Que viene el futuro

Un tiempo regido por la ilusión

José Luis Pardo

iñlusionEn un tiempo regido por la ilusión de la utopía tecnológica, el pensamiento contemporáneo busca fórmulas para descifrar un porvenir que ya no se identifica necesariamente con el progreso

En la antigüedad, según dicen, el tiempo se experimentaba como si fluyese desde el pasado —un pasado de perfección culminante, una edad de oro— hacia un presente que representaba una degradación y que tenía que pagar una deuda constante a ese pasado para no desprenderse definitivamente de él; una deuda de memoria, de culto y de palabra para intentar retrasar la llegada de un nefasto futuro anunciado, un futuro de destrucción natural y cultural que precedería a un nuevo comienzo de la rueda del tiempo. La llegada de los tiempos modernos se vivió en buena medida como una liberación del presente con respecto a esa deuda impagable con el pasado y con los antepasados, una revolución contra el curso cíclico y repetitivo de las estaciones que abría la puerta a un futuro no programado, foco de temores y de esperanzas. Pero no se tardó mucho en convertir al presente moderno en un tiempo de nuevo hipotecado, obligado a pagar una deuda infinita, esta vez al futuro, a los descendientes y a las consecuencias, que forzaba a sacrificar la herencia del pasado y el modesto capital de lo actual en el ara de un porvenir de excelencia sublime y justicia cumplida. El retraso en la llegada de este futuro prometido se soportaba gracias a la confianza en que el curso del tiempo estaba regido por una fuerza sobrehumana equivalente a un destino, la ley del progreso que garantizaba que, a fuerza de acumular esfuerzos, el futuro sería necesariamente mejor que el presente.

Pero hubo un momento en el cual los acontecimientos históricos —principalmente las guerras mundiales y las crisis económicas— hicieron casi imposible esta confianza y se quebró la fe en el progreso como regla de la sucesión temporal de las acciones humanas. Según los militantes de un nuevo credo filosófico conocido como “realismo especulativo”, lo que ha ocurrido en nuestros días es que el futuro se ha independizado completamente del presente, es decir, ha dejado de ser el resultado o la consecuencia del progreso acumulado por el pasado y el presente y se ha convertido en el auténtico foco autónomo desde el cual mana el tiempo, y el presente y el pasado ahora se definen con respecto a él. Como ocurre con esos sofisticados productos financieros llamados “derivados”, es el futuro —el valor de futuro “inventado” de un modo puramente especulativo— lo que fija el valor del presente y lo que puede dejarlo definitivamente arrinconado como “cosa del pasado” o mantener viva su vigencia. El futuro es en cierto modo más “real” que el presente y que el pasado, pues es quien decide el sentido y la duración de estos últimos, pero a la vez es algo puramente ficticio, que no se ha dado nunca “de hecho” y que podría no darse jamás.

Parece, en efecto, cosa de locos. ¿Cómo puede lo que es ficticio por definición (porque aún no existe), lo que no puede ser nunca totalmente anticipado, funcionar como algo “más real que la realidad” y someter a sus “fantasías” la facticidad de lo existente y de lo subsistente? De hecho, este “realismo” sólo puede pensarse con el auxilio de la ficción, especialmente de la ficción distópica en la tradición de 1984, Un mundo feliz o Mad Max. No sabemos cómo habría sido el mundo del arte si los dadaístas hubieran triunfado en términos absolutos (¿o es que lo han hecho y no nos hemos percatado?), pero podemos imaginar un mundo en el que triunfe absolutamente lo que Yuval Noah Harari llama el dataísmo (la nueva religión de los datos, especialmente de los big data que sólo pueden manejar y procesar algunas de las grandes empresas de la comunicación), el intento de reducir la vida a procesamiento de información y a una serie de algoritmos predecibles que, sin necesidad de conciencia, podrían conocer a los organismos mejor de lo que ellos se conocen y prever “especulativamente” su comportamiento futuro. Uno de los corolarios de este dataísmo es, según Harari, que los humanos, considerados como individuos, podrían perder interés y valor desde el punto de vista económico y militar, salvo una pequeña élite de humanos “mejorados”. Y esto, dice Harari, sería compatible con la economía de mercado y con la tecnología científica, pero no con la democracia liberal. De modo que no solamente ocurriría que el futuro habría sustituido al presente como fuente de valor, sino que, como decía Günther Anders, el hombre se habría quedado obsoleto como medida de la política, de la economía, de la guerra o de la ciencia, pues sus capacidades resultan superadas por las de las máquinas inteligentes. En cualquier caso, la distopía parece haber sustituido a la utopía como género literario “futurista”.

Aunque, para decirlo todo, también hay entre estas obras de filosofía de anticipación o de especulación sobre futuros algunas que conservan una carga utópica (es decir, que se sitúan especulativamente en un futuro alternativo al capitalismo). Contra lo que pudiera pensarse, no solamente los emprendedores aguerridos ven en las crisis oportunidades, sino que esa visión es un tópico de todas las filosofías modernas de la historia: ya en el siglo pasado, los marxistas se apresuraban a advertir ante los primeros indicios de cada crisis económica que se trataba de la última crisis, de la crisis definitiva del capitalismo, que, como el lector recordará, ha construido las armas de su propia destrucción y las ha puesto en manos de aquellos que han de ser sus sepultureros. Y así, con ocasión de esta crisis económica, se ha producido todo un género literario que podríamos denominar poscapitalismo, que también es un género de ficción dedicado a especular con un escenario del que haya desaparecido ese gran monstruo. Pero incluso en esas obras, la pars destruens —la descripción de la distopía capitalista— es, como en una película de espías y conspiraciones, mucho más apasionante que la de su alternativa poscapitalista, siempre amenazada esta última por la sombra de esos otros totalitarismos nada especulativos del siglo XX que, sin necesidad de dataísmo ni algoritmicismo ni literatura de ficción anticipativa, trataron a los seres humanos desde el punto de vista económico y militar como si su individualidad les importase un bledo, descontando la de unos pocos humanos selectos, lo cual no solamente amenazó a la democracia liberal, sino que de hecho la suprimió durante casi un siglo. ¿A qué se debe esta seducción del desastre, que recuerda a esas fases de la cultura popular en las cuales, como recordaba en cierta ocasión Umberto Eco, las masas se identifican con los grandes malvados (Fantomas o Fu Manchú) en lugar de hacerlo con los héroes salvadores?

En un tiempo como el nuestro, que se cree liberado de toda mitología, bien pudiera ocurrir que el último mito que subsistiese fuese el del capitalismo. Es decir, la creencia en que hay un “sistema” que organiza el mundo y le confiere sentido. No importa que sea un sentido profundamente irracional e incluso moralmente perverso, el caso es que es capaz de dotar a la historia humana de un motor interno e infalible (la “economía”) que puede explicarlo todo: las bancarrotas, las contradicciones, las revoluciones, el terrorismo, la xenofobia, el cambio climático, las migraciones masivas, la anorexia, la depresión o los viajes interestelares. La distopía tiene, en este sentido, un efecto tranquilizador (al menos hay un Gran Hermano contra el que luchar). Aunque ellos no hayan sido sus únicos forjadores, este mito sigue recibiendo una buena parte de su fuerza de las poderosísimas metáforas poéticas de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, en donde se dibuja esa imagen ciclópea de un gigante capaz de engullir todo lo que parecía exterior a él y fagocitarlo, alimentándose de sus propios estropicios y dando lugar, en su apoteosis final, a una nueva humanidad poshistórica.

Leyendo este tipo de literatura contemporánea de anticipación filosófica surge, de cuando en cuando, la pregunta acerca de si el término poscapitalismo no podría entenderse también de otra manera. No como la descripción especulativa de un futuro humano que recuperase la edad de oro perdida por los antiguos, sino —más modestamente— como la posibilidad de pensar los problemas que nos preocupan sin recurrir a estos términos (“el sistema”, “el comunismo”, “el capitalismo”), que en la lucha ideológica se arrojan al bando enemigo como proyectiles simbólicos, pero que son muy poco nutritivos intelectualmente. Son, como se dice hoy, “significantes vacíos” que se ponen en circulación para que sus usuarios los llenen con todo lo bueno o todo lo malo que puedan concebir en el mundo, pero que carecen de utilidad cuando de lo que se trata es de abrirse camino conceptualmente en ese mismo mundo. Quizá fuera una tarea estimulante, no para una filosofía del futuro, sino para el futuro de la filosofía, la de aprender a pensar sin esa imagen del Gran Enemigo Omnisciente y Omnipotente que, como Saturno, no deja de devorar a sus hijos. Si la filosofía y las ciencias sociales han de buscar alguna alternativa, quizá no se trate tanto de una alternativa al capitalismo como a esas maneras de pensar las cosas que dificultan su conocimiento, aunque ello resulte menos tranquilizador que la distopía. Algún trabajo habrá que dejarles a los guionistas de series televisivas.

Fuente:

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/01/17/babelia/1484679064_677672.html

Caja negra

Coctelera de electrones

Manuel Vicent
caja negra

Puesto que un electrón, según la física cuántica, puede estar en dos lugares distintos a la vez, no es extraño que este fenómeno suceda también con las personas. A fin de cuentas no somos más que una coctelera de electrones dentro de la cual se agita el alma, una sustancia incolora e insabora, negra o blanca, no detectable por medios mecánicos, que está en todas y en ninguna parte del cuerpo. Según la física cuántica la duda de Hamlet no tiene sentido porque se puede ser y no ser al mismo tiempo. Hoy la cuestión ya es otra: consiste en saber si uno está vivo o muerto, un hecho que puede darse también a la vez, como se demuestra con la teoría del gato de Schrödinger. Si se mete un gato en una caja cerrada y opaca donde hay un recipiente con un veneno mortal y existe la misma posibilidad de que el gato tome o no tome ese veneno, mientras no se abra la caja negra para comprobar el resultado el gato estará vivo y muerto al mismo tiempo, según los cálculos. Cualquiera puede ser el gato teórico de Schrödinger, puesto que la vida consiste en un baile frenético de electrones dentro de la caja negra del propio cuerpo. En el terreno político, según esta teoría, Donald Trump es al mismo tiempo un Gran Asno de Oro y un patriota desencadenado, el terrorismo yihadista participa a la vez de la justicia y de la venganza, el capitalismo te mata y te salva, Che Guevara es futuro y pasado, los chinos son amos y esclavos de la historia. Por otra parte, si personalmente no somos más que una coctelera de electrones entre los cuales el alma, si existe, se busca la vida, solo así se explica que puedas ser a la vez de izquierdas y de derechas, víctima y verdugo, culpable e inocente. La física cuántica absuelve y condena a todo el mundo. Mientras no se abra la caja del gato de Schrödinger no sabrás si eres blanco o negro, si estás vivo o muerto.

Fuente:

http://elpais.com/elpais/2017/01/13/opinion/1484319052_432428.html

Foto:

Un gato en una caja, representación de la paradoja de Schrödinger// Getty Images

La posconceptualidad

Apuntes de viaje

Antonio Guerrero

aguerrrero-tres

Posconceptual

Ya va siendo hora de crear un nuevo discurso filosófico, más útil y menos académico

PARA los que siempre hemos perseguido las grandes ideas de los filósofos clásicos, y sus acciones, supuso virar hacia un camino melancólico descubrir en nuestra formación universitaria una filosofía asistemática y conceptual que, a pesar de tener ambiciones de universalidad, solo ofrecía productos ligados a la fuerza de los conceptos que estaban circunscritos a la vida academicista y que no tenían efectos secundarios. Tal vez por eso algunos hemos buscado otro camino más crítico basado en la decepción. La primera llaga de nuestro sufrimiento viene de la niebla proveniente de la tradición escolástica española, en forma de óptica contemplativa y de estética cultural. Nunca nos libramos de ella ni aún recibiendo la filosofía europea Krausista, positivista y las tendencias de los filósofos de la sospecha. La estética, como liturgia académica, aún nos desborda, nos agota y nos desorienta; ha proclamado una filosofía solo desde la trascendencia intelectual y para las élites culturales. Por ello, hoy día, la filosofía ni está democratizada, ni tiene unos contenidos accesibles para la mayoría. Aún perdura el discurso cerrado y exclusivo solo apto para licenciados y doctores. Por desgracia esto acarrea tres graves problemas. A saber: si eso es un acto de irresponsabilidad de los filósofos actuales poco interesados en la filosofía práctica, en la vida social y en los problemas de los ciudadanos, ya que residen en el silencio y el mutismo y están llenos de ausencias y vacio contemplativo. Si eso supone, por otro lado, una desconexión total de la filosofía con la realidad, bloqueando así los recursos del conocimiento para el desarrollo de la disciplina y eliminando toda posibilidad de reactivación del motor de búsqueda ante la pregunta sobre el Ser. Y, finalmente, si ello trae consigo un problema de identidad en la vida interior de los filósofos. ¿Saben estos para qué sirve la filosofía? ¿Tienen aspiraciones de salir del aula y generar pensamiento crítico en la calle? ¿Es lo mismo un filósofo que un docente? Bien, a la vista de estas impresiones propias, y aún desmotivado por la decepción, creo que ya va siendo hora de exigir un nuevo discurso filosófico, uno posconceptual, dirigido hacia los problemas reales de los seres humanos y ajenos a la vida académica. Solo así la filosofía podrá reactivarse y ofrecer un producto más útil y directo que el actual.

Unidad

La filosofía debe democratizarse para salvarse y hacerse más asequible a la mayoría

CUANDO recibo comentarios sobre la visión popular sobre la filosofía encuentro una gran incomprensión. Con ello no digo que la filosofía no pueda ser comprendida o que el pueblo no sea capaz de entenderla sino que el formato en el que se muestra la hace del todo incomprensible. Existe un gran problema relativo al lenguaje. Cada filósofo tiene uno propio y personal sin el cual no es capaz de explicarse. Por otro lado las líneas, escuelas, y tendencias, enarbolan sus argumentos desde los mismos presupuestos lingüísticos y estéticos sin ser capaz de adaptarlos a un público no docto en la materia. Con este contexto me pregunto aturdido cómo una persona ajena al mundo académico va a comprender algo. Y peor aún… cómo una persona así va a sentirse atraída por esta disciplina. Es imposible. Llevo varios años leyendo críticas o quejas ante la probable desaparición de la filosofía de los planes de estudios por causa de las instituciones, crisis de valores, y etc, y sin restar la porción de culpa necesaria a estos, me causa sorpresa que nadie se haya planteado si tal vez sean los mismos filósofos los principales responsables de esta desaparición. Ninguno de ellos cree que un discurso inaccesible tenga nada que ver; ni piensa que la filosofía pueda estar en otros ámbitos distintos al académico (donde hace más falta); ni considera que hay una gran pasividad, abandono, o dejadez por parte de los profesionales de la materia hasta el punto de confundir «el hacer filosofía» con «el transmitirla». Ya lo dijo Gaos, hay una soberbia natural en el filósofo que hace que ciertos problemas sean invisibles para sus ojos. Lo siento mucho pero debo decirlo: los filósofos actuales no están a la altura. Están mudos, no salen de las aulas, y caen en una autocomplacencia trascendental (la autoindulgencia). Por si fuera poco no crean ideas nuevas, solo repiten los conceptos posmodernos una y otra vez. Amén de esto creo necesario la creación de una institución, como la RAE y con el espíritu de Ferrater Mora, que unificara criterios; que planteara problemas comunes; que impulsara la creación lejos de las escuelas y líneas de pensamiento anquilosadas en su estética. La filosofía debe democratizarse en dos vías: 1) Desde dentro, perdiendo el respeto a los paradigmas. Y 2) Desde fuera, con un lenguaje más asequible. Si surgiera algo así esto aún podría salvarse. De lo contrario… no sé.

Fuente:

http://www.elalmeria.es/antonio_guerrero/

http://lamiradazurda.blogspot.com.es/

 

Schopenhauer-Houellebecq

Diálogo literario entre pesimistas

Álex Vicente

 

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El escritor publica un ensayo donde señala al filósofo alemán como su principal influencia

Corrían los primeros ochenta. Michel Houellebecq no recuerda la fecha con precisión, pero sí que sucedió “muy tarde, tratándose de un descubrimiento tan considerable”. El escritor, a punto de convertirse en informático del Ministerio de Agricultura, sumaba unos 25 o 26 años. Ya había leído a Baudelaire, Verlaine y Dostoievski. Estaba familiarizado con la Biblia, la filosofía de Pascal y La montaña mágica. Pero nunca había caído en sus manos nada comparable a Aforismos sobre la sabiduría de la vida, de Arthur Schopenhauer, que tomó prestado en una biblioteca municipal en París. “En pocos minutos, todo cambió por completo”, recuerda Houellebecq en el ensayo que ha dedicado al filósofo alemán, En présence de Schopenhauer, recién llegado a las librerías francesas.

El libro está pensado como un comentario crítico de la obra del filósofo, inspeccionada a partir de numerosos pasajes. Pero también como un relato de un descubrimiento capital en su vida y en su obra, que incluso se asemeja a un flechazo amoroso. “Ningún novelista, ningún moralista y ningún poeta me habrá influido tanto como Schopenhauer”, afirma el escritor en su ensayo. En el maestro prusiano Houellebecq reconocerá su primer alter ego, al que quedará unido por un intenso sentimiento de camaradería. Su visión de la existencia es tan poco radiante como la del filósofo, para quien la vida no es más que un camino de cruces marcado por un dolor inalterable y únicamente interrumpido por fugaces recesos de placer. En realidad, el auténtico alivio solo llega con la defunción. Por ese motivo, lo mejor que puede hacer todo mortal inteligente, como suscribe Houellebecq, es “quedarse tranquilo en un rincón, esperando el envejecimiento y la muerte, que terminarán solucionando el asunto”.

Para Houellebecq, el brusco despertar que supone descubrir la obra de Schopenhauer no será traumático. Más bien será reconfortante. “La desilusión no es nada malo. Si hay desilusión es que ha habido ilusión, y nunca es demasiado temprano para disipar una ilusión”, afirma Houellebecq en una entrevista concedida a Le Point.

Experto en sufrimiento

En el prólogo del ensayo, Agathe Novak-Lechevalier, catedrática de Literatura Francesa y gran especialista en la obra del autor de Las partículas elementales o El mapa y el territorio, confirma ese extraño sentimiento de desahogo. “Schopenhauer, el experto en el sufrimiento, el pesimista radical y el solitario misántropo, terminará siendo una lectura reconfortante para Houellebecq. Al ser dos, uno se siente menos solo”, escribe.

En el fondo, su encuentro resultaba de lo más natural. Si Houellebecq es un escritor interesado por las cuestiones filosóficas —el positivismo de Comte y el decadentismo de Huysmans impregnan las páginas de su bibliografía—, Schopenhauer se distinguió por ser un pensador con alma de novelista. “Hablará de lo que uno no puede hablar: de amor, de muerte, de piedad, de tragedia y de dolor”, elogia Houellebecq. “Intrépidamente, siendo el único a día de hoy entre los filósofos, se adentrará en el dominio de los novelistas, los músicos y los escultores. No lo hará sin temblor, ya que el universo de las pasiones humanas es repugnante, a menudo atroz: por él rondan la enfermedad, el suicidio y el asesinato”, añade. En realidad, por encima de todo ser humano, Schopenhauer prefirió a los perros. Igual que Houellebecq contó con su adorado Clément, un corgi galés que falleció en 2011 y que tiene hasta una página propia en Wikipedia, Schopenhauer tuvo dos spaniels sucesivos. A ambos los llamó Atma, o “alma del mundo” en sánscrito.

Entre maestro y discípulo también existe alguna diferencia. Houellebecq cree en el cambio histórico, a diferencia de Schopenhauer, que siempre lo consideró una mera ilusión para maquillar nuestra inalterable nada. Eso no impide que el autor francés considere que nada ha cambiado en exceso desde hace un par de siglos. “A menudo me siento tentado por concluir que, en el plano intelectual, no ha sucedido nada desde 1860. Es irritante vivir en una época de mediocres, sobre todo cuando uno se siente incapaz de subir el nivel”, concluye Houellebecq. Asegura que, desde que abrió El mundo como voluntad y representación, obra esencial en la trayectoria de Schopenhauer, fue incapaz de volver a leer a Nietzsche, otro discípulo suyo que le giró la espalda para intentar abrazar una filosofía reconciliada con la vida. Explica el motivo en un correo electrónico dirigido a su editora en Flammarion, Teresa Cremisi: “Al pesimista Schopenhauer le fueron mucho mejor las cosas que al optimista Nietzsche. Lo cual debería, en cierta medida, tranquilizarte sobre mi suerte”.

Consagración de un Balzac contemporáneo

Tras Sumisión, donde planteaba un futuro próximo en el que Francia se convertiría al Islam, Houellebecq vuelve a ocupar el espacio mediático en su país. La publicación del ensayo dedicado a Schopenhauer coincide con la de un nuevo volumen dedicado a Houellebecq de Cahiers de l’Herne, prestigiosa colección de antologías críticas sobre autores relevantes actuales. Fundada en 1960, esta supone un canon literario alternativo y también una consagración académica definitiva en Francia. Houellebecq se suma así a una lista de autores donde ya figuraban Freud, Camus, Céline, Nietzsche, Kafka, Chomsky, Derrida, Duras o Vargas Llosa.

La antología analiza la producción de Houellebecq en campos como la narrativa, la poesía, el ensayo, el cine, la música y el arte, a partir de textos de autores como Julian Barnes, Salman Rushdie, Bernard-Henri Lévy o Michel Onfray, que intentan descifrar las claves de su obra. El volumen lo define como un sucesor de Balzac, que también aspira a retratar un mundo reconocible por sus contemporáneos, como ya hizo el autor de La comedia humana con la Francia posrevolucionaria.

No en vano, el escritor Emmanuel Carrère sostiene que su obra contiene “una verdad total, válida para todos”. Por su parte, la dramaturga Yasmina Reza describe el que, a su entender, constituye el principal logro de Houellebecq: “Vio venir la inhumanidad del mundo. Vio y entendió que la atmósfera de libertad en la que vivimos no deja de ser una exhortación más”. Pero puede que sea Iggy Pop, quien compuso el álbum Preliminaires inspirándose en La posibilidad de una isla, el que logre dar con la mejor definición: “El tema que mejor trata es el que nunca menciona: el amor”.

Fuente:

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/01/13/actualidad/1484323684_520876.html
Foto:
Philippe Matsas

 

 

Polémica abierta: Sobre la defensa de las Humanidades y la opinión de Jesús Zamora Bonilla (y III)

A la espera de la prometida segunda entrega de Jesús Zamora en el País, enlazamos aquí dos nuevos comentarios a su artículo original, uno de Fernando Broncano y otro del Blog «Antes de las cenizas». Es justo decir que Jesús se ha defendido con solvencia en los comentarios del primero.

https://www.facebook.com/notes/fernando-broncano-r/c%C3%B3mo-defender-las-humanidades/1227802190588444

Falacias, humanidades y fuego amigo.

Sea como sea, hay que reconocer que su artículo ha provocado un interesante debate. esperemos, pues, al siguiente.

Estudios del malestar

Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas

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44.º PREMIO ANAGRAMA DE ENSAYO

Hubo un tiempo en que el Estado del bienestar expresaba lo mejor de los proyectos políticos occidentales tras la atroz experiencia de las guerras mundiales. Hoy vivimos en las antípodas, en lo que podríamos llamar el Estado del malestar. La erosión del Estado del bienestar se gestó en los años de bonanza económica y se ha consumado en los de la crisis. Y a esa erosión institucional se suma hoy la política. Todo ello crea un caldo de cultivo del que surgen nostalgias ideológicas y organizaciones populistas que pretenden capitalizar el malestar y convertirlo en un instrumento político electoralmente rentable.

José Luis Pardo entiende la filosofía como el arte de hacer preguntas, y en este libro sagaz y necesario plantea unas cuantas muy certeras: ¿cuáles son los ingredientes de este uso político del malestar? ¿Cuáles son los peligros de una forma de hacer política que parece añorar la acción directa, eludiendo las vías democráticas? ¿Cuál es el papel que debe desempeñar la filosofía ante estos retos? ¿Y la universidad como institución? ¿Y el arte y sus vanguardias?

Al populismo de los tuits, las pancartas y la demagogia, el autor contrapone un pensamiento crítico que nos ayuda a desentrañar la realidad compleja en la que estamos inmersos. Y para ello se sirve del bagaje histórico de la filosofía, empezando por Sócrates y su diálogo en el Gorgias con el virulento Calicles, partidario de la pugna, el conflicto y el enfrentamiento frente al acuerdo, que sentencia: «Qué amable eres, Sócrates, llamas “moderados” a los idiotas.» Analiza también el tránsito de Hegel a Marx, la reaparición en escena de Carl Schmitt y las propuestas de pensadores convertidos en ideólogos como Ernesto Laclau o Philip Pettit, para quienes la filosofía debe estar al servicio de la política. Frente a esta postura, no habría que olvidar la advertencia de Kant: «No hay que esperar ni que los reyes se hagan filósofos ni que los filósofos sean reyes. Tampoco hay que desearlo; la posesión de la fuerza perjudica inevitablemente al libre ejercicio de la razón.» Porque al olvidarla se olvidó también la descripción del «filósofo» que debería figurar en el frontispicio de todas las facultades del ramo, esa que dice que «los filósofos son por naturaleza inaptos para banderías y propagandas de club; no son, por tanto, sospechosos de proselitismo». Pensamiento frente al panfleto, reflexión frente al exabrupto y reivindicación de una filosofía crítica que no sea vasalla de la política: he ahí lo que propone Estudios del malestar, una lúcida y argumentada advertencia acerca del malestar en el que vivimos y el que nos aguarda.

«Pardo ha demostrado de manera constante en sus ensayos y artículos que tiene una habilidad especial para caminar con solvencia por el alambre de funámbulo en el que se mueve la filosofía, sabiendo conjugar la dimensión didáctica del pensamiento con su vertiente más creativa» (Ernesto Baltar, Jot Down).

«Es un escritor cuyos libros son como viajes a las zonas en blanco de los mapas, que creíamos tener cartografiadas» (Alejandro Gándara, El Mundo).

José Luis Pardo (Madrid, 1954) es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid y colaborador del diario El País; ha traducido a filósofos contemporáneos como Deleuze, Debord, Agamben o Lévinas. Es autor de una veintena de libros, entre los que destacan Deleuze. Violentar el pensamiento,Palabras cruzadas (con Fernando Savater), La regla del juego (Premio Nacional de Ensayo 2005), Esto no es música, Nunca fue tan hermosa la basura o Estética de lo peor. En Anagrama publicó Transversales, su primer libro, en 1977, y La banalidad.

OTRAS OBRAS DE José Luis Pardo

Fuente:

https://www.anagrama-ed.es/libro/argumentos/estudios-del-malestar/9788433964083/A_505

 

 

Amor libre, drogas y filosofía: el existencialismo es sexy

Pensamiento y rebeldía

Lorena G. Maldonado

drogasHay tres jóvenes tomando cócteles de albaricoque en un bar estrecho. Esto es Montparnasse, 1933; y Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Raymond Aron están a punto de dar con la fórmula de la vida intensa: el existencialismo. Un romper costuras, un sacar los pies del tiesto, un doblegarse sólo ante uno mismo. Pero, a la vez, un estar aquí de forma consciente, sabiendo lo que se hace y por qué se hace. Intentando que el mundo no sea una fiesta de locos. «Es una filosofía que reflexiona acerca de cómo vives tu vida, de tu libertad, de tu elección y de tu responsabilidad individual», explica Sarah Bakewell, autora de En el café de los existencialistas (Ariel). «Consiste en meditar tus decisiones, y saber que no estás haciendo las cosas sólo porque las hace todo el mundo o porque es lo que se espera de ti».

El existencialismo es transversal a la vida: pasa por su ojo de aguja el sexo, la política, el amor, la conciencia social. Sartre -todo lucidez y exceso- hizo de su filosofía carne acompañado por la icónica feminista Simone de Beauvoir: se amaron a fuerza de debate, de admiración, de escritura, de coitos con otros, de complicidad y espacio. Rumiaron bien la movida de la ética, del cuerpo y del consumo de drogas; fueron predicando su pensamiento por cada club de jazz y se entretejieron con la historia del momento, porque el existencialismo oscilaba entre el nazismo de Heidegger y el comunismo de Sartre, pasando, claro, por el socialismo libertario de Camus y el feminismo de Beauvoir. Todo con la segunda guerra mundial de por medio para agitar las cabezas. Como cócteles de albaricoque.

El existencialismo, llevado al extremo, recae en el individualismo, ¿y si el individualismo, en última instancia, nos ralentiza como sociedad?

Bueno, el existencialismo entendido por Sartre o Beauvoir no se limitaba solamente al individualismo. Para ellos era importante estar comprometidos con la sociedad, con la política y con las vidas de los demás. De hecho, al principio Sartre era más individualista, pero después de la experiencia de la guerra y de la ocupación en Francia, cambió radicalmente sus ideas y su discurso y lo orientó más al bien común.

Me interesa la relación entre Sartre y Simone de Beauvoir. ¿Qué tipo de amor era ese? ¿Estamos preparados nosotros, como sociedad, para un amor libre?

Es una pregunta muy interesante, porque, aunque parezca que cada vez somos más liberales y aceptamos mejor las decisiones de los demás, creo que, en realidad, nos hemos convertido en gente muy criticona y llena de juicios en comparación con cómo éramos en torno a los sesenta o los setenta, en aquel momento glorioso en el que la gente experimentaba y podía hacer lo que quisiera. Ahora mucha gente no entiende cómo es posible el poliamor sin morir de celos. Bien, pues la relación de Sartre y Beauvoir a mí me parece un éxito: estuvieron juntos 50 años, pero vivían con otras personas. Se veían todos los días para trabajar juntos, leerse mutuamente y hablar sobre sus ideas. Eran la persona más importante el uno para el otro. Una relación de escritores.

Para el existencialismo, ¿la monogamia es una limitación?

Sólo se trataba de estar de acuerdo. Si las dos partes querían ser monógamas, no pasaba nada, pero Sartre y Beauvoir este tema se convirtió en una cruzada contra la tradición, contra la vida convencional de los años veinte. Las familias en las que crecieron eran burguesas, les incitaban a casarse, a tener hijos, a que el marido estuviese trabajando y la mujer en casa. Ellos querían abrirse a otras posibilidades. La palabra clave aquí es libertad, pero siempre con respeto hacia la otra persona.

¿El sexo es una reafirmación de la individualidad? ¿Sirve, más que para entregarse a otro, para subrayarnos a nosotros mismos?

Depende. Para Simone, su experiencia con la sexualidad tenía mucho que ver con el encuentro con la otra persona. Sartre era más egoísta y estaba interesado en cómo aparecería él ante los ojos del otro. Interesado en el control. En su sexo siempre había un baile en el que él intentaba que la otra persona lo desease. Sin embargo, Simone escribía de la sexualidad y hablaba de perderse a uno mismo.

¿Cómo influyen el alcohol y las drogas en la construcción de una filosofía?

Esto es contradictorio. Sartre era adicto a todo tipo de drogas. Tomaba muchas anfetaminas y speed porque quería trabajar más… era un maníaco de la escritura, quería estar despierto y escribiendo 20 horas al día. Bebía mucho, Simone también. Los dos eran adictos al tabaco y él siguió fumando incluso cuando los médicos le habían avisado de que tenía que dejarlo. El doctor le dijo «o dejas de fumar ahora, o tendremos que cortarte los pies, y después las piernas…». Y él dijo: «Me lo tengo que pensar».

Su personalidad era muy adictiva, pero en realidad el existencialismo debe rechazar la adicción, porque supone pérdida de control, y, por ello, de libertad.

¿No es también la adicción una forma de explorar los límites de ti mismo?

Es interesante en cuanto a explorar los diferentes estados de conciencia. Sartre también experimentó con mescalina cuando era joven, porque quería investigar sobre la imaginación, quería tener alucinaciones para entender lo que podíamos crear con nuestra cabeza aunque no existiera. Pero acabó mal, tuvo experiencias aterradoras y sentía que le perseguían langostas por la calle (ríe).

Kierkegaard escribió que «la ansiedad es el mareo de la libertad». ¿Qué herramientas filosóficas tenemos para combatir la angustia existencial?

Un existencialista te diría que la angustia jamás se va porque es parte de la condición humana. Está conectada a la libertad, y esa libertad genera algo aterrador pero emocionante que es pensar en lo que va a pasar. Si nos librásemos de la ansiedad nos libraríamos de la libertad. De hecho, Sartre dice que eso es lo que el ser humano intenta hacer todo el rato: fingir que no es libre. Decir que hicimos esto, pero que no fui yo, que fueron mis genes, que fue por mi crianza, que fue culpa de otro… y eso es algo contra lo que lucha el existencialismo: contra el trasvase de responsabilidad. A eso Sartre lo llama «mala fe», porque estamos constantemente mintiéndonos a nosotros mismos.

¿Cómo pudo despuntar tanto Beauvoir en un mundo sin mujeres escritoras? ¿Qué tiene que aprender el feminismo actual de ella?

Era una mujer ya furiosa desde pequeña, que supo que no quería llevar una vida convencional mucho antes de conocer a Sartre. Era rebelde, desafiante. Vio su principal salida en el estudio: Filosofía y Literatura. Aprender era para ella una gran liberación. La mitad de su vida trata sobre la historia y las estructuras sociales a gran escala, y la otra mitad habla sobre la experiencia de un individuo que crece como hembra, y cómo eso la hace diferente. Su enfoque como mujer, el que plasma en El segundo sexo, es apasionante.

¿A qué proyecto global pertenecen los existencialistas? Es decir, nacen, mueren… ¿y qué, con qué sentido? ¿Hacia dónde va su filosofía, qué trascendencia tiene?

El existencialista cree que su acción en el mundo tiene un efecto que trasciende a la individualidad. Lo que haces aquí importa y afecta al resto de la gente, y también a lo que viene después de ti. Esa es su forma de perdurar. Sartre, desde luego, no creía en la vida después de la muerte. Se tomó su ateísmo muy en serio. Decía que se dio cuenta con doce años, mientras esperaba el bus. De repente, lo supo. Sin embargo, otros existencialistas sí creían en Dios, en el juicio final y todo eso. En el fondo, la filosofía de base no es tan diferente: compórtate de manera que -a ti- te resulte correcta o significativa.

¿Por qué merece la pena ser consciente; ir analizando la vida conforme se la vive, en vez de no hacerlo?

Es una pregunta curiosa porque, probablamente, sería más fácil no molestarse. Esta idea siempre ha estado presente en la filosofía, desde la Grecia antigua. Lo decía Sócrates: «La vida que no se analiza no merece la pena vivirla». Como ser humano, te satisface más. Puedes no estudiar la vida, pero tu vida entonces no será tan completamente humana como la que contiene una comprensión profunda.

Fuente:

http://www.elespanol.com/cultura/libros/20160921/157234766_0.html

Foto:

En la ilustración, Merleau Ponty, Sartre, Beauvoir y Camus.Ariel.

 

 

Polémica abierta: Sobre la defensa de las Humanidades y la opinión de Jesús Zamora Bonilla (II)

Tras la publicación en el diario el País de un artículo de opinión del Decano de la Facultad de Filosofía de la UNED, Jesús Zamora Bonilla, las reacciones no se han hecho esperar por parte del profesorado. Sin embargo, acceder al área de opinión de El País es singularmente difícil, así que hemos decidido dar voz aquí a algunos de los que han querido responder al artículo de Zamora. En los próximos días publicaremos una serie de artículos remitidos a nuestra redacción para intentar abrir un debate. Ni que decir tiene que el propio Jesús Zamora puede replicar en cuanto lo desee.

Hoy, segunda respuesta, a cargo de Ángel Vallejo, profesor de filosofía en Bétera (Valencia)

¿DEFENDER LAS HUMANIDADES? BASTA CON QUE NO LAS ATAQUEN (en respuesta a Jesús Zamora Bonilla)

img_20161016_191728Me detengo con interés en la lectura del artículo «Cómo no defender las humanidades» de Jesús Zamora Bonilla. Y lo hago no sólo por el prestigio del autor y por la afinidad intelectual- y laboral- que tengo con él, sino sobre todo porque que algunas de las ideas que apunta me han ido rondando la cabeza desde hace tiempo. Es conocido que casi siempre buscamos confirmación de los más sabios en nuestras modestas intuiciones, y el artículo de Jesús Zamora parecía ofrecer una buena oportunidad para ello. Las ideas con las que estaba de acuerdo eran más o menos estas: la formación en filosofía o cualquier saber humanístico, no otorga per se la capacidad de pensar críticamente, ni estas disciplinas encarnan en sí mismas el espíritu fundamental de la democracia.

Sin embargo, tal y como el propio Bonilla apunta por boca de Aristóteles, mi estima por lo que yo creo verdad ha resultado estar por encima de sus asertos. He de constatar que sus argumentos, aunque apuntan algunos aspectos interesantes, no me convencen lo más mínimo. En honor a esa verdad que amamos, también hay que decir que quizá Jesús esté guardando alguna verdadera defensa de las humanidades para otro artículo, y sería de justicia esperar a ver cómo se sustancia.

Pero decía que tal y como están expresados ahora, no me convencen en absoluto. En primer lugar porque no está claro qué sea eso de las “humanidades”, y porque está menos claro aún que la Filosofía sea uno de estos saberes «de humanidades», tal y como Jesús los presenta. Siendo como es él, Catedrático de Filosofía de la Ciencia, debiera ser mucho más preciso en estas definiciones para no confundir a un público poco versado -y quizá aún menos interesado- en estos asuntos. Si las Humanidades son como él asegura, saberes que aglutinan la Historia o la Literatura, oponiéndose a las “ciencias”, entonces la Filosofía -así en mayúsculas y en general- no debería estar incluida en el grupo, dado que la lógica y la filosofía de la ciencia plantean, por su formalidad, no pocas diferencias en cuanto al objeto y al método de las disciplinas humanísticas así entendidas. Se convendrá conmigo también, en que sólo para deshacer el entuerto y mantener esa artificiosa oposición, no deberían ser las ramas formales caprichosamente podadas del árbol filosófico.

Si por otro lado las “humanidades” son entendidas como una amplia familia en la que, más orientadas a los fines que a sus objetos de estudio, deben entrar las ciencias formales e incluso empíricas, entonces la distinción no tiene sentido y simplemente cabría apelar a la responsabilidad de los educadores para no seguir empleándola. Como Savater y tantos otros, yo me incluiría dentro de este último grupo: tan humanistas son Newton, Descartes o Russell como Dante, Moro o Cervantes, y los itinerarios intelectuales que pueda haber seguido cada uno de ellos, no excluye que los saberes que cultivaron fuesen todos, como asegurara Terencio, humanamente concernientes.

Hay que darle la razón a Bonilla en algunas cosas: dos años de filosofía en la escuela no hacen automáticamente ciudadanos democráticos y críticos, de la misma manera que doce años de lengua, matemáticas o ciencias naturales no consiguen evitar que el 30% de los estudiantes no sepa leer un texto de dificultad media o resolver una regla de tres, o que el 25% de la población en general deje de creer que el sol gira alrededor de la tierra. Tenemos un problema con la educación y es que ésta no responde a los fines para los que fue diseñada ¿o en realidad sí lo hace?

Para responder a esta pregunta, quiero ser justo y señalar que hay una falacia en la última argumentación: he mezclado intencionadamente al grupo de los estudiantes con el total de la población. Es ésta una precaución que todo buen humanista debiera tener, si es cierto que muestra amor por la verdad: no mezclar churras con merinas. No es justo decir que determinadas disciplinas no han conseguido hacer que la población sea menos consumista o más cultivada, en primer lugar porque no toda la población ha estudiado esas disciplinas, en segundo lugar porque no hay una relación radical de causa y efecto entre los dos hechos -y esto es así, entre otras cosas porque la enseñanza o didáctica de unos saberes no es asimilable a estos mismos saberes- , y en tercer y último lugar, porque hay una desequilibrada relación dialéctica entre lo que se enseña en la escuela y lo que se vive en el resto de la estructura política, social y económica. Esta última realidad conforma, desde la práctica, a un individuo dual que se debate entre el tiempo de obligación y el de ocio.  En nuestras sociedades,  ese tiempo de obligación se orienta en los primeros años de la vida a garantizar una formación que asegure un sustento económico futuro, que pueda a su vez revertirse en un ocio fundamentalmente consumista.

¡Ah, el consumismo! Poco importa que los humanistas advirtamos en clase sobre los males del consumismo si la escuela es vista, con respecto a sus fines últimos, como la etapa que debe superarse para garantizarse un futuro laboral. Poco importa que los saberes que se impartan en ella no sean estrictamente economicistas si al cabo la educación se convierte en criterio de selección para acceder a un mundo regido económicamente. Tampoco importa que esta concepción de la educación sea errónea, porque lo que cuenta es la percepción de su certeza en la mayor parte de la población. Esto, y no otra cosa es lo que ha venido a redundar en la profecía autocumplida de la LOMCE, una Ley que, atendiendo a este bien asentado prejuicio, vincula educación y empleo sin el más mínimo escrúpulo.

En este mismo sentido, es perfectamente comprensible que la malhadada Ley Wert se haya ocupado de cercenar los saberes humanísticos y muy en especial la Filosofía. El actual embajador de España para la OCDE se ocupó de dejar claro de que eran saberes que “distraían” -suponemos- del supuesto objetivo final de la educación: ganar empleabilidad. Muchos no creemos en la maldad intrínseca del ex-Ministro Wert. Simplemente constatamos que su concepto de educación y el nuestro no coinciden: el suyo es pragmático, y en él no caben unas disciplinas que se ocupan de la crítica o los saberes  que fomentan el enriquecimiento no crematístico. Desde su punto de vista es natural pensar así, dado que la esfera del cultivo personal pertenece al ocio, no al negocio.

Nuestro punto de vista, por el contrario, es que la educación, en tanto que emancipatoria y autorrealizativa, precisa de estos saberes. Eso sí, bien impartidos. Quizá aquí radique lo esencial del asunto sobre el que hablaba Jesús Zamora Bonilla y que según mi modesta opinión, no ha sido tratado con acierto.

Que la filosofía -o cualquier otra disciplina humanística- fomente el espíritu crítico quiere decir que pone al servicio del alumnado el método según el cual todo elemento cultural -tómese en el sentido más amplio que se pueda- debe ser cuestionado en su radicalidad y consecuencias, obteniendo así una idea general de cuáles son sus presupuestos, a qué intereses sirven y porqué éstos debieran ser considerados lícitos.

La pregunta es si esto podría conseguirse desde la enseñanza de la filosofía -por ejemplo- en las escuelas. Mi respuesta es que hoy por hoy sería difícil afirmarlo, pero sólo en la medida en que nuestros programas están obsoletos: si en clase hacemos una historiografía en lugar de una filosofía crítica propiamente dicha, es normal obtener resultados distintos a los esperados; no importa tanto lo que decían Platón y Aristóteles sino cómo y por qué lo decían. Así, no debiera ponerse el acento en su antidemocratismo y su clasismo sin explicar las causas por las que estos prejuicios impregnaban su filosofía. También cabría decir que para cada antidemócrata o elitista en la historia de la filosofía, hay una némesis ideológica que sostiene viva y racionalmente lo contrario; pretender que el pueblo de los filósofos es abiertamente hostil a la democracia es una falacia que se comenta por su propio nombre: generalización abusiva.

Lo que sí constata acertadamente Bonilla en su artículo, es que aun estando mal programadas en cuanto a su didáctica en el currículum de secundaria y bachillerato, contamos con un gran vivero de vocaciones filosóficas -entendidas en el sentido weberiano- en nuestras facultades. Y esto es así porque esta disciplina, incluso mal impartida, ofrece vías de solución -o más bien simple clarificación- a los interrogantes que casi todo adolescente se intelectualmente sano se plantea. Quizá sólo por eso mereciera formar parte de una educación equilibrada.

La cuestión sobre los pilares de la democracia es así mismo matizable: mi querido Jesús no ignorará que hay muchos tipos de democracia, o mejor dicho, que hay muchísimos modos de organización democrática, con lo que resulta como mínimo aventurado englobarlas a todas dentro de un único concepto sin correr el riesgo de resultar impreciso.  Por ejemplo, nuestra democracia, entendida como el sistema de elección de gobernantes, es puramente formal. Lo que quiere decir que en rigor, casi ninguno de nuestros elementos organizativos e institucionales es estrictamente democrático. Por no ser, nuestra democracia no es – en contra de lo que aseguran muchos- siquiera representativa. Para ser una verdadera democracia representativa los elegidos deberían ejecutar en el gobierno lo transmitido por los electores, y de no ser así, debieran ser sustituidos por alguien que representase realmente sus intereses. Huelga decir que para que esto funcione la ciudadanía debe poseer un mínimo de cultura política, y que ésta se fomenta desde luego, desde el cultivo de las humanidades entendidas en un sentido amplio.

De nuevo volvemos al problema de cómo podría hacerse esto en un aula. Mi respuesta sería que simplemente  debemos obedecer el mandato crítico del método filosófico, haciendo lo que Foucault denominaría una “ontología del presente”, y dejando de lado gran parte de un currículum decimonónico en su estructura y contenidos. Por ejemplo, en mis clases muestro cómo la nuestra es una democracia no representativa, sino de mercado: los partidos ofrecen y los electores compran. Así, no tienen que esforzarse en pedir, proponer y mucho menos, razonar. Nuestro sistema democrático está diseñado para que los ciudadanos no tengan que pensar, sino sólo escoger entre lo dado. Interpelados, los alumnos suelen preguntarse con inmediatez cómo cambiar las cosas para ser verdaderamente responsables. Por ello, es cierto que no hay relación directa entre las humanidades y nuestra democracia, pero nadie duda de que debiera haberla entre el cultivo de las humanidades y una verdadera democracia representativa.

Creo, en fin, que los filósofos y humanistas no podemos arrogarnos el espíritu crítico y la exclusiva legitimidad democrática, pero también creo que desde nuestras disciplinas podemos hacer ver , mejor que nadie, que se trata de elementos que requieren de un aprendizaje modulado en el interés y la práctica. Hoy día el sistema educativo no responde a esas necesidades y quizá quepa reformarlo. Algunos sólo pedimos que se tenga en cuenta  a los buenos humanistas a la hora de hacerlo.

Ángel Vallejo

Esta entrada fue originalmente publicada en Thinking on the razor´s edge el 7-1-2016

 

La Filosofía y sus Facultades


LA POLÉMICA DE LA FILOSOFÍA
ARTURO LEYTE

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Si “todos los hombres aspiran por naturaleza al saber”, como Aristóteles afirma al principio de su Metafísica, presumo que afortunadamente la Filosofía -extraña ciencia- sobrevivirá a su organización académica. Incluso habría que imaginar si fuera de esa organización no tendría mejor vida, si no tan prolífica (por lo mucho que se publica), sí más libre y acertada. Después de todo, la integración de la filosofía en facultades es bastante reciente, por más que hoy parezca su estado natural. De hecho, muchos de nuestra generación no se formaron en una “facultad de Filosofía” sino en una de “Filosofía y Letras” o incluso de “Filosofía, Psicología y Ciencias de la Educación”.

Fuera de la opaca disposición ministerial, desconozco la razón de tales vinculaciones, en el segundo caso quizá más motivada por la aspiración al poder (de la Pedagogía) que al saber (de la Filosofía). Porque, bien pensado, ¿qué tiene que ver la Filosofía con la Psicología, con la Pedagogía o incluso, si vamos al fondo del asunto, con las Letras? Ya que en su momento se volvió necesidad organizar institucional y administrativamente los saberes, ¿no hubiera gozado nuestra extraña ciencia de mejor fortuna en una facultad de “Filosofía y Ciencias”? Seguro que su destino hubiera sido, además de influyente, más abierto y decisivo. Pero no por la falta de importancia de las llamadas “Letras”, sino por su actual declive, ligado a su aparente improductividad frente a una emergencia industrial indisociable de las ciencias que la alimentaban. Definitivamente, la Física (mecánica, atómica) se volvió modelo teórico y metodológico de las llamadas “ciencias duras”, al parecer las únicas relevantes para el sostén de las sociedades complejas.

De hecho, esos saberes comenzaron a llamarse “ciencias”, y a separarse de la Filosofía, porque esta última dejó de tener propiamente un contenido que la ligara a la realidad empírica. Su único reducto exitoso quedó reducido a su condición formal, de ahí su supervivencia en la lógica, la metodología y el análisis del lenguaje. Comienza así el ocaso de la filosofía refugiada en las humanidades, reconvertidas a su vez, en el marco de la nueva sociedad burguesa, en la mera administración de una tradición (histórica, literaria y artística) en el fondo irrelevante fuera de su papel como entretenimiento dentro de la industria cultural.

Fue una pena, ciertamente, que los estudiantes de las nuevas ciencias y tecnologías se volvieran analfabetos filosóficos, porque eso les hurtó una comprensión más adecuada de sus respectivas investigaciones, cualesquiera que fueran. Recíprocamente, mayor pena fue que los estudiantes de Filosofía se quedaran sin conocer ninguna de esas ciencias; es decir, que se quedaran sin saber nada de nada. Pero tampoco hay que escandalizarse por esta doble “pérdida”, en cierto modo inevitable una vez que las ciencias se volvieron autónomas, sin necesitar ya la reflexión que las aupó a su posición de dominio.

Ninguna decisión administrativa hubiera podido reparar un horizonte que superaba con mucho lo que cualquier plan de estudios hubiera pretendido corregir, incluso bajo sus mejores intenciones: la retirada del saber (ligado a la reflexión) se había hecho inevitable para que pudieran triunfar las ciencias. Pero tampoco nos engañemos respecto a las reivindicadas “bondades” de la Filosofía, pues su señal de identidad más visible, que es el conocimiento “reflexivo”, no hubiera inhibido el camino de la investigación que llevó a desarrollar la bomba atómica ni tampoco frenado la decisión de lanzarla, como tampoco hubiera impedido el establecimiento de regímenes totalitarios.

Definitivamente, el estudio de la Filosofía no nos hace más “buenos” ni tampoco nos “enseña a pensar”, como argumentan de modo mostrenco muchos de sus defensores, a quienes habría que recordarles que difícilmente podría iniciar su estudio alguien que no supiera ya pensar. Ciertamente, la Filosofía no produce esas virtudes, ni su estudio nos hace automáticamente filósofos. Pero entonces, ¿qué nos enseña, si es que nos enseña algo más allá de eso tan difícil de identificar como la reflexión?

Antes de contestar tan decisiva pregunta, puesto que imposible resulta su respuesta, toda vez que quizá ocurra que no nos enseñe nada (la reflexión no es nada, sino la distancia respecto a su objeto de estudio), permítasenos afrontar un asunto más accesible: la vinculación de los estudios de Filosofía a las ciencias habría tenido una ventaja decisiva: que la Filosofía no se enroscara sobre sí misma y sus estudiantes conocieran al menos otros saberes, desde la Física y la Biología a la Lingüística, la Historia o incluso el Arte, y no se volvieran a su vez analfabetos en todo, incluso en Filosofía, pues, ¿cómo se puede estudiar esta última desconociendo los elementos imprescindibles para su puesta en marcha, las lenguas en las que fue escrita y los temas a los que ineludiblemente dedicó su atención? ¿De qué pobreza, en fin, se tiñó la Filosofía cuando se enclaustró en sus “facultades” sin la habilidad (facultad) para entender qué se jugaba de verdad en aquello de lo que ésta habló durante siglos: el espacio, el tiempo, la política, la lengua, la sociedad, la economía, la cosmología?

Pongamos las cosas en su lugar antes de escandalizarnos porque desparezca el título “Facultad de Filosofía”, que no la Filosofía, de una determinada institución como la universidad, algo de lo que ciertamente no me alegro en absoluto, porque sus motivaciones no guardan relación alguna con el fondo del asunto. Pero aunque no podamos alegrarnos, seamos honestos: ¿es ese hoy el verdadero problema de la filosofía o no reside, en cambio, en algo fatal, y mucho más difícil de solucionar por procedimientos administrativos, a saber, que pocos se encuentran dispuestos a “leer” en serio una obra de filosofía porque ni se está dispuesto a invertir sin contrapartida social un larguísimo tiempo en ello ni se está facultado técnicamente para hacerlo? ¿Acaso los estudiantes de Filosofía disponen de los instrumentos imprescindibles para leer esas obras y de los conocimientos para descubrir qué y cómo pensar hoy? ¿Qué propuesta puede proceder de una escolástica vacía que ni siquiera incluye en sus planes de estudio las lenguas en las que se escribió el texto filosófico, aspecto tan decisivo para su interpretación?

Al igual que los estudiantes de Ingeniería, Físicas o Económicas tienen que conocer y dominar las matemáticas correspondientes para construir un puente, reconocer qué pasa en un acelerador de partículas o simplemente hacer la auditoria de una empresa, también los estudiantes de Filosofía, incluso restringidos al mundo de las letras (qué le vamos a hacer, extender la filosofía, al menos en nuestro país, al reino de las ciencias, sería tarea divina), harían muy bien estudiando simultáneamente Filología clásica o moderna, Historia antigua, Historia moderna y contemporánea, Ciencias humanas y sociales, Lógica, pero también, rebelándose así contra el sistema administrativo, estudiando Matemáticas, Geología o cualquier otra ciencia.

Seguramente ahí se encontraría una leve esperanza de salvación, que desde luego tampoco vendrá de la mera reorganización facultativa programada, la cual de seguro no obedece a los argumentos expuestos. Porque la verdadera pregunta que deberían hacerse hoy los profesionales de la filosofía es si, de seguir desconectada de cualquier otro estudio, la filosofía no se perderá definitivamente en esa complacencia narcisista de su propio aislamiento, entendido como una heroicidad, y por ende, en el reconocimiento de sí misma como la “reina de todas las ciencias”, la única que no tiene que rendir cuentas ante nadie. Los que luchamos por la filosofía tampoco deberíamos engañarnos con la falacia de que sin ella el mundo se precipitaría hacia la barbarie, ni con la ilusión de que pueda transformarlo. Quizá deberíamos conformarnos con que su estudio ayudara a interpretarlo, aparentemente resultado menor, pero si cabe de más largo alcance.

Pero que no cunda el pánico: la filosofía sobrevivirá a las condiciones a las que su complejo de inferioridad y, sobre todo, sus defensores la han conducido. Ciertamente el juego ya se juega en otra parte. A ver si adivinamos en cuál.

En todo caso siempre habrá que distinguir entre la “facultad de Filosofía” y las facultades de la filosofía.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/07/22/opinion/1469205378_170990.html

Foto: Angela Barnés González, estudiante diplomada en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid en 1936, examina una fotografía de su promoción. Samuel Sanchez

Polémica abierta: Sobre la defensa de las Humanidades y la opinión de Jesús Zamora Bonilla

Tras la publicación en el diario el País de un artículo de opinión del Decano de la Facultad de Filosofía de la UNED, Jesús Zamora Bonilla, las reacciones no se han hecho esperar por parte del profesorado. Sin embargo, acceder al área de opinión de El País es singularmente difícil, así que hemos decidido dar voz aquí a algunos de los que han querido responder al artículo de Zamora. En los próximos días publicaremos una serie de artículos remitidos a nuestra redacción para intentar abrir un debate. Ni que decir tiene que el propio Jesús Zamora puede replicar en cuanto lo desee.

Os dejamos, en primer lugar, la opinión de Juan Antonio Negrete Alcudia, profesor de filosofía en Sax y amigo de Jesús.

Enlazamos, asimismo, el artículo de Jesús Zamora Bonilla:

Cómo no defender las humanidades, en respuesta a mi amigo @jzamorabonilla

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Hace unos días, mi buen amigo Jesús Zamora Bonilla, filósofo, escritor y profesor, publicaba en El País un artículo titulado “Cómo no defender las humanidades”, en el que, haciendo gala de su espíritu escéptico (sanamente escéptico), intentaba delatar algunas de las principales falacias que predominarían entre los defensores del valor social y personal de la educación en las humanidades (entre estas disciplinas Jesús incluye, junto a la Historia, la Literatura, etc., también a la Filosofía, cosa que muchos filósofos considerarían discutible, pero que no discutiré aquí). Jesús nos advierte de que su ataque a esas presuntas falacias no significa que él no crea que no haya manera de defender correctamente las humanidades, aunque (como buen escéptico, encargado más de demoler que de ofrecer una construcción) deja eso para otro día. A mí me resulta intrigante cómo podría él, si se pusiera a ello el día de mañana, defender las humanidades, una vez que vemos cuáles piensa que no son maneras de hacerlo. En efecto, resulta que para defender la pertinencia educativa de la Historia o la Filosofía, no vale decir, según Jesús, que son un “pilar” de la democracia, ni que nos hacen más críticos, ni que contribuyen de manera relevante a realizarnos como personas. ¿Para qué son buenas, entonces? Quizás -especulo por lo que dice- las defendería él, en su (para sus amigos, conocida) vena hedonista, como una buena manera más de entretener las horas muertas. No obstante, mi intención no es especular sobre su futuro trabajo en este asunto. La cuestión es que yo me identifico con esas personas que, como Martha Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades) y varios otros, defienden las “humanidades” de la manera que Jesús (con algunos otros de nuestros filósofos e intelectuales) considera falaz. Sin embargo, yo no veo las falacias que ve Jesús Zamora en ese tipo de defensas de las humanidades. Antes bien, creo que pueden detectarse falacias en su ejercicio de “deconstrucción” (que él me perdone el término, porque sé que Derrida no es uno de sus santos). Por eso me siento obligado a replicar a los argumentos de Jesús y entregarme así a una especie de “deconstrucción de la deconstrucción” (remedando la expresión del teólogo árabe Al-Ghazali). Vayamos a ello:

La primera falacia que denuncia Jesús Zamora es la siguiente: la educación en humanidades sería un pilar de la democracia. Jesús contra-argumenta, en primer lugar, que la inmensa mayoría de los sabios humanistas que en el mundo han sido, eran contrarios a la democracia; además, añade, es muy paradójico que eso que siempre ha constituido un haber de la élite en el poder (“un privilegio de caballeros”) y un elemento de diferenciación social, se convierta ahora en herramienta de emancipación y democracia. Empecemos por esto último: creo que lo que se deduce del hecho histórico aducido por Jesús es más bien justo lo contrario de lo que él deduce: puesto que el conocimiento humanístico (todo conocimiento, en verdad) es y ha demostrado históricamente ser una herramienta esencial del poder, si queremos “empoderar” (como se dice ahora) a todos los ciudadanos, se sigue que tenemos que proveerles (tenemos que proveernos), necesariamente, de tal conocimiento.

Pero –yendo a lo primero- ¿cómo es posible que lo que es una herramienta de empoderamiento, le haya sido negada por los sabios a la mayoría de los seres humanos? Bien: en primer lugar, esto es discutible. La lucha contra la teocracia ha sido históricamente larga y lenta, pero se ha llevado a cabo solo o principalmente gracias a la universalización de la racionalidad, hasta llegar a la teoría del Contrario Social y la idea kantiana de que todo ser humano posee en sí la ley “práctica” (ética y jurídica), fundamento ideológico (aunque sea pese a sus autores) de la democracia actual. La razón por la que Platón (de quien Jesús, con Aristóteles, dice sensatamente ser menos amigo que de la verdad), Kant y tantos otros despotistas ilustrados se opusieron a la democracia, es precisamente porque creían que nunca, o muy difícilmente, la inmensa mayoría de las personas sería capaz de poseer el conocimiento “humanístico” (o el conocimiento, en general) necesario para ejercer el poder, no porque creyesen que el conocimiento no tiene por qué ir ligado a la detentación de la soberanía y el poder.

¿Por qué creían esos grandes hombres que la mayoría de los mortales no era capaz de tal educación? Hoy tenemos elementos para pensar que estaban desencaminados por los prejuicios de su época: Kant creía, por ejemplo, que las mujeres no podían tener carácter moral, Aristóteles creía que algunos humanos nacen esclavos por naturaleza, Platón creía que tenemos almas de diferentes metales… Eran, todas ellas, creencias de tipo fáctico y (hoy estamos casi seguros) completamente erradas. Si Platón y otros sabios estaban equivocados en eso, y toda persona puede alcanzar un grado de conocimientos históricos y filosóficos como para participar del debate público, entonces tenemos que deducir que lo que ellos creían que era posible y necesario solo para algunos, lo es en realidad para todos: en eso consiste la conquista de la democracia. El mismo Platón creía que no hay que dar por supuesto de qué material es el alma de cada uno al nacer, de modo que solo los hechos, en el contexto de una educación lo más igualitaria posible, podrían ayudar a descubrirlo. No puede, pues, excluirse a priori que, en un contexto de educación igualitaria, todos resultásemos tener igual tipo fundamental de almas y ser, por tanto, igualmente dignos de pertenecer a la élite gobernante. En resumen: los sabios pensaban, acertadamente, que el conocimiento humanístico debe estar intrínsecamente ligado al poder, pero creían, erróneamente, que la masa del pueblo es incapaz de ese conocimiento.

En realidad, el (contra-)argumento de Jesús Zamora tiene un carácter extrínseco (se basa en presuntos hechos, pero la política y la educación no tienen por objeto describir el mundo, sino criticarlo y, al fin, cambiarlo, según la famosa tesis de Marx). Y ¿no resulta enigmático qué creerá Jesús Zamora que constituye la competencia necesaria para la democracia, si no lo es el conocimiento de la Historia y el ejercicio crítico de las ideologías? Quienes defendemos las humanidades como elemento cívico esencial, lo hacemos, en efecto, porque (en una vena “republicana” –en el sentido filosófico-político de este término, que se remonta a Rousseau y Kant, y recientemente a Pettit, Rawls, Habermas y varios otros-) creemos que no hay democracia sin ciudadanos competentes en la crítica de las ideologías. Si prescindimos de esto, ¿qué pensamos que hace mejor a una democracia? Dejemos que el propio Jesús nos conteste a este extremo.

Pasemos a otra de las falacias que diagnostica Jesús en la defensa de las humanidades (cambio el orden en que la enumera él, porque creo que esta está estrechamente ligada a la anterior): algunos creemos, en efecto, decíamos, que las humanidades son elementales en la formación de una ciudadanía crítica, y que esa es una razón (más o menos consciente) por la que el sistema de mercado las relega en el currículo sustituyéndolas por una formación en lo más económico y mercantil. Sin embargo, Jesús señala, como contra-argumento, que ni es verdad que en el itinerario educativo se enseñe a ganar dinero (“ni siquiera a gastarlo”), ni que los muchos años de formación fundamentalmente humanística en países como el nuestro, hayan tenido el efecto de aumentar la masa crítica de la ciudadanía. Este argumento escéptico, en la medida en que apela, una vez más, a los hechos, implica muchas variables que lo hacen, como todo hecho sociológico, discutible y sujeto a la interpretación. Una de esas variables es el asunto de hasta qué punto el éxito o no en la formación de ciudadanos críticos es culpa de las humanidades y no, más bien, de un sistema educativo que en ningún momento ha dejado de estar controlado por las élites de una democracia imperfecta y contra el que ha habido que luchar casi heroicamente desde dentro. Con todo, creo que es difícil negar que, por ejemplo en nuestro país, hemos crecido exponencialmente en educación, también en educación cívica. No hay que olvidar que venimos de una dictadura, y que en la mayoría de países de nuestro entorno existe una educación humanística, una bildung, muy superior a la formación del espíritu nacional que reinó en la reserva espiritual de Occidente.

Quienes creemos que se está produciendo una (mayor) mercantilización de la educación, no necesitamos caer en una burda versión de la teoría del complot del malvado capitalismo (ni añoramos cualquier pasado libertinaje de cátedra). La cosa es algo más sutil: el hecho es que, tanto en los contenidos como en las formas, los estudios, desde la educación primaria hasta la universitaria, van siendo regidos cada vez más y en más países (desde EEUU a Japón, pasando por nuestro país y su infausto Wert) por criterios productivistas, lo que no tiene nada de extraño si se piensa que son las instituciones económicas las que, por encima de criterios culturales y políticos, determinan cada vez más qué recurso económico se destina a qué actividades. ¡Claro que las escuelas enseñan, y cada vez más, a ganar dinero, o, más bien, a trabajar para que lo ganen otros!: la inflación de formación técnica (incluso las ciencias se justifican solo por sus réditos productivos “y” armamentísticos), y la deflación de las educaciones artísticas y críticas, tienen como misión (más o menos consciente, y más o menos exitosa) producir productores y consumir consumidores.

Vayamos, por fin, a la otra falacia que cree ver Jesús Zamora en las típicas defensas de las humanidades (dejo aparte la última que menciona él brevemente, y que consistiría en que los intelectuales exigen educación humanística porque viven profesionalmente de ello: como dice el propio autor del artículo que comentamos, esta es una argumentación que se comenta sola…). La otra falacia, decimos, sería esta: la educación humanística –según creemos algunos- es un elemento esencial de la realización o del crecimiento integral de la persona. En contra señala Jesús que quienes nos dedicamos a las humanidades no somos ni menos “imbéciles” ni más felices que quienes apenas tienen un mero barniz de ellas. Es decir, la educación humanística no (pero… ¿alguna otra sí?) nos haría ni más inteligentes ni más felices, aunque sí son una fuente de inocente placer. Este argumento (lleno de una encomiable humildad) entra, a mi juicio, en colisión frontal con el primero que hemos sopesado: si la educación humanística no sirve para realizarnos ¿cómo es que se la han quedado siempre para sí las élites del poder? ¿Acaso eran “imbéciles” y no se dieron cuenta de que siendo rudos analfabetos podrían haber sido igual de sabios y felices con bastante menos esfuerzo mental? ¿Solo obtenían, esas élites cultas, un cierto placer (que no podía, sin embargo, repercutir en la felicidad, según el argumento de Jesús)? En cualquier caso, este argumento denota una concepción muy austera de la “realización” humana… si bien no extrema: podríamos ir un poco más allá y preguntarnos: ¿qué hemos ganado aprendiendo a hablar? ¿Somos algo menos imbéciles y más felices que una muy bien adaptada ameba?

Toda esta cuestión es difícil, porque ya no atañe a lo político y lo público, como las anteriores falacias, sino que se introduce en el terreno de la ética y el de lo que quiera que sea una buena vida. Y ya sabemos que nuestra sociedad liberal es muy reacia a hablar de qué constituye una buena vida: solo entiende de lo que se puede comprar y vender. Podría ser que el asunto de qué constituye una vida realizada, sea algo del todo subjetivo, y entonces no sería utilizable como argumento en defensa de la educación pública en humanidades. Sin embargo, hay algo esencial que señalar en este respecto: sea lo que sea de todo esto de la realización personal, parece evidente que la discusión acerca de ello solo puede hacerse, con competencia, desde una preparación humanística. En efecto, no es una mera casualidad que Jesús (y yo) poseamos una cierta educación humanística: ¿estaríamos manteniendo este debate, sin ella? ¿Puede mantenerse un debate competente acerca de lo que debe ser una buena educación, sin el conocimiento de la Historia, la Literatura “y” la Filosofía, sin la “herramienta” de las humanidades? O, para no doblegarnos siempre al lenguaje instrumental, ¿podemos hablar de una educación allí donde faltan, no ya como medios, sino simplemente como fines, algunas de esas “materias”?

¿No será (planteo como hipótesis hermenéutica un tanto osada) que todo lo que nos quiere enseñar el artículo de nuestro amigo y colega Jesús Zamora es que, en efecto, no es posible siquiera discutir de qué es lo que importa, si se carece de educación humanística? ¿Nos está diciendo Jesús, con su simple acto de escribir acerca de cómo no defender las humanidades, algo como “fijaos en mí: solo porque tengo educación en humanidades puedo hacer una crítica de cómo no educar en ellas”? Esto sería un gran ejercicio de ironía, de reducción al absurdo de la negación del carácter esencial de las humanidades para la crítica; un ejercicio de lo que los teólogos llamaban “vía negativa”: incluso hablar de cómo no defender las humanidades es un ejercicio de su defensa sustantiva… Por eso, seguramente, Jesús no necesitará escribir nunca la segunda parte, su “cómo sí defender las humanidades”.

Esta entrada fue originalmente publicada en el Blog «Dialéctica y analogía«, De Juan Antonio Negrete Alcudia, el día 7 de enero de 2017