Desde tiempos de la Revolución Industrial, y con el auge del positivismo a finales del siglo XIX, hemos vivido sujetos al imperativo delprogreso. Un concepto que Christopher Ryan cuestiona en Civilizados hasta la muerte,
contundente y revelador ensayo en el que pone sobre la mesa el precio
que hemos tenido que pagar por esa continua y quizá mendaz sujeción al
continuo progreso.
Christopher Ryan comienza este necesario manifiesto contra el progreso, publicado en Capitán Swing, con una constatación: “La fe en el progreso -la promesa y la premisa de la civilización- se derrite como un glaciar”.
Resulta indudable que los avances científicos y tecnológicos han
mejorado nuestro mundo hasta convertirlo en un lugar más cómodo y
accesible, pero quizá no más habitable, pues, como
asegura el autor, “un análisis detallado permite observar que muchos de
los supuestos dones de la civilización son poco más que una compensación
parcial por el precio que ya hemos pagado, o que en realidad causan
tantos problemas como afirman resolver”.
Hace ya más de tres siglos, el filósofo Jean-Jacques Rousseau no tuvo reparos en denunciar que toda civilización acaba
por destruir el componente más bondadoso y humano de nuestra sociedad. Y
es que, si echamos un vistazo a nuestro alrededor, por ejemplo en el
ámbito de la medicina, han aparecido nuevos remedios para subsanar males
que, precisamente, los propios humanos hemos puesto sobre la mesa: han
surgido enfermedades infecciosas que nunca fueron un problema hasta que
comenzamos a domesticar animales de manera industrial y desproporcionada
(y también, por supuesto, masiva y cruel). Ryan no se muerde la lengua a
la hora de denunciar estos hechos: “La gripe, la varicela, la
tuberculosis, el cólera, las enfermedades cardíacas, la depresión, la
malaria, la caries, la mayoría de los tipos de cáncer y casi todas las
enfermedades importantes responsables de causar sufrimiento a gran
escala a nuestra especie derivan de algún aspecto relacionado con la
civilización: animales domesticados, pueblos y ciudades densamente
poblados, alcantarillas abiertas, alimentos contaminados con pesticidas,
perturbaciones en nuestro microbioma, etc.”.
Ryan defiende que el progreso, la ilusión básica de nuestra era, se ha agotado. Además, los escenarios distópicos (cuando antes la utopía era lo más característico del progreso) se han convertido en moneda de uso corriente y, lo que es más preocupante, se han vuelto más reales y amenazantes: vertidos de petróleo y desperdicios al océano, niveles apabullantes de CO2, y todo, afirma Ryan, “mientras que los partidos políticos nombran a patanes que son incapaces de ponerse de acuerdo sobre qué está sucediendo, y ya no digamos sobre qué hacer al respecto”.
También el psicoanalista Carl Jung, privilegiado analista de su tiempo y predilecto discípulo de Freud(aunque
su relación acabó muy deteriorada), explicaba en sus días que se vive
con una “pérdida de vinculación con el pasado”, sin arraigo alguno, lo
que conduce a vivir “más del futuro y de sus promesas quimeras de una
era dorada que del presente”. Y en sus memorias, apuntaba: “Desenfrenadamente se arroja uno a lo nuevo llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego.
No se vive ya de lo que se posee, sino de promesas, no a la luz del
presente día, sino en las tinieblas del futuro en que se aguarda el
auténtico amanecer”. Igualmente, el célebre economista Keynes escribió
en 1928: “Por primera vez desde la creación, el ser humano se
enfrentará con su problema real, su problema permanente: cómo usar su
libertad respecto de las preocupaciones económicas, cómo ocupar su ocio,
que la ciencia y el interés habrán ganado para él”.
Ya nos encontramos en ese tan ansiado futuro, y las cosas, lejos de mejorar, han empeorado en muchos campos de nuestra existencia.
De forma muy amena y enriquecedora, Christopher Ryan repasa y analiza
todos los testimonios que, desde el pasado, nos vienen avisando de los
peligros de centrarnos en ese nunca alcanzado, pero siempre anhelado,
progreso. Pero, como él mismo apunta, “cuando uno avanza en la dirección
equivocada, el progreso es lo último que se necesita. El progreso que
define nuestra época a menudo se parece más a la progresión de una
enfermedad que a su curación. La civilización a menudo parece estar
tomando velocidad con la misma vertiginosidad con la que desaparecen las
cosas por el desagüe”.
Más allá del sustancioso y muy instructivo desarrollo de las críticas al progreso que lleva a cabo en este muy recomendable Civilizados hasta la muerte, el aspecto fundamental del libro de Ryan es que nos invita a pensar y cuestionar nuestro mundo.
Dónde estamos, qué hicimos, qué haremos y, sobre todo, qué tipo de
ficciones nos estamos contando para quedar tranquilos sobre nuestra
posición y nuestras acciones en el escenario que ocupamos. Y se
pregunta: “¿Acaso la feroz creencia en el progreso es una especie de
analgésico, un antídoto de fe en el futuro para un presente cuya
contemplación resulta demasiado aterradora?”. Lo que nos diferencia de
otras civilizaciones (Roma, Sumeria, Grecia, Egipto o los mayas) es que
todas sus crisis desembocaron en problemas y conflictos regionales, pero
la civilización que ahora se derrumba a nuestro alrededor es global.
El gran
mérito del libro de Ryan es que nos empuja a reflexionar sin sentirnos
dogmatizados o violentamente dirigidos. A través de un análisis
descriptivo de cuanto nos rodea y tras mostrar diferentes testimonios
del pasado, Civilizados hasta la muerte reúne un imprescindible material para preguntarnos si hemos instrumentalizado nuestras acciones y nuestro entorno hasta el punto de que ni siquiera ya seamos libres
para elegir lo que está por llegar. “Cada día creamos el mundo que
nosotros y nuestros descendientes vamos a habitar”, concluye.
La obra toma partido, desde luego, pero pone ante el lector numerosas vías para que éste pueda decantarse por la que considere más oportuna. Más justa. Más humana. Ryan habla de la “aceptación”, en contraposición a las constantes “negociación y depresión” a la que nos aboca la enfermiza obsesión por el progreso. El autor plantea, en fin, una atenuación del sufrimiento individual y global, reemplazando las estructuras multinacionales jerárquicas por redes progresistas de pares y colectivos organizados horizontalmente, construyendo una infraestructura energética más local y menos contaminante, reduciendo el gasto armamentístico y reorientando los recursos hacia una renta básica global que fomentara una reducción de la población mundial de forma inteligente y no coercitiva. Y asegura: “Una vez empezáramos a recorrer esta senda, cada paso nos acercaría a un futuro que reconoce, celebra, honra y reproduce los orígenes y la naturaleza de nuestra especie. Este es, en mi opinión, el único camino a casa”.
Hannah Arendt y María Zambrano
representan dos de las cumbres del pensamiento filosófico del siglo XX.
Un periodo histórico que sintieron y pensaron en y desde lo más íntimo.
Olga Amarís Duarte, doctora en Filosofía y traductora,
publica un libro fundamental para acercarse a ambas figuras a través de
la dolorosa, pero también enriquecedora, vivencia del exilio que ambas
sufrieron. “El exilio es, pues, creador”, dejó escrito María Zambrano
(1904-1991). Tanto la pensadora malagueña como Hannah Arendt
(1906-1975) padecieron, de primera mano, los horrores de tan
problemática experiencia, alienadora como pocas pero también rica en
contrastes. Una experiencia que Olga Amarís Duarte toma como centro
neurálgico de su nueva obra, Una poética del exilio. Hannah Arendt y María Zambrano
(Herder), redactado con una prosa muy fluida y con profundo
conocimiento del pensamiento de sendas mujeres, cualidades que invitan a
cualquier lector, lego o especializado, a introducirse en los complejos
y apasionantes vericuetos del pensar de ambas.
Escribe la autora en el prefacio que “todo exilio tiene una faceta de conquista y todo exiliado es un conquistador en potencia
que irrumpe con su conspicua diferencia en una sociedad que, en
principio, no cree necesitarle”. Por eso, continúa, “la gran proeza del
exiliado consiste en hacerse imprescindible por insustituible”. Y, desde
luego, Arendt y Zambrano se hicieron imprescindibles como conocedoras
de primera mano de un tiempo de oscuridad (como Arendt lo denominó), en el que los totalitarismos y los señalamientos se convirtieron en moneda corriente de una Europa que naufragaba en términos políticos, sociales y antropológicos.
Es además nuestro tiempo, como recuerda Duarte, “el de los setenta millones de desplazados forzados”; un tiempo en el que la experiencia del destierro, del exilio y de la errancia
vuelven a estar tristemente en boga. Fundamentalmente porque, a fin de
cuentas, constituye una vivencia común: el exilio lo sufre quien lo
experimenta en sus propias carnes, pero también el espectador que asiste
a él. Por eso, se apunta en este libro, se hace urgente “pensar y
repensar el exilio como lo hicieron María Zambrano y Hannah Arendt, sin
escatimar en los sinsentidos y en el horror, para llegar, finalmente, a
comprenderlo en su totalidad poliédrica”.
Ello por una razón muy clara, que Arendt expresa con dureza teórica y retórica en el prólogo de Los orígenes del totalitarismo (1951), en un fragmento que Olga Amarís Duarte recoge en su obra y que supone el pistoletazo de salida de su libro:
La comprensión no significa negar
el horror, deducir de precedentes lo que no tiene igual o explicar los
fenómenos mediante tales analogías y generalidades que no se sientan ya
ni el impacto de la realidad ni el choque de la experiencia. Significa,
más bien, examinar y soportar de forma consciente el fardo que nuestro
siglo ha puesto sobre nosotros sin negar su existencia ni someterse
dócilmente a su peso. La comprensión, en suma, implica un enfrentamiento
no premeditado, atento y resistente con la realidad, cualquiera que
ésta sea.
Duarte
expresa de una forma sencilla lo complejo. Con la habilidad del escultor
experimentado, este imperdible volumen muestra cada pormenor con
suavidad, sin perder con ello ningún detalle por el camino. Es un libro que se lee con gusto literario, con el que se aprende y se viaja a hombros de Arendt y Zambrano: sintiendo, padeciendo, educándonos con ellas. Porque si en algo creyeron ambas autoras fue en esa antigua paideia
(formación o educación) griega, que cincela el espíritu no tanto para
contar con las herramientas intelectuales necesarias como para tener el valor suficiente para no sortear la realidad.
Tanto
Zambrano como Arendt, desde sus particulares y tan distintos estilos,
trascendieron su propia realidad, mas no para soslayarla, sino para poder convivir con la inquietud
que les suscitaba, en una labor constructora del exiliado. Como apunta
Duarte, en ambas pensadoras “el exilio se convierte en un acontecimiento
propiciatorio e iniciático que, en complicidad con los tejemanejes de
la historia, logra aquello que el místico sólo consigue empezar a
vislumbrar tras arduos ejercicios ascéticos”, de manera que “alcanza en
el salto abismático hacia lo desconocido un estado total de desarraigo”.
Tanto Arendt —con su concepto de “vida desnuda”— como Zambrano —con la
experiencia descarnada del exilio— reivindican más justamente “la posición privilegiada del límite
que se abre en toda crisis para empezar a poner los cimientos de un
modo alternativo de expresión y de intelección capaz de comprensión
total de la realidad, incluyendo aquellas regiones desterradas”. En esto
fueron maestras y, casi se puede decir, guías espirituales.
Pero no. Ni en Zambrano ni en Arendt el pensamiento queda petrificado en las zonas etéreas de la filosofía. Ambas pujan por tocar el suelo de la realidad, de su realidad, para pensarla y, a partir de ese contacto filosófico, emerger en y con la acción. Hay que comprenderlo todo y del todo, aunque no por un gusto fatuo o diletante por lo teórico, sino, más bien, con la mente puesta en la acción que, también y por supuesto, se traduce a veces en el pensar. Pero un pensar sin acción resulta inoperante y vacío.
En este
sentido apunta muy certeramente Olga Amarís Duarte que no debemos creer,
sin embargo, que “la experiencia del exilio es concebida por ambas
autoras como un estado pasivo de aceptación y de sublimación de los
acontecimientos de la época”. En Arendt, por ejemplo, “el refugiado se convierte en partícipe de la vita activa,
influyendo y conformando la esfera pública mediante sus actos y sus
palabras”; en Zambrano, se resurge a una vida nueva que “va instituyendo
una patria tras otra, porque todas las ciudades han sido fundadas un
día por un extranjero que vino de lejos con la sola intención de crear, de dar sin más”.
Un libro
necesario, de prosa excelente y cautivadora, y sin duda uno de los
ensayos más relevantes publicados en nuestro idioma en los últimos años.
Un viaje tan detallado como agradable por el corazón y las vivencias de
dos pensadoras que se dejaron la vida en el desarrollo de su propio pensar:pensaron porque vivieron y vivieron porque pensaron.
Quizá en esta doble direccionalidad se encuentre su mayor hondura: en
la decisión de existir en la tensión del pensamiento que se implica con
los retos de su tiempo. Inexcusablemente.
La búsqueda conjunta de un sentido al sinsentido en los que el ejercicio de pensar anduvo en cuarentena,el
descubrimiento y el desarrollo de una línea de pensamiento muy singular
y personal, en crítica abierta contra el canon y porosa a fuentes de
conocimiento más alternativas y de carácter tan subjetivo como los
sueños, la imaginación y la tradición religiosa, son algunos de estos
puntos de conexión en dos discursos que se dan la mano, aun en la
distancia.
Olga Amarís Duarte, Una poética del exilio, p. 305.
«El
futuro no es un espacio vacío; es como el pasado, es un aspecto activo
del presente. Pensar en el futuro equivale a cambiar el hoy». Son
palabras de Sohail Inayatullah, politólogo y futurista, primera cátedra
UNESCO de Estudios sobre el Futuro. Uno de los activos que los estudios
de futuros aportan a la creación de conocimiento es la capacidad de
pensar en alternativas. Es crucial crear futuros alternativos. Lo que
distingue el pensamiento de futuros de otros enfoques es su enfoque en futuros (plural) y no en futuro (singular).
Por Isabel F. Peñuelas
En
lugar de intentar predecir lo que sucederá con precisión —por ejemplo,
si las tasas de interés van a subir o a caer, o las posibles
modificaciones en los valores de cambio de divisas—, los estudios de
futuros se centran en diseñar escenarios y en crear diferentes
historias sobre el futuro. Son útiles para abrirnos al futuro, crear
diferentes posibilidades, hacer que el presente sea memorable, permitir
la emergencia de cosas nuevas, planificar y evitar el peor de los casos
posibles, desafiar a la rutina empresarial o simplemente para generar
pensamiento creativo.
«Los futuros alternativos
desafían la noción de que lo que sucede está determinado. Más bien, se
considera algo de lo que los humanos son responsables. O, como
argumentan Milojevic y otras feministas, algo que ha sido hecho por el
hombre puede ser rehecho por las mujeres». Sohail Inayatullah
Si hablamos de estudio de futuros, el Dr. Sohail Inayatullah tiene mucho que decir.
Es el responsable de la cátedra UNESCO de Estudios del Futuro
Universiti Sains Islam, en Kuala Lumpur (Malasia), y profesor de
Ciencias Políticas en el Instituto de Estudios del Futuro de la
Universidad de Tamkang, en Taiwán. Ha sido profesor en la Universidad de
Sunshine Coast (Australia), en el Centro de Estudios Estratégicos y
Políticos de Brunei Darussalam y en el Centro de Programas, Inteligencia
y Lucha contra el Terrorismo de la Universidad Macquarie en Sydney.
Es actualmente una de las grandes voces en los Estudios de Futuros a nivel global. Formado
en la Universidad de Hawaii, hizo su doctorado sobre el filósofo
surasiático Shrii P. R. Sarkar, examinando su teoría de la historia y su
visión del futuro y comparando su teoría en espiral de la historia con
otros macrohistoriadores como Ibn Khaldun, Karl Marx, Pitirim Sorokin y Arnold Toynbee, uno de los temas sobre los que es especialista.
Para
Inayatullah, ser futurista significa tomar conciencia y asegurarse de
que hacemos todo lo posible para ser parte de la solución y no del
problema.«Ver el futuro no como un estado final, sino
como un viaje de aprendizaje. En este viaje buscamos evolucionar desde
la planificación tradicional al aprendizaje de acción y a la prospectiva
narrativa, contando historias que nos ayuden a dar sentido al mundo y a
transformarlo», dice. Inayatullah insiste en que los futuristas deben
construir puentes entre historiadores y utópicos; deben comprender
múltiples campos; buscar la novedad, pero no dejarse deslumbrar por la
última idea de moda sobre lo que está por llegar.
Los
estudios de futuros son útiles para abrirnos al futuro, crear
diferentes posibilidades, hacer que el presente sea memorable, permitir
la emergencia de cosas nuevas, planificar y evitar el peor de los casos
posibles, desafiar a la rutina empresarial o simplemente para generar
pensamiento creativo
¿En qué medida se puede predecir el futuro? Le
trasladamos la pregunta a Inayatullah, para quien la investigación es
bastante clara sobre este punto. «La predicción asume un universo
cerrado y que no somos cómplices en los mundos que vemos y creamos», nos
responde. «Pero el acto de predicción puede cambiar lo que intentamos
predecir. En consecuencia, es mucho más productivo ver el mundo como un
sistema adaptativo complejo de múltiples variables que interactúan
simultáneamente de formas conocidas y novedosas».
Esa es la razón, nos dice, por la que los Estudios de Futuros han ido cambiando
desde el pronóstico a lo largo de una sola línea temporal al desarrollo
de escenarios de futuro alternativos; han evolucionado de la predicción
a la pregunta sobre cómo usar el futuro, es decir, a cómo podemos usar
el futuro para cambiar el hoy. «De esta forma el futuro se convierte en
un puente epistemológico que nos ayuda a repensar el tiempo para
enfocarse en la actualidad en las visiones del mundo y las metáforas que
subyacen en nuestra concepción del futuro, y nos ayuda a crear un
camino de transformación para alcanzar nuestro futuro preferido».
En opinión de Sohail Inayatullah,debemos
empezar por desafiar las visiones de futuro obsoletas, las prácticas
que no funcionan pero que aún seguimos utilizando y que constituye lo
que él llama el «futuro habitual». Necesitamos desafiar ese
futuro rutinario, dice el experto, para anticiparnos al futuro y así
mitigar riesgos y crear nuevas oportunidades. Los futuristas se centran
en mejorar las alternativas. «Se concentran en la visión de dónde
deseamos estar en lugar de dónde ya estamos —señala Inayatullah—. El
reto es hacer que el futuro sea real, que no sea una especulación
ficcional, necesitamos ligar el futuro a la estrategia y para eso
utilizamos técnicas como el backcasting, que nos permiten
identificar las acciones que necesitamos realizar para materializar
nuestro futuro preferido y el aprendizaje adaptativo de acción para
empujar el futuro desde el terreno de la fantasía, el sueño o el cuento
de hadas a una realidad posible».
En su pensamiento sobre
el futuro, los mitos y las metáforas subyacentes con las que
contemplamos el mundo juegan un papel fundamental. ¿Por qué son
tan importantes las metáforas? Nos explica que las metáforas definen
quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser. «Por ejemplo, en la crisis
actual de covid-19, la narrativa es definitoria. ¿Es la pandemia una
guerra? Si es así, ¿quién está en la primera línea? ¿Cuál es nuestro
deber? ¿Con quién estamos luchando? ¿O es una puerta de entrada a algún
lugar?».
«Como sugirió al principio de esta crisis Arundhati Roy, la pandemia podría ser la puerta de entrada a un nuevo renacimiento que desafiase los dogmas tradicionales y nos condujese a un despertar interior. Pero alternativamente podemos representar nuestra respuesta como la del martillo y el baile:
durante el martillo hacemos confinamientos para protegernos, y durante
el baile los abrimos para garantizar que fluye la economía. La narrativa
que se use definirá la estrategia resultante. Nuestro objetivo es
ayudarnos a nosotros mismos y a las instituciones a tomar conciencia de
qué narrativas usamos para construir la realidad y usar las que
coinciden con nuestra visión de futuro preferida. A menudo no somos
conscientes de las narrativas que nos atrapan, pero la forma de avanzar
siempre pasa por alinear la narrativa con la estrategia».
«Ver
el futuro no como un estado final, sino como un viaje de aprendizaje.
En este viaje buscamos evolucionar desde la planificación tradicional al
aprendizaje de acción y a la prospectiva narrativa, contando historias
que nos ayuden a dar sentido al mundo y a transformarlo», dice Sohail
Inayatullah
La propuesta metodológica de
Inayatullah para realizar un Análisis causal de capas en las fases de
profundización del futuro es utilizada actualmente en numerosos
proyectos de investigación en este campo. ¿En qué consiste esa
profundización en las causas? Según nos explica el propio Inayatullah,
el Análisis causal en capas (o Análisis causal estratificado, Causal Layered Analysis, CLA), sugiere que hay muchos niveles de realidad.
La letanía, o de lo que hablamos a diario: los datos, los titulares…
El sistema, o quienes ordenan la realidad, las organizaciones.
Las cosmovisiones, o diferentes perspectivas de la realidad.
Y los mitos y metáforas centrales.
Se puede entender, nos dice el experto, como una forma de deconstruir la realidad,
«mapear las perspectivas de las partes interesadas, articular una
transformación del hoy y del mañana, alinear mundos diferentes para
crear uno nuevo, y también como trabajo interno, lo que se llama el CLA
de uno mismo».
Respecto a la pandemia del covid-19,
por ejemplo —continúa explicando Sohail Inayatullah— si el titular es
sobre las muertes, necesitamos un sistema sanitario y de vigilancia e
información para reducir las infecciones y las muertes, la cosmovisión
es biomédica y la metáfora es la del martillo y la danza. Sin embargo,
si el titular es que la enfermedad es una invasión de fuerzas
extranjeras, entonces lo que necesitamos es un sistema para encontrar
quiénes son los culpables, la cosmovisión es geopolítica y la metáfora
es «el enemigo afuera y el enemigo dentro».
«En esta narrativa —señala Inayatullah— no nos sorprenderá ver que los ataques a otras etnias aumentan
a medida que el público se entera de que los invasores están dentro y
deben ser detenidos. Si el titular es ‘un aire más limpio’ entonces el
sistema es cómo la desaceleración de la economía reduce la
contaminación, la visión del mundo es la salud pública y la metáfora
central es ‘la salud primero’. Si el titular es ‘la enfermedad que
llega’, entonces el sistema se centra en la búsqueda de vacunas y curas.
La financiación es para la ciencia y la tecnología y nuevas empresas y
productos farmacéuticos, la visión del mundo es ‘la ciencia global’ y la
metáfora es ‘la búsqueda de la bala de plata’. Este análisis nos lleva a
profundizar en las soluciones, encontrar nuevas narrativas y
vincularlas con estrategias».
El Análisis causal de capas, oCLA,
puede usarse también para cuestionar cuál es el problema al que cada
persona se enfrenta, lo que Sohail Inayatullah llama el CLA de uno
mismo. Por ejemplo, muchas personas se sienten atrapadas en su
vida, tienen un yo que desea la libertad y otro al que le gusta la
rutina. La visión del mundo es a menudo la tensión entre los padres
dando mensajes contradictorios: encontrar un trabajo y encontrar la
felicidad. La vieja metáfora podría ser «la jaula de oro»; la nueva
podría ser «el creador de oro».
«En
la UNESCO se ha creado una cátedra centrada en los estudios de futuros,
sistemas anticipatorios y alfabetización sobre futuros. El objetivo es
guiar al mundo en el uso de los futuros para crear una dirección, una
trayectoria diferente para el planeta». Inayatullah
La UNESCO tiene un sistema global de presidencias o cátedras que trabajan juntas.
El propio Sohail Inayatullah nos explica cuál es su papel como
futurista en su programa de Futures Literacy en tanto que responsable de
la cátedra de Estudios de Futuros y por qué necesitamos Alfabetización
de Futuros: «Gracias a los esfuerzos de Riel Miller, en UNESCO se ha
creado una cátedra centrada en los estudios de futuros, sistemas
anticipatorios y alfabetización sobre futuros. El objetivo es guiar al
mundo en el uso de los futuros para crear una dirección, una trayectoria
diferente para el planeta. El futuro a menudo se ve como algo lejano.
Buscamos utilizar los Estudios de Futuros para mejorar la formulación de
políticas. Por ejemplo, con el Banco Asiático de Desarrollo, hemos
utilizado los Estudios de Futuros para repensar la dirección del banco y
organizar talleres de prospectiva en diferentes naciones para evaluar
esa dirección y alinearla con los objetivos globales de desarrollo
sostenible. Muchas organizaciones tienen centros de Estudios de Futuros:
la Policía Federal de Australia tiene un centro de prospectiva, la
Interpol tiene también un centro. Numerosos gobiernos en Asia tienen
centros nacionales que asesoran a ministros y presidentes de gobierno.
Ninguna organización puede permitirse el lujo de ser complaciente, ya
que la velocidad del cambio continúa acelerándose y destruye los viejos
paradigmas de construcción de la realidad».
En el contexto de la pandemia se está hablando mucho del mundo postcovid y
en concreto de propuestas por las que Inayatullah aboga, como la renta
básica universal, el cambio de papel de organizaciones como la OMS o
Europol como resultado de los escenarios de futuro que ha desarrollado
en distintas organizaciones. Para el futurista, el análisis de
escenarios nos puede ayudar claramente en el contexto postcovid.Aunque
podemos aprender muchas cosas del covid-19, defiende, una de ellas es
que debemos estar preparados para el futuro. Los escenarios nos ayudan a
pensar en alternativas, ya que no conocemos el futuro.
«En colaboración con la profesora Ivana Milpkevich, al principio de la pandemia identifiqué cuatro futuros posibles para prepararnos para las alternativas y encontrar soluciones robustas.
El
primer escenario, al que llamamos el ‘apocalipsis zombi’, es un futuro
basado en nuestras emociones; culpamos y usamos al otro para retener e
incrementar nuestro poder.
El segundo escenario, la ‘gran
pausa’, consiste en reducir la velocidad para acelerar. Hacemos cambios,
pero solo a corto plazo, y en 2021, volvemos a tener un sistema frágil.
El tercero es el ‘gran despertar de la salud global’.
Representa la apertura, la posibilidad. En este futuro, triunfan la
innovación y la apuesta por una tierra más limpia, y la ciencia y la
tecnología lideran el camino.
El cuarto lo hemos llamado la
‘gran desesperación’: siete años de depresión o recesión. Estamos solo
al comienzo de un futuro peor que vendrá.
¿Qué debe hacer entonces una compañía o una organización para estar mejor preparada para el futuro? El
problema más importante en opinión de Inayatullah es saber si estás
viviendo la narrativa creada por otra persona o creando tu propia
narrativa. Los métodos de futuros nos ayudan a descubrirlo y cambiar
nuestra manera de avanzar hacia el futuro para que, en vez de empujar
una roca cuesta arriba, sea como deslizarse río abajo hacia nuestra
visión. «Nuestros métodos están estructurados. Están destinados a ser
utilizados tanto por expertos como ciudadanos. De hecho, en cada
proyecto de futuros, es siempre necesario preguntarse: ¿quién no está en
la sala? ¿Y cómo podemos incorporar su perspectiva para asegurarse de
que participan todos los agentes de ese futuro?».
Para estudiar el futuronecesitamos verlo como un viaje de aprendizaje. Desafiar
al futuro acostumbrado, anticipar los problemas emergentes, crear
escenarios alternativos, visualizar el mundo que deseamos, encontrar
maneras de hacerlo realidad, es decir, asegurarnos de que nuestra
estrategia contempla la letanía, el sistema, la visión del mundo y la
metáfora de los que antes nos hablaba Inayatullah.
Y, finalmente, necesitamos convertirnos en el cambio que deseamos ver. «Me gustaría cerrar esta conversación con una advertencia relacionada con el covid-19 —nos dice el politólogo y futurista antes de terminar—, una narrativa en que sea la puerta de entada a un mundo nuevo. Un aviso tormentoso para que nos preparemos frente al mundo de lo que podríamos tener enfrente que nos ayude a hacer que la edad de las pandemias sea corta. Siguiendo la narrativa de Jacinta Ardern, la Primera Ministra de Nueva-Zelanda de ‘un equipo de seis millones de personas’, creo que ha llegado el momento de imaginar y crear un equipo planetario de ocho billones.
En virtud de la obra de Massimo Recalcati “El complejo de Telémaco” (Anagrama, 2016) donde el autor detalla con claridad meridiana la caída de la autoridad paterna como ley, en la espera del hijo de Ulises, vinculamos con la actualidad decadentista en torno a la concepción de la institucionalidad originada desde preceptos democráticos, que sólo se cumplen por el momento en un orden simbólico como lo es el llamado o la convocatoria a elecciones. La que no casualmente cada cierto tiempo se pretende postergar o incluso evitar por justificaciones varias (ideales en tiempos pandémicos) constituyéndose lo electoral en el dispositivo de doble filo, que nos alerta como síntoma de ser el último de los resguardos antes de que el corpus democrático deje paso a fenómenos como los autoritarismos electorales, que son precisamente la reacción enfermiza que genera la caída de la autoridad política (complejo de Telémaco).
El bien jurídico mayor de cualquier ciudadano en el presente occidental ante un derecho colectivo es que le sea garantizado una vida en democracia, y cuando esto no ocurre, el mismo ciudadano debe agotar las instancias para llevar adelante este reclamo en todas las sedes y ante todas las instancias judiciales. No podrían objetarse ante esto, cuestiones metodológicas o de fueros, la justicia en cuanto tal, debe preservar y hacer cumplir el precepto democrático por antonomasia que el único soberano es el pueblo, pero la traducibilidad de esto, debe manifestarse mediante un cambio de lo democrático, tal vez redefiniéndolo o disolviéndolo en sus partes más oscuras, lo más democráticamente posible, sería que quiénes pretenden vivir bajo sociedades más democráticas, planteen en sus parlamentos o asambleas, mediante diputados, legisladores o ciudadanía común, proyectos que cambien el eje de las democracias, y que no sólo sea semántica, de lo contrario y tal como lo venimos observando, más temprano que tarde, se impondrá de hecho y no seguramente en forma pacífica o armoniosa, el cambio, nodal, radical y substancial, tan necesario e indispensable.
Esto mismo se podría lograr bajo elección, tal es la razón fundante de las reformas que proponen los regímenes semidirectos (que mediante consulta popular, permitieron el Brexit) los plebiscitos por autonomías (Cataluña, Escocia) o la elección en Turquía, que cambio de sistema de gobierno (de parlamentarismo a un presidencialismo) por un plebiscito, o por un resultado electoral.
“El simple hecho de que haya elecciones no basta para que estas sean competitivas. Piénsese en todos los instrumentos de que disponen los que están en el poder…Las reglas afectan a los resultados. Incluso pequeños detalles como la forma y el color de las boletas, la ubicación de los lugares de votación, la fecha en que tiene lugar puede afectar el resultado. Por lo tanto, las elecciones, inevitablemente son manipuladas…Hay algunas voces que afirman que en la actualidad estamos asistiendo al surgimiento de un fenómeno cualitativamente nuevo, “El autoritarismo electoral”…El hombre de poder en ejercicio no es necesariamente la misma persona: puede ser un miembro del mismo partido o un sucesor designado de alguna otra manera…” (Przeworski, A. “Qué esperar de la democracia”. Siglo veintiuno editores. Buenos Aires. 2016).
“¿Qué son exactamente los autoritarismos electorales? La respuesta pasa por señalar que no son -bajo ningún concepto- sistemas democráticos, aunque permitan a veces un juego multipartidista en elecciones regulares para la designación de los cargos ejecutivos y legislativos. No lo son porque se trata de regímenes que quebrantan los principios de libertad y de transparencia, y que convierten las elecciones en instrumentos de consolidación del poder. Sin embargo, debido a su extraña mezcla de instituciones formalmente democráticas con prácticas autoritarias, estos regímenes no calzan en las categorías tradicionales. Además, estos sistemas suelen presentar un entramado institucional parecido al de las democracias representativas, si bien ninguna de sus instituciones ejerce funciones garantistas ni de contrapeso al poder establecido. Así, en el marco de esta estéril institucionalidad, el único (y principal) sitio de contestación es el de la arena electoral y, por eso, la celebración de elecciones es muy importante. Las elecciones, en este entramado, se convierten en algo más que en un ritual de aclamación, ya que forman parte sustancial del juego político. Por ello, los momentos electorales están cargados de conflicto y tensión, ya que las autoridades quieren seguir manteniendo el control de las instituciones y los opositores quieren arrebatárselo. Es en este marco en el que se produce una dura pelea, donde quienes detentan el poder pretenden controlar la administración electoral y el conteo de los votos, así como limitar los espacios de los partidos opositores y manipular los medios de comunicación… Es en este momento, el de las elecciones, cuando los autoritarismos electorales se juegan su destino, ya que, en función de la capacidad de la oposición de presionar, movilizar y sumar nuevos aliados, se puede impulsar una agenda democratizadora. (Martí Puig, S. http://www.elperiodico.com/es/noticias/opinion/autoritarismo-electoral-1304201)
“En la actualidad, para juzgar el desarrollo de la democracia en un país determinado, la pregunta que hay que hacer no es ¿quién vota? Sino ¿sobre qué asuntos se puede votar?” (Bobbio, The future of democracy. 1989. P. 157.)
Como usted bien sabrá estimado lector, lo único de más que posee la presente pluma son palabras, pero a modo incluso de abonar la argumentación de este propio artículo, y como testimonio real de la posible existencia del autoritarismo electoral en el que nos encontraríamos subyugados, a modo de preservar la integridad de estas palabras condenadas a la censura por el régimen que se pretende perpetrar en el poder, mediante el viciado y perverso juego, de una aclamatoria de mayorías, solamente dejaremos a las citas textuales que planteen los escenarios de autoritarismo electoral citados.
Solamente nos corresponde hacer la pregunta, como duda, como inquietud, no como inquina, provocación o denuncia. El escarnio, la censura y la segregación, cultural, social y económica del que somos objeto por parte de quiénes se erigen en autoridad, por la ratificatoria de mayorías, que dan en llamar democracia, no es más que un mínimo costo, nimio e imperceptible, que cada cierto tiempo se le exige a la humanidad, para ver sí es merecedora de contar con la posibilidad de ejercer su raciocinio y vivir en libertad.
“En la extraña combinación de ficción política y realidad, tanto los pocos que gobiernan como los muchos gobernados pueden verse limitados-podríamos decir incluso reconformados- por las ficciones de las que depende su autoridad” (Morgan, E. Inventing the people. Nueva York. 1988).
La autoridad se funda en la razón de la que nos hubiera gustado prescindir, para siquiera hacernos la pregunta que lleva como título el presente artículo. Ojalá que usted tenga una respuesta y sepa qué hacer con ella.
Si no estamos de acuerdo con nuestros sistemas de organización que mejor que el día de mañana ponerlo en juego para ver si nos salimos del mismo, si lo abolimos. Bueno, esto que era una idea, un ejercicio teórico, ya está ocurriendo, en nuestras democracias occidentales, sí, mediante votación de los ciudadanos, pero sin que se les informe que solamente lo democrático se expresa mediante votaciones cada tanto, en donde la única democraticidad ejercida es tal convocatoria electoral en donde se convoca a la “horda” a que ratifiquen a sus oficialismos.
La
inglesa Margaret Cavendish (1623-1673). Diseño hecho a partir de una
ilustración de Sampathkumar 1640280 distribuida por Wikimedia Commons
bajo licencia Creative Commons CC BY-SA 4.0.
Margaret Cavendish es la autora de la primera novela de
ciencia ficción escrita por una mujer. Hizo una rehabilitación
filosófica de la fantasía. Escribió también varios libros de filosofía
natural y participó en numerosos debates sobre esta temática. Fue
invitada a una reunión de la Royal Society londinense, cuando solo
participaban hombres, en la que se hablaría de microscopia, materia de
la que ella tenía un amplio conocimiento.
Por Melina A. Varnavoglou
¿Cuántas veces se nos ha acusado a las mujeres de
«fantasiosas»? ¿De «no tener los pies en la tierra», de vivir en «una
realidad aparte»? Seguramente muchas y, si nos fijamos en los diferentes ámbitos que transitamos, quizás hasta varias veces por día.
Hasta hace no tanto, aún circulaban estudios que pretendían
probar, en una suerte de eugenesia revisitada, que el cerebro de las
mujeres tenía el hemisferio derecho (encargado de controlar la vida
emocional) más desarrollado y los hombres, en cambio, el
izquierdo («el cerebro racional»). Aún hoy existen anuncios
publicitarios y productos segmentados para público femenino que nos
instan a aprovechar nuestro costado «sensible» y «romántico».
Expulsarnos del mundo de lo racional
Como tod@s, las mujeres podemos equivocarnos, decir mentiras, y como veremos en este artículo, nada hay de malo en fantasear;
pero esta idea de asignar al género femenino como el portador exclusivo
y natural de una imaginación inusitada tiene la contrapartida de
expulsarnos del mundo de la racionalidad.
La intención de estas intervenciones, por lo general, apunta a desautorizar nuestra palabra
y deslegitimar nuestro criterio, en pos de mantener la hegemonía y la
primacía de un criterio oficial que puede estar asociado al «masculino»,
algo así como lo que hoy se menta con el popularizado término de gaslighting1.
En el campo de la filosofía, esta operación tuvo y tiene
consecuencias graves: sepultar, casi por completo, el pensamiento de
cientos de mujeres en la historia de las ideas. Tal es el caso
de la escritora y filósofa inglesa Margaret Cavendish (1623-1673), cuya
vida y obra podemos leer como una refinadísima respuesta —propia de una
duquesa de Newcastle— al gaslighting del que fue objeto en los
círculos intelectuales y científicos exclusivamente masculinos de su
época (como sucederá con su intervención en la Royal Society de Londres
en 1667).
En lugar de rigorizar su método filosófico hacia una exposición más «ordenada» y «racional», la estrategia de Mad Marge (la Loca Marge,
como era vituperada) será radicalizar su diferencia, mostrando que la
filosofía no está tan separada como se cree del mundo de la fantasía,
dando lugar así a un pensamiento único e influyente.
La vida y la obra de la escritora y
filósofa inglesa Margaret Cavendish podemos leerlas como una
refinadísima respuesta al fenómeno «luz de gas» del que fue objeto en
los círculos intelectuales y científicos exclusivamente masculinos de su
época
Margaret Cavendish, La Primera
«Dado que no puedo ser Enrique I, ni Carlos II, me
tomaré el esfuerzo, sin embargo, de llegar a ser Margaret, La Primera;
aunque no tenga ningún Poder, Tiempo u Ocasión para ser un gran
Conquistador como Alejandro o el César; de la misma manera, ya que
tampoco seré la Señora del Mundo, porque ni la Fortuna ni el Destino me
serán dados para ello, fue que me hice mi Propio Mundo»2.
Así se presenta nuestra filósofa en su libro Descripción del Nuevo Mundo, cuyo título completo es: … llamado el Mundo Resplandeciente, escrito por la triplemente noble, ilustre y excelente princesse, la Duquesa de Newcastle.
Mirado a simple vista y desde nuestra época, ciertamente este título parece el de una lady con mucho ego
(e ínfulas de princesa) que vive dentro de un cuento de hadas. Y
probablemente un poco así sea, pero veremos que toda esta retórica está
debidamente justificada.
Además de ser duquesa, título noble que tiene por casarse con
el duque de Newcastle (William Cavendish), Margaret fue dama de honor
de María Enriqueta (la primera «princesa real» —o sea, la
primera en suceder a un rey varón en el trono de Inglaterra—) y la
acompañó en su exilio en París en 1644, luego de que estallara la Guerra
Civil Inglesa y las fuerzas realistas fueran derrotadas.
Después de la restauración monárquica (1660), que la trae de nuevo a Inglaterra, escribe esta utopía, donde
una chica viaja a través del Polo Norte, sorteando diferentes peligros y
aventuras, hasta llegar a un mundo compuesto por animales parlantes y
otras criaturas, además de los humanos. Luego de erigirse en reina de
este «mundo resplandeciente» organiza una invasión contra el mundo
anterior… ¡comandada por hombres-pez arriba de submarinos! Publicada en
1666, se considera la primera novela de ciencia ficción escrita por una mujer.
Sin contradecir esto, es importante decir que esta novela decidió publicarse acompañando a otra obra: sus Observaciones sobre Filosofía Experimental. Dedicado a «todas las nobles y loables señoritas», explica esta decisión del modo siguiente:
«La presente Descripción de un Nuevo Mundo se escribió como un apéndice a mis Observaciones sobre Filosofía Experimental y,
teniendo cierta similitud y coherencia una con la otra, fueron unidas
ambas como dos mundos distintos por sus dos polos. Pero, ya que a la
mayoría de las mujeres no les placen los argumentos filosóficos, he
separado algunas de las observaciones citadas y así estas están aparte
por sí mismas, por lo que debo expresar mis respetos presentándoles
tales imaginaciones como si fueran mis contemplaciones. La primera parte
es romántica; la segunda, filosófica; y la tercera es puramente
imaginada, o (si así puedo llamarlo), fantástica».
Podemos pensar que Margaret Cavendish lo que quizás pretendía con este libro era dar a conocer su filosofía, elaborando
este artificio literario (una novela entretenida) para que así las
mujeres de su época no acostumbradas a leer este tipo de textos lo
hicieran.
Mientras muchas mujeres rara vez
llegaban a publicar sus obras, o de hacerlo utilizaban un seudónimo,
Cavendish fue una de las primeras en firmar con su nombre propio
Aunque fuera rica, el caso de Margaret Cavendish es atípico entre otras mujeres de su estatus que escribían.
Mientras muchas rara vez llegaban a publicar sus obras, o de hacerlo
utilizaban un seudónimo, Cavendish fue una de las primeras en firmar con
su nombre propio. No contenta con esto, colocaba además en sus libros
un grabado con un frontispicio… de sí misma.
Imagen del frontispicio extraída del libro Fantasías filosóficas, de la editorial Rara Avis.
Échale un vistazo a esta figura. Pero como si fuera por casualidad pura, no fijes tus ojos, no deben posarse en ella, pues como sombras a la luz que destella, solo sabe representar; porque todavía su belleza escapa de la maestría del mejor pintor, para intentar estas bellas líneas en su rostro capturar.
Mira el dibujo de su alma, su ingenio, su juicio. Luego lee las líneas que escribió sin desperdicio dibujadas por el lápiz de las fantasías, piezas que solo ella puede decir: son mías. Traducción de Camila Zito Lema
Fantasear es filosofar
Vayamos entonces directamente a ver en qué consisten estas «fantasías» tan centrales en el pensamiento de nuestra filósofa. De la mano de la editorial argentina Rara Avis llegan por primera vez a l@s lectores de habla hispana sus Fantasías filosóficas.
Publicadas mucho antes que El mundo resplandesciente y Observaciones…, aquí el registro fantástico, más que una parte, constituye el todo.
No hay aún tal necesidad de separar ciencia de literatura, o aquel
reparo de estar haciendo pasar sus «imaginaciones por contemplaciones».
Escrito al cumplir 30 años y en solo tres semanas, este libro pareciera
concentrar el pensamiento de Margaret Cavendish en estado puro. Como
bien explica Claudia Aguilar en su prólogo, «Cavendish no solo produce
mundos resplandecientes, sino que es autora de un mundo filosófico en
una completa continuidad, o, mejor dicho, fusión de lo filosófico y lo
literario, fusión que produce una fantasía filosófica».
Estas consisten en pequeñas epístolas, elegías
—también hay diálogos—, a veces rimadas (que la traducción se encarga
muy bien de reponer) y con juegos de palabras o preguntas abiertas.
Este método de exposición filosófica ya propone una forma de leer su contenido: estimulando
la imaginación. No buscando dar definiciones cerradas, sino suscitando a
esforzarse en «pensar más». Como pasa, por ejemplo, con las fábulas o
los acertijos. Deja en claro Cavendish: «No es a través de conocimiento,
sino de conjeturas, que es posible expresar los distintos movimientos
de todo lo que se mueve en la mente».
Además de esto, las fantasías «existen». Actúan
efectivamente como fuerzas vivas en la naturaleza y también desempeñan
un rol anímico: ayudan a los pensamientos y la razón a enriquecerse y a
equilibrarse entre sí. Como explica lúdicamente:
«Pensamientos no molesten, no molesten al alma con
discusiones, tomando partido, con miedo esperanza y dubitaciones. Bailen
en cambio con las musas, con pie medido, escoltando a las fantasías
cuando las encuentran en su camino».
La fantasía enseña a la razón a bailar, y esto no se trata de una forma de decir, sino la condición para poder pensar.
Porque, según la metafísica de Cavendish, la materia se ordena en
«complexiones», formando «figuras» que la mente, a través del baile
entre los «espíritus racionales» (pensamientos) y «sensitivos»
(sensaciones), aprende a reconocer y así distingue, por ejemplo, la
figura de un animal de la de una planta que la de los objetos.
Fantasías filosóficas, de Margaret Cavendish, publicado en Argentina por Rara Avis.
La metáfora del baile se elige porque sirve para describir la
regularidad o irregularidad con la que se dan los movimientos entre la
materia y la mente. En su propuesta, razonar más que a un cálculo, se parecerá a un concierto:
«Así, estos espíritus se mueven de manera medida, se
funden y ubican en las figuras, produciendo un concierto, una armonía, a
través del número».
Este modelo le permite pensar su relación de manera cambiante pero también precisa para describir diferentes facultades.
Cuando un objeto se presenta a los sentidos y los espíritus racionales
«bailan enseguida» su figura, a esto le llamamos memoria. Cuando la
bailan, sin que esté presente el objeto, estamos rememorando. Y cuando
bailan la figura «a la perfección», es decir, «sin perder ni la más
mínima parte de aquellas figuras traídas por los sentidos», podemos
hablar de entendimiento.
Como cuando bailamos ya sin pensar si estamos o no haciendo
bien los pasos, cuando bailamos habiendo incorporado plenamente todos
los movimientos. Sin recurrir ni a una idea (una coreografía)
ni a los sentidos (mirar cómo bailan los demás, por ejemplo) para
hacerlo. Por eso declara contundentemente que «la voluntad consiste en
elegir un baile».
De este modo, Cavendish hará una rehabilitación filosófica de la fantasía, en tres sentidos:
al introducir la «fantasía filosófica» como método de exposición;
luego, al describir la fantasía como una fuerza vital dentro del mundo
natural, y por último, por restablecerla como una facultad en sí misma,
en pie de igualdad con la razón.
Como en su novela, Margaret Cavendish conjurará ambos mundos
(pero esta vez, sin atacar ninguno) mostrando que las fantasías son de
alguna manera este instrumento «de pasaje», a través del cual podemos
acceder a aquello que la naturaleza, como decía Heráclito en sus Fragmentos, ama ocultar. Pero que resplandece3. Así, el pensamiento en lugar de conocer, descubre.
Escrito al cumplir 30 años y en solo tres semanas, el libro Fantasías filosóficas pareciera concentrar el pensamiento de Margaret Cavendish en estado puro
Un materialismo espiritualizado
A contramano del espíritu racionalista de su época, para Cavendish la tarea de la filosofía no sería la de ir a «iluminar» u ordenar la materia sensible según un orden lógico (la matesis universalis/matematización del mundo), sino la de estar atent@s a la expresión de la propia lógica material del mundo.
De ella participan los «espíritus sensitivos» y los
«espíritus racionales» que, como hemos visto, operan sobre la materia
(bailan) dando lugar a diferentes figuras. Estas fuerzas
intelectuales y sensibles habitan la materia y la mente a la vez, no
pertenecen exclusivamente al sujeto. Por eso, para Cavendish no sería
posible distinguir, como en la propuesta de Descartes, entre una res cogitans y una res extensa separadas.
Margaret Cavendish conoció personalmente a Descartes y discutió varios de sus argumentos en sus Cartas filosóficas.
Ambos investigaron, por ejemplo, sobre la posibilidad o no de una
explicación mecánica de la naturaleza. Sin embargo, la obra de ella
quedó absolutamente relegada en comparación al cartesianismo.
Al respecto, comparto la excelente pregunta que se hace Renata Prati en su reseña del libro: «¿Cómo habría sido la historia del pensamiento y la cultura occidentales si su obra fundacional, en vez de las cartesianas Meditaciones metafísicas, de 1641, hubieran sido estas Fantasías filosóficas, publicadas en 1653 por la muy singular duquesa de Newcastle?».
Hagamos ahora mismo el ejercicio. Comparemos una parte de la Meditación primera de Descartes con la Epístola a la contemplación de Cavendish.
La Meditación primera, de Descartes:
«Aunque los sentidos nos engañan a veces respecto de
las cosas poco sensibles y muy alejadas, existen quizá muchas otras de
las que no se puede razonablemente dudar, aunque las conozcamos por su
intermedio: por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido
con una bata teniendo este papel en las manos y otras cosas por el
estilo».
La Epístola a la contemplación, de Cavendish:
Contemplando junto al fuego en el frío invernal, salen mis pensamientos de cacería por el pajonal. Las persiguen, y si alcanzan a las fantasías, La persecución traerá algarabías. Si matan al ciervo o alcanzan a la liebre, Animan a la mente con verso alegre.
Qué sensibilidades filosóficas tan distintas, ¿no?
La diferencia va mucho más allá, creo, del tema que tratan o del estilo.
Cavendish no solo elige metáforas para explicar, sino que las metáforas
que elige para el pensamiento son activas. En lugar de examinar los
sentidos para llegar a una certeza indubitable, el deseo de conocimiento
involucra al cuerpo en toda su ferocidad. Sus pensamientos «salen de
cacería».
Del soliloquio en la comodidad de una habitación cerrada
«vestido con una bata, junto al fuego», al cual la parafrasea casi
exacto («junto al fuego en el frío invernal»), se pasa a la
incertidumbre del afuera; transportando así la «escena del pensar» al
aire libre, en relación con otras especies además de la humana.
Cavendish no solo elige metáforas
para explicar, sino que las metáforas que elige para el pensamiento son
activas. En lugar de examinar los sentidos para llegar a una certeza
indubitable, el deseo de conocimiento involucra al cuerpo en toda su
ferocidad. Sus pensamientos «salen de cacería»
Margaret Cavendish, naturalista
Si algo podemos decir de la filosofía de Margaret Cavendish es que es
naturalista. Para ella la tesis en la que se apoyará la gran mayoría de
la filosofía moderna, según la cual sólo seres humanos tienen el don de
la razón y el resto de las especies no, se reduce a un supuesto de
superioridad antropocéntrico que no tiene fundamento.
Tal como se pregunta:«¿Por qué no podrían los vegetales, al
igual que los animales, tener vista, audición, gusto, tacto, si el
mismo tipo de movimiento mueve el mismo tipo de materia en ellos? ¿Quién
sabe si la savia de las plantas, tal vez, podría ser de la misma
sustancia y grado que el cerebro?».
El conocimiento moviente
Cavendish también conoció personalmente a Thomas Hobbes.
Sus historias de vida son similares: ambos vivieron la guerra civil,
fueron tutores o acompañantes de reyes, se exiliaron en París y fueron
influenciados por la filosofía de Descartes. Pero, ante todo, compartían
la siguiente tesis fundamental: la idea de que el movimiento es la
fuente del conocimiento.
Es por eso que para Cavendish todo lo que se mueve (plantas, animales, humanos, hadas) puede tener conocimiento, diferenciándose así de la materia inerte, sin movimiento. De este estudio del movimiento físico (a menudo llamado fisicalismo)
surgirán para ambos pensamientos políticos también, que Cavendish no se
limita en expresar en un tono tan aguerrido como el del Leviatán:
«La guerra natural y la paz proceden de la
autopreservación, que pertenece únicamente a la figura, porque nada es
aniquilado en la naturaleza, salvo las impresiones particulares o las
distintas complexiones que el movimiento realiza de la materia,
movimiento que en cada figura se esfuerza en mantener lo que ha creado.
Cuando algunas figuras destruyen a otras, lo hacen por su mantenimiento o
su seguridad».
Empañando las lentes cientificistas
En 1667, con varias obras publicadas bajo el brazo, y si bien
cuestionada, con una fama considerable, Margaret Cavendish irrumpe en
la Royal Societyde Londres. Fundada cinco años antes,
y constituida «para el avance de la ciencia natural», es una de las
primeras «comunidades científicas» que existen. Formaron parte de ella
personajes como Isaac Newton, Charles Darwin, Gottfried Leibniz, Albert Einstein… Stephen Hawking. Si seguimos la lista de quienes la integraban vemos que el elenco es exclusivamente masculino.
Pero Cavendish fue invitada a participar de una reunión, en la que se presentarían los experimentos de Robert Boyle, asistente de Robert Hooke, quien acababa de publicar su libro Microscopia, materia en la que Margaret tenía un amplio conocimiento.
Durante el exilio en París, Margaret adquirió una colección de microscopios y telescopios gigantesca,
dos de ellos elaborados por Torricelli. Es decir, tenía acceso y
conocía cómo funcionaban estos instrumentos dos décadas antes de esta
reunión, donde la microscopia fue expuesta como el método que permitiría
conocer, al poder observar la composición interna de los objetos, la
naturaleza entera.
Cavendish compartía con Hobbes la idea de que el movimiento es la fuente del conocimiento
Ante esto Cavendish, tuvo naturalmente una posición crítica que había ya expresado en sus Observaciones sobre Filosofía Experimental: «¿Cuál es la más verdadera luz, posición, medio que permitiría presentar a un objeto naturalmente tal como es?».
Le era imposible aceptar que un instrumento por observar con
aumento un corte de material en un momento fijo y en condiciones
aisladas pudiera dar un conocimiento absoluto e invariable de la
naturaleza. Estaba tan comprometida y convencida de los
infinitos cambios de la materia que veía en la microscopia más que una
verdad definitiva, simplemente un instrumento de investigación, que,
como todos, puede darnos un conocimiento limitado de la naturaleza.
Esto es lo que en filosofía posteriormente llamaremos criticismo:
la idea de que es imposible un conocimiento objetivo por parte del
sujeto, y la propuesta de que, al decir de Kant, solo podemos conocer cómo conocemos.
Contemporáneos de Cavendish, Hobbes (quien, por
ejemplo, comparó la bomba de aire de Robert Boyle con las pistolas de
juguete que usaban los niños «solo que más cara y sofisticada») y John Locke, también adoptaron una posición crítica ante la microscopia, pero como muestra la investigadora Ema Wilkins, ella fue la única cuyos argumentos fueron desestimados (¿gaslighting?)
en la Royal Society, acusándola de contradecir el método experimental,
por estar «sacando sus teorías de su propio cerebro fantástico».
Más que un insulto, lo tomaremos como un elogio: el cerebro de
Margaret Cavendish es fantástico y con él que dio lugar a una singular
filosofía. Como ya ella misma se defendió:
Porque todas las fantasías que hay en mi cerebro yo las imprimiría y con ellas el mundo celebro. No importa si están bien expresadas, mi voluntad está realizada y eso es lo que más place a las damas.
Notas:
[1] El término proviene de la obra de teatro británica Gas Light,
escrita por Patrick Hamilton en 1938, la cual tuvo diferentes
adaptaciones estadounidenses en el cine. El argumento habla de un hombre
que intenta convencer a su mujer de que está loca, manipulando pequeños
objetos de su entorno e insistiendo constantemente en que ella está
equivocada o que está padeciendo lagunas de memoria cada vez que ella
menciona estos cambios. El término alude a las lámparas de gas —luz de
gas (gas light)— que el marido usa en el ático mientras busca
el tesoro escondido. La mujer avista dichas luces y él le insiste en que
no son más que delirios.
[2] La traducción es nuestra. Original en inglés: «Though
I cannot be Henry the Fifth, or Charles the Second; yet, I will
endeavour to be, Margaret the First and, though I have neither Power,
Time nor Occasion, to be a great Conqueror, like Alexander, or Cesar;
yet, rather than not be Mistress of a World, since Fortune and the Fates
would give me none, I have made One of my own».
[3] A diferencia de su hermano, Cavendish no tuvo
acceso a formación clásica (estudio de griego y latín), pero pareciera
comprender bastante bien la etimología de la palabra fantasía.
Proveniente del verbo griego φαίνει (phainei), quiere decir «aparecer», «mostrarse», «hacerse visible», también «brillar» o «resplandecer».
El filósofo
francés, que no solía emocionarse con nada que tuviera que ver con
religión, quedó perplejo ante lo conseguido en este continente por la
orden fundada por Ignacio de Loyola en 1540.
Un hermoso ejemplo del barroco guaraní que brotó del encuentro entre los indígenas y los jesuitas en Paraquaria. – Foto: Getty Images
El
filósofo de la Ilustración Voltaire (1694-1778), normalmente un gran
crítico de la religión organizada, estaba tan enamorado de un
extraordinario periodo de 159 años de historia de América del Sur que se
sintió impulsado a describirlo así:
“El
asentamiento en Paraguay, realizado solo por los (jesuitas) españoles,
parece, en algunos aspectos, un triunfo de la humanidad. Parece expiar
las crueldades de los primeros conquistadores. Los cuáqueros en América
del Norte y los jesuitas en América del Sur… le dieron una nueva luz al
mundo”.
Ese “triunfo de la humanidad”
eran unas misiones fundadas por los jesuitas en la extensa zona del
Paraná, en el sureste de América, conocidas como “reducciones”, que en el castellano de los siglos XVI y XVII significaba “comunidades”.
Voltaire no fue el único en resaltar sus méritos.
Otro de los patricios de la Ilustración, el filósofo francés Montesquieu (1689-1755), las definió como “la curación de una de las más terribles heridas infligidas por hombres contra otros hombres”.
Y, más tarde, el yerno de Karl Marx, Paul Lafargue (1842-1911), las declaró el primer Estado socialista de todos los siglos.
Quizás, pero con un origen profundamente arraigado en la religión.
El mejor mal
Para
cuando los jesuitas llegaron a las tierras de los guaraníes, que ya
pertenecían a la corona española, había pasado un siglo de aquel
“encuentro de culturas” con toda su conquista y colonia.
A
los aborígenes en esas tierras que hoy son parte de los modernos
Paraguay, Argentina, Bolivia, Brasil, Chile y Uruguay no les quedaban
más que dos opciones:
trabajar bajo el sistema de las encomiendas para
los terratenientes españoles, quienes los explotaban a cambio de
“salvarlos” a través del cristianismo, “educarlos” para que hablaran
español y “protegerlos” de los enemigos o…
arriesgarse a ser presa de los bandeirantes,
o cazadores de esclavos, también llamados paulistas (pues tenían su
base en São Paulo, la frontera en esa época), que con frecuencia
organizaban incursiones para atrapar indígenas y venderlos como
esclavos.
La
orden jesuita había recibido la bendición formal del papa Pablo III en
1540 y sus sacerdotes y hermanos se fueron a los confines del mundo
conocido a predicar el evangelio cristiano.
A América del Sur llegaron en 1549, con la intención de implementar la bula de 1537 de ese mismo Papa, Sublimis Dei, que prohibía expresamente la esclavitud de los pueblos indígenas y buscaba proteger su libertad y derecho a la propiedad.
Con eso en mente, en 1604 se formó una nueva provincia jesuita llamada Paraquaria,
para comenzar la labor misionera entre los indios guaraníes, que
habitaban en pequeños asentamientos bajo la autoridad de caciques.
2 jesuitas, 10 caciques
La
primera incursión de los jesuitas en la región selvática del río Paraná
fue emprendida en diciembre de 1609 por dos sacerdotes, Marcelo de
Lorenzana (1565-1632), el superior en Asunción y su joven asistente,
Francisco de San Martín.
Un cacique local,
Arapizandú, que demostró estar bien dispuesto a aprender sobre el
evangelio cristiano, invitó a los dos jesuitas a celebrar sus misas
navideñas en una rústica choza en su asentamiento.
A
los pocos días, nueve caciques más de la zona acudieron al lugar. Se
habían enterado de que los jesuitas estaban a punto de fundar una
reducción, un paso que parecía ser una opción menos mala que las que tenían.
«(Era)
ya el único espacio de libertad posible que les restaba a los indígenas
y a él se acogieron mayoritariamente fue la reducción»
Aunque eso no quiere decir que todos les dieran la bienvenida.
El
sacerdote jesuita, misionero y escritor peruano Antonio Ruíz de
Montoya, autor de “Conquista espiritual hecha por los religiosos de la
Compañía de Jesús en las provincias del Paraguay, Paraná, Uruguay y
Tape”, relata por ejemplo que…
“Los chamanes encabezaron la resistencia contra los jesuitas. Los demonios nos han traído a estos hombres -decía
uno de estos dirigentes a su gente- pues quieren con nuevas doctrinas
sacarnos del antiguo y buen modo de vivir de nuestros antepasados, los
cuales tuvieron muchas mujeres, muchas criadas y libertad en escogerlas a
su gusto y ahora quieren que nos atemos a una mujer sola”.
No obstante, durante 1610 se desarrolló la primera reducción jesuita de San Ignacio Guasu en territorio guaraní.
El esfuerzo fue tan exitoso que los misioneros jesuitas fundaron muchas más reducciones entre 1610 y 1707.
De
éstas, un total de 30 sobrevivieron finalmente a la extensa destrucción
causada por repetidas incursiones bandeirantes, que obligaron a algunas
reducciones a tener que mudarse de ubicación varias veces.
Mano a mano
Una
reducción comprendía normalmente a dos jesuitas y hasta 5.000 hombres,
mujeres y niños guaraníes; cuando uno de los existentes crecía
demasiado, se formaba un nuevo asentamiento.
La genialidad de las reducciones radicaba en su desarrollo como empresa genuinamente colaborativa jesuita-guaraní.
Los jesuitas nunca habrían tenido éxito en sus esfuerzos sin el conocimiento de los guaraníes,
que podían identificar lugares adecuados para nuevos asentamientos con
abundante suministro de agua, abundante piedra para la construcción y
tierra fértil para el cultivo; y los guaraníes no podrían haber
prosperado materialmente sin la experiencia técnica de los jesuitas, que
incluía el trabajo del hierro.
Únicamente
los jesuitas más capaces eran seleccionados para este exigente trabajo
misionero, y las solicitudes de puestos en Paraquaria excedieron con
creces las plazas disponibles.
Los que eran
enviados a Sudamérica aprendían rápidamente la lengua guaraní y,
liderados por hombres como el padre Ruíz de Montoya, publicaron los
primeros diccionarios guaraníes, y les enseñaron a los indígenas a leer y
escribir su, anteriormente no escrito, idioma.
Además
de alcanzar elevados índices de alfabetización en guaraní, según
algunos historiadores, los pobladores de las reducciones tenían buenos
conocimientos del latín, español, alemán, aritmética y música.
En
los talleres próximos a la iglesia, cada reducción desarrolló sus
propias áreas de especialización, que incluían trabajos en hierro y
platería, carpintería, dorado, tejido y fabricación de instrumentos
musicales.
En tres lados de la plaza había viviendas para familias guaraníes individuales. Cada reducción tenía un koty guasu o albergue separado para viudas, huérfanos y mujeres solteras.
Todo ello estaba construido al estilo barroco guaraní, el único barroco autóctono de América.
El agua corriente y el saneamiento completo estaban disponibles para toda la comunidad, y todas contaban con un hospital.
Prosperidad y envidia
La justicia estaban en manos del cacique, que ocupaba el cargo parokaitara o poro puaitara, o ‘el que da órdenes’ en guaraní.
Notablemente, no había pena de muerte así
que es probable que haya sido la primera sociedad occidental en
abolirla, si se tiene en cuenta que el primero en hacerlo en Europa fue
el ducado de Toscana en 1786.
Bajo el cacique o corregidor, estaban los alcaldes o vírayucu -que
significa ‘el primero entre los que llevan vara’-, quienes velaban por
las buenas costumbres, castigando a los holgazanes y vagabundos.
Para
cumplir, los indígenas tuvieron que marchar al ritmo de un aparato
traído de Europa, el reloj mecánico, que dictaba lo que antes sólo sus
costumbres y la naturaleza les había indicado, desde cuándo despertar
hasta cuándo volver a descansar, y todo entre medias.
Cada reducción operaba una economía de trueque y, con muchas posesiones en común, era una comunidad autónoma y autosuficiente.
Existía
la propiedad privada -parcelas que le pertenecían a los indígenas y les
proporcionaban su sustento familiar- y la tierra de Dios -comunal, en
la que todos trabajaban por turnos y cuyos beneficios se invertían en
gastos, mejoras o el fomento de la economía de la reducción-.
A
través de métodos de cultivo eficientes, la variedad y el volumen de
productos cultivados en una reducción, incluida la yerba mate, y la
cantidad de ganado y caballos criados en ellas a menudo excedían las
normas prevalecientes.
Tantos logros, que incluyeron la producción de magníficas esculturas, arte y música barroco guaraníes, despertaron los celos de ciertos pobladores que deseaban la expulsión de los jesuitas y la imposición el control colonial.
El principio del fin
Pero
por más obedientes y exitosos que fueran, el destino de los guaraníes
que vivían en las reducciones nunca estuvo en sus manos. Estaba amarrado al de los jesuitas y a merced de la política internacional.
La
corona española se benefició durante varias décadas de la existencia de
las misiones que le servían de barrera contra la expansión portuguesa, e
incluso contribuyó a armar y entrenar una milicia guaraní para
protegerse de las incursiones de los vecinos del norte.
Siete
reducciones al este del río Uruguay fueron trasladadas a territorio
portugués; sus 29.000 habitantes y los jesuitas recibieron la orden de
trasladarse a la orilla occidental.
Los
jesuitas obedecieron, pero los guaraníes se sublevaron. Y esa milicia
que la corona española había patrocinado tuvo que enfrentarse contra los
ejércitos de ambos poderes coloniales.
La sangrienta guerra culminó en 1756 con la batalla de Caiboaté en la que murieron más de 1.500 guaraníes, incluido su carismático líder, Sepe Tiaraju.
Las demás
Sobrevivían,
sin embargo, las reducciones en territorio español. Pero, nuevamente,
su destino se vio truncado por eventos ajenos a su voluntad.
Con
el correr de los años, la Compañía de Jesús había sido desde el brazo
derecho de los papas en la lucha de la Iglesia contra el protestantismo
hasta la fuente de brillantes eruditos y teólogos, así como misioneros
que difundieron la fe en Asia y América del Norte y del Sur.
Para
mediados del siglo XVIII, los jesuitas eran un formidable ejército
espiritual, que contaba con unos 23.000 miembros, tenía 800 residencias,
700 colegios y universidades y supervisaba 300 misiones. Además, eran
los confesores de los gobernantes católicos en toda Europa y educaban
tanto a los hijos de los nobles y de la creciente clase media, como a
los de las masas.
Uno
de sus principales enemigos fue Sebastião José de Carvalho e Melo, el
marqués de Pombal en Portugal, quien culpó a los jesuitas de la rebelión
de los guaraníes del nuevo territorio portugués y empezó una campaña
para acabar con ellos.
Los acusó de estar
detrás de un complot para asesinar al rey en 1758; los expulsó de
Portugal; los acusó de haber establecido un reino independiente en
América del Sur donde, según él, habían esclavizado a los indios y se
habían enriquecido con su trabajo. Voltaire mismo repitió esas historias en su novela “Cándido”.
Las
acusaciones no cayeron en oídos sordos. Otros, incluidos colonizadores
de las ciudades aledañas a las reducciones amargados al verlas prosperar
más, habían inventado rumores similares.
Varios
gobiernos empezaron a tomar medidas activas contra la Compañía de
Jesús, entre ellos el rey Carlos III, quien la desterró de España y de
sus colonias en el extranjero en 1767.
A
partir de entonces, sin el ímpetu de los jesuitas, las reducciones
fueron abandonadas gradualmente y algunos guaraníes comenzaron a
trasladarse a las zonas urbanas.
Epílogo
El 21 de julio de 1773, el papa Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús.
Las
fabulosas construcciones y obras de arte que los guaraníes habían
creado en esas tierras parecían destinadas a no ser más que despojos
hasta que en el siglo XX se inició un esfuerzo de recuperación y
conservación.
Hoy en día, las impresionantes
ruinas de las reducciones de la que fue Paraquaria son un recordatorio
perdurable de algo que, a pesar de sus defectos, fue un “triunfo de la
humanidad”.
Un triunfo que la UNESCO ha declarado Patrimonio de la Humanidad.
Se cumplen 70 años sin Ludwig Wittgenstein, uno de los mayores
filósofos del siglo XX. Continúan apareciendo escritos desconocidos.
Wittgenstein (1889-1951) legó dos escritos esenciales, «Tractatus logico-philosophicus» e «Investigaciones filosóficas».
Sostenía que los jardineros no recibían los honores que merecían. Y
hablaba con conocimiento de causa, porque había desempeñado ese oficio
en un monasterio de su Austria natal durante unos meses, cuando todavía
boyaba de una profesión a otra –ingeniero aeronáutico, arquitecto,
soldado– mientras se buscaba a sí mismo, sin clemencia, acaso intentando
esquivar el destino suicida que le tocó a tres de sus cuatro hermanos.
A Ludwig Wittgenstein lo atraían los invernaderos,
especialmente el de un jardín botánico como el de Dublín, donde se
sentaba a escribir. Es evidente que la compañía de naturaleza y silencio
le resultaba propicia a quien también los buscó en paisajes
prácticamente deshabitados del norte de Irlanda y en Skjolden, un fiordo
noruego. Quizá esos entornos le permitían ejercer un rol más
prepronderante a la autosugestión que se vislumbraba indivisible de sus
apasionadas obsesiones: “Dite a ti mismo una y otra vez (al filosofar):
es una seducción la que te hace que concibas el pensamiento como un
proceso misterioso”. En esos parajes remotos ponía literalmente en
escena la pregunta que tarde o temprano se hace todo filósofo: dónde
está uno cuando piensa. Todavía hoy, en ese precipicio escandinavo, se
ven los restos de la cabaña que él mismo construyó, equivalentes a lo
que dejó en su obra: fragmentos y ruinas.
En esa radiante soledad
de acantilado practicaba a sus anchas su método de cabecera: hablar
solo, en voz alta. (Cierto es que también perfeccionaba ese vicio en sus
habitaciones del Trinity College de Cambridge, antes y después de
clases en las que a su vez monologaba casi ininterrumpidamente). Este
método de composición, no obstante, no dejaba de descolocarlo, y acaso
fuera ese desconcierto lo que volvía fecundo el mecanismo: “Nos han
enseñado a hablar pero, ¿nos han enseñado a hablar con nosotros mismos?
Hablar con uno mismo lo hacen todos, pero Dios sabe de qué se trata”.
Como
en sus diarios más íntimos, ese careo consigo, en el que actuaba de
inquisidor e imputado a la vez, lo trasladaba a su trato con alumnos. De
tono y modo riguroso y afable, la suya era una voz vital, presente,
tanto en los apuntes transcriptos de sus clases como en sus divagaciones
seriales a solas. A veces es como si sus anotaciones es supusieran
implícitamente la pregunta imaginaria de un oyente.
El soliloquio
maquinal a lo Hamlet no cejaba pero solo podía operar por párrafos,
fracciones, astillas. Para quien la utiliza, la estructura atomizada es
muy frágil y muy promisoria a la vez, y en el caso de Wittgenstein
significó –excepto en el Tractatus, lo único que publicó en
vida– la imposibilidad en él de encontrar el libro, un formato. En una
ocasión anotó: “Es curioso ver cómo cierto material se resiste a una
forma”. A cambio, le fueron concedidas miles de oraciones brillantes,
huérfanas, en tránsito, migrantes sans-papiers.
Proceder
por unidades mudables era ideal para quien desea llegar hasta las
discriminaciones y distinciones más ínfimas. De allí que montara una
auténtica comedia de cuadernos. Pasajes que se trasplantan de unos a
otros, retrabajados, resecuenciados, la publicación dilatada
indefinidamente. Un día la matemática, para la que tenía un genio
precoz, vino a socorrerlo; no es improbable que parte de la autoridad
del Tractatus se deba a su desovillarse por medio de una enumeración y sus subdivisiones.
Este
melómano estricto no carecía de sentido del humor pero era un hombre de
milímetros, sea para reenmarcar una fotografía o para bajar el
cielorraso de un cuarto dos pulgadas. Era de otra pieza de Shakespeare
que quería tomar prestado su dogma: “Te enseñaré las diferencias”,
amagaba el rey Lear. Remero aficionado, peatón presuroso, Wittgenstein
pasaba días y noches en su mesa de montaje y jugaba a armar versiones
diversas, nuevas, demencialmente nuevas, con casi los mismos contenidos.
(Lo hacía con la ubicación de fotos que se tentaba con pegar en libros
contables).
Lo que le estaba proponiendo al lector era un vértigo
provisoriamente definitivo, el de tener entre manos una obra inestable,
de estatuto vacilante, suspendida en su propia prehistoria: Los cuadernos azul y marrón, Aforismos, Ocasiones filosóficas, Lecciones y conversaciones, Observaciones sobre los colores.
Son títulos póstumos, ajenos, invitantes. Por algo se habría
anticipado: “Excepto en casos extraños, ‘esto parece ser un libro’ no
tiene sentido”. Legar una potente obra desarmada es otra manera de
garantizarse que discípulos y lectores siempre encontrarían en ella
refugio y campo fértil, como si su credo hubiera sido: “Yo me encargo de
las instantáneas, ustedes encárguense del montaje final”.
Lo que ahora se conoce como Escrito a máquina, bisagra y puente entre el Tractatus y las Investigaciones filosóficas,
es menos epigramático y opaco que el primero y empezaba a trazar un
radio más abierto y extenso para cada cavilación; esa deriva
desembocaría en el segundo. Escrito a máquina fue redactado en
1933 y mecanografiado en las vacaciones navideñas de ese año en Viena,
durante su visita familiar anual. (Ya que estamos: Wittgenstein sabía de
memoria Un cuento de Navidad de Dickens).
Queda claro
que la semilla autobiográfica de no pocas de sus líneas fue
imprescindible para la suerte de su apuesta: “La manera de escribir es
una especie de máscara detrás de la cual el corazón hace caras a gusto”.
Príncipe de lo impredecible, su procedimiento era el de una especie de
psicologización técnica del pensamiento, que elevó el autoanálisis al
nivel de una ciencia. En parte, Wittgenstein era capaz de pensar como
pensaba porque se estaba examinando continuamente, de una manera extrema
y aun riesgosamente extremista. Acaso estuviera enseñando un
subterfugio para que luego nadie lo necesitara, ni a él ni a nadie. Se
puede estar poco con él (de a ratos, dosis, ráfagas, igual que como
ordenaba sus meditaciones), tal es la intensidad de su prosa, y así debe
haber sido, según todos los testigos, con su persona.
Su
grafomanía era indisociable de su filosofar sin fin, de su tanteo y
avance por repetición y diferencia. En esa fuga de matices, las
variaciones lo dominaban (como otro ilustre matemático, John Nash, era
un gran silbador de piezas clásicas) porque lo que le quitaba el sueño
era el enunciado, la lógica y la lírica del lenguaje y sus mil noches en
vela. Es uno de los motivos por los que se pasó la vida dando ejemplos.
Creía que casi todos los que se le ocurrían eran válidos para averiguar
cosas. Una y otra vez, lo salvó una imagen. Esa compulsión comparativa
tenía socios fieles, los colores y las piezas de ajedrez: “Es posible
que alguien olvide el significado de la palabra ‘azul’. ¿Qué es lo que
olvidó?”.
Este auspiciante de lectores solícitos, atareados,
simultáneamente noctámbulos y madrugadores, halló una definición
elemental, elástica, modular, de la relación simbiótica entre una página
impresa y quien la recorre: “Leer este libro es un juego que debe ser
aprendido”. Maniático de la puntualidad que se fue antes de tiempo,
encontró un rato perdido para sembrar un acertijo zen, una clave
traviesa del acto de la lectura: “¿Quién lee hace que lo que lee dependa
de lo que está escrito?”. De inmediato, este simulacro de duda ocasiona
otro interrogante que, setenta años después de su muerte, sigue
respondiéndose solo: ¿para qué salir de Wittgenstein?
Escrito a máquina, Ludwig Wittgenstein. Trad. J. Padilla Gálvez. Editorial Trotta, 694 págs.
El hombre que, siendo uno de los semiólogos más importantes del mundo, se reinventó en 1980 como novelista con El nombre de la rosa, libro que lleva ya vendidos 50 millones de ejemplares, se dirige a su casa, situada en una de las dos mejores plazas de Milán, frente al imponente Castello Sforzesco, punto de atracción de los turistas y que Eco desmitifica con una simple frase: “Bueno, es una copia del siglo XIX, como todo el gótico francés”.
Una vez en casa, cuelga sus cosas en el perchero –donde reposan media docena de sombreros y, al lado, muchos más bastones– y, mientras los visitantes se sorprenden del moderno interiorismo, con paredes de color blanco, grandes ventanas diáfanas, muebles de diseño, butacas ergonómicas –“¿qué pasa?, ¿esperaban un monasterio medieval?”–, nos pasea por “el pasillo de la literatura”, una parte de su impresionante biblioteca de 35.000 volúmenes, que se distribuye de modo aleatorio por las dos plantas del domicilio. “Este es el estudio de los ensayos, allá junto al lavabo tengo a los lógicos ingleses”, dice señalando un lugar en el que no reina ningún orden aparente. Pero ¿puede orientarse en este caos bibliográfico?
“¡¿Caos?!”, clama fingiendo indignación. “¡A ver, dígame el nombre de un filósofo!”.
“Mmm… Hume”. Y Eco aparta una butaca giratoria que le había salido al paso y avanza enérgicamente hacia uno de los tres tabiques de estanterías de su despacho, para agarrar un grueso volumen que contiene la Investigación sobre el entendimiento humano del ensayista escocés. “¡Dígame otro!”. Y, así, van apareciendo Aristóteles, Aquino, Wittgenstein… Como si respondieran al llamado de este acelerado personaje al que nadie le echaría sus 83 años. “Un dicho alemán dice: ‘Aprendo una palabra al día’, y yo las tengo todas aquí”, ríe.
Cansados de que nunca falle localizando sus volúmenes –a veces en los lugares más inverosímiles– le preguntamos: ¿nunca ha perdido un libro? “Por lo general, no, tengo muy buena memoria posicional, el drama es cuando yo recuerdo uno de hace treinta años con la portada verde y se ha descolorido y vuelto ya amarilla, en ese caso no lo encuentro”.
Tiene etiquetas temáticas sobre los estantes, “pero todas están equivocadas”, superadas por la constante acumulación. En una cajita guarda su colección de pipas, sobre la mesa de trabajo reposa una lupa, tras unas vitrinas adivinamos manuscritos medievales, y en el salón hay una escultura de Hermes de mármol, unos facsímiles de los evangelios sobre un atril… También pasamos ante un muro que él llama “mi cementerio” porque en él cuelga fotos de sus amigos muertos, como la actriz Franca Rame, esposa de su vecino, el nobel Dario Fo. Pero lo que a él le hace más gracia es una viñeta de The New Yorker que ha enmarcado, “la mejor de su historia”: en ella se ve a un niño a quien su madre le dice: “No, tú has sido parido, no descargado”.
El escritor conserva también la caricatura que le hizo el dibujante Georges Wolinski, del semanario Charlie Hebdo, asesinado el pasado enero en París, en la que se lee: “¡Viva Umberto!”. “Tenía mi misma edad…”, sacude la cabeza. Hay dos ordenadores al lado, uno para su secretaria y otro para él, en el lugar donde escribe sus novelas, aunque confiesa que “no tengo reglas. Puedo pasarme horas escribiendo sentado en el baño, de hecho bastantes veces. Y en mi casa del campo soy aún más productivo, la tengo en Montefeltro, no lejos de Urbino y San Marino, en las colinas, con valles y bosques alrededor, una zona salvaje, huyendo de la Toscana, que es un país de pijos extranjeros. En realidad, mis mejores ideas me vienen cuando nado, ya sea en el mar o en la piscina. Hay escritores profesionales, como mi amigo Vargas Llosa, que se marcan un horario estricto, escriben hasta las cuatro y luego ven a los amigos, pero yo sería incapaz de hacer una cosa así, tan metódica, soy italiano”.
Muerde tabaco constantemente y su interlocutor llega a temer que, en algún momento, vaya a escupir todo ese material, pero no, por lo que se deduce que acaba tragándoselo. “No se asusten, fumé en pipa de los 20 a los 60 años, pero la tenía siempre en la boca y la tuve que dejar. Sé que da una imagen rara esto de mascar un cigarrillo, el otro día una señora me dijo: ‘¿Por qué no lo enciende? Va todo el día con eso en la boca’ y yo le respondí: ‘Señora, ¿no ha tenido nunca usted cosas en la boca sin encenderlas?’”.
En el recorrido por la vivienda, solamente hay una zona vedada: “¡No, ahí no se les ocurra entrar! ¡Es el territorio privado de mi mujer. ¡Zona sagrada!”. “Umberto, por favor…”, sonríe, al otro lado, la alemana Renate Ramge, su esposa desde 1962.
Él insiste en que nunca ordenará todo lo que vemos: “No quiero que nadie ponga sus manos aquí. En el sótano guardo las cajas con los manuscritos.
Tengo ofertas de las universidades norteamericanas. Un conocido autor italiano, que no quiero nombrar, recibió una oferta de una universidad por el manuscrito de su novela… y él lo había tirado a la basura. ¿Saben qué hizo? Tomó un libro impreso y se lo dio a una secretaria para que lo volviera a pasar a máquina, luego borró muchas líneas, simuló unos tachones y volvió a escribir lo que estaba escrito pero a mano, como si fueran correcciones… y lo vendió por varios miles de dólares, ¿qué les parece? Yo lo dejo todo así, porque ¿qué harían, si no, mis estudiantes cuando me muera? Hay que pensar en dejar trabajo a las generaciones futuras…”.
Umberto Eco lleva más de 40 años viviendo en Milán, la capital editorial de Italia, donde tienen su sede los grandes grupos como Mondadori, Rizzoli o Mauro Spagnol, mientras que Turín y Roma albergan editoriales más pequeñas.
Nació en Alessandria (no la egipcia, sino la italiana) en 1932, y empezó a publicar en 1956, en concreto su tesis doctoral, titulada El problema estético en Tomás de Aquino.
Le seguirían, años después, ensayos míticos como Apocalípticos e integrados (1964) y el Tratado de semiótica general (1975). El éxito que obtuvo en su estreno como novelista, con El nombre de la rosa en 1980 –adaptada al cine en 1986 por Jean-Jacques Annaud, con Sean Connery– le hizo publicar después otras ficciones como El péndulo de Foucault (1988), La isla del día antes (1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) o El cementerio de Praga (2010).
Este año ha sacado a la calle Número cero, una sátira ambientada en la Italia de 1992, donde un empresario parecido a Berlusconi pone en marcha un periódico que no se publica, solo cierra números cero, con la intención de traficar con la información y conquistar espacios de poder.¿Cómo era su padre, professore?
Era
el director de una empresa que vendía hierro y bañeras. Combatió en
todas las guerras: la del 14-18, luego lo enviaron al frente de Libia, y
en la Segunda Guerra Mundial. No tuvo una vida fácil.¿Qué influencia tuvo en su vocación de escritor?
Era
hijo de un tipógrafo, y yo he puesto en mi última novela nombres de
familias tipográficas a los personajes. Mi padre tuvo 12 hermanos, no
podían comprarse libros, y se iba a los quioscos a leer los fascículos
de las novelas por entregas, hasta que el quiosquero lo echaba, se iba a
otro quiosco y allí leía otro trozo. Colecciono aún libros impresos por
mi abuelo. Yo leía en su casa, recuerdo Los tres mosqueteros de Dumas,
ilustrado por Maurice Leloir. Cuando murió, se le quedaron muchos
manuscritos por editar en una caja, novelas populares a las que nadie
hizo caso. Esa caja terminó en el almacén de mi familia y yo a los 8 o
10 años devoré esos manuscritos, eran aventuras fantásticas. La otra
influencia fue mi abuela materna, una mujer que no tenía educación, tal
vez la primaria, pero sí una pasión increíble por la lectura, se iba a
las bibliotecas y siempre tenía un montón de novelas en casa. Leía
Balzac o Stendhal como si fueran una novela rosa, sin sentido crítico,
pero me prestaba esos libros y yo me sumergía en la gran novela francesa
a los 12 años.
Umberto Eco creció con un fuerte legado de las guerras europeas, la tipografía y la lectura en su familia.
¿Y su madre?
Mi madre leía revistas, cuentos de las revistas femeninas… Leyó Madame Bovary, de vez en cuando aceptaba esos libros. Pero la verdad es que yo no crecí en una casa rodeada de libros. Ahora, esta tarde, viene mi nieta, que tiene 14 meses, y ella ya podrá decir otra cosa, porque se pone a jugar con mis incunables.
Siempre tienes la nostalgia de la infancia. La mía es la de aquellas noches en los refugios antibombardeos, en un sótano muy oscuro y húmedo, fuera se escuchaban las bombas. Nos despertaban en casa a las tres de la madrugdaa y nos llevaban abajo rápidamente, los padres estaban asustados mientras los niños jugábamos. Para mí es un recuerdo agradable, y hubiera podido morir.¿Qué quería ser de mayor?
Antes
de los cinco años, conductor de tranvía, porque siempre que subía a uno
me fascinaba la maleta tan bonita que tenía, con todos los billetes
dentro. Mi editora, hace veinte años, encontró una maleta de esas y me
la regaló. Luego quise ser oficial del ejército, crecí en la época
fascista. Andaba como un soldado por la calle, digamos que hasta los
ocho o nueve años. Luego ya quise ser periodista. Pero me inscribí en la
Facultad de Filosofía, aunque no me veía haciendo carrera
universitaria, me parecía algo muy complejo, buscaba trabajo en
editoriales con la idea de, a los 40-45 años, hacerme profesor sin mucho
compromiso, sin dar muchas clases, como externo, la libre docencia.
Pero, en realidad, hice eso a los 29 años.Nadie se cree que un libro de Umberto Eco se lea en dos tardes. Este último, Número cero, no parece escrito por usted…
Mis
novelas anteriores eran sinfonías, este es un solo de Charlie Parker.
Lo mejor fue la llamada de mi editor francés, que me hizo mucha ilusión:
“Umberto, ¡esta novela parece escrita por un jovencito!”. Mis novelas
anteriores me tomaron al menos seis años de trabajo cada una, pero esta
se basa en experiencias personales, en noticias políticas fáciles de
encontrar y solo me ha ocupado durante un año.¿Tan mala imagen tiene de los periodistas?
Describo
un periódico asqueroso, que juega con la información no para
publicarla, sino para especular. Por lo general, los periódicos no son
así. Pero ilustres periodistas italianos como Scalfari me han dicho:
“Umberto, señalas algunos de nuestros problemas más graves, las taras
del periodismo de hoy”. Roberto Saviano, tal vez exagerando, ha dicho
que es un manual de periodismo. ¿Qué denuncio yo? Si un periódico
entrevista al presidente, el poder de influencia de esa entrevista
debería ser sobre el público, no sobre las altas esferas, que es lo que
está sucediendo. Se hace periodismo para las élites. El chantaje de hoy
no es que yo le digo a mucha gente que usted ha robado, sino que se lo
cuento solamente a dos. Voy a la mesa de una persona importante, le
cuento la noticia y sugiero que podría contar más. Ahí es donde los
periódicos tienen su verdadero poder, no sobre el hombre de la calle que
lee el mismo texto de una forma distraída y no se da cuenta de los
mensajes en clave. ¿Por qué hay tantos pequeños periódicos que venden
muy poco pero reciben subvenciones? Porque su función es la de enviar un
mensaje privado. Dicen: “Yo sé algunas cosas y podría decir más”, y con
eso consiguen favores.
Si un periódico entrevista al presidente, el poder de influencia de esa entrevista debería ser sobre el público, no sobre las altas esferas. Se hace periodismo para las élites
Usted dice que se puede engañar diciendo la verdad. ¿Cómo?
¡Claro!
Es lo que hacen los periodistas que activan la máquina del fango, no es
necesario lanzar acusaciones muy graves: de asesinato, robo… Si no
tienes eso, y quieres desacreditar a alguien, basta una sombra de
sospecha sobre el comportamiento cotidiano. Hay un juez italiano al que
destruyeron con una chorrada: lo describieron sentado en un banco, en un
parque público, no hay nada malo en eso, pero no se corresponde a la
imagen clásica que tenemos del juez. Se dijo que quizás fumaba marihuana
como otra gente que iba al parque, que era extraño que estuviera allí
con tantos casos pendientes en su juzgado, se puso énfasis en sus
calcetines ridículos de colores… Y, hace un tiempo, un periódico que me
tenía manía publicó unas insinuaciones sobre mí, dijo que me habían
visto comiendo en un restaurante chino, con palillos, y con un
desconocido. Un desconocido para ellos, claro, porque era un amigo mío.
Pero lo explicaban de una manera que daba pie a sospechas, porque decir
que alguien está con un desconocido te hace pensar en una novela de
espionaje, y si hay palillos y chinos de por medio casi puedes ver al
Doctor Fu Manchú. Así actúa el ventilador del fango…En
Internet hay páginas que aseguran que usted está a punto de ser padre,
que tiene inversiones en restaurantes y en empresas de vodka… Parece que
haya creado usted estas webs de noticias falsas como promoción…
¡Ni
lo sabía! Una vez se escribió en Wikipedia que éramos 13 hermanos y que
me había casado con la hija de mi editor. También se publicó mi muerte,
una noticia que considero algo prematura. Sus novelas anteriores daban
pie a teorías de la conspiración, pero ahora parece usted reírse de
ellas… Uno de los periodistas se pregunta: “¿Y si en vez de ejecutar a
Mussolini hubieran matado a su doble?”. Todo se basa en detalles de la
verdad histórica. La historia de Mussolini me atrae, cuando huía de
Italia y le salió al paso su esposa, no quiso ni saludarla, eso es un
hecho real, del que el periodista fantasioso extrae la conclusión de que
no era el auténtico Mussolini. Mussolini forma parte de mi vida, fui
muy amigo de Pedro, el militar que lo arrestó. Y conocí al coronel
Valerio, que lo mató, del cual se descubrió años después quién era,
Walter Audisio, que vivía a dos manzanas de mi casa. Mi padre siempre lo
saludaba por la calle en Alessandría, aunque no llegaron a ser íntimos.
En 1980 se estrenó como novelista con ‘El nombre de la rosa’, uno de sus libros insignia, que lleva vendidos 50 millones de ejemplares en el mundo.
Es
escalofriante ver todos los crímenes que cometen a diario los Estados,
pero no solo las dictaduras, sino también los Estados democráticos. No
se salva un solo país. Mis personajes de Número cero acaban diciendo que
se irán a América Latina.Pero no será porque no hay allí crímenes…
Sí,
pero ellos dicen que al menos allí no son secretos, porque ya se sabe
que el narcotráfico forma parte de las estructuras de ciertos Estados.
Italia, a principios de los noventa, todavía parecía que podía salvarse,
porque empezaban los grandes procesos judiciales contra la corrupción,
pero hoy ya está igual que esos países que han asumido como una
fatalidad que el crimen se introduzca en las estructuras estatales.
Italia asume que el crimen forma parte del Estado, que está ahí
infiltrado.¿En qué año se jodió Italia?, parafraseando a Vargas Llosa…
Hacia 1994, cuando llegó Berlusconi.¿Aún da clases?
Bueno,
voy una vez al mes a Bolonia. Doy alguna, sobre todo conferencias,
dirijo la escuela superior que organiza los doctorados. Tengo la
necesidad de hablar en público y explicarme, debo calmar esa necesidad.
Dar clases permite darte cuenta de que haber escrito un libro sobre un
tema no quiere decir que conozcas bien ese tema, en un libro te quedas
tan ancho, dices: “la influencia de Baudelaire en Joyce”, y ya está,
pero en clase los alumnos te exigen que se lo aclares bien y así
descubres nuevas cosas y planteamientos falsos. Yo ya nunca escribo un
libro sobre un tema sin haber dado antes clases sobre eso.De hecho, su libro más influyente es Cómo se hace una tesis, ¿verdad?
Yo
diría que hasta el más leído. Millones de estudiantes lo han usado en
todo el mundo como guía para redactar sus tesis. Ahora lo han publicado
en Estados Unidos y tiene unas críticas entusiastas, sigue siendo útil
en la era de Internet aunque yo la haya escrito a mano. Después de mi
muerte, ese será el único libro que me sobrevivirá.Usted solo ha escrito siete novelas, pero 40 ensayos…
Bueno, 42.Pero para la gente es un novelista. ¿Le disgusta?
No,
porque la mayoría de mis obras se dirige a un público más restringido.
Yo escribí mi primera novela tardíamente, cuando salió El nombre de la rosa
ya tenía 48 años. Quería editar unos 2.000 ejemplares de ese libro en
una pequeña editorial muy selecta, pero me llamaron enseguida el gran
Giulio Enaudi y el director de Mondadori para ofrecerme un gran contrato
y una tirada de 30.000 ejemplares, sin haberlo leído. Me emocioné y con
el dinero de ese adelanto me compré una maleta de cuero, muy bonita,
que todavía conservo.Hay varios editores que cuentan que usted salvó sus editoriales con El nombre de la rosa…
Ah,
sí, como Esther Tusquets, que la publicó en español. Cuando empecé con
ella, trabajaba allí, en Lumen, Beatriz de Moura, la fundadora luego de
Tusquets y su marido; estaban reconvirtiendo una editorial de libros
religiosos en otra más literaria, y no fue sino conmigo, y con Mafalda
de Quino, cuando empezaron a tener éxito. ¡Ah, Beatriz de Moura era la
mujer más guapa de la feria del libro de Fráncfort! Eso es mucho…¿Qué son los eruditos hoy?
Es
una paradoja, pero la verdad es que suelen ser perdedores. Vivimos en
un mundo en que el físico que gana el Premio Nobel no sabe nada de la
historia de la literatura. Puede haber un corrector de libros que sea un
sabio, pero ese conocimiento excelso no le sirve para nada en la vida.
Hoy se da un fenómeno de hiperespecialización, que es muy
estadounidense. Así que los grandes sabios son muchas veces empleados de
correos a media jornada u oficinistas grises. El otro día le dije a un
prestigioso profesor de literatura francesa de una universidad de
Estados Unidos que estábamos llegando a un “taylorismo” de la cultura,
es decir, que cada uno es capaz de hacer solo una sola cosa. Y me
preguntó: “¿Qué es el taylorismo, Umberto?”. Pues eso mismo que le pasa a
él, que no sabe casi nada de ninguna otra cosa que no sea lo suyo.Lleva más de 40 años viviendo aquí en Milán. ¿Cómo ve la política en el norte de Italia?
La
Liga Norte quería dividir Italia proclamando la independencia, pero
ahora se ha unido a los fascistas, nacionalistas italianos, porque el
nuevo líder de la Liga es un oportunista, y lo de la independencia ya no
resulta prioritario. Es un hombre sin ideología que se sube al caballo
ganador y se está mezclando con la extrema derecha. Cada vez es más
difícil saber qué es este partido.Se ha publicado que prepara usted una secuela de El nombre de la rosa.
No.
Sí me lo pidieron, pero dije que no. Fue mi editor en inglés. No le
diré la cantidad que me ofreció. Pero ese libro ya está escrito y no hay
más que añadir.¿Perdió la fe estudiando a Tomás de Aquino?
Coincidió,
sí, percibí unos problemas político-religiosos que me alejaron de la
Iglesia. Mi tesis doctoral la empecé habitando el mundo de santo Tomás y
la entregué ya desengañado, cuando ya vivía en otro mundo. Eso le da al
texto un carácter más rico, porque tiene ambas visiones, desde dentro y
desde fuera.Fue también guionista de televisión…
A
finales de 1954, en los inicios de la televisión, la RAI tuvo un nuevo
presidente que quiso abrir puertas. Convocaron un concurso para
reporteros televisivos, con el fin de renovar las caras. Nos fueron a
cooptar a unos cuantos. El filósofo Gianni Vattimo y yo sacamos la
máxima puntuación y nos contrataron, sin haber hecho ni siquiera un
curso de TV ni nada previamente. Me fui a los tres o cuatro años, pero
los que se quedaron llegaron a ser grandes jefes. Yo me fui al
departamento artístico, que hacía la parrilla de programación, era un
trabajo muy aburrido, pero que me permitió conocer toda la organización y
estructura de la RAI. Entonces había un solo canal, en blanco y negro,
pero a las nueve de la noche ponían Shakespeare, Guerra y paz, o
Pirandello, y a la gente le iba bien, lo veía. Ahora veo programas en
que gritan y se insultan. La televisión antigua era mejor en eso, casi
no había programación basura. Los jóvenes ahora miran más YouTube, no sé
si serían capaces de ver una película de Wim Wenders que dura cuatro
horas.¿En qué trabaja?
En
cosas filosóficas y semióticas, preparo la edición de todos mis
escritos de semiótica, serán unas 3.000 páginas. La semiótica es muy
útil, yo la llamé la teoría de la mentira porque hay unos signos que se
ocupan de algo que me permite decir lo que hay, pero, aún más, hay otros
que me permiten decir lo que no hay y nunca ha estado. La semiótica es
todo aquello que se utiliza para decir mentiras. Otro trabajo enorme que
tengo es revisar todas las traducciones de mi nueva novela, y debatir
con los traductores de cada lengua.¿Aún lee cómics?
Solo
los antiguos, que compro en los mercadillos, cosas de mis tiempos,
porque las novelas gráficas de ahora me parecen demasiado difíciles.¿Más que esos textos medievales que tiene por ahí?
¡Sin duda! El cómic hoy se ha convertido en un género extremadamente difícil de descifrar.Este año se celebra la Exposición Universal de Milán, ¿qué va a hacer?
Huir a mi casa de campo. Me corresponde presentar un acto sobre el primer libro publicado en Italia de Cicerón… y luego me iré corriendo.
VICTORIA CAMPS. Barcelona, 1941. Catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona, consejera permanente de Estado. En su nuevo ensayo, Tiempo de cuidados (Arpa), reivindica un cambio de paradigma basado en la ética del cuidado.
Los humanos somos seres vulnerables y dependientes, en algún momento de nuestra vida todos necesitamos ser cuidados. ¿Por qué, sin embargo, el cuidado ha estado tan ignorado?
Porque ha sido muy cómodo. El cuidado se realizaba en el ámbito familiar y las que cargaban con el cuidado eran las mujeres. Eso funcionaba y era una división del trabajo asumida como «natural». Y hasta hace poquísimo no se ha empezado a poner en cuestión ese reparto totalmente injusto e irresponsable.
Usted defiende una ética del cuidado. ¿En qué consiste?
El cuidado entró en el discurso ético desde hace unos 50 años, sobre todo a partir de un libro de Carol Gilligan, una psicóloga estadounidense que señaló la importancia del cuidado en el desarrollo de la conciencia moral de las personas y, además, la necesidad de un valor que decía que no se ha tenido en cuenta por lo que he dicho antes: porque ha estado oculto en la vida privada, en la vida doméstica, no ha sido un trabajo hasta hace poco e incluso ahora está muy mal retribuido. La ética, sobre todo la ética feminista, en un principio fue un poco reticente a aceptar ese valor del cuidado.
¿Y eso?
Fue un poco lo que ocurrió también con la maternidad, de la que el feminismo ha hablado poco hasta ahora, porque consideraba que el tener que ocuparse del cuidado, el tener hijos, era algo que más bien había perjudicado a las mujeres. Sin embargo, eso es algo absolutamente fundamental, y eso es lo que la ética del cuidado pone de relieve. Creo que la importancia del cuidado hoy se ha asumido por el feminismo en general, aunque hay algunas reticencias todavía. Pero en ética, y sobre todo en las éticas aplicadas y la ética del mundo sanitario, se ha desarrollado mucho la noción de ética del cuidado. Y luego ha pasado al campo de la política, de la administración. Porque si hay una necesidad de cuidados, la responsabilidad por los cuidados no puede ser sólo individual, tiene que ser también pública, política.
¿El cuidado es entonces un deber moral que nos concierne a todos?
Claro. Y a partir de ahí, a partir del reconocimiento del valor del cuidado como un valor no sólo privado sino público, se deriva una serie de deberes. ¿Quién tiene que hacerse responsable de esa necesidad de cuidados? Esa es una pregunta ética. Y la respuesta es todos: las instituciones públicas pero también los individuos, y no sólo las mujeres, sino todos. Tiene que haber un reparto de responsabilidad en la dación de cuidados, en la dispensa de cuidados.
¿El cuidado es por tanto un deber democrático?
Eso es lo que dice Joan Tronto, una autora que ha contribuido mucho a conectar cuidados y democracia, y que pone el acento precisamente en eso. Joan Tronto tiene un libro que se llama Caring Democracy (Democracia cuidadora) y sostiene que el cuidado no es sólo un deber ético, sino también un deber democrático. Precisamente porque insiste en esa necesidad de repartirlo, de que todos contribuyan.
Usted considera que la toma de conciencia sobre la importancia del cuidado que ha desencadenado la pandemia de coronavirus debería de conducirnos a un cambio de paradigma. ¿Cuál sería ese nuevo paradigma?
El paradigma que hemos heredado de la modernidad es el paradigma individualista, el de la lógica individualista de un individuo racional que se forja él solo su vida y su plan de vida y que, de alguna forma, no sólo no necesita a los demás sino que está en continuo conflicto con ellos, por eso necesita leyes, necesita un Estado que lo ponga en regla. Esa es por ejemplo la teoría del Estado de Hobbes, que ha marcado mucho y que pensaba que sin un poder que haga cumplir lo mínimo para que haya convivencia esto sería la guerra de todos contra todos. Eso yo creo que es falso, el ser humano no es así, no es un ser que vive en continua hostilidad con los demás, con ganas de destruir al otro. No, no es verdad. No es verdad porque el ser humano es un ser vulnerable, y eso la pandemia le ha puesto muy de manifiesto. El ser humano es un ser frágil que en momentos como el actual, de catástrofe mundial, se da cuenta de que necesita a los demás. Y al darse cuenta de que necesita a los demás, reconoce su fragilidad y reconoce sobre todo su interdependencia. Yo creo que la lógica individualista debería sustituirse por una relacional. No somos seres individualistas, somos seres relacionales, necesitamos a los demás en distintos momentos de nuestra vida, no podemos vivir sin los demás y, por lo tanto, nos debemos también a ellos. Y esa debería ser la base de un cambio de paradigma. Aunque los cambios de paradigma, cuando se producen, se producen muy lentamente. Pero creo que la pandemia al menos ha sido una ocasión para ponerlo de manifiesto.
¿Habría que hacer del cuidado un objetivo político?
Sí, y además yo diría que estamos en ello. En los programas, sobre todo de la izquierda, los cuidados están ya presentes. Estos días he estado leyendo en un periódico uno de los programas de Joe Biden e insiste mucho en los cuidados, en la importancia de revalorizar a la gente que se dedica a eso, gente que suele estar mal pagada, esencial pero poco reconocida. Y el cuidado también tiene que ser un objetivo político para introducir mayor bienestar para la sociedad, para hacer ver que una sociedad cuidadora, como se empieza a decir, es algo absolutamente fundamental en estos tiempos. La soledad, por ejemplo, es un fenómeno cada vez más amplio, que afecta a más gente, que se ha ignorado y que necesita una atención, una asistencia, un cuidado.
Carol Gilligan, a quien ha citado usted al principio de esta entrevista, ha llegado a decir que el cuidado es un valor tan importante como la justicia. ¿Lo es?
Sí, totalmente. La justicia y el cuidado no son conceptos opuestos. Ha habido un debate en filosofía por parte de los defensores y las defensoras de la justicia como algo que debía introducir equidad y combatir la desigualdad desde el punto de vista de las instituciones y los programas de redistribución de la riqueza, y en cambio rechazan o desprecian un poco el cuidado como algo que es más espontáneo, que depende de la buena voluntad de las personas… Si lo entendemos así, obviamente la justicia es la única que resuelve las desigualdades. Pero si no existe el complemento del cuidado, pienso yo, es difícil que se haga justicia de verdad, porque hay muchas cosas que no dependen de programas de redistribución de la riqueza. El cuidado no es sólo una política, algo que se proyecte en una serie de programas, de instituciones o de organizaciones que se potencien. Es también una manera de hacer las cosas. Hacer las cosas es hacerlas con amabilidad. Se puede ser un profesional del cuidado y ser muy poco cuidadoso. Es difícil, pero puede ocurrir. Y el ser cuidadoso debería acompañar a muchas profesiones, no sólo a la de cuidador o cuidadora.
En su libro pone como ejemplo a los maestros, de quienes dice que no deben de limitarse a impartir unas materias sino que también han de cuidar del niño…
El maestro debe ser cuidadoso. Y creo que en el debate que ha habido también en la pandemia sobre si las escuelas tenían que abrir en los momentos más duros estaba más en juego el cuidado que la enseñanza. Tiene que haber cuidado en la enseñanza, y por supuesto tiene que haberlo en la sanidad. Una crítica que por ejemplo se hace a la medicina actual es que es excesivamente tecnológica, especializada, y nos hace falta el antiguo médico de cabecera. Se ha dicho mucho durante la pandemia que se debería haber potenciado más la atención primaria, que es un poco el equivalente al médico de cabecera. Pero también la administración pública tiene que ser cuidadosa, diligente, tiene que intentar atender sobre todos a los que están más desorientados, más desvalidos. Esa actitud supone una serie de virtudes personales que hay que desarrollar, el cuidado no se reduce sólo a contratar más cuidadores o dar más medios a los centros que se dedican a cuidar.
La pandemia se ha cebado especialmente con las residencias de ancianos. En su libro he visto un dato que me ha parecido espeluznante: sólo un 4% de los mayores que viven en residencias está allí por voluntad propia…
Sí, es brutal. Pero también es bastante comprensible: todos tenemos gente cercana a la que ha habido que llevar a una residencia porque a veces es imposible mantenerla en su casa, o incluso en familia, porque sufre demencia senil o tiene otros problemas, y la resistencia de esas personas suele ser lo más habitual. Eso es lógico por una parte, pero por otra también lleva preguntar, ¿realmente el modelo de residencia que tenemos, si se puede hablar de modelo, es el adecuado? La forma de tratar a los mayores, encerrándoles en un internado para que alguien cuide de ellos, se ha visto que cuando hay problemas graves como los que ha habido no es la adecuada. Al principio de la pandemia hubo que improvisar muchas cosas porque nada estaba previsto. Y una de las cosas que menos previstas estaba era qué podía pasar con una pandemia en las residencias. Y se hicieron cosas muy mal.
En su libro dedica un capítulo a envejecer, «el único argumento» como lo llama tomando prestado un poema de Gil de Biedma. Si es el único argumento, ¿por qué no hablamos del envejecimiento, por qué lo escondemos debajo de la alfombra?
Simone de Beauvoir es la única persona dentro de la filosofía que se ha ocupado a fondo del envejecimiento, sin miedo y sin vergüenza, dedicándole un libro de más de 500 páginas. Al escribir ese libro decía que todos se le iban a echar encima porque el envejecimiento es una cuestión de la que no gusta hablar a nadie, una cuestión silenciada por todo el mundo y que se prefiere ignorar. Lo que ocurre con las personas cuando llegan a mayores es que sólo se las medicaliza, y esa no es la solución, porque no se tienen en cuenta muchos factores como la soledad o la inactividad. Yo creo en ese sentido que el sistema de jubilación que tenemos deja en la inactividad a muchas personas que seguirían siendo activas, no sólo viajando, yendo al teatro o asistiendo a cursos sino también trabajando, quizás de una forma más parcial. Y sobre todo eso se ha reflexionado muy un poco, aunque ahora se empieza a hacer. La pandemia ha puesto sobre la mesa una serie de problemas que hay que tratar, que no se pueden dejar de lado, y a los que hay que empezar a poner remedio.
¿Qué dice la ética de los cuidados sobre la antesala de muerte?
En los últimos momentos los cuidados son necesarios. Lo que ocurre es que la ética se ha centrado más en cuestiones con más morbo, diría yo, como es la eutanasia. Pero lo más frecuente no es eso, sino la persona que muere con un cierto final de sufrimiento, porque se da cuenta de que se acaba. Y eso, supongo que condena a una soledad que es muy difícil de remediar y a un sufrimiento psíquico, no sólo físico. Los cuidados paliativos han hecho mucho por remediar el sufrimiento físico, pero por el sufrimiento psíquico no se ha hecho mucho. Acompañar a morir, ayudar a morir en ese sentido, no en el de la eutanasia, también es una cuestión que merece mucha más atención en el libro. Yo agradezco en ese sentido lo que está haciendo la Fundación Memora, de la que soy patrona y que es la fundación de la empresa que gestiona la mayoría de los tanatorios en Barcelona, para que se tenga en cuenta esa última etapa de la vida y los cuidados necesarios. Creo que es un tema muy importante para la administración local, que es la que tiene más cerca este problema, y para todo el mundo. Porque todos nos encontramos con allegados o familiares que necesitan ese cuidado en la última etapa.
La ética del cuidado que plantea, además de preocuparse por acompañar y cuidar de los demás, también incluye el cuidado de uno mismo y del planeta, ¿verdad?
Cuidar el planeta es una extensión del cuidado de nosotros mismos, en la medida de que una relación con el planeta más saludable y menos depredadora nos ayudará a vivir mejor a todos. Pero la relación con la naturaleza está más presente en el discurso público, aunque no sea fácil porque se necesitan políticas muy difíciles de ejecutar. El autocuidado sin embargo es más complicado y tiene más variantes. El cuidado de uno mismo es necesario incluso para poder atender a los demás, es la famosa pregunta de ¿quién cuida al cuidador?, porque el cuidador acaba agotado. Pero además hay una dimensión que yo he encontrado en el pensamiento griego que es el cuidado como el examen de uno mismo. Esa reflexión estaba muy presente en el pensamiento por ejemplo de Sócrates, quien decía que una vida no examinada no merece ser vivida. Yo creo que esa reflexión sobre uno mismo puede ser llamada autocuidado.
¿Qué políticas en concreto deberían ponerse en marcha en nombre de la ética de los cuidados?
Hay una fundamental: las políticas de conciliación de la vida laboral y familiar. A lo largo de la vida laboral de una persona, cada vez hay más necesidad de bajas para cuidar a familiares, y eso laboralmente se compensa muy mal y se reconoce poquísimo. Cuando una mujer necesita una baja por maternidad, eso hay que cuidarlo más, hay que compensarlo más. Sobre todo en un país como el nuestro, donde disminuye la natalidad y que se sabe cómo resolverlo. Damos mucha importancia al trabajo productivo y ninguna al trabajo reproductivo. A una persona que manda un currículum a una empresa ni siquiera se le ocurre poner experiencia en trabajo reproductivo, su experiencia en cuidar, porque parece que eso no tiene valor. Yo he pasado por ejemplo dos años cuidando de mi madre y oficialmente consta como que no he trabajado, pero claro que he trabajado, he trabajado en otra cosa y he contribuido al bienestar de la sociedad en general, he estado haciendo algo que si no alguien habría tenido que hacer por mí y seguramente peor, y eso hay que reconocerlo. No digo pagándolo, pero hay que reconocerlo de algún modo. Cuidar de alguien no se puede considerar como una falta, sino como un mérito.
Juan
Carlos Pérez Jiménez, escritor y profesor, máster en Filosofía, doctor
en Ciencias de la Información, licenciado en Ciencias Políticas y
Sociología y con formación en psicoanálisis lacaniano.
Ultrasaturados. El malestar en la cultura de las pantallas
es de esos textos que, si lo lees con un subrayador en la mano,
acabaría con escasos espacios en blanco. El libro de Juan Carlos Pérez
Jiménez contiene tantas ideas que resulta imposible retener todas. Se
trata de un ensayo sobre el exceso de pantallas con el que convivimos en
la actualidad que bebe de la filosofía, la comunicación y el
psicoanálisis.Hablamos con este escritor y profesor,
máster en Filosofía, doctor en Ciencias de la Información, licenciado en
Ciencias Políticas y Sociología y con formación en psicoanálisis
lacaniano.
Por Itziar Bernaola
Ultrasaturados, de Pérez Jiménez (Plaza y Valdés).
Bajo
la lupa de estas tres perspectivas, la filosofía, la comunicación y el
psicoanálisis, Juan Carlos Pérez Jiménez observa atentamente la realidad
que nos rodea desde que en 2002 publicara Síndromes modernos: tendencias de la sociedad actual. Su último libro, Ultrasaturados (Plaza
y Valdés, 2020), pone el foco en el exceso de pantallas con el que
convivimos en la actualidad y que nos convierte en seres dependientes,
sumisos, receptores de una auténtica avalancha de imágenes, mensajes,
información y ruido difícil de digerir.
No deja de ser
paradójico que la entrevista tenga que mantenerse a distancia, a través
—precisamente— de una pantalla, debido a la pandemia. ¿Cómo influyó la
irrupción del Covid-19 en su libro? Es un texto en el que he
trabajado durante los últimos años y en marzo de 2020 lo tenía bastante
avanzado. Enseguida resultó evidente que la pandemia demandaba un
protagonismo en el texto y una reescritura. Para mi sorpresa, lo que
tenía escrito se adaptaba perfectamente al nuevo escenario, aunque lo
magnificaba. Tuve que cambiar algunas cosas y quise añadir un epílogo
que titulé Pandemónium, pero creo que lo que ha hecho el covid
ha sido exacerbar tendencias que ya estaban presentes y activar resortes
hacia los que teníamos propensión. Y en particular, en lo que respecta
al uso y abuso de las pantallas, que han sido y son las grandes
protagonistas de este nuevo modo de vivir.
¿Son las pantallas el último «síndrome moderno», al que hacía referencia una de sus primeras obras hace ya dos décadas? Sin
duda lo son. Y como cualquier síndrome, se trata de un conjunto de
fenómenos complejos que se manifiestan con síntomas variados y, en este
caso, con los rasgos definitorios de una época. Las pantallas son el alter ego
del sujeto contemporáneo, un sujeto multiplicado por una tecnología que
despliega su omnipotencia hasta convertirnos en los «dioses con
prótesis» que decía Freud. Y a la vez, nos ponen en riesgo de adicción,
disparan la ansiedad e incluso abren nuevos conflictos entre los
usuarios más jóvenes.
«Los
sujetos contemporáneos somos sujetos multiplicados por una tecnología
que despliega su omnipotencia hasta convertirnos en los ‘dioses con
prótesis’ que decía Freud. Y a la vez, nos ponen en riesgo de adicción,
disparan la ansiedad»
En el prólogo a su
libro, el periodista Iñaki Gabilondo opina que, tras la pandemia, «en
poco tiempo recuperaremos los viejos tics, aunque algo sí habrá
ocurrido». ¿Qué seguirá igual y qué cambiará? Prefiero no
adelantar previsiones porque tiendo a ser pesimista en el diagnóstico y
optimista en el pronóstico, y a hablar más de mi deseo. Pero no cabe
duda de que una conmoción del calibre de lo que estamos viviendo desde
hace más de un año dejará secuelas y tendrá efectos en nuestro modo de
vivir, como reacción, por traumatismo o por aprendizaje. Y ciertos modos
de relación y trabajo a distancia, por ejemplo, ocuparán mucho más
lugar que antes. Ojalá ayude a enfocar las grandes cuestiones y las
prioridades que realmente merecen nuestra atención y nos aleje de esas
derivas totalitarias y de ese extrañamiento con el otro que han ido
ganado un protagonismo tan peligroso.
En el texto refleja
cómo estamos saturados de imágenes, mensajes, información, estímulos de
todo tipo… ¿El paréntesis pandémico ha mitigado algo esa saturación? ¿O
más bien lo contrario? La reclusión forzada nos ha obligado a
mirar el mundo a través de la ventana de los dispositivos.
Afortunadamente, teníamos esa vía de conexión y evasión, pero ha sumado
más horas de uso a unos hábitos ya hipertrofiados, hasta el punto de
invadir casi todo nuestro tiempo de vigilia. Un famoso tuit de la cuenta
de Netflix ya señalaba hace unos años, con ironía o sin ella, que el
sueño es su mayor enemigo. Somos capaces de saltar de un dispositivo a
otro durante todo el día, por trabajo o por ocio, sin mirar de cara lo
que nos rodea. El poder de estar con todos, en todas partes y mirarlo
todo, aunque sea a distancia, compite demasiado bien con nuestro entorno
inmediato, que resulta descuidado.
Toda esa avalancha de información que recibimos, ¿nos hace estar más y mejor informados que las generaciones anteriores? La
carta del menú informativo ha crecido tanto como los comensales
sentados a la mesa de las noticias. Nuestro móvil nos convierte en un
medio de comunicación a todos y cada uno de nosotros. Y la calidad de la
información se resiente con tantos informadores no preparados para
hacer periodismo. A eso se suma la posibilidad de distorsionar
voluntariamente la información que facilitan las nuevas tecnologías y
las redes sociales. Las fake news o la calumnia no son algo
nuevo, pero sí lo es el altavoz que les permite tener alcance. Creo que
es posible estar mejor informados que nunca, pero eso requiere una
cierta dedicación, aprendizaje y voluntad crítica para identificar el
periodismo honesto y las fuentes contrastadas.
«El
pensamiento utópico que alimenta la esperanza contiene el reverso de
ayudarnos a soportar lo insoportable. Y llega un momento en el que lo
que hay que hacer es cambiarlo. Las pantallas son el campo de juego en
el que se libra nuestra contienda contemporánea, y que hagamos un buen
uso de ellas no es solo una decisión personal, porque un individuo
aislado no puede contener el tsunami de los medios»
¿Actualmente estamos más informados o más entretenidos? El cóctel del infotainment
ha triunfado, mezclando peligrosamente dos géneros con una intención
más comercial que didáctica. Resulta más arduo leer una resolución
judicial, que estaría a nuestro alcance, que seguir un agresivo debate
televisado con posturas enfrentadas de los que se la han leído. Queremos
que todo nos divierta, que nos llegue el mensaje sin esfuerzo, desde la
educación en las aulas hasta el periodismo. Y se puede conseguir sin
perder calidad, pero no es lo mismo interesar que entretener. Para
interesar hay que hacer un esfuerzo mayor.
¿Deberíamos recuperar algo de la era analógica? No
soy nostálgico y no cambio esta época por ninguna otra, quizá solo lo
haría por experimentar algo del futuro. Lo que sí creo es que ahora
tenemos una mayor responsabilidad por tener más medios que nunca para
mejorar las cosas. Cuando vivíamos de modo analógico era porque no
teníamos otra opción. A casi nadie se le ocurre prescindir del móvil
voluntariamente. Pero para lo que los estoicos o Foucault describen como
el «cuidado de sí», epimeleia heautou, en lo verdaderamente
relevante a la hora de hacernos cargo de nosotros, los otros y el mundo,
no hace falta ninguna herramienta digital. El diálogo, la escucha, la
lectura o la meditación pueden hacerse a través de una pantalla, pero la
experiencia gana si no la hay.
En su obra recurre a la
filosofía, el psicoanálisis, la comunicación y el arte para abordar la
cultura de las pantallas que nos domina. Desde todas estas perspectivas,
¿hay motivos para caer en el desaliento o hay hueco para la esperanza? El
pensamiento utópico que alimenta la esperanza contiene el reverso de
ayudarnos a soportar lo insoportable. Y llega un momento en el que lo
que hay que hacer es cambiarlo. Las pantallas son el campo de juego en
el que se libra nuestra contienda contemporánea, y que hagamos un buen
uso de ellas no es solo una decisión personal, porque un individuo
aislado no puede contener el tsunami de los medios, como dice Beigbeder.
Pero sí podemos aspirar a librarnos de las servidumbres voluntarias, en el sentido en que lo enunció De la Boetie en el siglo XVI. El sujeto consumiso,
consumidor y sumiso, puede hacer un ejercicio de emancipación del
mandato de goce, del régimen que le coloca en la posición de «empresario
de sí mismo», y aspirar a pasar de la consumisión a la manumisión, el acto mediante el que un esclavo consigue su libertad.
Dice en Ultrasaturados que las pantallas son la interfaz perfecta para ese sujeto «consumiso». ¿Por qué? En
la pantalla se mezcla a la perfección el estímulo del deseo y la
fantasía de colmar la falta que nos provoca no tener ese objeto, ese
cuerpo, esa vida. Y se nos sugiere que, para conseguirlo, no hay más que
un camino, que se resume en la fórmula «work, buy, consume, die».
Las imágenes tienen un poder de seducción mayor que las palabras, eso
lo descubrieron los católicos en la Contrarreforma: Lutero tenía el
libro, pero el papa tenía a Miguel Ángel. Tenemos menos filtro crítico
para protegernos de sus efectos, y por esa vía regia de acceso a nuestro
inconsciente que son los ojos, nos conquista el mensaje publicitario.
«Ya
en los años cuarenta, Heidegger afirmaba que la distancia y la cercanía
se habían plegado a una uniformidad en la que nada estaba ni lejos ni
cerca. Estar en todas partes es no estar en ninguna y acabamos en un ‘no
lugar’, solos e hiperconectados»
¿La
hiperconexión actual nos aleja o nos acerca a la soledad y el
aislamiento? ¿Cómo puede afectar esto a los nativos digitales, a los
adultos del futuro? Confío en que los jóvenes que están
creciendo entre pantallas desde bebés aprendan a hacer un uso menos
compulsivo del que hacemos muchos adultos. Para eso, los padres y
educadores también tienen que poner de su parte y no es fácil competir
con el poder magnético del despliegue audiovisual. Pero muchos jóvenes
sorprenden con un manejo más relajado de los dispositivos, eso que Amber
Case denomina la «tecnología calmada», decantándose por un «minimalismo
digital», como lo llama también Cal Newport. Son propuestas que nos
invitan a sacar partido a la tecnología, sin que nos aliene más de lo
necesario. Ya en los años cuarenta, Heidegger afirmaba que la distancia y
la cercanía se habían plegado a una uniformidad en la que nada estaba
ni lejos ni cerca. Estar en todas partes es no estar en ninguna y
acabamos en un «no lugar», solos e hiperconectados.
Las
redes sociales son vanidad, adicción y fuente de frustración. Usted las
relaciona con Eros, pero también con Tánatos. ¿En qué sentido? El
ideal de belleza que promocionan las redes sociales es tan ficticio
como inalcanzable. Y en todos los casos supone una condena de la vejez y
una negación de la muerte. El canon establecido que demanda juventud
eterna no es más que otro dispositivo para la venta de moda, cosmética e
intervenciones quirúrgicas. La realidad es que, como mucho,
conseguiremos sintetizar el elixir de la eterna senectud, pero la
frustración está garantizada. No mirar a los ojos a la finitud del ser
humano y querer maquillarla con postproducción y cirugía no van a
librarnos de lo inevitable.
¿Cómo afecta esta presencia
constante de las pantallas en nuestras vidas al concepto de
«aburrimiento» al que se refirió Kierkegaard? Nos espanta la
idea de aburrirnos y nos aferramos a las pantallas buscando esa
distracción incesante que nos aleja del encuentro a solas con nosotros
mismos. Pero Kierkegaard nos recomienda cultivar lo que él llama la
«inventiva solitaria». En tiempos de confinamiento, dejándome llevar por
esa idea, he recalado inesperadamente en el dibujo. Y ahora puedo decir
que encuentro tanta o más distracción en un lápiz y una hoja de papel
que en una plataforma de vídeo.
«Nos
espanta la idea de aburrirnos y nos aferramos a las pantallas buscando
esa distracción incesante que nos aleja del encuentro a solas con
nosotros mismos. Pero Kierkegaard nos recomienda cultivar lo que él
llama la ‘inventiva solitaria’»
El término
«narcisismo» aparece de manera recurrente a lo largo de su libro. ¿Nos
hacen las pantallas más narcisistas? ¿O acaso son nuestras tendencias
narcisistas las que nos arrojan al multipantallismo? De la
llamada «epidemia de narcisismo» ya se hablaba en Estados Unidos en los
setenta. Esa propensión al individualismo egocentrado se ha ido
cultivando de un modo creciente a través del espejo de vanidad que son
algunas redes sociales. Con un alto precio para los y, especialmente,
las adolescentes. Las tasas de autolesiones y suicidio se han duplicado
en las chicas de diez a diecinueve años desde que se popularizaron las
redes, según datos de 2020 del CDC (Center for Disease Control and
Prevention) de Estados Unidos. No creo que se trate de una coincidencia.
No podemos apartar la mirada del fascinante feed de los influencers
de Instagram, que exhiben sus cuerpos perfectos y sus vidas falsamente
ideales. Creo que se ha creado una alianza altamente explosiva entre
nuestra necesidad de ser reconocidos por el otro y la facilidad para
exhibir nuestra imagen y contemplar la ajena que proporcionan las redes.
Por último, parece evidente que no hay marcha atrás, no volveremos a un mundo sin pantallas. ¿O quizá sí? ¿Cómo intuye el futuro? ¿Podríamos aprender a convivir con ellas de una forma más saludable? Siempre he pensado que el futuro debería parecerse a una democratización de las vidas que tienen los más privilegiados en el presente. Igual que con la comida son aquellos que tienen menos formación y recursos los que padecen obesidad por exceso o malnutrición por defecto, con las pantallas puede suceder lo mismo. Ni queremos ni podemos prescindir de las pantallas, pero no pueden seguir incrementando su presencia en nuestras vidas al ritmo en que lo vienen haciendo porque lo siguiente es no dormir. Uno de los detonantes para escribir este libro fue pensar si iba a tener el móvil en la mano desde hoy hasta el día que me muera. Es posible que sí, pero me gustaría hacer otras cosas entretanto.