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Onfray: La filosofía como escultura de sí mismo

Con total naturalidad, este filósofo francés habla de las experiencias vitales que han dado forma a su pensamiento. Bien sabe que si la filosofía no es capaz de dar respuesta a los acontecimientos que nos han marcado, de nada sirve. Pero lo más importante aún queda por decir, ya que ella no solo nos ayuda a digerir lo real, a darle sentido, sino que además debe ser, a través de lo aprendido, la herramienta con la que transformar el mundo que habitamos. Este es el hilo conductor de la filosofía de Michel Onfray, su leitmotiv, y será mejor no perderlo de vista.

Ni someter ni ser sometido
¿Cuáles son las experiencias vitales que determinaron el carácter de su filosofía? La primera la narra en La fuerza de existir (2006), en el epígrafe Autorretrato de un niño. Allí cuenta que su pueblo natal es Chambois y que hasta los 10 años aquel espacio que lo vio nacer fue el paraíso, ya que el campo le dio la libertad que ningún niño de ciudad conoce. Pero pronto, aquel día soleado que era su infancia se oscurece. Hijo de campesinos, el dinero empieza a faltar y sus padres deciden mandarlo a Giel, un orfanato dirigido por salesianos que hace las veces de internado para niños de familias sin recursos. Describirá ese momento con una frase demoledora: «Fallecí a la edad de 10 años, una bella tarde de otoño, bajo una luz que daban ganas de vivir eternamente». Giel cumplió con todo lo que la palabra orfanato promete. Su pedagogía se resumía en dos principios: violencia física y violencia psicológica. En aquel lúgubre lugar, Onfray pasó cuatro años de su vida entre golpes, humillaciones, culpas generadas y bajo el peso de una jerarquía cuyo único fin era el de generar criaturas sumisas. Pero algo les salió mal a aquellos salesianos, algo que entró por una puerta única: los libros. Onfray se hizo con una pequeña biblioteca y cada noche trepaba por la escalera de la lectura logrando ver más allá de esa terrible institución. Así, aprendió que había otros mundos, otras vidas y, lo que es más importante, construyó una interioridad que ya nadie jamás podría arrebatarle. Pero Giel le dio algo más, un principio vital que define tanto su forma de vida como aquello que busca con su pensamiento: la rebeldía. Una rebeldía que se resume en la fórmula “ni someter ni ser sometido”.

Saber decir “no”
La segunda experiencia vital decisiva la cuenta en Política del rebelde (1997). Tenía 16 años y su padre le había conseguido un trabajo en la fábrica de quesos que coronaba el pueblo. Un lugar dotado de un halo realmente poderoso: o trabajabas ahí o no trabajabas. Su dueño era un tal Monsieur Paul, y es fácil imaginar el complejo de superioridad que inundaba sus venas: las vidas de todos sus vecinos, su presente, su futuro, le pertenecían por completo. Onfray acepta el trabajo y el 1 de julio 1975 entra por primera vez en las tripas de un animal que antes solo conocía por los olores y los ruidos con los que regaba todo pueblo. La experiencia no pudo ser más decisiva, ya que conoció de primera mano el poder de toda fábrica: el cuerpo y el espíritu quedan por completo moldeados por la función realizada en la cadena de producción. Cada hombre se convierte en una pieza más del engranaje y el tiempo libre solo sirve para curar el cansancio. Con el fin del verano acaba también la condena, pero la libertad durará poco, porque a los 18 años se ve obligado a regresar a la fábrica. Ahora bien, esos dos años de paréntesis no han pasado en balde: Onfray ha comenzado sus tratos con la filosofía, y lo ha hecho por algo bien sencillo; ella habla, a través de pensadores como Marx, Nietzsche, Stirner, Bakunin, Proudhon o Kropotkin, del dolor de que tu vida no te pertenezca. Con semejantes socios, era imposible que la vuelta a aquella fábrica acabara bien… En mitad del trabajo, Onfray se llena de rabia y, después de discutir con el capataz, se va por la puerta. Lo más curioso será la reacción de Monsieur Paul, el dueño de la fábrica, ya que después de escuchar el relato de lo acontecido, decide llamar a Onfray y ofrecerle un ascenso: quiere convertirle en capataz. Para cualquier otra persona de aquel pueblo la oferta sería más que tentadora, pero no para nuestro filósofo, que le escupe un “no” contundente. De aquel recuerdo, Onfray escribe en su Política del rebelde (1997): «Lo que jamás olvidaré, lo que llevaré conmigo a la tumba y nunca dejará de trabajarme el alma, es la mirada de quienes asistían a la escena ese día en que me despedí. Una mezcla de envidia y desesperación, un deseo de expresar lo que no podían permitirse el lujo de decir. Al escribir hoy este libro que desde entonces llevo en mí, pienso en los ojos vacíos de quienes no pueden entregar su mandil».

Maestro de rebeldía
El aguijón de la filosofía ya había entrado en la piel de Onfray, que decide estudiarla. De su época universitaria él no cuenta nada, por lo menos en sus libros, tal vez porque lo que lo que interesa es lo que vino después: termina la carrera, saca la oposición, comienza a dar clases en el Lycée de Caen y al duodécimo año dimite de su puesto. La razón es doble: en primer lugar, Onfray ya ha publicado varios libros que están funcionando bien, con lo que eso significa a nivel económico, pero, sobre todo, está cansado de todo lo que es y rodea al engranaje educativo: una burocracia laberíntica, una pedagogía caduca basada en la mera repetición y unos planes de estudios en los que al profesor se le deja muy claro qué se enseña y qué no. Pero antes de irse del instituto, Onfray dejará un regalito: su Antimanual de filosofía (2001). Un libro plagado de preguntas incómodas: “¿Por qué vuestro instituto está construido como una cárcel?”, “¿Es el que cobra el salario mínimo el esclavo moderno?”, “¿Por qué no os masturbáis en el patio del instituto?”, “¿Es absolutamente necesario mentir para ser Presidente?”, “¿Has probado ya la carne humana?…”. Todo un recital de interrogantes, de dispositivos, que lo que buscan es activar en el alumno esa rebeldía que en Giel intentaban extirpar por todos los medios.

Democratizar el conocimiento

Con el fin de sus años de profesor de instituto no termina la actividad docente de Onfray, ya que el mismo año que se va, en 2002, logra algo que parecía del todo imposible: abrir la Universidad Popular de Caen, un espacio intermedio entre el elitismo de la Universidad y la improvisación de los cafés filosóficos. Pero, sobre todo, un lugar que ayude a democratizar el conocimiento, es decir, a hacer que sea accesible al mayor número de personas. Para ello, Onfray propone una triple fórmula: gratuidad, libertad de asistencia y eliminación de exámenes.
Los que crean que Caen está demasiado lejos, que lo que allí ocurre no puede llegar hasta nosotros, están equivocados, ya que el contenido de las clases que Onfray imparte cada año en esa Universidad Popular está disponible en un proyecto realmente ambicioso: una contrahistoria de la Filosofía. La idea: recuperar líneas marginales del pensamiento, autores cuyas ideas han sido silenciadas u obviadas por ser peligrosas, por ir contra lo establecido. De momento, Onfray va por el volumen número ocho. Cinco ya han sido ya traducidos al español: La sabiduría de la antigüedad (2006); Los cristianos hedonistas (2006); Los libertinos barrocos (2007) y Los ultras de las luces (2007). ¿Algunos de los filósofos que desfilan por sus páginas? Diógenes, ese ateniense que apodado “el Perro” arremetía contra todo lo establecido, contra la ley y contra las buenas costumbres; Montaigne, el padre de un texto –los Ensayos– en el que el cristianismo y el hedonismo se funden mostrando un todo libre de radicalismo, abierto al diálogo y, por mucho que cueste creerlo, al placer que el cuerpo puede proporcionar; Cyrano de Bergerac, un espadachín temido, hombre de pluma afilada, enemigo de la Iglesia y –en palabras de Onfray– un perfecto seguidor de Dionisio; D’Holbach y su apuesta por una Ilustración en la que, de una vez por todas, se saque a Dios de la escena… La lista de pensadores recuperados por Onfray es larga, pues trata de dejar a los menos posibles fuera de sus páginas.

Honestidad intelectual
Michel Onfray ha logrado algo que en estos tiempos se ve poco entre los filósofos: pensar para vivir y vivir acorde a cómo se piensa. En este punto reside la fuerza y el atractivo tanto de su obra como de su personalidad. Porque si cada uno de sus libros señala un tramo del camino a recorrer, sus actos muestran a un hombre que cumple con la palabra escrita, que con una fuerza extraordinaria avanza siguiendo la hoja de ruta, y esta es la mayor prueba –en realidad la única– que un filósofo puede dar de honestidad intelectual. Con Onfray se podrá o no estar de acuerdo, pero desde luego, es un ejemplo único de lo que la filosofía, cuando esta se vive, cuando esta se siente, es capaz de ofrecer. De hijo de campesinos a fundador de una Universidad Popular que persigue democratizar el conocimiento. Testimonios como el de Michel Onfray son indispensables para que no se olvide el valor de la filosofía, para que ella pueda continuar –y con buena salud– una vida que ya tiene 2.500 años.

Este artículo ha sido escrito por Gonzalo Muñoz Barallobre en: www.filosofiahoy.es

La filosofía no muere, está en permanente estado de nacimiento

La Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla iniciará un programa de actividades en defensa de la Filosofía. Su objetivo es comunicar a la sociedad y a la opinión pública la importancia fundamental que tiene la filosofía dentro de la educación secundaría y el bachillerato muy especialmente. El razonamiento lógico, la capacidad de hablar y argumentar correctamente, la actitud crítica ante la realidad y uno mismo, la capacidad de discernir la realidad social y tomar consciencia de la misma son aspectos que son fundamentales para la plena formación del educando, del estudiante de secundaria y aún más de Bachiller.

Estos contenidos curriculares y objetivos que se trabajan en educación con el saber filosófico se perderán con la reforma educativa en marcha. Competencias como la social y ciudadana, el desarrollo de la autonomía e iniciativa personal, la competencia cultural y artística y hasta la competencia lingüística no podrán desarrollarse plenamente con la pérdida de la filosofía. La Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla considera que esta ley es en sus bases y su redacción una auténtica tropelía en contra de la educación. La situación es más grave, si cabe, si consideramos que también se pierden asignaturas como dibujo, tecnología o música. Además, mientras en otras comunidades se están llegando a acuerdos de máximos dentro de la flexibilidad que permite la LOMCE para mantener asignaturas y horarios que cualquier especialista en educación considera fundamentales, curiosamente en el ámbito de gestión directa del MEC se está optando por extirpar las asignaturas que “entretienen” como señaló nuestro Excmo. ministro José Ignacio Wert. ¿A qué se debe que quizás en el territorio más urgentemente necesitado de filosofía, de diálogo, de autocrítica, de la laxitud propia que imprime en los dogmas políticos, sociales y religiosos la ilustración que proporciona una buena educación filosófica, se decida eliminar la filosofía?

A todas luces parece una irresponsabilidad y un error que sin duda tendrá consecuencias a medio y corto plazo en las dos plazas africanas de soberanía española. Por todos estos motivos la Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla tratará de fomentar y difundir la importancia de la filosofía en la sociedad, así como su presencia en el sistema educativo. Con este objetivo comienza en Cadena Ser Melilla un programa de Radio titulado “Para tomarse el día con Filosofía” que se emitirá todos los martes de 13:05 a 13:25. En el que los distintos miembros de la Asociación hablaran de la necesidad y la importancia de la filosofía, así como de algunas de las grandes figuras del pensamiento. Con esto pretenden reunir todos los apoyos necesarios y posibles para continuar defendiendo el papel insustituible que tiene la enseñanza filosófica en toda sociedad que pretenda llamarse democrática y en toda educación que quiera llevar el apelativo de calidad.

Este artículo ha sido publicado por la Asociación de Profesores de Filosofía de Melilla en: www.luzdemelilla.es

 

«Se necesitan jóvenes críticos»

El filósofo y escritor Leonardo Da Jandra expuso que solamente reincorporando la ética en las escuelas se pueden formar generaciones y sociedades sanas y armoniosas.

Al impartir la conferencia «Principios de filosofía cósmica» con motivo del XXII aniversario de la Universidad Vasconcelos, consideró que nunca como en la actualidad la juventud había estado tan sometida y ajena a hacer una aportación a la sociedad en que viven.

«Veo como nunca antes en la historia de la humanidad, a pesar de los momentos adversos por los que ha pasado la civilización humana, una intencionalidad perversa muy estudiada, muy precisa, para estabular las conciencias de los jóvenes».

Recalcó en ese sentido que un error grave del sistema educativo fue prescindir de la ética y la filosofía, pues en las aulas ahora se están creando hombres y mujeres acríticos. «Las universidades no solo deben formar a buenos profesionistas sino a buenos seres humanos, ese es el punto fundamental», subrayó.

Ante estudiantes y catedráticos de la UNIVAS, Da Jandra exhortó a reflexionar el comportamiento cotidiano y a recordar que la libertad no sirve si no se tienen valores.

«Piensen que están en este planeta no para tener éxito fregando a los demás, se viene a este planeta para dejar una memoria aunque se microscópica de aportación, cuando uno cumple con uno mismo en esta dinámica lo demás ya no importa», dijo.

El autor de «Filosofía para desencantados» advirtió que quienes desde su juventud no tienen la inquietud de ayudar a una persona se deshumanizarán por completo. «El único éxito que percibo ahora es ayudar a los demás, el que tiene talento debe a ayudar, aprovechar su don y que no se convierta éste en una base egocéntrica», reiteró.

¿Qué vale nuestra vida si no creemos en ninguna trascendencia? ¿Para qué nos preocupamos?, cuestionó Leonardo Da Jandra. Enfatizó que «o nos salvamos juntos o nos condenamos parejo».

El filósofo ponderó la necesidad de que los jóvenes se interesen por el bien colectivo y expuso que para logar el paso del egocentrismo al sociocentrismo es fundamental el trabajo de las universidades y de los centros educativos.

Señaló que la lealtad y el agradecimiento son preceptos básicos en el comportamiento humanístico que no deben olvidarse e hizo notar a los universitarios la urgencia de construir una sociedad ética, con principios y consciente, recuperar la filosofía para reflexionar críticamente y acabar con la sociedad cancerígena que tenemos.

Este artículo ha sido publicado en: www.noticiasnet.mx

Razones para leer FILOSOFÍA

Si el ámbito del pensamiento nunca ha estado exento de paradojas, éstas parecen hacerse más agudas e imprevisibles en el presente siglo. Mientras la filosofía queda relegada al ostracismo en los planes de estudio de Secundaria y Bachillerato para mayor gloria de los tecnócratas que idearon la Lomce, los espacios de debate pierden presencia e influencia en los medios de comunicación y la vida pública (o pretenden hacerse pasar por filosóficos cuando en realidad son otra cosa) y las críticas que emanan del modelo socialdemócrata rara vez trascienden el contexto partidista, la materia vive un auténtico esplendor editorial, de difícil parangón en la España del último siglo. A las reediciones de clásicos, sometidos a un trabajo crítico e interpretativo cada vez más exigente, y en formatos altamente competitivos en cuanto a atractivo y legibilidad (lejos quedan los viejos mamotretos académicos a prueba de criterios estéticos), se unen los lanzamientos de filósofos contemporáneos con una ambición en cuanto a número de lectores que hace tiempo dejó de ser discreta, por no hablar de las muchas colecciones para neófitos, textos divulgativos y hasta adaptaciones de títulos emblemáticos en formato cómic. Si en las últimas décadas se dieron precedentes rayanos en fenómenos como la autoayuda (basta citar Más Platón y menos Prozac, de Lou Marinoff, todo un best-seller que sirve más bien como manual de asesoramiento filosófico, una disciplina de larga tradición en países como Francia y EEUU que en España se encuentra aún en pañales), el lector parece haberse puesto ahora del lado de la filosofía de manera más directa, dispuesto a acudir a las fuentes de primera mano o, al menos, con intermediarios de mayor confianza. Podrían ponerse sobre la mesa varios argumentos para discernir esta paradoja, pero existe una idea esencial: en tiempos de inestabilidad y cambio, cuando no está muy claro qué espera a las sociedades a la vuelta de la esquina, y con estructuras muy sensibles modificadas para garantizar la continuidad del sistema socieconómico en términos a su vez permanentemente descalificados, la figura del lector se confunde con la del ciudadano y quien acude a un libro lo hace buscando respuestas. Del mismo modo, ensayos de otras disciplinas próximas como la economía (el ejemplo de Thomas Piketty es proverbial) ocupan actualmente en las librerías estantes que hace sólo unos años quedaban reservados a los ases de la novela. Ocurre, sin embargo, y como es bien sabido, que la filosofía no da respuestas, sino que hace preguntas. El procedimiento, sin embargo, viene funcionando desde hace algunos miles de años y, aunque con altibajos, el balance puede darse por satisfactorio: es en la formulación de preguntas donde el lector/ ciudadano encuentra el propio combustible intelectual para sostenerse en un ambiente cada vez más adverso. De cualquier forma, que sean cada vez más los lectores que demandan filosofía, y que las editoriales respondan en consecuencia, demuestra que una política educativa empeñada en restringir el pensamiento está condenada al fracaso. Y si es cierto que Peter Sloterdijk nunca saldrá tan rentable como Stephen King, también lo es que el best-seller ha sufrido en los últimos años su propia involución capitalista: las ventas millonarias quedan distribuidas cada vez en menos títulos, y ya no resulta demasiado extraño que los filósofos de la caverna puedan hablar de tú a novelistas mucho más promocionados en lo que a hacer caja se refiere. Todo esto viene a cuenta, al cabo, a que hoy se celebra la última jornada de la Feria del Libro de Málaga. Y, dado que la múltiple oferta editorial responde a la urgente necesidad de lectura filosófica, no está de más apuntar ciertas recomendaciones.

Para empezar, por una cuestión de cercanía, magisterio, oportunidad e influencia, conviene subrayar el reciente lanzamiento a cargo de Galaxia Gutenberg del nuevo tomo de las Obras completas de María Zambrano, el que corresponde a la primera entrega, con una detallada y completa revisión editorial de Jesús Moreno. Destaca en su índice el primer libro que publicó la pensadora veleña, Horizontes del liberalismo (1930), en el que Zambrano lanzaba un órdago respecto a cuestiones más que candentes en este 2015: la posición del individuo entre las ideologías económicas, la desconfianza hacia los credos revolucionarios («Una política de esencia revolucionaria no significa necesariamente una revolución») y el lamento por el devenir de una doctrina liberal que, en virtud de la interpretación más voraz del capitalismo, se aferró al individualismo más extremo hasta borrar todo rasgo de fe en el nosotros. Contiene el volumen asimismo otros tres títulos fundamentales: Los intelectuales en el drama de España (1937),Pensamiento y poesía en la vida española (1939) y Filosofía y poesía (1939), en el que Zambrano define y estructura su propio sistema filosófico: la razón poética, un procedimiento con el que la pensadora plantea una seria superación de Ortega en su determinación integral y que ejerció una enorme influencia durante el siglo XX. En estos libros, primerizos pero de una autoridad ya más que solvente, armados a la sombra de la Guerra Civil y el exilio que habría de sobrevenir poco después, María Zambrano pregona su advertencia esencial: la consagración del racionalismo como marco único para el pensamiento y la praxis sólo puede conducir al desastre. El estallido de la Segunda Guerra Mundial en el mismo 1939 y los horrores que Europa contó hasta su fin le dieron la razón con demasiada celeridad.

Una de las editoriales que en los últimos años ha mostrado mayor interés en alimentar su catálogo filosófico es Errata Naturae, tanto con títulos recientes como con cuidadas reediciones y traducciones de clásicos muy diversos (su atención a Henry David Thoreau ha sido especialmente celebrada). De entre sus últimos lanzamientos merece ser destacado La inmensa soledad del francés Frédéric Pajak (1955), un autor que combina sin tapujos la filosofía, la novela y el cómic y que en este libro sienta en la misma mesa a Friedrich Nietzsche y Cesare Pavese (con Turín como mar de fondo) para bordar una aproximación libre y poética a sus vidas, sus ideas, sus épocas, sus confluencias y sus desencuentros. El mismo sello rescató recientemente el Manual para la vida feliz del griego Epicteto, referencia clave de la escuela estoica, en un volumen completado con un ensayo de Pierre Hardot . El libro merece una lectura completada con una anterior propuesta de Errata Naturae, publicada hace dos años, a la que merece la pena volver por su carácter fundacional: Filosofía para la felicidad, de Epicuro, con la hermosa traducción de Carlos García Gual y Javier Palacios Tauste. Claro, que si de clásicos se trata, Alianza nunca falla con su colección de filosofía en su apartado de libros de bolsillo: este mismo mes han vuelto a las librerías losPensamientos de Pascal con la traducción de Xavier Zubiri, y muy poco antes lo hicieron In vino veritas de Kierkegaard, Los judíos de Jesús Mosterín, la Política de Aristóteles, Investigación sobre el conocimiento humano de David Hume y el Tratado teológico-político de Spinoza, sólo por citar unos cuantos. Las bases de la civilización occidental siguen por lo tanto accesibles y a buen precio.

De vuelta a la filosofía contemporánea, una de las últimas entregas que mayor impacto ha cosechado en España en los últimos años es la Tetralogía de la ejemplaridad de Javier Gomá (1965), puesta en circulación por la editorial Taurus con cuatro obras del pensador bilbaíno, de lectura independiente pero con evidentes conexiones: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible. La recuperación y agrupación de los mismos responde a la cada vez más vehemente exigencia social de ejemplaridad por parte de los representantes públicos (una exigencia que permite a Gomá argumentar que, si bien la ejemplaridad puede sufrir una crisis en el presente en cuanto a la praxis, su ideal se mantiene bien álgido) en un contexto marcado a fuego por la corrupción. En el último catálogo de la editorial Sexto Piso destaca El alma de las marionetas, del filósofo británico John Gray (1948), una aproximación a la libertad del ser humano a través de la obra literaria de Stanislaw Lem, Jorge Luis Borges y otros escritores. Altamente recomendable es la lectura de Mis chistes, mi filosofía, un volumen del esloveno Slavoj Zizek (1949) publicado por Anagrama el pasado marzo que propone una lectura irónica e irreverente, aunque no por ello menos comprometida, de algunas de las causas del dolor de cabeza de nuestro tiempo, a cargo del considerado «filósofo más peligroso de Occidente». Una opción siempre recurrente es la del gran apóstol del ateísmo, el francés Michel Onfray (1959), del que circula en las librerías un abundante catálogo con perlas recientes como su Antimanual de filosofía (Edaf, 2013) y Nietzsche, el cómic hagiográfico facturado junto a Maximilien Le Roy y publicado en España por la ya citada editorial Sexto Piso en 2012. Si surge el ánimo de equilibrar, se puede acudir a los Escritos libertarios de Albert Camus que divulgó en España Tusquets el año pasado. Aunque para los lectores de filosofía siempre quedará Fernando Savater (1947): su última obra al respecto, ¡No te prives! Defensa de la ciudadanía, publicada por Ariel también el año pasado, resulta más que pertinente.

Entre todas estas orillas abundan las colecciones divulgativas, como Filosofía para profanos, la deliciosa serie de libritos que firman a cuatro manos la pensadora Maite Larrauri y el dibujante Max y que publica Tàndem. Por no hablar de las adaptaciones al manga de títulos como Así habló Zaratustra y El capital que publica Herder. Hay para todos. Mejor darse el gusto.

Este artículo ha sido publicado por Pablo Bujalance en: www.malagahoy.es

Cultura, filosofía, letras y política

Señalados por los ciudadanos como uno de sus principales problemas o necesitados de caras conocidas y respetadas para saltar a la arena política, la mayor parte de los partidos los de siempre y los nuevos buscan candidatos fuera de sus estructuras para dotarse de un valor clave en estos momentos: el prestigio. Dos premios Planeta, una catedrático de Metafísica, un reconocido poeta, un famoso actor de cine y teatro, una prestigiosa exjueza… son algunos de los perfiles que adornan a estos nuevos candidatos a los que los partidos recurren buscando rostros que no estén contaminados por la política.

Ése es el denominador común a Ángel Gabilondo, Luis García Montero, Manuela Carmena, Fernando Delgado, Ángeles Caso o Juanjo Puigcorbé, exponentes de ese soplo de aire fresco que llega a la política en un 2015 en el que el panorama electoral es más incierto que nunca. Con ellos han reverdecido aquellos laureles de una política en blanco y negro que muchos añoran y que sembró los parlamentos de ilustrados.
La cúpula de Podemos también procede de la universidad en la que un día y otro, y otro y después otro más impartió cátedra José Luis Sampedro. Humanista por excelencia, filósofo de excepción, economista, y literato, Sampedro también pisó el Senado al formar parte del selecto club que se denominó Agrupación Independiente, compuesto por 13 senadores electos por designación real durante el proceso constituyente entre 1977 y 1979.

Tradición
Bonita tradición perdida, y es que en dicha alineación de 13 también figuraron nombres como el de un discípulo aventajado de Ortega y Gasset, Julián Marías; el del escritor Víctor de la Serna o el padre de toda esta colmena, Camilo José Cela. Nobel, Príncipe de Asturias y Cervantes, estos tres galardones definen la trayectoria de un Cela que nadie sabe qué pensaría actualmente al ver que la dotación destinada a la cultura se ve obligada a encajar los golpes de los presupuestos generales año a año.

Los presupuestos y muchas cosas más estuvieron en manos de Manuel Azaña, que además de presidente de la II República Española, fue presidente del Gobierno en los años previos a la Guerra Civil y escritor. Faceta que quizá no muchos conozcan: además de llenar plazas de toros en sus mítines como reflejan los libros de Historia de los institutos recibió en 1926 el Premio Nacional de Literatura. SuMarianela le encumbró y su compromiso con la sociedad de su tiempo le llevó a ser elegido por Madrid como representante en las Cortes a principios del siglo XX, cuando impulsó junto al primer Pablo Iglesias de la política nacional una coalición republicana de corte socialista.

Con el paso de los años, el partido que fundó el propio Iglesias también ha albergado a numerosos representantes de la cultura y las letras en su guarnición parlamentaria y ministerial, como es el caso de la cineasta Ángeles González Sinde o el escritor César Antonio Molina, al frente de la cartera de Cultura con José Luis Rodríguez Zapatero, al igual que Jorge Semprún, escritor y guionista, en idéntico cargo con Felipe González. Del mismo signo político aún recuerdan muchos madrileños al Viejo Profesor, apodo por el que era conocido Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid en los primeros años de la democracia, ensayista, también hombre de letras y de fuerte temperamento en los pasillos del Consistorio de la capital.

Y si en el recuerdo del Ayuntamiento madrileño quedó grabado Tierno Galván, en el Congreso aún echan en falta la contundencia de un cantautor y poeta que recorrió, con una mochila y poco más, España, para conocer a sus gentes y defenderlas después desde el atril de la cámara baja. Cómo no, la descripción se corresponde con el nombre y el apellido de José Antonio Labordeta, quien con un sonoro «a la mierda, joder» se enfrentó a la bancada popular dejando una frase para la historia del hemiciclo.

Labordeta, Sampedro, Cela o Tierno Galván, el apellido da igual, sólo son ejemplos de ilustrados comprometidos con una sociedad la suya en la que dejaron huella y que ahora, en momentos difíciles, entregan el testigo a otros que también han decidido dejar a un lado la comodidad de sus vidas para remangarse y bajar al barro. Perdón, a la política.

Este artículo ha sido escrito por Raúl Bellerín y Enrique Delgado en: www.laopiniondemurcia.es

«Todo cuanto necesitas es… filosofía». Un artículo de Javier Gomá

La filosofía es parte de la cultura general. En concreto, la filosofía es el momento de máxima conciencia de esa cultura.

El mundo objetivo está fuera de nuestro alcance. No lo podemos conocer. Todo cuanto vemos, oímos, palpamos o saboreamos lo perciben nuestros sentidos mediado por el lenguaje. No existen las sensaciones puras porque éstas nos vienen ya interpretadas por las palabras que usamos para designarlas. Vemos aparecer la figura de una persona querida y nos decimos: “Ya ha venido mi amigo”. La amistad es una palabra cargada de significados que mutan de una sociedad a otra, de una época a otra. No se es amigo siempre de la misma manera. Nos comunican que ha fallecido un familiar y resuena en nuestro interior la palabra “muerte”, una voz que evoca un universo entero de sentido o de sinsentido experimentado de manera distinta en la Grecia clásica, en la Edad Media o en nuestra época. Sentimos la dureza heladora de una mañana de invierno y exclamamos: “¡Qué frío!”. Frío es una palabra que remite a una vivencia grata para algunos, dolorosa para otros muchos; pero incluso entre este último grupo, hay quien, como el asceta, busca ese dolor para dar firmeza a su carácter y quienes, como los deportistas de montaña o los exploradores de los polos, se entrenan voluntariamente en él para superar luego situaciones extremas.

El hombre está condenado a conocer la realidad no directamente sino a través de ese rodeo que son las palabras que lo interpretan. Todas las personas sin excepción poseen por fuerza una interpretación del mundo. Interpretar lingüísticamente es ya un quehacer genuinamente filosófico. En este sentido, todas las mujeres y todos los hombres del planeta son filósofos y no pueden dejar de serlo sin dimitir de su condición humana. La filosofía es un “universal antropológico”, lo que quiere decir que -como el amor, la mortalidad o el arte- encontraremos filosofía siempre que nos hallemos ante lo humano dotado de los rasgos que lo hacen identificable precisamente como humano.

Del universalismo de la filosofía no se sigue, sin embargo, que todas las interpretaciones valgan lo mismo. Por supuesto, hay interpretaciones más contrastadas, reflexivas y decantadas que otras. El lenguaje de unos será más inteligente, refinado y articulado, el de otros más elemental, instintivo y vulgar. Se adivina la importancia trascendental de educar ese lenguaje con el que no sólo nos comunicamos unos con otros en el comercio con la sociedad sino también nos comprendemos y nos hablamos a nosotros mismos en el secreto de la soledad.

Y es entonces cuando interviene la filosofía en la segunda de las acepciones, más restrictiva que la primera: filosofía ahora no como esa interpretación del mundo muchas veces inconsciente y heredada adherida al lenguaje natural cuyo uso cotidiano compartimos con los demás miembros de la misma comunidad, sino como esa visión del mundo hiperconsciente y personal contenida en las obras literarias compuestas por unos escritores llamados filósofos. La filosofía en esta segunda forma y manifestación ya no es universal sino achaque de unos pocos. Quienes escriben estas obras constituyen una minoría social porque, de hecho, sólo un pequeño número de personas en cada época caen presos de una vocación literaria tan específica. Esta vocación implica, primero, una visio de la totalidad del mundo, donde los fragmentos de la experiencia común, aparentemente absurdos, se ensamblan en un cuadro general completado por la imaginación adquiriendo dentro de él una cierta razón de ser; y en segundo lugar, una missio que apremia por encerrar esa visión primera en un sistema ordenado de conceptos, literariamente expuesto.

Otras disciplinas se ocupan de regiones particulares de la realidad mientras que sólo la filosofía está llamada a hacerse cargo del todode ella. Y eso tanto en su aspecto metafísico como en el pragmático. En el metafísico, la filosofía interroga sobre el “ser” general (aquello que hace inteligible al mundo y a los entes particulares que lo componen). En el pragmático, no se preocupa tanto de lo que es –el cometido de las ciencias- como de lo que debe-ser y propone un ideal prescriptivo: de conocimiento, de verdad, de justicia, de belleza, en suma, un ideal de lo humano. Podríamos decir, en conclusión, que la filosofía es una actividad intelectual esencialmente no-positivista y no-especializada, aunque, por supuesto, no desdeña los resultados de la ciencia positiva y especializada cuando le convenga a sus fines propios.

El tempo de la filosofía es geológico, al margen de los ritmos supersónicos de la actualidad política, empresarial, social y periodística. Pero es que alguien debe ocuparse también del largo y larguísimo plazo, más allá del balance económico anual o de los cuatro años de una legislatura. Ese lenguaje que usamos para comunicarnos y para hablar con nosotros mismos está hecho de palabras que tomamos en préstamo de la sociedad: aunque forman parte de nuestra identidad más íntima, no las hemos inventado nosotros sino personas del pasado, creadoras de palabras o creadoras de nuevos significados para palabras ya existentes: libertad, dignidad, felicidad, amor, bondad, belleza. Luego esos creadores –de los tres, cuatro, cinco últimos siglos- se nos deslizan sigilosamente en el interior de nuestra mente y con el diccionario que nos prestan nos ayudan a interpretar y a pensar el mundo de hoy.

Y, ¿quién creará el diccionario de las palabras que tomarán en préstamo las generaciones futuras? Los actuales fundadores del lenguaje: novelistas, poetas, dramaturgos y, con especial conciencia, los filósofos. Auténtico escritor es, al final, quien logra hacerse dueño de un glosario propio y de un puñado de metáforas eficaces. El filósofo de hoy suministra el vocabulario y la semántica que servirán para construir las interpretaciones del futuro. En su mano está moldear la visión del ser y el ideal moral de las generaciones venideras a fin de que su vida sea mejor y más propicia a la convivencia. ¿Cabe imaginar una responsabilidad superior a ésta?

Cuando a veces me preguntan para qué sirve la filosofía, como si su mismo estatus estuviera cuestionado por los apremios de esa clase de necesidades serias que satisface el dinero, suelo responder invirtiendo los términos. Lo único verdaderamente importante es la filosofía. Porque el dinero satisface los deseos humanos pero es la filosofía la que los moldea.

Oeconomía ancilla filosophiae.

Este artículo ha sido publicado por Javier Gomá Lanzón en: www.elpaís.com

Fecha: 20 de enero de 2015

¿Ha matado la ciencia a la filosofía?

No tan muerta

Por Javier Sampedro

Yo, señor, soy un científico raro. Sé que meterse con los filósofos es una de las aficiones favoritas de los científicos. Francis Crick, codescubridor de la doble hélice del ADN, aseguraba con característica mala uva que el único filósofo de la historia que había tenido éxito era Albert Einstein. El genetista y premio Nobel Jaques Monod dedicó un libro entero, El azar y la necesidad,a reírse de los filósofos marxistas, y el cosmólogo Stephen Hawking ha declarado con gran aparato eléctrico que “la filosofía ha muerto”, lo que ha dejado de piedra a los filósofos y seguramente a los muertos. Pero fíjense en que todos esos dardos venenosos no son expresiones científicas, sino filosóficas, y que por tanto se autorrefutan como una paradoja de Epiménides (ya les dije que yo era un científico raro).

¿Qué quiere decir Hawking con eso de que la filosofía ha muerto? Quiere decir que las cuestiones fundamentales sobre la naturaleza del universo no pueden responderse sin los datos masivos que emergen de los aceleradores de partículas y los telescopios gigantes. Quiere decir que la pregunta “¿por qué estamos aquí?” queda fuera del alcance del pensamiento puro. Quiere decir que el progreso del conocimiento es esclavo de los datos, que su única servidumbre es la realidad, que cuando una teoría falla la culpa es del pensador, nunca de la naturaleza. Un físico teórico sabe mejor que nadie que, pese a que la ciencia es solo una, hay dos formas de hacerla: generalizando a partir de los datos y pidiendo datos a partir de las ecuaciones. Einstein trabajó de la segunda forma, pensando de arriba abajo. Pero ese motor filosófico también le condujo a sus grandes errores, como la negación de las aplastantes evidencias de la física cuántica con el argumento de que “Dios no juega a los dados”. Como le respondió Niels Böhr: “No digas a Dios lo que debe hacer”.

La ciencia no matará a la filosofía: solo a la mala filosofía.

Una cooperación fecunda

Por Adela Cortina

La filosofía es un saber que se ha ocupado secularmente de cuestiones radicales, cuyas respuestas se encuentran situadas más allá del ámbito de la experimentación científica. El sentido de la vida y de la muerte, la estructura de la realidad, por qué hablamos de igualdad entre los seres humanos cuando biológicamente somos diferentes, qué razones existen para defender derechos humanos, cómo es posible la libertad, en qué consiste una vida feliz, si es un deber moral respetar a otros aunque de ello no se siga ninguna ganancia individual o grupal, qué es lo justo y no sólo lo conveniente. Sus instrumentos son la reflexión y el diálogo bien argumentado, que abre el camino hacia ese “uso público de la razón” en la vida política, sin el que no hay ciudadanía plena ni auténtica democracia. El ejercicio de la crítica frente al fundamentalismo y al dogmatismo es su aliado.

En sus épocas de mayor esplendor la filosofía ha trabajado codo a codo con las ciencias más relevantes, y ha sido la fecundación mutua de filosofía y ciencias la que ha logrado un mejor saber. Porque la filosofía que ignora los avances científicos se pierde en especulaciones vacías; las ciencias que ignoran el marco filosófico pierden sentido y fundamento.

Hoy en día son especialmente las éticas aplicadas a la política, la economía, el desarrollo, la vida amenazada y tantos otros ámbitos las que han mostrado que el imperialismo de un solo saber, sea el que fuere, es estéril, que la cooperación sigue siendo la opción más fecunda. Habrá que mantener, pues, la enseñanza de la ética y de la filosofía en la ESO y en el bachillerato, no vaya a ser que, al final, científicos como Hawking o Dawkins acaben dándole la razón a la LOMCE.

Artículo publicado por Javier Sampedro y Adela Cortina en: www.elpais.com

Fecha: 3 de enero de 2015.

La cultura enclaustrada

A finales de la Edad Media el caudal más fecundo de la cultura europea pasó de los monasterios a las universidades. Con este trasvase lo que había permanecido depositado en los recintos monásticos bajo la tutela de los monjes, preservado casi en secreto, se abrió al debate urbano que proponían los espacios universitarios. La cultura europea entró en una nueva dinámica que implicó el fin de dogmas y tabúes, pero que sobre todo supuso la superación del temor en la búsqueda del conocimiento. Los escritores y los filósofos aspiraron a romper el hermetismo de la época anterior, con la aspiración de someter sus concepciones a públicos cada vez más amplios. El uso, junto al latín, de las lenguas populares contribuyó a la consolidación de esta tendencia, como lo demuestra el caso de Dante que, si bien escribió muchas de sus obras en lengua latina, reservó para su joya literaria, la Divina Comedia, el uso del toscano. La culminación de todo ese proceso fue el Renacimiento. La invención de la imprenta y la consolidación de las universidades en las grandes ciudades forjaron un primer gran escenario de convergencia entre la cultura y la sociedad. Aumentó extraordinariamente el número de lectores al tiempo que las obras literarias influían en públicos cada vez más amplios. Shakespeare, Montaigne, Bruno o Cervantes simbolizan bien esta confluencia.

Las universidades occidentales se consolidaron definitivamente en los siglos xix y xx (sumando las americanas a las europeas) y, aunque nunca se despojaron por completo de su origen, por así decirlo, monástico, participaron activamente en la vida cultural moderna. Siempre mantuvieron una tendencia centrípeta y endógena pero, paralelamente, muchos de sus miembros se incorporaron a los debates públicos de su época y fueron grandes creadores de la literatura y del pensamiento. En estos dos últimos siglos es imposible tratar de comprender la historia cultural, o simplemente la Historia, sin atender a la función de las universidades en la dinámica pública y sin subrayar la importancia de numerosos profesores en la esfera creativa.

Pero no estoy seguro de que esto continúe siendo cierto. En los últimos lustros, y de un modo increíblemente acelerado, se ha producido una suerte de inversión de tendencias, a partir de la cual la universidad ha tendido a replegarse sobre sí misma, como si añorara, en un modelo laico, su antiguo origen monástico. Paradójicamente este repliegue se produce en el momento en que las tecnologías de la comunicación, como en el Renacimiento la imprenta, podrían facilitar la expansión de las ideas mucho más allá de los circuitos universitarios.

Desde una cierta perspectiva este retraimiento es la consecuencia de un nuevo antiintelectualismo que se ha asentado poderosamente en la vida social y política de principios del siglo xxi. En un reciente artículo escrito en el New York Times y titulado ¡Profesores, os necesitamos! Nicholas Kristof ha recordado el uso común de la expresión «That’s academic» para descalificar la aportación de un adversario, poniendo, además, el ejemplo de su utilización por el conservador Rick Santorum para criticar los discursos de Obama. Que algo sea «demasiado académico», o sencillamente «demasiado intelectual», es una piedra de toque común en nuestra sociedad. El antiintelectualismo es una de las formas más toscas del populismo, pero parece proporcionar fáciles réditos en una población ávida por ese consumo inmediato de las cosas que la complejidad intelectual casi nunca otorga.

El problema es que la universidad actual se ha convertido, por inseguridad, cobardía u oportunismo, en cómplice pasivo de la actitud antiintelectual que debería combatir. En lugar de responder al desafío arrogante de la ignorancia ofreciendo a la luz pública propuestas creativas, la universidad del presente ha tendido a encerrarse entre sus muros. Es llamativo, a este respecto, la escasa aportación universitaria a los conflictos civiles actuales, incluidas las crisis sociales o las guerras. En dirección contraria, el universitario ha asumido obedientemente su pertenencia a un microcosmos que debe ser preservado, aún a costa de dar la espalda a la creación cultural.

Cada vez más alejado de lo que había significado la gran cultura, ese microcosmos ha elaborado complicadas normas de autopreservación en las que apenas se reconoce el talante intelectual, abierto y crítico, que se halla en la raíz renacentista de la universidad. Dicho de manera brutal: el humanista ha sido arrinconado por el burócrata (o si se quiere, por un monje sin fe pero con gran perspicacia en la tarea de la propia conservación). Naturalmente, esto no es atribuible a numerosos profesores, pero sí es el dibujo simbólico de una tendencia general que, en sí misma, supone la destrucción de la universidad tal como históricamente la habíamos concebido.

Es importante detenerse en las leyes que rigen en el microcosmos. Hasta hace poco lo que se valoraba en un profesor, además de su capacidad para la investigación, era su magisterio docente y la publicación de libros relevantes en su área de conocimiento. Precisamente esta última tarea era decisiva para facilitar una ósmosis entre la universidad y la sociedad. El libro -y, a poder ser, el gran libro- era el instrumento básico en la vertebración de la cultura y, simultáneamente, el desafío que debía afrontar el profesor que aspiraba a la madurez intelectual. La cultura occidental moderna está jalonada por libros que son fruto de aquel reto. Como complemento de esta tarea muchos profesores trataban de comunicarse con el público más amplio posible mediante la intervención en revistas y periódicos.

No obstante, de un tiempo a esta parte, se ha producido un estrechamiento paulatino del anterior horizonte al mismo ritmo en que la universidad, como institución, ha sacralizado el paper como medio de promoción profesional. En la actualidad una gran mayoría de profesores ha descartado la escritura de libros como labor primordial para concentrarse en la producción de papers. En muchos casos esta renuncia es dolorosa pues frustra una determinada vocación creativa, a la par que investigadora, pero es la consecuencia de la propia presión institucional, puesto que el profesor deber ser evaluado, casi exclusivamente, por sus artículos supuestamente especializados. Como quiera que sea, el nuevo microcosmos en el que se encierra a la universidad traza una kafkiana red de relaciones y hegemonías notablemente opaca para una visión externa a la institución. Además de atender a sus labores docentes, los profesores universitarios emplean buena parte de su tiempo en la elaboración de papers, textos con frecuencia herméticos, destinados a denominadas «revistas de impacto», publicaciones que tienen, por lo común, escasos lectores -siempre del propio ámbito de la especialización- aunque con un gran poder ya que son las únicas «que cuentan» en el momento de evaluar al universitario. En consecuencia, los profesores, sobre todo los jóvenes y en situación inestable, hacen cola para que sus artículos sean admitidos en publicaciones de valor desigual pero insoslayables. Se conforma así una suerte de mandarinato que rige el microcosmos. Los profesores son calificados, mediante las evaluaciones oficiales, de acuerdo con el acatamiento a aquellas normas. La ilusión o vocación de escribir obras de largo alcance -algo que requiere un ritmo lento, que a menudo abarca varios años- debe aplazarse, quizá para siempre.

Este ensimismamiento de la universidad, si merece críticas crecientes en el ámbito de las ciencias, y a las que alude Nicholas Kristof en el artículo antes citado, es directamente desastroso en el de las humanidades, puesto que erradica la figura creativa e intelectualmente abierta para imponer un perfil del profesor sometido a las servidumbres de un pequeño mundo que se presenta como «especializado» pero que, en realidad, es puramente endogámico. Lo peor es que este pequeño mundo, que alardea de rigor académico, se hace implícitamente cómplice del antiintelectualismo populista, al refugiarse en un lenguaje oscurantista y críptico. Podría confeccionarse una auténtica antología del disparate si juntáramos las exigencias burocráticas que, en el presente, rigen la vida universitaria. Entender las normas del microcosmos requiere tantas horas de estudio que apenas queda tiempo para estudiar lo demás. Comprender cómo hacer el paper servilmente correcto obliga, por lo general, a renunciar a toda creatividad y a todo riesgo.

La cultura humanista, nacida de la libertad y de la crítica, corre el peligro, en la actual universidad, de ser enclaustrada, como si volviera al recinto monástico: no a la grandeza de aquellos monasterios que conservaron el saber antiguo sino al inmovilismo dogmático de los que pretendían preservar los conocimientos mediante su reclusión. Por admirable que sea originariamente un conocimiento aprisionado es un conocimiento muerto.

Este artículo ha sido publicado por Rafael Argullol en su blog: www.elboomeran.com

Mis queridos filósofos

Ocurre a veces que uno necesita reconciliarse formalmente con la razón, días en que el mundo se vuelve opaco y el alma se siente huérfana de conceptos y anhelosa de armonía y claridad. Es el momento entonces de regresar a la filosofía. Y es que a veces el conocimiento intuitivo y emocional del arte y de la literatura empacha y cansa, quizá porque su empeño no es tanto esclarecer las cosas como enriquecerlas y, valga la paradoja, iluminarlas con nuevos enigmas, de modo que en la filosofía descansamos de ese oscuro entender y, por decirlo así, canjeamos por ideas claras y distintas nuestras perplejidades y vislumbres, como quien convierte su incierta mercadería en letras de cambio bien acreditadas.

Siempre he sido aficionado a la filosofía, y nunca me ha faltado un filósofo de cabecera. Cada momento ha tenido el suyo. Ha habido épocas de Nietzsche, de Ortega, de Spinoza, de Berkeley, de Heidegger, de Benjamin y Adorno, de Sartre y de Camus, y de tantos otros, y siempre de Schopenhauer, de quien nunca me canso, y por supuesto de Montaigne. De Montaigne me admira la suave y amena indagación que hace de sí mismo y de las cosas sencillas de su alrededor. Pocas veces nos dice nada que el lector no creyera haber pensado antes. La obviedad se convierte sin saber cómo en un hallazgo y en un don. Los pensamientos de siempre cobran en él el resplandor del primer día, y hasta sus muchas citas clásicas se nos revelan con toda la fuerza repentina de la novedad. De pronto descubrimos que todo en el mundo está por descubrir.

Así que uno es una especie de trotaconceptos, un vagabundo que en cualquier parte (un tratado de lo más sesudo, un artículo de periódico, una sentencia, hasta un refrán) encuentra hospedaje: es decir, encuentra el consuelo, y hasta la caricia maternal, de una idea que de pronto, como un relámpago en la noche, pone luz en el mundo. En cuestión de ideas, soy nómada. Apenas he conocido el placer de la creencia, y aún menos el de la militancia. Soy un viajero que hoy hace fonda aquí, y pide siempre el menú degustación, y que mañana continúa alegremente su camino. Como mero aficionado a la filosofía, me gusta además mi irresponsabilidad de lector, cosa que en la literatura me ocurrió solo en mis primeros años de juventud, cuando leía de todo, sin ley ni canon, y tenía tan buen apetito que no había libro o cómic al que le hiciera ascos. Por otra parte, yo suelo leer los textos filosóficos con cierto ánimo novelero, como si me contasen una historia cuyos personajes, héroes y malvados, son las ideas, y donde hay un argumento, un conflicto, una trama, una intriga, y hasta un desenlace desdichado o feliz. De filosofía, entiendo poco, y no aspiro a más, y en mis lecturas hace tiempo que renuncié a obtener cualquier botín teórico, lo cual me ofrece una levedad de lo más placentera. Vivo desde siempre en una alocada soltería filosófica.

Luego, otro día, resulta que te cansas y hasta reniegas de ese lenguaje y de esa luz, de esas pretensiones de alzar una torre de conocimiento tan alta como la de Babel, y regresas a la penumbra del arte y la literatura, y así vas, de los filósofos a los poetas, del razonamiento a la revelación, del no entender entendiendo al alivio, y acaso también al espejismo, de entender algo de una vez para siempre, y de reposar al fin en esa Ítaca tan inalcanzable que es la ilusión de la verdad. De las palabras que te guían a las palabras que te pierden.

Uno no sería ni la persona, ni el ciudadano, ni el lector y el escritor que es, sin la filosofía, sin esa fina lluvia de ideas, de pálpitos, de querellas intelectuales, de ecos dialécticos, que nos vienen del pasado y que se filtran en nuestra inteligencia y en nuestro corazón y que nos dotan de la clarividencia y el carácter necesarios para enfrentar críticamente el mundo y construir nuestra visión propia de la realidad, y que solo ahí, en ese gran río de conocimiento que es el legado de nuestros mayores, podemos encontrar. Esa es nuestra herencia, y no tenemos otra. En la filosofía (y, si se quiere, también en la literatura, que no es otra cosa que el patio de vecindad de las humanidades) está la llave de nuestra salvación como personas libres, lúcidas y mayores de edad.

Porque ocurre que del mismo modo que las facciones de nuestro rostro o las huellas de nuestros dedos son distintas, así también nuestro mundo interior y nuestra visión de la realidad son por fuerza exclusivos. Somos irrepetibles. Estamos condenados a ser originales. O mejor: en nosotros está la semilla de la originalidad, y de nosotros depende que caiga en buena tierra o que se agoste sin remedio. Pero para saber lo que valemos, y para lograr ser nosotros mismos, nos lo tenemos que ganar, y para eso es necesario un poco de soledad, de recogimiento, de esfuerzo, de lentitud… y de la ayuda de nuestros filósofos, de los de antes y de los de ahora, de los densos y de los ligeros, de los ceñudos y de los festivos, porque sin ellos estaremos condenados a la ignorancia y a la palabrería: carne de cañón.

Y he aquí que ahora, nuestros actuales gobernantes, no contentos con haber menoscabado la literatura en las escuelas, los libros en las bibliotecas y el teatro y el cine en las taquillas, han decidido también arrinconar a la filosofía, haciéndola meramente optativa, lo cual equivale a su extinción. ¿Qué muchacho, o qué padres de muchacho, van a elegir o a animar a elegir como asignatura la filosofía, que al fin y al cabo no sirve para nada, cuando se puede optar por otra materia más técnica y práctica, que acaso pueda servir para aspirar a un puesto de trabajo, por mísero que sea?

Triste país el nuestro. Trabajando cada cual para obtener sus pequeñas ventajas, nos estamos labrando entre todos la desdicha colectiva. Hoy sabemos ya que, en asuntos de educación, de ciencia y de cultura, el sueño de la Transición produjo, si no monstruos, sí figuras grotescas. Al cabo del tiempo, al cabo de tantos proyectos y sueños de regeneración, uno contempla el panorama social y comprueba que, tras la apariencia y el barniz de la modernidad, seguimos siendo el mismo país ignorante y atrasado de siempre. Queda una gran minoría ilustrada, cómo no, pero se antoja poco logro para las oportunidades históricas que tuvimos y que una vez más desperdiciamos. Diríase que hay una conjura para que estas cosas sean así. No de otro modo se puede interpretar el desprecio y la saña con que nuestros gobernantes persiguen a las humanidades en las escuelas y a la ciencia y a la cultura allá donde se encuentren. Como si hubieran recibido de ellas una afrenta que hay que vengar y reparar.

Seguimos, pues, como siempre en nuestra desdichada historia, a la espera de un Gobierno ilustrado, que crea de verdad en esa gran evidencia de que el progreso y la grandeza de un país se construyen por fuerza desde la educación. Algo que todo el mundo dice pero que nadie hace, quizá porque tampoco ellos, los mandatarios y demás malandrines, son amigos de la lectura y el estudio. Basta leer un par de horas a Montaigne, o cultivar el hábito de alternar, aunque sea solo de pasada, con nuestros queridos filósofos, para defendernos de la banalidad y desenmascarar y ponernos a salvo de los discursos baratos, tramposos, fatuos y hasta ridículos de la mayoría de nuestros políticos. Más que nunca, ante la ristra de elecciones que se nos avecinan, quizá esta sea la hora de regresar a la filosofía.

Este artículo ha sido publicado por el escritor Luis Landero en: www.elpais.com

Manuel Cruz: «La historia demuestra que todo es contingente»

Es un filósofo atípico. Es frecuente encontrar su nombre en los medios de comunicación y no aborda la disciplina desde un punto de vista academicista y poco terrenal. Manuel Cruz (Barcelona, 1951) estuvo esta semana al foro Enciende la Tierra, organizado por la Fundación CajaCanarias, hablando de los efectos de la globalización en la razón y de los espacios que aún le quedan al ciudadano para ejercer el pensamiento crítico.

-¿Recuerda en qué momento decidió que iba a estudiar Filosofía?

“Decidí estudiar Filosofía hace mucho tiempo. Eran años distintos a los de ahora. No era normal que los hijos de familias trabajadoras llegaran a la Universidad y, cuando ello ocurría, los padres esperaban que eso significara que el hijo pudiera acceder a una profesión que valiera la pena desde el punto de vista del mercado de trabajo. Una carrera de Humanidades parecía condenar a la enseñanza y, de alguna manera, en la clase trabajadora parecía que eso era desaprovechar la inversión. Pero al final los padres siempre acaban queriendo que los hijos estudien aquello que les haga más felices, y como era evidente que a mí lo que más me satisfacía era la filosofía, pues les acabó pareciendo bien”.

-¿Qué es lo mejor que le ha dado la filosofía?

“Me ha permitido una relación con la realidad más intensa. La filosofía te permite entender mejor la realidad, el mundo, y, por tanto, la propia vida. No en el sentido de que a través de la filosofía te des cuenta de que todo tiene sentido. No. Pero te permite darte cuenta de que a veces las cosas no tienen el sentido que parecía, y otras veces, aquellas cosas que parecía que tenían sentido, no tienen ninguno”.

-Siempre se dice que los ignorantes son más felices. Entonces, la filosofía ¿nos hace más infelices?

“No lo creo. Hay una anécdota que se le atribuye al filósofo Hilary Putnam que me parece válida para contestar. Él decía que si a la gente le ofrecieran, como en Matrix, dos pastillas -una roja y otra azul- y le dijeran que si te tomas la pastilla azul no te enterarás de lo que pasa, pero serás muy feliz, y que si te tomas la roja, te enterarás de todo lo que pasa, pero no se te garantiza la felicidad, los seres humanos prefieren tomar la pastilla roja. Cuando uno apuesta por pensar, por la inteligencia, por la racionalidad, por el sentido, lo hace porque considera que son valores en sí mismos. Que luego, además, aporten o no la felicidad… Eso ya no lo sé. Supongo que entendemos la felicidad como un cierto bienestar y no estoy seguro de que el bienestar inconsciente sea en sentido propio felicidad”.

-Se habla de la tarea de pensar. ¿Pensar es una tarea?

“Sí, pensar es una tarea. Tengo la sensación de que disponemos de una energía limitada y tenemos que decidir a qué la dedicamos, en qué la aplicamos. Hay gente a la que no le queda más remedio que dedicar esa energía a otras tareas, como es la propia supervivencia. Para mucha gente pensar no puede ser la prioridad. Por eso es más obligatorio que los que podemos dedicarnos a ello lo hagamos. No se le puede pedir a alguien que se tiene que levantar a las cuatro de la mañana para ir a la otra punta de la isla a trabajar que, además, disfrute pensando. Me parecería una frivolidad por mi parte pretenderlo”.

-La crisis ha hecho que nos escandalicemos más por la corrupción y que, al mismo tiempo, se generalice el “sálvese quien pueda”. ¿Hemos elevado nuestro nivel de exigencia ética o lo hemos reducido?

“La crisis ha implicado lecciones aceleradas de capitalismo para mucha gente. La sociedad capitalista siempre ha sido competitiva. La diferencia es que en la época de vacas gordas los navajeos son para ascender, y si no llegas hasta arriba del todo, al menos llegas a la mitad. Cuando llega la crisis la mentalidad sigue siendo la misma, pero ahora no es una competición por llegar el primero, sino para no caer el primero. Así y todo, durante la crisis también han surgido comportamientos no contaminados, han aparecido elementos de solidaridad. Las sociedades mediterráneas han sobrellevado la mala situación gracias a distintas formas de apoyo, basadas sobre todo en las relaciones familiares. Hay muchas familias donde más de tres personas viven de la pensión del abuelo y muchos hijos siguen viviendo en casa de sus padres porque no encuentran trabajo. Deberíamos apreciar estas formas de solidaridad; a veces no les damos la importancia que tienen. Las personas que las practican no son conscientes de estar haciendo algo excepcional. Pero significa que la mentalidad neoliberal no lo ha empapado todo”.

-La indignación de los españoles ¿ha sido emocional o racional?

“La indignación ha sido fundamentalmente emocional. No es una crítica, pero es que no ha tenido una gran elaboración política. No es una característica española, ha sido común a toda Europa. Hay un empobrecimiento generalizado de la política, de los discursos, y eso se traslada también a la indignación”.

-El discurso de la casta ¿infantiliza a la ciudadanía?

“El discurso de la casta está empobrecimiento extraordinariamente la política. Con él se hace una simplificación desmesurada de la realidad y no se clarifica. Hay muchas ciudades pequeñas o pueblos donde existen fuerzas políticas no mayoritarias, militantes concretos, que trabajan abnegadamente sin buscar perpetuarse en el poder y que no tienen reconocimiento. Y de repente se han encontrado con que hay encuestas que dicen que su formación pertenece a la casta y, por lo tanto, su trabajo no tiene valor. En cambio, entra gente nueva, que no ha hecho nada, y que sí tiene reconocimiento simplemente porque forma parte de la marca. Este efecto no es positivo. Pero hay otra cosa peor: el lenguaje de la casta es un lenguaje que disuelve las diferencias clásicas y básicas entre las fuerzas políticas. Ahora se dice que la casta no es de derechas ni de izquierdas. Durante mucho tiempo este discurso era solo de la derecha. Me sorprende que sea la izquierda quien esté usando ahora ese lenguaje”.

Manuel Cruz

-¿Nos hemos creído que lo nuevo es bueno solo por ser nuevo? Ocurre en política, pero también en la búsqueda de empleo: la experiencia no parece ya un valor…

“Lo nuevo no tiene por qué ser bueno. Puede serlo, igual que lo antiguo puede ser bueno, pero también malo. Hay que analizar cada situación en sí misma. No me preocupa que Hillary Clinton tenga 68 años. Me importaría si estuviera enferma y eso pudiera influir en su capacidad al frente del gobierno. Si se tuviera que enfrentar, por ejemplo, a Sarah Palin, del Tea Party, que tiene 20 años menos, ¿implicaría que ella es mejor solo por ser más joven? Este discurso no me sirve. A lo viejo, y no me refiero solo desde el punto de vista de la edad, le cuesta percibir cuánto de nuevo hay en lo nuevo, le cuesta reconocer lo nuevo. En realidad no hay nada nuevo que sea absolutamente nuevo, solo parcialmente nuevo. Y lo nuevo, sin embargo, está convencido de que es inaugural. Hace un par de años leí una carta al director en El País en la que una chica escribía sobre su generación. La calificaba como totalmente nueva. Yo suelo leérsela a mis alumnos y a continuación les demuestro cómo lo que ella dijo ya lo había dicho un filósofo francés 30 años antes. Objetivamente no es nuevo, solo subjetivamente. No debemos dejarnos arrastrar los eslóganes de lo nuevo. Si la regeneración política es necesaria habrá que regenerar la política, pero veo en muchos discursos y en muchos de los presuntos nuevos políticos actitudes que no son nuevas; las veo y pienso: “esto ya lo he visto”. Yo no soy analista político, pero lo que está ocurriendo ahora, que un partido emergente le haga una opa hostil al resto y estos acaben subiéndose al carro ganador, eso ya ocurrió en los años 80 cuando apareció el PSOE. Esto ya lo vimos. No digo que la historia se repita, pero sí digo con fuerza que nada es absolutamente nuevo. La novedad siempre es parcial”.

-¿La inmediatez, que sí parece ser algo nuevo, nos está haciendo más estúpidos?

“Hoy todo cambia a tal velocidad que la gente no sabe a qué aferrarse. Y esto sí es nuevo y sí es malo. Esta rapidez se ve en la política. Antes, cuando un partido sacaba mayoría absoluta, los ciudadanos decían: ahora tenemos PP o PSOE para ocho años, porque sabían que el gobierno tenía margen para superar una legislatura aunque perdiera apoyos por el camino. Este lenguaje ya no se puede usar en Europa. Mira lo que ha ocurrido con el Pasok, en Grecia, que es un partido histórico. Hoy, un partido puede desaparecer del Parlamento en una legislatura. A la gente le da la sensación de que todo es muy acelerado y que es muy complicado defender las cosas. Hoy ni siquiera se puede hablar del votante de toda la vida. Ese concepto también ha ido desapareciendo. Pero es comprensible. A veces parece que se le está exigiendo al votante más que al propio partido. Pongo un ejemplo: la defensa de la renta básica de Podemos. Sus votantes empezaron a defender la medida y de repente ellos dijeron que solo era una propuesta para las elecciones europeas, no para las nacionales. Exiges que los votantes sean reflexivos pero luego los supuestos líderes no lo son”.

-A pesar de esa velocidad e inestabilidad, tenemos la sensación de que el mundo es como es y que no se puede cambiar. ¿Es culpa del capitalismo?

“Al hombre lo que más le cuesta es percibir el carácter contingente de la historia. La historia demuestra que todo es contingente. Cuando vivíamos en el franquismo la gente estaba convencida de que en este país no iba a haber democracia nunca, y llevamos ya 40 años. No se pueden hacer afirmaciones tan rotundas sobre la imposibilidad del cambio. Ahora pensamos que el único camino posible es la democracia, pero ¿realmente hay tanto apoyo a la democracia? El país que actualmente es la locomotora del planeta tiene una economía capitalista, pero en política no es nada liberal. Me refiero a China. Hay que ser extremadamente prudentes. Hannah Arendt, en uno de sus escritos, contaba una anécdota que le pasó a un rey francés -no me acuerdo qué Luis era-, que al ver protestas en la calle le preguntó a su sirviente si había una revuelta. Él le contestó: “No, no es una revuelta, es una revolución”. La historia siempre puede dar más vueltas”.

-Ángel Gabilondo ha vuelto a dar el salto a la política. Fue ministro de Educación y ahora se presenta con el PSOE en la Comunidad de Madrid. ¿Necesitamos más filósofos en política?

“No soy objetivo al hablar de Ángel Gabilondo, porque es alguien a quien tengo un grandísimo afecto y aprecio intelectual. En realidad, él, de alguna manera, ya ha respondido a esta pregunta. El otro día contestó a una cuestión parecida de la siguiente forma: ¿A qué profesión tiene que pertenecer un político? ¿Por qué un registrador de la propiedad, como es Mariano Rajoy, está más capacitado que un filósofo para ser presidente del Gobierno? ¿A José María Aznar ser técnico de Hacienda le dio una visión del mundo más global que le permitió establecer pactos internacionales como el de la guerra del Golfo? En términos generales, introducir en la vida pública voces que de alguna manera buscan más reflexión, es bueno. Los políticos hoy no reflexionan, solo dan respuestas ortopédicas, de argumentario. No se atreven a pensar”.

-Ha estudiado en profundidad la obra de Hannah Arendt. ¿Qué es lo más vigente de su pensamiento?

“Su reflexión filosófica sobre la naturaleza política, sobre los intereses que mueven a la política. La verdad es que Arendt resiste muy bien al tiempo, tanto sus textos más abstractos como sus textos más pegados a la coyuntura. Sus escritos sobre el pasado y el futuro de la educación, que escribió en los años 60, son muy útiles 50 años después”.

Artículo publicado por Saray Encinoso en: www.diariodeavisos.com