Está especializado en estética y filosofía del arte. Dirigió durante siete años la Escuela de Bellas Artes de París y creó la Universidad de todos los saberes, un singular proyecto de difusión del conocimiento en todas sus ramas a través de conferencias diarias. Es un gran conocedor de la cultura islámica y estudioso y teórico de la violencia. Vamos, que Yves Michaud (Lyon, 1944) no es un filósofo de los que están en la luna, sino hijo de su tiempo y de las cosas concretas de su tiempo; que se estremeció –como todos– con los atentados en el semanario Charlie Hebdo en la ciudad donde reside cuando solo debía ocuparse de la promoción de su último libro, El nuevo lujo. Experiencias, arrogancias, autenticidad, publicado en España por Taurus. Queríamos saber más sobre las implicaciones filosóficas, quizá antropológicas del lujo y nos interesaban sus respuestas concretas, precisas, tan ‘de este mundo’ como el Casio con brújula que le ayuda a saber la hora y a orientarse.
Una de las características del lujo es la necesidad de ser diferente y de ser considerado diferente. ¿Cree que esta necesidad de diferenciación es primaria, básica, como la protección o el alimento?
No en todas las sociedades, pero sí en la nuestra. En las sociedades donde el individualismo no existe o es más débil, la demanda de distinción y diferenciación también es más débil, o bien, está estrictamente controlada. Y sin embargo, también en ellas se pueden hallar ciertos trazos o estrategias de diferenciación. Me inclino en este punto a retomar las ideas de Darwin sobre la selección sexual: los individuos quieren, al menos, sobresalir y diferenciarse para encontrar compañeros sexuales. Es la razón por la que el lujo siempre tiene un carácter sexual bastante pronunciado. Ahí está la publicidad y sus anuncios, llenos, en la mayoría de los casos, de hermosas mujeres felinas y machos arrogantes.
¿Por qué el sector del lujo es capaz de sortear tan bien las crisis, mucho mejor que los demás?
Porque cada vez hay más ricos. No solamente en los países desarrollados, sino entre los que acceden al desarrollo, y eso es mucha gente. Existe un mercado creciente del lujo en países como Nigeria o África del Sur. El número creciente de ricos es también un fenómeno derivado de los monopolios y la concentración de la riqueza; existen los superricos, que tienen, en primer lugar, demasiado dinero y en segundo lugar, la necesidad de exhibirlo. Cito el libro de Robert Frank y Philip J. Cook, The winner-take-all society (La sociedad del ganador se lo lleva todo), que luego dio título a una canción de Abba allá por los años 80…
Si el lujo es una “constante antropológica“ como afirma en su libro, no tendría nada que ver con las clases sociales… ¿Cómo explicar esta contradicción aparente?
Porque toda sociedad conoce sus divisiones –no solamente en lo que respecta a las clases sociales definidas por la economía, sino también por costumbres sexuales, afinidades políticas o religiosas–. Los modos de diferenciación son necesarios y el lujo es uno de ellos, pero no el único. El secretismo, la distancia también marcaban las diferencias, por ejemplo, en la corte de las monarquías del pasado. Pero el lujo no es nunca algo lejano. Siempre me impresiona comprobar hasta qué punto las lecciones de antropología y de historia se olvidan en favor de los estereotipos arqueomarxistas que pueden tener su pertinencia, pero también su límite.
Es especialista en filosofía del arte y arte contemporáneo. ¿El arte es un lujo o una necesidad?
El arte es una necesidad para quienes lo hacen y lo practican –y hay muchas maneras de practicar el arte; desde tocando música o bailando hasta escribiendo en un periódico o haciendo pinturas malas el domingo por la mañana–. Ahora bien, el arte es un lujo cuando se convierte en algo caro y excepcional, sea porque demanda un virtuosismo particular para ser producido o porque existe una competición entre compradores que hace que aumente su precio y sus exigencias. Es preciso distinguir bien entre el arte como práctica y el arte como objeto de consumo. Según las distintas culturas se hace hincapié en uno, en otro o en ambos. Entre las clases populares, la preferencia es la de la práctica: cantar en un orfeón, hacer teatro amateur; entre las clases más pudientes se prefiere consumir. A veces, ambas concepciones se reúnen; pensemos en la difusión y la práctica de la música entre la burguesía del siglo XIX en Europa.
El lujo cambia y se transforma según la época. Si antes teníamos (y seguimos teniendo) el lujo de las “cosas“ y los bienes, parece que ahora hemos incorporado el lujo de las experiencias. ¿Cuál será el futuro del lujo
o los lujos futuros?
El futuro del lujo irá en dos direcciones; el de los objetos y el de las experiencias. El primero, porque habrá que diferenciarse. Los compradores chinos, por ejemplo, son poco sensibles hasta ahora a las experiencias porque en una sociedad “sin clases” lo importante es distinguirse. De igual manera, también los compradores japoneses son poco sensibles al lujo de las experiencias, en este caso porque su refinada cultura es ya una cultura de experiencias sutiles (la ceremonia del té, el arte del kimono, la artesanía…). Pero el lujo de experiencias se desarrollará considerablemente por tres razones: nuestra demanda insaciable de placer y hedonismo; nuestra capacidad técnica de inventar nuevas experiencias cada vez más sofisticadas y el hecho de que las experiencias son personales y, por ello, pueden ser declinadas de múltiples maneras y para todos los bolsillos (o casi): cada uno estará contento con las experiencias que le parecen lujosas, incluso aunque no lo sean para el vecino.
¿Admite el lujo una valoración “moral”: es bueno, es perverso…?
La eterna cuestión. Depende de lo que tomemos en cuenta; la cantidad de empleo y de puestos de trabajo que genera su industria o la vanidad de sus objetos y experiencias o, peor, la maldad que esconde esa necesidad de diferenciación social. Es difícil juzgar. Creo que un criterio podría ser el exceso y la violencia de la ostentación, pero se trata de un criterio sesgado, porque ya el lujo es, en sí mismo, excesivo…
¿El conocido “porque yo lo valgo” define un nuevo modelo de lujo democrático, para todos (cada uno en su nivel)?
Por lo que a mí respecta, yo veo en él una expresión de narcisismo y de individualismo contemporáneo: cada uno tiene la necesidad de reforzar el sentimiento de su propia valía. Y, efectivamente, eso se puede hacer en todos los niveles. En el libro menciono que la democratización del lujo tiene como contrapartida la “lujorización” del consumo cotidiano: a cada uno, su lujo. Por un lado, el lujo se construye de arriba abajo; y por otro, se aumenta de gama en el consumo ordinario.
La experiencia del lujo crea dependencia. ¿Cuáles son sus riesgos?
El riesgo es una dependencia del placer y un refuerzo narcisista. Vivimos en la sociedad de la adicción; por un lado, es muy práctico para quienes nos ofrecen productos y quieren volver a vernos; por el otro, también es práctico para nosotros, porque la adicción impide que nos hagamos preguntas y proporciona punto de anclaje. Cuando estoy enganchado a algo no me cuestiono nada. Y hay riesgos de que la adicción vaya en aumento…
El lujo es un mecanismo de distinción, pero ¿qué significa ser “distinguido”?
Hay distinciones y distinciones. En el sentido más elemental, la distinción es el hecho de estar apartado y resultar visible. Existe una noción más antigua que supone que la persona ‘distinguida’ ha trabajado su distinción buscando las mejores formas y la aprobación de los otros. Se aproxima a la definición del ‘hombre de calidad o de mérito’ de los moralistas del XVII. Entre este ser humano ‘elegante’, podríamos decir, y la persona distinguida por el hecho de ser meramente visible (Paris Hilton, por ejemplo) se encuentra el dandi del XIX… La distinción demanda también un cierto tipo de público y como hoy el público es el de los medios, el mero hecho de ser visible parece bastar. Este fenómeno me interesa mucho porque se trata de las personas ‘distinguidas de nuestra época’. Y, ahora, se puede argumentar que es algo un tanto rudimentario…
¿Puede alguien mantenerse ‘aislado’, o ajeno, al menos, al mundo del lujo?
Sí. Se puede buscar vivir de una forma sencilla, aunque, si no se trata de una pobreza forzada, hay un gran riesgo de que esta ambición de sencillez se convierte en una experiencia refinada y sofisticada y, por consiguiente, un lujo. A menudo, hoy día, las cosas sencillas se han vuelto muy caras; aquello que es fabricado y tratado es más barato que lo simple, no hay más que fijarse en la ropa o la comida.
Al terminar el libro uno tiene la impresión de que todo el lujo (y sus derivados) no sirven sino para rellenar un individuo que se siente vacío, que no es auténtico. ¿Cuál podría ser el contenido del verdadero ser auténtico?
Efectivamente, creo que el lujo, con frecuencia, viene a llenar (o rellenar) una vida vacía; si no sé quién soy ni lo que quiero, al menos me reconforta encontrar mi identidad en las apariencias del lujo. La búsqueda de la autenticidad es una forma de la búsqueda de sí mismo. Con la dificultad de que, si no se es persona, cómo se va a encontrar la autenticidad. Mi libro es una crítica también a la noción de la autenticidad: basta con que tengamos la impresión de vivir una experiencia para que la creamos auténtica. Detesto la jerga heideggeriana sobre la autenticidad.
Para usted, ¿cuál es el verdadero lujo?
El verdadero lujo para mí es el de la sencillez y el de la distinción de las cosas simples, pero no sería honesto si no dijera que esto también es caro. Vivir en una casa sencilla, sin ser invadido por los vecinos, en un entorno natural y teniendo placeres sencillos y de calidad… Todo eso necesita esfuerzos, lleva su tiempo y su dinero… Yo nunca voy a hoteles de lujo ni a tiendas de lujo y procuro vestirme de forma sencilla, pero un abono en la ópera –por ejemplo– cuesta bien caro, a menudo, demasiado caro…
Acabamos con una broma (muy seria) que usted usa en diversas partes del libro: la frase del publicista Jacques Séguéla: “Si a los 50 no tienes un Rolex, es que has malgastado tu vida“. ¿Tiene usted un Rolex?
No, no tengo un Rolex y, francamente, no entiendo a la gente que se encapricha de los relojes de lujo, a menos que se trata de una manera de colocar y conservar el “dinero sucio” (en español). Llevo desde hace muchos años el mismo reloj Casio, pero con una brújula. Y está muy bien para saber la hora y para poder orientarse. Hay muchos sitios donde no hay sol y donde no sabe uno dónde dirigirse al salir de un aparcamiento o de una estación de metro. Eso es lo que le falta a muchos hoy día; sentido de la orientación. Mejor que ansiar tener un Rolex, deberían sentir la necesidad de una brújula…
Este artículo ha sido publicado por Pilar Gómez en: www.filosofiahoy.es