ojos, ávidos de contemplar la imposible verdad que oculta. Pero esto no quita que, al margen de que lleguemos a su comprensión o no, sea absolutamente aterrador. Que pueda haber una serie de motivos, enlazados quién sabe por qué lógica mefistofélica, por ejemplo, para cometer el asesinato de un inocente, hiela la sangre a cualquiera.

El mal, por consiguiente, aumenta con el conocimiento de su génesis y desarrollo. Cuantas más razones le asisten, más grande se hace, más aterrador se vuelve. El ser humano, si bien no de forma explícita, siempre ha tenido intuición de esta hipótesis. En el plano jurídico, por ejemplo, la premeditación se considera un agravante. En el plano moral, vemos que se excusan los males eternos e inmotivados llamándolos «leyes de la naturaleza», porque carecen de razones de ser, porque parecen no ir precedidos de ninguna motivación. La muerte y la vejez, en fin, no escandalizan a nadie. No pueden ser males más que en un sentido figurado o poético. En cambio, a los males que, entre comillas, más razones le acompañan, el escándalo está asegurado. Y no me interpreten mal. Una razón no justifica un crimen. De ningún modo lo vuelve… razonable. Una razón, en este contexto, puede ser, de hecho, una sinrazón. Puede ser un error manifiesto, una inversión de la ética, un atentado contra el sentido común, un sacrilegio contra la vida; lo que ustedes deseen. Pero si un padre acaba con la vida de su hijo, inmediatamente todos nos volvemos hacia sus motivaciones. Y lo primero que nos decimos no es: «Está loco», sino que nos preguntamos: «¿Por qué?». Pues de un modo oscuro e impreciso intuimos que hay razones detrás. Piensen ahora en las complejas relaciones que se establecen entre los miembros de una familia, tan proclives a la discordia. ¡Cuántas razones para herirse y qué bien se entiende que debe de haberlas!

Robert Musil

Este afán de conocer el porqué, a simple vista inocente, nos delata. Nos transporta a un lugar siniestro. Y nos arrastra a un espanto mayúsculo. «¿Cómo pudo haber matado a su hijo?». En esta pregunta, en el cómo, observo el reconocimiento tácito de su facticidad, y un poco, pero sólo un poco, su aprobación como acto autorizado dentro del alambicado sistema de relaciones humanas. Pero ¿de veras es concebible un cómo?¿Es que puede haber una razón para matar a un inocente? Entonces, ¿por qué nos lo preguntamos? Si de verdad no creyéramos en que hay una respuesta, no habríamos preguntado.

Habría que cuestionarse hasta qué punto parte del horror procede de que nos haga dudar acerca de nuestras capacidades para reproducir un acto semejante. Ante un crimen salvaje, las piernas flaquean y nos ruborizamos; ante un crimen salvaje, la razón, el criterio de lo bueno y de lo malo, el óbice de nuestras pasiones más violentas, se torna sospechosa. Pero sin razón, todo el orden moral se descompone. Y deseamos que los peores delitos se cometiesen al margen de todo razonamiento. ¿Cómo es posible que un crimen atroz venga acompañado de razones, de entendimiento y de voluntad, y no venga, como debería ser siempre, como por ensalmo, por un salto epistemológico inexplicable, por un hiato mágico, por algo de todo punto heterogéneo, algo que bajo ninguna luz pueda alcanzar a adoptar una figura, algo de otro mundo y tan ajeno a nuestra realidad que nos fuerce a decir: «Esto no me concierne para nada»? Pero el mal, desgraciadamente, tiene muy poco que ver con la locura.

En la novela de Musil, me parece a mí, se disecciona este mal sirviéndose de la afilada amistad de un grupo de estudiantes. Veámoslo ahora.

Malas ideas

El arco argumental de Las tribulaciones del estudiante Törless sigue las pautas de las novelas de aprendizaje (Bildungsroman) típicamente alemanas. Nos narra la historia de un adolescente que deberá crecer sorteando numerosos desencuentros: romperá lazos con la misma facilidad con que los creó; sufrirá episodios de abulia, donde su imaginación echará a volar y será víctima de pensamientos intrusivos y violentos; observará con estupor en sus compañeros comportamientos que prematuramente juzgará con la severidad propia de quien no se ha apartado aún de la mirada punitiva de sus padres; y se verá arrojado a una guerra de respeto disputada por muchachos arrogantes y ávidos de reconocimiento que provocará que termine replanteándose muchos de sus presupuestos morales. Sin embargo, todo esto no es sino el marco donde se encuadra un mal de dimensiones considerables.

La novela comienza con la entrada de su protagonista, Törless, en una escuela de cadetes. Lo acompañan varios de sus mejores amigos: los acaudalados Beneberg y Reiting, y el humilde Basini. Pero al poco se produce el robo de unas pocas monedas de las arcas de uno de los amigos mencionados: Beineberg. Aunque nadie conoce aún la identidad de su perpetrador, las primeras especulaciones apuntan, cómo no, a quien podría estar más necesitado de cometer el crimen: el más pobre de todos ellos, Basini. Lo que comienza como un rumor sin pruebas, no obstante, acaba confirmado cuando el propio Basini, tras las amenazas de sus compañeros, reconoce haber sustraído esas monedas. Las había robado para pagar una deuda. Pero implora que este hecho no salga a la luz, o podrían echarlo del instituto. A cambio del silencio de sus compañeros ofrece su servidumbre. He aquí el principio del calvario para el joven.

Una falta leve, como puede ser la de Basini, debe tener una respuesta proporcionada: un pequeño escarnio, una colleja o, dependiendo del rigor con que el director acate las normas, una expulsión. Pero juzgamos la última como la opción más severa de todas. Así debería ser. Estoy seguro de que Basini, en el momento que confesó su autoría, pensó que la expulsión era, con toda seguridad, lo peor que podía pasarle y, tal vez, como solemos expresarlo a veces, el fin del mundo. No podía haber nada peor que eso. Las consecuencias serían nefastas: desaprovechar la gran oportunidad que le habían ofrecido de labrarse una posición social, quedar mal ante sus amigos y el mundo académico, manchar su expediente para siempre, y tener que volver a casa cabizbajo y asumiendo que pronto el flagelo de su madre restallaría sobre su espalda.

Sin embargo, cuando nos ponemos en lo que creemos peor, cuando nos volvemos, como suele decirse, pesimistas, en realidad seguimos siendo mucho más optimistas de lo que creemos. El peor de los peores futuros posibles no suele ser, ni mucho menos, el futuro más oscuro que sí nos depara el destino. La vida siempre golpea más fuerte de lo que podemos llegar a imaginar. A menudo el pesimismo es, por tanto, una concesión, una indulgencia, sobre todo, optimista, que trata de amortiguar el seguro topetazo del futuro. Gracias a él, nos libramos de asumir, mediante aserciones de cuño dramático, que las condiciones serán luego mucho más terribles. Esto es lo que desgraciadamente le ocurrió a Basini: se acogió a un pesimismo que enseguida quedaría desacreditado por una realidad implacable.

Poco después del robo, Reiting, que ha obligado a confesar a Basini, le cuenta a Törless sobre lo sucedido. Le explica que ha llegado a un acuerdo con Basini: a cambio de su silencio, Basini tiene que hacer ciertas cosas por él, tiene que postrarse ante su voluntad y convertirse en algo así como su criado. Esta conversación marca un punto de inflexión en la novela, puesto que Törless responde a su amigo con cierta indignación, como dando a entender que con ello Reiting está siendo excesivamente benévolo con Basini. ¿Por qué le da esa oportunidad? Lo que Törless desea, o piensa que desea, es el destino más duro para el italiano. Cualquier otra cosa que no sea su denuncia es cobardía y debilidad. Esta conversación es un hito importante en la novela porque, páginas después, nos daremos cuenta de que, precisamente, lo que parecía más inflexible e incluso malvado (una respuesta rápida, sin posible apelación, que defenestre de un empujón a lo que comenzaba a ser un fiel amigo), se mostrará como la alternativa más inocente y, sin duda, menos malvada de todas. Pero, de momento, Törless es el malvado y Reiting el misericordioso. En un rápido juego de manos que nuestra mirada no ha podido seguir, Musil ha deslizado sobre terreno fértil las semillas de una especie de árbol del mal que brotará lentamente pero que no se detendrá hasta que sea casi imposible extirpar de raíz.

Cabe preguntárselo: ¿qué recorrido habría tenido el mal con un Basini expulsado del colegio? Uno muy corto. Tan corto que apenas si se le hubiese podido denominar «mal». En realidad, si así hubiese sucedido, presumo que la vida de Basini no hubiese cambiado tanto. Tal vez hubiese acabado estudiando otra cosa o intentándolo de nuevo en otra escuela de cadetes. Tal vez, incluso, su madre no se lo hubiese tomado tan a pecho y, atendiendo a su situación, hubiese comprendido el acto de su hijo, no tan deshonroso en el fondo. Nada para echarse las manos a la cabeza.

Pero el mal escoge siempre el camino más largo, aquel que le garantiza un desarrollo continuado de su contenido. Su camino, de hecho, a veces atraviesa momentos que, de forma aislada, pueden llegar incluso a resplandecer de bondad. Todo sea por un final peor. La línea que traza el mal en el espacio está constituida de puntos discretos en los que entran todo tipo de matices y de grados intermedios. Para que pueda darse el mal en grado sumo, por ejemplo, en el amor, de antemano tiene que aprovisionarse durante años del cariño que se ha propuesto derribar de un plumazo. Cuanto más tiempo pasa, mayor es la recompensa. Por este motivo, el vate malvado de Musil no hace que echen a Basini, sino que lo mantengan encerrado, como en un pote en salmuera, siendo curado poco a poco, tal y como sin duda prefiere su alimento el demonio.

Tortura

Törless está molesto con Reiting. ¿Por qué defiende a Basini? ¿Por qué lo protege? ¿Por qué parece hacer todo lo posible por evitar su denuncia al director? Por su parte, Reiting piensa que Törless no es más que un ciego idealista, alguien que todavía no ha comprendido que los principios y los valores son sombras de una realidad mucho mayor que siempre se impone. Una realidad mostrenca que reclama dominación. Una realidad moldeada por la voluntad y reconquistada por quienes son capaces de imponerse brutalmente sobre los demás. Resulta, como imaginábamos, que Reiting no es tan benévolo. No defiende a Basini porque quiera aliviar las vergüenzas de su amigo, más pobre que ellos, sino porque quiere ajusticiarlo según unos principios que nos recuerdan a los que Calicles despliega en el Gorgias de Platón. Tiene la fuerza y, por tanto, el derecho. Del mismo modo que en La soga de Hitchcock, donde los protagonistas se ven justificados para cometer un asesinato en razón de su superioridad intelectual, los amigos de Törless asumen que el pequeño hurto de Basini les permite desviarse de la justicia establecida y hacer con él lo que quieran. Aunque nadie le ha preguntado, están convencidos de que Basini ha renunciado voluntariamente a todos sus derechos, también el de ser tratado como una persona. Lo que le hace rechinar (no mucho) los dientes a Reiting, entiendo, es que Basini haya dado al traste con su esperanza (completamente impostada) de que pudiese ser diferente a los demás. Una vez más, el pobre ha demostrado la bajeza de su catadura moral: ha robado a sus amigos. Así pues, en un silogismo ciertamente apresurado, se demuestra que todos los pobres carecen de criterios éticos. No tienen valores ni principios. Y Basini y Beineberg, quienes por un momento han llegado a creer en Basini, pueden por fin convertir su afectada decepción en hostilidad para con el italiano. Maldita sea la hora en que pensaron que Basini podía ser, pese a sus orígenes, uno más, uno de ellos. La traición debe pagarse.

Tenemos que Basini ha pecado a cuenta de la confianza (si es que merece tal nombre) que Beineberg y Reiting han depositado en él. Y estos se sienten, o dicen sentirse, heridos. Pero es un dolor atildado. No nos dejemos engañar: es el aspaviento buscado por quien ha hecho de su adversario un falso amigo cuya primera falta le servirá de excusa para aplastarlo. ¿Cómo, pues, van a dejar que Basini se vaya de rositas? En esta situación, Musil le hace decir a Beineberg:

Por mí, podéis hacer lo que queráis; el dinero no me importa y la justicia tampoco. En la India le habrían atravesado las vísceras con una afilada caña de bambú; por lo menos, sería divertido. Basini es tonto y cobarde. Eso será una  lástima para él; en cuanto a mí, me tiene sin cuidado lo que pueda ocurrirle a tales gentes. Son insignificantes, y lo que pueda suceder en su alma es cosa que no sabemos.

Basini ya no es merecedor ni siquiera de la reprobación moral de sus semejantes, porque al haber cumplido con su destino de pobre, al haber demostrado voluntariamente que pertenece al despreciable círculo de eternos malhechores de la humanidad, está fuera de las categorías con que se juzgan por lo general a los miembros regulares de la sociedad. La lógica perversa que subyace a la declamación de Beineberg es esta: la falta de Basini es la prueba de que ningún pobre merece vivir. A ojos de sus antiguos amigos, Basini ya no es un ser humano. Ha tropezado con un escalón y se ha caído hasta lo más bajo de la escalera ontológica. Beineberg dice más adelante:

Lo mismo me da que lo acusemos ahora, que le demos una paliza o que, de puro gusto, lo atormentemos hasta que quede medio muerto; porque no puedo imaginarme que un individuo como ese llegue a tener alguna significación dentro del maravilloso mecanismo del mundo. Me parece un elemento sólo fortuito, que ha sido creado fuera del orden general.

Basini es ya un elemento fuera del orden general. Un sujeto de pruebas. La carne donde la perversidad puede desatarse sin mancharse. De todo lo que se haga con él no quedará registro. No es una profanación stricto sensu, porque no le subyace una dignidad lastimada. Tampoco es violencia, porque el sujeto de la violencia no puede ser sino el ser humano. Puede ser atravesado por una caña de bambú, se le puede retorcer el pescuezo y matarlo, o se le puede someter a voluntad hasta que ya no se le necesite más.

Dado que, según mi tesis, el mal escoge el camino más largo y doloroso, el grupo de amigos decide convertir a Basini en un esclavo expuesto diariamente a todo tipo de penalidades. Inequívocamente, pese a que Törless se ha opuesto al principio, es seguro que este acabará siendo seducido por las malas ideas de los demás. Pero ¿por qué Basini y no Törless, Beineberg o Reiting? Porque pertenece a un colectivo social que todavía no ha conquistado su reconocimiento. Basini ha caído tan fácilmente porque su dignidad no constituye un atributo conquistado, sino regalado. A principios del siglo XX, el proletariado, la clase a la que pertenece Basini, no había logrado ninguna conquista moral de peso. A mucho tirar, los burgueses, en un acto de cinismo insuperable, se disputaban su agradecimiento; pero no el agradecimiento sincero y definitivo, sino el agradecimiento mínimo y suficiente para aliviar el remordimiento. Piensen en la película de Luis Berlanga: Plácido. «¡Siente a un pobre a su mesa!». Su dignidad, pues, es una dignidad falsa, prestada con usura.

De un soplo, Basini se ha quedado sin representación social, humana, metafísica. Ha cumplido con su destino: reconocer su estatuto ontológico de pobre. Ahora sólo queda que pague. Que pague por un crimen cuyas consecuencias quedan redobladas si las perpetra un pobre, y que pague por haber traicionado la confianza de quienes creyeron en su regeneración moral. Pues es así: el pobre, a principios del siglo XX, está en manos de sus tutores, quienes le procuran una reconversión de todas sus facultades, orientada a la extracción de sus vicios más culpables y de sus faltas eternas. Pero el pobre no debe convertirse jamás en un nuevo miembro de los círculos pudientes; antes bien, debe continuar en el foso. Lo que debe cambiar, eso sí, es su carácter, a menudo indomable, espontáneo, molesto. El rico puede expoliar a sus semejantes, porque la jerarquía es cosa tan natural como la existencia misma, pero el pobre no puede rebelarse contra quien lo somete, porque entonces el orden se subvierte. Y el orden es divino.

Culminación

A mitad de novela, Beineberg le dice a Törless que su interés por Basini va más allá del aleccionamiento, que quiere aprender con él. Y añade que por eso quiere atormentarlo. Es su pérfida forma de aprender. A Törless le asaltan las dudas. Y ¿si la empatía para con los más desfavorables no fuese más que una forma débil de condescendencia? Y ¿si no hace falta? La condescendencia pertenece a esa clase de atributos anticuados que ya no encajan tan bien entre la juventud de principios del XX, ávida de un nuevo orden moral. Por lo pronto, tanto Reiting como Beineberg, de quienes tiene, con matices, buena opinión, se han mostrado de acuerdo en torturar a Basini. ¿Quizá se lo merece de verdad? ¿Le asisten razones al hombre superior para hacer lo que quiera con sus congéneres inferiores, una vez estos, eso sí, hayan dado su permiso implícito por medio de la subversión de la norma? Nietzsche afirma que los poderosos se inventan sus propias leyes y que luego olvidan que lo han hecho. Y que así es como se constituye la verdad. El estadista más famoso de Alemania, Heinrich von Treitschke, afirma que Alemania tiene el derecho de aplastar a los Estados menores por el simple hecho de que estos carecen de un gran ejército. El poder, el sometimiento, la destrucción del rival pertenecen al orden general del universo. Y ¿si resulta que el rostro amable que ha encontrado en Basini es la máscara de quienes ocultan un plan para invertir los roles sociales y, con ello, la ley más antigua del universo? Basini, qué duda cabe, es un enemigo.

Cada uno de los amigos piensa en una forma diferente de servirse de Basini. Por su parte, Beineberg, que está obsesionado con la filosofía india, desea purificarse a sí mismo a través del cuerpo lacerado de Basini. Lo obligará a desnudarse, a arrastrarse como un gusano por el suelo, a subirse a techos altos para que se sienta como un muñeco de trapo, como si pudiera redirigir hacia sí mismo los efectos benefactores de una redención sin costes. Como si neutralizar el deseo de otro mediante la renuncia al miedo y al orgullo contase igual, a ojos del orden general, que hacerlo con uno mismo. El misticismo burgués y acomodado que se había apoderado de la Alemania de principios de siglo (pienso en Rudolf Steiner) se encarna ahora en Beineberg. El cuerpo debe ser purificado por vía del dolor (de otro, a ser posible). Beineberg sueña con realizar el sacrificio ante los ojos de su padre, un soldado que ha vuelto enajenado de la India y que se yergue en su imaginación, pienso, al modo como cuelga la gigantesca campana en la catedral que el compositor Aleksandr Scriabin desea construir para musicalizar el gran y último sacrificio de la humanidad, donde toda vida, la de los burgueses primero, debe perecer y salir renacida (pero sin menos dinero).

Reiting tiene otros planes, pero no puede decirlos en voz alta. Törless sospecha de él, de lo que hace con Basini cuando nadie mira, cuando todo parece estar en calma. Y envidia su suerte. El maltratado cuerpo de Basini, lleno de arañazos y moretones, resulta de una gran belleza bajo la luz mortecina del escondite donde los redentores se juntan y, en secreta complicidad, torturan a su antiguo amigo. El cuerpo de Basini, sobre todo cuando nadie más se encuentra presente, se vuelve para Törless como aquel trozo de alabastro con forma de deidad que la codicia de los coleccionistas ha mutilado. Törless se aproxima aquí más que nunca al peligro, pues sus amigos, pese a todo, guardan una distancia prudencial con su víctima, que aparece ante sus ojos como un medio para alcanzar fines más altos y como algo que puede abandonarse sin mayores dificultades. Beineberg descarga su furia con Basini esperando una compensación espiritual. Reiting tres cuartos de lo mismo: desea su cuerpo, aliviarse con él. Cuando tiene ganas, le hace caso, pero cuando no, se desentiende de él. Pero Törless se relaciona con Basini de una forma más profunda y difícil de extirpar. Törless se entiendecon Basini. Además de su cuerpo, desea su alma. De un modo que no comprende completamente, está enamorado de la persona en que se ha convertido Basini, de ese amante servil que ha aprendido a gozar confusamente con su malograda situación. Le importa, sobre todo, que Basini siga sufriendo así, que siga siendo lo que es. Su atractivo radica en su padecimiento. Su preocupación hacia el italiano raya en lo auténticamente perverso.

Fotograma de la película de Volker Schlöndorff

Pero el mal que se ha apoderado de Törless no tiene nada que ver con sus inclinaciones homosexuales. No entiendan mal a Musil. El mal tiene que ver con el hecho de que Törless, bajo el influjo homófobo que ejerce sobre él la sociedad de su tiempo, no va a aceptar jamás que la atracción que siente sea propiedad suya y no una suerte de arcano sibilino lanzado por Basini. Musil lo dice claro: Törless no ve a un Basini físico, corpóreo, un objeto de amor, sino una visión. Cuanto más se sienta atraído Törless, más culpa tendrá Basini de provocar esas visiones. Más enfadado estará con él. Todo el goce es redirigido hacia su parte negativa. Törless no es quien desea a Basini; Basini, el pobre Basini, el que apenas si se tiene en pie, es quien hace que Törless lo desee. ¿No es este un mal supremo, puesto que hace de la sola existencia de la víctima la razón por la que esta debe seguir sufriendo? ¿No nos recuerda demasiado a esa clase de argumentos infames que han esgrimido los mayores demonios de nuestro siglo pasado? Para llegar hasta aquí, el mal ha trabajado infatigablemente. Pero al final ha logrado que la homosexualidad se castigue serveramente y se considere como una inversión del orden general. Uno de los primeros en denunciar esta situación de un modo eminentemente filosófico, Otto Weininger, ratifica esta situación:

En efecto, se ha incluido el fenómeno dentro de la esfera de la psicopatología, considerando la inversión como un síntoma de degeneración, y como enfermos a los invertidos.

Lo que debería haber sido un episodio aproblemático, ha llevado a una persona al borde de la muerte. Un fenómeno que se puede observar con cierta asiduidad, el de la «cálida amistad de juventud», como la llama Weininger, donde los amigos pueden llegar a acercarse más que de costumbre, que nunca carece de un sentido sexual, se ha convertido en un juego sádico. Si no fuese por el mal, ¿cómo deberíamos explicar que de la más intensa amistad pueda surgir el más cruel sadismo? No me lo puedo explicar sino de la siguiente manera: cualquier relación humana llevada hasta el extremo, como es el caso de la amistad de juventud, es indistinguible de la maldad. Hay un momento decisivo, tanto en la más extrema bondad como en la más extrema maldad, en que ambas pueden caer de un lado o de otro independientemente de la naturaleza moral del impulso que hayan cogido. El alborozo puede ser tan grande que incluso la bondad puede derivar en maldad. Puede creerse tan buena que no se responsabilice ya de nada. Lo único que le preocupa no es repartir bien entre los demás, sino volverse la representación del Bien. Y ya no ve las miradas de quienes se suponía que tenía que cuidar. Cuando se pierde de vista a las personas, el mal triunfa inexorablemente. Y da igual que haya sido en pos de un sistema de filosofía con una ética perfectamente coherente y sin ningún fleco suelto.

Törless y Basini al final se acuestan. Pasan una noche juntos, desnudos, abrazados. Pero esto no significa que Törless haya podido romper la férula que lo tiene atado al sistema de prejuicios de su época. No es una redención. Sigue pensando lo mismo. De hecho, entiendo esto como la consumación del proyecto que al principio habían puesto en marcha Reiting y Beineberg pero que luego han abandonado por desinterés. Törless no volverá a hablar del asunto con Basini. Lo culpará de su suerte y de sus artes seductoras, y pondrá tierra de por medio. El idealista, pues, ha caído. Ahora comparte con sus cómplices la creencia de que la culpa de Basini es indisociable de su carácter inteligible. El mal ha ganado.

A Basini le costará mucho recomponerse. Ya queda muy poco del Basini que entró en la escuela de cadetes. Además, en un último acto de sadismo, Beineberg y Reiting desnudan a Basini y lo empujan a una plaza, donde antes habían congregado a una multitud de estudiantes bajo la promesa de desvelar la identidad del ladrón. Todos lo patean, se ríen de él, incluso llegan a leer una carta de su madre, en la que en un tono tierno le pide a su hijo que se comporte bien. Nunca volverá a ser el mismo. No se nos dice qué pasará con él en el futuro. De hecho, Musil lo desaloja de las últimas páginas del libro. Es como si le diese por muerto.

El director llama a Törless a su despacho para aclarar lo sucedido. Törless le habla de un modo filosófico, oscuro, alambicado. Todo tiene sentido dentro de su cabeza, pero es incapaz de hacérselo entender. El mal también necesita recapacitar, encajar las piezas de su pasado. Es algo costoso. El director llama a varios profesores, porque no sabe si su alumno está delirando. El único que parece captar el sentido de su balbuceo es el profesor de teología, puesto que está acostumbrado a justificar el mal en el mundo. Lo llaman providencialismo. Parece que todo tiene un porqué, aunque no sea fácil de entender. Törless es un buen malvado. Tiene un comentario ingenioso para cada falta. Parece que todo lo que le ha ocurrido a Basini puede justificarse. También hubo quien justificó el terremoto de Lisboa. Y eso es espantoso.

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