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El declive de las humanidades en la enseñanza y la tiranía del utilitarismo

El declive de las humanidades en la enseñanza y la tiranía del utilitarismo

Jaime Fernández
Escritor y periodista

La nueva puntilla a la enseñanza de las humanidades y a la cultura clásica en la reforma educativa –y ya van siete en treinta años de democracia- diseñada por el gobierno español a favor de las materias denominadas con el horrible epíteto de “instrumentales” ha provocado las protestas de profesores e intelectuales. En esta ocasión las quejas se centran en la eliminación parcial de la Filosofía, que sólo será obligatoria en primero de Bachillerato, cuando hasta ahora estaba presente en la etapa de Secundaria y en el Bachillerato a través de tres asignaturas relacionadas, Filosofía, Valores Éticos e Historia de la Filosofía. La idea que subyace en esta reforma es que las humanidades no son útiles para la formación práctica del alumno, que son teóricas y el mercado de trabajo no está para teorías.
La desconfianza en las enseñanzas que no son técnicas ni tienen una utilidad visible e inmediata no es nueva, del mismo modo que la réplica a esa desconfianza ha provenido precisamente de la filosofía. Se remonta muchos siglos atrás. Fue un filósofo, Aristóteles, quien en su Política justifica sólo la utilidad en la educación en el sentido de que los conocimientos -como era el caso de la gramática- deben servir para facilitar la adquisición de otros muchos. En esencia, sostiene que las enseñanzas que se impartan a los jóvenes tienen que ser “cosas dignas de ocupar a un hombre libre, como cosas que son bellas” y no “como cosas útiles o necesarias”.

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Aristóteles

La gratuidad de la belleza discurre paralela a la gratuidad del conocimiento. Se equivoca aquel que espere de éste contrapartidas contantes y sonantes, como si se tratara de una caja registradora. La escuela desempeña la valiosa función de abrir la espita al caudal infinito del conocimiento que, como señaló Aristóteles, sirve para facilitar la adquisición de otros. En todo caso ésa sería su única contrapartida.
En un sentido parecido se pronunció otro filósofo, Hans-Georg Gadamer cuando descubrió en la expresión griega de paideía “algo de la ligereza y de la inocencia del juego infantil” cuyo tema característico es “lo bello” para referirse a aquello que “sin servir para algo, se ofrece a sí mismo de tal manera que nadie pregunta para qué sirve”. Según Gadamer este sentido de lo bello “comprende naturaleza y arte, costumbres, usos, actos y obras y todo lo que se comunica y todo lo que, en la medida que es compartido, pertenece a todos”.
Una explicación plausible al coincidente interés de los griegos por colocar lo bello a la cabeza de las cosas dignas de enseñarse a los jóvenes sería que, como comentó el poeta Joseph Brodsky, “el propósito de la evolución es la belleza, que sobrevive a todo y genera verdad simplemente por constituir una fusión de lo mental y sensual”. Puede afirmarse sin paliativos que la educación moderna ha traicionado su promesa de transmitir “lo bello”, al subordinar el conocimiento al utilitarismo, convirtiéndolo en un medio, en lugar de hacer de él un fin en sí mismo. No es del todo peregrina la hipótesis según la cual esa subordinación del conocimiento al utilitarismo habría conducido a la institución escolar al estancamiento.
Siempre preocupado por el sentido de la educación, y partiendo del recuerdo de su experiencia más bien desalentadora, el escritor Hermann Hesse pensaba que la verdadera formación “no es formación para un fin, sino que, como todo anhelo de perfección, tiene sentido por sí misma”, como el deseo de fuerza física, destreza o belleza. Por el contrario, constituye “una ampliación benefactora y vigorizante de nuestra conciencia, un enriquecimiento de nuestras posibilidades de vida y felicidad”. Es también “satisfacción y estímulo” y “estar de camino en lo infinito, resonar en el universo, convivir en lo atemporal”. Su fin “no es potenciar tal o cual capacidad, sino que nos ayuda a darle un sentido a la vida, a interpretar el pasado, a estar abiertos al futuro”.

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Herman Hesse

Ortega y Gasset propuso que la escuela no eduque para “la vida ya hecha, sino para la vida creadora”, de modo que la enseñanza elemental fomente la “vida primaria y espontánea del espíritu, que es idéntica hoy y hace diez mil años, que es preciso defender contra la mecanización que ella misma, al crear órganos y funciones específicas, acarrea”.
La obsesión por recargar los planes de estudios de materias que supuestamente han de ser útiles al estudiante cuando tenga que abandonar la escuela, representa para Ortega un atentado contra la idiosincrasia del niño, ya que mientras se suministran conocimientos al ciudadano del futuro, se olvida de atender al niño del presente. Pese a la buena voluntad de los adultos por llenar las mochilas de los escolares de conocimientos que se presumen útiles para el futuro, Ortega aventuraba que esta manía obedece a un prejuicio típicamente adulto “que juzga los actos de los niños suponiendo a éstos sumergidos en el mismo medio que el de ellos” y entiende la misma infancia como una “etapa enfermiza” y “defectuosa” que hay que reprimir en la medida de lo posible, cuando no sofocar. Esta concepción de la infancia no entiende que capacidad receptiva del niño es limitada “en volumen, calidad y tiempo”.

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Ortega y Gasset

Por ello, considera que el problema de la educación “es siempre un problema de eliminación”, y el problema de la educación elemental, “un problema de la educación esencial”. De ahí su oposición a que se enseñe tanto El Quijote en las escuelas -una obra demasiado compleja para la mentalidad infantil y no porque fuera escrita en el siglo XVII, como argüía un pedagogo de la época- como los periódicos que, según Ortega, no son “la expresión de la vida, sino sólo de la faz que hoy tiene la vida”.
Contra la pedagogía vanguardista de su tiempo, alegó que sólo se ocupaba de adaptar nuestra vitalidad al medio, sin ocuparse de ella. En este sentido, proponía una educación que, en vez de adaptar el hombre al medio, adapte el medio al hombre. “En lugar de apresurarse a convertirnos en instrumentos eficaces para tales o cuales formas transitorias de civilización, debe fomentar con desinterés y sin prejuicios el tono vital primigenio de nuestra personalidad”. De ahí que, frente a la primacía de los hechos, con su carga de utilidad y evidencia incontestable, abogase por la enseñanza de los mitos que provoquen en los niños “sentimientos audaces y magnánimos, ambiciosos y entusiastas”.
En términos similares, Walter Benjamin aseveró que el poder inmediato de la creación, del que es portador el alumno, se ve anulado por la orientación hacia fines profesionales que, desde un principio, se pretende dar a los estudiantes.“La misteriosa tiranía de la idea de la profesión es la más profunda de estas falsificaciones (…) Desde que la vida de los estudiantes está sometida a la idea de utilidad y de profesión, semejante idea excluye la ciencia, porque no se trata de consagrarse a un saber que aleja del camino de la seguridad burguesa”.
También John Dewey abundaba en esta idea subrayando que la concepción excesivamente utilitarista de la educación induce a olvidar que el proceso educativo no tiene un fin más allá de sí mismo y que es un error percibir el crecimiento “como teniendo un fin, en vez de ser un fin” y “asignar importancia a la preparación para las necesidades futuras”, eludiendo de esta manera hacer de ella “la fuente principal del esfuerzo presente”. A juicio de Dewey, “si la educación es crecimiento tiene que comprender progresivamente las posibilidades presentes y hacer así a los individuos más aptos para satisfacer los requerimientos ulteriores”.
En 1952 Albert Einstein afirmaba que “la insistencia exagerada en el sistema competitivo y la especialización prematura fundada en la utilización inmediata matan el espíritu en que se asienta toda la vida cultural, incluido el conocimiento especializado”.
Testigo del declive de las humanidades, y en particular de la enseñanza de la Filosofía en los planes de estudio, el filósofo Emilio Lledó denuncia una “tendencia pragmatoide” en unos planificadores obsesionados con lo inmediato. Lledó reitera que la desaparición de la enseñanza de la filosofía equivale a “la muerte de la riqueza más grande un país, que es la cultura, porque ahí residen su libertad”. Entre los atributos que otorga a esta materia destaca el que “nos obliga a pensar sobre la lengua, sobre el bien, sobre la justicia, sobre lo que somos, sobre la verdad”. Además, desde los griegos, “los filósofos siempre han sido la conciencia crítica de una época”. soluciones-emilio-lledo-ok
No toda la responsabilidad del declive de las humanidades en la educación escolar recae sobre los encargados de planificar la enseñanza. Hay también una mentalidad en las familias que apunta en la misma dirección y que los propios alumnos se limitan a trasladar a la institución escolar.
Parece que esta mentalidad se ha convertido en el único medio de coacción para que los alumnos se interesen por el estudio, aunque, a la vista de los resultados, haya que dudar de su eficacia. Es posible que limitando la razón última del estudio y del conocimiento al utilitarismo chato, la escuela sobreviva como lo ha hecho hasta ahora, pero en unas condiciones precarias. Finalmente, el tecnocrático lema “menos latín y más eficiencia” ha relevado al brutal “menos latín y más deporte” jaleado por el ministro franquista.
En la escuela concebida como un supermercado de especializaciones profesionales hablar de Homero, de Platón, de Cervantes, Shakespeare, Kant, Bach, Mozart o Velázquez es casi superfluo. El conocimiento ya ni siquiera tiene el sentido meramente decorativo que se le daba en la vieja escuela.
Los planes de estudio han derivado en una especie de recipiente gigantesco en el que los planificadores se disponen a arrojar sin orden ni concierto todos los utillajes que, según creen, han de servirle al niño en el futuro, cuando deje de serlo, y que, los alumnos, a su vez, se vean degradados a la vejatoria condición de sacos de conocimientos sin fondo.
Hace unos años, en un diálogo con George Steiner, Cécile Ladjali, profesora de un conflictivo liceo de un suburbio parisino, reconocía que cuando pensaba en los demenciales programas que tenía que enseñar en primero de Bachillerato, se acordaba de su época de estudiante en el instituto, donde el listón no estaba tan alto. Ahora estaba obligada a inculcar a sus alumnos nociones que ella estudió en las oposiciones para profesora. No hay que extrañarse que ese demencial nivel de exigencia conviva con una creciente incapacidad de los alumnos para expresarse. Photo_Ludovic-Lai_-Yu--Cecile-L_32                 Cécile Ladjali
El hecho de que los escolares acaben la enseñanza básica sin dominar las reglas académicas más elementales, que sus antepasados a su edad dominaban perfectamente -lo que era el orgullo de todos-, confirma la falta de realismo y de sentido común de los planificadores, así como sus absurdas pretensiones, que les induce a creer que porque engorden mucho los programas escolares con materias meramente utilitarias los alumnos van a asimilarlos automáticamente, como si fueran máquinas.
La subordinación del carácter elemental de la enseñanza infantil al pretencioso e hiperracionalista propósito de suministrar al niño enseñanzas “instrumentales” hace que los estudiantes abandonen la escuela con un caos mental del que la única forma que tienen de liberarse es, como intuyó el ilustrado Lichtenberg, olvidando lo que aprendieron para aprenderlo de nuevo, si es que tienen la oportunidad y el suficiente humor para ello.
En el nuevo escenario la escuela tiene que hacer lo que ha venido haciendo desde siempre con mayor o menor fortuna (aunque a algunos no les guste y tachen de anticuado este propósito): “enseñar cómo es el mundo”, su pasado y su presente, preservando la atmósfera de intimidad que requiere la enseñanza y el aprendizaje y procurando mantener bien definidas sus diferencias con los medios extraescolares, en primer lugar ante los propios alumnos y luego ante la familia. No son pocas las dificultades con que se encuentra un profesor a la hora de cumplir esta aparentemente sencilla labor en una sociedad atrapada en un presentismo avasallador y presionada por las innovaciones tecnológicas y la voracidad consumista.
En un sistema educativo saturado de conocimientos variados pero no ligados por un hilo conductor, ni el profesor ni el alumno están predispuestos para asumir un método educativo basado en una relación dialéctica y viva. Aquél tiene que cumplir con su cometido de agotar a lo largo del curso el programa de la materia que imparte y éste, si quiere pasar al curso siguiente, debe acomodarse al ritmo que le marca el profesor.
Sin embargo, como mejor entiende y retiene el niño una enseñanza es mediante la narración y el lenguaje en el que se expresa. El discurso narrativo del profesor debe obrar el milagro de atrapar al alumno-oyente, estimulando su atención y curiosidad. Mientras escucha al maestro, el estudiante sólo atiende a la narración, pero al mismo tiempo, y sin que se dé cuenta de ello, está entablando una relación viva con aquél.
Por su parte, el profesor se sentirá estimulado por el auditorio e insuflará nueva vida a las enseñanzas que debe impartir curso tras curso, ahuyentando así la inercia a que se presta la repetición de las enseñanzas a las sucesivas hornadas de alumnos. La atención que preste el escolar dotará de individualidad a sus enseñanzas y él mismo adquirirá a los ojos de éstos una identidad diferenciada, que se fijará probablemente para siempre en la memoria de sus atentos oyentes. Pero, por regla general, se sigue el camino contrario al de la narración y, bien por comodidad, por incuria o impericia, se tiende a atiborrar al estudiante de datos, cifras, esquemas, definiciones y conceptos aislados de su contexto, que sólo sirven para facilitar su aprendizaje memorístico, no así su comprensión.

Este artículo fue publicado originariamente por Jaime Fernández en:

Higinio Marín: En defensa de la Filosofía

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C.S. Lewis

En plena Guerra Mundial, el autor de Las crónicas de Narnia y profesor en Cambridge, C.S. Lewis, se preguntaba qué sentido tenía seguir cultivando y enseñando humanidades en semejantes circunstancias. A él le pareció que la modesta e inútil labor de seguir enseñando latín, griego, literatura, historia o filosofía era como honrar y justificar el terrible esfuerzo que hacían los combatientes y el país: preservar y mantener un mundo en el que la desgracia de morir, si se hacía inevitable, tendría al menos la nobleza de contribuir a salvar la memoria y la posibilidad de lo humano frente a la barbarie.

Que millones de compatriotas estén muriendo a manos de otros hombres a los que a su vez están intentando matar, y que después de toda esa devastación de cuerpos y de almas, queden en pie unos saberes donde poder mirarnos para aprender de nuevo a ser humanos, no fue en efecto servicio pequeño.

El argumento de Lewis vale también para tiempos de paz. Incluso para tiempos de gobiernos con una estrechez intelectual en materias educativas como el actual; tal vez el más obtusamente arrogante de nuestra reciente historia política, nada afortunada a ese respecto. Es triste pero revelador tener que recordar que las humanidades en general y la filosofía en particular mantienen abierto el camino por el que los hombres conocen y aprenden a apreciar lo humano de sí mismos y de los otros. Es triste pero urgente porque la majadería está perpetrada.

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José Ignacio Wert

Es necesario carecer por completo de la experiencia vital del enriquecimiento propio y ajeno que supone la apertura comprensiva y crítica de la realidad que reporta el pensamiento filosófico, para dispensarle un trato tan displicente y reducirlo todavía más en los recorridos educativos de nuestros jóvenes. Seguramente es la milenaria acusación de inutilidad de la filosofía la que anima a nuestros ufanos adelantados del futuro para suprimirla. Se olvida -seguramente se ignora- que la declaración de inutilidad de la filosofía procede de los filósofos mismos y que significaba en realidad una declaración de libertad: el pensar filosófico no sirve a ningún interés distinto del deseo humano de saber buscado por sí mismo y no por cuanto pudiera derivarse de él en términos de utilidad. Es, ciertamente, un puro lujo que solo puede darse el animal al que los afanes por la supervivencia no lo hocican sin remedio en la urgencia de las necesidades. En esa capacidad para ´perder el tiempo´ y sobrepujar lo necesario, en esa sobreabundancia dispendiosa de la vida que se expresa en mirar el mundo sin otro particular que aprenderlo y entenderlo, reside la genuina libertad y dignidad de lo humano.

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Gilles Deleuze: La filosofía no sirve ni al Estado ni a la Iglesia, que tienen otras preocupaciones. No sirve a ningún poder establecido.

Pero solo la estupidez puede suponer que lo anterior implique que la filosofía no sirve para nada, porque precisamente desde esa supuesta inutilidad, la filosofía presta un servicio cívico de naturaleza esencial: mantener la expectación de la verdad, es decir, ejercitar el afán humano por mirar a la cara a la realidad sea cual sea la suerte que hacerlo nos depare. Y de ahí que el tesón de la inteligencia que se resuelve a no servir -al menos exclusivamente- de instrumento para ningún interés; es, no obstante, un elemento estructural de las sociedades democráticas porque abre una instancia de discusión y autoconciencia crítica sin la que resulta improbable una ciudadanía razonablemente libre.

Ciertamente los filósofos somos los principales responsables de la actual irrelevancia pública de la filosofía que -enjaulada en la carrera académica y los requisitos del reconocimiento gremial- hemos ausentado no ya de los avatares históricos, sino de las encrucijadas de la existencia humana universal ¿Qué pensar de alguien que se haga llamar filósofo y no tenga nada relevante que decir sobre la muerte, la libertad, la amistad, el amor, la existencia de Dios, el deseo o el dolor y el sufrimiento humano, pero acumule publicaciones, sexenios, estancias internacionales, acreditaciones y subvenciones públicas a proyectos de investigación?

Con todo, y aunque sea a pesar de los filósofos, la filosofía es un lujo imprescindible porque el hombre para serlo necesita saber que lo es, aunque sea solo lo estrictamente necesario para poder preguntárselo. Filosofar es solo la forma insistente, metódica, crítica y dialógica de esa pregunta; y la historia del pensamiento filosófico es el cúmulo de los esfuerzos más penetrantes y esclarecedores por indagar qué somos, para poder serlo, y qué es el mundo, para poder habitarlo humanamente, es decir, comprensivamente. Tal vez no sea posible conseguir al respecto de tales preguntas una visión unánime, pero sabemos al menos que somos el ser que se pregunta qué es, y sabemos que dicha pregunta abre en el mundo el camino del hombre.

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Immanuel Kant: ¿Qué es el hombre?

Un camino incierto pero en el que la resistencia de la inteligencia a ser reducida a un recurso sofisticado para la producción, reivindica al hombre como un ser singular, irreductible a la condición de instrumento. Y es que la rebelión de la filosofía contra la ley de la utilidad y la producción desencadena la revelación de lo humano del hombre. Tal vez sea esa rebelión-revelación la que les trastorne.

Pero todo lo anterior está en constante peligro porque los caminos por los que los hombres buscan lo humano pueden desaparecer y borrarse bien por desuso y olvido, bien por sobreuso estereotipador. El ministerio es culpable de lo primero, pero los filósofos lo somos de lo segundo, porque la enseñanza de la filosofía requiere el ejercicio de un pensar viviente o carece por completo de justificación. Solo el arraigo del pensamiento en la realidad puede revitalizar lo que el exceso o la falta de costumbre desvanecen.

Al respecto la filosofía ejerce la modesta misión de los antiguos peones camineros: evita que el olvido o el abuso borren los rastros del saber sobre sí y sobre el mundo que nuestra tradición ha acumulado. Así es como los caminos del hombre para indagarse a sí mismo y al mundo siguen abiertos. Menospreciarlo y postergarlo es simple ignorancia investida de enfática suficiencia tecnocrática. ´Idiotez´, decían los griegos.

Esta entrada fue originalmente publicada en el diario La Opinión de Murcia el 10 de octubre de 2015

Destruir la filosofía

Es la consigna. Desde hace años la idea de destruir la filosofía como asignatura obligatoria del bachillerato alegando que no es indispensable en la formación de los jóvenes; que es innecesaria, anticuada, inútil, etc., ha ido calando en el espíritu de nuestros próceres y de algunos pedagogos al servicio de un estado al que poco importan las humanidades. Los países desarrollados la colocan por encima de las demás materias de conocimiento. Por encima de las matemáticas y otras ciencias. No andan descaminados, pues de nada sirven los conocimientos si no van unidos a la explicación de su existencia. Todo tiene su razón de ser y estar al tanto de ese origen, su justificación, sus posibles causas y fines, es el principio de nuestra necesidad de saber la verdad sobre el mundo que nos rodea y sobre nosotros mismos.

Ni los números ni las más avanzadas tecnologías nos darán una demostración que pueda satisfacernos. Debemos indagar, averiguar la verdad, la esencia, la razón de existir de aquello que forma parte de nuestro universo. Y eso solo puede suceder a partir de una búsqueda que nace del deseo insaciable de saber que caracteriza al ser humano. La ciencia nos las da, es cierto, pero no todas. La filosofía es la que lo intenta siglo tras siglo. La humanidad, gracias a ese amor al conocimiento, a ese afán por encontrar la verdad sobre la vida y la muerte, sobre el comportamiento de la naturaleza y de los seres vivos, sobre las dudas y creencias que al ser humano acompañan, ha sido la gran curiosa y la que ha puesto sus esperanzas en aquellos que dedicaron su vida a la búsqueda de argumentos que apaciguaran sus deseos de conocer. Silenciar esas voces no servirá de mucho. Siempre existirán hombres y mujeres cuyo interés consistirá en hallar una respuesta a tantas interrogaciones.

Eso es lo lógico en la verdadera educación: enseñar el camino por el que encontrar esas respuestas y obligarnos a pensar, a dialogar y a debatir para llegar a descubrirlas, cosa que han hecho los filósofos durante siglos. Buscar la posibilidad de un mundo mejor, soñar con él, construirlo, es la meta. El miedo a que sepamos más, a que dudemos sobre lo divino y lo humano, a que podamos descubrir de lo que somos capaces, es lo que lleva a nuestros dirigentes a cancelar una puerta por donde esas verdades puedan filtrase un día poniendo en peligro sus vidas y su hacienda. La consigna es muy clara: que no piensen y así no pedirán lo que no queremos darles. Matar a los pensadores es eliminar la luz que ellos derramaron sobre nuestras almas en sombra. Y que siga creciendo la oscuridad.

Este artículo de opinión ha sido escrito por Elsa López en: www.laopinion.es

La magia del revés

Los autores de pintura abstracta comprueban, con relativa frecuencia, que el cuadro pintado en una posición llega a expresarse mejor girándolo 180 grados. Cambia con ello su argumento relacional y logra una o varias sorpresas que habían permanecido ocultas. Es, al cabo, más interesante.

Con estas volteretas (experimentales) los más puristas sostienen que un cuadro adquiere de verdad su tono cuando comunica bien no sólo al derecho o al revés sino moviéndolo noventa grados a la derecha o la izquierda. Es decir, cuando resiste, siempre equilibrado, los variosreveses.

Marx y sus seguidores pensaron casi lo mismo cuando su materialismo dio la vuelta a la filosofía de Hegel. Si Hegel sostenía que el ser brotaba de la consciencia y de las idea, Marx, que respetaba a Hegel, dijo que su revisión consistía, sin retocar nada, en volver este sistema del revés. Como en el caso de la pintura, no sería necesaria, otra obra para superarla; bastaba con exponer la preexistente al milagro del revés (umstülpung).

Efectivamente, el revés, por su polisemia, pertenece también al orden de lo aciago, pero realmente nosotros mismos no sabemos de nuestra apariencia sino reflejándonos al revés en los espejos. Esto bastaría para aceptar que los reveses en el tenis son más naturales que losdrives y, ergonómicamente, más eficientes.

En cualquier deporte (incluido el ajedrez), el juego de revés dibuja la belleza inteligente. Y, como ya se sabe, anuncia, un registro superlativo. Un caso eximio fue el de Dick Fosbury, que en los Juegos Olímpicos de México 1968 sustituyó la fórmula tradicional saltando la cuerda de espaldas, al revés (Flop Fosbury), para batir el récord.

Galileo, por su parte, sorprendió con al mundo antiguo proclamando que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés de lo que se daba sumisamente por cierto. Esto en el gran mundo exterior, pero en el interior personal la actual película de dibujos animados Inside Out(Del revés) recrea la riqueza personal del mismo fenómeno.

No haría falta decir nada más. Gran parte de nuestra cultura, desde el pensamiento a la novela, desde la poesía al teatro, desde el echarpe a la gorra con visera han progresado mediante el revés.

El revés atrae pero aún más en unos momentos históricos en que el mundo suspira por un cambio de la cabeza a los pies. Un tiempo que Quevedo, en su cambiante siglo XVII, definía así: “Todo se ha trocado ya / todo del revés se ha vuelto / las mujeres son soldados / y los hombres son doncellas/ los mozos traen cadenitas / las niñas toman acero/ que de las antiguas armas sólo conservan los petos”. La vida siempre parece como una cosa sabida pero, de vez en cuando, un fuerte revés la pone extraordinariamente de moda.

Este articulo ha sido escrito en la sección de Corrientes en: www.elpais.com por Vicente Verdú

El honor de los filósofos

En agosto de 1943, el filósofo francés Jean Cavaillès es arrestado por la Gestapo y finalmente fusilado el 17 de enero de 1944 en la ciudad de Arras. Durante el juicio, cuando un miembro del tribunal le pregunta por los motivos subjetivos que le habían movido a la resistencia, responde que “había sabido encontrar en la continuidad de la lucha un antídoto para la humillación de la derrota”, precisando de pasada que, dado su amor a la Alemania de Kant y de Beethoven, con su postura militante “demostraba que realizaba en su vida el pensamiento de sus maestros alemanes”. Todo filósofo es movido por la convicción de que las interrogaciones filosóficas no son algo contingente, sino que anidan en todos los seres de razón, como problemas invariantes de la existencia. Pero ante un orden social sustentado en el repudio de la verdad, para Cavaillès el debate conceptual pasaba necesariamente por el combate militante.

En esa misma Europa de la guerra, en el Oflag II B —un cuartel-prisión para oficiales en Pomerania— un grupo de reclusos intenta que aquella atmósfera opresiva no sea óbice para el ejercicio de la filosofía. En esos años la obra de Husserl está proscrita en Alemania por su condición de judío. Sin embargo, en el Oflag II B, el interno Paul Ricoeur se hace con un ejemplar de Ideas del pensador, que lee y comenta a escondidas de sus guardianes, realizando en los márgenes una traducción que en los años cincuenta se publicaría en París. Historia de anotaciones al margen que tiene un noble y trágico precedente:

En 1553 el pensador aragonés Miguel Servet fue conducido a la hoguera. No se trataba solo de la circulación pulmonar de la sangre, expuesta en el libro V de su Restitución del cristianismo; es también asunto de honor intelectual frente a la palabra autoritaria y la correlativa venganza del poderoso, pues conminado por el reformador Calvino a leer su Institución de la religión cristiana,Servet le había devuelto el ejemplar plagado de notas críticas. En el juicio el pensador nunca se doblegó, acusando al propio Calvino y pidiendo que este fuera sometido a idéntico interrogatorio que él mismo. Hay precedentes de esta actitud: “A regañadientes acepto tu muerte, como a regañadientes hubieras aceptado que te concediera la vida”, habría dicho César al enterarse del final trágico del filósofo estoico Catón el Joven, vencido por haber tomado el partido de Pompeyo, pero jamás genuflexo ante aquel a quien había acusado de perjuro e ilegalidad.

Recordando que las doctrinas religiosas imperantes daban apoyo a las arraigadas convicciones sobre la centralidad de la Tierra, el Nobel de Física Max Born se pregunta: ¿qué hizo que las nuevas hipótesis astronómicas fueran abriéndose camino? Pues simplemente, responde, que lograr explicar el entorno terrestre o celeste constituye “el ardiente deseo de toda mente pensante”, deseo que no se aminora en absoluto por el hecho de que aquello que se trata de aclarar “sea eventualmente de total irrelevancia para nuestra existencia”. Total irrelevancia para la existencia empírica, pero fundamental para la dignidad del espíritu humano, por la cual, sin necesidad de remontarse a Sócrates, tantos pensadores se han jugado el espíritu y la vida. Aun sin llegar a ser objeto de condena y prisión, decenas son los filósofos que han respondido con entereza en circunstancias que hacían difícil mantenerse fieles a la exigencia de verdad: “Hay que irse”, es la sobria despedida de René Descartes a su muerte en Estocolmo en 1650. Doce años más tarde, la Iglesia pone la obra completa en elÍndice y cuando en 1667 sus restos retornan a Francia el monarca Luis XIV prohíbe todo elogio público.

El filósofo, más que indicarnos dónde reside el bien, ha de dar pruebas de entereza, lo cual exige seguir respondiendo a las exigencias del pensar en los momentos mismos en los que el combate contra los enemigos del pensamiento constituye el primer imperativo, pues la filosofía puede ayudar a la liberación siendo efectivamente filosofía. De ahí los arrestos de Cavaillès para escribir en la cárcel un abstracto tratado sobre lógica y teoría de ciencia. Al proseguir con el rigor que se conoce su admirable trabajo al servicio de la causa del lenguaje, a la vez que denuncia el feroz tratamiento de la crisis griega por los poderes mundiales, Noam Chomsky hace hoy día honor a esa indomable tradición.

Este artículo ha sido escrito por Víctor Gómez Pin (catedrático de Filosofía de la UAB) en: www.elpais.com

La filosofía es un acto de rebeldía.

Cuenta la leyenda que el primer filósofo, Tales de Mileto, caminaba por la antigua Grecia observando detalladamente el firmamento mientras pensaba en el origen de la vida. Absorto en la meditación, no vio que en el camino había un hoyo gigantesco, inevitablemente cayó en él. Cuando su criada le ayudó a salir le dijo: ¡Oh Tales, presumes de ver lo que está en el cielo, cuando no ves lo que tienes a los pies!

Esta anécdota refleja perfectamente el quehacer de los filósofos, quienes absortos en profundas meditaciones son incapaces de observar el mundo que les rodea. No sólo en el sentido práctico (yo personalmente me he caído y/o perdido más de una vez) sino en el reflexivo. Las academias filosóficas se ocupan principalmente de estudiar (y repetir) a los grandes pensadores, analizan el concepto de <ser> en Parménides o traducen (por enésima vez) las cartas que le escribió Heidegger a Arendt. Pero poco nos ocupamos de promocionar nuestra noble actividad.

La filosofía es el arte de pregunar, analizar, criticar y reflexionar la realidad que nos rodea. El filósofo no es la persona que estudió un doctorado, maestría o licenciatura en esta área, todos a nuestra singular manera, lo somos; en el borracho de la esquina, la señora de las pepitas, el niño hiperactivo y los abuelos dormilones se esconde un filósofo en potencia.Cada uno de nosotros nos hemos preguntado más de una vez: ¿Qué hago aquí?, ¿Qué sentido tiene la existencia?, ¿Qué o quién es Dios? En el momento en el que detengo mi ajetreada vida y cuestiono algún elemento de ella, estoy haciendo filosofía.

Los seres humanos necesitamos hacer filosofía. Caminamos por este sendero de lágrimas aceptando cada una de las cosas que nos dictan como borregos que se dirigen al matadero. Estamos dispuestos a obedecer las reglas: nacer, crecer, reproducir y morir son los propósitos de nuestras vidas vacías. Pero ¿quién determinó esto? ¿Qué sentido tiene seguir con este absurdo reglamento? ¿Es posible vivir de otra forma?

La filosofía es un acto de rebeldía, es la oveja negra que en lugar de seguir a sus hermanas, se detiene a pensar en el sentido de su vida. Es la oveja negra que se rehusa a ser trasquilada porque busca ser algo más que un animal. El hombre es un ser finito, pequeño en comparación con el universo, lleno de angustia y miedo que al hacer filosofía, trasciende su mortalidad.

En la actualidad, México es un país que sufre y llora, que deambula sin saber hacia dónde dirigirse, perdido en el oscuro océano de la violencia, sin poder distinguir entre la verdad y los cuentos de ficción que aparecen en el noticiero nocturno. México necesita filósofos (as), seres que critiquen fuertemente las acciones del gobierno, al tiempo que reflexionan y buscan las mejores políticas para el país.

Es el momento de sacar la filosofía de las universidades porque este país necesita pensar. Estamos rodeados de medios (Facebook, Twitter, la televisión, etc.) que promueven la estupidez, siempre es más fácil vender una crema para adelgazar a un estúpido que a una persona que reflexiona. El ser humano está hecho para pensar, para hacer filosofía. Y hoy más que nunca, este país necesita seres pensantes.

Los mexicanos afortunados que hemos cursado la educación superior debemos fungir como docentes de la sociedad enseñándoles el noble arte de preguntar, cuestionar, criticar, sobre todo proponer nuevas formas de vivir. Perdamos el miedo a la filosofía, pues no es un quehacer exclusivo de los eruditos, sino una necesidad del ser humano, tal vez más elemental que la respiración. Porque como lo afirmó Sócrates hace dos mil años “una vida sin filosofía no merece ser vivida”.

Este artículo ha sido escrito por Anakaren Rojas en: www. sdpnoticias.com

Sobre la autora

Estudió la licenciatura en filosofía en la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Cursó la maestría en la misma disciplina en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y la Universidad Pontificia de Comillas en Madrid. Es coautora del libro «Ensayos históricos del bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución Mexicana»(2010) editado por el Ayuntamiento de Tlaxcala. Autora del texto «El camino hacia la distinción cartesiana de alma y cuerpo» (2013) publicado por la Editorial Académica Española. Escribe columnas de opinión en el medio digital Versustlx y el periódico Síntesis. En agosto de 2014 ganó el Premio estatal de la Juventud otrogado por el Gobierno del estado.

Diez años moviendo la filosofía

Mover las ideas e inspirar las acciones, con una buena dosis de entusiasmo como nexo de unión entre teoría y práctica, fue la divisa que impulsó la puesta en marcha de la escuela de filosofía Es Racó de ses Idees en el año 2005. Ha transcurrido un decenio y no hemos parado de mover la filosofía, de llevar a la práctica las buenas ideas de griegos, indos, chinos, neoplatónicos, estoicos, herméticos, racionalistas, vitalistas, existencialistas, etc.

Así como los músculos se vuelven rígidos cuando no se ejercitan, así la filosofía también se endurece y deviene inservible cuando las ideas no se practican. En un mundo donde las ideas se hacen cada vez más dogmáticas prueba de ello es la ausencia de diálogo en tantos ámbitos de la sociedad venimos proponiendo «sacudir» la filosofía, quitarle el polvo del discurso intelectual estéril y liberarla de la etiqueta de «cosa rara y pesada». La movemos y renovamos para que vuelva a ser el numen luminoso que fue.

Esto es lo que hemos venido haciendo desde 2005. ¿Cómo se mueve la filosofía? ¿Cómo se renueva, se rejuvenece y se hace más flexible? Nuestra fórmula ha sido el binomio filosofía/voluntariado. Que las ideas inspiren acciones útiles para el conjunto de la sociedad mediante el voluntariado, y que los voluntarios sean conscientes del sentido de sus acción participativa. La filosofía es una muy buena herramienta para encontrar el sentido de la vida, y el voluntariado es un medio para comprobar que ese sentido es real. El filósofo voluntario armoniza la mente, el corazón y las manos, pone de acuerdo lo que piensa, lo que siente y lo que hace. Esta autenticidad individual es una de las fontanas de la felicidad.

Pero nuestra fórmula no es original. Ya en la Academia de Platón y en la Escuela de los Filaletheos de Alejandría, los discípulos se formaban para comprender las leyes de la vida y para ayudar solidariamente a la sociedad. Y esta falta de originalidad es una de las características de la escuela de filosofía que dirijo. Lo que transmitimos es el saber de la humanidad, la tradición de oriente y occidente. No hemos inventado nada y es que, a estas alturas, poca cosa se puede inventar sobre el sentido de la vida.

¿Es necesaria una escuela de filosofía? ¿Se puede aprender la búsqueda del sentido de la vida? La respuesta la dio hace 2.500 años el genial Sócrates. Le preguntó a uno de sus discípulos que si buscaba zapatos dónde iría a buscarlos y el discípulo le contestó que obviamente al mercado; entonces siguió Sócrates si buscas el conocimiento del sentido de la vida ¿a dónde vas a ir? ¡A una escuela de filosofía! Es Racó de ses Idees es una escuela de filosofía sin barreras, sin complejos, sin discriminaciones, abierta a todos los que apasionadamente buscan el conocimiento que crece desde el corazón-conciencia.

Algo que nos satisface es habernos mantenido fieles a los principios fundacionales. Uno de ellos es favorecer la participación de todos los ciudadanos y acercar a todos la cultura. Todas nuestras actividades culturales son de entrada libre, no le ponemos precio a la cultura porque la cultura no tiene precio; tiene valor, un valor de transformación de la sociedad y del individuo. La cultura y las tradiciones de Mallorca han tenido y siguen teniendo un lugar destacado en Es Racó de ses Idees. Hemos visitado la Mallorca talaiótica, romana, islámica, medieval y cristiana. Nos hemos acercado a Ramon Llull, Jaume I, al archiduque Luis Salvador y a personalidades de la cultura actual. En los tiempos de crisis que vivimos mantenemos nuestro compromiso y seguiremos esforzándonos para que nadie se quede sin cultura.

Filosofía, voluntariado y cultura son los tres campos de acción de esta escuela de filosofía. El sentido de la filosofía es la formación del individuo. El sentido del voluntariado es ayudar en la formación de lazos de fraternidad real entre los seres humanos. El sentido que le damos a la cultura es ser generadora de un buen ambiente social. Tres campos de acción con finalidades claras y útiles para todos.

Este 2015 cumplimos diez años moviendo la filosofía, el voluntariado y la cultura hacia un ideal de conocimiento, justicia y belleza que nos lleve, en los años venideros, a lograr una Mallorca mejor de la que tenemos. Tenemos que agradecer públicamente a quienes han hecho posible la plasmación de este sueño, a todos los miles de asistentes a las actividades, a los estudiantes y, por supuesto, a los maestros de filosofía como Platón, Sócrates o Buda, entre otros muchos.

Este artículo ha sido escrito por el director de Es Racó de ses Idees: Francisco Capacete González en: www.diariodemallorca.es

Cuando la diversión viene impuesta

Javier Gomá y Toño Fraguas exploran la tendencia social que nos obliga a divertirnos y nos explican cómo debemos tender hacia el autonoconocimiento para hallar la verdadera plenitud

Muchos de nosotros estamos deseando que llegue el verano para romper con la rutina y las costumbres anuales y descansar. Sosegarnos para divertirnos, para vivir un verano eufórico y exótico que nos haga experimentar miles de sensaciones nuevas y convertir sueños y anhelos en realidad.

Sin embargo, no tenemos tan claro que las metas tan altas que nos marcamos se cumplan, y podemos sentirnos frustrados a la vuelta de vacaciones porque nuestras expectativas no han sido cubiertas como esperábamos en nuestros elevados sueños. Es aquí donde surge el problema de la diversión impuesta por decreto, en la que todos, en mayor o menor medida, hemos caído y seguimos cayendo.

La tendencia a compartir en las redes sociales, o incluso a alardear de lo bien que lo pasamos, lo felices que somos, lo a gusto que estamos… Ese comportamiento puede leerse como un estadio provocado por la ansiedad de la ausencia de retos, o por que no somos capaces de enfrentarnos al silencio que nos devuelve el espejo si nos paramos apensar en nosotros mismos, bajarnos del tren y tomar un momento para ‘autopertenecernos’.

Javier Gomá y Toño Fraguas redibujan los conceptos de inteligenciasabiduría en busca de un crecimiento interior, que termine provocando una diversión que nos complazca y nos complete, que nos llene y responda a un reflejo de voluntad. Que lo que hagamos, sea porque realmente disfrutamos, no porque los demás lo hacen y no queremos ser menos, o por evitar quedarnos sin nada que contar cuando empiece septiembre.

El tiempo es la única dimensión

El filósofo Gomá nos regala un axioma al que deberíamos regresar a menudo. El tiempo es lo único que tenemos los seres humanos. Ese tesoro, efímero y a la vez constante y continuo, tiene que convertirse en nuestro aliado a la hora de invertirlo para nuestro gozo sincero.

«La filosofía proyecta luz sobre la vida» afirma Gomá, quien argumenta que ésta disciplina es la herramienta a la que debemos recurrir para desviar todas las variables a nuestro alcance hacia un único foco. Nosotros mismos y nuestras prioridades (sin que esto suponga volvernos egoístas y huraños).

Necesitamos un momento al día para ‘autoplantearnos‘. Ya que, en definitiva, «las costumbres son el remedio que nos hemos dado los hombres en respuesta a la brevedad de la vida, porque si cada mañana tuvieramos q inventar el mundo entero no hariamos otra cosa«.

Este artículo ha sido publicado por Annais Pascual en: www.cadenaser.com

– En este enlace podéis escuchar el podcast de la conversación radiofónica:

http://cadenaser.com/programa/2015/07/13/hoy_por_hoy/1436798527_423699.html

Amor a Grecia

¿Alguien puede imaginar la filosofía europea actual sin Platón y Aristóteles o nuestra literatura sin Homero y Píndaro?

De acuerdo: Grecia nos debe a los europeos (a mí no me debe nada, que conste) no sé cuántos miles de millones de euros, pero ¿cuánto les debe Europa a los griegos? ¿Alguien en el Parlamento de Bruselas, o en el Banco Central Europeo, o en cualquiera de los Gobiernos de los países que integran Europa, se ha parado a pensar un momento en la deuda que los europeos tenemos con Grecia desde tiempo inmemorial y sin saldar?

Dejando a un lado la mitología, origen y fundamento de la religión cristiana, ¿alguien puede imaginar la filosofía europea actual sin Platón y Aristóteles, nuestra literatura sin Homero y Píndaro, nuestro teatro sin Aristófanes, Sófocles y Esquilo, nuestras matemáticas y geometría sin Pitágoras, nuestra historia sin Heródoto y Tucídides, nuestro pensamiento político sin Pericles, nuestro arte y nuestra arquitectura sin la existencia hace siglos en Grecia de gente como Mirón, Fidias, Praxíteles, Apolodoro o Lisipo? Ya sé que suena muy antiguo, pero sin la existencia de la Griega clásica y de la cultura que nos legó Europa no sería como es por más que esto les importe un rábano a los burócratas europeos, que lo único que quieren es cobrar. Es más, reflexiones como las que anteceden les moverán a la risa o, como mucho, a la compasión, no de los griegos, sino del que se atreve a plantearla como yo.

Pero uno no está tan descaminado. En La vida de Brian, la película de Monthy Python que demostró que se puede reír uno incluso de lo sagrado sin ofender, hay un momento en el que el líder político de la célula judía que lucha contra los romanos se pregunta retóricamente qué han aportado éstos a los judíos para poder estarles agradecidos. “Los puentes”, exclama uno de los miembros de la célula, interrumpiéndolo. “Vale”, acepta el interrumpido siguiendo con su discurso: “Y, aparte de los puentes, ¿debemos algo a los romanos?”. “Los acueductos”, contesta el otro. “De acuerdo”, vuelve a aceptar, visiblemente molesto, el líder de la célula judía, “pero, aparte de los puentes y los acueductos, qué les debemos a los romanos?”. “Las calzadas”. “¡Vale!… ¿Y, aparte de los puentes, los acueductos y las calzadas?”. “El circo”. La escena —lo recordarán— concluye con el inventario del legado romano a la humanidad (el derecho, las termas, los panteones, etcétera), que serviría también para los griegos.

Pero no parece que Angela Merkel, ni Mario Draghi, ni ningún líder europeo, esté por la labor de reconocerles ninguna deuda que no sea la suya, a pagar por las buenas o por las malas, como en el banco. Y que den gracias de que no les quiten el Partenón.

Este artículo de opinión ha sido escrito por Julio Llamazares el 29 de junio de 2015 en: www.elpais.com

«El consumismo te esclaviza con la promesa de ser feliz»

Desde hace décadas el aparato mediático cerró filas para promover un estilo de vida basado en una simple actividad: consumir. Aparentemente la élite percibió en el consumo al mejor aliado de un sistema financiero que venía gestándose desde el Renacimiento y que consagró su desarrollo con el surgimiento de las grandes corporaciones.

Analizando, incluso superficialmente, este mecanismo al cual se nos incentiva cotidianamente a través de distintas vías, es relativamente fácil percatarse que utiliza, como máximo estimulante, una promesa: la felicidad. Al asociar el acto de consumir con la posibilidad de que seas feliz, millones de personas se vuelcan a perseguir ese estado abstracto, históricamente codiciado, que representa ser feliz.

Pero dentro de la dinámica del consumo la felicidad es algo que jamás se alcanzará, pues haciendo honor a la épica canción de los Rolling Stones, “I can’t get no satisfaction”, se trata de un modelo explícitamente construido para evitar que llegues a tu fin y, en cambio, vivas atrapado en un proceso simulado de búsqueda de felicidad. Pero ser esclavo de este espejismo no es la única consecuencia de volcarte a consumir. También existen otros efectos como la pérdida de identidad, la alienación e incluso la pérdida de una autoestima genuina.

Y es que a fin de cuentas el problema de raíz, que origina las consecuencias recién mencionadas, se debe a que una persona deposita su identidad (esto es, su capacidad de diferenciación con respecto a la otredad) alrededor de los artículos y productos que compra. Paralelamente se olvida de buscar respuestas en su interior, desestima por completo el auto-conocimiento y comienza a asociar íntimamente su valor como individuo a aquellos objetos que posee. Y es precisamente por estas características psicosociales que el consumismo termina por ser una eficiente prisión para millones de personas.

A pesar de que el consumismo es un estilo de vida que ya estas alturas pudiese considerarse añejo, lo cierto es que con el paso del tiempo hemos sido testigos de manifestaciones cada vez más patológicas en torno a este fenómeno. Desde iglesias adquiridas para transformarlas en centros comerciales (con el peso simbólico que lleva implícita esta acción) o personas que venden sus propios órganos para adquirir el gadget de moda, hasta estudios que confirman que ciertas marcas activan la misma región neurológica en algunas personas que la detonada por principios religiosos.

Pero si bien estamos parados en el clímax del consumismo, también podríamos hablar de que, tal vez, estamos también viviendo el apogeo de una conciencia que eventualmente pudiese obligar a un rediseño de la actual filosofía de vida, algo que inevitablemente terminaría por impulsar un replanteamiento de las estructuras económica, cultural y, por qué no, psicosocial.

Esta conciencia ha encarnado en diversos movimientos que intentan hacer frente a la inercia masiva, sagazmente manipulada, que envuelve a la mayoría de la población. Hace unos días se habló en Pijama Surf de un movimiento global conocido como los Freegans, el cual, si bien fue tejiéndose desde principios de los setenta, en realidad no llegó a consumarse como tal hasta hace poco menos de veinte años. Sus miembros, además de ser veganos, una estricta corriente vegetariana, promueven la recolección de deshechos aún aprovechables (recordemos que uno de los axiomas del consumismo es desechar prontamente para sustituir el producto por uno nuevo).

Los Freegans han declarado una guerra frontal al comercio convencional y en especial a ciertos anti-valores que sostienen el actual sistema como la avaricia, la frivolidad y el materialismo. A cambio enarbolan como bandera la promoción de la generosidad, la libertad y la cooperación.

Otro movimiento interesante de reciente creación es el llamado “Decrecimiento”. Esta corriente propone la disminución  del consumo y la producción controlada, teniendo como premisa el respeto al medio ambiente, a la coexistencia de ecosistemas y al ser humano. Como su nombre lo indica, el Decrecimiento condena la máxima que rige el actual sistema financiero, es decir, el crecimiento económico a toda costa. Vale la pena enfatizar en que, según ha sido probado, el hecho de que un país crezca económicamente pocas veces se traduce en una mayor calidad de vida para sus habitantes.

Sustentado en una teoría expuesta por el filósofo y escritor Nicholas Georgescu-Roegen en su obra sobre bioeconomía The Entropy Law and the Economic Process (1971), el Decrecimiento tiene como antecedentes las corrientes anti-industriales del siglo XIX, encabezadas por Henri David Thoreau, en Estados Unidos, y Lev Tolstoi, en Rusia. Esta corriente remarcaba el valor de la individualidad y favorecía la creatividad sobre la rentabilidad.

En palabras el profesor español Carlos Taibo, un activo promotor de este movimiento alter-económico, quedan impresas las principales razones para condenar el crecimiento económico:

«En la percepción común, en nuestra sociedad, el crecimiento económico es, digamoslo así, una bendición. Lo que se nos viene a decir es que allí dónde hay crecimiento económico, hay cohesión social, servicios públicos razonablemente solventes, el desempleo no gana terreno, y la desigualdad tampoco es grande. Creo que estamos en la obligación de discutir hipercríticamente todas estas. ¿Por qué? En primer lugar, el crecimiento económico no genera —o no genera necesariamente— cohesión social. Al fin y al cabo, este es uno de los argumentos centrales esgrimidos por los críticos de la globalización capitalista. ¿Alguien piensa que en China hay hoy más cohesión social que hace 15 años? […] El crecimiento económico genera, en segundo lugar, agresiones medioambientales que en muchos casos son, literalmente, irreversibles. El crecimiento económico, en tercer término, provoca el agotamiento de los recursos que no van a estar a disposición de las generaciones venideras. En cuarto y último lugar, el crecimiento económico facilita el asentamiento de lo que más de uno ha llamado el “modo de vida esclavo”, que nos hace pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos, y sobre todo, más bienes acertemos a consumir.

»Por detrás de todas estas aberraciones, creo que hay tres reglas de juego que lo impregnan casi todo en nuestras sociedades. La primera es la primacía de la publicidad, que nos obliga a comprar aquello que no necesitamos, y a menudo incluso aquello que objetivamente nos repugna. El segundo es el crédito, que nos permite obtener recursos para aquello que no necesitamos. Y el tercero y último, la caducidad de los productos, que están programados para que, al cabo de un periodo de tiempo extremadamente breve, dejen de servir, con lo cual nos veamos en la obligación de comprar otros nuevos».

Pero más allá de reclutarte en las filas de alguna corriente anti-consumista  —de convertirte en Freegan, en Decreciente o en alguna otra de estas loables tribus contemporáneas— lo cierto es que si quieres hackear tu propio estilo de vida consumista basta con esforzarte un poco para ejercer conciencia cotidiana sobre tus actos, sobre tu auto-percepción y sobre tus principios.

Sería interesante que recapitularas un poco a propósito de tus posesiones materiales, con una perspectiva crítica, tratando de definir cuáles de ellas inciden realmente sobre tu calidad de vida. Y no se trata de abandonar todas tus pertenencias como Daniel Suelo, el dharma blogger, e irte a la montaña (lo cual tal vez no te haría mal). Se trata de entender cuáles son los objetos, artículos o productos que realmente enriquecen tu vida y te acercan a ese edénico estado que te promete el consumo, la felicidad.

Y ya entrado en esa reflexión, también sería bueno que analizaras aquello que en realidad te aporta felicidad (tratando de excavar más allá de los múltiples espejismos a los que hemos decidido atarnos). Finalmente, valdría la pena que definieras tus cualidades personales, tus mayores virtudes, con respecto al entono, incluyendo obviamente a la gente que te rodea, pero también respecto a tu propia persona. Y al final de este nutritivo proceso, lo más probable es que termines  por darte cuenta de que gozas de una identidad propia, que tu rol social poco tiene (o poco debería tener) que ver con lo que consumes, que vives rodeado de objetos que difícilmente harán más lúcida tu existencia, que pasas la mayor parte de tu vida trabajando para poder comprar cosas que ni siquiera quieres y, sobretodo, que la felicidad, por naturaleza, no tiene precio.

Este artículo ha sido publicado por Javier Barros del Villar en: www.pijamasurf.com