Se cumplen 70 años sin Ludwig Wittgenstein, uno de los mayores
filósofos del siglo XX. Continúan apareciendo escritos desconocidos.
Wittgenstein (1889-1951) legó dos escritos esenciales, «Tractatus logico-philosophicus» e «Investigaciones filosóficas».
Sostenía que los jardineros no recibían los honores que merecían. Y
hablaba con conocimiento de causa, porque había desempeñado ese oficio
en un monasterio de su Austria natal durante unos meses, cuando todavía
boyaba de una profesión a otra –ingeniero aeronáutico, arquitecto,
soldado– mientras se buscaba a sí mismo, sin clemencia, acaso intentando
esquivar el destino suicida que le tocó a tres de sus cuatro hermanos.
A Ludwig Wittgenstein lo atraían los invernaderos,
especialmente el de un jardín botánico como el de Dublín, donde se
sentaba a escribir. Es evidente que la compañía de naturaleza y silencio
le resultaba propicia a quien también los buscó en paisajes
prácticamente deshabitados del norte de Irlanda y en Skjolden, un fiordo
noruego. Quizá esos entornos le permitían ejercer un rol más
prepronderante a la autosugestión que se vislumbraba indivisible de sus
apasionadas obsesiones: “Dite a ti mismo una y otra vez (al filosofar):
es una seducción la que te hace que concibas el pensamiento como un
proceso misterioso”. En esos parajes remotos ponía literalmente en
escena la pregunta que tarde o temprano se hace todo filósofo: dónde
está uno cuando piensa. Todavía hoy, en ese precipicio escandinavo, se
ven los restos de la cabaña que él mismo construyó, equivalentes a lo
que dejó en su obra: fragmentos y ruinas.
En esa radiante soledad
de acantilado practicaba a sus anchas su método de cabecera: hablar
solo, en voz alta. (Cierto es que también perfeccionaba ese vicio en sus
habitaciones del Trinity College de Cambridge, antes y después de
clases en las que a su vez monologaba casi ininterrumpidamente). Este
método de composición, no obstante, no dejaba de descolocarlo, y acaso
fuera ese desconcierto lo que volvía fecundo el mecanismo: “Nos han
enseñado a hablar pero, ¿nos han enseñado a hablar con nosotros mismos?
Hablar con uno mismo lo hacen todos, pero Dios sabe de qué se trata”.
Como
en sus diarios más íntimos, ese careo consigo, en el que actuaba de
inquisidor e imputado a la vez, lo trasladaba a su trato con alumnos. De
tono y modo riguroso y afable, la suya era una voz vital, presente,
tanto en los apuntes transcriptos de sus clases como en sus divagaciones
seriales a solas. A veces es como si sus anotaciones es supusieran
implícitamente la pregunta imaginaria de un oyente.
El soliloquio
maquinal a lo Hamlet no cejaba pero solo podía operar por párrafos,
fracciones, astillas. Para quien la utiliza, la estructura atomizada es
muy frágil y muy promisoria a la vez, y en el caso de Wittgenstein
significó –excepto en el Tractatus, lo único que publicó en
vida– la imposibilidad en él de encontrar el libro, un formato. En una
ocasión anotó: “Es curioso ver cómo cierto material se resiste a una
forma”. A cambio, le fueron concedidas miles de oraciones brillantes,
huérfanas, en tránsito, migrantes sans-papiers.
Proceder
por unidades mudables era ideal para quien desea llegar hasta las
discriminaciones y distinciones más ínfimas. De allí que montara una
auténtica comedia de cuadernos. Pasajes que se trasplantan de unos a
otros, retrabajados, resecuenciados, la publicación dilatada
indefinidamente. Un día la matemática, para la que tenía un genio
precoz, vino a socorrerlo; no es improbable que parte de la autoridad
del Tractatus se deba a su desovillarse por medio de una enumeración y sus subdivisiones.
Este
melómano estricto no carecía de sentido del humor pero era un hombre de
milímetros, sea para reenmarcar una fotografía o para bajar el
cielorraso de un cuarto dos pulgadas. Era de otra pieza de Shakespeare
que quería tomar prestado su dogma: “Te enseñaré las diferencias”,
amagaba el rey Lear. Remero aficionado, peatón presuroso, Wittgenstein
pasaba días y noches en su mesa de montaje y jugaba a armar versiones
diversas, nuevas, demencialmente nuevas, con casi los mismos contenidos.
(Lo hacía con la ubicación de fotos que se tentaba con pegar en libros
contables).
Lo que le estaba proponiendo al lector era un vértigo
provisoriamente definitivo, el de tener entre manos una obra inestable,
de estatuto vacilante, suspendida en su propia prehistoria: Los cuadernos azul y marrón, Aforismos, Ocasiones filosóficas, Lecciones y conversaciones, Observaciones sobre los colores.
Son títulos póstumos, ajenos, invitantes. Por algo se habría
anticipado: “Excepto en casos extraños, ‘esto parece ser un libro’ no
tiene sentido”. Legar una potente obra desarmada es otra manera de
garantizarse que discípulos y lectores siempre encontrarían en ella
refugio y campo fértil, como si su credo hubiera sido: “Yo me encargo de
las instantáneas, ustedes encárguense del montaje final”.
Lo que ahora se conoce como Escrito a máquina, bisagra y puente entre el Tractatus y las Investigaciones filosóficas,
es menos epigramático y opaco que el primero y empezaba a trazar un
radio más abierto y extenso para cada cavilación; esa deriva
desembocaría en el segundo. Escrito a máquina fue redactado en
1933 y mecanografiado en las vacaciones navideñas de ese año en Viena,
durante su visita familiar anual. (Ya que estamos: Wittgenstein sabía de
memoria Un cuento de Navidad de Dickens).
Queda claro
que la semilla autobiográfica de no pocas de sus líneas fue
imprescindible para la suerte de su apuesta: “La manera de escribir es
una especie de máscara detrás de la cual el corazón hace caras a gusto”.
Príncipe de lo impredecible, su procedimiento era el de una especie de
psicologización técnica del pensamiento, que elevó el autoanálisis al
nivel de una ciencia. En parte, Wittgenstein era capaz de pensar como
pensaba porque se estaba examinando continuamente, de una manera extrema
y aun riesgosamente extremista. Acaso estuviera enseñando un
subterfugio para que luego nadie lo necesitara, ni a él ni a nadie. Se
puede estar poco con él (de a ratos, dosis, ráfagas, igual que como
ordenaba sus meditaciones), tal es la intensidad de su prosa, y así debe
haber sido, según todos los testigos, con su persona.
Su
grafomanía era indisociable de su filosofar sin fin, de su tanteo y
avance por repetición y diferencia. En esa fuga de matices, las
variaciones lo dominaban (como otro ilustre matemático, John Nash, era
un gran silbador de piezas clásicas) porque lo que le quitaba el sueño
era el enunciado, la lógica y la lírica del lenguaje y sus mil noches en
vela. Es uno de los motivos por los que se pasó la vida dando ejemplos.
Creía que casi todos los que se le ocurrían eran válidos para averiguar
cosas. Una y otra vez, lo salvó una imagen. Esa compulsión comparativa
tenía socios fieles, los colores y las piezas de ajedrez: “Es posible
que alguien olvide el significado de la palabra ‘azul’. ¿Qué es lo que
olvidó?”.
Este auspiciante de lectores solícitos, atareados,
simultáneamente noctámbulos y madrugadores, halló una definición
elemental, elástica, modular, de la relación simbiótica entre una página
impresa y quien la recorre: “Leer este libro es un juego que debe ser
aprendido”. Maniático de la puntualidad que se fue antes de tiempo,
encontró un rato perdido para sembrar un acertijo zen, una clave
traviesa del acto de la lectura: “¿Quién lee hace que lo que lee dependa
de lo que está escrito?”. De inmediato, este simulacro de duda ocasiona
otro interrogante que, setenta años después de su muerte, sigue
respondiéndose solo: ¿para qué salir de Wittgenstein?
Escrito a máquina, Ludwig Wittgenstein. Trad. J. Padilla Gálvez. Editorial Trotta, 694 págs.
El hombre que, siendo uno de los semiólogos más importantes del mundo, se reinventó en 1980 como novelista con El nombre de la rosa, libro que lleva ya vendidos 50 millones de ejemplares, se dirige a su casa, situada en una de las dos mejores plazas de Milán, frente al imponente Castello Sforzesco, punto de atracción de los turistas y que Eco desmitifica con una simple frase: “Bueno, es una copia del siglo XIX, como todo el gótico francés”.
Una vez en casa, cuelga sus cosas en el perchero –donde reposan media docena de sombreros y, al lado, muchos más bastones– y, mientras los visitantes se sorprenden del moderno interiorismo, con paredes de color blanco, grandes ventanas diáfanas, muebles de diseño, butacas ergonómicas –“¿qué pasa?, ¿esperaban un monasterio medieval?”–, nos pasea por “el pasillo de la literatura”, una parte de su impresionante biblioteca de 35.000 volúmenes, que se distribuye de modo aleatorio por las dos plantas del domicilio. “Este es el estudio de los ensayos, allá junto al lavabo tengo a los lógicos ingleses”, dice señalando un lugar en el que no reina ningún orden aparente. Pero ¿puede orientarse en este caos bibliográfico?
“¡¿Caos?!”, clama fingiendo indignación. “¡A ver, dígame el nombre de un filósofo!”.
“Mmm… Hume”. Y Eco aparta una butaca giratoria que le había salido al paso y avanza enérgicamente hacia uno de los tres tabiques de estanterías de su despacho, para agarrar un grueso volumen que contiene la Investigación sobre el entendimiento humano del ensayista escocés. “¡Dígame otro!”. Y, así, van apareciendo Aristóteles, Aquino, Wittgenstein… Como si respondieran al llamado de este acelerado personaje al que nadie le echaría sus 83 años. “Un dicho alemán dice: ‘Aprendo una palabra al día’, y yo las tengo todas aquí”, ríe.
Cansados de que nunca falle localizando sus volúmenes –a veces en los lugares más inverosímiles– le preguntamos: ¿nunca ha perdido un libro? “Por lo general, no, tengo muy buena memoria posicional, el drama es cuando yo recuerdo uno de hace treinta años con la portada verde y se ha descolorido y vuelto ya amarilla, en ese caso no lo encuentro”.
Tiene etiquetas temáticas sobre los estantes, “pero todas están equivocadas”, superadas por la constante acumulación. En una cajita guarda su colección de pipas, sobre la mesa de trabajo reposa una lupa, tras unas vitrinas adivinamos manuscritos medievales, y en el salón hay una escultura de Hermes de mármol, unos facsímiles de los evangelios sobre un atril… También pasamos ante un muro que él llama “mi cementerio” porque en él cuelga fotos de sus amigos muertos, como la actriz Franca Rame, esposa de su vecino, el nobel Dario Fo. Pero lo que a él le hace más gracia es una viñeta de The New Yorker que ha enmarcado, “la mejor de su historia”: en ella se ve a un niño a quien su madre le dice: “No, tú has sido parido, no descargado”.
El escritor conserva también la caricatura que le hizo el dibujante Georges Wolinski, del semanario Charlie Hebdo, asesinado el pasado enero en París, en la que se lee: “¡Viva Umberto!”. “Tenía mi misma edad…”, sacude la cabeza. Hay dos ordenadores al lado, uno para su secretaria y otro para él, en el lugar donde escribe sus novelas, aunque confiesa que “no tengo reglas. Puedo pasarme horas escribiendo sentado en el baño, de hecho bastantes veces. Y en mi casa del campo soy aún más productivo, la tengo en Montefeltro, no lejos de Urbino y San Marino, en las colinas, con valles y bosques alrededor, una zona salvaje, huyendo de la Toscana, que es un país de pijos extranjeros. En realidad, mis mejores ideas me vienen cuando nado, ya sea en el mar o en la piscina. Hay escritores profesionales, como mi amigo Vargas Llosa, que se marcan un horario estricto, escriben hasta las cuatro y luego ven a los amigos, pero yo sería incapaz de hacer una cosa así, tan metódica, soy italiano”.
Muerde tabaco constantemente y su interlocutor llega a temer que, en algún momento, vaya a escupir todo ese material, pero no, por lo que se deduce que acaba tragándoselo. “No se asusten, fumé en pipa de los 20 a los 60 años, pero la tenía siempre en la boca y la tuve que dejar. Sé que da una imagen rara esto de mascar un cigarrillo, el otro día una señora me dijo: ‘¿Por qué no lo enciende? Va todo el día con eso en la boca’ y yo le respondí: ‘Señora, ¿no ha tenido nunca usted cosas en la boca sin encenderlas?’”.
En el recorrido por la vivienda, solamente hay una zona vedada: “¡No, ahí no se les ocurra entrar! ¡Es el territorio privado de mi mujer. ¡Zona sagrada!”. “Umberto, por favor…”, sonríe, al otro lado, la alemana Renate Ramge, su esposa desde 1962.
Él insiste en que nunca ordenará todo lo que vemos: “No quiero que nadie ponga sus manos aquí. En el sótano guardo las cajas con los manuscritos.
Tengo ofertas de las universidades norteamericanas. Un conocido autor italiano, que no quiero nombrar, recibió una oferta de una universidad por el manuscrito de su novela… y él lo había tirado a la basura. ¿Saben qué hizo? Tomó un libro impreso y se lo dio a una secretaria para que lo volviera a pasar a máquina, luego borró muchas líneas, simuló unos tachones y volvió a escribir lo que estaba escrito pero a mano, como si fueran correcciones… y lo vendió por varios miles de dólares, ¿qué les parece? Yo lo dejo todo así, porque ¿qué harían, si no, mis estudiantes cuando me muera? Hay que pensar en dejar trabajo a las generaciones futuras…”.
Umberto Eco lleva más de 40 años viviendo en Milán, la capital editorial de Italia, donde tienen su sede los grandes grupos como Mondadori, Rizzoli o Mauro Spagnol, mientras que Turín y Roma albergan editoriales más pequeñas.
Nació en Alessandria (no la egipcia, sino la italiana) en 1932, y empezó a publicar en 1956, en concreto su tesis doctoral, titulada El problema estético en Tomás de Aquino.
Le seguirían, años después, ensayos míticos como Apocalípticos e integrados (1964) y el Tratado de semiótica general (1975). El éxito que obtuvo en su estreno como novelista, con El nombre de la rosa en 1980 –adaptada al cine en 1986 por Jean-Jacques Annaud, con Sean Connery– le hizo publicar después otras ficciones como El péndulo de Foucault (1988), La isla del día antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) o El cementerio de Praga (2010).
Este año ha sacado a la calle Número cero, una sátira ambientada en la Italia de 1992, donde un empresario parecido a Berlusconi pone en marcha un periódico que no se publica, solo cierra números cero, con la intención de traficar con la información y conquistar espacios de poder.¿Cómo era su padre, professore?
Era
el director de una empresa que vendía hierro y bañeras. Combatió en
todas las guerras: la del 14-18, luego lo enviaron al frente de Libia, y
en la Segunda Guerra Mundial. No tuvo una vida fácil.¿Qué influencia tuvo en su vocación de escritor?
Era
hijo de un tipógrafo, y yo he puesto en mi última novela nombres de
familias tipográficas a los personajes. Mi padre tuvo 12 hermanos, no
podían comprarse libros, y se iba a los quioscos a leer los fascículos
de las novelas por entregas, hasta que el quiosquero lo echaba, se iba a
otro quiosco y allí leía otro trozo. Colecciono aún libros impresos por
mi abuelo. Yo leía en su casa, recuerdo Los tres mosqueteros de Dumas,
ilustrado por Maurice Leloir. Cuando murió, se le quedaron muchos
manuscritos por editar en una caja, novelas populares a las que nadie
hizo caso. Esa caja terminó en el almacén de mi familia y yo a los 8 o
10 años devoré esos manuscritos, eran aventuras fantásticas. La otra
influencia fue mi abuela materna, una mujer que no tenía educación, tal
vez la primaria, pero sí una pasión increíble por la lectura, se iba a
las bibliotecas y siempre tenía un montón de novelas en casa. Leía
Balzac o Stendhal como si fueran una novela rosa, sin sentido crítico,
pero me prestaba esos libros y yo me sumergía en la gran novela francesa
a los 12 años.
Umberto Eco creció con un fuerte legado de las guerras europeas, la tipografía y la lectura en su familia.
¿Y su madre?
Mi madre leía revistas, cuentos de las revistas femeninas… Leyó Madame Bovary, de vez en cuando aceptaba esos libros. Pero la verdad es que yo no crecí en una casa rodeada de libros. Ahora, esta tarde, viene mi nieta, que tiene 14 meses, y ella ya podrá decir otra cosa, porque se pone a jugar con mis incunables.
Siempre tienes la nostalgia de la infancia. La mía es la de aquellas noches en los refugios antibombardeos, en un sótano muy oscuro y húmedo, fuera se escuchaban las bombas. Nos despertaban en casa a las tres de la madrugdaa y nos llevaban abajo rápidamente, los padres estaban asustados mientras los niños jugábamos. Para mí es un recuerdo agradable, y hubiera podido morir.¿Qué quería ser de mayor?
Antes
de los cinco años, conductor de tranvía, porque siempre que subía a uno
me fascinaba la maleta tan bonita que tenía, con todos los billetes
dentro. Mi editora, hace veinte años, encontró una maleta de esas y me
la regaló. Luego quise ser oficial del ejército, crecí en la época
fascista. Andaba como un soldado por la calle, digamos que hasta los
ocho o nueve años. Luego ya quise ser periodista. Pero me inscribí en la
Facultad de Filosofía, aunque no me veía haciendo carrera
universitaria, me parecía algo muy complejo, buscaba trabajo en
editoriales con la idea de, a los 40-45 años, hacerme profesor sin mucho
compromiso, sin dar muchas clases, como externo, la libre docencia.
Pero, en realidad, hice eso a los 29 años.Nadie se cree que un libro de Umberto Eco se lea en dos tardes. Este último, Número cero, no parece escrito por usted…
Mis
novelas anteriores eran sinfonías, este es un solo de Charlie Parker.
Lo mejor fue la llamada de mi editor francés, que me hizo mucha ilusión:
“Umberto, ¡esta novela parece escrita por un jovencito!”. Mis novelas
anteriores me tomaron al menos seis años de trabajo cada una, pero esta
se basa en experiencias personales, en noticias políticas fáciles de
encontrar y solo me ha ocupado durante un año.¿Tan mala imagen tiene de los periodistas?
Describo
un periódico asqueroso, que juega con la información no para
publicarla, sino para especular. Por lo general, los periódicos no son
así. Pero ilustres periodistas italianos como Scalfari me han dicho:
“Umberto, señalas algunos de nuestros problemas más graves, las taras
del periodismo de hoy”. Roberto Saviano, tal vez exagerando, ha dicho
que es un manual de periodismo. ¿Qué denuncio yo? Si un periódico
entrevista al presidente, el poder de influencia de esa entrevista
debería ser sobre el público, no sobre las altas esferas, que es lo que
está sucediendo. Se hace periodismo para las élites. El chantaje de hoy
no es que yo le digo a mucha gente que usted ha robado, sino que se lo
cuento solamente a dos. Voy a la mesa de una persona importante, le
cuento la noticia y sugiero que podría contar más. Ahí es donde los
periódicos tienen su verdadero poder, no sobre el hombre de la calle que
lee el mismo texto de una forma distraída y no se da cuenta de los
mensajes en clave. ¿Por qué hay tantos pequeños periódicos que venden
muy poco pero reciben subvenciones? Porque su función es la de enviar un
mensaje privado. Dicen: “Yo sé algunas cosas y podría decir más”, y con
eso consiguen favores.
Si un periódico entrevista al presidente, el poder de influencia de esa entrevista debería ser sobre el público, no sobre las altas esferas. Se hace periodismo para las élites
Usted dice que se puede engañar diciendo la verdad. ¿Cómo?
¡Claro!
Es lo que hacen los periodistas que activan la máquina del fango, no es
necesario lanzar acusaciones muy graves: de asesinato, robo… Si no
tienes eso, y quieres desacreditar a alguien, basta una sombra de
sospecha sobre el comportamiento cotidiano. Hay un juez italiano al que
destruyeron con una chorrada: lo describieron sentado en un banco, en un
parque público, no hay nada malo en eso, pero no se corresponde a la
imagen clásica que tenemos del juez. Se dijo que quizás fumaba marihuana
como otra gente que iba al parque, que era extraño que estuviera allí
con tantos casos pendientes en su juzgado, se puso énfasis en sus
calcetines ridículos de colores… Y, hace un tiempo, un periódico que me
tenía manía publicó unas insinuaciones sobre mí, dijo que me habían
visto comiendo en un restaurante chino, con palillos, y con un
desconocido. Un desconocido para ellos, claro, porque era un amigo mío.
Pero lo explicaban de una manera que daba pie a sospechas, porque decir
que alguien está con un desconocido te hace pensar en una novela de
espionaje, y si hay palillos y chinos de por medio casi puedes ver al
Doctor Fu Manchú. Así actúa el ventilador del fango…En
Internet hay páginas que aseguran que usted está a punto de ser padre,
que tiene inversiones en restaurantes y en empresas de vodka… Parece que
haya creado usted estas webs de noticias falsas como promoción…
¡Ni
lo sabía! Una vez se escribió en Wikipedia que éramos 13 hermanos y que
me había casado con la hija de mi editor. También se publicó mi muerte,
una noticia que considero algo prematura. Sus novelas anteriores daban
pie a teorías de la conspiración, pero ahora parece usted reírse de
ellas… Uno de los periodistas se pregunta: “¿Y si en vez de ejecutar a
Mussolini hubieran matado a su doble?”. Todo se basa en detalles de la
verdad histórica. La historia de Mussolini me atrae, cuando huía de
Italia y le salió al paso su esposa, no quiso ni saludarla, eso es un
hecho real, del que el periodista fantasioso extrae la conclusión de que
no era el auténtico Mussolini. Mussolini forma parte de mi vida, fui
muy amigo de Pedro, el militar que lo arrestó. Y conocí al coronel
Valerio, que lo mató, del cual se descubrió años después quién era,
Walter Audisio, que vivía a dos manzanas de mi casa. Mi padre siempre lo
saludaba por la calle en Alessandría, aunque no llegaron a ser íntimos.
En 1980 se estrenó como novelista con ‘El nombre de la rosa’, uno de sus libros insignia, que lleva vendidos 50 millones de ejemplares en el mundo.
Es
escalofriante ver todos los crímenes que cometen a diario los Estados,
pero no solo las dictaduras, sino también los Estados democráticos. No
se salva un solo país. Mis personajes de Número cero acaban diciendo que
se irán a América Latina.Pero no será porque no hay allí crímenes…
Sí,
pero ellos dicen que al menos allí no son secretos, porque ya se sabe
que el narcotráfico forma parte de las estructuras de ciertos Estados.
Italia, a principios de los noventa, todavía parecía que podía salvarse,
porque empezaban los grandes procesos judiciales contra la corrupción,
pero hoy ya está igual que esos países que han asumido como una
fatalidad que el crimen se introduzca en las estructuras estatales.
Italia asume que el crimen forma parte del Estado, que está ahí
infiltrado.¿En qué año se jodió Italia?, parafraseando a Vargas Llosa…
Hacia 1994, cuando llegó Berlusconi.¿Aún da clases?
Bueno,
voy una vez al mes a Bolonia. Doy alguna, sobre todo conferencias,
dirijo la escuela superior que organiza los doctorados. Tengo la
necesidad de hablar en público y explicarme, debo calmar esa necesidad.
Dar clases permite darte cuenta de que haber escrito un libro sobre un
tema no quiere decir que conozcas bien ese tema, en un libro te quedas
tan ancho, dices: “la influencia de Baudelaire en Joyce”, y ya está,
pero en clase los alumnos te exigen que se lo aclares bien y así
descubres nuevas cosas y planteamientos falsos. Yo ya nunca escribo un
libro sobre un tema sin haber dado antes clases sobre eso.De hecho, su libro más influyente es Cómo se hace una tesis, ¿verdad?
Yo
diría que hasta el más leído. Millones de estudiantes lo han usado en
todo el mundo como guía para redactar sus tesis. Ahora lo han publicado
en Estados Unidos y tiene unas críticas entusiastas, sigue siendo útil
en la era de Internet aunque yo la haya escrito a mano. Después de mi
muerte, ese será el único libro que me sobrevivirá.Usted solo ha escrito siete novelas, pero 40 ensayos…
Bueno, 42.Pero para la gente es un novelista. ¿Le disgusta?
No,
porque la mayoría de mis obras se dirige a un público más restringido.
Yo escribí mi primera novela tardíamente, cuando salió El nombre de la rosa
ya tenía 48 años. Quería editar unos 2.000 ejemplares de ese libro en
una pequeña editorial muy selecta, pero me llamaron enseguida el gran
Giulio Enaudi y el director de Mondadori para ofrecerme un gran contrato
y una tirada de 30.000 ejemplares, sin haberlo leído. Me emocioné y con
el dinero de ese adelanto me compré una maleta de cuero, muy bonita,
que todavía conservo.Hay varios editores que cuentan que usted salvó sus editoriales con El nombre de la rosa…
Ah,
sí, como Esther Tusquets, que la publicó en español. Cuando empecé con
ella, trabajaba allí, en Lumen, Beatriz de Moura, la fundadora luego de
Tusquets y su marido; estaban reconvirtiendo una editorial de libros
religiosos en otra más literaria, y no fue sino conmigo, y con Mafalda
de Quino, cuando empezaron a tener éxito. ¡Ah, Beatriz de Moura era la
mujer más guapa de la feria del libro de Fráncfort! Eso es mucho…¿Qué son los eruditos hoy?
Es
una paradoja, pero la verdad es que suelen ser perdedores. Vivimos en
un mundo en que el físico que gana el Premio Nobel no sabe nada de la
historia de la literatura. Puede haber un corrector de libros que sea un
sabio, pero ese conocimiento excelso no le sirve para nada en la vida.
Hoy se da un fenómeno de hiperespecialización, que es muy
estadounidense. Así que los grandes sabios son muchas veces empleados de
correos a media jornada u oficinistas grises. El otro día le dije a un
prestigioso profesor de literatura francesa de una universidad de
Estados Unidos que estábamos llegando a un “taylorismo” de la cultura,
es decir, que cada uno es capaz de hacer solo una sola cosa. Y me
preguntó: “¿Qué es el taylorismo, Umberto?”. Pues eso mismo que le pasa a
él, que no sabe casi nada de ninguna otra cosa que no sea lo suyo.Lleva más de 40 años viviendo aquí en Milán. ¿Cómo ve la política en el norte de Italia?
La
Liga Norte quería dividir Italia proclamando la independencia, pero
ahora se ha unido a los fascistas, nacionalistas italianos, porque el
nuevo líder de la Liga es un oportunista, y lo de la independencia ya no
resulta prioritario. Es un hombre sin ideología que se sube al caballo
ganador y se está mezclando con la extrema derecha. Cada vez es más
difícil saber qué es este partido.Se ha publicado que prepara usted una secuela de El nombre de la rosa.
No.
Sí me lo pidieron, pero dije que no. Fue mi editor en inglés. No le
diré la cantidad que me ofreció. Pero ese libro ya está escrito y no hay
más que añadir.¿Perdió la fe estudiando a Tomás de Aquino?
Coincidió,
sí, percibí unos problemas político-religiosos que me alejaron de la
Iglesia. Mi tesis doctoral la empecé habitando el mundo de santo Tomás y
la entregué ya desengañado, cuando ya vivía en otro mundo. Eso le da al
texto un carácter más rico, porque tiene ambas visiones, desde dentro y
desde fuera.Fue también guionista de televisión…
A
finales de 1954, en los inicios de la televisión, la RAI tuvo un nuevo
presidente que quiso abrir puertas. Convocaron un concurso para
reporteros televisivos, con el fin de renovar las caras. Nos fueron a
cooptar a unos cuantos. El filósofo Gianni Vattimo y yo sacamos la
máxima puntuación y nos contrataron, sin haber hecho ni siquiera un
curso de TV ni nada previamente. Me fui a los tres o cuatro años, pero
los que se quedaron llegaron a ser grandes jefes. Yo me fui al
departamento artístico, que hacía la parrilla de programación, era un
trabajo muy aburrido, pero que me permitió conocer toda la organización y
estructura de la RAI. Entonces había un solo canal, en blanco y negro,
pero a las nueve de la noche ponían Shakespeare, Guerra y paz, o
Pirandello, y a la gente le iba bien, lo veía. Ahora veo programas en
que gritan y se insultan. La televisión antigua era mejor en eso, casi
no había programación basura. Los jóvenes ahora miran más YouTube, no sé
si serían capaces de ver una película de Wim Wenders que dura cuatro
horas.¿En qué trabaja?
En
cosas filosóficas y semióticas, preparo la edición de todos mis
escritos de semiótica, serán unas 3.000 páginas. La semiótica es muy
útil, yo la llamé la teoría de la mentira porque hay unos signos que se
ocupan de algo que me permite decir lo que hay, pero, aún más, hay otros
que me permiten decir lo que no hay y nunca ha estado. La semiótica es
todo aquello que se utiliza para decir mentiras. Otro trabajo enorme que
tengo es revisar todas las traducciones de mi nueva novela, y debatir
con los traductores de cada lengua.¿Aún lee cómics?
Solo
los antiguos, que compro en los mercadillos, cosas de mis tiempos,
porque las novelas gráficas de ahora me parecen demasiado difíciles.¿Más que esos textos medievales que tiene por ahí?
¡Sin duda! El cómic hoy se ha convertido en un género extremadamente difícil de descifrar.Este año se celebra la Exposición Universal de Milán, ¿qué va a hacer?
Huir a mi casa de campo. Me corresponde presentar un acto sobre el primer libro publicado en Italia de Cicerón… y luego me iré corriendo.
VICTORIA CAMPS. Barcelona, 1941. Catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona, consejera permanente de Estado. En su nuevo ensayo, Tiempo de cuidados (Arpa), reivindica un cambio de paradigma basado en la ética del cuidado.
Los humanos somos seres vulnerables y dependientes, en algún momento de nuestra vida todos necesitamos ser cuidados. ¿Por qué, sin embargo, el cuidado ha estado tan ignorado?
Porque ha sido muy cómodo. El cuidado se realizaba en el ámbito familiar y las que cargaban con el cuidado eran las mujeres. Eso funcionaba y era una división del trabajo asumida como «natural». Y hasta hace poquísimo no se ha empezado a poner en cuestión ese reparto totalmente injusto e irresponsable.
Usted defiende una ética del cuidado. ¿En qué consiste?
El cuidado entró en el discurso ético desde hace unos 50 años, sobre todo a partir de un libro de Carol Gilligan, una psicóloga estadounidense que señaló la importancia del cuidado en el desarrollo de la conciencia moral de las personas y, además, la necesidad de un valor que decía que no se ha tenido en cuenta por lo que he dicho antes: porque ha estado oculto en la vida privada, en la vida doméstica, no ha sido un trabajo hasta hace poco e incluso ahora está muy mal retribuido. La ética, sobre todo la ética feminista, en un principio fue un poco reticente a aceptar ese valor del cuidado.
¿Y eso?
Fue un poco lo que ocurrió también con la maternidad, de la que el feminismo ha hablado poco hasta ahora, porque consideraba que el tener que ocuparse del cuidado, el tener hijos, era algo que más bien había perjudicado a las mujeres. Sin embargo, eso es algo absolutamente fundamental, y eso es lo que la ética del cuidado pone de relieve. Creo que la importancia del cuidado hoy se ha asumido por el feminismo en general, aunque hay algunas reticencias todavía. Pero en ética, y sobre todo en las éticas aplicadas y la ética del mundo sanitario, se ha desarrollado mucho la noción de ética del cuidado. Y luego ha pasado al campo de la política, de la administración. Porque si hay una necesidad de cuidados, la responsabilidad por los cuidados no puede ser sólo individual, tiene que ser también pública, política.
¿El cuidado es entonces un deber moral que nos concierne a todos?
Claro. Y a partir de ahí, a partir del reconocimiento del valor del cuidado como un valor no sólo privado sino público, se deriva una serie de deberes. ¿Quién tiene que hacerse responsable de esa necesidad de cuidados? Esa es una pregunta ética. Y la respuesta es todos: las instituciones públicas pero también los individuos, y no sólo las mujeres, sino todos. Tiene que haber un reparto de responsabilidad en la dación de cuidados, en la dispensa de cuidados.
¿El cuidado es por tanto un deber democrático?
Eso es lo que dice Joan Tronto, una autora que ha contribuido mucho a conectar cuidados y democracia, y que pone el acento precisamente en eso. Joan Tronto tiene un libro que se llama Caring Democracy (Democracia cuidadora) y sostiene que el cuidado no es sólo un deber ético, sino también un deber democrático. Precisamente porque insiste en esa necesidad de repartirlo, de que todos contribuyan.
Usted considera que la toma de conciencia sobre la importancia del cuidado que ha desencadenado la pandemia de coronavirus debería de conducirnos a un cambio de paradigma. ¿Cuál sería ese nuevo paradigma?
El paradigma que hemos heredado de la modernidad es el paradigma individualista, el de la lógica individualista de un individuo racional que se forja él solo su vida y su plan de vida y que, de alguna forma, no sólo no necesita a los demás sino que está en continuo conflicto con ellos, por eso necesita leyes, necesita un Estado que lo ponga en regla. Esa es por ejemplo la teoría del Estado de Hobbes, que ha marcado mucho y que pensaba que sin un poder que haga cumplir lo mínimo para que haya convivencia esto sería la guerra de todos contra todos. Eso yo creo que es falso, el ser humano no es así, no es un ser que vive en continua hostilidad con los demás, con ganas de destruir al otro. No, no es verdad. No es verdad porque el ser humano es un ser vulnerable, y eso la pandemia le ha puesto muy de manifiesto. El ser humano es un ser frágil que en momentos como el actual, de catástrofe mundial, se da cuenta de que necesita a los demás. Y al darse cuenta de que necesita a los demás, reconoce su fragilidad y reconoce sobre todo su interdependencia. Yo creo que la lógica individualista debería sustituirse por una relacional. No somos seres individualistas, somos seres relacionales, necesitamos a los demás en distintos momentos de nuestra vida, no podemos vivir sin los demás y, por lo tanto, nos debemos también a ellos. Y esa debería ser la base de un cambio de paradigma. Aunque los cambios de paradigma, cuando se producen, se producen muy lentamente. Pero creo que la pandemia al menos ha sido una ocasión para ponerlo de manifiesto.
¿Habría que hacer del cuidado un objetivo político?
Sí, y además yo diría que estamos en ello. En los programas, sobre todo de la izquierda, los cuidados están ya presentes. Estos días he estado leyendo en un periódico uno de los programas de Joe Biden e insiste mucho en los cuidados, en la importancia de revalorizar a la gente que se dedica a eso, gente que suele estar mal pagada, esencial pero poco reconocida. Y el cuidado también tiene que ser un objetivo político para introducir mayor bienestar para la sociedad, para hacer ver que una sociedad cuidadora, como se empieza a decir, es algo absolutamente fundamental en estos tiempos. La soledad, por ejemplo, es un fenómeno cada vez más amplio, que afecta a más gente, que se ha ignorado y que necesita una atención, una asistencia, un cuidado.
Carol Gilligan, a quien ha citado usted al principio de esta entrevista, ha llegado a decir que el cuidado es un valor tan importante como la justicia. ¿Lo es?
Sí, totalmente. La justicia y el cuidado no son conceptos opuestos. Ha habido un debate en filosofía por parte de los defensores y las defensoras de la justicia como algo que debía introducir equidad y combatir la desigualdad desde el punto de vista de las instituciones y los programas de redistribución de la riqueza, y en cambio rechazan o desprecian un poco el cuidado como algo que es más espontáneo, que depende de la buena voluntad de las personas… Si lo entendemos así, obviamente la justicia es la única que resuelve las desigualdades. Pero si no existe el complemento del cuidado, pienso yo, es difícil que se haga justicia de verdad, porque hay muchas cosas que no dependen de programas de redistribución de la riqueza. El cuidado no es sólo una política, algo que se proyecte en una serie de programas, de instituciones o de organizaciones que se potencien. Es también una manera de hacer las cosas. Hacer las cosas es hacerlas con amabilidad. Se puede ser un profesional del cuidado y ser muy poco cuidadoso. Es difícil, pero puede ocurrir. Y el ser cuidadoso debería acompañar a muchas profesiones, no sólo a la de cuidador o cuidadora.
En su libro pone como ejemplo a los maestros, de quienes dice que no deben de limitarse a impartir unas materias sino que también han de cuidar del niño…
El maestro debe ser cuidadoso. Y creo que en el debate que ha habido también en la pandemia sobre si las escuelas tenían que abrir en los momentos más duros estaba más en juego el cuidado que la enseñanza. Tiene que haber cuidado en la enseñanza, y por supuesto tiene que haberlo en la sanidad. Una crítica que por ejemplo se hace a la medicina actual es que es excesivamente tecnológica, especializada, y nos hace falta el antiguo médico de cabecera. Se ha dicho mucho durante la pandemia que se debería haber potenciado más la atención primaria, que es un poco el equivalente al médico de cabecera. Pero también la administración pública tiene que ser cuidadosa, diligente, tiene que intentar atender sobre todos a los que están más desorientados, más desvalidos. Esa actitud supone una serie de virtudes personales que hay que desarrollar, el cuidado no se reduce sólo a contratar más cuidadores o dar más medios a los centros que se dedican a cuidar.
La pandemia se ha cebado especialmente con las residencias de ancianos. En su libro he visto un dato que me ha parecido espeluznante: sólo un 4% de los mayores que viven en residencias está allí por voluntad propia…
Sí, es brutal. Pero también es bastante comprensible: todos tenemos gente cercana a la que ha habido que llevar a una residencia porque a veces es imposible mantenerla en su casa, o incluso en familia, porque sufre demencia senil o tiene otros problemas, y la resistencia de esas personas suele ser lo más habitual. Eso es lógico por una parte, pero por otra también lleva preguntar, ¿realmente el modelo de residencia que tenemos, si se puede hablar de modelo, es el adecuado? La forma de tratar a los mayores, encerrándoles en un internado para que alguien cuide de ellos, se ha visto que cuando hay problemas graves como los que ha habido no es la adecuada. Al principio de la pandemia hubo que improvisar muchas cosas porque nada estaba previsto. Y una de las cosas que menos previstas estaba era qué podía pasar con una pandemia en las residencias. Y se hicieron cosas muy mal.
En su libro dedica un capítulo a envejecer, «el único argumento» como lo llama tomando prestado un poema de Gil de Biedma. Si es el único argumento, ¿por qué no hablamos del envejecimiento, por qué lo escondemos debajo de la alfombra?
Simone de Beauvoir es la única persona dentro de la filosofía que se ha ocupado a fondo del envejecimiento, sin miedo y sin vergüenza, dedicándole un libro de más de 500 páginas. Al escribir ese libro decía que todos se le iban a echar encima porque el envejecimiento es una cuestión de la que no gusta hablar a nadie, una cuestión silenciada por todo el mundo y que se prefiere ignorar. Lo que ocurre con las personas cuando llegan a mayores es que sólo se las medicaliza, y esa no es la solución, porque no se tienen en cuenta muchos factores como la soledad o la inactividad. Yo creo en ese sentido que el sistema de jubilación que tenemos deja en la inactividad a muchas personas que seguirían siendo activas, no sólo viajando, yendo al teatro o asistiendo a cursos sino también trabajando, quizás de una forma más parcial. Y sobre todo eso se ha reflexionado muy un poco, aunque ahora se empieza a hacer. La pandemia ha puesto sobre la mesa una serie de problemas que hay que tratar, que no se pueden dejar de lado, y a los que hay que empezar a poner remedio.
¿Qué dice la ética de los cuidados sobre la antesala de muerte?
En los últimos momentos los cuidados son necesarios. Lo que ocurre es que la ética se ha centrado más en cuestiones con más morbo, diría yo, como es la eutanasia. Pero lo más frecuente no es eso, sino la persona que muere con un cierto final de sufrimiento, porque se da cuenta de que se acaba. Y eso, supongo que condena a una soledad que es muy difícil de remediar y a un sufrimiento psíquico, no sólo físico. Los cuidados paliativos han hecho mucho por remediar el sufrimiento físico, pero por el sufrimiento psíquico no se ha hecho mucho. Acompañar a morir, ayudar a morir en ese sentido, no en el de la eutanasia, también es una cuestión que merece mucha más atención en el libro. Yo agradezco en ese sentido lo que está haciendo la Fundación Memora, de la que soy patrona y que es la fundación de la empresa que gestiona la mayoría de los tanatorios en Barcelona, para que se tenga en cuenta esa última etapa de la vida y los cuidados necesarios. Creo que es un tema muy importante para la administración local, que es la que tiene más cerca este problema, y para todo el mundo. Porque todos nos encontramos con allegados o familiares que necesitan ese cuidado en la última etapa.
La ética del cuidado que plantea, además de preocuparse por acompañar y cuidar de los demás, también incluye el cuidado de uno mismo y del planeta, ¿verdad?
Cuidar el planeta es una extensión del cuidado de nosotros mismos, en la medida de que una relación con el planeta más saludable y menos depredadora nos ayudará a vivir mejor a todos. Pero la relación con la naturaleza está más presente en el discurso público, aunque no sea fácil porque se necesitan políticas muy difíciles de ejecutar. El autocuidado sin embargo es más complicado y tiene más variantes. El cuidado de uno mismo es necesario incluso para poder atender a los demás, es la famosa pregunta de ¿quién cuida al cuidador?, porque el cuidador acaba agotado. Pero además hay una dimensión que yo he encontrado en el pensamiento griego que es el cuidado como el examen de uno mismo. Esa reflexión estaba muy presente en el pensamiento por ejemplo de Sócrates, quien decía que una vida no examinada no merece ser vivida. Yo creo que esa reflexión sobre uno mismo puede ser llamada autocuidado.
¿Qué políticas en concreto deberían ponerse en marcha en nombre de la ética de los cuidados?
Hay una fundamental: las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar. A lo largo de la vida laboral de una persona, cada vez hay más necesidad de bajas para cuidar a familiares, y eso laboralmente se compensa muy mal y se reconoce poquísimo. Cuando una mujer necesita una baja por maternidad, eso hay que cuidarlo más, hay que compensarlo más. Sobre todo en un país como el nuestro, donde disminuye la natalidad y que se sabe cómo resolverlo. Damos mucha importancia al trabajo productivo y ninguna al trabajo reproductivo. A una persona que manda un currículum a una empresa ni siquiera se le ocurre poner experiencia en trabajo reproductivo, su experiencia en cuidar, porque parece que eso no tiene valor. Yo he pasado por ejemplo dos años cuidando de mi madre y oficialmente consta como que no he trabajado, pero claro que he trabajado, he trabajado en otra cosa y he contribuido al bienestar de la sociedad en general, he estado haciendo algo que si no alguien habría tenido que hacer por mí y seguramente peor, y eso hay que reconocerlo. No digo pagándolo, pero hay que reconocerlo de algún modo. Cuidar de alguien no se puede considerar como una falta, sino como un mérito.
Juan
Carlos Pérez Jiménez, escritor y profesor, máster en Filosofía, doctor
en Ciencias de la Información, licenciado en Ciencias Políticas y
Sociología y con formación en psicoanálisis lacaniano.
Ultrasaturados. El malestar en la cultura de las pantallas
es de esos textos que, si lo lees con un subrayador en la mano,
acabaría con escasos espacios en blanco. El libro de Juan Carlos Pérez
Jiménez contiene tantas ideas que resulta imposible retener todas. Se
trata de un ensayo sobre el exceso de pantallas con el que convivimos en
la actualidad que bebe de la filosofía, la comunicación y el
psicoanálisis.Hablamos con este escritor y profesor,
máster en Filosofía, doctor en Ciencias de la Información, licenciado en
Ciencias Políticas y Sociología y con formación en psicoanálisis
lacaniano.
Por Itziar Bernaola
Ultrasaturados, de Pérez Jiménez (Plaza y Valdés).
Bajo
la lupa de estas tres perspectivas, la filosofía, la comunicación y el
psicoanálisis, Juan Carlos Pérez Jiménez observa atentamente la realidad
que nos rodea desde que en 2002 publicara Síndromes modernos: tendencias de la sociedad actual. Su último libro, Ultrasaturados (Plaza
y Valdés, 2020), pone el foco en el exceso de pantallas con el que
convivimos en la actualidad y que nos convierte en seres dependientes,
sumisos, receptores de una auténtica avalancha de imágenes, mensajes,
información y ruido difícil de digerir.
No deja de ser
paradójico que la entrevista tenga que mantenerse a distancia, a través
—precisamente— de una pantalla, debido a la pandemia. ¿Cómo influyó la
irrupción del Covid-19 en su libro? Es un texto en el que he
trabajado durante los últimos años y en marzo de 2020 lo tenía bastante
avanzado. Enseguida resultó evidente que la pandemia demandaba un
protagonismo en el texto y una reescritura. Para mi sorpresa, lo que
tenía escrito se adaptaba perfectamente al nuevo escenario, aunque lo
magnificaba. Tuve que cambiar algunas cosas y quise añadir un epílogo
que titulé Pandemónium, pero creo que lo que ha hecho el covid
ha sido exacerbar tendencias que ya estaban presentes y activar resortes
hacia los que teníamos propensión. Y en particular, en lo que respecta
al uso y abuso de las pantallas, que han sido y son las grandes
protagonistas de este nuevo modo de vivir.
¿Son las pantallas el último «síndrome moderno», al que hacía referencia una de sus primeras obras hace ya dos décadas? Sin
duda lo son. Y como cualquier síndrome, se trata de un conjunto de
fenómenos complejos que se manifiestan con síntomas variados y, en este
caso, con los rasgos definitorios de una época. Las pantallas son el alter ego
del sujeto contemporáneo, un sujeto multiplicado por una tecnología que
despliega su omnipotencia hasta convertirnos en los «dioses con
prótesis» que decía Freud. Y a la vez, nos ponen en riesgo de adicción,
disparan la ansiedad e incluso abren nuevos conflictos entre los
usuarios más jóvenes.
«Los
sujetos contemporáneos somos sujetos multiplicados por una tecnología
que despliega su omnipotencia hasta convertirnos en los ‘dioses con
prótesis’ que decía Freud. Y a la vez, nos ponen en riesgo de adicción,
disparan la ansiedad»
En el prólogo a su
libro, el periodista Iñaki Gabilondo opina que, tras la pandemia, «en
poco tiempo recuperaremos los viejos tics, aunque algo sí habrá
ocurrido». ¿Qué seguirá igual y qué cambiará? Prefiero no
adelantar previsiones porque tiendo a ser pesimista en el diagnóstico y
optimista en el pronóstico, y a hablar más de mi deseo. Pero no cabe
duda de que una conmoción del calibre de lo que estamos viviendo desde
hace más de un año dejará secuelas y tendrá efectos en nuestro modo de
vivir, como reacción, por traumatismo o por aprendizaje. Y ciertos modos
de relación y trabajo a distancia, por ejemplo, ocuparán mucho más
lugar que antes. Ojalá ayude a enfocar las grandes cuestiones y las
prioridades que realmente merecen nuestra atención y nos aleje de esas
derivas totalitarias y de ese extrañamiento con el otro que han ido
ganado un protagonismo tan peligroso.
En el texto refleja
cómo estamos saturados de imágenes, mensajes, información, estímulos de
todo tipo… ¿El paréntesis pandémico ha mitigado algo esa saturación? ¿O
más bien lo contrario? La reclusión forzada nos ha obligado a
mirar el mundo a través de la ventana de los dispositivos.
Afortunadamente, teníamos esa vía de conexión y evasión, pero ha sumado
más horas de uso a unos hábitos ya hipertrofiados, hasta el punto de
invadir casi todo nuestro tiempo de vigilia. Un famoso tuit de la cuenta
de Netflix ya señalaba hace unos años, con ironía o sin ella, que el
sueño es su mayor enemigo. Somos capaces de saltar de un dispositivo a
otro durante todo el día, por trabajo o por ocio, sin mirar de cara lo
que nos rodea. El poder de estar con todos, en todas partes y mirarlo
todo, aunque sea a distancia, compite demasiado bien con nuestro entorno
inmediato, que resulta descuidado.
Toda esa avalancha de información que recibimos, ¿nos hace estar más y mejor informados que las generaciones anteriores? La
carta del menú informativo ha crecido tanto como los comensales
sentados a la mesa de las noticias. Nuestro móvil nos convierte en un
medio de comunicación a todos y cada uno de nosotros. Y la calidad de la
información se resiente con tantos informadores no preparados para
hacer periodismo. A eso se suma la posibilidad de distorsionar
voluntariamente la información que facilitan las nuevas tecnologías y
las redes sociales. Las fake news o la calumnia no son algo
nuevo, pero sí lo es el altavoz que les permite tener alcance. Creo que
es posible estar mejor informados que nunca, pero eso requiere una
cierta dedicación, aprendizaje y voluntad crítica para identificar el
periodismo honesto y las fuentes contrastadas.
«El
pensamiento utópico que alimenta la esperanza contiene el reverso de
ayudarnos a soportar lo insoportable. Y llega un momento en el que lo
que hay que hacer es cambiarlo. Las pantallas son el campo de juego en
el que se libra nuestra contienda contemporánea, y que hagamos un buen
uso de ellas no es solo una decisión personal, porque un individuo
aislado no puede contener el tsunami de los medios»
¿Actualmente estamos más informados o más entretenidos? El cóctel del infotainment
ha triunfado, mezclando peligrosamente dos géneros con una intención
más comercial que didáctica. Resulta más arduo leer una resolución
judicial, que estaría a nuestro alcance, que seguir un agresivo debate
televisado con posturas enfrentadas de los que se la han leído. Queremos
que todo nos divierta, que nos llegue el mensaje sin esfuerzo, desde la
educación en las aulas hasta el periodismo. Y se puede conseguir sin
perder calidad, pero no es lo mismo interesar que entretener. Para
interesar hay que hacer un esfuerzo mayor.
¿Deberíamos recuperar algo de la era analógica? No
soy nostálgico y no cambio esta época por ninguna otra, quizá solo lo
haría por experimentar algo del futuro. Lo que sí creo es que ahora
tenemos una mayor responsabilidad por tener más medios que nunca para
mejorar las cosas. Cuando vivíamos de modo analógico era porque no
teníamos otra opción. A casi nadie se le ocurre prescindir del móvil
voluntariamente. Pero para lo que los estoicos o Foucault describen como
el «cuidado de sí», epimeleia heautou, en lo verdaderamente
relevante a la hora de hacernos cargo de nosotros, los otros y el mundo,
no hace falta ninguna herramienta digital. El diálogo, la escucha, la
lectura o la meditación pueden hacerse a través de una pantalla, pero la
experiencia gana si no la hay.
En su obra recurre a la
filosofía, el psicoanálisis, la comunicación y el arte para abordar la
cultura de las pantallas que nos domina. Desde todas estas perspectivas,
¿hay motivos para caer en el desaliento o hay hueco para la esperanza? El
pensamiento utópico que alimenta la esperanza contiene el reverso de
ayudarnos a soportar lo insoportable. Y llega un momento en el que lo
que hay que hacer es cambiarlo. Las pantallas son el campo de juego en
el que se libra nuestra contienda contemporánea, y que hagamos un buen
uso de ellas no es solo una decisión personal, porque un individuo
aislado no puede contener el tsunami de los medios, como dice Beigbeder.
Pero sí podemos aspirar a librarnos de las servidumbres voluntarias, en el sentido en que lo enunció De la Boetie en el siglo XVI. El sujeto consumiso,
consumidor y sumiso, puede hacer un ejercicio de emancipación del
mandato de goce, del régimen que le coloca en la posición de «empresario
de sí mismo», y aspirar a pasar de la consumisión a la manumisión, el acto mediante el que un esclavo consigue su libertad.
Dice en Ultrasaturados que las pantallas son la interfaz perfecta para ese sujeto «consumiso». ¿Por qué? En
la pantalla se mezcla a la perfección el estímulo del deseo y la
fantasía de colmar la falta que nos provoca no tener ese objeto, ese
cuerpo, esa vida. Y se nos sugiere que, para conseguirlo, no hay más que
un camino, que se resume en la fórmula «work, buy, consume, die».
Las imágenes tienen un poder de seducción mayor que las palabras, eso
lo descubrieron los católicos en la Contrarreforma: Lutero tenía el
libro, pero el papa tenía a Miguel Ángel. Tenemos menos filtro crítico
para protegernos de sus efectos, y por esa vía regia de acceso a nuestro
inconsciente que son los ojos, nos conquista el mensaje publicitario.
«Ya
en los años cuarenta, Heidegger afirmaba que la distancia y la cercanía
se habían plegado a una uniformidad en la que nada estaba ni lejos ni
cerca. Estar en todas partes es no estar en ninguna y acabamos en un ‘no
lugar’, solos e hiperconectados»
¿La
hiperconexión actual nos aleja o nos acerca a la soledad y el
aislamiento? ¿Cómo puede afectar esto a los nativos digitales, a los
adultos del futuro? Confío en que los jóvenes que están
creciendo entre pantallas desde bebés aprendan a hacer un uso menos
compulsivo del que hacemos muchos adultos. Para eso, los padres y
educadores también tienen que poner de su parte y no es fácil competir
con el poder magnético del despliegue audiovisual. Pero muchos jóvenes
sorprenden con un manejo más relajado de los dispositivos, eso que Amber
Case denomina la «tecnología calmada», decantándose por un «minimalismo
digital», como lo llama también Cal Newport. Son propuestas que nos
invitan a sacar partido a la tecnología, sin que nos aliene más de lo
necesario. Ya en los años cuarenta, Heidegger afirmaba que la distancia y
la cercanía se habían plegado a una uniformidad en la que nada estaba
ni lejos ni cerca. Estar en todas partes es no estar en ninguna y
acabamos en un «no lugar», solos e hiperconectados.
Las
redes sociales son vanidad, adicción y fuente de frustración. Usted las
relaciona con Eros, pero también con Tánatos. ¿En qué sentido? El
ideal de belleza que promocionan las redes sociales es tan ficticio
como inalcanzable. Y en todos los casos supone una condena de la vejez y
una negación de la muerte. El canon establecido que demanda juventud
eterna no es más que otro dispositivo para la venta de moda, cosmética e
intervenciones quirúrgicas. La realidad es que, como mucho,
conseguiremos sintetizar el elixir de la eterna senectud, pero la
frustración está garantizada. No mirar a los ojos a la finitud del ser
humano y querer maquillarla con postproducción y cirugía no van a
librarnos de lo inevitable.
¿Cómo afecta esta presencia
constante de las pantallas en nuestras vidas al concepto de
«aburrimiento» al que se refirió Kierkegaard? Nos espanta la
idea de aburrirnos y nos aferramos a las pantallas buscando esa
distracción incesante que nos aleja del encuentro a solas con nosotros
mismos. Pero Kierkegaard nos recomienda cultivar lo que él llama la
«inventiva solitaria». En tiempos de confinamiento, dejándome llevar por
esa idea, he recalado inesperadamente en el dibujo. Y ahora puedo decir
que encuentro tanta o más distracción en un lápiz y una hoja de papel
que en una plataforma de vídeo.
«Nos
espanta la idea de aburrirnos y nos aferramos a las pantallas buscando
esa distracción incesante que nos aleja del encuentro a solas con
nosotros mismos. Pero Kierkegaard nos recomienda cultivar lo que él
llama la ‘inventiva solitaria’»
El término
«narcisismo» aparece de manera recurrente a lo largo de su libro. ¿Nos
hacen las pantallas más narcisistas? ¿O acaso son nuestras tendencias
narcisistas las que nos arrojan al multipantallismo? De la
llamada «epidemia de narcisismo» ya se hablaba en Estados Unidos en los
setenta. Esa propensión al individualismo egocentrado se ha ido
cultivando de un modo creciente a través del espejo de vanidad que son
algunas redes sociales. Con un alto precio para los y, especialmente,
las adolescentes. Las tasas de autolesiones y suicidio se han duplicado
en las chicas de diez a diecinueve años desde que se popularizaron las
redes, según datos de 2020 del CDC (Center for Disease Control and
Prevention) de Estados Unidos. No creo que se trate de una coincidencia.
No podemos apartar la mirada del fascinante feed de los influencers
de Instagram, que exhiben sus cuerpos perfectos y sus vidas falsamente
ideales. Creo que se ha creado una alianza altamente explosiva entre
nuestra necesidad de ser reconocidos por el otro y la facilidad para
exhibir nuestra imagen y contemplar la ajena que proporcionan las redes.
Por último, parece evidente que no hay marcha atrás, no volveremos a un mundo sin pantallas. ¿O quizá sí? ¿Cómo intuye el futuro? ¿Podríamos aprender a convivir con ellas de una forma más saludable? Siempre he pensado que el futuro debería parecerse a una democratización de las vidas que tienen los más privilegiados en el presente. Igual que con la comida son aquellos que tienen menos formación y recursos los que padecen obesidad por exceso o malnutrición por defecto, con las pantallas puede suceder lo mismo. Ni queremos ni podemos prescindir de las pantallas, pero no pueden seguir incrementando su presencia en nuestras vidas al ritmo en que lo vienen haciendo porque lo siguiente es no dormir. Uno de los detonantes para escribir este libro fue pensar si iba a tener el móvil en la mano desde hoy hasta el día que me muera. Es posible que sí, pero me gustaría hacer otras cosas entretanto.
El
filósofo y poeta alemán Philipp Mainländer. Imagen distribuida por
Wikimedia Commons bajo licencia Creative Commons CC BY-SA 4.0.
Ha
publicado Alianza Editorial una extensa antología que nos acerca a la
obra más relevante de Philipp Mainländer, radical y muy original
discípulo de Arthur Schopenhauer: la Filosofía de la redención (1876).
La edición incluye dos completos estudios preliminares de los
especialistas en pesimismo filosófico Manuel Pérez Cornejo y Carlos
Javier González Serrano, además de textos de Mainländer nunca antes
publicados en español.
Filosofía de la redención, de Philipp Mainländer (Alianza).
Philipp Mainländer (1841-1876) es aún un pensador poco conocido en el ámbito académico hispanohablante, si
bien, gracias a la labor de sus editores y traductores en español,
Manuel Pérez Cornejo y Carlos Javier González Serrano, su producción va
cobrando un papel cada vez más relevante. Ambos investigadores
ofrecieron al público, hace unos años y por vez primera, la obra cumbre
de Mainländer, su monumental Filosofía de la redención, en su
versión íntegra. Y tiempo después han vuelto a la carga con la
publicación de una más que necesaria antología (Alianza Editorial) en la
que, a través de dos extensos prólogos, los lectores podrán acercarse
al meollo del pensamiento mainländeriano.
Visto en retrospectiva, hay quien no ha tenido duda en referirse a Mainländer como un «nuevo mesías» filosófico que
adelantó, desarrolló e inspiró algunas de las nociones más relevantes
del siglo XIX que, más tarde, serían recogidas por autores como
Nietzsche (quien leyó con fruición a Mainländer), Freud, Albert Caraco,
Akutagawa Ryunosuke, Thomas Ligotti, Eugene Thacker, David Benatar, Ray
Brassier o Cioran, entre muchos otros. Por ejemplo, la «muerte de Dios».
Esta expresión, usualmente atribuida a Nietzsche, ya la pudo leer este
en Mainländer, cuya Filosofía de la redención había adquirido
el 26 de abril de 1876, recién publicado el libro, habiéndola estudiado
intensamente durante su célebre estancia en Sorrento, en los últimos
años de ese mismo año. La lectura de este libro cambió por completo el
destino de Nietzsche… y el de toda la filosofía posterior.
Fue Philipp Mainländer un pensador intempestivo, extraña y radicalmente alejado de las corrientes ilustradas que
ya hacían aguas definitivamente en una época, el siglo XIX, abocada a
trastocar todos los —hasta el momento— seguros fundamentos que, algunos
decenios antes, había cimentado con no pocos esfuerzos el idealismo de
los Kant, Fichte, Hegel y Schelling. Mainländer rompió con —y quebró—
los estandartes más sólidos de la Ilustración, período que, para las
inquietudes del hombre decimonónico, fragmentado en su alma por gracia
de una capciosa e insidiosa enfermedad ontológica (precisamente, la de
falta de fundamento, Grund en alemán), precisaba de nuevos
valores y razones que dieran consistencia a una consciencia escindida, a
un espíritu roto en mil pedazos tras el aluvión romántico y la entrada
definitiva en escena de la Lebensphilosophie, propiciada por
los escritos de quien el propio Mainländer reconoció en no pocas
ocasiones como su auténtico inspirador filosófico, a pesar de criticarlo
en diversos aspectos de su doctrina: Arthur Schopenhauer (1788-1860).
Diario de un poeta, de Philipp Mainländer (Plaza Valdés).
Además de la faceta filosófica, Mainländer también cultivó la literaria. Fue
en su larga y prematura estancia en Italia, en su época de juventud, en
la bella costa amalfitana, lejos de la oscura e industrial ciudad que
lo vio nacer (Offenbach am Main), cuando comenzó a ensayar sus primeros intentos poéticos, de los que surgió su Diario de un poeta (Aus dem Tagebuch eines Dichters,
obra traducida al español por Carlos Javier González Serrano y Manuel
Pérez Cornejo). Tras volver de Italia, encuentra un panorama que le
parece, y probablemente así fuera, desolador: un lastimoso desengaño
amoroso, el apremiante avance del capitalismo más férreo, la desemejanza
entre el cálido clima de Amalfi, Capri y Sorrento y el lóbrego y frío
propio de su natal Alemania… Contrapuntos, hechos, circunstancias que
delimitan, confeccionan y marcan a fuego desde entonces la vida del
joven filósofo que, como hiciera su maestro Schopenhauer, estaba
destinado (no vocacional, pero sí familiarmente) a dedicar su vida a los
negocios. Muchas de estas enfrentadas y arrebatadoras vicisitudes
fueron, además de su carácter —que tendía a la soledad y al
recogimiento—, las que lo condujeron al suicidio en 1876.
En
Mainländer, la muerte de Dios es el acontecimiento metafísico
fundamental, que va más allá de cualquier «interpretación» del mundo,
como sucede en el caso de Nietzsche. En la filosofía
mainländeriana, Dios ha muerto, pero no porque lo hayan matado los seres
humanos, sino porque Él mismo eligió libremente morir. Todo se ciñe,
así, a una ley del debilitamiento que nos conduce, a través de una
voluntad de morir, hacia la nada de manera progresiva.
En
la filosofía mainländeriana, Dios ha muerto, pero no porque lo hayan
matado los seres humanos, sino porque Él mismo eligió libremente morir
El
pesimismo filosófico está de moda. El abrumado individuo actual
comienza a entrever que el filón pesimista no se limita al admirable y
genial Schopenhauer, sino que tiene vetas muy ricas, de las
cuales cabe extraer quizá no la verdad, pero sí jugosas enseñanzas. En
un mundo en el que todo —incluido el propio planeta— amenaza con
derrumbarse, el pensamiento de Mainländer nos muestra que ese derrumbe
forma parte del curso de los acontecimientos; que haber esperado otra
cosa es soñar en vano, pero que, a pesar de todo, cabe enfrentarse al
eclipse generalizado con serenidad. En los maestros del pesimismo hay
una suerte de neoestoicismo que no está exento de grandeza, sublimidad y
de una buena dosis de humor (al contrario de lo que suelen sostener los
optimistas, pesimismo y humor suelen ir de la mano).
La
nuestra está llamada acaso a ser la época que Mainländer llamó del
«heroísmo sabio», característico de alguien que afronta la existencia,
el sufrimiento y la muerte sin hacer la más mínima ilusión,
pero con humor y de forma activa, para evitar que la caída sea aún más
catastrófica. El mundo, al igual que sucede en la obra principal de
Mainländer la Filosofía de la redención, se mantiene en
perpetuo movimiento por la perenne destrucción a la que está sujeto: de
ahí, al fin, el incesante desear, que se traduce en última instancia en
un inmutable deseo de posesión de la redención, del descanso en la nada.
El ser humano siente las cosas como suyas «en cuanto útiles para su
continuación», en la «actualidad de su afirmación».
Los
caminos hacia el nacimiento de lo que Mainländer llamó «el hijo de la
luz», de quien busca la redención en la nada, están, más que nunca,
abiertos para quien se acerca a las enseñanzas de este filósofo, pues, en sus palabras:
«El
sabio elige solamente el estremecimiento, la aniquilación, al
considerar las ventajas de la nada absoluta, y renuncia al placer; pues
tras la noche, llega el día; tras la tormenta, la dulce paz del corazón;
tras el cielo tormentoso, la pura cúpula etérea, cuyo brillo muy rara
vez turba la más pequeña nubecilla (el desasosiego producido por el
impulso sexual), y luego la muerte absoluta. ¡La redención de la vida y
la liberación de sí mismo!». Filosofía de la redención
El
mundo se mantiene en perpetuo movimiento por la perenne destrucción a
la que está sujeto: de ahí el incesante desear, que se traduce en un
inmutable deseo de posesión de la redención, del descanso en la nada
La lectura de Mainländer nos hace sentirnos más lúcidos y emancipados en esta época de pandemias y nuevos males: será, quizá, la prueba de que el tiempo del «nuevo mesías» del ateísmo ha llegado. El tiempo de Mainländer. El tiempo del héroe sabio (weise Held), el fenómeno «más puro y noble que hay en el mundo», en contraposición a quien decide afirmar, demoníacamente (en el sentido de maníaca o fanáticamente), la vida.
Las investigadoras del Instituto de Filosofía participan durante el
mes de marzo en diversas actividades que resaltan la defensa de la
igualdad de género. Las investigadoras se suman al lema “Mujeres líderes: Por un futuro igualitario en el mundo de la Covid-19”,
para celebrar los enormes esfuerzos que realizan mujeres y niñas en
todo el mundo para forjar un futuro más igualitario y recuperarse de la
pandemia de la COVID-19.
Concha Roldán,
directora del IFS, participará en el marco de las actividades
organizadas por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla
(BUAP, Puebla, México), en el conversatorio II “Mujeres líderes Universitarias”.
El día 15 de marzo impartirá también online una conferencia con motivo
del Día de la Mujer, en el Taller de Pensamiento de Cuenca, titulada:
«Feminismo e Ilustración: desde Mary Wollstonecraft a Celia Amorós”.
Las actividades de debate se prolongarán durante el mes de marzo, y
así el día 24 de Marzo varias investigadoras del IFS (Matilde Cañelles,
Eulalia Pérez Sedeño, Concha Roldán, Astrid Wagner) participan en la mesa redonda organizada por GENET–Red de Estudios de Género sobre el «Impacto de la pandemia en la vida laboral y social de las mujeres”.
Además, la investigadora del IFS Eulalia Pérez Sedeño ha sido nominada para el Top 100 de esta edición (votaciones hasta el 16 de marzo), en la categoría de Académicas, Investigadoras y Pensadoras.
Las mujeres están haciendo contribuciones que van en beneficio de
todos, así desde el ámbito científico de las humanidades y las ciencias
sociales nuestras investigadoras promueven el que será el primer encuentro sobre Igualdad, Género y Publicaciones, organizado por Ana López Sala (IEGD-CSIC) y María Jesús Santesmases (IFS-CSIC), vocales del Área Global Sociedad de la comisión Mujeres y Ciencia del CSIC. Encuentro en el que intervendrán Pura Fernández, directora de la Editorial CSIC; Carmen Ortiz, ex-directora de la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares y Ana Romero de Pablos, directora de la revista Arbor.
Comisión de Igualdad
El CSIC cuenta con una Comisión Delegada de Igualdad cuya actividad se extiende al diagnóstico y propuesta de actuaciones en materia de igualdad que afecten al conjunto de los empleados públicos del CSIC. A finales de 2020 se han iniciado los trámites para formar una Comisión de Igualdad en el CCHS, que represente tanto al personal de los seis institutos que lo integran, como de las unidades administrativas y técnicas del CCHS. Desde entonces Concha Roldán ha estado trabajando en la creación de una “Comisión gestora de Igualdad en el CCHS”, con representación voluntaria de los institutos y del personal del CCHS, que pueda poner en marcha las líneas maestras de actuación y de elección democrática de una Comisión de Igualdad en el CCHS que promueva un interés por la igualdad real de género.
Izda.,
Hannah Arendt, 1963 (1906-1975) (Levan Ramishvili, Flickr, dominio
público). Dcha., María Zambrano (1904-1991) (davide vizzini, Flickr,
licencia CC BY 2.0).
Hannah
Arendt y María Zambrano representan dos de las cumbres del pensamiento
filosófico del siglo XX. Un periodo histórico que sintieron y pensaron
en y desde lo más íntimo. Olga Amarís Duarte, doctora en Filosofía y
traductora, publica un libro fundamental para acercarse a ambas figuras a
través de la dolorosa, pero también enriquecedora, vivencia del exilio
que ambas sufrieron.
Por Carlos Javier González Serrano
Una poética del exilio, de Olga Amarís Duarte (Herder).
«El exilio es, pues, creador», dejó escrito María Zambrano
(1904-1991). Tanto la pensadora malagueña como Hannah Arendt
(1906-1975) padecieron, de primera mano, los horrores de tan
problemática experiencia, alienadora como pocas pero también rica en
contrastes. Una experiencia que Olga Amarís Duarte toma como centro
neurálgico de su nuevo libro, Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano,
publicado por Herder, redactado con una prosa muy fluida y con profundo
conocimiento del pensamiento de sendas mujeres, cualidades que invitan a
cualquier lector, lego o especializado, a inmiscuirse en los complejos y
apasionantes vericuetos del pensar de ambas.
Escribe la autora en el prefacio que «todo exilio tiene una faceta de conquista y todo exiliado es un conquistador en potencia
que irrumpe con su conspicua diferencia en una sociedad que, en
principio, no cree necesitarle». Por eso, continúa, «la gran proeza del
exiliado consiste en hacerse imprescindible por insustituible». Y, desde
luego, Arendt y Zambrano se hicieron imprescindibles como conocedoras
de primera mano de un tiempo de oscuridad (como Arendt lo denominó), en
el que los totalitarismos y los señalamientos se convirtieron en moneda
corriente de una Europa que naufragaba en términos políticos, sociales y
antropológicos.
Es además nuestro tiempo, como recuerda Duarte, «el de los setenta millones de desplazados forzados»; un
tiempo en el que la experiencia del destierro, del exilio y de la
errancia vuelven a estar tristemente en boga. Fundamentalmente porque, a
fin de cuentas, constituye una vivencia común: el exilio lo sufre quien
lo experimenta en sus propias carnes, pero también el espectador que
asiste a él. Por eso, se apunta en este libro, se hace urgente «pensar y
repensar el exilio como lo hicieron María Zambrano y Hannah Arendt, sin
escatimar en los sinsentidos y en el horror, para llegar, finalmente, a
comprenderlo en su totalidad poliédrica».
«La
gran proeza del exiliado consiste en hacerse imprescindible por
insustituible» escribe Olga Amarís Duarte. Arendt y Zambrano se hicieron
imprescindibles como conocedoras de un tiempo de oscuridad en el que
los totalitarismos y los señalamientos se convirtieron en moneda
corriente de una Europa que naufragaba en términos políticos, sociales y
antropológicos
Ello por una razón muy clara, que Arendt expresa con dureza teórica y retórica en el prólogo de Los orígenes del totalitarismo (1951), en un fragmento que Olga Amarís Duarte recoge en su obra y que supone el pistoletazo de salida de su libro:
La
comprensión no significa negar el horror, deducir de precedentes lo que
no tiene igual o explicar los fenómenos mediante tales analogías y
generalidades que no se sientan ya ni el impacto de la realidad ni el
choque de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar de
forma consciente el fardo que nuestro siglo ha puesto sobre nosotros sin
negar su existencia ni someterse dócilmente a su peso. La comprensión,
en suma, implica un enfrentamiento no premeditado, atento y resistente
con la realidad, cualquiera que ésta sea.
Duarte expresa de una forma sencilla lo complejo.
Con la habilidad del escultor experimentado, este imperdible volumen
muestra cada pormenor con suavidad, sin perder con ello ningún detalle
por el camino. Es un libro que se lee con gusto literario, con el que se
aprende y se viaja a hombros de Arendt y Zambrano: sintiendo,
padeciendo, educándonos con ellas. Porque si en algo creyeron ambas
autoras fue en esa antigua paideia (formación) griega, que
cincela el espíritu no tanto para contar con las herramientas
intelectuales necesarias como para tener el valor suficiente para no
sortear la realidad.
Tanto Zambrano como Arendt, desde sus particulares y tan distintos estilos, trascendieron su propia realidad,
mas no para soslayarla, sino para poder convivir con la inquietud que
les suscitaba, en una labor constructora del exiliado. Como apunta
Duarte, en ambas pensadoras «el exilio se convierte en un acontecimiento
propiciatorio e iniciático que, en complicidad con los tejemanejes de
la historia, logra aquello que el místico sólo consigue empezar a
vislumbrar tras arduos ejercicios ascéticos», de manera que «alcanza en
el salto abismático hacia lo desconocido un estado total de desarraigo».
Tanto Arendt —con su concepto de «vida desnuda»— como Zambrano —con la
experiencia descarnada del exilio— reivindican más justamente «la
posición privilegiada del límite que se abre en toda crisis para empezar
a poner los cimientos de un modo alternativo de expresión y de
intelección capaz de comprensión total de la realidad, incluyendo
aquellas regiones desterradas». En esto fueron maestras y, casi se puede
decir, guías espirituales.
Una poética del exilio
es uno de los ensayos más relevantes publicados en nuestro idioma en
los últimos años. Un viaje detallado y agradable por el corazón y las
vivencias de dos pensadoras que se dejaron la vida en el desarrollo de
su propio pensar: pensaron porque vivieron y vivieron porque pensaron
Pero no. Ni en Zambrano ni en Arendt el pensamiento queda petrificado en las zonas etéreas de la filosofía. Ambas
pujan por tocar el suelo de la realidad, de su realidad, para pensarla
y, a partir de ese contacto filosófico, emerger en y con la acción. Hay
que comprenderlo todo y del todo, aunque no por un gusto fatuo por lo
teórico, sino, más bien, con la mente puesta en la acción que, también y
por supuesto, se traduce a veces en el pensar. Pero un pensar sin
acción resulta inoperante y vacío.
En este sentido apunta
muy certeramente Olga Amarís Duarte que no debemos creer, sin embargo,
que «la experiencia del exilio es concebida por ambas autoras como un
estado pasivo de aceptación y de sublimación de los acontecimientos de
la época». En Arendt, por ejemplo, «el refugiado se convierte en partícipe de la vita activa,
influyendo y conformando la esfera pública mediante sus actos y sus
palabras»; en Zambrano, se resurge a una vida nueva que «va instituyendo
una patria tras otra, porque todas las ciudades han sido fundadas un
día por un extranjero que vino de lejos con la sola intención de crear,
de dar sin más».
Un libro necesario, de prosa excelente y cautivadora, y
sin duda uno de los ensayos más relevantes publicados en nuestro idioma
en los últimos años. Un viaje tan detallado como agradable por el
corazón y las vivencias de dos pensadoras que se dejaron la vida en el
desarrollo de su propio pensar: pensaron porque vivieron y vivieron
porque pensaron. Quizá en esta doble direccionalidad se encuentre su
mayor hondura: en la decisión de existir en la tensión del pensamiento
que se implica con los retos de su tiempo. Inexcusablemente.
La búsqueda conjunta de un sentido al sinsentido en los que el ejercicio de pensar anduvo en cuarentena, el descubrimiento y el desarrollo de una línea de pensamiento muy singular y personal, en crítica abierta contra el canon y porosa a fuentes de conocimiento más alternativas y de carácter tan subjetivo como los sueños, la imaginación y la tradición religiosa, son algunos de estos puntos de conexión en dos discursos que se dan la mano, aun en la distancia (p. 305, Olga Amarís Duarte).
Pensar en español» es el título del nuevo libro de Reyes Mate
En un mundo dominado por el inglés, es posible
pensar en español con originalidad y creatividad, entendiendo sus rasgos
característicos en su dimensión iberoamericana.
Se piensa en la lengua que uno habla. El español
tiene algunos rasgos característicos. En primer lugar, que es una
Weltsprache (lengua universal), es decir, una lengua muy hablada que
alberga en su seno experiencias distintas y enfrentadas pues ha sido
hablada por vencedores y vencidos, conquistadores y conquistados,
metrópoli y periferia. En segundo lugar, que es una lengua impuesta,
pues, en efecto, se ha impuesto en España a otras lenguas declaradas
extrañas (el árabe y el hebreo) y, en América, a las lenguas
prehispánicas. Estos dos rasgos condicionan un modo de pensar específico
en el que la interpelación debería primar sobre el consenso. Todo esto
unido a que nuestra forma de pensar se expresa mejor en ensayos que en
tratados y en literatura y arte que en discursos filosóficos
convencionales. Este libro pretende defender, en un mundo dominado por
el inglés como lingua franca, un modo de pensar formalmente diferente y
materialmente creativo.
Reyes Mate. Pensar en español. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas; Los libros de la Catarat, 2021. Colección ¿Qué sabemos de…?, n. 120 – ISBN: 978-84-1352-168-8
El Diccionario Filosófico Audiovisual COVID-19: Nuevas perspectivas para viejos conceptos,
puesto en marcha por el Instituto de Filosofía y la unidad de
divulgación del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del CSIC, alcanza
las treintaiseis entradas dedicadas a conceptos que se están
redefiniendo durante la pandemia.
Más de treinta académicos, filósofos y jóvenes investigadores han
grabado sus propuestas en vídeo que están disponibles en el canal de Youtube del
CCHS y, próximamente, en una web propia donde se desarrollarán más
contenidos. El carácter artesanal de grabarse a uno mismo con un móvil o
un ordenador lo imponía el confinamiento. Su formato podría evolucionar
con el tiempo y, de hecho, se intercalan también videos donde la voz
del autor se ve ilustrada por imágenes.
La idea nació en el seno del proyecto BIFISO,
y eso explica que los miembros de dicho proyecto puedan mostrarse más
activos en un primer momento al grabar las voces iniciales. Sin embargo,
se trata de una obra totalmente abierta y coral, que debe cobrar vida
propia, e ir creciendo con arreglo al impulso de sus diversos autores,
que por otra parte dejarán su sello personal a través de sus
colaboraciones.
La última incorporación ha sido la de la voz Paternalismo, analizada por Ángel Puyol, catedrático de ética de la Universidad Autónoma de Barcelona:
Uno de los grandes problemas éticos de la pandemia de
covid-19 es la elaboración de una política de salud pública que
encuentre la justa medida entre la libertad de la ciudadanía y su
bienestar social. Habitualmente, la salud pública requiere que los
ciudadanos sacrifiquen una parte de su autonomía por el bien de la salud
comunitaria. Una cuarentena obligatoria ante un foco de infección es un
ejemplo típico. Esta pandemia, sin embargo, ha provocado muchas dudas
sobre la dimensión de estos sacrificios y del paternalismo que lo cubre.
Partiendo de la idea de que el bien común incluye la necesidad de
proteger la salud pública, pero también de garantizar las libertades
individuales, la entrada sobre paternalismo y covid-19 debate sobre los
límites éticos tanto de la libertad personal como de la autoridad
pública en esta pandemia y en las que vendrán.
Además de paternalismo, Aburrimiento, Arquitectura, Ajededrez,
Catástrofes, Coronavirus, Crisis, Cuidados,Digitalización, Disenso,
Educación, Elecciones, Epidemiología, Globalización, Héroes, Historia,
Ilustración, Incertidumbre, Innovación, Intimidad, Introspección,
Maestro, Memoria, Naturaleza, Normatividad, Pobreza, Prisiones,
Profilaxis, Responsabilidad, Ser Mortal, Soledad, Utopía, Vejez,
Violencia, Virus y Wikipedia son las voces que se han definido hasta
ahora, y son muchas más las que están por venir.
Las páginas virtuales del Diccionario Filosófico Audiovisual quedan
abiertas no sólo a todos los miembros del IFS y del CSIC, sino a otros
colegas de instituciones nacionales o internacionales,»porque si algo
nos ha demostrado la pandemia es que las fronteras políticas o
administrativas no rigen para los virus, al igual que tampoco detienen
las ideas. Tampoco se descarta que se utilicen otros idiomas, aunque de
primeras lo lancemos en castellano y su destinatario sea la comunidad
hispanoparlante», según señala Roberto Aramayo.
Desde luego, este diccionario, ideado por Roberto R. Aramayo, investigador responsable del Grupo de Investigación Theoria cum praxi, adscrito al Instituto de Filosofía del CSIC que dirige Concha Roldán -quien coordina con Aramayo este proyecto- no sería posible sin la entusiasta colaboración la Unidad de Divulgación del CCHS.
Desafortunadamente, las impredecibles consecuencias de la
pandemia Covid-19 serán muy variopintas y a lo peor bastante
perdurables. Con todo, quizá nos encontremos también con algunos efectos
colaterales que no sean especialmente negativos, como sería el caso de
la iniciativa que presentamos aquí.
Quizá
la más extendida entre las asunciones falsas de fray Servando Teresa de
Mier sea aquella que lo instaura como independentista y antimonárquico a
partir de su célebre sermón de 1794. Es asombrosa la cuasi–unanimidad a
este respecto, no sólo entre historiadores, reputados o no, sino
también entre literatos y todos aquellos que estudian los textos al
parecer únicamente para descubrir en ellos lo que en ellos no se
encuentra.
Fray Servando.
Hay que tener horror de lo pequeño, de lo mezquino, de lo pobre, de lo atrasado. En una palabra: hay que saber pensar. —Lucien Febvre
La unicidad de la historia
A
poco de pensarlo, adquiere un carácter casi axiomático la convicción de
que la historia constituye —dentro del amplio y diversificado campo del
conocimiento humano— un corpus singular. No sólo por sus dificultades
intrínsecas sino también por algunas circunstancias poco menos que
paradojales a que ella da lugar, incluso en su desenvolvimiento y
caminos internos.
La primera dificultad, y también la de menor
alcance y la más elemental, es la que deriva del propio significado del
término “historia”, señalado por Pierre Vilar en su doble contenido: un
término que designa a la vez el conocimiento de una materia y la materia
de ese conocimiento.1 Dicho más llanamente: es tanto la
exposición de sucesos como los sucesos mismos. Puede imaginarse además
una historia de la historia pero no, por ejemplo, una física de la
física ni una química de la química.
Ninguna otra disciplina se ha
movido, y se mueve, entre dos extremos contrarios, entre una presunción
y una realidad que se miran a la cara desde posiciones encontradas: por
un lado la exigencia —arrogante sólo en apariencia— de Lucien Febvre,
quien pedía que en el frontispicio de los institutos y escuelas de
historia se inscribiese la leyenda: “Nadie entre aquí si no es muy
inteligente”, y por el otro una realidad presente en la historia y los
historiadores no ideales que años después suscitó la queja de Vilar, a
la vez amarga e irónica: “El comercio de la historia tiene en común con
el comercio de los detergentes el empeño en hacer pasar la novedad por
la innovación. La diferencia estriba en que sus marcas están muy mal
protegidas. Todo el mundo puede llamarse historiador”.2
La
elegancia de la prosa no mermaba el filo del sarcasmo. Febvre se
refería a los demasiados historiadores que “hacen historia de la misma
manera que tapizaban sus abuelas. Al puntillo. Son aplicados. Pero si se
les pregunta el porqué de todo ese trabajo, lo mejor que saben
responder, con una sonrisa infantil, es la cándida frase del viejo
Ranke: ‘Para saber exactamente cómo pasó’. Con todo detalle,
naturalmente”.
El relato sin comprensión, la crónica
de acontecimientos sin la red que los entrelaza y puede ayudar a
explicarlos. El mismo Febvre añadió su parte a este canon de
lamento–burla–denuncia. En el Manifiesto de los nuevos Annales,
ya que por la historia era que se combatía, se preguntaba: “Pero ¿qué
historia? ¿La que ‘cuenta’ la vida de María Estuardo? ¿La que proyecta
‘toda la luz’ sobre el caballero de Eon y sus faldas?” La elegancia de
la prosa no mermaba el filo del sarcasmo. Febvre se refería a los
demasiados historiadores que “hacen historia de la misma manera que
tapizaban sus abuelas. Al puntillo. Son aplicados. Pero si se les
pregunta el porqué de todo ese trabajo, lo mejor que saben responder,
con una sonrisa infantil, es la cándida frase del viejo Ranke: ‘Para
saber exactamente cómo pasó’. Con todo detalle, naturalmente”.3
El documento derribado por “la interpretación”
Sin
embargo, la historia es tan bondadosamente compleja que, por si lo
anterior no bastare, da también para posibilidades adicionales de signo
diverso pero también deletéreo. Lo mismo puede albergar bajo su manto a
las crónicas —en ocasiones particularísimas— inconexas pero saturadas de
detalles, fechas y nombres, que al extremo contrario encarnado en la
interpretación libérrima. Si aquella menesterosa tradición hace “del
documento” un icono sagrado, ésta otra relativamente nueva —igualmente
paupérrima pero adornada de todos los oropeles posibles, desde los
psicológicos hasta los intertextuales— no se detiene ni ante el más
comprobado y nítido documento en su empeño de construir una
“interpretación”. Y si los documentos contradicen a la interpretación,
peor para los documentos.
Es sabido que las biografías, pero
también los ensayos e incluso los sesudos tratados, son un instrumento
de dos usos. Como los cuchillos, que igual pueden utilizarse para cortar
pan que para asesinar. En ellos el personaje histórico se encuentra
inerme y a merced de su intérprete, el cual posee la libertad impune
para convertirlo en santo, héroe o genio —según el caso lo requiera— o
para defenestrarlo.
La historia, al fin y al cabo, es una materia
dúctil, moldeable al gusto y a la ocasión: el biógrafo, como el
ensayista y el reseñador, siempre pueden representar a Procusto, sus
textos cumplir la función del lecho y tanto la historia como el
personaje hacer el papel de víctimas. Al contrario de aquellos
historiadores que hacen labor de ganchillo, los célebres documentos
—antaño tan anhelados y sacros— han dejado de ser un obstáculo para esta
carnicería: si no se los encuentra se echa mano de “la imaginación”; si
están ahí pero nos contradicen se les omite o, en el más desconcertante
de los casos, se citan pero se deduce o “interpreta” lo contrario de lo
que ellos dicen. Y que el mundo ruede.
Permítaseme echar mano de
un ejemplo ilustre e ilustrativo. Lo uno por la entidad del personaje,
lo otro por el maltrato al que se le ha sometido; me refiero a fray José
Servando de Santa Teresa de Mier Noriega y Guerra Buentello e Iglesias
(si a detalles vamos…). Por comodidad me basaré parcialmente en lo ya
dicho en mi edición de sus Memorias publicada por la Universidad Autónoma de Nuevo León en 2009.
Quizá
la más extendida entre las asunciones falsas del padre Mier sea aquella
que lo instaura como independentista y antimonárquico a partir de su
célebre sermón de 1794. Es asombrosa la cuasi–unanimidad a este
respecto, no sólo entre historiadores, reputados o no, sino también
entre literatos y todos aquellos que estudian los textos al parecer
únicamente para descubrir en ellos lo que en ellos no se encuentra. En
todos los casos se trata, precisamente, de interpretaciones que se
sustentan, algunas, en el simple desconocimiento, y las más en la
prevalencia de la “deducción interpretativa” por encima de los
documentos. En un caso la ignorancia de los textos no impide la fácil
conclusión. En el otro, lo que los textos dicen tiene menos valor que lo
que el intérprete quiere que digan.
En
todos los casos se trata, precisamente, de interpretaciones que se
sustentan, algunas, en el simple desconocimiento, y las más en la
prevalencia de la “deducción interpretativa” por encima de los
documentos. En un caso la ignorancia de los textos no impide la fácil
conclusión.
Y más asombra que estas elucubraciones y
aquellas gruesas catalogaciones sigan dándose no solamente contra el
texto del sermón, que es un documento largamente conocido y que nada
tiene de antimonárquico ni de antiguadalupano, sino incluso sobre y en
contra del documentado y prolijo estudio emprendido por Edmundo
O’Gorman, disponible desde 1981.
Justamente el propósito fundamental de O’Gorman en El heterodoxo guadalupano
era detectar y seguir la ruta del desarrollo de las ideas de fray
Servando, lo que en mi opinión constituye en sí mismo su novedad y
aportación más valiosas. Ahí donde la mayoría de los exégetas han visto a
un Mier republicano, antimonárquico y descreído del milagro guadalupano
a partir del sermón del 12 de diciembre de 1794, los documentos
esgrimidos por O’Gorman demuestran algo que debiera ser asumido como
gnoseológicamente natural: que ningún cuerpo de ideas nace completo y
armado, como Minerva de la cabeza de Júpiter, sino que transita siempre a
través de un proceso más o menos largo en cuyos meandros se va
construyendo, decantando, corrigiendo, precisando. Veamos si no.
Existen
tres eventos previos al sermón de la Colegiata: el primero de enero de
1792 fray Servando predica en la iglesia conventual de Santo Domingo
para impugnar la Declaración sobre los derechos del hombre y del
ciudadano, recientemente proclamada por la Asamblea Nacional francesa.
El 19 de mayo de 1793 Mier discursea en la catedral condenando la
decapitación de Luis XVI, amparado en la antigua y venerable norma que
reputaba como esencialmente cristiana la obediencia a los reyes. Y en
vísperas del célebre sermón, el 8 de noviembre de 1794, pronuncia la
oración fúnebre de Hernán Cortés en la iglesia del Hospital de Jesús;
una oración que fue, en propias palabras de Mier, “un panegírico de los
reyes de España, especialmente los reinantes, con ocasión de la
fidelidad de don Hernando”.
Esto último, por ejemplo, no le impidió a una tal Margarita Peña decir —en un artículo publicado en la Revista de la Universidad de México,
27 años después de que O’Gorman recogiese aquel texto de fray Servando y
obviamente sin tener ni idea del documento original ni de la
recuperación hecha por O’Gorman— a propósito de la oración fúnebre, que
“podemos suponer que el radicalismo antimonárquico de fray Servando debe
haber hecho de tal oración, más que un elogio fúnebre, una diatriba”.
Lo más que probaría esto y lo menos que se puede decir de ello es que
las suposiciones son recursos muy riesgosos, sobre todo para el
prestigio del que supone y en particular si esas suposiciones se vierten
cuando existen documentos y estudios que no sólo las convierten en
ridículas sino que las contradicen.
El sermón de la Colegiata se
aleja de aquellos tres discursos sólo en el tema de la aparición, y aun
en ello fray Servando se apega en general a la ortodoxia de la
parafernalia guadalupana tal como existía ya entonces: el numen
servandiano no rebasa más límite que el de la tilma de Juan Diego
transformada en la capa del apóstol Santo Tomás, con la consiguiente
remisión de la predicación cristiana en el llamado nuevo mundo mucho más
atrás de la llegada de los españoles, hasta el mismísimo siglo I. En
ello, como se verá más adelante, el padre Mier ni siquiera era original.
Justo
en este punto, como señala O’Gorman, es que la tesis de Mier entronca
con la tradición aceptada: en el sermón fray Servando no cuestiona las
apariciones en el Tepeyac sino únicamente “el error” de haber creído que
la imagen se había estampado en 1531 en la humilde tilma de un indio
neófito, cuando según él estaba impresa en la capa de un apóstol desde
hacía mil quinientos años.
En el transcurso de los años que corren del sermón de 1794 a la Apología, parte primera de las Memorias
escritas en 1819, esta sumisión de Mier a la tradición guadalupana
—cuya única salvedad y modificación, ciertamente importante pero no
definitiva pues fray Servando sólo la “aventuraba a la corrección de los
sabios”, le valió la inmediata persecución del arzobispo Haro y su
exilio a España— se transformaría hasta concluir en una negación
absoluta.
Las dudas sobre aquella ortodoxia guadalupana germinan
en Mier al conocer las deliberaciones de la Real Academia de la
Historia, llevadas a cabo entre octubre de 1799 y marzo de 1800, a la
cual el Consejo de Indias solicitó estudio y dictamen atendiendo la
apelación que fray Servando había presentado en mayo del primer año
contra la condena de Haro. Es entonces cuando Mier entra en contacto con
las posiciones ilustradas y escépticas del milagro guadalupano,
señaladamente las de uno de los dictaminadores, Joaquín Traggia
Urribari.
De este modo, meses
antes de que Mier sellara su suerte escandalizando a las autoridades
eclesiásticas mexicanas con una simple modificación de la tradición
guadalupana, en España un académico la demolía.
Es
probable que en esas mismas fechas Mier haya conocido también la
“Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe
de México, leída en la Real Academia de la Historia por su individuo
supernumerario Don Juan Bautista Muñoz”, que el también Cosmógrafo Mayor
de Indias había publicado en Madrid el 18 de abril de 1794, ocho meses
antes de que Mier pronunciara el sermón en la Colegiata. Es esta una
devastadora y puntual crítica de la tradición, que suscitó una cascada
de airadas reacciones cuando años más tarde fue publicada en México. De
este modo, meses antes de que Mier sellara su suerte escandalizando a
las autoridades eclesiásticas mexicanas con una simple modificación de
la tradición guadalupana, en España un académico la demolía.
Entre
aquel explícito “no niego las apariciones ni la pintura milagrosa” de
la Virgen de Guadalupe manifestado en el sermón de 1794 y el
descreimiento y la negación totales tanto de la epifanía guadalupana
como del carácter sobrenatural de la imagen estampada existe un largo y
sinuoso camino.
El fin de esta ruta se encuentra en dos textos: la
Apología y las seis cartas apócrifas a Juan Bautista Muñoz, ambos
redactados por Mier en las cárceles de la Inquisición después del
fracaso de la expedición de Mina. En ellos fray Servando ha llegado ya a
varias conclusiones: que la historia de las apariciones no es más que
una fábula nacida de una comedia escrita por el indio Valeriano, sólo
después transformada en historia a partir de la aparición del libro
fundador del padre Miguel Sánchez publicado en 1648; que, por tanto, no
hubo tales apariciones ni existió Juan Diego.
En cuanto al
carácter divino o humano de la imagen, Mier arriba a la conclusión
(cartas II y V y la Apología) de que tanto la de la Virgen de los
Remedios como la de Guadalupe
fueron hechas en
la escuela de pintura que puso para los indios a espaldas de San
Francisco el leguito flamenco fray Pedro de Gante (…) pues así como la
de Guadalupe tiene los defectos anexos al pincel de los indios, la de
los Remedios es tan parecida a las de mala talla que ellos tienen en sus
santo–callis, que se conoce ser del mismo cincel.
Convertido ya,
ahora sí, no sólo en heterodoxo guadalupano sino también en un pensador
político independentista aunque todavía no decididamente antimonárquico
ni republicano —como atestiguan desde 1811–1812 las dos Cartas escritas
en polémica con José María Blanco White, y con mayor fuerza y difusión
su Historia de la Revolución de Nueva España de 1813—, Mier enlaza en esta época ambos caracteres: el religioso y el político. En la Relación (parte segunda de las Memorias)
denuncia la hipocresía guadalupana de españoles y europeos: “No hay, ni
sueña haber devoción en ninguna parte de España ni de Europa con
nuestra Virgen de Guadalupe ni con ninguna otra cosa de América, sino
los pesos duros”.
De cómo “la historia” se utiliza para deshistorizar
Es
a este Mier posterior, construido a sí mismo en el exilio y que incluso
entonces no era todavía el Mier diputado en el Congreso mexicano, al
que una troupé de entusiastas de la etiqueta y de la novedad pretende
ubicar ya en la época del sermón.
Esta peculiar pieza oratoria,
con la cual fray Servando no pretendía disminuir sino glorificar aún más
el tema de las apariciones, ha dado pie también a otra de esas
estridentes extemporaneidades tan comunes cuando se intenta hacer
historia en retrospectiva.
La mayoría de los comentaristas de fray
Servando han creído ver, siempre descubriendo en el sermón más de lo
que en él se encuentra, una supuesta intención del fraile regiomontano
de socavar la legitimidad de la conquista. Esta atribución de
intenciones elaboradas en el presente y remitidas con carácter de
retroactividad al pasado, tan frecuente al historiar, ha demostrado no
ser exclusiva de los historiadores al extenderse a toda clase de
opinantes, ensayistas e intérpretes.
Aquí remito tan sólo a una de
ellos, pues resume lo que el resto ha dicho. Para Linda Egan, de la
Universidad de California (en “Servando Teresa de Mier y su sátira
general de las cosas de la Vieja España”, en Literatura Mexicana,
vol. XV, núm. 2, UNAM/Instituto de Investigaciones Filológicas, 2004,
pp. 7–22), el argumento servandiano de la predicación apostólica
anuló
en minutos tres siglos de legitimación española en América, cancelando
la justificación providencialista para la conquista, evangelización y
colonización, y fortaleció el sentimiento criollista para cortar los
lazos con la metrópoli (…) a mediados de los noventa, arma una
escaramuza simbólica en vísperas de la guerra de independencia (…).
Esto
es decir poco e implicar demasiado. Quizá pueda discutirse que si se
prolongara la secuencia lógica de los asertos de Mier en el sermón,
ellos podrían conducir al descrédito de aquella justificación de la
conquista al anular —según una lógica lineal, insisto— sus bases
evangelizadoras. Pero una cosa son la lógica y las posibilidades
latentes de unas tesis y otra muy diferente sus consecuencias efectivas,
de las cuales por lo demás a menudo sus autores no son conscientes.
Para
finales de 1794, cuando Mier y el licenciado Borunda —que fue quien le
sopló al oído a fray Servando lo de la capa de Santo Tomás— se ocuparon
del tema, la especie de la predicación apostólica era ya vieja de más de
doscientos años. Y no bajo la forma de una “proposición” deslizada en
un simple sermón, sino expuesta en numerosos libros de autores
importantes y respetados que contenían largos capítulos dedicados a
sustentarla.
Nadie observó en esos textos derivaciones negativas
que vulnerasen los títulos ni la primicia evangelizadora de los
conquistadores; ninguno estuvo bajo sospecha y a ninguno se le incluyó
por ello en el Índice de la Inquisición. Todo lo contrario: se trata de
libros impresos con todas las bendiciones del caso, esto es, las
entonces obligadas licencias y aprobaciones eclesiásticas y del poder
regio. Tan no fueron motivo de escándalo —y ha de tenerse en cuenta que
tales libros aparecieron desde el último tramo del siglo XVI hasta la
propia época de fray Servando, varios de ellos tan sólo unos pocos años
antes de su sermón— ni suspectos de impiedad teológica ni de subversión
política, que la predicación apostólica en el Nuevo Mundo se convirtió
en una tradición más.
Ni siquiera el dictamen oficial que condenó a
Mier al destierro, elaborado por José Patricio Fernández de Uribe, se
sustenta en la temprana predicación del apóstol Tomás —a la que Uribe
califica de “poco probable” pero no de falsa— sino en la modificación de
la tradición guadalupana. Y en cuanto a la numerosa y acreditada
cohorte que durante más de dos siglos había mantenido la realidad de
aquella predicación, sea suficiente con señalar entre ellos a Luis
Becerra Tanco —para desgracia de estos “historiadores” de los que
hablamos, uno de los autores venerados en el México antiguo como
evangelistas guadalupanos— e incluso a un rey español, Carlos V, de
quien habría que suponer, entonces, que era de la estirpe de los que
suelen apuñalarse por la espalda y se deslegitimaba a sí mismo.4
¿Dónde
queda entonces el carácter políticamente subversivo del sermón? ¿Dónde
está el sustento de esa pretendida vocación anticolonial de fray
Servando ya en 1794? ¿En qué realidad histórica se ampara esa veta de la
“deslegitimación” como motivo de Mier y a la vez causa de su caída en
desgracia? ¿Qué se ficieron los documentos, los testimonios que avalen
esta interpretación, de esas que suelen atribuir desde el presente a los
personajes históricos las motivaciones y las intenciones que se cree,
por mera excogitación, que aquellos debieron tener aunque algunos, como
es el caso de fray Servando, lo nieguen explícitamente? Yo no lo sé, y
ellos tampoco.
¿Dónde queda
entonces el carácter políticamente subversivo del sermón? ¿Dónde está el
sustento de esa pretendida vocación anticolonial de fray Servando ya en
1794? ¿En qué realidad histórica se ampara esa veta de la
“deslegitimación” como motivo de Mier y a la vez causa de su caída en
desgracia?
Es el propio Mier, como acabo de decir,
quien se defiende de estos infundados elogios a su reconocida vanidad, y
no deja de ser una ironía póstuma el que fray Servando se queje en sus Memorias de que algunos lo acusaban precisamente de aquello por lo que sus intérpretes actuales lo alaban:
Digo
esto porque algunos me acusaban de que había intentado quitar a los
españoles la gloria de haber traído el Evangelio. ¿Cómo pude haber
pensado en quitarles una gloria que es muy nuestra, pues fue de nuestros
padres los conquistadores, o los primeros misioneros, cuya sucesión
apostólica está entre nosotros? Gloria filiorum patres eorum.
La gloria de los Apóstoles tampoco perjudica a la de sus sucesores; y
tan glorioso es haber introducido el Evangelio al principio como
restablecerlo después que se había olvidado o trastornado.
Yo
pienso aun que es cosa más gloriosa para los españoles la predicación
antigua de Santo Tomé, que el no haber precedido; porque constando de
sus propias historias que debieron la posesión de la América, menos a su
espada que a las profecías antiguas sobre su venida y dominio, creídas
generalmente en toda la América como de Santo Tomé, es más glorioso, sin
duda, haber debido este favor a un apóstol de Jesucristo que no al
diablo, o a cosa suya como profetas idólatras.
La fábula del fray
Servando deslegitimador fue inaugurada por José María Luis Mora en la
primera mitad del siglo XIX, y si aún ahora en el XXI continúa
repitiéndose en libros, ensayos y artículos académicos no puede deberse
más que a lo ya señalado: a una exégesis tan entusiasta como
irresponsable y a la deficiente y apresurada, por decir lo menos, labor
de investigación que se apoya en lo conocido y sabido, en las verdades
establecidas y en el lugar común. Qué importa que el propio fray
Servando diga exactamente lo contrario de eso que se enuncia con la
satisfacción y la seguridad de quien profetiza la salida del sol el día
de mañana, y que los propios autores, libros y documentos más citados
contradigan tanto las circunstancias como los razonamientos que
avalarían aquella interpretación.
Con la ventaja adicional de que
aquí no se profetiza el futuro sino que se profetiza el pasado, nos
encontramos en síntesis ante uno de los más perniciosos vicios en la
labor historiográfica; un vicio muy tentador puesto que su única bondad
es la extrema simplificación de la complejidad de los vericuetos
históricos.
Mientras la marca de la historia no esté tan protegida
al menos como la de los detergentes, seguirá siendo moneda corriente
—como en este caso ilustrativo— la manía tan insustentada como
intelectualmente caquéctica que imagina que sostener aquella predicación
apostólica significa eo ipso vulnerar los títulos de
legitimación de la Conquista. Y también, en general, la elucubración
elaborada no a partir de una exhaustiva investigación sino de lecturas a
trozos o de lecturas ahorradas por lo que “ya otros han dicho”, rasgos
todos que degradan la interpretación al rango de simple ocurrencia.
Merecerían entonces, estos fans de la novedad, la violenta crítica lanzada por Albornoz desde el siglo XVI:
[…]
porque toman la Decisión desnuda, sin entender los medios por do lo
prueban, y comiençan por donde tienen de acabar, y quieren ser primero
Maestros que discipulos, siguiendo su propio juizio y fantasia, que es
una pestilencia perniciosissima en los mui letrados, quanto mas en los
idiotas y faltos de principios, aunque entiendan la lengua de el libro
que leen […].5 ®
Notas 1. Pierre Vilar, Iniciación al vocabulario del análisis histórico, Barcelona, Crítica–Grijalbo, 1980, p. 17. 2. Pierre Vilar, Historia marxista, historia en construcción, Barcelona, Anagrama, 1975, p. 7. 3. Lucien Febvre, Combates por la historia, Barcelona, Ariel, 1975, p. 68. 4. Para quien pudiese interesarse, de todo ello me he ocupado por extenso en la segunda de las cuatro partes de El universo intelectual en el entorno de las Memorias de fray Servando Teresa de Mier
editado por la UANL en noviembre de 2018, pp. 171–346. Una versión
parcial y muy sintetizada puede encontrarse también en “Discurso contra
la leyenda de Mier como deslegitimador de la Conquista española”,
publicado posteriormente como el primero de los Cuadernos del Centro de Estudios Parlamentarios de la misma universidad. 5. Arte de los contractos compuesto por Bartolome de Albornoz estudiante de Talavera, Valencia, 1573, folio 176 vta.